LA

SOMBRA

DEL ÁGUILA

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Escrito por: JUAN CARLOS SÁNCHEZ CLEMARES

 

 

Este es un libro de aventuras y de ficción, es por eso que no se respeta la Historia ni se pretende dar lecciones sobre nada excepto en entretener y dejar volar libremente la imaginación. Dentro del mundo en el que vivimos, existen otros que pudieron ser, que no se rigen por las mismas leyes que el nuestro. Este es uno de esos mundos.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

LA SOMBRA DEL ÁGUILA

LA SAGA DEL ÁGUILA

(segunda parte de LA CAÍDA DEL ÁGUILA)

 

 

PROLOGO

 

Alejandría, año 13 después de Cristo, provincia romana bajo el reinado de Cesar Augusto; en algún lugar más allá del lago Mareotis[1].

 

El suave viento traía la brisa del mar. Incluso a esa distancia el Mediterráneo se hacía sentir, lo que era de agradecer, pues portaba consigo la frescura y el aire limpio y despejaba los ardores del día. A pesar de que quedaba poco para la primavera, el calor ya era bastante sofocante por el día. Por eso las caravanas viajaban de madrugada y al atardecer, no en las horas más ardientes del día, procurando seguir los caminos que los ingenieros y legionarios romanos tan eficientemente habían trazado por todas partes. Eran vías y carreteras que siempre tenían, cada cierto número de pasos, fuentes, pozos, establos, posadas de tamaño pequeño y otras enormes capaces de albergar a más de cien viajeros en una misma noche, todo pensado para que el comercio, los ejércitos y el tránsito de personas y animales fuera lo más rápido, fluido y seguro posible. Para evitar los ataques de ladrones, existían también pequeños asentamientos militares, tropas auxiliares encargadas de mantener despejadas las carreteras y sus alrededores de chusma y salteadores. Si uno no se desviaba de la ruta que la civilización romana, poderosa, dueña de medio mundo, había creado, era muy difícil que algo malo pudiera ocurrir.

              Por eso el jefe de la caravana se preguntaba a que venía internarse por el desierto en busca de un oasis perdido, aventurándose por estos parajes pelados de árboles y arbustos, con magras hierbas aquí y allá, sólo rocas y arenas y el constante viento ardiente que portaba la fina arena que se introducía por todas partes. Para colmo de males encima se vieron obligados a marchar de día, pues los clientes, que habían pagado muy generosamente, poseían una prisa excepcional por llegar cuanto antes. El jefe de la caravana también se preguntaba que debían ocultar esos dos individuos, pero era hombre prudente, muy experimentando en su oficio, y se le había pagado por llevar a esos viajeros y su carga oculta en cuatro cajas cada una en un camello, —junto con sus sirvientes, ocho nubios altos y musculosos, de rostros crueles e inexpresivos—, no para realizar impertinentes preguntas. También habían traído dos jovencitas, dos chicas de las calles de Alejandría la radiante, pero también voraz ciudad que lo mismo te proporcionaba una suave vida que el más oscuro de los destinos. El jefe de la caravana conocía a este tipo de mujeres jóvenes, criadas en el desamparo, que robaban en los puertos y seguramente ya traficaban con sus menudos y morenos cuerpos con marinos y soldados. No entendía porque sus dos clientes, hombres a todas luces nobles, de grandes fortunas y poder social, habían traído consigo a las dos pillas, a las que dieron de comer y beber en abundancia y adornaron con exquisitas y costosas joyas de oro y piedras preciosas. Hasta que una noche simplemente las dos mozas desaparecieron, como si se hubieran esfumado en el aire. El jefe de la caravana reunió valor y preguntó a los dos hombres por el paradero de las chicas, pero los dos extraños le miraron con sus crueles, oscuros y profundos ojos cargados de poder y amenaza y sintió temblar el cuerpo y el alma ante aquellas miradas que no presagiaban nada bueno. Los dos clientes le entregaron un saquito de monedas de oro con un claro mensaje: no estaban permitidas las preguntas. El jefe de la caravana ni volvió a acercarse a los viajeros, se comunicaba con ellos a través de sus enormes guardaespaldas nubios.

              Cuando por fin llegaron al oasis, los dos viajeros se acercaron hasta el jefe de la caravana y le pidieron que les entregaran a uno de sus esclavos o criados, el más inútil, pues le necesitaban para un asunto muy importante. Por supuesto, pagarían generosamente por la compra de esa persona. El pobre hombre miró de nuevo a esos ojos oscuros sin alma, sin ninguna cálida emoción en ellos, únicamente poder y crueldad tan enormes como nunca había visto antes. Ya no le cabía duda: eran hombres al servicio de dioses oscuros y malignos, tal vez poderosos sacerdotes de alguno de los numerosos cultos que en estas tierras proliferaban con tanta abundancia. El jefe de caravana era hombre de mundo, había viajado mucho y sabía que existían poderes y deidades muy antiguas, sumamente malvadas, y hombres que lo habían dado todo por adorar a dichas deidades a cambio de conocimiento y poder que les situaran muy por encima del resto de los meros mortales. No dudaba de cuál sería el siniestro destino del pobre esclavo que cayera en sus manos, pero tampoco dudaba de cuál sería el suyo en caso de no ceder a la petición de los dos viajeros. Con el miedo atenazando su corazón, el jefe de la caravana se prestó a obedecer y les entregó a un chico joven de no más de dieciséis primaveras, un esclavo recién comprado muy bueno para los números y las cuentas, pero al que todavía no había cogido ni confianza ni cierta camaradería como poseía con los demás criados que llevaban años a su lado.

              Los dos hombres altos, solemnes y reservados, asintieron satisfechos ante la visión del joven esclavo y se lo llevaron al oasis con ellos y con dos nubios que les acompañaron; el resto se quedarían para vigilar la caravana. Antes de marcharse, los dos viajeros advirtieron al jefe de la caravana que nadie se acercara hasta el oasis so pena de una muerte tan atroz como dolorosa. Ni loco osaría el jefe de la caravana hacer tal cosa y dando enormes voces, para ocultar el miedo que sentía, impartió órdenes a sus criados para que montaran las tiendas y prepararan la cena.

              A unos cincuenta pasos de distancia se alzaba un pequeño bosque de palmeras y árboles con numerosos arbustos y cactus, junto con un pequeño lago, afloramiento de un río subterráneo. Cuando anocheció se pudo apreciar que desde lo más profundo del oasis surgían luces destellantes, rojizas y brillantes, y cánticos no muy elevados, pronunciados en una lengua que ya era vieja cuando las pirámides todavía no se habían alzado. Observando desde la distancia, el jefe de la caravana sintió el pánico roer sus huesos y alma. Tomó los numerosos amuletos que le colgaban del cuello y los besó repetidas veces, suplicando a los buenos dioses de la tierra que le protegieran; cuando volviera a Alejandría sacrificaría cuatro patos y una cabra para pedir a los dioses que le perdonaran por sus viles y cobardes actos. Con un suspiro, el jefe de la caravana miró al horizonte negro y cuajado de estrellas en el cielo, en la dirección donde sabía que se alzaba la urbe fundada por el dios Alejandro el Grande[2]. A esa distancia no se podía ver el faro, pues las colinas no lo permitían, pero de repente sintió enormes ganas de encontrarse allí en ese momento. Los cánticos desde el oasis arrecieron y el jefe de la caravana gimió de puro miedo al sentir como fuerzas arcanas, ponzoñosas y malignas, se ponían en funcionamiento.

 

* * *

 

              Los dos hombres, sacerdotes, tal y como había adivinado el jefe de la caravana, se miraron entre ellos satisfechos. Uno era alto, de cráneo pelado y ojos pintados con khol, vestido como maestro de antiguos misterios egipcios, portando un pectoral de oro y piedras preciosas y con un báculo de poder en una mano. Pero dicho báculo no pertenecía a ninguna de las religiones oficiales, ni tan siquiera a una de las antiguas, de cuando los faraones reinaban tanto en el Alto y Bajo Egipcio y Roma no era ni tan siquiera un sueño en las mentes de los dioses, sino que la punta de la vara representaba a un ser grotesco, como un sapo hinchado, de múltiples ojos y mezquina lengua bífida, un espanto que no pertenecía a esta realidad. El egipcio era de hombros anchos y amplio tórax, de rostro anguloso, realmente hermoso, pero sus ojos oscuros le conferían un aspecto siniestro y cruel que causaba repulsa y miedo. Tenía noventa y dos años, pero aparentaba cuarenta y poseía enorme fuerza y vigor, todo proporcionado por los dioses Oscuros a los que servía y por robar la fuerza vital a otros seres vivos. En cuanto al segundo sacerdote, sus amplios ropajes de sedas de colores, con múltiples encajes y mangas amplias, su barba y melena negra, largas, con tirabuzones, le delataban como oriundo de la zona de la antigua Mesopotamia, y se movía con energía y decisión, aunque tuviera sesenta años, pero también le animaban las mismas oscuras magias.

              Los esclavos nubios habían encendido una gran hoguera que mantenían siempre ardiendo echando numerosas ramas de los alrededores. El joven esclavo se encontraba sentado a un lado, drogado por un polvo que el sacerdote de Mesopotamia le había obligado a beber con un poco de vino. El fuego alejaba las tinieblas, aunque la Luna llena arriba en lo alto aportaba ya de por sí bastante claridad. Los tonos rojizos de las llamas conferían un aspecto siniestro y malévolo al entorno, haciendo que las sombras fueran más negras y ominosas. Los rostros de los dos sacerdotes eran de concentración absoluta, de pie ante la fogata, recitando una serie de letanías en una lengua prohibida hace milenios. Los ritos se habían efectuado, era el momento ideal, los sacrificios de las dos muchachas habían sido aceptados por los Oscuros. Todo estaba preparado. Hubo una ligera brisa, gélida, los ropajes de los sacerdotes se movieron levemente, pero sus rostros concentrados no se alteraron en lo más mínimo, no podían fallar en la secuencia de los cánticos o el hechizo se rompería. Los nubios, en cambio, vestidos con pantalones amplios que les llegaban hasta el tobillo, de torsos desnudos, poderosos y brillantes tanto por el sudor del miedo como por las luces de las hogueras, dieron un respingo y miraron temerosos en la dirección de donde vino el viento.

              Un instante antes no había nadie, y al momento hizo acto de aparición un anciano sumamente delgado, alto y con una larga barba gris que le llegaba hasta la cintura. Portaba un largo y nudoso palo de madera, más alto que él, y vestía con una túnica de color marrón suave sin mangas que le arrastraba por el suelo, anudada en la cintura una gruesa cuerda de donde colgaban numerosos saquitos, una hoz pequeña y dos cuchillos. Por los brazos delgados pero fibrosos le surcaban intrincados tatuajes tribales en colores azul y negro, y en las manos poseía signos arcanos en una lengua muerta hacía siglos. Sus ojos eran del color del cielo en invierno, grises, fríos y duros, extremadamente inteligentes y malignos, y brillaban con energía y una fuerza de voluntad terrible. Esos ojos habían visto espantos inenarrables y habían sido testigos de poderes insospechados. Si uno poseía el valor suficiente para arriesgarse, podía adivinar que en esa mirada se juntaba la ambición, el talento y la locura. El rostro, severo, surcado de arrugas, giró hacia los otros dos sacerdotes y quedó a la espera.

—Américo —susurró el egipcio—. Bienvenido, hermano —la voz del egipcio era increíblemente suave, amable, las palabras fluían elegantemente, como si fueran música.

—He acudido tal y como se me ha pedido. El viaje me ha costado muchos recursos y energía, pero espero que valga la pena —replicó con cierta dureza Américo; su voz era fuerte, potente, acostumbrada a mandar, pero cambió a un tono más amistoso cuando dijo—. Yo también os saludo, hermanos, hacía tiempo que no nos veíamos, no habéis cambiado mucho.

—Como debe ser —sonrió el egipcio, pero sin calidez. Los dos sacerdotes habían dejado de canturrear. Sólo quedaba esperar los resultados de su hechizo. Los nubios, tras echar más leña al fuego, se habían apartado a un lado. Aunque llevaban años al lado de su amo egipcio, todavía existían ciertas cosas que les aterraban; y Américo era una de ellas—. Créeme, Américo, no te habría hecho llamar si no fuera importante. Los Oscuros me han hablado y transmitido cierta información que debo compartir con vosotros. Es imperativo que los cuatro elementales nos reunamos para planificar y actuar.

—¿Y dónde se encuentra nuestro cuarto hermano? —el druida germano, pues eso era Américo, miró a su alrededor, con una sonrisa lobuna en su curtido rostro— ¿Creéis que tendrá los recursos para poder llegar hasta aquí? No hay que olvidar que se encuentra más allá de lo conocido.

—Oh, vendrá —habló por fin el sacerdote de Mesopotamia; su voz era aceitosa, como los numerosos perfumes que se aplicaba en su larga y suave barba tan negra como el ala de un cuervo—. Hemos realizado el ritual tal y como nos ha pedido; y no dudo de su poder. De todos nosotros, es el más poderoso…

—Ya, ya, me conozco ese cuento —cortó a su compañero Américo con un gesto seco de su delgado brazo. Señaló con el dedo, que terminaba en una larga y afilada uña, al esclavo joven y preguntó— ¿Y quién es el chico? ¿Algún sacrificio, algún secretillo sexual? —y miró directamente al sacerdote de las barbas negras. Este, con un respingo de rabia, fue a replicar, pero se contuvo y se limitó a contestar con acritud y evidente enfado.

—Seguimos las instrucciones de nuestro hermano. Se nos pidió un recipiente, que se formularan ciertos ritos y que esperáramos. No sé porque…

              El egipcio interrumpió a su compañero poniendo su fuerte mano en el brazo del sacerdote de Mesopotamia. Con un gesto de la cabeza le conminó en silencio para que no entrara en el juego del druida, pues no era sabio andar discutiendo entre hermanos que seguían a los mismos dioses y deseaban lo mismo. El hombre oriental bufó con desprecio, mirando intensamente a Américo que sonreía con sorna, pero afirmó lentamente con la cabeza y calló. El egipcio se volvió hacia el anciano germano y le dijo.

—No deberías insultar a Ziusudra, no nos hemos reunido para resucitar viejas rencillas, amigo mío.

—Oh, vamos —se carcajeó dando palmadas en los muslos el viejo—, no debéis ser tan solemnes, pero al ver al chico, no pude reprimir una pequeña gracia.

              Como si el mentar al joven fuera la señal, el esclavo alzó de repente la cabeza al estrellado cielo, mirando con ojos desorbitados y lanzando un aullido demencial que hizo callar a los tres hombres. Espasmos violentos sacudieron el cuerpo del muchacho, que se revolcó por el suelo como si sufriera un ataque divino, echando espuma por la boca y gritando palabras ininteligibles. Después de estar de tal forma durante un rato, el esclavo se detuvo, miró a los tres sacerdotes con una mirada que ya no le pertenecía y se puso lentamente en pie mientras se acercaba un poco a la hoguera. La cabeza la tenía ladeada hacia su hombro derecho, como si no tuviera fuerzas en el cuello para sostenerla. Los brazos le caían fláccidos a ambos lados, las piernas se movían torpes, un hilillo de saliva le caía de la insensible boca, todo en su aspecto era como si estuviera enfermo y fuera incapaz de valerse por sí mismo; excepto sus ojos. Los ojos le brillaban con tremendo poder y malévola inteligencia. En las profundidades de los ojos oscuros del joven se intuía una vasta y calculadora presencia con una fuerza tal, que se había adueñado del cuerpo y la mente del chico al que utilizaba como si fuera una marioneta.

—Mis hermanos, veros a los tres me causa gran alegría y satisfacción —dijo el muchacho con voz gutural, pastosa, en una lengua sumamente extraña, que no se hablaba en las naciones conocidas, pero que los tres sacerdotes entendían a la perfección—. Me hallo aquí, a pesar de la distancia, porque los Oscuros me han concedido el poder, pero esto me supone un enorme sacrificio y mi tiempo es limitado, no demoremos y vayamos directos a los que nos atañe.

—Impresionante —no pudo por menos que ser sincero Américo al comprender el potente hechizo que su hermano de más allá del mundo había efectuado. Un poder así requería múltiples conocimientos de artes arcanas lejos de su alcance, por no decir del devastador precio a pagar, casi siempre en sangre.

—Hermanos —habló con voz suave pero cargada de autoridad el egipcio—, la situación ha entrado en un momento crítico para nuestros planes. El dueño del Mundo sabe, o intuye, de nuestra existencia y ha comenzado a mover sus piezas. Era lo que nos temíamos, pues ni siquiera nosotros, al menos por ahora, tenemos poder como para enfrentarnos a Roma. Pero los dioses nos sonríen, todos los augurios confirman que a Augusto como mucho le queda un año y medio de vida, quizá menos.

—Pensaba que Augusto nunca había creído en las historias que sus generales le transmitieron de Germania —reflexionó Ziusudra mientras se acariciaba lánguidamente la larga y suave barba, pensando que sería de Roma sin la mano firme y de hierro del emperador para dirigirla.

—La muerte de la Bestia ha sido un punto de inflexión para Roma. Si bien en un principio Augusto no dio crédito a las historias del general Marcelo, el lacayo de nuestros enemigos, con el tiempo su opinión ha cambiado, hasta el punto de que el general viaja hacia Roma para entrevistarse con el emperador…

—¿No deberías haber matado al general? —preguntó con cierta dureza Américo a su colega egipcio. El sacerdote del Nilo fue a replicar, pero Ziusudra lo hizo por él.

—Quedamos de acuerdo en no efectuar ningún movimiento contra el general para evitar llamar la atención. No culpes a Atemu de tus fracasos, druida. Han sido tus seguidores y los bárbaros esos que llamas “tu gente”, los que con sus acciones han hecho que Roma haya puesto su atención sobre nosotros. Te recuerdo que has fracasado estrepitosamente en todos tus planes y que los Oscuros no perdonan la incompetencia…

—Decadente sodomita —replicó con los ojos brillando de cólera Américo. Extendió su largo brazo y señaló al oriental—. Es fácil creerse fuerte y sabio rodeado de eunucos y muchachos untados de aceite, allá en tu fortaleza en las montañas, pero me gustaría verte en mi posición…

—¡Basta! —exclamó con voz potente y cargada de autoridad el esclavo a la vez que daba dos pasos vacilantes hacia los tres hombres— No he acudido hasta aquí para ver como mis hermanos discuten entre ellos. El tiempo corre en nuestra contra, Aquel que desterrará la oscuridad vendrá pronto y debemos estar preparados. El fracaso de uno es el fracaso de todos. Los Oscuros no están satisfechos por lo sucedido en Germania, pero no ha ocurrido nada que haga peligrar nuestros planes, puestos que estos se desarrollan por generaciones. Debemos actuar ya.

—Como siempre, nuestro hermano es el más sabio de todos —dijo Atemu inclinando su afeitada cabeza ante el joven esclavo. A la luz de la fogata, el egipcio descubrió algo inquietante. El muchacho ya no era tal, sino que parecía que en los últimos momentos había madurado, pasando de mozo a hombre maduro, ¿cómo podía ser eso?

—El general volverá a Germania, me lo han dicho los espíritus del bosque —explicó Américo, dando de lado la discusión con Ziusudra, pero sus miradas cargadas de odio evidenciaban que entre los dos hombres existían muchos rencores y rencillas por dirimir—. Debo terminar con los preparativos y levantar a las tribus de nuevo contra Roma. No será fácil, pues los romanos son tenaces y si bien han retrocedido, se han hecho fuertes y toda la frontera se encuentra bajo su poder. Va a costar mucho, pero creo que lo puedo conseguir dentro de los tiempos que nos hemos marcado. Ayudaría matar al general…

—Marcelo se encuentra muy bien protegido. Ahora es un poder a tener en cuenta dentro de Roma, no podemos enviar un asesino así como así. Pero tengo agentes en Roma y peones sacrificables. Llevará su tiempo, pero pienso que podemos terminar para siempre con el general —Atemu sonrió al druida. Sabía que su hermano germano odiaba de manera inusual al general romano no sólo porque hizo fracasar sus anteriores planes y asesinara a un importante aliado, sino que además mató a la Dama del Bosque y a la Bestia, algo increíble y que había hecho perder prestigio y poder a Américo ante los druidas y sobre todo ante los Oscuros. Américo ansiaba cobrarse sangrienta venganza contra Marcelo— Ya puestos —continuó hablando Atemu—, me encargaré también del director de la Gran Biblioteca, Sisógenes. Es quien ha dado mucha información al romano sobre nosotros y los Oscuros. Podemos silenciarle para siempre y quitar un valioso recurso al general. A pesar de que es un hombre importante en Alejandría, no es menos cierto que es un viejo que puede sufrir un… accidente.

—Bien está entonces —habló el esclavo con voz más gutural. Ya no era un joven de pelo negro y espeso, sino que las canas abundaban en su melena, la piel ya no era tersa, sino arrugada, y su aspecto era el de un hombre que sobrepasara los cincuenta años—. Cada uno tenemos unos objetivos a conseguir, planes que llevan siglos gestándose y madurando para el momento adecuado. Mi tiempo se acaba, pero tengo mensajes importantes que transmitiros. Tras los consabidos ritos y cientos de sacrificios humanos, los Oscuros me han revelado secretos y profecías. Algunas os atañen. Acercaros, hermanos, y atended a lo que os digo…

              La cosa que supuestamente era un esclavo joven habló en voz baja durante un buen rato, revelando terrores y misterios a los tres sacerdotes que escuchaban con expectación, sorpresa y cierto temor. Cuando terminó, el esclavo retrocedió, convertido en un viejo reseco, de huesos frágiles y carne ajada, sumamente arrugada, con la piel pegada a su cadavérico rostro.

—Recordad lo que os he dicho. Cada uno tiene un papel a cumplir. Estamos en un momento crucial; o todo, o nada. Y pensad en lo que nos puede pasar si fracasamos. Roma no debe hacerse con el mundo y, sobre todo, no debe romper la Línea de Sangre. Si lo hace… —la cosa dejó en el aire lo terrible que podría ser el fracaso. De repente, la carcasa humana cayó al suelo cuando la fuerza que la controlaba se marchó. Donde antes hubo un joven y fuerte muchacho, ahora sólo existía un cuerpo marchito, exprimido de toda fuerza vital, un cadáver que parecía una momia de las que tanto abundaban en las tierras que rodeaban al Nilo.

              Los tres hombres contemplaron asombrados el cuerpo reseco, conscientes de los increíbles poderes que su hermano del otro lado del mundo controlaba; sin lugar a dudas, era el más poderoso de los cuatro. Atemu fue el primero en hablar.

—Ya sabemos que debemos hacer. Vayamos con cuidado y atengámonos a nuestros planes.

—El general ya ha partido para Roma —añadió Ziusudra con preocupación—. Pero todavía tenemos mucho tiempo. Tampoco sabemos lo que Augusto puede conocer sobre nuestra orden y cual será exactamente su movimiento.

—Pondré a trabajar a nuestros agentes. No son de fiar, pero estimularé su codicia y ambiciones. Lo quieran o no, trabajarán para mayor gloria de los Oscuros. Si Augusto muere como está previsto, bien podríamos poner cerca del siguiente emperador a seguidores de nuestra causa; es difícil, pero podemos intentarlo —dijo Atemu mientras los ojos le brillaban de determinación.

—Parto de inmediato para mi pueblo —Américo miró una vez más el cuerpo marchitado de lo que fuera un vigoroso esclavo. Sintió un escalofrío recorrer su espalda, pues en su memoria se habían quedado grabadas las palabras que su hermano del otro lado le había comunicado. Su papel era crucial en los acontecimientos venideros, su fracaso no sería tolerado, los Oscuros le… El druida sacudió la cabeza con furia, ¡no iba a fallar! Demasiado había en juego, mucho tiempo, sacrificios y recursos había empleado para llevar a cabo los planes que tan meticulosamente habían sido trazados muchas estaciones atrás. Triunfaría, y al hacerlo, sería dueño de grandes poderes y asombrosos conocimientos. Los Oscuros eran dioses del caos, la destrucción y la muerte, pero sabían premiar a sus servidores.

              El druida saludó con un gesto cansino de su mano a los dos sacerdotes y se marchó sin decir palabra. Tenía un largo y agotador viaje por delante, pero no dudaba que llegaría a su destino antes que el general; poseía muchos recursos. Mientras se adentraba en la oscuridad del desierto, escuchó aullar a lo lejos a un chacal. Sintió la mirada de Ziusudra en su espalda. Ese empalagoso y decadente perro seguro que estaría esperando con ansia que fracasara en su misión. Entre el druida y el oriental existía una amarga rivalidad que algún día terminaría con la muerte de uno o de otro. Si Américo no cumplía con lo que se le había ordenado, seguro que sería entregado a Ziusudra para que este le castigara de manera adecuada y sangrienta. El viejo había escuchado historias atroces sobre desdichados que vivían por años a pesar de las espantosas torturas a las que eran sometidos, allá en una fortaleza, en lo alto de una escarpada montaña. Por los dioses, que no le daría esa satisfacción, cumpliría con su objetivo, sería recompensado por los Oscuros y entre las gracias concedidas pediría la cabeza de Ziusudra en una bandeja de plata. Américo lanzó una seca carcajada, una bandeja de plata, sí, no estaba mal, así se cerraba un círculo iniciado mucho tiempo atrás.

 

CAPÍTULO I: DE VUELTA A ROMA.

 

Roma, dos meses antes, en el palacio del Emperador Augusto, sobre el Palatino, dependencias privadas. Hora nona.

 

Espurio Domicio Albino esperó pacientemente en la antesala de las habitaciones imperiales a que Augusto saliera. A pesar de lo tardío de la noche, casi el final de la hora nona, y que la oscuridad era dueña de toda Roma, las instrucciones habían sido muy claras al respecto y no iba a ser él quien las desoyera. Avisó al esclavo personal de Augusto y este entró en las dependencias para despertar a su señor. De eso hacía ya un rato, pero es que el emperador era ya un hombre mayor que últimamente no se encontraba bien de salud; el estómago le jugaba malas pasadas y su dieta en estos tiempos consistía en frutas, hortalizas y mucha agua.

              El senador paseó impaciente por la antesala varias veces, sin lograr contener los nervios. Las noticias eran inquietantes y se necesitaba cuanto antes la supervisión del emperador, quien, a pesar de su edad, seguía poseyendo una mente preclara y aguda y ahora más que nunca gustaba de supervisar y controlar todo lo que pasara; era un gobernante incansable, para quien el lema de “tu vida para Roma, a su servicio” era su máxima principal. Domicio escuchó voces al otro lado de la doble puerta, que se abrió por un lateral para dar paso al esclavo que traía consigo a Augusto. El emperador, con la cara pálida y los ojos parpadeando con fuerza, vestía una sencilla túnica de dormir, unas cómodas sandalias y una bufanda; era propenso a coger resfriados debido a las corrientes de aire que circulaban en ocasiones por el palacio. Al ver al senador, su viejo amigo y hombre de confianza, esbozó una sonrisa y dijo.

—Ah, amigo mío, perdona la tardanza, pero este viejo cuerpo ya me traiciona. Antes era capaz de levantarme, desayunar y atender los primeros deberes de la jornada en lo que se tarda en hervir un esparrago, pero ahora… Los años me pesan.

—Todavía tienes mucha energía, señor, el Imperio te necesita más que nunca. Estás cansado, nada más; ya te he dicho muchas veces que necesitas un descanso. Unas semanas apartado del bullicio de Roma te vendrán bien…

—No, no —negó con fuerza Augusto mientras con un gesto de la mano rechazaba la ayuda del sirviente; todavía podía caminar sin necesidad de que se le auxiliara. Augusto ocultaba a todos, con una manía propia de la vejez, su edad, pero llevaba ya cuarenta y tres años regentando el Imperio y se le notaba sumamente cansado, andaba arrastrando los pies, con los hombros encorvados y la cabeza gacha. Su pelo era una mata de canas y su rostro estaba surcado de grandes y profundas arrugas, pero su mirada era formidable y destellaba cargada de energía, inteligencia y decisión—. Así que, ¿se encuentran aquí los soldados?

—Sí, señor, han viajado sin apenas detenerse desde el limes germánico hasta Roma, tal y como ordenaste.

—Pues no perdamos más tiempo. Vamos a verlos ahora mismo.

              Augusto y Domicio caminaron por los amplios pasillos del palacio, alumbrados tanto por las lámparas en las paredes como por la linterna de mano que uno de los criados portaba, el que abría camino. A pesar de lo tardío de la hora, en el edificio trabajaban muchos esclavos, libertos y sirvientes, además de guardias armados, para que todo estuviera en perfecto orden, limpio y la seguridad siempre fuera excelente. Atravesaron salas fastuosas en cuanto a los materiales con que estaban construidas, el más sólido hormigón romano recubierto por finos y costosos mármoles de diferentes tonalidades, con tapices y mosaicos representando momentos históricos de la ciudad; pero aparte de eso, la decoración era sobria, funcional y severa, como le gustaba a Augusto. Tomaron una puerta que conducía a un pasillo más estrecho y de ahí a las dependencias donde vivía la servidumbre, hasta llegar a las cocinas, donde esperaban con paciencia Tiberio, el prefecto pretorio Publio Valerio Ligón, dos pretorianos y tres veteranos legionarios, todos vestidos con túnicas normales (aunque los pretorianos se encontraban armados con las dagas ocultas entre los pliegues de la ropa), que comían y bebían con verdaderas ganas sentados ante una gran mesa de madera cubierta con platos y fuentes con viandas y varias jarras de vino aguado, frente a la cocina de guisar y la enorme chimenea con varios departamentos para poder cocinar diferentes guisos. Al ver llegar al emperador, los soldados se pusieron de pie de inmediato y el resto de presentes se pusieron firmes y saludaron con la cabeza.

—Os saludo —dijo Augusto con media sonrisa. Observó con detenimiento a los tres legionarios, hombres recios, de pelo oscuro y piel tostada por la vida al aire libre. Eran veteranos con muchas campañas a sus espaldas, alguna que otra oreja cercenada, cicatrices, de fiera mirada y músculos duros como el hierro, sin duda valientes y crueles; con soldados como ellos era como se forjaba la gloria de Roma— ¿Son ellos? —habló pero esta vez mirando a Tiberio— ¿Son los que me dijiste?

—Sí, padre —respondió Tiberio intentando reprimir un suspiro de disgusto. Había pasado una dura jornada de trabajo y se encontraba cansado a pesar de su fortaleza física. Todavía era capaz de atravesar una manzana verde con su dedo meñique, pero no había duda de que la edad no perdonaba. Alto, desgarbado, de musculatura delgada pero recia, su pelo era cano y alrededor de los ojos poseía profundas arrugas. En los últimos años Tiberio se había visto obligado a trabajar muy duro al lado de su padrastro Augusto, tomando parte en el funcionamiento administrativo y burocrático del Imperio. A pesar de que había repetido en varias ocasiones que deseaba retirarse de la vida pública, era un secreto a voces que Augusto le nombraría su heredero y, por tanto, dueño del Mundo en breve. Entre los dos hombres no había cariño, respeto sí, pero ni tan siquiera una sincera amistad. Augusto se había visto obligado a delegar poder y responsabilidad en Tiberio por obligación, dado que todos los que anteriormente había elegido como sus sucesores o habían muerto, o habían demostrado no ser aptos para el puesto. Tiberio podía ser muchas cosas, cruel en ocasiones, un poco maniático y duro de mente otras, pero estaba claro que era honrado, trabajador y sabía perfectamente manejar las riendas del Estado; además, y esto era muy importante, gozaba de prestigio entre las legiones y muchos senadores le respetaban. Pero no le gustaba, le consideraba frío, desapasionado y taimado, y no perdía la ocasión en hacérselo saber, haciendo que la relación entre los dos fuera como mínimo tensa.

A Tiberio le pasaba otro tanto, y a su habitual frialdad se le sumaba la resignación de saber que, a pesar de todo, el Destino había conspirado en su contra y no le quedaría más remedio que seguir soportando el peso de la responsabilidad de manejar el Imperio. Atrás quedaron los años y la juventud, el tiempo en que prestó servicio con las legiones combatiendo contra los duros bárbaros, que a pesar del frío, el hambre y el dolor se le antojaba la mejor etapa de su vida. Entre sus soldados se encontraba a gusto, comiendo lo mismo que ellos, durmiendo en los mismos jergones y soportando las mismas calamidades. Entre los legionarios y Tiberio se crearon lazos de camaradería, respetando lógicamente la posición social. El servicio militar era noble, sincero y sin ambigüedades. La vida en palacio, en Roma, era falsa, uno no sabía que esperar de la persona que tenía enfrente, pues por delante te sonreía y por detrás te escupía. Todo era política, favoritismos, ansia de poder y donde todo valía con tal de medrar, a ser posible pisando a los demás. Tiberio no tenía ganas ni paciencia de seguir viviendo en tales circunstancias, pero podía más su sentido de la responsabilidad y el deber hacia Roma que sus apetencias personales. Por eso, a pesar de que ahora mismo desearía encontrarse en su villa estudiando astrología o leyendo a varios filósofos griegos, se encontraba en Roma al lado de Augusto, compartiendo la inmensa y titánica tarea de regir el Imperio. Le dolía la espalda, pensó con cierta gracia, pero debía reconocer que le podía la curiosidad. Los informes venidos desde Germania eran realmente graves, y aquellos soldados poseían información de primera mano que bien podían explicar que era lo que ocurría en el limes. Si era lo que sospechaba, parecía que un antiguo mal, que en su momento no creyeron que ni existiera, había resurgido. Con un gesto de la mano, abarcó a los tres legionarios que seguían quietos a la espera de órdenes y dijo.

—Son de los pocos supervivientes de la patrulla que acudieron en ayuda de la aldea germana aliada de Roma.

—Bien, bien… —murmuró Augusto mientras miraba con los ojos entrecerrados a los tres legionarios. Los veteranos estaban nerviosos, se encontraban ante el emperador nada menos. Augusto hizo el gesto de sentarse, pero no tenía silla, así que Domicio se apresuró a tomar una y colocarla justo a tiempo para que el emperador se sentara—. ¡Valerio! —exclamó Augusto— ¡Trae más vino para estos valientes! ¡Y una bolsa con denarios para cada uno! Cualquier cosa es buena para honrar a estos veteranos.

—Sí, Augusto —Publio Valerio Ligón, prefecto pretorio de la Guardia Pretoriana, creada años atrás por orden de Augusto, hizo una señal discreta con la cabeza a los jóvenes ayudantes de los cocineros, que se apresuraron a traer más jarras de vino, pero de mejor calidad y con menos agua; había que soltar lenguas esa noche.

              Dos muchachos trajeron varias jarras de vino, de Pompeya, de donde se decía que era el mejor de toda la región. Los legionarios bebieron a la salud del emperador y de Roma mientras no dejaban de comer. Augusto habló en voz baja con Domicio, y Tiberio, viendo que de momento no se le iba a necesitar, se acercó a Valerio y conversó con él de cuestiones de palacio. De todas formas no quitaba ojo a Augusto y al senador, preguntándose de que hablaban. No le caía excesivamente bien Espurio Domicio Albino, cabeza de una antigua familia de rango, la gens Postumia, y que en tiempos de la Republica, antes de la llegada de Sila, ostentó gran poder, ahora ya un poco en decadencia. Domicio estuvo en el bando contrario durante las luchas civiles que enfrentaron a Augusto con el gran Marco Antonio, pues era republicano hasta los huesos, y creía que Marco Antonio volvería a relanzar la Republica en Roma. Fue un error, porque Marco Antonio no pensaba en nada excepto en fornicar con Cleopatra y sus criadas, lanzándose a todo tipo de excesos que le impidieron acometer con éxito su lucha contra el joven Augusto, entonces de nombre Octavio.

              Cuando finalmente se produjo la victoria de Augusto, Domicio se encontró esperando la muerte, pues el emperador realizó una serie de purgas entre sus enemigos con el fin de eliminar disidentes y rebeldes que pudieran causar una nueva guerra civil. No obstante, Domicio, junto con otros senadores de renombre, fue perdonado. Tiberio no sabía porque, pero la cuestión es que el senador vio respetadas su vida, hacienda y familia. Desde ese día Domicio se convirtió en el seguidor más acérrimo de Augusto, poniendo su vida y fortuna al servicio de Roma y el emperador. Como su nombre indicaba, Albino (un antepasado, en las primeras Guerras Púnicas, de pelo albino, fue quien dio nombre a la familia), Domicio poseía el pelo blanco como la nieve, no cano como un anciano arrugado y próximo a morir, sino blanco tal si fuera plata. Supuestamente, el senador era de la misma edad que Augusto, año arriba o abajo, pero físicamente se le notaba en forma a pesar de su avanzada edad. Era alto, delgado, sus brazos fibrosos, donde todavía se notaban varias cicatrices de su época en el ejército. Su rostro era noble, surcado de arrugas, vital, aparentaba mucho menos edad, y sus ojos grises siempre eran amables y joviales. Tiberio conocía a los hombres, de eso alardeaba en su interior, e intuía que Domicio no era lo que aparentaba, había mucho más tras esa máscara de docilidad y servidumbre al Estado. Pero esa era la primera lección en política que uno aprendía en Roma: nada era lo que parecía.

              Valerio le dijo algo acerca de cambiar los turnos de guardia, no hacerlos rutinarios para que fueran previsibles, sino jugar con lo imprevisto para que la seguridad fuera mejor. Tiberio se apresuró a dar su conformidad al veterano prefecto, pidiendo a los dioses que no se hubiera dado cuenta de su descortesía hacia su persona al no haber estado prestándole atención. Si Valerio se dio cuenta de tal cosa, no dio señales de ello, quizás porque su experiencia le dictaba que era mejor no señalar los pecadillos de los poderosos. Augusto y Domicio rieron algo, algún chisme sobre otros senadores, mientras los tres legionarios seguían bebiendo vino con avidez, haciendo sonar las monedas de los saquitos que ya les habían entregado.

              Cuando hubo pasado un buen rato, Augusto decidió que los legionarios ya deberían estar bastante “calientes” gracias al vino ingerido, así que se levantó con un gran esfuerzo, se acercó a la mesa con una gran sonrisa y conminó a los tres soldados para que contaran con todo lujo de detalles que había pasado tras el limes germánico. Los hombres se miraron entre ellos, su alegría se esfumó al instante al recordar los terribles momentos pasados. Augusto les ordenó beber de nuevo y mientras lo hacían, soltaran la lengua. Uno de ellos, el más valiente o el más borracho, fue el primero en hablar, con voz enronquecida, pastosa por el vino, relatando una noche de horror y pesadilla.

              Las incursiones germanas se hacían cada vez más frecuentes a lo largo del limes, aunque por el momento más bien parecían que eran partidas de bárbaros ansiosos por un poco de botín fácil que invasiones en toda regla. El problema es que tales ataques comenzaban a ser un engorro, sobre todo para el comercio en la zona, y muchas aldeas aliadas a Roma eran el blanco de estas incursiones. Los generales y legados destacados en la zona no podían permitir tal cosa y enviaron patrullas y destacamentos a los poblados atacados para protegerlos y acabar con las partidas de guerra germanas. La cuestión es que los aliados relataron que mientras por el día eran acosados por tribus enemigas, por la noche los atacantes eran seres misteriosos. Hablaron de casos extraños, de gritos inhumanos en la oscuridad, de formas extrañas entre las sombras, acechando a los habitantes de las aldeas, atacando de forma imprevista, rápida y sangrienta. Los aliados, aterrorizados, aseguraron que eran brujas o demonios enviados por los druidas para acabar con ellos. Antiguos dioses volvían a resurgir y eran necesarios muchos ritos y sacrificios humanos. Se mentó el nombre de Oscuros.

              Quizás la historia que más repulsa causó a los romanos fueron las que hablaban de bebes secuestrados de sus cunas en las cabañas, inocentes llevados a los druidas para ser inmolados en impíos altares dedicados a sangrientos dioses. Finalmente, los romanos enviaron tropas compuestas por legionarios, auxiliares, en su mayoría reclutados en la zona, y algo de caballería que dividieron en grupos para poder ayudar a la mayor parte de pueblos aliados y vigilar la extensa zona. Uno de estos grupos, en el que se encontraban los tres legionarios, fue enviado a la región de Usepeti, cerca de Aliso, uno de los fuertes abandonados durante el desastre de Teotoburgo. Al oír mentar aquello, Augusto frunció el ceño con reprobación; todavía le seguía doliendo, a pesar de los años transcurridos, la terrible derrota que Varo sufrió y que supuso la pérdida de tres legiones completas junto con sus Águilas. Los legionarios continuaron con su relato, animados por el ejemplo de su camarada, y sin dejar de beber vino, explicaron que llegaron a una aldea donde se instalaron a la espera de recibir nuevas instrucciones.

              No fue llegar la noche cuando fueron atacados. A pesar de haber destacado centinelas, casi les pillaron por sorpresa. Una lluvia de flechas incendiarias cayó en las casas limítrofes del poblado, teniendo los legionarios que salir para hacer frente a la amenaza. El centurión al cargo impidió que los romanos se internaran en el oscuro bosque, pues temía, con razón, caer en una emboscada, así que se limitó a cursar órdenes para atajar los incendios y proteger la aldea. Entonces, sólo los dioses sabían de donde, surgió una horda espantosa de las densas sombras que rodeaban el pueblo. Los legionarios no sabrían decir que podrían ser, la oscuridad, el humo, los reflejos cegadores de las llamas y la velocidad del ataque les impidieron pensar con claridad y ser algo torpes en su respuesta, a pesar de que un legionario poseía un entrenamiento y una disciplina muy superiores a cualquier otro guerrero del mundo.

              En esa parte del relato el semblante de los legionarios cambió a más pálido todavía, les causaba terror recordar esa fatídica noche. Tiberio se preguntó que horrores habían presenciado aquellos veteranos, acostumbrados a la guerra, para que reaccionaran de tal manera. Los soldados continuaron contando que los romanos fueron atacados por sombras humanoides, pero no eran bárbaros, de eso estaban seguros. Esas cosas, fueran lo que fueran, debían ser genios maléficos u otras cosas espantosas, armados con garras afiladas capaces de cortar una armadura de cuero y colmillos que brillaban ante la luz de los incendios. El caos fue tremendo, la horda atacó con furia y mató a muchos legionarios, pero estos se defendieron y a su vez acabaron con muchas de esas criaturas, que lanzaban aullidos demenciales al ser heridas y muertas por el acero. Eran apestosas, olían a podredumbre, y sus ojos eran rojos, como los de las fieras por la noche. No se las pudo ver con claridad, como si las sombras fueran sus aliadas, por eso ninguno de los tres hombres pudo describir con claridad a los atacantes. Pero de una cosa sí estaban seguros, volvieron a repetir, no eran hombres.

              El ataque duró poco tiempo, pero casi la mitad de la patrulla romana había sido aniquilada por esas cosas, así como decenas de germanos, muchas mujeres y unos pocos niños que desaparecieron, ¿se los llevaron las criaturas? De esas monstruosidades murieron al menos una docena, juró por sus padres uno de los soldados, pero cuando, antorchas en mano, fueron a inspeccionar los cadáveres se encontraron con que no había ni uno, solamente manchas de una sangre oscura y maloliente. ¿Se llevarían a los muertos para que no se supieran como eran? Lo peor fue saber que esa misma noche otras aldeas, con destacamentos legionarios, también sufrieron ataques similares, con muchas bajas en todos los casos. Los informes hablaban de luces misteriosas en las profundidades de los bosques, de risas demoniacas y otros horrores inimaginables.

—¡Juro por la Loba, emperador, que todo lo que decimos es la pura verdad! —exclamó uno de los legionarios con el rostro descompuesto y sudando, su piel brillando por la luz de la chimenea y los fogones de la cocina— No mentimos, somos veteranos de muchas campañas, hemos sangrado, pasado hambre y frío por Roma, no quedan lejos nuestras honrosas licencias, no tendría sentido inventarnos algo así para jugarnos nuestra jubilación.

—Estaos tranquilos, soldados —dijo muy solemne Augusto alzando una mano en señal de camaradería—. Sé que sois valientes y honrados. Os creo, y prueba de lo que digo, y de que habéis luchado contra algo que es espantoso y aún así no habéis huido, es que os recompensaré por vuestra valentía.

              Los legionarios hincharon el pecho con orgullo; el propio emperador les recompensaría. A partir de esa noche serían la envidia de toda la legión. Uno de ellos, el más parlanchín, añadió.

—Gran Augusto, debes ver lo que encontramos. Dará más peso a nuestras palabras.

              Augusto frunció el ceño con sorpresa, miró a Tiberio y se levantó. Tiberio hizo una señal con la cabeza a uno de los guardias pretorianos que salió de inmediato de la cocina para volver poco después con una caja de madera de forma rectangular, no muy grande, que depositó en la mesa con una reverencia. Un legionario exclamó mientras se pasaba la lengua por los resecos labios.

—Perteneció a una de esas cosas, la puta que los parió…

              Todos se arremolinaron alrededor de la mesa, mientras Tiberio alzaba con cuidado la tapa dejando a la vista un brazo mutilado, pero no era uno normal, sino que era peludo, con vello espeso y marrón. La mano era una garra de dedos nudosos y gruesos, con uñas duras y negras. Hedía de manera espantosa, a pesar de que había sido tratada con especias y ungüentos egipcios para evitar la putrefacción, pero era evidente que no era suficiente para preservar aquello. Lo más espantoso fue comprobar que la mano, o garra, tenía cuatro dedos.

—Por Júpiter… —Augusto miró por largo rato aquello, hasta que ordenó que se tapara y quemara, pues semejante ponzoña no podía ser guardada. Salió a rápido paso de la cocina y se dirigió a las estancias superiores de palacio, a su zona privada. Le siguieron Domicio y Tiberio.             

              Mientras el emperador caminaba por los oscuros pasillos alumbrados tenuemente por lámparas, su mente retrocedió a aquellos aciagos días de cuando Varo, debido a su negligencia y estupidez, fue emboscado en los bosques de Teotoburgo y aniquilado con sus tres legiones. Fue un desastre para Roma, equiparable a la batalla de Cannas contra Aníbal[3], pero es que además se perdieron las tres Águilas. Más adelante, gracias a la extrema valentía del ahora general Cayo Tulio Marcelo, se pudo recuperar uno de los estandartes y con el correr de los años el resto. Pero Marcelo, además de traer consigo el Águila, vino con una inquietante historia de dioses sedientos de sangre humana y que deseaban la perdición del mundo; Oscuros los llamó. Bestias que caminaban como hombres, mujeres en cuevas que bebían la sangre de los vivos, abominables criaturas que surgían de rotos en el cielo, druidas mil veces malditos que efectuaban espantosos sacrificios humanos para ganarse el favor de esos dioses Oscuros… Augusto, entonces, creyó simplemente que Marcelo había perdido el juicio al sufrir mil penalidades atravesando decenas de millas romanas de territorio enemigo y soportando el acoso de los sanguinarios bárbaros. Pero más adelante le trajeron el cráneo pelado de aquello se decía era la Bestia, pero que todos aseguraban que en realidad era el cráneo de un lobo, excesivamente grande, pero sin nada sobrenatural en él.

Durante un tiempo el asunto se olvidó, sobre todo porque el Imperio absorbía la atención y hacía que las cosas menos importantes se olvidaran. El asunto de recuperar la estabilidad en la frontera germana era lo más prioritario y fue lo que acaparó toda la voluntad y fuerzas de Roma. No fue hasta que nuevos informes sobre sucesos extraños llegaron a oídos de Augusto que se volvió a interesar por la cuestión de los enigmáticos dioses de los que hablara el general Marcelo. Augusto hizo traer a grandes expertos en animales, griegos que se habían pasado toda su vida estudiando la flora y fauna de muchas partes del mundo, y también a cazadores habituados a recorrer las densas forestas germanas. A todos ellos les enseñó el cráneo y les hizo dar sus opiniones. Coincidieron: aquello no era un lobo.

              No supieron decir que era con exactitud, si bien se asemejaba al cráneo de un lobo, en vida el animal debió ser monstruoso y deforme. Uno de los cazadores, un rudimentario galo que nunca había abandonado sus parajes y cuando vio Roma por primera vez casi salió corriendo por la impresión, aseguró que aquello era un espíritu maligno, una bestia que caminaba erguida como un hombre y que atacaba a los incautos para devorarlos; así lo decían las leyendas de su tribu y de otras muchas más. Desde entonces, Augusto comenzó a acumular informes sobre más allá del limes germánico de cuanto fenómeno misterioso o acontecimiento inexplicable ocurría. En unos años, en un despacho en el lado oeste del palacio, una estancia de la que conocían su existencia unas pocas personas de confianza, se acumularon cientos y cientos de pergaminos con informes de Germania… y de otras partes del mundo. En un principio fue un caos absoluto, pero Julia, la mujer del emperador, demostró ser muy hábil e inteligente en este asunto y con la ayuda de unos eruditos griegos y astrólogos consiguió imponer orden y crear una biblioteca con los informes, creando unas pautas que permitían intuir que algo oscuro, siniestro y maligno acechaba al mundo civilizado, siendo su origen, o mayor punto de concentración, en Germania Magna.

              Entonces las historias que contara el general Marcelo en sus delirios cobraron mayor importancia. Augusto no quiso por el momento iniciar nada, al menos no de forma precipitada, porque tampoco sabía que hacer exactamente, ni a quien atacar. Si una tribu o nación se enfrentaba a Roma, las legiones la trituraban; si un político conspiraba para buscar la ruina de la Urbe, Augusto acabaría con él. Pero esto, ¿cómo luchar contra sombras, rumores, misterios y dioses surgidos de las profundidades de los bosques germanos? Julia le recomendó enviar agentes especializados en magia, astrología y misterios divinos al limes para que acumularan información, sin dejar de seguir los ritos religiosos pertinentes, pues más que nunca se necesitaría la ayuda de los dioses tutelares de Roma para acabar con lo que parecía ser una amenaza. Augusto nunca fue muy creyente, con el paso de los años se convirtió en un cínico al respecto, pero ahora ya no le cabía duda de la existencia de los amados dioses, pues, si existían dioses Oscuros, malvados y crueles, entonces no menos reales serían sus contrapartidas. Pero seguía siendo un hombre que creía en la fuerza de sus legiones y de sus políticas, le daban más confianza que depositar su fe en embaucadores, magos y brujas. Por eso, ya hace cuatro años, tomó una iniciativa (teniendo que cambiar su manera personal de entender la política militar) para crear algo que le pudiera servir para reaccionar al momento frente a esa amenaza; algo sólido, real y capaz de enfrentarse a lo que fuera. Puso a Tiberio al frente de esa iniciativa, dándole plenos poderes y responsabilidades. Tiberio demostró estar a la altura de la tarea, cosa que agradeció el emperador, pero no muy efusivamente, pues seguía sin poder tomar cariño al callado y taciturno hijastro.

              El anciano lanzó un gran suspiro y se apoyó con una mano en la columna que sostenía en su tope el busto de Julio Cesar, a donde fue a parar sin darse cuenta. Miró a los ojos sin vida de la estatua, como si estuviera pidiendo consejo. Entonces intuyó que llevaría divagando un buen tiempo, mientras Tiberio y Domicio esperaban pacientemente a que se les dijera algo. Augusto frunció el ceño, refunfuñó por lo bajo y se separó del busto. Miró a Tiberio intensamente y dijo.

—Que venga el general Marcelo. Es hora de que Roma tome la iniciativa en el asunto.

 

* * *

 

Año 13 d. C., ante el puerto de Ostia, Roma, mar Mediterráneo, mar Tirreno. Finales del invierno, hora secunda.

 

              El general Cayo Tulio Marcelo se asomó por la borda para contemplar el puerto de Ostia en todo su esplendor, en una hermosa y soleada mañana de finales de invierno, casi parecía que había llegado la primavera, con el cielo azul cuajado de nubes blancas pero que no llegaban a nublar el día, y el mar de un intenso verde azulado, simulando un espejo de superficie ondulante donde grandes bandadas de gaviotas se zambullían en busca de peces entre grandes e intensos graznidos. Los dos barcos militares, dos poderosos quinquirremes[4], se habían visto obligados a detenerse en las primeras boyas que marcaban el primer paso hacia el puerto de Ostia, entrada obligada de las mercancías y viajeros que deseaban llegar a Roma.

              Tras el largo viaje desde Alejandría, el general deseaba llegar cuanto antes a tierra firme y dejar atrás el barco. Como buen soldado, no gustaba mucho de viajar por mar, aunque tenía que reconocer que era el método más rápido, cómodo y fiable en estos tiempos, pero ansiaba sentir el suelo firme bajo sus pies y montar a caballo. El mensaje que Augusto le hiciera llegar en Alejandría le urgía a viajar lo más rápidamente posible y llegar cuanto antes a Roma. Por eso, no entendía porque los dos quinquirremes se detuvieron junto con numerosos barcos mercantes y un par de navíos de placer.

—La puta que parió a todos —refunfuñó el centurión Sexto mientras se ajustaba en la cabeza el casco con el penacho transversal distintivo de su rango dentro de la legión. Sexto seguía siendo un soldado fuerte, curtido en decenas de batallas, compañero y amigo infatigable del general, pero se mareaba en barco y de todos era el que más deseaba abandonar esa covacha infectada de piojos, según sus propias palabras— ¿Qué pasa, general, porque nos hemos detenido? Desde el camarote he escuchado las maldiciones de los remeros al verse obligados a ejecutar la maniobra de parada. Creía que entraríamos directamente a puerto.

—No lo sé, Sexto, no tengo ni idea de porque nos hemos parado. Yo también he salido para averiguarlo —Marcelo miró al Sol, esperando no estar detenidos muchos tiempo, pues dentro de no mucho el calor aumentaría y no sería agradable estar allí para entonces, en un día inusualmente caluroso para estar a finales de invierno. Vestido con el uniforme y la armadura musculada, portando la espada, Marcelo se pasó la mano por los cabellos blancos, que le hacían parecer más mayor de lo que era en realidad, y preguntó a uno de sus asistentes, un tribuno militar, que ocurría. El tribuno marchó en busca del capitán del navío, militar de experiencia, quien no tardó en acudir con la misma expresión de incredulidad en el rostro que todos a bordo.

—General —saludó el capitán con una ligera inclinación de cabeza; su rostro estaba profundamente bronceado por la brisa de diferentes mares—. Lamento no poder informarte de porque la parada. Mi vigía vio las señales luminosas que desde la torre de vigilancia nos indicaban que debíamos parar, pues el puerto está cerrado.

—¡Por Júpiter! —exclamó Sexto— ¿Cerrado? ¿Por qué? Tenemos órdenes del mismo emperador de llegar rápidamente a Roma, no podemos demorar más nuestra entrada a Ostia.

—He ordenado a mis soldados que envíen señales para averiguar que ocurre y lo urgente de nuestra misión.

              Efectivamente, tal y como había dicho el capitán, dos marinos, desde la parte de proa, manipulaban un artefacto que incluía un bruñido espejo de bronce que destellaba de manera intermitente gracias a la pericia de los hombres, mandando el mensaje luminoso a tierra. El capitán, Marcelo, Sexto y otros pasajeros y tripulación miraban a puerto, que no se encontraba más allá de cuatro millas romanas. El intenso tráfico marítimo se evidenciaba por la enorme cantidad de naves que esperaban poder acceder a Ostia, bien por la Puerta Augusta o por la Puerta Tralani, pero al igual que los quinquirremes, se encontraban paradas, o navegando lánguidamente dando amplios círculos en las boyas de la primera demarcación; decenas de navíos se encontraban también en las mismas condiciones en la segunda demarcación. Incluso a esa distancia se podían apreciar los inmensos puertos y murallas de protección, así como decenas y decenas de grúas que servían para cargar y descargar todo tipo de mercancías.

              A Ostia llegaban los productos de todo el Imperio Romano, e incluso de zonas tan alejadas como Arabia Deserta, el imperio Parto o Armenia entre otros. Telas, inciensos, plata, oro, comida, trigo, frutas, animales salvajes para los juegos, materias primas para la construcción, para el equipamiento de las legiones, joyas, papiros, todo lo inimaginable llegaba a Roma por mar, y todo aquello debía ser descargado, cotejado y controlado en el puerto de Ostia, que no cesaba en su actividad ni de noche. También era lugar de desembarco para viajeros, romanos que volvían a la ciudad, o ciudadanos del Imperio que deseaban conocer la inmensa Urbe, disfrutar por un tiempo de las inagotables distracciones que brindaba; o de aquellos que deseaban un nuevo comienzo y medrar en la vida, creyendo que Roma les daría esa dorada oportunidad; la inmensa mayoría terminaban siendo devorados por la insaciable ciudad, fuente de luminosa civilización, pero también de las más oscuras sombras. Era tan vital el puerto de Ostia para la economía de Roma, que Augusto había destinado muchos fondos para su ampliación, mejoría e instalación de nuevas dársenas, almacenes y edificios administrativos, de tal manera que el puerto parecía más una pequeña ciudad que otra cosa. Contaba con varios pequeños templos, prostíbulos y un cuartel para dos Cohortes Urbanas, encargadas de la seguridad del puerto, así como varios trirremes de guerra que patrullaban constantemente la zona.

              El tráfico marítimo era incesante, sobre todo cuando quedaba poco para la primavera, que era el periodo del año donde se iniciaban los viajes comerciales. Por eso era increíble que estuvieran allí a la espera de poder entrar a puerto. Marcelo entrecerró los ojos, intentando ver algo que surgía de la costa, en la zona de los grandes almacenes. Eran columnas de humo negro.

—¿Está el puerto ardiendo? —preguntó el general—. Creía que Augusto había creado cuerpos de servidores para apagar incendios y que estaban destinados tanto en Roma como en Ostia.

—Y así es —añadió el capitán, que se puso la mano en los ojos para evitar que el Sol le cegara. Hombre de mar, su visión era mucho más aguda que la del resto de soldados—, pero has acertado, general —escupió por la borda con furia—. Me temo que vamos a estar aquí mucho tiempo parados.

—¡Ja! —Sexto se golpeó en un muslo con su palo de madera de vid, símbolo casi sagrado de su autoridad como centurión—. Y pensar que no hemos podido viajar en ese barco de placer. Anda, que si lo llegamos a saber… que oportunidad desperdiciada, general.

              El bravo centurión río amargamente. Hombre de confianza de Marcelo, camaradas unidos por lazos inquebrantables de confianza y lealtad, forjados en la guerra y en el horror de los sucesos vividos durante aquel año aciago en los siniestros bosques de Germania, sabía porque el general había sido requerido en Roma: los buenos tiempos se terminaban. Al contrario que a Marcelo, a Sexto le gustaba estar en Alejandría. Era una tierra tranquila, de habitantes dóciles y serviciales, de costumbres algo lánguidas y decadentes para el gusto de un romano, pero le fascinaban las mujeres egipcias de intensas miradas oscuras y piel cobriza, hasta el punto que se había juntado con una hermosa muchacha que le había dado incluso ya dos mozuelos. Un legionario hasta cumplir el servicio militar no podía casarse, pero los soldados acantonados en sitios fijos solían juntarse con mujeres de la zona y vivir con ellas en familia, hasta el punto que todos les consideraban un matrimonio. Cuando alcanzará la misso honesta[5] se casaría con ella y legalizaría la unión; aunque todavía faltaba bastante para aquello. Sexto estaba encantado con Egipto y por su cabeza pasaban planes referentes a negocios, tabernas y posadas cercanas al acuartelamiento de la XXII Deiotariana, la legión acantonada en Alejandría y cuyas peligrosas misiones solían consistir en patrullas largas por el desierto y poner orden de cuando en cuando en las céntricas calles de la ciudad fundada por el glorioso Alejandro.

              La cuestión es que mientras Marcelo había destinado la mayor parte de su tiempo en Alejandría entre sus deberes militares y el estudio de arcanos misterios y saberes en la Gran Biblioteca junto con Sisógenes, Sexto había decidido sacar el máximo provecho de su destino en tierras tan fecundas en placeres y asombrosas novedades. Buenos vinos, excelentes manjares y sensuales mujeres junto con el hecho de que allí no hacía frío, lo contrario que en Germania, de inviernos inclementes y crueles. Por eso Sexto había decidido quedarse en Alejandría cuando le llegara el momento de la licencia, criar a sus hijos, futuros legionarios, y disfrutar de una vida cómoda y sin privaciones y seguir disfrutando cuanto pudiera. Cuando el general le pidió que le acompañara a Roma, Sexto accedió sin pensarlo, donde fuera Marcelo iría él, pero a pesar de que era una misión oficial, siempre se podía viajar con algo de comodidad. Marcelo no entendía a que se refería su amigo, hasta que Sexto le enseñó, durante una visita al puerto, el increíble barco de pasajeros que allí estaba anclado.

              Era un monstruo enorme, de cuatro pisos de altura, con diez bancadas de remos, velas e incluso en popa se encontraban instaladas unas complejas y aparatosas ruedas de paletas que podían hacer que aquel gigantesco navío se moviera lentamente sin necesidad de utilizar ni los remos ni el viento. Sexto no lo había visto, pero le dijeron que aquellas ruedas de paletas se movían gracias a otra serie de ruedas donde se encontraban enganchados bueyes que, como si fuera un molino, se movían en círculo haciendo navegar a aquel barco que desafiaba lo convencional. Poseía capacidad para hasta seiscientos pasajeros y contaba con todos los lujos imaginables: bailes, fiestas, cocinas, esclavos para atender cualquier capricho, incluso tiendas y hasta combates de gladiadores. Se podía disfrutar de todo aquello mientras se navegaba plácidamente por las costas de Cirenaica o por Siria, o Chipre, o por cualquier otra parte del Mar Mediterráneo, al que los romanos llamaban Mar Interno u, orgullosamente, “Mare Nostrum”. Claro que aquello era un lujo sólo al alcance de los ricos y pudientes, pero Augusto pagaba los gastos del viaje, y Marcelo era un personaje de gran poder en Alejandría, tendrían asegurado el pasaje en aquel barco del placer y Sexto podría vivir una experiencia única que sabía no tendría más en la vida[6].

              Planes frustrados cuando Marcelo informó a Sexto que el emperador les había exigido que deberían estar en Roma a la mayor brevedad posible. El barco del placer, como así lo llamaba el centurión, viajaba muy lentamente, parando cada noche en un puerto para que sus pasajeros desembarcaran y conocieran la zona, o disfrutaran de las fiestas y orgías que se celebraban a bordo. El barco pasaría prácticamente toda la primavera navegando por las costas del Imperio y Marcelo quería estar en Roma en al menos una semana. No hubo más que hablar. El general quiso embarcar en un quinquirreme, pero como persona de importancia que era, y a pesar de que no existían ni la piratería ni ningún enemigo que amenazara la total supremacía marítima romana, se debía mantener el estatus y la dignidad del cargo y se le adjudicó otro navío como escolta. Además, era la oportunidad perfecta para licenciar a algunos veteranos y para que otros disfrutaran de unas merecidas vacaciones en Roma, y viajando en dos quinquirremes se podrían trasladar a bastantes legionarios.

              Partieron tras las debidas ceremonias religiosas pidiendo por la buenaventura del viaje. Que no hubiera enemigos humanos en el mar no significaba que el trayecto estuviera exento de peligros; una tormenta, una corriente marítima o el ataque de algún monstruo marino, algo raro pero real, podían dar al traste con el barco y con las vidas de cuantos viajaban en él. Partieron de mañana, aprovechando la marea y los vientos propicios, navegando cerca de la costa, siempre a la vista, pernoctando en tierra sólo cuando se acercaban a grandes ciudades. Navegaron por toda Cirenaica, por África Proconsular, para saltar de ahí hasta Sicilia y entrar en el Mar Tirreno directos a Ostia; y allí estaban ahora, detenidos a la espera de noticias que les indicaran que pasaba en puerto para que la navegación estuviera detenida.

—Mejor será que nos quitemos la armadura —ordenó con voz tranquila Marcelo. Estaban vestidos como para ir a la guerra, puesto que seguramente habría una recepción oficial en puerto, pero la armadura y el equipo no era lo más ideal ni para viajar, ni para estar en un barco a pleno Sol—. Estaremos más cómodos y frescos.

—Será mejor que no —replicó el capitán del barco llegando con veloz paso desde su puesto de mando hasta detenerse junto al resto de hombres—. Mis marinos han obtenido respuesta a tu mensaje, general. Debemos ir de inmediato a la dársena XXXVII; tu llegada parece que es prioritaria, y pase lo que pase en Ostia, debes desembarcar para marchar cuanto antes a Roma.

              Los quinquirremes avanzaron entonces a ritmo lento hasta superar la primera demarcación del puerto y las restantes, entrando en la zona del puerto designada como atraque. Ya con Ostia a plena vista se pudieron apreciar varios sucesos extraños. Apenas había gentío, faltaban los miles de esclavos y trabajadores que se dedicaban a descargar, cargar, controlar las grúas y las mercancías, a los marineros, a los inspectores y encargados, los viajeros y todo tipo de gente relacionada de una manera u otra con la vida comercial y social de Ostia. Por otro lado, más allá de los almacenes, atarazanas y edificios administrativos tierra adentro surgía un clamor enorme, como si por aquella zona se concentraran miles de personas, y se veían muchas columnas de humo. Si no fuera porque se encontraban en Roma, Marcelo hubiera jurado que aquellos eran sonidos de lucha armada.

              A pie del muelle asignado esperaban treinta legionarios integrantes de la Cohorte Urbana, lideradas por un Tribuno con preocupación en su severo rostro. Las Cohortes Urbanas se estructuraban igual que una legión, los mismos mandos y las mismas divisiones, formadas por veteranos de otras legiones; destinados en Roma, era una recompensa para aquellos que destacaban en sus legiones. No existía legionario en todo el Imperio que no ansiara formar parte tanto de la Cohorte Urbana como de la Guardia Pretoriana; pero era un destino muy difícil de obtener y se precisaban de muchas y muy buenas referencias por parte de terceros para ser tan siquiera mencionado como posible candidato.

              Tras desembarcar rápidamente Marcelo, su Tribuno, Sexto y cuarenta legionarios que se desplegaron en perfecta formación por el muelle, el general saludó marcialmente al Tribuno de la Cohorte Urbana y le mostró la citación imperial que le exigía estar en Roma. Sólo por cumplir con las normas, algo sagrado para un romano, el Tribuno desenrolló el papiro y comprobó que todo estaba en orden. Clavó sus ojos marrones en el general Marcelo, con cierta admiración, pues el general era bien conocido por ser un héroe tanto para el pueblo como para Augusto y el Senado y sobre todo para el ejército. No en vano era uno de los pocos supervivientes de la masacre de Teotoburgo hacia ya años y vencedor de los germanos en varias ocasiones. Y por si todo eso no fuera poco, encima había logrado recuperar el Águila de la XXVII legión, pérdida en la matanza a manos de los traidores bárbaros. Se decía que para recuperar la sagrada Águila, el general, que entonces era Tribuno Militar, se había introducido con un grupo de soldados en los oscuros bosques de Germania, siendo perseguido por los bárbaros, desafiando a poderosos druidas y aniquilando bestias de pesadilla. De ahí que tuviera el pelo blanco, pues el horror de enfrentarse a tales aberraciones le había afectado en cuerpo y mente; o al menos eso se creía. A pesar de los increíbles obstáculos recuperó el Águila y lideró a las legiones contra los germanos. El nombre de Marcelo era reverenciado por toda Roma y sus legionarios.

—Tribuno —dijo Marcelo señalando con el brazo a las columnas de humo que se alzaban por encima de los tejados de los edificios— ¿Qué ocurre en Ostia? ¿Qué es ese humo y el griterío que se escucha hasta en el mar?

—Señor, es una huelga —respondió el Tribuno algo contrariado, como si le molestara el tener que dar tan malas noticias.

—¿Una huelga? —preguntó con una risotada Sexto— ¡Me meo en las huelgas! ¿Una huelga de qué, por Marte?

              El Tribuno se encogió de hombros y se apresuró a responder mientras indicaba con el brazo que sería mejor dejar el muelle e ir a la sombra.

—Empezó siendo de remeros, tanto de barcos militares como de civiles o comerciales. Se agruparon en pequeñas bandas y se dedicaron a protestar por los bajos salarios. Las mismas reivindicaciones de siempre, pero pronto comenzaron a ser más y más los trabajadores que se unieron a las protestas y aquello devino en huelga.

—Por la Loba —exclamó Marcelo mientras tomaba un vaso de agua que un esclavo le tendía—, imagino el caos entonces. Sin nadie a los remos, todos los barcos se encuentran paralizados.

—Así es, general —continuó hablando el Tribuno—. Para entrenar a equipos de remeros, sobre todo militares, se necesitan meses de duros ejercicios, y no hay disponibles tantos como para suplir a los que se han puesto en huelga, son miles. El Emperador cedió a sus demandas y les subió el salario, pero no parece que sea del agrado de esa chusma[7] —el Tribuno puso una mueca de desagrado.

—Continúe, Tribuno —apremió Marcelo mientras apuraba el vaso de refrescante agua.

—Señor, pues que a la huelga de remeros se les han unido ahora la de productores y distribuidores de aceite de oliva que se cultiva en Italia.

—La puta que les parió a todos —rió con grandes carcajadas Sexto.

—Déjame adivinar, Tribuno —se aventuró a decir Marcelo a quien todo el asunto le parecía preocupante—. Se quejan de los precios y que no pueden competir con otros aceites exportados.

—Sí, general, según dicen, el aceite venido de Egipto y las provincias de Asia, Judea y Siria es más barato, de peor calidad, pero se vende mucho más y les está llevando a la ruina. Protestan porque las leyes de Augusto sobre el comercio en todo el Imperio les ha afectado negativamente y se encuentran desprotegidos. Así que ahora tenemos un montón de ciudadanos indignados que se encuentran en huelga, apoyados por parte de la población de Roma, ladrones, tramposos, buhoneros y demás chusma, junto con los remeros y sus asociados.

—Lo que se traduce en disturbios, saqueos e incendios —y Marcelo volvió a señalar las columnas de humo—. Los chacales siempre aprovechan estos momentos para realizar sus fechorías —el Tribuno asintió solemne con la cabeza antes de seguir hablando.

—El Emperador ha puesto en alerta a las Cohortes Urbanas y la Guardia Pretoriana al completo, incluso se están creando a toda prisa milicias urbanas.

—¿Tan grave es? —preguntó con sorpresa Sexto.

—La huelga está demostrando ser especialmente agresiva, centurión, no está de más tomar medidas adecuadas. Incluso Augusto contempla la posibilidad de hacer acudir a la legión IX Hispana, pues es la más cercana a Roma en caso de que esto vaya a más.

—Augusto no haría eso —dijo Marcelo abriendo desmesurado los ojos ante aquella noticia—. Legiones dentro de Roma, sería volver a los tiempos de Sila[8]. Imagino que debe ser una amenaza para los huelguistas, que en cuanto sepan que una legión se ha puesto en marcha desistirán de sus criminales acciones de inmediato.

—Esperemos que así sea, general. Tengo órdenes de facilitarte como sea el transporte hasta Roma.

—Pues no perdamos el tiempo. La situación es grave, pero asuntos aún más preocupantes que estos me esperan. ¿Viajaremos por el Tíber en barca?

—Me temo que no podrá ser, general —respondió el tribuno. Mientras hablaban, los soldados comenzaron a caminar por el muelle en dirección al interior del puerto, a las cuadras donde esperaban los caballos—. Los huelguistas han cortado el río para que no puedan entrar a Roma mercancías hasta que no se acepten sus propuestas. Precisamente en esa zona se han dado casos de enfrentamientos entre las Cohortes Urbanas y ciudadanos armados…

—Tales disturbios no son normales —dijo pensativo Marcelo. Era cierto, desde que Augusto se hiciera con el poder la ciudadanía se encontraba a gusto, en paz y tranquila; no faltaban ni la comida ni los entretenimientos. El general sabía que en cuestiones comerciales no todos estarían contentos, era normal, pero de ahí a iniciar violentas huelgas seguidas de ataques, incendios y saqueos existía todo un mundo. Aunque lo cierto era que llevaba varios años fuera de Roma y puede que la opinión de la plebe ya no fuera tan favorable al emperador —Pues tendremos que marchar entonces por la vía Campana o la Portuensis… Es decir, si tampoco se encuentran cortadas.

—Pues… —dudó el tribuno.

—¡Ja! —se burló Sexto— Menuda bienvenida nos espera.

—De todas formas, es más seguro viajar por tierra en estas condiciones —aseguró el tribuno.

              Llegaron a las cuadras, donde un destacamento de caballería esperaba para escoltar a Marcelo. Sexto y el resto de legionarios marcharían a pie. El general, que ya sudaba debido a que el calor cada vez iba a más y portaba la armadura completa, subió al caballo que un legionario le tendió y se despidió del tribuno; la Cohorte Urbana se quedaba en el puerto para seguir manteniendo el orden. El destacamento partió al galope dejando enseguida atrás las instalaciones portuarias. A pesar de todo, Marcelo pudo observar como grandes grupos de civiles deambulaban de aquí a allá armados con palos, lanzas y antorchas, e incluso en una ocasión les tiraron al paso cebollas podridas, pero no pasaron de ahí los problemas. En la salida se encontraban apostados soldados de las Cohortes Urbanas y milicia local, que les dejaron marchar no sin advertir antes que en caso de tener problemas en la vía Campana no dudaran en abandonarla y seguir campo a través. A medida que el Sol se iba alzando los ánimos de los huelguistas se caldeaban.

Los jinetes espolearon a sus monturas y galoparon por las vías a buen ritmo, sin toparse con nadie excepto con pequeños grupos de personas, no se sabía si eran huelguistas o simples comerciantes y civiles que marchaban a sus quehaceres rutinarios. Galoparon sin cesar, hasta que por fin llegaron a las inmediaciones de Roma. Ya en la lejanía, por encima de los pinos, se podían vislumbrar las altas insulae que tan características eran de la urbe. La vía Campana era ahora un hervidero de gente, muchos portaban fardos pues eran viajantes que retornaban a Roma o marchaban a ella por negocios, y largas filas de carros tirados por bueyes y con mercancías se agolpaban en los lados de la vía sin poder moverse. La gente protestaba y dirigía su enojo hacia la parte de delante de la cola. A Marcelo y la caballería legionaria les costó mucho abrirse camino, pero los civiles terminaban por apartarse ante la vista de los ceñudos rostros de los soldados. Pronto pudieron descubrir porque la circulación por la vía se encontraba atascada: la Guardia Pretoriana, armada y equipada, impedía el acceso a Roma.

—Soy el general Cayo Tulio Marcelo —se dirigió a uno de los pretorianos cuando lograron llegar hasta la barrera—. Tengo órdenes de llegar a Roma e ir a presencia de Augusto.

—Sí, mi general, tenemos instrucciones de dejarte pasar; te esperábamos —respondió el soldado mientras saludaba marcialmente. Hizo unas señas a sus compañeros para que echaran a un lado la barrera montada con sacos de arena y madera. Cuando Marcelo y la caballería pasaron al otro lado de la vía, el general hizo girar a su montura y miró a los civiles que no dejaban de lanzar gritos y protestar enérgicamente ante la situación.

—¡Por los dioses! ¿Qué ocurre aquí, pretoriano? ¿Por qué la barrera e impedir el paso de los civiles?

—Porque Roma arde, mi general —fue la sorprendente respuesta del soldado.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

CAPÍTULO II: PREPARATIVOS DE BATALLA.

 

El Palatino, palacio del Emperador, ese mismo día, hora octava.

 

Aunque la situación era grave debida a la huelga y los disturbios que ocasionaba, lo cierto es que el comentario del guardia pretoriano sobre que Roma ardía fue una exageración. Claro que hubo un momento del día que dio esa impresión, cuando parte de los huelguistas, apoyados por chusma surgida de los peores barrios de la ciudad, iniciaron saqueos por diferentes partes de la Urbe. Saqueos efectuados en casas de ricos y senadores, aprovechando que gran parte de la Cohorte Urbana y la Guardia Pretoriana se encontraban en Ostia y en las calzadas para imponer el orden.

              Los peores disturbios se dieron en la colina Celio, uno de los barrios residenciales más lujosos de Roma, donde varias domus fueron saqueadas para espanto de los dueños que en ellas vivían que a pesar de contar con guardias y esclavos privados para su protección no pudieron hacer nada por evitarlo. No se podía frenar a miles y miles de ciudadanos violentos y hambrientos de botín y ganancias fáciles. Augusto se encolerizó al saber de aquello y ordenó desplegar al resto de las Cohortes Urbanas y la Guardia Pretoriana en las zonas donde se estaban concentrando mayor número de huelguistas y saqueadores. También movilizó, aunque no estuvieran preparados, a varios miles de Guardias Urbanos que al menos se encontraban bien armados. Se acabaron las contemplaciones y el emperador ordenó que se cargara contra los manifestantes y a todo saqueador que se detuviera crucificarlo como castigo y escarmiento para los demás. Por si fuera poco todo esto, tal y como había amenazado, envió un correo imperial a la legión IX Hispana para que se pusiera de inmediato en marcha hacia Roma.

              Marcelo y su escolta entraron en Roma por una de las zonas libres de conflictos y marcharon de inmediato al palacio del emperador, pero no pudieron ser recibidos pues este se encontraba sumido en el conflicto y no podía atender a nadie. Ni siquiera Tiberio les pudo conceder una audiencia. A Marcelo se le indicó que sería mejor que marchara a su casa a esperar a que Augusto le enviara a buscar. Eso hizo el general y aprovechó para visitar a su familia y, al constatar que se estaban efectuando saqueos en las domus de senadores y familias importantes, averiguar si su familia había sido perjudicada por los disturbios que de forma extraña y virulenta azotaban a Roma.

              Hacía mucho tiempo que no veía a su madre y hermana. Su padre había fallecido dos años atrás y su madre, ya mayor, regía la casa y las propiedades de la familia con serenidad y lucidez. Su hermana se había casado con un importante senador e incluso tenía tres hijos, todos varones. Marcelo debería haberse casado también, incluso sus padres ya le habían concertado un matrimonio con la hija de un senador amigo de la familia, pero las circunstancias de la vida habían impedido tal unión. Marcelo, desde que viniera de Germania, ya no era el mismo y no deseaba casarse, a pesar de las exigencias de su padre, que consideró un insulto al honor de la familia y del senador amigo el que Marcelo rechazara el matrimonio. Marcelo se mantuvo firme en su decisión de no casarse y su padre nunca se lo perdonó; no volvieron a hablarse más, puesto que el general viajó a Alejandría a cumplir con sus deberes. Entonces falleció su padre y fue esta vez el turno de Marcelo de no perdonarse por no haber intentado llegar a un acuerdo con su querido y respetado padre y conseguir que se le perdonara. Ahora ya era tarde, y eso era algo que reconcomía a Marcelo por dentro.

              Su madre se alegró mucho al verle. En la villa familiar además se encontraba su hermana con su familia, pues se habían ido a refugiar allí dado que los Pinares del Pincio, la zona residencial donde se ubicaba la domus de la familia Lucio, de momento se estaba librando de los disturbios y saqueos. La llegada del general y su escolta armada fue muy bien recibida. A pesar de los problemas en la ciudad, se organizó a toda prisa una fiesta de bienvenida, que aunque no era del agrado de Marcelo, al menos le hizo relajarse un tanto y sentirse bienvenido en el hogar, pero no pudo evitar sentir una intensa melancolía al verse invadido por los intensos recuerdos y emociones que le transmitía la visión de la casa donde se crió; la presencia de su padre era poderosa, el espíritu protector de la familia.

              Permaneció así Marcelo dos días en su hogar familiar, mientras la huelga continuaba, aunque perdiendo ya fuerza desde que Augusto decretara medidas más extremas contra los huelguistas violentos y los saqueadores. Las Cohortes Urbanas y la Guardia Pretoriana se emplearon a fondo tanto en Roma como en Ostia y desbarataron a las multitudes a base de cuchilladas y lanzadas. Se capturaron a cientos de saqueadores y ladrones, que fueron crucificados a lo largo de la vía Flaminia como claro mensaje del destino que aguardaba a todo aquel que siguiera aprovechando la confusión y la huelga para perpetrar crímenes. Pero lo que definitivamente terminó con los disturbios, pero no con la huelga pues necesitaría de más días para solucionarse, fue el rumor que se extendió por toda Roma sobre que Augusto había mandado llamar a una legión para que marchara contra Roma y la pasara a cuchillo. Muchos no creían tal cosa, el emperador no sería capaz, pero sí creyeron que la legión acudiría a poner orden. La sola idea de contemplar legionarios marchando por las calles de la Urbe y no precisamente en un desfile hizo que  los ánimos inflamados de los huelguistas se enfriaran y abandonaran la violencia. Conseguido esto, los saqueadores y malhechores, a quienes las reivindicaciones de los remeros y comerciantes les daban igual, perdieron la fuerza que les daba el poder moverse impunemente entre las muchedumbres y fueron controlados, con esfuerzo y sangrienta tenacidad, por las Cohortes Urbanas y la Guardia Pretoriana. En cuanto a la legión IX Hispana, no caería sobre la ciudad. Augusto nunca envió un mensaje solicitando la presencia de los legionarios. Todo había sido un calculado embuste pensado para meter el miedo a los violentos y había funcionado a la perfección. Aunque con la edad el emperador se había vuelto más implacable, respetaba demasiado la Ley como para infringirla aunque en verdad Roma ardiera.

              Solucionado el problema, era el momento de poner orden y reconstruir lo dañado, sobre todo el puerto de Ostia, punto clave del comercio y la entrada de alimentos en Roma. No obstante, a pesar que Augusto había prometido a los huelguistas atender sus exigencias y ayudarles, no pensaba perdonar a quienes habían cometido crímenes, quemado propiedades o aprovechado para asesinar personas. Según un informe del prefecto pretorio, al menos mil personas fueron asesinadas durante los disturbios (no se contaban otras tantas víctimas producto de las cargas de los pretorianos), la mayoría ajustes de cuentas o la forma de solucionar conflictos personales; incluso varias mujeres fueron violadas por pandas de bellacos. Augusto ordenó al prefecto Publio Valerio que encontrara a todos esos criminales e hiciera que sobre ellos cayera la justicia de Roma.

              Fue entonces cuando por fin Marcelo recibió mensaje donde se le decía que el emperador exigía su presencia. Para entonces el centurión Sexto ya se había reunido con el general y ambos, y una escolta de pretorianos, marcharon al Palatino y al palacio del emperador. Tras pasar los pertinentes controles, pronto los dos soldados se encontraron en las estancias donde Augusto solía recibir de manera oficial a sus visitantes. Era una amplia sala donde los mármoles en paredes y suelos conferían al lugar una apariencia majestuosa. Adornaba la sala un par de baúles, dos alacenas cargadas de pergaminos y mapas y tres grandes mesas, en una de ellas desplegado un inmenso mapa de cuero con la región de Germania y el limes, todo detallado con perfección. Marcelo nunca había visto un mapa semejante e intuyó que era el producto de años de viajes, estudios y trabajo de especializados cartógrafos al servicio del emperador. Alrededor de la mesa, tomando un poco de vino aguado, pues era de mañana, y un poco de fruta, se encontraban Augusto, Tiberio, el senador Espurio Domicio Albino, el senador Numerio Quinto Aquilino y dos generales, además de varios esclavos que se encargaban de atender a sus señores. Marcelo se colocó la túnica, pues todos vestían de civil, y saludó con marcialidad al emperador. Sexto se encontraba un paso por detrás del general.

—Ah, mi querido Marcelo —exclamó con júbilo Augusto levantando la vista del mapa. Se acercó al general y le dio un abrazo. Marcelo no supo reaccionar, aunque ya conocía el afecto que levantaba en el emperador—. Han pasado años desde la última vez que nos vimos, pero no olvido a quien ha realizado tan grandes sacrificios por Roma. Y tampoco olvido a los leales y valientes soldados, Sexto, ¿verdad?

              Sexto hinchó el pecho con orgullo ante la alabanza del emperador. Augusto indicó con un gesto de la mano a Marcelo que tomara algo de vino y fruta y se acercara a la mesa. Tiberio y los senadores le estrecharon la mano y los otros dos generales saludaron cortésmente. Todos conocían la historia de Marcelo y su epopeya en tierras germanas, era un honor estar en presencia del héroe que había recuperado el Águila de la XVII legión. Tras las debidas presentaciones y saludos, Augusto fue directo a la cuestión, dado que el tiempo era algo que no se podía desperdiciar y con la edad ya no gustaba de andarse con rodeos. Marcelo aprovechó por un momento para fijarse mejor en el dueño del Mundo. Estaba muy avejentado, con el pelo cano y lacio, grandes ojeras y bolsas en los ojos, seguramente producto de dormir poco y trabajar mucho. Augusto estaba más delgado, en contraste con la última vez que le vio, y el rostro, aparte de tenerlo más arrugado, lo tenía pálido. Marcelo había escuchado decir a su madre que el emperador se encontraba muy enfermo y que eran muchos los médicos que le atendían. Si era así, Augusto, aunque se le notaba en mal estado, seguía poseyendo energía y decisión, tal y como demostraban sus ademanes y fuertes palabras.

              Fue Tiberio quien comenzó a exponer que otra vez el limes germánico corría peligro debido a nuevas revueltas entre las tribus germanas, que atacaban a las tribus aliadas y amigas de Roma, haciendo que estas cruzaran el Rin por decenas de miles. Según los informes de los espías en la zona, los germanos se estaban reagrupando en dos grandes ejércitos que a no muy tardar caerían sobre el limes y los puestos y fuertes alzados en la frontera. En realidad, nada nuevo, pues cada vez que llegaba la primavera las incursiones germanas se sucedían como las lluvias. Ansiosos de botín, mujeres y batallas, los bárbaros se agrupaban en pequeños ejércitos que solían atacar de improviso aldeas o puestos avanzados de no muy gran tamaño para a continuación retirarse a la seguridad de sus oscuros e impenetrables bosques. Luego sucedían las represiones romanas, ardían poblados, se tomaban cientos o miles de esclavos y la vida continuaba. Pero en esta ocasión se habían alzado nuevos caudillos entre los germanos que no se conformaban con esporádicas acciones de pillajes, sino que deseaban arrasar a sangre y fuego todo el limes y desparramarse por la Galia en una orgía de muerte y destrucción. La situación comenzaba a ser dramática.

              Tras la derrota de Varo y la aniquilación de tres legiones más el retroceso del limes hasta el Rin, toda la zona había sufrido un fuerte cambio en cuanto al estacionamiento de legiones. Algunas legiones tuvieron que ser movilizadas desde otros destinos para acudir rápidamente al limes germano mientras otras se creaban a toda prisa y se movilizaban hacia la convulsa frontera. Por fortuna, y porque los germanos comenzaron a combatir entre sí, Roma se pudo rehacer y mantener la provincia. Llevó años y muchas más batallas, pero se consiguió. Ahora, todo parecía volver a peligrar.

—Pero aún siendo esto un peligro muy grave, me temo que no es lo peor —sentenció Tiberio con gesto sombrío, quien miró a Augusto. El emperador asintió solemne y pidió a los dos generales y al senador Numerio Quinto que abandonaran por un momento la sala. Los aludidos se retiraron tras saludar. Marcelo y Sexto se miraron preocupados.

—Muchacho —dijo Augusto cuando los criados cerraron las puertas de la sala—, debo pedirte perdón.

—¿Por qué, señor? —quiso saber con asombro Marcelo, a quien interiormente le hizo gracia que el emperador le llamara “muchacho”; claro que siendo tan mayor, a sus ojos todos le parecerían más jóvenes.

—Recuerdo leer los informes acerca de tu hazaña al recuperar el Águila. En ellos ya nos avisabas de un grave peligro, no sólo por parte de los germanos, sino también por ciertos druidas y demonios a quienes adoraban, criaturas perversas y malignas. Dioses Oscuros, ¿me equivoco? Domicio, por favor, una silla…

              El senador se apresuró a tomar una silla y ponerla al lado de Augusto, quien se sentó con ostensibles esfuerzos y el crujir de articulaciones. Tras dar un par de largos suspiros, el anciano levantó la cabeza y continuó hablando con Marcelo.

—En un principio no creí tus historias, pero más adelante tuve que reconocer que me había equivocado. Esos Oscuros parecen que existen y representan una amenaza muy real para Roma y, quizás, hasta para nuestros amados dioses.

—Gracias a Júpiter por esta gracia —exclamó con cierto alivio Marcelo agradecido que por fin alguien creyera lo que llevaba años diciendo e intentando sacar a la luz— ¿Entonces…?

—Entonces quise saber más de esos druidas y aberraciones a las que adoran con sacrificios humanos y a saber que más atrocidades. Durante años he enviado espías, astrólogos, adivinos, brujas y todo tipo de expertos en el tema, incluidos investigadores griegos, a Germania y he acumulado cientos de informes, expedientes y libros sobre la cuestión. Mi esposa Julia y mi nieto Claudio —aquí sonrió Augusto—, que ha demostrado poseer una gran y aguda inteligencia a pesar de sus deformaciones, han liderado un equipo de sabios y astrólogos y puesto orden en todas las informaciones sobre los extraños sucesos ocurridos en Germania a raíz del desastre de Teotoburgo, maldito Varo; aún le sigo maldiciendo… En fin —suspiró el emperador mientras pedía un poco de vino con una mano que un esclavo se apresuró a llevar en una copa dorada—. La cuestión es que hemos descubierto hechos inquietantes que demuestran tanto la existencia de esos druidas malignos y los dioses Oscuros, como que son un peligro para Roma cuanto que desean la destrucción de nuestra civilización, la luz del Mundo. Es por eso que te hemos hecho llamar, mi querido amigo.

—¿Quieres que vuelva a Germania para enfrentarme a esos druidas que, imagino, se encuentran detrás de la nueva ofensiva germana? —aventuró Marcelo con los ojos brillando por la excitación que sentía.

—Así es —confirmó Augusto dando un ligero puñetazo en uno de los reposabrazos de la silla—. Sé que te pido que te vuelvas a sacrificar. Ya, ya lo sé, volver a esa pesadilla no te hace feliz, muchacho, pero es necesario que vuelvas a Germania, Roma te necesita.

—Tu experiencia con esos druidas es muy valiosa a la hora de volver a enfrentarte a ellos —continuó hablando Tiberio—. A eso se une que eres un avezado y experto general a quien las tropas adoran. Incluso los bárbaros alaban tu nombre aunque seas su enemigo. ¿Quién se encuentra más preparado para luchar contra esos Oscuros que quien ya frustró en el pasado sus planes?

—Pero ahora es diferente —retomó de nuevo la conversación Augusto inclinándose en la silla un poco hacia delante—, porque ahora llevas contigo toda la fuerza de Roma y terminaremos con lo que un día empezaste, mi querido muchacho. Derrotaremos a los bárbaros, destrozaremos a sus druidas y erradicaremos de esas tierras para siempre toda adoración a abominaciones y monstruosidades.

—Te nombramos legado de todas las legiones acantonadas en el limes —explicó Tiberio—, con plenos poderes para acabar con la amenaza. Aparte de terminar con los preparativos de guerra de las tribus germanas e infringirles un duro golpe, investigarás los sucesos inquietantes y los horrores indescriptibles que allí se están sucediendo. Observa el plano y la disposición de las legiones —Marcelo y Sexto se acercaron aún más a la mesa para observar el mapa; Tiberio continuó hablando mientras señalaba con su brazo nervudo las posiciones de las legiones—. La V Alaudae, la XXI Rapax, XIV Gemina, XII Gemina Pia Fidelis, XVI Gallica y la VIII Augusta Mutinensis, más una docena de tribus aliadas que han aportado unos 15.000 guerreros y quizás unas 20.000 tropas auxiliares.

—Por los dioses… —exclamó Marcelo al darse cuenta de la envergadura de las maniobras militares. Se habían tenido que desplazar legiones que cubrían otras fronteras o provincias del Imperio, debilitando la seguridad en esas zonas para hacer frente a la terrible amenaza germana.

—Estamos concentrando un fuerte contingente de tropas —explicó Augusto a la vez que se levantaba con grandes esfuerzos de la silla. El senador Domicio corrió para ayudar al emperador, pero este gruñó y apartó al senador con ademanes de la mano—. Todavía no estoy acabado, puedo con este cuerpo inútil, y el día que no lo haga me reuniré con los dioses. ¿Por dónde iba? Ah, sí… como te decía, muchacho, nos hemos visto obligados a reunir tantas legiones porque los ejércitos germanos son inmensos. Se habla de al menos doscientos mil bárbaros que atacarán el limes, puede que incluso más si esos druidas consiguen reunir a más tribus. Es necesario proteger toda la frontera. De momento no sabemos por qué lugar atacarán, ni exactamente cuándo lo harán, pero debemos estar preparados para rechazarlos. Confiamos en nuestros legionarios, son los mejores y más experimentados, y también en nuestros generales y legados. Mi propio nieto, Germánico, ya se encuentra en el limes preparando a las tropas y realizando las primeras escaramuzas con las avanzadillas germanas. Aquí, en Vetera, se encuentra Germánico —Augusto señaló con el dedo una zona del mapa.

—Germánico es uno de los mejores generales de Roma y posiblemente el mejor estratega, si a Tiberio no le ofende lo que digo —puntualizó Marcelo cortésmente, sabedor que Tiberio estaba considerado también como uno de los mejores generales.

—No lo haces —replicó Tiberio en un intento de parecer normal aunque con la tirantez con que lo dijo no lo consiguió y le valió una dura mirada por parte del emperador.

—Aunque haya vencido en una ocasión a los germanos, opino que Germánico está más capacitado que yo para enfrentarse a la amenaza. Por supuesto, pido ir a Germania para luchar por Roma, pero el mando debería ser de…

—¡No, no, no! No, muchacho —replicó con fuerza Augusto acercándose a Marcelo—. Es necesario que seas tú quien comande a nuestras fuerzas en Germania, ¡es necesario! Germánico es más que capaz de derrotar a los bárbaros, eso lo sabemos, pero en realidad tu nombramiento es por otra cosa. Germánico derrotará a los germanos, tu a los druidas y a los Oscuros. Esa será tu misión. ¿De qué nos sirve derrotar a los bárbaros si esos druidas vuelven a levantar otro ejército o mediante la adoración a esos monstruos siguen teniendo poder? Deberás averiguar exactamente qué está pasando y destruir para siempre el mal que nos acecha.

              Marcelo asintió gravemente con la cabeza, mientras detrás suya Sexto emitió un quedo suspiro de amargura. Posiblemente para el general era una noticia grata volver a la pesadilla que era Germania y enfrentarse a esos druidas, con quienes Marcelo tenía una cuenta pendiente, pero para el centurión no era algo especialmente agradable. No deseaba volver a esa tierra de muerte y locura, ni quería enfrentarse otra vez a los horrores de los Oscuros y sus sanguinarios seguidores. Aunque ya lo sabía cuando recibió el mensaje imperial en Alejandría, Sexto todavía confiaba en que quizás su destino fuera otro: simplemente enfrentarse a bárbaros greñudos, altos y enloquecidos, enemigos que un hijo de la Loba pudiera abatir.

              Marcelo, Tiberio y Augusto continuaron hablando de los planes y preparativos de guerra. Sexto se acercó un poco más para prestar atención, aunque le resultaba difícil. No dejaba de pensar si vería de nuevo a su egipcia y los dos mozuelos que le había dado. Augusto ordenó a Marcelo que viajara de inmediato al limes, a Vetera, a reunirse con Germánico. Fue allí de donde partió la XIX legión para su funesto destino, y allí cerca se encontraba el fuerte de Asciburgium, a menos de un día de marcha. Era por esa zona donde se estaban dando los mayores encuentros con fuerzas germanas y ataques a aldeas aliadas de Roma y donde, al parecer, también ocurrían hechos inexplicables y se daban horrores indescriptibles. Estuvieron discutiendo, ya con el senador Domicio interviniendo también, de los detalles de la misión de Marcelo durante gran parte de la mañana. En ese tiempo, Augusto volvió a sorprender a Marcelo y Sexto al anunciar que además del mando de las legiones apostadas en el limes germano, partiría de Roma al mando de dos legiones recién formadas con los mejores soldados y oficiales de todo el Imperio. Hombres duros y veteranos de muchas campañas, equipados con nuevas y mejores armaduras, con las mejores armas y equipamiento que pudiera ofrecer el Imperio. Eran legionarios adiestrados especialmente para enfrentarse a lo que fuera, tanto enemigos humanos como contra terrores sobrenaturales. No existía, ni lo había hecho anteriormente, ejército semejante en Roma a disposición de Marcelo para lo que creyera necesario hacer. Las dos legiones sólo responderían a la autoridad de Marcelo y por encima de él la del emperador y Tiberio. Marcelo alzó sorprendido la cabeza tanto por el honor como por la responsabilidad que el emperador le ofrecía. Como curiosidad, ambas legiones todavía no poseían ni nombre ni numeración, aunque Augusto las denominaba simplemente como I y II.

              Pero todavía hubo tiempo para otra sorpresa más. Cuando ya se daba por terminada la reunión, al menos para Marcelo y Sexto, Augusto, como quien no quería la cosa, dijo al general de pelo blanco.

—Por cierto, querido muchacho. He sabido que sigues sin casarte. En Alejandría has tenido la oportunidad de desposarte con una de las hijas del gobernador y has rehusado, ¿Por qué?

—¿Eh? Señor… —titubeó Marcelo ante la inesperada pregunta del emperador.

—Nada, nada, esto no puede seguir así. Roma necesita sangre nueva, familias creadas con lazos fuertes y duraderos, como los gloriosos días de antaño. La moral y la disciplina deben volver a reinar en estos tiempos de molicie y depravación, cuando nuestros eternos valores se están perdiendo. Los oficiales y altos cargos deben dar ejemplo al resto de la sociedad. Es inadmisible que un joven como tu siga soltero. Tienes un deber con el Estado. Has de formar una familia y engendrar hijos.

—Pero, pero…

—No te preocupes, querido muchacho —continuó hablando Augusto con una sonrisa e ignorando a Marcelo—, por si no has encontrado a la esposa adecuada. Yo lo he hecho por ti. Mi excelente amigo y colaborador, el senador Domicio, tiene una hija encantadora, una perfecta esposa, bella, casta y educada en los más altos valores romanos. Ella será adecuada para ti y te dará hijos sanos y fuertes.

—Es un honor que mi familia se una a la del prestigioso general. Prometo que la dote de mi hija estará a la altura de tan gran honor y fortuna —añadió el senador Domicio con la misma sonrisa de complicidad que el emperador y saludando con un gesto de la cabeza a Marcelo.

              Este ya no supo que decir. Miró espantado a Sexto, pero el centurión rehusó la mirada y se puso a contemplar intensamente un busto de Agripa allá en el fondo de la sala. El general pidió ayuda silenciosa entonces a Tiberio, pero el heredero del emperador se limitó a encogerse de hombros con una sonrisa divertida. No había nada que hacer. Augusto llevaba ya unos años casando a hombres y mujeres de alta posición y realizando constantes campañas a favor de una vida más tradicional y alejada de los vicios y corrupciones que azotaban sobre todo a las clases pudientes. No era una sugerencia el compromiso de Marcelo con la hija del senador, sino una orden imperial y la tendría que acatar por mucho que le disgustara. Con un suspiro de resignación, Marcelo contestó.

—Eh… bueno, debo reconocer que la noticia me ha pillado de sorpresa. Seguro que vuestra hija, senador…

—Su nombre es Domicia —aclaró el senador con una nueva sonrisa.

—Sí, Domicia, me hará un hombre feliz. Doy gracias a los dioses por tanta benevolencia y yo mismo haré sacrificios a Juno para que bendiga nuestra unión.

—¡Ah, excelente, muchacho, excelente! —exclamó con alegría Augusto dando palmaditas en la espalda de Marcelo— Buen chico, buen chico, sabía que no fallarías a Roma en nada. Estoy muy contento. Yo mismo oficiaré vuestra boda, si me es posible. Debes casarte cuanto antes, claro está, pues tienes que marchar a Germania y es necesario que dejes embara…

—Padre, por favor —intervino Tiberio—, no agobiemos al general. Me temo que le hemos pedido mucho en muy poco tiempo.

—Es verdad, es verdad, que cabeza la mía. Bueno, bueno, vete entonces a descansar, muchacho, en menos de lo que se tarda en hervir un esparrago volverás al limes germánico. Ve a casa, descansa, prepárate para la boda y ya hablaremos.

—Sí, mi señor —Marcelo saludó marcialmente al emperador. Luego se volvió y se despidió del senador y Tiberio.

              Seguido de Sexto muy de cerca, Marcelo abandonó la estancia por la doble puerta que dos esclavos de palacio ya estaban abriendo. Pronto se encontraron en el ancho pasillo exterior, donde esperaban con paciencia los dos generales y el senador Numerio Quinto bebiendo vino con especias. Se les había unido el prefecto pretoriano Publio Valerio. Todos saludaron a Marcelo quien devolvió el saludo, pero se marchó enseguida pues mucho debía pensar. Mientras caminaban por las galerías del palacio, Marcelo le dijo a su amigo Sexto.

—Vaya ayuda que he tenido contigo. El emperador me casa con una completa desconocida, que seguro será más fea que el culo de un babuino, y no mueves ni un dedo para defenderme, a mí, tu general.

—Señor, pedirme que luche desnudo y con una daga contra veinte bárbaros, pero ni loco me atrevería a llevar la contraria al emperador, ja, ja, ja…

—Bellaco, ya veo lo que aprecias mi amistad. En fin, que sea lo que los dioses quieran. Tendremos que cumplir como buen romano el duro yugo que se me impone.

—Míralo por el lado bueno, general —continuó riendo Sexto con buen humor—. Puedes gozar con una dama antes de partir a una tierra de muerte y locura. Luego allí, a lo mejor, nos matan a todos y se acabaron nuestros problemas.

—Visto así…

              Los dos hombres rieron con ganas y buena camaradería y enseguida comenzaron a debatir sobre si la hija del senador Domicio sería hermosa o una estirada dama de alta alcurnia, nariguda como un loro y plana como un escudo de caballería. Mientras Marcelo y Sexto se alejaban de la sala, un criado hizo entrar a los generales, al senador y al prefecto pretorio al interior de la estancia donde Augusto, el senador Domicio y Tiberio aún continuaban discutiendo ciertos detalles menores sobre los preparativos de la guerra. Al ver al prefecto Valerio, Augusto exclamó.

—Celebro verte, Valerio, dime, ¿has puesto a trabajar a tus mejores hombres en el horrible asesinato cometido contra la inviolable figura de un senador, su familia y criados?

—Sí, mi señor —afirmó Valerio con firmeza tras saludar—. No dejaremos semejante crimen sin castigo. Encontraremos a los culpables y desearán no haber nacido. He puesto al mando de la investigación a uno de mis mejores hombres y sin duda de los más inteligentes, el centurión Rufrio Ostorio.

—Bien, bien, hum… ¿Quién es el centurión Rufrio Ostorio? —preguntó el emperador algo confundido y mirando tanto a Valerio como a Tiberio; fue este último quien contestó.

—Le conocéis, padre, es al que llaman el halcón.

—Ah, sí, sí, ya sé quién es. Excelente elección, Valerio. Hombre callado, pero muy inteligente y capaz. No tengo duda que cumplirá adecuadamente con su misión. Quiero que todos vean, tanto el Senado como el pueblo, que quienes realizan tan impíos crímenes terminan pagando. No me importa el coste ni lo que haya que hacer, ni los esfuerzos a realizar ni el tiempo que pase, Valerio, pero quiero que se resuelva.

—Sí, mi señor.

              Augusto estaba molesto, y de nuevo volvió a sentir dolores en la espalda. Miró la silla y se dirigió a ella para sentarse. Un esclavo se acercó a él para traerle algo de beber, pero el emperador rechazó el vino con un gesto indolente de la mano. Los reunidos volvieron entonces a colocarse alrededor de la mesa con el mapa. El senador Domicio comentó en voz baja con su compañero, el senador Quinto Aquilino.

—Esperemos que el prefecto consiga encontrar a los asesinos del senador. Es un insulto a los dioses y al Senado que esto haya ocurrido. Romanos asesinando a un senador. Esto es lo que pasa cuando la plebe se echa a la calle: saqueos, incendios, asesinatos…

—Sí, confiemos que ese halcón logré encontrar a los asesinos… —murmuró el senador Quinto Aquilino.

              Aunque lo dijo con serenidad, por dentro el senador Quinto Aquilino se encontraba nervioso y asustado. Le costaba un gran esfuerzo de voluntad el no echarse a temblar. Las ganas de marcharse con rapidez y encerrarse en su villa eran enormes, pero se obligaba a mantener la apariencia de calma y escuchar atentamente lo que el emperador disponía. Cuando a sus oídos llegaron las noticias del asesinato del senador Aulo Pontio Vitulo, cabeza del gens Mamilia Pomponia, se mostró satisfecho. Era normal, los huelguistas acusaban al senador de acaparar aceite en sus propiedades del campo para especular y subir los precios y luego inundar el mercado con su propio aceite a bajo coste, además de ceder concesiones a mercaderes de otras ciudades y partes del Imperio por pingues beneficios que sólo a él repercutían, lo que era la ruina para el resto de comerciantes romanos y de la península italiana. El comercio era algo mal visto por el Senado que prohibía incluso a los senadores el practicarlo, pero en estos tiempos era una regla que muy pocos respetaban. A lo más, se limitaban a comerciar con todo tipo de productos, desde raras especias hasta los más exóticos esclavos, de forma discreta o a través de terceros. Augusto había intentado poner fin a tales prácticas entre estos senadores, pero finalmente, y teniendo asuntos más graves que atender, lo tuvo que dejar de lado.

              Por eso no fue de extrañar, como bien dijo el senador Quinto Aquilino a todo aquel que quisiera escucharle, que las embrutecidas hordas de huelguistas y malhechores se encaminaran a la domus del senador Pontio Vitulo y en un acto de cobardía criminal acabaran con su vida y saquearan la propiedad. Pero las cosas fueron incluso más allá, pues los atacantes, además de asesinar al senador, mataron a la familia de este e incluso a los sirvientes y esclavos, no perdonaron a nadie, saquearon todo y quemaron los extensos jardines. Un comportamiento tal no se daba desde los tiempos de Sila en la figura de un senador, a pesar que todavía algunos recordaban las sangrientas purgas que el mismo Augusto hiciera a su llegada al poder.

              Al enterarse de tan brutal homicidio el emperador entró en cólera terrible y ordenó desplegarse de inmediato a la Guardia Pretoriana a la villa de la víctima y detener a los culpables. El prefecto Valerio consiguió detener a unos cuantos saqueadores que todavía andaban por los alrededores, pero nada sabían del asesinato, limitándose a robar ahora que todo había pasado; fueron crucificados, pero no sirvió para satisfacer al emperador. Un senador había sido asesinado y no se podía dejar pasar tal crimen. Por si fuera poco, la plebe, siempre maliciosa, hacía circular rumores sobre lo conveniente que era para Augusto la muerte del senador Pontio Vitulo, no en vano era un senador contrario a ciertas políticas del emperador y uno de los pocos que no le adulaban. Muchos se preguntaban si en verdad fueron los saqueadores y huelguistas los responsables de dicha muerte.

              Como fuera, la cuestión era que ese tal centurión al que apodaban el halcón estaba al mando de la investigación y, por lo que decían, era un soldado terrible y tenaz que no cejaría hasta encontrar a los culpables. El senador Quinto Aquilino no conocía personalmente al centurión, pero le había visto en varias ocasiones; pequeño pero fornido, de mirada inquisitiva, de ojos negros y nariz aquilina, no era de extrañar su mote entre la soldadesca. Te miraba y parecía escudriñar en tu interior. El senador sintió un escalofrío recorrer su espalda. Si alguien podía sacar a la luz su secreto ese era el centurión pretoriano. Debía tomar medidas de inmediato. Con una tosca orden, pidió a uno de los esclavos que le trajera algo de vino. Se le había secado la garganta.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

CAPÍTULO III: SANGRE SENATORIAL

 

Colina Celio,  una de las aéreas privilegiadas de Roma, domus senatorial, por la mañana.

 

El centurión de la Guardia Pretoriana, Rufrio Ostorio, conocido entre los soldados como el halcón, miraba con intensidad la fastuosa domus del senador Aulo Pontio Vitulo y la masacre efectuada en ella. La residencia del asesinado senador se encontraba en la cúspide de la colina Celio, una de las zonas más ricas de Roma en cuanto que aquí se erigían varias domi[9] de otros senadores, ricos comerciantes e incluso algunos componentes de la familia imperial. Jardines, estatuas, fuentes que se nutrían del acueducto más cercano, estanques artificiales, bosques perfectamente integrados en el paisaje urbano, caminos de suave arena y pulidas baldosas de piedras, pequeños templos e incluso una arena de juegos gladiatorios de modesto tamaño todo para uso y disfrute de los residentes.

              Hace años toda la colina se cerró con vallas para evitar el paso de la plebe, que acudía desde los atestados y sucios barrios más pobres y vulgares para pasar el día entre los frescos bosquecillos y pasear por las amplias avenidas de la colina. Los ricos vecinos no querían ver cerca de sus residencias a los ruidosos y embrutecidos romanos menos afortunados, así que tomaron medidas para evitar el paso de la plebe. Fue finalmente Augusto quien prohibió que se cerrara la colina al paso de los ciudadanos. El pueblo de Roma tenía derecho a disfrutar de los jardines, fuentes y estatuas públicas. Los vecinos ricos y privilegiados sólo tenían permiso para cerrar sus propiedades y jardines particulares, no más. Eso sí, el emperador dispuso que a la caída de la noche se cerraran las vallas para evitar que los bosques se convirtieran en refugio de ladrones, prostitutas y magos. Una guardia privada se encargaba de vigilar y abrir y cerrar las puertas a la llegada de los residentes.

              Bueno, pensó con cierta malicia Rufrio, pues ni la valla ni los guardias privados, ni los numerosos esclavos armados impidieron la turbulenta entrada de los huelguistas y saqueadores a la domus del senador Aulo Pontio. Viendo el caos en el lugar, los cuerpos desmadejados y en algunos casos mutilados de forma espantosa, la gran cantidad de sangre que manchaba paredes, suelos, mosaicos y hasta columnas, no era de extrañar que el prefecto pretorio Publio Valerio fuera muy tajante en sus órdenes: la Guardia Pretoriana, creada para vigilar y cuidar a Augusto y su familia y como guardia de honor, también estaba para servir y proteger a los senadores e instituciones políticas de Roma. Era prioritario encontrar a los asesinos del senador Pontio Vitulo y su familia y dar justo y cruel castigo.