Aquitania. Álava. África
Agosto, año 1198
Una terrible congoja abrazaba a un hombre recién llegado a la colegiata de Roncesvalles. El ruido de las obras de ampliación del templo no conseguía aminorar las voces mezcladas en una algarabía de sonidos de guerra que estallaban en su cabeza. A ellas había que añadir las imágenes de una batalla campal; imágenes que nunca habían pasado por sus pupilas, pero que su cerebro construía sin descanso desde que el colgante de ágata que llevaba al pecho se había activado.
—¡Juan! ¿Qué haces tú aquí? ¿Tan grave es la situación que te has atrevido a venir? —la pregunta la formulaba un altísimo monje, de complexión atlética y completamente calvo, que había salido del interior de las dependencias religiosas en cuanto le habían avisado de la presencia del consejero real.
—Lo es. El tiempo apremia, pero todavía podemos salvar a la infanta Blanca de ese matrimonio impuesto y no deseado —contestó Juan del Cerrillo con el rostro lívido.
—No te entiendo. El compromiso matrimonial de Blanca con el rey Pedro de Aragón ha sido una idea sugerida desde la cancillería, tu cancillería, para acabar con el conflicto que casi cuesta al Viejo Reyno su propia existencia.
—Sólo es una cortina de humo para que Castilla y Aragón no completen la invasión. Pero la idea original era recurrir el pacto en cuanto los castellanos se hubieran retirado de las cercanías de Pamplona. Eso, al menos, ha ocurrido ya. Blanca está muy nerviosa. No quería ni oír hablar de casarse con el rey Pedro, aunque al final su sentido del deber le haya hecho aceptar el sacrificio. Pero todavía estamos a tiempo de evitar esa boda.
—No sé qué te propones, pero lo mejor habría sido que todo esto no hubiera comenzado —indicó el monje.
—¡A Sancho siempre le ha faltado tacto y picardía! —Juan estaba realmente enfadado—. No pudo soportar las provocaciones de Alfonso. Primero, los roces con los gobernadores castellanos de los castillos fronterizos navarros intercambiados en el pacto del mojón de los Tres Reyes, y luego, las provocaciones del cardenal Santángelo.
—Un problema en el que yo mismo tuve que intervenir desde dentro de la Iglesia. Muchas puertas a las que se hubo de llamar, y mucho esfuerzo mal empleado. Alfonso ha sabido jugar sus cartas. Consiguió que Gregorio Santángelo, como primado de la Iglesia en Toledo, excomulgara a Sancho. Afortunadamente, dejó esa sentencia sin efecto cuando tuvo que volver urgentemente a Roma ante la agonía de Celestino III. Buena parte de la Iglesia del Viejo Reyno presionamos al nuevo papa Inocencio III para que anulase la sentencia. Lo conseguimos, pero ha dado igual.
—Sí, Sancho volvió a caer en la trampa de desterrar al gobernador castellano de San Vicente de la Sonsierra y proporcionó una excusa perfecta a Alfonso para volver a invadir Navarra, cosa que ha hecho, y no precisamente solo. Ha conseguido convencer a su primo Pedro de Aragón para que también nos ataque en los valles de Aibar y Roncal. Ya hemos perdido buena parte de ellos.
—Lo sé, como también todo el cauce del río Arga hasta Miranda, caído en manos castellanas —matizó el religioso—. Pero pensaba que el compromiso de boda de Blanca y el monarca aragonés acabaría con el problema. Tendrás que explicarme lo de la cortina de humo.
—Pedro II de Aragón necesita una esposa de la realeza que le proporcione herederos, y no hay candidata mejor que Blanca para ello. Un hijo de la pareja podría heredar conjuntamente Aragón y Navarra, puesto que Sancho sigue sin herederos legítimos. Nos fue muy sencillo convencer a la cancillería zaragozana de los parabienes del enlace, y parar así los pies a Alfonso, que no puede proseguir con su ofensiva contra nosotros, puesto que estaría atacando las posibles futuras posesiones de su primo aragonés.
—Entonces, ¿dónde está el problema? ¿Y cómo pensáis liberar a Blanca de ese compromiso? Tanto Castilla como Aragón se echarían sobre nosotros como lobos.
—No si todo sale como he planeado, pero necesitaré tu ayuda y la del obispo de Pamplona. Alfonso ha cometido un error; un error muy grave. No estaba dispuesto a abandonar un reino casi conquistado sólo por un vago compromiso de boda, por lo que, ya lo sabes, ha obligado a Sancho a realizar un juramento público, Biblia en mano y rodeado de soldados castellanos, en el que se ha comprometido a cumplir con la promesa matrimonial de Blanca, así como a respetar las conquistas de aragoneses y castellanos sin emprender represalia posterior alguna.
—Sí, una tremenda humillación pública. Pero no sé adónde quieres ir a parar.
—Ese juramento es inválido según las leyes de la Iglesia, puesto que se ha realizado bajo presión y no voluntariamente…
Juan apenas pudo terminar la frase ante la súbita reaparición de las imágenes y voces que lo mortificaban. Un reguero de sudor frío comenzó a recorrer su frente.
—¿Estás bien? Sudas a mares.
—Sí, no es nada —Juan realizó un ímprobo esfuerzo para continuar a pesar de aquella tormenta interior—. Tengo que contarte el resto del plan. Creo que podemos recurrir ante el papa Inocencio por razones de consanguinidad, ya que Pedro y Blanca son primos carnales gracias a la sangre castellana de sus respectivas madres. Por supuesto, también alegaremos que el juramento ha sido forzado, y por tanto inválido.
—Evidentemente, el juramento sobre la Biblia se ha producido bajo coacción, pero otro tema será conseguir que el papa admita dicha coacción, por muy pública que ésta haya sido. Se necesitará un buen punto de apoyo adicional para que el recurso prospere, ¿en qué has pensado?
—Más bien en quién: en el obispo de Pamplona. Sancho acudió a él en busca de dinero al comienzo de la última ofensiva castellana. Lo consiguió, pero sabes que la contrapartida fue inapropiadamente escandalosa.
—Y seguramente te quedas corto en ese epíteto. El recién construido Palacio Real de la Navarrería ha pasado a manos del prelado, así como la gran viña real a orillas del Sádar y el cobro del diezmo del peaje de entrada a Pamplona. Además, la Iglesia ha quedado exenta de impuestos y la corona también ha perdido la jurisdicción sobre los bienes eclesiásticos y los miembros del clero, de forma que éstos sólo responderán frente al obispo y nunca frente a la justicia ordinaria.
—Lo dicho, unas concesiones inmensas, que ni Alfonso ni Pedro respetarán si completan la conquista del Viejo Reyno. Además, el papa Inocencio necesita imponer su autoridad a la cristiandad, y las concesiones navarras a su obispo significan la sumisión de un monarca europeo a la Iglesia: un ejemplo que seguir.
—Interesante alegato, pero me parece insuficiente.
—Hay más. El nuevo papa ha marcado dos líneas en las que basar su pontificado: una nueva cruzada en Tierra Santa y la expulsión de los almohades de Hispania. La nueva cruzada ya está preparándose, alentada por Felipe Augusto de Francia, quien también se ha encargado de perseguir a esos herejes cátaros.
—Muchos de esos a quienes llamas herejes han huido hacia los estados vasallos de Aragón en el sureste de Francia, pero el rey Pedro nunca los ha perseguido con verdadero ahínco. El papa Inocencio tiene pendiente propinarle un tirón de orejas por ello. Ni que decir tiene que intentaremos que lo haga anulando su compromiso de boda con Blanca.
—Empieza a sonarme mejor —el religioso se acarició la barbilla—. Pero ¿por qué debería Inocencio promulgar una sentencia que suponga un toque de atención a Alfonso de Castilla?
—Los motivos son más velados, pero igualmente importantes. El nuevo legado papal no ha conseguido demostrar ninguna de las imputaciones por las que el cardenal Santángelo, inducido por el rey castellano, ha excomulgado a Sancho. Ello indica que Alfonso ha utilizado a la Iglesia para sus fines particulares: un mal ejemplo. Además, el papa sabe que, si Navarra acaba siendo conquistada, Castilla se verá obligada a mantener un fuerte contingente de soldados dentro del Viejo Reyno, en vez de dedicarlos a expulsar a los sarracenos, como es deseo papal.
—Si se consigue, sería toda una obra de arte diplomática. No sé si alguna vez se habrá intentado algo tan osado como lo que me propones.
—Se puede lograr con tu ayuda, tus contactos y los del obispo pamplonés. Blanca es algo más que una simple princesa, sobre todo para ti; ya sabes a qué me refiero. Creo que se merece que la saquemos de un lío en el que nosotros mismos la hemos metido. Desde la cancillería nos encargaremos de exponer de forma más o menos velada todos estos argumentos en Roma. Rodrigo de Argaiz se ha ofrecido voluntario para marchar hasta el Palacio de Letrán y ser él mismo en persona quien lo haga —Juan comenzó a temblar de nuevo al reactivarse el ágata.
—Me has convencido, me entrevistaré cuanto antes con el obispo y… ¡Juan!
El consejero real se acababa de desplomar sobre el suelo, temblando rítmicamente, con auténticos chorros de sudor frío recorriendo su frente.
—¡Aléjame de aquí…!
Juan del Cerrillo no pudo acabar la frase. Se desmayó en manos del religioso. El monje trató de reanimarlo, sin éxito, por lo que llamó a gritos a otros miembros de la congregación para que le ayudasen a trasladar el cuerpo de aquel hombre. Nadie preguntó nada cuando el altísimo adjunto al prior de la colegiata en construcción se dispuso a dirigir personalmente la carreta de bueyes con la que pretendía alejar al inerte consejero real de aquella zona.
* * * * *
Invierno, año 1198
Una pequeña expedición militar encabezada por el infante Fernando abandonaba el castillo de Lerín entre las frías brumas de finales de febrero. Su destino era Estella, aunque sólo se trataba de una parada intermedia más en su camino hacia Vitoria.
—Nunca pensé que el recurso ante Roma llegase a prosperar, pero he visto con mis propios ojos la copia de la bula emitida por Inocencio III en poder del obispo de Pamplona… y allí estaba: el papa declaraba nulo el juramento forzado de nuestro rey Sancho y le liberaba de respetar el acuerdo matrimonial de doña Blanca —comentó el viejo Íñigo de Almoravid.
—Hay que reconocer que los de la cancillería son unos genios —confirmó el infante, mientras el vaho de sus palabras amenazaba con congelarse en las primeras estribaciones del bien cuidado bigote—. Afortunadamente, mi hermana ha quedado libre de ese compromiso.
—Lo extraño es que el monarca aragonés se haya quedado de brazos cruzados frente al edicto papal —terció don Martín Chipía, quien había visto recompensados sus leales servicios con el título de gobernador de Vitoria, cargo del que acudía a tomar posesión.
—El rey Pedro es consciente de la dificultad de responder con una represalia militar. Eso sin contar que la anulación le deja con las manos libres para tomar esposa entre las hijas de los nobles provenzales, lo que reforzaría los vínculos de vasallaje de éstos frente a las pretensiones conquistadoras de Felipe Augusto —matizó Fernando.
—Pero seguimos necesitando herederos legítimos que espanten a toda esa cuadrilla de buitres que quiere hacerse con el Viejo Reyno por vía matrimonial. Ya van dos intentos, el del rey de Inglaterra y el del rey de Aragón. Supongo que Nuestro Señor permitirá que Sancho vuelva a tomar esposa para dar un heredero a la corona, si bien es verdad que el infante Fernando podría ir pensando en pasar por el altar para proporcionar a Navarra una alternativa sucesoria —intervino, irónico, don Íñigo.
—Vuestra sorna es elegante, aunque estéril. Conocida es mi alergia a las vicarías —un coro de francas risas acompañó el comentario—. Con todo, os puedo asegurar que mi hermano es consciente de sus deberes.
—Más difícil resultará que tal conformismo se implante en el ánimo del rey castellano —comentó con semblante más serio don Martín—. Se oyen rumores de una nueva ofensiva bélica contra el Viejo Reyno. Además, carecemos de la ayuda almohade. La reciente muerte del emir Yacub es una pésima noticia para nuestros intereses. El rey Alfonso tendrá unos meses de calma en su frontera sur, y los hombres que Castilla no necesite para defender el campo de Calatrava bien pudieran ser utilizados para atacarnos.
—¡Cuántas veces he deseado que Sancho tuviera más mano izquierda! —exclamó don Íñigo—. Pero la realidad es la que es. Sigue enfrentado con buena parte de las principales familias alavesas. Si Alfonso decide atacarnos, encontrará apoyo en ellas. A ver si podéis arreglar ese entuerto, Martín.
—A eso voy, aunque sé que va a ser difícil —contestó el aludido—. Lo que realmente me duele son los apoyos que nos han faltado; y me refiero a los de Ricardo de Inglaterra.
—No os falta razón —asintió Fernando—. La misma excusa de siempre: su enfrentamiento con Felipe de Francia. ¡Así paga el rey inglés la ayuda prestada por Navarra cuando él estaba en Tierra Santa! ¡Así nos paga por mis años de cautiverio en Alemania!
—Nuestra alianza con Inglaterra y Aquitania ha demostrado ser más productiva para ellos que para el Viejo Reyno —matizó el de Almoravid.
—Y yo sé el motivo —Fernando escupió al suelo desde su caballo—. Los Plantagenet han puesto sus ojos en otro territorio mucho más apetecible que la pequeña Navarra: el Sacro Imperio romano germánico. Tras la muerte del emperador Enrique, se ha establecido una guerra civil entre quienes apoyan a Felipe de Suabia, hermano del finado, y los que respaldan a Otón de Baviera y Sajonia, sobrino de Ricardo de Inglaterra. Un ascenso del bávaro al trono imperial germano dejaría Francia rodeada de enemigos por este y oeste. Una miel demasiado dulce como para que Ricardo y doña Leonor se preocupen por nuestros apuros.
—Estoy intranquilo —admitió don Martín—. Antes o después, tiene que llegar la reacción castellana al engaño al que los hemos sometido. Después de tantos esfuerzos, de haber desplazado un gran ejército a Navarra y de tener la victoria final al alcance de la mano, ahora lo único que tiene son unas cuantas villas del cauce del Arga. Demasiado humillante como para que permanezcan impasibles.
—Sólo es una corazonada, pero algo me dice que, para bien o para mal, pronto lo averiguaremos —sentenció el viejo Almoravid con la vista puesta sobre las montañas de poniente.
2
Abril, año 1199
La oscuridad de aquella pequeña habitación sólo era quebrada por la llama de unos cuantos cirios, colocados en la cabecera de una cama sobre la que yacía un hombre. A su lado, sólo dos personas: un varón de mediana edad y una anciana que mesaba los mechones pelirrojos del desafortunado que reposaba sin vida sobre aquel lecho.
Los ojos enrojecidos de la anciana dama ya no eran capaces de producir más lágrimas después de tantos días de dolor en espera del irreversible desenlace, ocurrido esa misma jornada. Aun tras el calvario sufrido, aquella mujer mantenía la compostura. La elegancia de sus movimientos y la riqueza de su vestimenta denotaban que estaba acostumbrada a manejarse en las más altas esferas sociales. Así era: sólo alguien de su rango podía velar, casi en solitario, el cadáver de un rey. Un rey fallecido en la flor de la vida, tras más de dos semanas de desesperada lucha contra la muerte. Un rey querido y odiado a partes iguales. Un rey al que, en reconocimiento a su bravura, habían apodado como Corazón de León.
—Un niño… —musitó Leonor de Aquitania—. La flecha lanzada por un muchacho que apenas había alcanzado la pubertad.
—Y la incompetencia de un físico que ya ha pagado con su vida el error —contestó el príncipe Juan, único superviviente varón de la descendencia que la duquesa había tenido con el fallecido Enrique de Inglaterra.
—¡Por Dios! Morir así, de una forma tan tonta… y tan cruel. —Leonor sollozó.
—Mi hermano estaba avisado. Sabía que era peligroso revisar el trabajo de los zapadores en el asedio del castillo de Châlus-Chabrol. Sí, la flecha que lanzó ese chico y que le alcanzó en el hombro sólo tendría que haber sido una más de las muchas cicatrices que cubren su cuerpo, pero la fortuna no estaba de su parte. Primero ese matasanos le destroza la articulación al extraer el proyectil, y luego, la infección y la gangrena.
—Ambos culpables, el agresor y el médico, se balancean ya en la horca como castigo. Pero eso no me resarce; no me devuelve a mi hijo. Nada puede hacerse ya por Ricardo, salvo cumplir su voluntad en cuanto al reparto de sus bienes y títulos —indicó Leonor sin apartar la mirada de aquel cuerpo sin vida.
—Querréis decir vuestra voluntad —matizó irónico Juan.
—La voluntad de Inglaterra y Aquitania —respondió rauda la duquesa, tras dirigir una furibunda mirada hacia su vástago.
—No intentéis disfrazar la situación, madre. Ricardo siempre fue vuestro favorito y vos erais para él la guía de sus actos. Ni tan siquiera en su agonía habéis dejado algún cabo sin atar. Ninguno de los dos me habéis demostrado nunca demasiado afecto, pero el azar me ha convertido en legítimo heredero del trono de Inglaterra y Aquitania. Si hubierais podido, lo habríais impedido, pero no podéis ignorar mis derechos. Eso sí, os las habéis arreglado para dejarme en la ruina. Antes de morir, mi propio hermano me comunicó que todo su dinero y sus joyas irían destinados a mi sobrino Otón, para que disponga de fondos en su lucha contra Felipe de Suabia por el trono imperial germano. ¡Bonito legado!
—Te recuperarás. Tengo entendido que se te da muy bien recaudar fondos exprimiendo a pobres agricultores y artesanos en Inglaterra —matizó la duquesa con tono hiriente—. Pero no permitiré que uses tus rastreros métodos en mi ducado, por mucho que seas el heredero del título.
—No escucharé más palabras soeces, aunque procedan de la boca de mi madre. A partir de ahora yo soy el rey y las decisiones las tomo yo. ¡Que se lleve Otón las joyas y el oro! Lo único que pido a mi sobrino es que me ayude en la lucha contra Francia.
—Otón nos ayudará cuando esté en condiciones de hacerlo, mas ese momento todavía no ha llegado, aunque llegará. Antes o después, Felipe de Suabia cederá —sentenció Leonor visiblemente enfadada—. Mientras tanto, hay que buscar la forma de apaciguar al Capeto, y ya tengo diseñada una estrategia para ello.
—¡Ah, mi madre ya tiene diseñada una estrategia! Tal vez no me entendisteis hace un momento. Las decisiones las tomaré yo y las estrategias las diseñará el mismo que toma las decisiones.
—Tal vez deberías escuchar primero y opinar después.
—No tengo nada que perder. Hablad, si ése es vuestro deseo.
—Felipe de Francia lleva ya unos meses buscando esposa para uno de sus más fieles vasallos, el conde de Champaña. El Capeto apunta alto, por lo que ninguna de las candidatas hasta ahora propuestas ha sido de su agrado. Nosotros le propondremos una que no podrá rechazar: nada más y nada menos que la hija de un rey. Berenguela nos ayudará a conseguir nuestros fines.
—¡No querréis casar ya a la viuda de mi hermano mientras su cuerpo está todavía caliente!
—Compruebo una vez más que la sutileza no es uno de tus fuertes. No, no es a Berenguela a quien deseo casar con Teobaldo de Champaña, sino a su hermana Blanca. Ya sabes que el papa Inocencio la ha liberado de su compromiso matrimonial con el rey de Aragón. También es público que su hermano Sancho está con el agua al cuello debido a la nueva ofensiva de mi yerno Alfonso. El navarro no podrá negarse a tal ofrecimiento ya que, en teoría, le podría proporcionar el apoyo del Capeto en su lucha contra Castilla. En cuanto Berenguela transmita nuestra propuesta, el gigantón aceptará encantado.
—Interesante. Ahora resulta que el apoyo que hubiéramos debido proporcionar al Viejo Reyno, y que no hemos dado, va a tener que facilitárselo Felipe de Francia, en contra de los intereses del esposo de mi hermana Leonor. No os entiendo. Además, ¿qué pensáis ganar enfadando al rey castellano?
—¿Y quién ha dicho que yo desee conspirar contra los intereses de Castilla? ¿Acaso no eres capaz de ver más allá de tus narices? Lo que te he contado sólo es la mitad de mi estrategia. Queda una segunda parte, mucho más secreta, que no debe llegar a oídos de Berenguela, ni a los de su hermano Sancho. Felipe de Francia anda falto de princesas de sangre real, no sólo para contentar a sus vasallos, sino, sobre todo, para casar a su heredero, el príncipe Luis.
—Sabéis igual que yo que no tendría problema alguno para obtener la mano de cualquiera que eligiese, si no fuera por el bochornoso amancebamiento de Felipe con su amante, Inés de Merán, a la que presenta como reina de Francia en detrimento de su legítima esposa. Ya corre el temor de que el papa Inocencio terminará excomulgándolo, lo que pondría en entredicho su título real para él y sus descendientes. Nadie en su sano juicio cedería a una hija que puede acabar casada con un desheredado.
—Conociendo al Capeto, no cederá. Francia es un reino demasiado poderoso como para que la Iglesia pueda permitirse el lujo de estar enfrentada mucho tiempo con él. Además, salvo en el tema de Inés de Merán, las relaciones entre Felipe y Roma siempre han sido buenas. No en vano el parisino es el principal adalid del papa para enviar una nueva cruzada a Tierra Santa. Antes o después, las aguas volverán a su cauce y todos los que le han negado una esposa para el príncipe Luis se tirarán de las barbas al darse cuenta de la oportunidad perdida.
—Ese razonamiento significa que ya habéis encontrado a alguien dispuesto a correr ese riesgo. Pero ¿por qué no debe enterarse Sancho de Navarra de vuestras maquinaciones?
—Simplemente, porque quien ha aceptado el reto es Alfonso de Castilla. Las negociaciones están muy avanzadas y Felipe Augusto está encantado, ya que cree que podrá recomponer la antigua alianza entre Castilla y Francia que pondría a mi querida Aquitania en mitad de una pinza formada por ambos reinos. Pero el Capeto se olvida de que los hijos de Alfonso lo son también de mi hija Leonor, quien les ha inculcado el respeto por la tierra de su familia materna. Además, se ha fijado un punto en la negociación que favorece nuestros intereses: tanto Felipe como Alfonso han aceptado que sea yo, en persona, quien decida cuál de mis nietas castellanas será la próxima reina de Francia. Cuando los flecos estén cerrados, viajaré a Castilla para elegir a la más sumisa y traerla conmigo.
—Tenéis casi ochenta años y nunca dejaréis de sorprenderme —afirmó el príncipe Juan, estupefacto ante la disertación de su madre—. Desde luego, tengo que admitir que el plan puede funcionar. Estoy seguro de que elegiréis de entre mis sobrinas castellanas a aquella a la que mejor podáis aleccionar para que los Capetos desechen la idea de arrebatarme mis posesiones galas.
—Nuestras posesiones… Aquitania será mía mientras viva.
—Ahora veo el motivo por el que no deseéis que vuestras negociaciones sean conocidas en Navarra —añadió Juan, pasando por alto la insinuación de su madre—. Con Berenguela y Blanca lejos de su tierra natal, y Alfonso de Castilla reforzado por su alianza con Francia, dejaríamos el Viejo Reyno aislado diplomáticamente. ¿Así es como debemos pagar los desvelos de nuestros aliados, madre?
—Algún día comprenderás, y espero que sea pronto, que en política hay que saber romper alianzas para crear otras nuevas, aunque eso signifique sembrar de cadáveres el camino. Ahora déjame sola con Ricardo. —Los ojos de la vieja dama volvieron a humedecerse—. Quiero velarlo toda la noche antes de que partamos mañana hacia la abadía de Fontevrault para enterrarlo junto a su padre.
—Abadía donde, según tengo entendido, deseáis que también reposen vuestros viejos huesos —indicó con sorna el futuro rey de Inglaterra.
—No sin antes haber vivido lo suficiente para comprobar si el último hijo varón que salió de mis entrañas tiene arrestos para ejercer el cargo que nunca debería haber alcanzado.
3
Verano, año 1199
El calor apretaba al mediodía de la primera semana de agosto. Sancho el Fuerte observaba desde la ventana de sus aposentos el desierto patio empedrado del castillo. Sabía bien que las calles del resto de la ciudad también compartían la ausencia de actividad. Hasta el Ebro parecía contagiarse de aquella quietud. Lo que fueron bravas aguas en el deshielo de abril se convertían ahora en un manso susurro de líquido fácilmente vadeable. Pero Sancho tenía preocupaciones mucho más importantes que evitar aquella sofoquina.
—¿Has visto hoy a nuestra hermana Constanza? No ha dejado de llorar desde que ayer llegó el jinete galo con la primera carta de Blanca tras su matrimonio con el conde Teobaldo —preguntó el monarca tras volver la cabeza hacia el interior de la habitación.
—No te preocupes. La pobre llora más por su soledad que por el destino de Blanca. Constanza es consciente de que, superadas las treinta y cinco primaveras, difícilmente contraerá ya matrimonio. ¡Al menos no tiene que discutir con sus cuñadas! —bromeó Fernando aludiendo a la soltería de los dos hermanos—. Por lo demás, he releído cuidadosamente la carta de Blanca y creo que le va bien en su nueva situación.
—No estoy yo tan seguro —negó Sancho con la cabeza—. Impedimos que nuestra hermana se convirtiera en reina de Aragón para casarla ahora con un vulgar conde. Mientras tanto, puede contemplar desde la lejanía cómo el Viejo Reyno languidece ante el nuevo ataque de nuestro primo castellano. Si lo llego a saber, nunca hubiese enviado al papa aquel maldito recurso de nulidad.
—Si lo hubiésemos sabido, ninguno de nosotros lo habría hecho —terció, cabizbajo, Juan del Cerrillo—. Yo soy más culpable que nadie. Me cegó la ambición de husmear en los vericuetos legales para conseguir una victoria donde nadie lo esperaba. Pero no calculé bien la reacción futura de los implicados, algo que ya ha llegado, y con consecuencias desastrosas.
—No os torturéis —indicó Ramiro, el hijo ilegítimo de Sancho, quien, tras haber cursado estudios eclesiásticos, ocupaba un alto cargo en la cancillería navarra—. Nadie pensó que la reacción de Alfonso de Castilla fuera tan desaforada. Nos engañó a todos; esperábamos otra ofensiva en la cuenca del Arga, pero la ha lanzado por la llanada alavesa.
—¿Alguna novedad, Guillermo? —se dirigió el rey a su otro hijo ilegítimo, curtido ya en la carrera militar.
—Ninguna, padre —contestó el aludido—. Los hombres de don Martín Chipía aguantan el feroz asedio dentro de los muros de Vitoria, y la fortaleza de Treviño resiste heroicamente después de la caída de Arlucea y La Puebla de Arganzón.
—Pero sabemos que los gobernadores de Santa Cruz de Campezo y Antoñana han entablado negociaciones para rendir ambas villas —matizó Ramiro.
—Sólo son rumores —contestó Guillermo.
—¡Rumores, sólo rumores! —interrumpió con brusquedad Sancho—. Así definimos también las informaciones que apuntaban a la existencia de negociaciones entre Castilla y varios nobles alaveses para que éstos se pasasen al bando castellano. No les hicimos caso, y así nos ha ido. También confiábamos en que Alfonso tendría que retirarse a sus cuarteles en invierno, pero ahora sabemos que no será así. Dispone de provisiones para pasar toda la estación si hiciera falta.
—Alimentos y mercancías que pronto comenzarán a escasear en nuestras villas sitiadas —apuntó Ramiro.
—Me alegro de no haberte mandado al frente de la delegación que acompañó a Blanca hasta el condado de Champaña —señaló el monarca dirigiéndose a su hermano.
—No puedo decir lo mismo; ya conoces mi afición por ver mundo —ironizó el infante.
—Tengo otra misión bastante más desagradable para ti.
—Como tendero no te ganarías la vida, hermano. Me temo que no adornas suficientemente la mercancía. Algo me dice que no me gustará lo que me vas a contar.
—Te harás cargo de los asuntos del Viejo Reyno hasta que vuelva de al-Ándalus, donde intentaré convencer a los almohades de que ataquen a Alfonso en tierras manchegas.
—¿Cargo de qué?, ¿al-Ándalus? —preguntó sorprendido el infante—. Vas demasiado deprisa. ¿Insinúas que, en mitad de una guerra, vas a abandonar tus dominios para hacer algo que podría llevar perfectamente a cabo una embajada de la cancillería?
—Ya hemos enviado dos delegaciones a la corte sevillana y no hemos conseguido más que buenas palabras. Si no hacemos nada, todo Álava caerá en manos de nuestro primo y, detrás de ella, puede que todo el reino. Nuestras fuerzas no son suficientes para vencer a las castellanas. Necesitamos ayuda, y ni ingleses ni aquitanos parecen estar dispuestos a proporcionarla, luego la única alternativa es la almohade. Y siempre existirán mayores posibilidades de éxito en la gestión diplomática si soy yo mismo quien encabeza la delegación.
—Pero el emir se encuentra ahora en Marruecos y no está claro que viaje hasta al-Ándalus en fechas próximas —matizó Ramiro sorprendido—. Además, tendríais que atravesar Castilla o Aragón, y correríais el riesgo de ser descubierto. Aun en caso de que llegaseis, ¿quién os asegura que no serán los propios almohades los que os capturen?
—Nuestros aliados del sur profesan otra fe, pero ello no significa que cultiven el arte de la traición más de lo que lo hacemos los cristianos —repuso Sancho—. Puede existir algún riesgo, lo admito, pero lo asumiré. El viaje se hará por Aragón y no será de incógnito. Juan ha movido sus conexiones particulares con la corte aragonesa, heredadas de nuestro recordado Pedro de Alcarama. El rey Pedro ya ha dado su visto bueno. Se ha percatado del peligro que representan para su reino las ansias expansionistas de Castilla.
—La ausencia del emir al-Nasir[15] te impedirá cumplir tu cometido —protestó Fernando—. Además, la diplomacia no es uno de tus fuertes. Ese carácter tuyo…
—Si he de viajar hasta África en su busca, lo haré, pero no tiene por qué ser necesario —contestó Sancho con determinación—. La orden de ataque contra las posiciones castellanas la puede dar el gobernador actual de al-Ándalus, el príncipe Abuceid. Respecto a lo de mi carácter, tendré que aprender a contenerme.
—Todavía queda por dedicir quién os acompañará —matizó Juan del Cerrillo.
—Cuento para ello con Rodrigo de Argaiz, quien ya encabezó nuestra delegación diplomática a la corte del fallecido Yacub tras los sucesos de Alarcos. Y tú, Juan, también vendrás. Sé que siempre has querido viajar a al-Ándalus, y puede que ésta sea la última oportunidad que se te presente. Espero que sepas contrarrestar con tus habilidades negociadoras el lío en el que nos has…, nos hemos metido —rectificó el monarca, aunque sin poder evitar que el consejero agachase la cabeza como reconocimiento tácito a las truncadas palabras de su señor.
—Pero… —Guillermo intentó señalar sus dudas.
—No más peros; la decisión está tomada. Organizad una expedición con una treintena de jinetes. Espero estar de vuelta dentro de tres meses. Sólo deseo que la Providencia esté de nuestra parte. La necesitaré y tú también, hermano mío —indicó Sancho, mientras depositaba su confianza en Fernando al asir los hombros del infante con sus gigantescas manos.
* * * * *
Septiembre, año 1199
Juan del Cerrillo atravesaba las estrechas y retorcidas calles que rodeaban la judería cordobesa guiado por un mozalbete delgado, de piel oscura, que el valí de la ciudad había puesto a su disposición mientras el resto de los soldados desplazados junto al rey Sancho descansaban en la alcazaba. Tras atravesar aquel laberinto de callejuelas y llegar de nuevo a la zona musulmana de la ciudad, el mozalbete tiró de un fleco de la blanca túnica de Juan para atraer su atención y, en cuanto el consejero volvió la cabeza hacia él, alargó la mano para apuntar con su dedo índice hacia una casa de tres plantas. Allí debía de vivir Hakim, el anciano curandero de Azahara, quien, según le habían señalado, prácticamente nunca atendía visitas. Sin embargo, el mismo chico que guiaba sus pasos había llevado esa misma mañana una petición de Juan para que Hakim accediese a entrevistarse con él, y la respuesta había llegado de inmediato: el árabe mostraba su ansiedad por recibir al sobrino de su desaparecido amigo Pedro de Alcarama.
El mozalbete volvió a tirar de la túnica del consejero mientras esgrimía una amplia sonrisa. Juan comprendió de inmediato el lenguaje gestual y sacó una pequeña moneda de plata que entregó a su guía. Éste inclinó la cabeza en señal de agradecimiento y se sentó en el suelo, con la espalda apoyada contra el muro del edificio, para esperar pacientemente a que el consejero terminase su entrevista y así acompañarle de vuelta a la alcazaba. Juan golpeó con los nudillos la maciza puerta de madera, y no tardó en aparecer un hombre cuya piel era la más oscura que el navarro había visto nunca.
—¿Hakim?
El recién llegado negó con la cabeza, señaló hacia el interior de aquella casona e invitó a Juan a entrar. Atravesaron un recibidor decorado con baldosas vidriadas hasta la mitad de la altura de las paredes y comenzaron a subir una escalera que debía llevarlos a la primera planta del edificio. Aún no habían subido un par de escalones cuando a la nariz de Juan llegaron tres olores muy conocidos. Primero fue el de la albahaca, pero no tardó en percibir el aroma de la caléndula y también la más suave esencia del espino albar. El consejero no se extrañó; al fin y al cabo, aquélla era la residencia de un curandero experto en plantas medicinales. Durante unos instantes, aquellos olores lo trasladaron mentalmente hasta sus aposentos en el castillo de Tudela, pero luego se concentró en seguir ascendiendo.
Nada más llegar a la primera planta de la casona, el criado tomó un pasillo hacia la izquierda y, al llegar a su final, abrió la puerta de la última estancia. Una segunda oleada de aromas invadió el olfato de Juan, y llevó a su mente la imagen del romero en flor y de la salvia, pero hubo de borrarlas rápidamente para fijar su atención en un enjuto anciano que se encontraba sentado en una gran silla de tijera cubierta con cojines de vivos colores y bordados geométricos. Frente al dueño de la casa, otra silla de idénticas características esperaba a que Juan la ocupase, cosa que hizo cuando aquel hombre de apariencia octogenaria se lo indicó con un gesto.
—Mis saludos, noble Hakim, os agradezco que me recibáis en vuestra casa —saludó Juan en latín, tras dar por supuesto que aquel hombre con fama de erudito lo hablaría.
—Es un placer para mí encontrarme con el sobrino de quien, pese a que nunca nos vimos las caras, fue mi mayor amigo en tierras cristianas. Aunque pueda parecer grosero por mi parte, me gustaría comenzar esta conversación con un pequeño reproche —respondió Hakim en la misma lengua.
—Imagino el motivo, y no estáis falto de razón —asintió Juan.
—Tuve la suerte de poder mantener cierta correspondencia con vuestro tío. Nunca fue algo muy frecuente, tan sólo una o dos cartas al año intercambiadas gracias a los comerciantes de especias que viajaban entre Córdoba y Tudela, pero siempre esperé con ansia las respuestas que Pedro de Alcarama me enviaba ante mis preguntas sobre el tratamiento de algunas enfermedades. También, supongo que lo sabréis, intercambiamos información sobre cierta búsqueda emprendida por vuestra familia hace generaciones.
—Estoy al tanto.
—Pero un día recibí una carta en la que don Pedro se despedía… para siempre, y me rogaba que me pusiese en contacto con su sobrino Juan; con vos. Eso hice, o al menos lo intenté. Con el corazón afligido por la pérdida de un amigo os escribí de inmediato, pero no obtuve respuesta. Al cabo de unos meses lo volví a intentar sin resultado. Pensé que tal vez os hubiera ocurrido alguna desgracia, pero los mismos comerciantes que utilicé de correo me confirmaron que un tal Juan del Cerrillo trabajaba en la cancillería navarra.
—Aceptad mis disculpas. Fue una temporada muy dura para mí. Acababa de perder a mi tío y mi vida había dado un vuelco completo. En poco tiempo pasé de la tranquilidad de mi formación en la Escuela de Gramática a tener que aconsejar a todo un monarca. Tenía suficientes agobios como para no dar demasiado crédito a dos cartas venidas de al-Ándalus que reclamaban ciertos comentarios a un tratamiento herbal. Ya tenía yo bastante con tratar de controlar cierto remedio que había de ser administrado cada tres meses al infante Sancho tras su envenenamiento en la villa de Laguardia.
—Un infante que se ha convertido en rey de Navarra, y que ha venido hasta estas tierras para conseguir que el príncipe Abuceid ataque el sur de Castilla. Una misión de guerra. Creí que vuestra familia siempre buscó la paz —comentó Hakim.
—No es a mí a quien corresponde decidir la política del Viejo Reyno. Además, Sancho no me escucharía si le dijese que considero contraproducente esta expedición. Si alguna vez tuve influencia sobre él, ahora la estoy perdiendo; cada vez estamos más distanciados. De todas formas, sospecho que Abuceid no está muy por la labor. Podría decirse que huye de nosotros.
—Algo así he oído. Ésta es vuestra segunda visita a Córdoba en poco más de dos meses, y se dice que habéis estado también en Sevilla, Málaga, Almería y Granada.
—Así es. Y todo ese tiempo persiguiendo a vuestro príncipe. En cuanto llegamos a la ciudad donde se supone que está Abuceid, nos enteramos de que ya ha partido hacia otra, a la que nos volvemos a dirigir con premura para encontrarnos con que ya se ha vuelto a marchar. Ahora mismo se suponía que debía de estar aquí, pero el valí nos ha dicho que ya ha partido hacia Sevilla. No sé si podéis haceros una idea del enfado de mi señor Sancho. Perdonad si en mi primera estancia en esta ciudad no vine a visitaros, pero casi no nos detuvimos ni para abrevar a los caballos. Ahora es distinto; los soldados que nos acompañan están muy cansados, por lo que el rey ha decidido reposar un par de jornadas antes de dirigirnos de nuevo hacia Sevilla.
—Sospechoso… muy sospechoso —Hakim se mesó la barba—. Pero no nos desviemos del tema de nuestra conversación. En las dos cartas que os escribí había también algunos datos sobre un colgante de ágata, y, aun así, no me respondisteis.
—Los datos que aportasteis eran muy vagos y, perdonadme, demasiado inconexos como para darles relevancia. La verdad es que nunca creí que el collar que busco estuviese en Córdoba. Es cierto que existen algunos indicios sobre la posibilidad de que el colgante pasara por esta ciudad, pero también los hay sobre su paso por Pamplona o Zaragoza, y en ninguna de las dos se han concretado. Comprended que pusiera poco énfasis en localizarlo en al-Ándalus. Es una opción muy remota.
—Y, sin embargo, habéis acabado por venir hasta aquí.
—Ya he descartado casi todos los lugares que partían con más opciones, por lo que, aunque la posibilidad de que se halle aquí es pequeña, es uno de los pocos sitios que me quedan por registrar.
—¿Habéis traído vuestro collar de ágata? —preguntó Hakim con mirada penetrante.
—Nunca me separo de él —respondió Juan mientras lo extraía del interior de su túnica.
—Un cuarto del colgante original, tal como me lo describió vuestro tío Pedro —musitó el musulmán—. ¿Me dejáis tocarlo?
—Podéis hacerlo, pero no respondo de lo que ocurra. —El consejero navarro se levantó de su asiento para ofrecérselo a Hakim, pero sin quitárselo del cuello.
—No noto nada especial —comentó el cordobés tras tocarlo.
—Es caprichosa. A veces se activa de improviso, y otras, como ahora, permanece frío e inalterable. De todas formas, la tradición cuenta que mi colgante debe encenderse ante la presencia cercana del otro collar y eso no ha sucedido, lo que ratifica mis sospechas de que no está en Córdoba. Vos tampoco habéis encontrado nada concluyente en estos años, ¿verdad?
—¿Poseéis algún indicio de que el otro collar pudiera estar en Barcelona? —replicó Hakim con una sonrisilla.
—¿Barcelona? Bueno, sí, es una de esas posibilidades remotas a las que antes me he referido. La expedición del hijo de Carlomagno sobre esa ciudad… Tal vez algo que ver con Matruh…
—Pero ¿habéis buscado ya allí? —cuestionó el musulmán.
—Sí y no. Mi difunto tío Pedro utilizó a la familia barcelonesa de un amigo suyo, un viajero llamado Benjamín Ben Yonah, para que lo buscase en la Ciudad Condal. Pero la repentina muerte de Benjamín, y la posterior de su hermano Simeón, interrumpieron nuestros contactos con la comunidad hebrea de Barcelona.
—¿Quiere eso decir que no la habéis buscado personalmente allí?
—No, nunca lo hicimos.
—Entonces, creo que os queda otro viaje pendiente. Por favor, acompañadme —indicó Hakim mientras se encaminaba hacia una portezuela lateral de la estancia.
El curandero musulmán abrió ese segundo acceso y penetró en una salita oscura, donde esta vez predominaba el olor a cuero. Hakim corrió una cortina y una tenue luz entró por un ventanuco, suficiente para poder observar una estantería repleta de libros antiguos.
—Mi familia, al igual que la vuestra, siempre ha tratado de desvelar los secretos curativos de las plantas. Pero hay algo que nos diferencia. Mientras vosotros transmitís los conocimientos de forma oral, nosotros lo escribimos todo. Aquí puedes encontrar los diferentes tratamientos que se pueden administrar para curar una enfermedad en función de lo avanzada que esté, o de las condiciones físicas del paciente, además de los dibujos de las plantas utilizadas para ello.
—Y eso ¿qué tiene que ver con el colgante que busco?
—Mi familia ha estado siempre ligada a la administración de al-Ándalus, normalmente trabajando en los archivos reales. Es una pena que tras la disgregación del califato se haya perdido la mayor parte de ellos, pero afortunadamente, alguno de mis antepasados debió pensar que dejar por escrito ciertas cosas en un archivo público podría tener graves consecuencias para él, así que decidió hacerlo en un sitio mucho más privado. ¿Me seguís?
—En absoluto —negó Juan mientras se encogía de hombros.
—Pues resulta que, hará más o menos seis años, mientras buscaba un remedio para la infección de orina, me encontré con esto.
El de Azahara alargó la mano hacia un libro no demasiado grande, encuadernado en cuero rojizo, y lo abrió. Pasó con cuidado las hojas hasta detenerse en una que tenía dibujada la ramita de una planta, debajo de la cual se leía un largo párrafo. Sin embargo, Hakim pasó el dedo hacia la derecha, sobre una anotación marginal realizada con letra poco esmerada, y cedió el libro a Juan.
—Ese dibujo corresponde a una rama florida de espino albar, pero no puedo leer lo que me señaláis; el árabe no es mi fuerte —reconoció el navarro.
—Pues entonces, os lo traduciré: «… Ante las continuas sospechas de que Matruh, el hijo del traidor Sulayman, estaba negociando con los francos, el emir Abd al-Rahman lo llamó a su presencia. Nadie creyó que acudiría, pero cuando lo vimos atravesar el Portal de Toledo, todos pensamos que veríamos su cabeza rodar. Mas no fue así: Matruh abandonó Córdoba y regresó a Barcelona luciendo el luminoso verde del triunfo en su cuello y refrendado en su condición de valí de la ciudad…».
—¿Estáis sugiriendo que ese verde podría ser el ágata del segundo colgante?
—Podrían ser muchas cosas: vuestro colgante, alguna esmeralda regalada por el emir, o incluso cualquier insignia omeya. Supongo que sabéis que el verde era el color de los estandartes omeyas.
—¿Entonces?
—Entonces, aunque la posibilidad siga siendo remota, me temo que no dormiréis tranquilo hasta que no vayáis personalmente a buscar vuestro colgante a Barcelona. Pero eso no va a ser ahora, ¿verdad, mi querido amigo? En consecuencia, supongo que no tendréis inconveniente en perder un poco de vuestro tiempo para intercambiar nuestros conocimientos sobre plantas curativas…
La noche se echó encima del espigado mozalbete que esperaba sentado junto a la casa del curandero de Azahara, mientras se preguntaba qué diantres haría allí dentro aquel cristiano de extraño aspecto.
* * * * *
Otoño, año 1199
Mediados de noviembre. Hasta en una ciudad tan soleada como Sevilla se empezaba a notar el frescor otoñal. Sancho el Fuerte permanecía esperando en una de las salas del alcázar de la ciudad, acompañado únicamente por Rodrigo de Argaiz. Había vuelto a suceder: llegados a la capital almohade, un miembro de la cancillería sevillana había salido a su encuentro para comunicarles que el príncipe Abuceid había tenido que partir con urgencia hacia Almuñécar. Sancho montó en cólera, que se aplacó temporalmente cuando le informaron que, en su lugar, serían recibidos por otro miembro de la familia real almohade. No obstante, la sorpresa fue mayúscula cuando le detallaron que su anfitrión iba a ser una mujer: la princesa Zoraida, hermana de Abuceid.
Sancho se lo tomó de primeras como un desprecio, pero la noticia de que tanto Vitoria como Treviño todavía resistían heroicamente, comunicada por otro heraldo recién llegado del Viejo Reyno, terminó de animar al Ximeno. Así, casi de madrugada, el monarca y don Rodrigo de Argaiz se encaminaron hacia lo más intrincado del alcázar sevillano: el harén.
La llegada hasta allí no estuvo falta de incidencias. Seis colosales guardianes entrados en carnes se empeñaron en denegarles el acceso a las habitaciones reales hasta que los cristianos les entregasen sus espadas. Los navarros se negaron en redondo. No era cuestión de seguridad, ya que los sarracenos podrían haber acabado con ellos en cualquier momento, con espadas o sin ellas. Simplemente, era cuestión de principios. La aparición de otro eunuco, surgido del interior del harén, consiguió apaciguar los ánimos al transmitir a los guardianes órdenes directas de Zoraida.
El acceso les había sido despejado, pero eso tampoco les supuso entrevistarse con la princesa de inmediato. Otra nueva espera los aguardó en una sala donde, se mirase donde se mirase, sólo maravillas se dibujaban en las pupilas: finas yeserías doradas, mobiliario en madera labrada, cojines y cortinas elaborados con sedas de vivos colores, alfombras adornadas con motivos vegetales bordados en hilo de oro… Todo constituía una sorda exhibición de la riqueza y el poder almohades, algo de lo que estaba muy falto el rey navarro.
Un ventanuco y una pequeña puerta situados al fondo de la estancia proporcionaban una nota discordante en aquella armonía. La diminuta ventana estaba protegida por una celosía de listones de madera y, detrás de éstos, una gruesa cortina de seda purpurada ocultaba el interior del recinto al que se debía de acceder por aquella portezuela. Tras la cortina, que se había movido varias veces desde el interior, surgían a veces unas cautelosas y apagadas risas femeninas, que demostraban que allí había varias mujeres observando a los navarros. Éstos estaban ya más que impacientes cuando, sin aviso ni protocolo alguno, Zoraida apareció por la puerta.
La almohade era alta, esbelta y poseedora de una larga melena negra que se descolgaba por su espalda. El vestido entallado marcaba las curvas femeninas, que dejaban a la imaginación las maravillas con que la naturaleza había adornado aquel cuerpo. La largura de la prenda había sido calculada con precisión para mostrar los finos tobillos de la princesa, que sobresalían de unas babuchas de seda, y la ausencia de mangas hacía visibles unos bien torneados brazos de un delicado tono aceitunado. Un conjunto armónico en el que despuntaban las hermosas facciones de aquel rostro perfectamente ovalado, cuyos pómulos prominentes elevaban las mejillas y arrastraban tras de sí las comisuras de unos labios carnosos para dibujar una enigmática sonrisa. Una recta nariz, finas cejas y alargadas pestañas servían para enmarcar el más preciado de todos aquellos dones: unos maravillosos ojos verdes que podrían tumbar a todo un ejército sólo con su mirada.
—Saludos, nobles navarros. Espero que sepáis perdonar mi retraso. Sentémonos en aquellos cojines para tratar de nuestros asuntos —anunció la recién llegada, en plena demostración de un perfecto dominio del romance peninsular.
—Preferimos permanecer de pie —contestó Sancho con cierta brusquedad, tras reponerse de la primera impresión causada por la presencia de Zoraida—. Lo que tenemos que tratar se dirime en breve tiempo. ¿Cuándo iniciaréis la ofensiva contra el sur de Castilla que os reclamamos hace meses?
—Siempre me gustaron las personas directas —replicó Zoraida, mientras se acercaba hasta quedar frente a Sancho—. No nos andaremos por las ramas. Vuestra petición no puede ser atendida en estos momentos. Mi propio hermano Abuceid está despidiendo a otro contingente de tropas con destino a África. No disponemos de efectivos para atacar Castilla.
—Como me temía, esta entrevista no va a servir para nada. —Sancho subió el tono de su, ya de por sí, potente voz—. Al menos vos habéis contestado con la sinceridad de la que no ha sido capaz de hacer gala vuestro hermano. Podéis comunicarle que puede dar por roto el tratado de amistad firmado con vuestro abuelo, el fallecido emir Yacub.
—Que no dispongamos de tropas en estos momentos no significa que no pudiéramos tenerlas en un tiempo relativamente breve. Siempre y cuando vos y vuestros hombres aquí presentes estéis dispuestos a prestarnos ayuda previamente —contestó la princesa.
—¿Y qué ayuda podría proporcionar una treintena de hombres a todo un imperio? —preguntó sorprendido Sancho.
—La inestimable ayuda de la propaganda.
—No os comprendo. Explicaos.
—El alzamiento del caudillo bereber Abu Farís es muy peligroso para la estabilidad del gobierno de mi padre. Debemos detener el efecto contagioso de dicha rebelión sobre el Magreb. Si conseguimos confinar el problema a Tunicia, éste se consumirá solo, como el incendio que ha quemado ya toda la madera disponible.
—Sigo sin entender en qué os podrían ayudar mis tropas.
—Más que de la ayuda de vuestras tropas, se trata de la vuestra personal —contestó Zoraida, desgranando su estrategia mientras se movía, mimosa, alrededor de Sancho—. Hasta el norte de África han llegado noticias tanto de vuestra fortaleza física como de vuestras hazañas en defensa de Aquitania, pero sobre ellas sobrevuela la duda de su veracidad. Mis ojos dan fe de que, al menos, lo primero es completamente innegable.
—Por grande que sea la fortaleza de un hombre, difícilmente podrá decidir el destino de una contienda.
—Muy cierto si se trata de oponerse únicamente con la fuerza, pero tal vez no tanto si lo que se pone enfrente es el ancestral temor a lo desconocido —matizó la princesa mientras desplazaba, zalamera, la uña del dedo índice de su mano izquierda por la espalda del monarca, quien respondió contrayéndola como si un afilado cuchillo hubiera hendido sus carnes—. Ahora, la leyenda de vuestra hercúlea constitución se ha visto ratificada con vuestra presencia. Todo al-Ándalus habla del gigante llegado de Navarra; y no sólo aquí, sino también en el Magreb, donde se habla de vos como de un titán invencible… gracias a unas pequeñas exageraciones que nos hemos encargado de difundir.
—No veo la relación.
—Los hombres, con independencia de la religión que profesen, sienten pánico a la hora de retar a una desconocida fuerza de la naturaleza. Eso es lo que deseamos, que las tropas bereberes y el mismísimo Abu Farís sientan terror de saber que deben enfrentarse a vos y los vuestros en Tunicia.
—¡Pretendéis que viaje hasta el norte de África con sólo una treintena de soldados! ¿Acaso habéis perdido el juicio? —contestó Sancho sin dar crédito a sus oídos.
—Volvéis a despreciar el poder de la propaganda, mi querido Sancho. Con vuestras idas y venidas de estas últimas semanas por nuestros territorios es difícil apreciar si, en realidad, sólo disponéis de unas decenas de hombres que no han dejado de moverse durante todo este tiempo, o bien habéis desplazado a todo un ejército distribuido en pequeñas secciones por medio al-Ándalus. Por supuesto, estamos difundiendo esta última versión por zocos y mezquitas.
—Aunque hicieseis correr el rumor de que he traído a miles de hombres, no dejamos de ser treinta. Aun suponiendo que aceptase viajar hasta África, todo el montaje se disiparía como el humo. No es posible enfrentarse en batalla sólo armado de rumores.
—O tal vez sí, siempre y cuando lo que observen los espías de Abu Farís sea todo un ejército cristiano atravesando el Magreb —repuso Zoraida mientras dispensaba una pícara sonrisa a Rodrigo de Argaiz, quien sintió en carne propia la sensación de una injustificada flojera en las piernas—. La idea consiste en que os unáis a mi hermano Abuceid en el próximo envío de tropas a nuestras posesiones africanas. Unos mil soldados, más o menos, la mitad de los cuales elegiremos para vestirlos con ropajes y armamento cristianos, incluidas copias de vuestros estandartes con el águila negra.
—Insisto, esto no es una representación teatral. Cualquiera que se aproximase lo suficiente se percataría del engaño. Además, obligaríais a vuestros soldados a portar armas y vestimenta con las que no están acostumbrados a combatir. Serían una rémora en una batalla abierta.
—Nadie ha hablado de batallas abiertas, mi querido Sancho. No es ésa nuestra táctica.
—¡¿Cuál es entonces?! —explotó el Ximeno tras perder la paciencia.
—Pequeñas escaramuzas contra unas cuantas aldeas fronterizas en la región dominada por el bereber. Algo sencillo y sin peligro. Una vez conquistada una aldea, haremos prisioneros a los hombres jóvenes, pero dejaremos en paz al resto. En cuanto abandonemos el poblado, les faltará tiempo para avisar a las aldeas vecinas de vuestra presencia. En un par de semanas, la noticia habrá llegado hasta el propio Abu Farís: «¡El titán cristiano se encuentra en el Magreb con centenares de efectivos en apoyo a las tropas del emir!».
—Descubrirían vuestra treta.
—No lo creo. Nuestros rasgos físicos no son tan distintos. En cuanto la aldea se rinda, vuestros hombres deben pasearse entre los prisioneros, sobre todo vos, Sancho. Vos seréis el encargado de elegir a los hombres que llevaremos a nuestras cárceles. Todos deben observar de cerca vuestro descomunal cuerpo, vuestra espada desenvainada y vuestro rostro de duras facciones. ¡Deben sentir vuestro aliento en sus caras y oler el sudor de vuestro cuerpo! No debe quedar duda alguna. ¡Sancho el Fuerte de Navarra ha venido a barrer de la faz de este mundo a Abu Farís y a todo aquel que le apoye!
—¿Y nuestra petición de ataque a Castilla en tierras manchegas? —recordó Rodrigo de Argaiz.
—Una vez que vuestra presencia al mando de un ejército se confirme en Tunicia, ninguna de las ciudades en nuestro poder osará unirse al bando bereber. El propio Abu Farís se lo pensará dos veces antes de abandonar su cómodo refugio en Túnez para lanzarse a la empresa, de resultados más que dudosos, de enfrentarse a un gigante bien secundado por sus hombres. Eso proporcionará tiempo a mi padre para solventar nuestras disputas en Marruecos. Una vez solucionadas éstas, los regimientos de Marrakech y Rabat, ahora acantonados para evitar que alguno de mis primos cometa la imprudencia de intentar derrocar a mi padre, podrán ser destinados a sofocar la rebelión bereber. Eso liberará de dicho cometido a las tropas andalusíes desplazadas al norte de África, tropas que podrán regresar para ser utilizadas en el ataque al rey castellano que tan insistentemente reclamáis. Tres o cuatro meses a nuestro servicio, Sancho. Ésa es la contrapartida que exigimos a vuestra petición.
—¿Y cómo voy a justificarme ante la Iglesia, el papa y mis súbditos? —inquirió el rey navarro, sorprendido por el detallado plan.
—¿Ante la Iglesia y el papa? —repitió Zoraida entre carcajadas—. Ya habéis cometido suficiente pecado al acudir a nosotros para suplicar ayuda contra otro rey cristiano. Nada ni nadie conseguirá ya limpiar semejante mancha ante los príncipes de vuestra fe. Pero si se trata de aplacar al pueblo, la cosa tiene solución.
—¿Cuál?
—Hagamos correr el rumor entre alcahuetas, bufones y trovadores de que la princesa Zoraida, la hija del emir almohade, ha caído rendida de amor ante la hombría del rey navarro. Tanto es así que la desdichada ha amenazado con quitarse la vida si es separada de su amado. Ante la petición del emir para que la princesa vuelva a tierras africanas y las amenazas de ésta de acabar con su vida, Sancho de Navarra no ha tenido más remedio que acompañarla hasta que la pobre supere el mal de amores, y se ha visto obligado a luchar contra el rebelde bereber que amenaza la seguridad de la perturbada. Es una historia perfecta, de las que todo el mundo quiere escuchar y comentar. En unos meses, hasta en las cortes más alejadas de Europa los juglares cantarán los desvelos del caballeroso Sancho para con la desdichada sarracena.
La risa de la princesa resonó con fuerza en la sala, en contraste con el silencio sepulcral del Ximeno, ocupado en intentar escrutar en los ojos de su interlocutora qué otras sorpresas le reservaba aquella arpía envuelta en sedas.
—¿Qué os hace pensar que aceptaré vuestra propuesta?
—Simplemente, que no tenéis otra alternativa, Sancho. ¡Simplemente eso! —alegó muy segura Zoraida tras dar la espalda a sus invitados para, sin tan siquiera despedirse, desaparecer por la misma puerta por la que había surgido.
* * * * *
Enero, año 1200
Una elegante carroza con las armas de Castilla grabadas en sus puertas dejaba atrás el río Bidasoa en las primeras horas de un brumoso día del mes de enero. En su interior, una vieja dama echaba un último vistazo por la ventanilla trasera a la orilla francesa del río, donde había quedado otro carruaje, mayor y más lujoso, que había trasladado a la anciana desde su tierra natal. Ahora, a su escolta personal se había unido la enviada por Alfonso VIII.
Cualquier precaución era poca para atravesar aquel territorio en guerra desde meses atrás, contingencia que se hacía notar en las desoladas tierras. El camino hacia Vitoria permanecía desierto y las pocas personas que no se escondían al paso de la comitiva reflejaban en su rostro la angustia y el miedo propios de continuadas privaciones. No era para menos; Leonor de Aquitania atravesaba una comarca del Viejo Reyno invadida por la poderosa Castilla. Una Navarra cuyo monarca se encontraba a cientos de leguas, suplicando ayuda a los infieles ante el peligro que corrían sus posesiones, a punto de ser fagocitadas por las potencias vecinas.
El cochero conocía su oficio. Se le había encargado transportar a la aquitana desde la frontera de Gascuña hasta Vitoria en dos jornadas, la mitad de lo usual, y estaba cumpliendo con lo prometido. Bien era cierto que el exigente calendario se estaba verificando a costa de no detener el carruaje salvo para que sus ocupantes se aliviasen de las necesidades mundanas y para cambiar las postas de caballos. A pesar de todo, la última etapa del viaje estaba siendo cubierta gracias a la luz de la luna y a la tenue claridad que emitían las antorchas de los escoltas. Leonor había observado cómo cambiaba el paisaje en tan poco tiempo. De los espesos bosques situados en una incesante sucesión de pequeñas montañas que cubrían Guipúzcoa habían pasado a la gran llanada alavesa, en la que las luces de Vitoria, sita en lo alto de una colina, se hacían visibles en un par de leguas a la redonda. Luces multiplicadas por el tintineante movimiento de los cientos de teas que iluminaban el enorme campamento castellano que rodeaba por completo la villa, sometida a un feroz asedio.
El cochero redujo el trote de los percherones al observar la cercanía de una comitiva procedente del campamento, y los hizo detenerse en seco en cuanto los soldados castellanos llegaron a su altura. El hombre se apeó para colocar un pequeño escabel en el lateral del carruaje que permitiera a la viajera descender con comodidad. Iba a proceder a abrir la portezuela cuando la mano de un hombre alto y fornido se le adelantó en asir el pomo. El sirviente miró sorprendido a aquel personaje, y respondió con una torpe reverencia al percatarse de la identidad de quien había hecho ya girar la manilla y ofrecido su musculosa mano a la duquesa para ayudarla a salir.
—Mis más afectuosos saludos, mi señora —expresó con cortesía Alfonso VIII de Castilla—. Espero que el viaje haya sido lo menos penoso posible en estas circunstancias.
—Los he tenido peores. Por fin cara a cara, querido yerno. Ahora que os conozco en persona os confesaré que mi hija se casó con un hombre muy atractivo —respondió sonriendo Leonor.
—La suerte debe de estar de mi parte. No todos los días se recibe un piropo de quien tan buen gusto ha tenido con los portadores de coronas reales —ironizó el monarca.
—¿Ha tenido? —matizó la duquesa con actitud seductora—. Una hermosa forma de citar la decadencia, Alfonso.
—Perdonadme si he sido poco hábil a la hora de elegir mis palabras —se disculpó el aludido entre risas—, pero considero que mi querida suegra tampoco tiene motivos para enfadarse. Éste ha sido el único desliz en treinta años de parentesco.
—Tal vez ese ejemplar comportamiento se deba a que éstas son las primeras palabras que hemos cruzado en esas tres décadas —la aquitana prosiguió la broma.
—No negaré que las circunstancias han ayudado.
A pesar del cordial y distendido recibimiento, Leonor no pudo evitar dirigir la mirada hacia la silueta de la ciudad sitiada.
—Me hubiera gustado llegar cuando todo esto hubiese acabado. La desesperación se puede leer en el rostro de estas gentes. Os sugeriría que no os ensañéis con ellas cuando la región capitule —sentenció la duquesa.
—No os preocupéis. Tan sólo deseo recuperar para Castilla todas estas comarcas que nunca debieron abandonar el vasallaje que juraron a mi abuelo. Por lo demás, aunque la resistencia de los navarros es loable, todo está a punto de terminar.
—¿A punto de terminar?
—Sí, sólo es cuestión de un par de semanas. Ante la situación desesperada de Vitoria, su actual gobernador, un caballero llamado Martín Chipía, nos ha solicitado permiso para enviar una carta a su monarca en la que pedirá su autorización para rendir la villa.
—Pero tengo entendido que Sancho está en tierras musulmanas.
—Así es. Mientras mi primo negocia con los infieles, la regencia de Navarra corresponde a su hermano Fernando, quien no tiene autoridad para ordenar la rendición de Vitoria. Esa decisión la ha de tomar Sancho en persona, así que llegamos a un acuerdo para enviar al obispo de Pamplona hasta al-Ándalus para que el monarca navarro firmase allí la capitulación.
—Fernando… Los años pasados en cautiverio en Alemania como garante de la liberación de mi difunto hijo Ricardo… —musitó Leonor con cierto tono de culpabilidad—. En fin, la decisión ya está tomada y siempre tiene que haber algún perjudicado. ¿Ha firmado ya Sancho la rendición?
—Así lo han confirmado nuestros espías, aunque el obispo casi se ve obligado a perseguirlo hasta África para conseguir su cometido.
—¿África?
—Sí, África. El prelado pamplonés consiguió alcanzar a Sancho en Almuñécar, justo antes de que éste embarcase hacia el Magreb para ayudar al emir en su lucha contra los bereberes.
—¡Sancho va a servir a al-Nasir como uno más de sus vasallos! —se sorprendió la aquitana.
—En efecto. Cada cual sabe hasta dónde debe rebajarse para conseguir sus objetivos. No sé, la verdad es que hay algo raro en todo esto. Luego corre el rumor sobre su relación con la princesa Zoraida…
—¿Princesa Zoraida?, ¿qué princesa?
—Dejémoslo estar; os enteraréis antes o después y yo sólo puedo aportar habladurías. Lo importante es que el obispo trae la carta de rendición. Si los acontecimientos marchan según lo previsto, a final de mes todo habrá concluido. De hecho, mi presencia aquí ya no es necesaria. Dejaré mis asuntos alaveses en manos de don Diego López de Haro, mi fiel alférez, y os acompañaré hasta Burgos para que volváis a ver a vuestra hija y conozcáis a vuestros nietos.
—Creía que el señor de Vizcaya había caído en desgracia tras el desastre de Alarcos —ironizó Leonor.
—Perdonar es una virtud cristiana, mi señora. Tal vez debierais recordarlo de vez en cuando.
—¿Puedo interpretar esas palabras como un reproche contra mi persona, mi querido yerno? —el rostro de Leonor viró hacia un semblante mucho más serio.
—Por supuesto que no, ¿qué os hace pensar eso? —contestó Alfonso con evidente sorna.
—Tal vez ciertos informes llegados a mi cancillería que indican que, en cuanto terminéis con esta campaña, enviaréis tropas al sur de Gascuña.
—Para hacer efectiva la dote matrimonial de mi esposa.
—No os deberé recordar que, por el momento, los derechos sobre Gascuña me pertenecen. Los términos de la dote de mi hija Leonor reflejan que, sólo tras mi muerte, pasarán a sus manos.
—Sabré esperar —expresó secamente el castellano en alusión a la avanzada edad de su suegra—. Ahora, acompañadme hasta nuestro campamento para descansar. Mañana partiremos hacia Burgos para que cumpláis con el cometido que os ha traído hasta aquí.
—… Y que tanto interés tenéis en que resulte, ¿verdad, Alfonso? Una hija como futura reina de Francia. Ya habéis hecho algo parecido con vuestra hija mayor, mi nieta Berenguela, a la que habéis casado con el rey de León; y seguramente tenéis en mente destinar a otra para acabar con la soltería de Pedro de Aragón.
—Vuestro instinto político no se ha apagado con el paso de los años, pero las cosas se han de hacer por orden. Zanjemos primero el asunto que os ha traído hasta aquí.
Sin más rodeos, Alfonso volvió sobre sus pasos para montar a su corcel camino del campamento, mientras dejaba en manos del cochero la tarea de devolver a su suegra al interior del carruaje.
4
Abril, año 1204
El infante Fernando subió los últimos escalones que llevaban a la terraza de la torre del homenaje del castillo tudelano. Tal como le habían informado, allí se encontraba su hermano Sancho, con la vista fija sobre las obras en la cubierta de la nave principal de la catedral de Tudela.
—Hemos avanzado bastante en los últimos dos años, ¿verdad? —preguntó el infante, lo que obligó a Sancho a girarse para ver quién venía por su espalda.
—Sí, mucho más que en todo el lustro anterior, pero me temo que dentro de poco las obras volverán a ralentizarse —confirmó el monarca tras dirigir de nueva la mirada hacia la catedral.
—¿Y eso? Nadie lo diría. Es la primera noticia en ese sentido que llega a mis oídos.
—Mantenemos dos grandes obras a la vez: la catedral y la gran reforma del puente sobre el Ebro. Eso requiere una gran inversión.
—Sigo sin entenderte, ahora somos ricos; bueno, tú eres rico —Fernando volvió a demostrar su innato talento para la sorna.
—Deja los chistes para otra ocasión. Esa riqueza no ha podido evitar que perdiésemos Guipúzcoa y Álava, ni tampoco creo que sirva para recuperarlas.
—Vamos, hermano, no me irás a decir ahora que las arcas del Viejo Reyno no han superado ya la desastrosa situación económica en la que se encontraban. Es cierto que a tu regreso de África no conseguiste que Abuceid atacase a nuestro primo castellano, pero el príncipe almohade fue muy generoso por tu participación contra la rebelión tunecina.
—Abuceid no es mala persona. Siempre actuó con órdenes estrictas de su padre, el emir. Los engaños a los que fuimos sometidos salieron todos de la mente de ese malnacido de al-Nasir. Él ha conseguido lo que quería, vencer a los bereberes, pero nunca pensó en cumplir las promesas que hizo pronunciar a su hijo. Por lo menos, Abuceid nos recompensó con más oro del que yo había visto junto en toda mi vida.
—Y también con importantes rentas en los territorios levantinos en su poder. No olvides eso, hermano, a la larga esas rentas te van a proporcionar más dinero que el que te ofreció en oro el príncipe sarraceno.
—Sí, pero no puedo quitarme de la cabeza la idea de que me engañaron. Juro por Nuestro Señor que si un día tengo la oportunidad de verme cara a cara con el emir al-Nasir se acordará de mí el resto de sus días —el monarca apretó los puños.
—Tranquilo, Sancho. El rencor nubla la vista.
—Hablando de rencor, ¿qué pensarías si te dijera que ni todo ese dinero va a ser suficiente para mantener aquí los años próximos a buena parte de los artesanos que trabajan en el puente y en la catedral?
—No creo que el gasto vaya a ser tan disparatado —precisó Fernando.
—No es el dinero, hermano, es cuestión de fidelidad. Buena parte de esos artesanos son castellanos y su rey, nuestro querido primo Alfonso —ironizó Sancho torciendo el labio inferior—, los ha reclamado para que vayan a Vitoria a trabajar en la nueva colegiata que quiere levantar allí. Como seguro que temen represalias si no acuden a dicho requerimiento, no me cabe duda de que la mayoría de ellos se marcharán a comienzos del otoño, cuando empiecen a llegar los primeros fríos y debamos ralentizar buena parte de los trabajos exteriores.
—¿Una nueva colegiata? Pero si apenas hace año y medio que ardió la iglesia de Santa María, levantada por nuestro padre en el centro de Vitoria. Yo pensaba que Alfonso la restauraría. ¿Cuándo te has enterado de que planea edificar un nuevo templo?
—Meses antes de que ardiera.
—¡Ésta sí que es buena! ¡Meses antes! ¿Y cómo puede ser eso posible? ¿No irás a decirme que Alfonso sabía que Santa María de Vitoria iba a arder por los cuatro costados?
—Pues eso es lo que nos habían anticipado nuestros espías.
—¿Me estás diciendo que nuestro prmo Alfonso ha quemado adrede la iglesia? Pero si el incendio casi se llevó por delante la cuarta parte de la villa.
—Con toda seguridad, él no. Otra cosa es que alguno de sus súbditos tuviese instrucciones para no ser muy cuidadoso con el encendido de los cirios —ironizó Sancho.
—¿Y qué ganaría nuestro primo con un incendio provocado?
—Hacer desaparecer cualquier huella de nuestro paso por Vitoria, sobre todo las más visibles. Quiere dejar muy claro que toda la llanada alavesa nunca debió estar fuera del dominio castellano.
—¡Mentirosos, estamos rodeados de mentirosos y confabuladores! —exclamó exaltado el infante Fernando, sorprendido por las revelaciones de su hermano.
—Lo que me extraña es que hayas tardado tanto en darte cuenta —ironizó Sancho esbozando una sonrisa—. Sí, confabulador nuestro querido primo; mentiroso y confabulador ese maldito emir almohade… ¿Quieres más en la lista?
—Ahora que lo dices, hablando de confabuladores, precisamente venía yo a preguntarte por algo referente a una persona que me recuerda bien el significado de esa palabra. ¿Has designado ya a quienes asistirán en Fontevrault al funeral por doña Leonor de Aquitania?
—¿Acaso quieres ir tú?
—Por nada del mundo, hermano. Ya he tenido bastante contacto con los Plantagenet como para temblar sólo con la idea de encontrarme con todos ellos juntos.
—Lo suponía. —Sancho agrandó la sonrisa—. Por eso enviaré a Rodrigo de Argaiz. De hecho, me ha insistido en ser él quien vaya. También me ha rogado que le deje viajar luego hasta el condado de Champaña para ver qué tal se las arregla Blanca. No entiendo el motivo de tanta insistencia, pero he aceptado su propuesta. A pesar de tus reproches, te habría enviado a ti si Berenguela hubiera asistido al funeral, pero ya ha expresado su intención de no moverse de la abadía de l’Épau.
—A cuya construcción está dedicando su vida; más bien malgastándola, diría yo.
—Fernando, cuando a alguien no le queda ningún aliciente, nadie debería reprocharle que invierta su tiempo en lo que desee. Lo que para ti es un malgasto, para nuestra hermana puede que sea el único sentido para estar viva.
—Tienes razón, Sancho. Que Berenguela haga con su vida y su dinero lo que quiera.
—Sobre todo, ahora que lo tiene —ironizó el monarca.
—No presumas, ya sabemos que ha vivido algunos años a tus expensas, pero eso era debido a que ese cretino de Juan de Inglaterra se negaba a pagarle sus rentas como reina viuda de Inglaterra.
—Ya lo hemos arreglado.
—Sí, claro. Se ha arreglado después de que tuviéramos incluso que recurrir al papa Inocencio para que lo amenazase con la excomunión por no cumplir lo testado por Ricardo para con su viuda.
—Presión que ha surtido efecto, ¿no? Pues dejémoslo correr. Si es posible, no quiero volver a hablar del rey inglés. ¡Allá él con su ineptitud y falta de talento político! Supongo que ya sabes que ahora el populacho lo llama Juan Sin Tierra, ya que no hace otra cosa que perder territorios frente a los Capetos.
—Ineptitud que a nosotros nos ha venido bien —Fernando corroboró la frase con otra sonrisa—. Varios gobernadores de villas en el sur de Gascuña han decidido ofrecernos vasallaje para liberarse del yugo de Inglaterra. Ahora ya podemos hablar de una nueva pequeña Navarra tras los Pirineos.
—Puede que ésa haya sido la única buena noticia en cinco años —precisó el gigantesco monarca navarro.
—Exageras; a nuestra hermana Blanca por fin le van bien las cosas. Tras la prematura muerte de su marido, parece que ya nadie le discute sus derechos como condesa regente hasta que nuestro joven sobrino Teobaldo alcance la mayoría de edad.
—No estés tan seguro. Hemos acallado a sus dos sobrinas con oro almohade para que no reclamen sus derechos sucesorios al condado, pero algo me dice que volverán a las andadas. La visión de las riquezas produce avaricia, hermano. Bien sabes que, aunque me dolió en el alma separarme de él, no tuve más remedio que enviar hasta el condado de Champaña a mi hijo Ramiro para que apoyase a nuestra hermana ante tan inestable situación.
—Bueno, Ramiro regresará algún día.
—No estés tan seguro —matizó melancólico el monarca.
—¿Y por qué no debería volver? Además, ¿a qué se debe ese tono de voz que acabas de utilizar, Sancho? ¿Acaso hay algo más que te preocupa? Si es así, harás bien en contármelo.
—Nuestra familia se desintegra, Fernando. Incluso mi hijo Guillermo ha preferido, en vez de permanecer a nuestro lado, irse a vivir a Sangüesa para estar cerca de su amigo, el infante Fernando de Aragón. Sólo regresa a Tudela cuando le interesa. Aquí únicamente quedamos Constanza, tú y yo, todos solteros. Y mientras el Viejo Reyno clama por un heredero legítimo, el viejo que tienes frente a ti es incapaz de proporcionárselo.
Fernando enmudeció. De pronto, se percató de que en la tupida cabellera de su hermano mayor ya clareaba un notable número de canas. El silencio abierto entre ambos Ximenos se acentuó cuando Sancho giró la cabeza hacia el frente para orientar de nuevo su vista hacia la catedral, luego hacia el Moncayo y, por último, hacia el infinito, para perderse en una amarga meditación interior.