El emperador dejó en el aire la amenaza explicita, no hacía falta añadir más. Rufrio saludó marcialmente a Augusto y Tiberio, se dio la vuelta y salió de los jardines a paso rápido, hasta la estancia donde le esperaba pacientemente Probo. El pretoriano, al ver el rostro lívido del centurión y las gotas de sudor que perlaban su rostro, se alarmó y preguntó.

—Señor, ¿ha pasado algo? ¿El emperador se ha enojado mucho?

—Nada, Probo, no ha pasado nada —mintió Rufrio mientras cogía el casco de manos del soldado. El centurión se pasó la mano por la boca reseca. De repente tenía una sed espantosa y pensó que no sería mala idea beber un buen trago de vino. Necesitaba hacerlo, sobre todo para calmar los nervios y poner orden en su atribulada mente, porque para su desdicha ya había descubierto quien había matado al senador Aulo Pontio. El asesino no era otro que Tiberio, el hijo adoptivo del emperador.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

CAPÍTULO VI: EL ENEMIGO DE MI ENEMIGO ES MI AMIGO

 

              Limes germánico, inicio de primavera, campamento de la legión en Vetera. Por la mañana.

 

El campamento se encontraba en plenos preparativos militares. Con el inicio de la primavera todo estaba dispuesto para comenzar con la invasión a Germania. El tiempo corría en contra de los romanos, pues lo más seguro es que los bárbaros ya estuvieran preparados y marchando contra la frontera. Los informes de Rudrum y Segestes lo dejaban bien claro: los germanos habían encontrado ya a un líder fuerte de nombre Hagar, un poderoso caudillo apoyado por los círculos de druidas y gran parte del resto de jefes. Hagar había tenido que romper un par de cabezas, comprar lealtades y lanzar muchas amenazas e insultos, pero había conseguido su propósito al unificar a las tribus hostiles a Roma. Con todo, seguía siendo un liderato un tanto débil, pues existían otros jefes que no estaban de acuerdo con que Hagar fuera quien comandara los ejércitos. Era tanta la rivalidad, que varias tribus abandonaron la frágil alianza y no quisieron ir contra los romanos. Esas rivalidades eran algo a tener en cuenta a explotar por Roma, pensó Marcelo.

              El legado se encontraba en su tienda, con Sexto y Germánico, ojeando mapas, los informes de otros campamentos y fuertes y las noticias que cada poco iban trayendo los exploradores. En el campamento se encontraban las legiones V Alaudae y la XIV Gemina. En un campamento auxiliar cercano esperaban quince mil auxiliares y diez mil germanos aliados. También muy cerca se levantaban los campamentos de las legiones I Fantasma y II Atrox. Todas las tropas estaban dispuestas para invadir Germania y cumplir el plan diseñado conjuntamente por Marcelo y Germánico, pero existían varios problemas, siendo el más preocupante la escasez de soldados. Si se deseaba atacar y golpear duramente a los germanos además de defender el limes, y entablar batalla campal para desbaratar completamente al enemigo, se necesitarían desesperadamente más tropas. ¿Pero, de dónde obtenerlas? Parte de los quince mil auxiliares y diez mil aliados debían ser desviados a otros campamentos como apoyo para guarniciones y legiones, y las cuatro legiones, dos al mando de Germánico y dos al mando de Marcelo, no serían suficientes para enfrentarse a los germanos que acudían en número de cientos de miles; al menos no de momento.

—¡Por los dioses! —exclamó Marcelo desesperado al ojear un informe de un campamento romano ubicado en Ubii donde se pedían más refuerzos. Las primeras oleadas de invasores germanos ya se hacían notar— El tiempo es nuestro enemigo. No podemos demorar más el ataque. Los bárbaros ya comienzan a hostigar la frontera.

—Marchemos entonces contra el enemigo —declaró con gesto solemne Germánico.

—Es un riesgo muy grande —dijo Sexto—. Seguimos sin saber exactamente a cuantos germanos podemos encontrarnos enfrente. Hay que conseguir más refuerzos al precio que sea. Si Roma no puede desviar más legiones a esta parte del Imperio, entonces consigamos tropas de otros sitios.

—No tenemos más tropas auxiliares, las levas han sido intensas, pero no han dado más de sí. Y crear nuevas legiones va a ser tarea de gigantes, aparte que se tarda mucho tiempo en tener listos y entrenados a los nuevos legionarios. Para cuando quisiéramos tener nuevas legiones la campaña habría terminado —explicó Germánico.

—Cierto —afirmó con la cabeza lentamente el centurión—, pero si no podemos tener legionarios ni auxiliares, entonces podemos intentar reclutar aliados entre las tropas germanas contrarias a la alianza de Hagar y los druidas.

—Pero esas tribus siguen siendo enemigas de Roma —añadió Germánico pasándose la mano de forma pensativa por la frente—. ¿Por qué se iban a unir a nosotros?

—Vamos, general, todos sabemos que estos bárbaros se odian más entre ellos que lo que puedan llegar a odiar a Roma. Seguro que esos caciques que se han negado a unirse a Hagar están deseando desbaratar la gran coalición germana. Para ellos sería la oportunidad perfecta de obtener más poder y prestigio. Y si para eso tienen que aliarse con nosotros, lo harán. No serían unos aliados de confianza, dados a la traición, pero ese sería nuestro problema.

              Marcelo y Germánico sopesaron las palabras del centurión. Se miraron entre ellos y una sonrisa apareció en sus rostros. No era tan mala idea, sería muy difícil poder obtener dichas alianzas, pero al menos era una posibilidad con cierta garantía de éxito. Quizás lo más difícil sería poder entrevistarse con esos jefes contrarios a Hagar y los druidas, pero se podría intentar. Antes que nadie de los presentes en la sala dijera algo, un soldado entró portando un mensaje para el legado. Marcelo tomó la misiva, rompió el sello imperial y leyó rápidamente. Era una carta de Augusto. Por orden del emperador, se enviaban numerosos informes a Roma para tenerle al tanto de cuanto ocurría, y el emperador a su vez escribía para dar consejos, nuevos informes u órdenes, aunque daba mucha iniciativa y margen de libertad a sus generales, esto último gracias a la insistencia de Tiberio. El antiguo general, ahora sucesor de Augusto, suspiraba de pesar por no poder participar en la campaña, sus deberes le retenían en Roma, pero era de la opinión que como mejor se combatía contra los enemigos era con generales capaces y responsables, que pudieran actuar con rapidez y libertad de movimientos al no ser restringidos por constantes retrasos producidos por órdenes imperiales. A Augusto mucho le costó comprender esto, pues todavía seguía teniendo muy presente la nefasta actuación de Varo, pero era indudable que ni Marcelo ni Germánico eran como dicho general.

              Marcelo leyó en voz alta la carta, donde Augusto daba el visto bueno a la invasión de Germania aunque con muchos recelos y exigía precaución y evitar que el limes se viera desbordado por los bárbaros. Era prioritario proteger al precio que fuera la provincia romana. La mala noticia era que no se podían enviar más legiones. Era inevitable, pues cada provincia debía contar con al menos una legión para su protección, pero es que además en la frontera oriental persas y otras naciones estaban comenzando a movilizarse y causar problemas. Pudiera no ser nada más que una amenaza o un alarde de poder por parte de algún reyezuelo que quisiera crecer ante los ojos de sus súbditos haciendo como que retaba a la poderosa Roma, pero no se podían correr riesgos y dejar desguarnecidas las fronteras. A cambio, Augusto enviaba dos cohortes de Guardia Pretoriana y otras 10.000 tropas auxiliares reclutadas a toda prisa en otras provincias; no era mucho, pero intentaría enviar más refuerzos.

              Los tres hombres pusieron cara de disgusto. Las noticias no eran buenas, era evidente que esperaban que Augusto pudiera enviar más soldados al limes germánico, pero la situación era precaria en las provincias orientales. Persia y sus reinos vasallos o aliados eran una amenaza perpetua, como los bárbaros, por eso también Julio Cesar quiso encargarse de ellos después de terminar con Germania. Sexto indicó, muy irónicamente, que era bastante casual que en el momento que se deseaba invadir Germania los partos se pusieran belicosos. Marcelo pensó que quizás no era tan casual y que todo podía obedecer a algo que de momento no podía intuir. Fue un pensamiento vago, que se dejó de lado porque al final de la misiva venía un mensaje privado para el legado. Marcelo leyó en silencio la carta que le escribía el senador Domicio Albino, su suegro.

—¡Por Júpiter! —exclamó el legado sin poder evitar la sorpresa.

—¿Ocurre algo, señor? —quiso saber Sexto al ver el gesto del oficial.

—Voy a ser padre… —explicó Marcelo alzando la vista del pergamino y con rostro incrédulo.

—Felicidades, no hay nada tan satisfactorio como crear una familia —dijo Germánico tomando una copa de vino de la mesa y saludando a la manera de un brindis.

—Sí, pero no me esperaba que fuera tan rápido. Al poco de casarme tuve que movilizarme…

—Eso es porque no has perdido el tiempo, jo, jo, jo… —se rió alegre Sexto acercándose a Marcelo y dándole una palmada en la espalda—. Que truhán, y parecía tan serio…

              Los tres hombres rieron y lanzaron vítores a los dioses y a Marcelo. Germánico propuso beber en honor del futuro niño, pero en ese momento hizo aparición otro soldado anunciando la llegada de Segestes con importantes noticias. Marcelo indicó que el explorador diera cuentas de las nuevas al instante. El colosal explorador germano entró en la estancia trayendo consigo el olor a pino y frescor de la mañana. Su rostro de piedra se encontraba ceñudo y en sus acerados ojos brillaba cierta excitación, quizás producto de las noticias que portaba. Segestes se quedó quieto al observar a los tres romanos que reían y se pasaban copas de vino y no supo que decir. Sexto, por detrás de Marcelo, le hizo señas con la mano al bárbaro, dando a entender que la mujer del legado se había quedado preñada. Segestes esbozó una pequeña sonrisa y murmuró algo en su lengua natal. Se acercó a Marcelo y le felicitó por la buena nueva dándole un tremendo golpe con su mano en el hombro, haciendo temblar la copa del oficial y derramando algo de líquido. Sexto pasó otra copa al germano y brindaron todos juntos por el hijo de Marcelo, pidiendo a su vez favores a los dioses para el futuro niño. Pasado el momento, Marcelo pidió a Segestes que le informara.

              El bárbaro se irguió hinchando el pecho y respirando fuertemente. Como le habían ordenado, se había dedicado a espiar los movimientos del enemigo. De momento la frontera seguía tranquila, pero los pueblos cercanos al limes, por la parte libre del poder de Roma, se encontraban desiertos y por todo el bosque se notaba la tensión previa a la llegada de miles de guerreros. Todavía no habían contactado con exploradores enemigos o con las fuerzas de vanguardia, pero sí tuvo un encuentro interesante con un grupo de druidas.

—¿Druidas? —preguntó extrañado Marcelo.

—Sí, legado —confirmó Segestes con naturalidad mientras tomaba un trozo de carne fría de la noche anterior y se la comía con grandes mordiscos—, aunque debo reconocer que me sorprendieron. Aparecieron de la nada y me hablaron. Sabían quién era yo y que te sirvo.

—No me gusta eso —murmuró por lo bajo Sexto.

—Ni a mí, por eso estuve a punto de partirles la cabeza, pero me hablaron y dijeron venir en paz. Desean hablar contigo, legado.

—¿Conmigo? ¿Y qué es lo que quieren?

—¿Y qué sé yo? Esos druidas son un misterio. Pero fueron claros al respecto. Traen un mensaje importante. Uno de ellos, el que parece el líder, se llama Radulf, y asegura que sólo puede hablar contigo y con nadie más.

              Marcelo se pasó la mano por el mentón y comenzó a pensar en las palabras de Segestes mientras daba cortos paseos por la estancia. Miró a Germánico, pero el general se encogió de hombros. Luego hizo lo mismo con Sexto y el centurión fue claro al respecto: matarlos o tomarlos presos. Finalmente, preguntó al explorador.

—¿Conoces a ese Radulf?

—No, ni a ninguno de los que van con él.

—Está bien, hablaré con ellos. Veremos que tienen que decir y por su bien espero que sea importante.

              Segestes saludó y salió de la sala con paso rápido y llevándose el trozo de carne. Sexto refunfuñó por lo bajo, pues no estaba de acuerdo ya que para él todos los druidas eran adoradores de demonios que debían ser aniquilados, pero el legado ya había tomado su decisión. Los tres hombres salieron al exterior del principia donde ya un grupo de druidas, rodeados por varios legionarios y exploradores, se encontraban esperando. A los druidas les acompañaban cinco guerreros, quizás como escolta, pero fueron desarmados por los romanos. Los druidas eran seis, todos de avanzada edad, aunque altos y delgados, con largas melenas y barbas, algunas blancas o grises, otras marrones. Todos tenían tatuajes intrincados en los brazos y manos, con líneas de color azul oscuro o negro, y vestían ropas de piel de venado junto con túnicas de colores verdes o pardos apagados. Marcelo pensó que los druidas parecían todos iguales a simple vista, aunque tal vez fuera porque pertenecían a una misma orden religiosa. La mañana era luminosa, sin nubes en el cielo, aunque la temperatura era un poco baja.

              Un druida se adelantó un par de pasos. Era Radulf, y era el más alto de todos. Su pelo y barba eran negros, surcados por numerosas hebras de plata. Portaba un cayado de madera oscura y suave al tacto, con su parte superior doblada hacia un lado como si fuera una espiral. Numerosos huesecillos colgaban del cayado junto con amuletos y runas. Radulf presentaba un aspecto digno, de porte noble, sus ojos eran oscuros y brillaban con inteligencia y decisión. Su nariz era grande, sobresaliendo de la poblada barba. De su cinto pendían saquillos, hierbas y la vaina vacía de una espada en poder de un legionario que la custodiaba hasta que los germanos abandonaran el fuerte. Los druidas, incluidos los guerreros, saludaron solemnemente a Marcelo. El legado respondió al gesto con un breve movimiento de la cabeza y dijo.

—Mi explorador ha dicho que queréis hablar conmigo. ¿Habláis mi idioma?

—Sí, romano —respondió con voz rasposa Radulf, con un fuerte latín cargado de brutales acentos—, aunque me temo que no mucho, pido disculpas por ello.

—Bien, suficiente. ¿Qué queréis? Segestes me dice que tenéis un mensaje para mí.

—Así es. Iré directo a la cuestión, pues lo contrario sería perder el tiempo. Ambos sabemos que un gran ejército compuesto por muchas tribus, al mando del poderoso Hagar, se encamina a las posiciones romanas a las que van a arrasar.

—Pueden que se encaminen hacia aquí, pero eso de que vayan a arrasar… —añadió Sexto con malhumor. Radulf miró al centurión por un instante y luego continuó hablando con Marcelo.

—Las tribus se han unido gracias al Círculo de Druidas, que han intercedido por dicha alianza. Los druidas, a su vez, son guiados por Américo, que es quien ostenta ahora mismo la mayor autoridad entre los nuestros.

—No me estas contando nada que ya no sepa, druida, y no poseo mucha paciencia.

—Debes tenerla, romano, pues te traigo más noticias que te pueden ayudar. Américo y el Círculo de Druidas han tomado el poder, engañando a mis hermanos para ir a una guerra contra Roma no por botín, tierras o mujeres, sino para obtener poder y llevar adelante sus planes malévolos. Américo y sus druidas sirven a unos dioses terribles y sanguinarios, esos que conoces como los Oscuros.

              A la mención del nombre de los seres de pesadilla, Segestes, Sexto y Marcelo se miraron entre sí. A sus mentes acudieron los días y noches de pesadillas sufridos años atrás cuando se enfrentaron a esos entes aberrantes. Marcelo sintió un escalofrió recorrer su espalda, y no de frío precisamente. Con un gesto de la mano, ordenó al druida que siguiera hablando. Radulf esbozó una ligera sonrisa en sus labios finos y prietos.

—Romano, has de saber que no todos los druidas estamos conformes con servir a unos dioses que son la perdición de la Humanidad. Aunque la idea de aliarnos con Roma nos hace hervir la sangre de furia, consideramos que no hacerlo sería llevar la ruina y la destrucción a nuestro pueblo, igual que al vuestro. Los Oscuros son enemigos de todo lo que vive y muere bajo el Sol, enemigos de nuestros venerables y ancestrales dioses que se encuentran en guerra contra ellos. Es nuestro deber detener los planes de Américo y los Oscuros. Por eso ofrecemos nuestra ayuda…

—¿Sí? ¿Qué ayuda? —volvió a intervenir con burla Sexto— ¿La de unos cuantos druidas y un puñado de guerreros? ¿Cómo nos vas a ayudar a detener a los Oscuros y a cientos de miles de bárbaros sedientos de sangre?

—¿Es qué entre los romanos un perro tiene el derecho de interrumpir a sus amos? —exclamó con rabia Radulf cayendo en la trampa del centurión.

—Vigila tu lengua, druida —le reprendió Marcelo, quien ya había pactado momentos antes con Sexto para que intentara hacer perder el control a los druidas. Deseaba saber si los germanos eran sinceros en sus intenciones o una astuta trampa elaborada para engañarlos. Con los germanos uno nunca sabía, para los romanos todos eran ladrones y mentirosos, aunque realmente no fuera cierto. Marcelo continuó hablando—. La opinión de mi centurión es mucho más valiosa que la de todos tus druidas juntos. Ha expresado unas preguntas aceptables que debes contestar si quieres que te tenga en consideración.

              Radulf miró al legado y por unos momentos sintió ganas de replicar y marcharse dando por terminada la entrevista, pero pudo más su deber que su orgullo herido, aunque para el druida era humillante tener que rebajarse así. Si no fuera porque temía a Américo y a esos dioses a los que adoraba, jamás habría puesto un pie en un fuerte romano. Inspiró aire con fuerza y siguió hablando.

—La ayuda que ofrecemos no deberías desperdiciarla, romano. Somos muchos los druidas que no queremos servir a Américo, y aunque algunos no se aliarán con Roma, lo cierto es seguimos siendo muchos lo que nos podemos poner a tus órdenes. En cuanto a los guerreros, tenemos miles de ellos esperando en los bosques. Pero lo más importante es la información que te podemos dar sobre los planes de Américo. Conocemos a los dioses Oscuros y que rituales necesita Américo para obtener el favor de esos dioses. Para empezar, los druidas renegados, pues eso es lo que son, ya han conseguido levantar un ejército compuesto por sirvientes bestiales, seres de pesadilla que llevan la muerte a los poblados que no se alían con los druidas. Pero esto no es lo más terrible… —Radulf calló por un momento mientras meditaba en lo que decir, o tan sólo deseaba crear mayor expectación entre los romanos, quienes, a su pesar, prestaban mucha atención a las palabras del druida—. Américo pretende abrir un portal para que uno de los Oscuros pueda entrar a nuestro mundo.

—¡Por los dioses! —exclamó Germánico abriendo los ojos con cierta incredulidad— ¿Eso qué significa?

—Significa el fin del mundo tal y como lo conocemos —respondió con gesto sombrío y tensas palabras Marcelo. El legado se puso las manos a la espalda y se acercó varios pasos a Radulf, hasta quedar a su lado. Le miró intensamente a los ojos, con firmeza, hasta que el druida parpadeó brevemente sorprendido antes la férrea fuerza de voluntad del romano. Luego, Marcelo se dio la vuelta y habló a Germánico, pero también al resto de soldados y druidas—. Yo también he estudiado a los Oscuros. En Alejandría hay mucha información sobre ellos, si se sabe buscar. Estas entidades buscan nuestra perdición, y si lo que dice este druida es cierto, la Humanidad se encamina a un atroz destino. Debemos detener a Américo y a ese Círculo de Druidas como sea.

—Entonces…

—Entonces de momento no haré que os cuelguen —cortó con brusquedad Marcelo a Radulf—. No te confundas, druida, no me fío de los de tu clase. Puede que no adores a los Oscuros, pero sí lo haces a otros dioses sangrientos y viles. Os conozco, seguro que has sacrificado a prisioneros romanos en esos altares de muerte. Si por mí fuera, te clavaba una espada en la barriga y te dejaba morir, pero tienes razón, nos necesitamos mutuamente para detener a Américo. ¡Sexto!

—¡Señor!

—Lleva a estos germanos a un lugar seguro del campamento. Que les den bien de comer y beber, pero mantenlos vigilados. De momento son nuestros invitados, ya veremos si aliados o no.

              Sexto señaló con su palo de vid a unos legionarios y estos se llevaron a los druidas y a los guerreros a otra parte del fuerte. Germánico y Segestes se acercaron a Marcelo que se encontraba meditando en todo lo hablado.

—¿Crees en lo que han dicho? —preguntó en voz baja Germánico mirando como los legionarios se llevaban a los druidas. Radulf no parecía muy contento con la situación.

—Por la memoria de mi padre, sí les creo —respondió el legado pasándose la mano por el pelo blanco—. Segestes, ¿qué piensas?

              El bárbaro alzó la cabeza con orgullo por el hecho de que el legado se interesara por su opinión. Su respuesta fue tan rápida como contundente.

—El enemigo de mi enemigo es mi amigo.

—¡Ja! —rió Marcelo golpeando amistosamente con su puño en el recio brazo del explorador— Directo a la cuestión, como debe ser. Bueno, pensaré en el ofrecimiento de esos druidas, aunque no tenemos muchas opciones.

              Marcelo y Germánico volvieron a entrar en el principia para discutir sobre el nuevo rumbo de los acontecimientos, mientras Segestes bebió un largo trago de una bota de vino y marchó a continuación con sus exploradores a los bosques para seguir con su misión de hostigar al enemigo y obtener información sobre sus posiciones.

Radulf y los druidas fueron llevados a un lateral del fuerte, a una tienda provisional donde se les indicó que podían descansar, pero no salir fuera. Radulf no dudaba ni por un momento que el romano de pelo blanco, a quien conocía por su historia y que entre los germanos era conocido con el nombre de mata-dioses, entraría en razón y se uniría a él y sus druidas. Américo y los Oscuros eran una amenaza inmediata y espantosa. Aunque en realidad, a Radulf le importaba bien poco el destino de Roma y del mundo ya puestos. A él lo que le interesaba era el poder, ser el nuevo líder del Círculo de Druidas, pero no era tan necio, como Américo, de convertirse en esclavo de los Oscuros. Utilizaría a los romanos para terminar con Américo, los druidas renegados y expulsar a los Oscuros para siempre. Luego, una vez que se hiciera con el poder, uniría a todas las tribus germanas y las lanzaría contra el limes para que arrasaran todo cuanto encontraran. Cuando todo terminara, el legado se encontraría atado en una piedra de sacrificio con su corazón arrancado por su propia mano y su muerte consagrada a los verdaderos dioses. El druida sonrió de manera siniestra.

              Marcelo y Germánico discutieron mucho sobre la propuesta del druida, hasta que Germánico tuvo que marchar para atender otras obligaciones. La información y los guerreros que aportaba Radulf eran una buena ayuda, pero el legado no terminaba de fiarse de los germanos. En su mente se encontraban grabados a fuego los recuerdos de los sangrientos sacrificios humanos efectuados por los druidas, de las atrocidades que los germanos realizaban en nombre de sus aberrantes dioses, ya fueran Oscuros o no, y no deseaba unirse a aquellos que odiaba con todas sus fuerzas. Se encontraba confuso, así que tomó una copa de vino sin aguar y se tumbó un rato para descansar y despejar la atribulada cabeza. Antes de que se pudiera dar cuenta se quedó dormido.

              Marcelo soñó.

 

* * *

 

              El olor a salchichas fritas con miel impregnaba el lugar, junto con otros aromas como el sudor de miles y miles de personas reunidas en un mismo sitio y el hedor acre que subía de la pista de arena. Todavía era pronto, pero ya mucha gente atestaba el hipódromo oval de Roma, el fabuloso Circo Máximo, siendo las gradas una explosión de colores y movimientos. Era el día perfecto, ni mucho calor ni frío, aunque ya algunos toldos habían sido desplegados para que la sombra cayera sobre los espectadores, no sobre la arena donde se iban a efectuar las carreras de caballos. Pero todavía faltaba mucho para la principal atracción del día. La jornada festiva se inauguró con un desfile por las calles de la ciudad hasta el Circo, situado entre el monte Palatino y el Aventino, encabezado por el magistrado que ofrecía los juegos, quien, al llegar al Circo, declaraba inaugurados los juegos en honor de los dioses y para demostrar el poder de Roma. En estos momentos en la pista se estaban celebrando las exhibiciones ecuestres, acrobacias a caballo realizadas por jinetes expertos. Luego irían las carreras pedestres y por fin las de carros, donde la multitud rugía enloquecida siguiendo las evoluciones de los aurigas, auténticos héroes para los romanos.

              Marcelo miraba entusiasmado a todas partes, a la arena, a los jinetes que caracoleaban con los caballos creando complejas y hermosas actuaciones, a la inmensa cantidad de gente que bien de pie o sentada seguían el espectáculo, hablaban o se dedicaban a comer. Era un público vasto, ruidoso y brutal en ocasiones, pero no se podía esperar otra cosa de la plebe de Roma. Afortunadamente para el joven Marcelo, él y su padre se encontraban en la zona asignada a los ricos y poderosos, asientos de pago con todo lujo de atenciones y detalles. El resto de las gradas eran gratis y la chusma solía pasar todo el día en el mismo sitio, sólo abandonándolo para ir a realizar sus necesidades en los baños públicos de los que disponía el Circo. También, si se deseaba, se podía ir a comprar en las numerosas tiendas de las plantas superiores, a las que se accedía mediante escaleras o ascensores accionados por ruedas dentadas y engranajes que desde el subsuelo empujaban bueyes o esclavos. El Circo disponía de todas las comodidades posibles: posadas, comedores, burdeles, oficinas de apuestas, incluso pequeños templos para depositar ofrendas a los dioses correspondientes para buscar la suerte a la hora de apostar.

              Según le explicara su padre, que ahora se encontraba hablando amigablemente con un senador amigo, existían muchos romanos que se ganaban la vida exclusivamente a base de apostar en las carreras. Se podía obtener mucho dinero si se acertaba con el ganador, aunque lo más normal era perder debido a la peligrosidad de la carrera, que era corriente que terminara con caballos y aurigas muertos. Se solían correr con tiros de cuatro caballos, pero en ocasiones para introducir una novedad o aumentar los riesgos los tiros pasaban de cuatro a seis e incluso doce caballos. También se aumentaban el número de participantes y cuantos más carros había en la pista mayores eran las posibilidades de sufrir accidentes en cadena sobre todo en las pronunciadas curvas de la spina, el muro central que dividía la arena y que los carros debían rodear en su carrera. La spina del Circo Máximo estaba decorada con colosales estatuas de dioses romanos, obeliscos y otras estatuas, así como el fruto de algunos botines de Oriente, todo un espectáculo de grandiosidad y poder romano. Marcelo estaba contento. El día había comenzado bien y prometía terminar mejor. De la parte de la grada del populacho le llegaban los gritos de los vendedores de almohadones y comida, así como las carcajadas o los soeces comentarios dados a voz en grito por parte del público.

              A resguardo del Sol, la parte donde se encontraba Marcelo era una de las que poseía mejor vista de la arena, muy cerca del lugar reservado para el emperador y su familia, aunque hoy nadie de la familia imperial acudiría a los juegos. No importaba, para Marcelo lo mejor era estar junto a su padre, el general Tulio Marcelo Lucio el Viejo, hombre de poder, honor y admirado tanto por la plebe como por el Senado, romano fiel al emperador y a Roma, vencedor en decenas de batallas y honrado por sus soldados, héroe del muchacho. A sus doce años Marcelo ya tenía muy claro que era lo que deseaba ser cuando llegara a la edad viril: quería ser como su padre, un general respetado y admirado. No podía ser de otra manera, dado el orgullo que sentía hacia la figura paterna. Como si el general se hubiera dado cuenta que su hijo le miraba, dejó de hablar con el senador y saludó a su primogénito con una cálida sonrisa. El chico hinchó el pecho y se levantó del asiento. El general se excusó ante el senador y se acercó al muchacho, tocándole la cabeza con una mano cuando estuvo a su lado.

—¿Te aburres?

—Un poco, padre, estoy deseando que lleguen las carreras.

—Paciencia, hijo, hay que tener paciencia. Todo tiene su momento y así después saborearás más las carreras. ¿Has comido?

—Algo, pero tampoco tengo mucha hambre.

—Con las emociones seguro que te entrará hambre —afirmó su padre con una carcajada.

              Marcelo asintió con una amplia sonrisa. A su nariz ya le llegaban los aromas de los platos que atareados esclavos pasaban entre los romanos para que tomaran de lo que quisieran. La plebe se traía la comida de casa, la compraba o, cosa muy común, se la entregaban a la entrada del Circo de parte o bien de Augusto, o bien del magistrado o senador de turno que patrocinara los juegos y quisiera ganarse el favor del populacho. Marcelo se acercó al borde de la parte de la grada donde se encontraba, un murete que separaba esa zona de otras y desde la que poder observar por encima, pero perfectamente, la pista. Miró a la lejanía, las altas insulae destacaban por encima de templos y otras construcciones, incluso por encima del Circo Máximo, recortando los rayos de Sol y creando espectaculares efectos de sombras y luces mientras bandadas de pájaros revoloteaban por las alturas. El rugir de la muchedumbre aumentaba a medida que más y más personas accedían al recinto por las entradas perfectamente diseñadas para tal fin. La fuerza que emanaba de decenas de miles de personas se podía sentir sin problemas, y la intensidad del murmullo de miles de gargantas era similar al furioso océano en plena tormenta. Prácticamente no había nubes en el cielo, pero a pesar de eso no hacía mucho calor. El muchacho se dio la vuelta y buscó de nuevo con la mirada a su padre. No estaba muy lejos, a cuatro pasos, dos gradas por encima, vestido con una toga increíblemente blanca que relucía ante la luminosidad del día. El bronceado rostro de su padre, por culpa de las largas jornadas al sol durante las campañas militares, destacaba por su honestidad y carácter, claramente romano. Sus ojos… sus ojos… Marcelo se dio cuenta en ese momento de lo que ocurría. Con un suspiro de pesar, subió las dos gradas y dijo.

—Padre, ya sé que pasa.

—¿Sí? ¿Qué ocurre?

—Es un sueño, ¿verdad? Estoy soñando. En realidad esto es un recuerdo de cuando estuvimos hace años en las carreras —afirmó Marcelo señalando con el brazo los graderíos atestados de personas y la pista de arena. Descubrió que ya no poseía el cuerpo de un niño de doce años, sino que volvía a tener su cuerpo y edad correspondiente, la misma de antes de dormirse en el fuerte romano. Un sentimiento de intensa melancolía y tristeza pasó por su rostro. Marcelo el Viejo se dio cuenta de ello y puso su mano en el hombro de su hijo.

—¿Qué te ocurre, hijo mío? ¿No te gusta el sueño?

—No… sí, padre, pero…

—Deseabas que fuera realidad. Lo entiendo, es normal, pero no pasa nada. Ya que ambos sabemos que es un sueño, charlemos —el general condujo a Marcelo ante un esclavo con una bandeja con copas de vino y tomó dos, una para él  y otra para su hijo.

—Padre, yo…

—Escúchame atentamente —cortó su padre con un gesto de autoridad de la mano—. No tenemos mucho tiempo y es muy importante lo que tengo que decirte. Déjame hablar y si puedo luego contestaré a tus preguntas. Estoy aquí por un motivo claro: para avisarte del peligro que supone para la Humanidad el que los dioses Oscuros obtengan poder y logren acceder a este plano de la realidad.

—Si estás muerto.

—Claro, pero piensa un poco. Para todo hay una contrapartida. Si existen dioses Oscuros con servidores…

—Entonces también existen dioses de la Luz con sus propios servidores —añadió Marcelo con una sonrisa de complicidad—. Júpiter, por los dioses…

—Llámalos como quieras, pero lo cierto es que existen y hay una guerra entre unos y otros. Una guerra por el control de esta realidad.

—No entiendo lo que me dices, padre. ¿A qué te refieres con esta realidad?

—Eso es lo de menos —contestó Marcelo el Viejo mientras bebía un poco de vino—. La cuestión es que si los Oscuros vencen entonces el mundo tal y como lo conoces llega a su fin, ya lo sabes. Te has enfrentado al terror de estos entes y a sus seguidores y has salido triunfante, aunque por poco y a un precio terrible. El fin de los Oscuros es arrasar el Universo y la Vida en su totalidad, en especial causar la ruina a los hombres, pues estos son la mayor creación de los dioses benevolentes.

—¿Por qué quieren destruirnos? —preguntó Marcelo y bebió un poco de vino, descubriendo, para su sorpresa, que estaba fresco, aromatizado y era de excelente calidad. Si era un sueño, realmente era uno extraordinariamente vívido.

—Por envidia, por maldad, porque serán más poderosos, porque desean ser los únicos dioses, por motivos inescrutables. Por todo esto y otras cosas más desean destruir la Creación. Los Oscuros son increíblemente viejos, hijo, mucho más de lo que tu mente puede asimilar. Habitan en frías e inaccesibles realidades, tan lejanas que nunca han conocido el brillo de la estrella más remota. Son inteligencias despiadadas, calculadoras y crueles, cósmicas en su perversidad. El más ligero toque a su mente provocaría la locura en la mente más lúcida. Hay que detenerles al precio que sea.

—Padre, eso lo puedo entender, pero me temo que los Oscuros nos llevan ventaja. Son increíblemente poderosos. No sé si Roma podrá detenerlos.

—Puede y lo hará —Marcelo el Viejo dejó la copa en la bandeja de un esclavo que pasaba por allí y puso sus manos en los hombros de su hijo—. No es una tarea fácil, pero hay que hacerlo. Roma es la única que tiene poder para detener a los Oscuros. Sé que estos horrores primigenios son terriblemente fuertes, pero también tienen puntos débiles, uno de ellos es el tiempo. Se les acaba, hijo mío…

—¿A qué te refieres?

—No me interrumpas, mi estancia aquí llega a su fin. Se acerca la Redención. El Padre de Todo va a enviar a Su emisario en breve y puede que con Su llegada se cierren todas las puertas de manera definitiva para los Oscuros. Ellos y sus seguidores lo saben, por eso están tan desesperados y lo juegan todo a una fuerte apuesta. Detén sus planes más inmediatos, alíate con otros druidas, con los bárbaros, con quien sea, pero detén los planes del Círculo de Druidas y habrás logrado una importante victoria.

—¿Detendré a los Oscuros?

—No —el general se separó de su hijo un par de pasos y miró al cielo intensamente. Luego continuó hablando—. Esta es una guerra larga, donde se perderán batallas, pero Roma debe prevalecer. Una vez que hayas conseguido desbaratar los planes de los druidas debes asegurarte de seguir manteniendo la iniciativa. Los Oscuros obtienen poder mediante ritos y sacrificios humanos. Crees que has conocido el terror en Germania, pero no es así, existen unas tierras que nunca has escuchado mencionar, más allá del mundo conocido, atravesando el Okeanós, aunque por un momento casi das con su existencia cuando estudiabas en Alejandría. En esas civilizaciones se efectúan innumerables sacrificios humanos que nutren de un poder inconmensurable a los Oscuros. Roma tiene que cortar ese lazo de poder y conquistar o destruir esas ignoradas tierras si quiere a su vez destruir a los Oscuros.

—¿Dónde se encuentran esas tierras, padre? Dímelo, e iré allá atravesando todos los infiernos que me salgan al paso.

—No esperaba menos de ti —dijo el general con orgullo—. Sea, te daré en el momento adecuado la información, pero tiene un precio, lo siento mucho, hijo mío, pero no puedo hacer otra cosa.

—¿Qué precio es ese?

—No verás más Roma.

              Marcelo se sobresaltó al escuchar aquello. No ver más Roma. ¿Qué podía significar? ¿Qué marcharía de guerra en guerra y ya nunca podría volver a Roma? ¿O que iba a morir en combate? De repente a su mente le vino la imagen de su mujer embarazada. Quizás no viera nacer a su hijo…

—¿Por qué tengo que pagar tal precio?

—No lo sé —el general fue sincero en su respuesta y por sus ojos castaños pasó una sombra de pesar—. Que puedo saber yo de los designios de los dioses aún siendo ahora su mensajero. Lo siento, es el precio que deberás pagar y aceptar. Creo que se trata de equilibrar fuerzas, una balanza cósmica… He de irme ya.

              Marcelo miró al cielo igual que su padre. El rugido de la multitud calló de repente y todos quedaron quietos, como congelados, hasta los caballos se pararon en mitad de sus acrobacias mientras un increíble silencio se adueñó del Circo. El general alzó la cabeza con una sonrisa y miró a su hijo.

—Adiós, posiblemente sea esta nuestra definitiva despedida.

—¡Espera, padre! —suplicó Marcelo extendiendo los brazos hacia el general. Una luz intensa, hermosa, que no dañaba los ojos, comenzó a surgir por detrás de la figura de Marcelo el Viejo, oscureciendo los rasgos del noble romano— Aún debo hacerte muchas preguntas, tienes que darme consejos, no sé cómo actuar. Esto me supera.

—No puedo, créeme, hijo, ya hemos violado algunas leyes con mi presencia en tu sueño. He de irme…

              El general se dio la vuelta para internarse en la luz de color blanco. Marcelo intentó avanzar hacia su padre, pero se dio cuenta para su desesperación que no podía moverse. Extendió los brazos mientras volvía a exclamar.

—¡No! ¡Espera! ¡Antes debo pedirte perdón! Perdóname, padre, pues siempre he pensado que te ofendido y disgustado con mi forma de ser desde que volviera de Germania…

              El general se detuvo y giró la cabeza para mirar a su hijo. Su rostro estaba oscuro debido al efecto de las sombras y luces, pero aún así Marcelo creyó descubrir una amplia sonrisa en su padre, que habló suavemente.

—¿Perdonarte? Nunca me has ofendido. Has sido el mejor hijo que un padre romano pueda pedir. Que no estuviéramos de acuerdo en ciertas cosas no significa que me hubieras ofendido. Estoy orgulloso de ti, como lo está Roma, no lo olvides —el general se internó en la fantástica luz desapareciendo en ella.

—¡Padre!

 

* * *

 

              Abrió los ojos y casi de inmediato se incorporó del lecho donde se había quedado dormido. Durante unos latidos de corazón Marcelo no supo donde estaba, hasta que por fin su mente asimiló que se encontraba en el fuerte romano. Fue un sueño, había soñado con su padre y hablado con él acerca de los Oscuros. Estaba sudando, pero extrañamente sentía un poco de frío por el cuerpo. Se pasó una mano por la frente y por los cabellos blancos. Se levantó e intentó entrar en calor moviéndose de un lado a otro de la estancia.

              Sí, había sido un sueño, pero tenía claro que su padre le había transmitido un mensaje muy importante, no cabía duda. El problema era que, como solía ocurrir con los sueños y pesadillas, los recuerdos ya comenzaban a disolverse. Por un eterno y breve instante Marcelo supo con toda claridad que fue lo que su padre le quiso decir, pero al siguiente momento ya lo había olvidado todo excepto la sensación de que había sido testigo de algo trascendental y que debía tomar una decisión sobre el asunto de los druidas. Sintió sed y se acercó a una mesa con una jarra de agua y varias copas. Bebió un largo trago y luego, sintiéndose mejor, salió al exterior del principia. Sexto se encontraba en la puerta departiendo con unos soldados. Marcelo le ordenó que trajera de inmediato a su presencia a Radulf y de paso también avisara a Germánico.

              El legado volvió a entrar al interior del cuartel general del fuerte a esperar, pero no tuvo que hacerlo por mucho tiempo. El primero en acudir fue Germánico, vestido con una simple túnica militar, y después lo hicieron Sexto y Radulf que venía con la mirada orgullosa y desafiante. Marcelo no quiso perder el tiempo y habló con voz autoritaria.

—Druida, he pensado en todo lo que me has dicho y he llegado a la conclusión de que tienes razón. Debemos aliarnos si queremos detener al Círculo de Druidas y a los dioses Oscuros.

—Eres sabio, romano, ya me lo habían dicho y veo que no me mintieron —añadió con una sonrisa de satisfacción Radulf. En su interior sintió gran regocijo pues sus planes personales se iban cumpliendo.

—Bien, entonces contamos con más aliados germanos y con el conocimiento que nos pueden ofrecer tus druidas —dijo Germánico mirando a Radulf. El druida asintió gravemente con la cabeza y luego respondió.

—Así es, pero todavía seguimos en desventaja. Américo y sus druidas, como ya he dicho, han unido a la mayoría de las tribus contra Roma y además han levantado un ejército de seres espantosos. Llevan mucho tiempo planeando y ejecutando rituales y se acerca el momento de la culminación de sus locos y ambiciosos planes.

—¿Qué planes son esos? —quiso saber Sexto que se encontraba a las espaldas de Radulf.

—Como ya he dicho antes, Américo pretende abrir un portal por donde uno de los Oscuros pueda acceder a nuestro mundo. Se acerca una importante conjunción astral que durará semanas —aclaró con voz tranquila Radulf—. El Círculo de Druidas lleva efectuando numerosos sacrificios humanos desde hace meses. Además, obtendrán poder mediante los combates entre romanos y germanos. Todas las muertes en esta guerra serán ofrecidas como devota ofrenda a los Oscuros.

—Si uno de los Oscuros logra entrar en nuestro mundo con él vendrán la ruina, el caos, la muerte y la destrucción —aclaró con la voz cargada de temor Marcelo—. Nuestro mundo ardería y ríos de sangre correrían furiosos. Sabía que esos druidas eran ambiciosos, pero no que estuvieran tan locos o necios de condenar de este modo a todo lo creado. Lo que me preocupa es como van a conseguir abrir ese portal…

—Entonces nos basta con no combatir… —se apresuró a añadir Sexto adelantándose un par de pasos. Marcelo negó con la cabeza y dijo.

—No. No funciona así, mi buen Sexto. De las muertes en batalla los druidas obtienen poder, pero no el suficiente, sólo es un apoyo, pero de dónde sacan el verdadero poder para satisfacer a los Oscuros es de los sacrificios humanos ofrecidos mediante el ritual adecuado y en el momento adecuado. Debemos combatir, no queda más remedio. Ahora más que nunca es imperativo ganar, pues si Roma gana haremos mucho daño a los druidas. Germánico —el general, al escuchar su nombre, se puso firme—. Toca a la llamada de las armas. Basta de perder el tiempo. Comienza la invasión de Germania.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

CAPÍTULO VII: LA ALIANZA.

 

Más allá del limes germánico, un día de marcha desde la partida del castra Vetera.

 

El ejército romano marchaba en perfecta formación, a paso rápido, pero tomando todas las medidas de seguridad y prudencia posibles. Marcelo no quería que volviera a pasar lo de Teotoburgo, así que desplegó la columna romana tal y como dictaban los reglamentos militares tan bien engrasados a lo largo de siglos de cruentas luchas y además había fortalecido los flancos y la retaguardia con tropas auxiliares y caballería ligera tanto para proteger como para explorar. Por vanguardia marchaban tropas auxiliares y exploradores muy adelantados que tanteaban el terreno, pero sobre todo intentaban toparse con el enemigo para comenzar a conocer sus movimientos y composición de fuerzas.

              A lo largo del día Marcelo había recibido numerosos informes tanto de los exploradores como de mensajeros del limes, manteniéndose en todo momento en contacto con Germánico y el resto de generales de la frontera. El legado no deseaba quedarse incomunicado, pues la información sobre el movimiento de las tropas era vital si se deseaba llevar a buen término los planes establecidos. La coordinación era crucial, por eso desde que se partiera de Vetera se había intentado preservar como fuera la comunicación entre las legiones que invadían Germania y las que permanecían en la frontera para defender la posición y aguantar el envite de los bárbaros.

              Los informes, tanto por carta como por boca de los exploradores germanos aliados de Roma, se ponían de acuerdo en lo mismo: los bárbaros liderados por el caudillo Hagar habían comenzado ya a atacar varios puntos del limes, aunque de momento eran simples escaramuzas, seguramente avanzadillas adelantadas del resto del grueso del ejército principal que tanteaban las defensas romanas y de paso devastaban las aldeas y poblados cercanos a la frontera romana. Afortunadamente, muchos de los habitantes de esas zonas ya se habían marchado días antes en cuanto los rumores de la invasión les habían llegado. Segestes, jefe de exploradores, era quien mantenía informado constantemente a Marcelo de todo lo descubierto. El bárbaro era infatigable, parecía estar en todas partes, tanto en vanguardia como en los flancos, adelantándose para perderse en los densos y sombríos bosques y más tarde aparecer para presentar sus informes. El rubio germano se encontraba alegre, pues esta era su forma de entender la vida, de saborearla en su intensidad. El contacto con la salvaje naturaleza y la posibilidad de partir cráneos enemigos era lo que satisfacía a ese hijo de la barbarie.

              La tarde ya iba muriendo, por tanto era vital encontrar un lugar idóneo para levantar el campamento de marcha. Sexto ya estaba en marcha por delante y no tardó en dar con una llanura ideal, cerca de un riachuelo. Con el groma trazó el rectángulo que delimitaría el trazado del campamento y marcó con lanzas las cuatro avenidas principales que lo cruzarían. Para cuando a Marcelo le llegó de boca de un jinete que Sexto ya había descubierto el sitio para ubicar el campamento, seguramente los legionarios encargados de los trabajos pesados ya estarían cavando el foso con forma de V que serviría como primera defensa. El ejército romano estaba compuesto por las dos legiones I Fantasma y II Atrox, la primera comandada por el general Numerio y la segunda por el general Servio. Germánico había insistido en que Marcelo contara además con la V Alaudae comandada por el general Plinio. Marcelo no quería dejar el limes sin suficientes legiones para defenderlo, pero Germánico, con toda aplastante lógica, argumentó que dos legiones no eran suficientes para invadir Germania, pero sobre todo como para que fueran consideradas una seria amenaza por el enemigo. Así, el legado no tuvo más remedio que aceptar a la V legión a sabiendas que dejaba debilitado el fuerte de Vetera, un riesgo que había que correr. Aunque para Marcelo ya se estaban corriendo demasiados riesgos para su gusto. Junto a los romanos marchaban cinco mil aliados germanos y siete mil tropas auxiliares, de las que al menos dos mil eran caballería ligera. Radulf y sus druidas también marchaban con el ejército aportando cinco mil guerreros. 

              Las legiones I y II estaban completas, no era de extrañar pues se habían formado expresamente para esta campaña y no habían entrado en combate, pero la V llevaba ya algún tiempo en el limes y sus efectivos disminuyeron con el paso del tiempo. El último conteo, justo antes de partir de Vetera, fue de cuatro mil setecientos cincuenta legionarios. Por tanto, entre las tres legiones sumaban un total de quince mil cuatrocientos diez legionarios, contando entonces el ejército, sumando aliados y auxiliares, poco más de treinta y dos mil cuatrocientos soldados. No era una mala cifra, pero los informes hablaban que Hagar disponía ya de un cuarto de millón de fornidos y aguerridos guerreros. Cada día el número de bárbaros aumentaba o disminuía, pero seguía un patrón que permitía adivinar a los estrategas romanos que Hagar contaba con demasiados guerreros. Marcelo sabía que junto a los ejércitos germanos marchaban también sus mujeres y niños, junto con numerosos esclavos, pues los bárbaros no contaban con la excelente logística romana y no eran partidarios de tener que cocinar o cuidar sus ropas, tarea servil propia de mujeres y esclavos. Por tanto, no era descabellado pensar que de esos doscientos cincuenta mil guerreros al menos cien mil fueran no combatientes. Con todo, seguían siendo muchos más que los romanos. Los últimos informes de Segestes, que comenzaba a contar con noticias cada vez más fiables, aumentaban todavía más el número de guerreros de Hagar. Los espías en aldeas y ciudades enemigas eran unánimes: prácticamente toda Germania estaba en pie de guerra y marchaba contra Roma.

              Cundía la desesperación entre los oficiales romanos, porque el número de enemigos era tan inmenso, que era como si Persia, en los días antiguos, enviara a otro Jerjes sólo que en vez de contra las ciudades estado de Grecia contra la imperial Roma. A pesar de todo, no existían dudas acerca que se debía cumplir con la obligación de detener a tan colosal ejército aunque pareciera tarea imposible.

Una vez que los campamentos, tanto para las legiones como para los aliados y auxiliares ya estuvieron levantados, las legiones entraron desfilando por la puerta decumana hasta el centro del campamento, donde dejaron las Águilas y los estandartes a salvo en su correspondiente altar siempre vigilado. Marcelo ordenó realizar un consejo de guerra en su tienda, el praetorium, a donde acudieron los generales, tribunos y los primeros centuriones, además de Segestes y varios exploradores. Caía ya la noche y se preparaban las guardias nocturnas mientras en el interior del praetorium se debatían soluciones al inmenso problema que presentaba Hagar y sus cientos de miles de germanos.

—Al menos tenemos una buena noticia —informó Marcelo nada más terminar de leer un informe que recién le trajera un mensajero—. Nuestros exploradores y el mismo Germánico nos lo confirma, Hagar ha mordido nuestro anzuelo. Ha dividido las fuerzas. Pretende asaltar el limes y a la vez enfrentarse a la amenaza que representamos.

—Seguramente Hagar se esté preguntando porque las legiones se adentran en territorio germano y a donde se dirigen —añadió el general Numerio.

—Es indudable que al seguir la misma trayectoria que el gran Druso años atrás, hemos hecho creer a los bárbaros que pretendemos invadir Germania y atacar su corazón —sentenció Marcelo ante los presentes y señalando con la mano los mapas de la mesa—. Debemos seguir así y atraer a los germanos a terreno favorable para la batalla y destrozarlos mientras detenemos al Círculo de Druidas.

—Sí, pero, ¿cuántos germanos acuden hacia nosotros? —preguntó Sexto mirando a todos los presentes.

              Marcelo se irguió y se estiró la túnica de color rojo distintiva de su rango, pero no contestó a su amigo. En vez de eso, dio permiso a Segestes para que hablara. El coloso se acercó al centro de la tienda y su presencia llenó el lugar, pero aunque su aspecto intimidaba tanto por su envergadura como por su fiereza, los oficiales eran soldados veteranos acostumbrados a combatir contra sanguinarios bárbaros, tal y como atestiguaban sus numerosas cicatrices, y se impresionaban por bien poco. Si bien no temían a Segestes, sí le respetaban como aliado y guerrero. Con su voz gutural, Segestes dijo.

—El número exacto me es imposible de decir, pero el propio Hagar lidera las fuerzas que se dirigen a nuestro encuentro. Pero son muchos, tantos como guijarros en el margen de un gran río. Al menos son cien mil guerreros.

—¡Cien mil! —exclamó el general Plinio, un veterano de pelo cano al que le faltaba la oreja derecha por culpa del tajo de una espada germana; también le faltaban dos dedos en la mano izquierda— Me meo en Hagar, ¿cómo vamos a enfrentarnos a cien mil germanos?

—¿Y cómo es que Hagar ha decidido liderar las fuerzas que nos atacan? —preguntó un tribuno de pelo rubio muy corto.

—Para Hagar es un asunto de honor impedir que los romanos ataquen los territorios de las tribus que se han aliado con él, forma parte de los pactos. No puede desatender la amenaza que representan legiones en el interior de Germania —explicó lentamente Segestes abriendo y cerrando sus manazas—. Perdería prestigio y poder entre las tribus. Además, sabe que el legado Marcelo es quien dirige la fuerza de invasión, y el legado es casi una leyenda entre los germanos. Si Hagar consiguiera derrotar, capturar o matar al legado, su poder y prestigio entre las tribus aumentaría mucho más.

—Me alegra ser una motivación para alguien —añadió Marcelo con una sonrisa. Todos rieron la broma del legado con ganas, menos Segestes, que continuó con el rostro imperturbable.

—Vale, por Júpiter —maldijo Plinio—, entonces ya nos hemos asegurado de llamar la atención de ese perro de Hagar, pero seguimos siendo pocos para enfrentarnos a cien mil guerreros. Nuestras legiones están compuestas por bravos veteranos, cada uno vale por cinco de esos cerdos malolientes, pero a pesar de todo, matar cansa y no daremos abasto matando puercos. Los auxiliares son también valientes, y lo mismo pienso de nuestros aliados, pero estoy convencido que en plena batalla, contra tan enorme hueste, no podrán aguantar ni la presión ni el pánico como lo hacen nuestros legionarios y se vendrán abajo. Necesitamos aumentar nuestros efectivos con refuerzos si queremos evitar que los aliados salgan corriendo en cuanto vean los estandartes enemigos.

              A pesar de la grosera forma de hablar de Plinio, soldado de la vieja escuela, con barro en las botas[15], tal y como lo definían los legionarios, su exposición de la situación eran tan cierta como cruda. Los romanos se quedaron pensativos intentando encontrar una solución, pero quien primero habló fue Segestes, dado que podía hacerlo pues ya formaba parte del consejo de guerra gracias a que Marcelo le había dado antes permiso.

—Podemos contar con al menos veinticinco mil guerreros aliados más.

—¿Y cómo es posible tal milagro, por Marte? —quiso saber con premura Marcelo.

—Radulf me ha contado que los jefes de las tribus que no se han aliado a Hagar lo han hecho por muchos motivos, uno de ellos el ser enemigos.

—Sí, por la Loba —exclamó Sexto acercándose a Segestes y dándole una palmada en su amplia espalda—. Es una buena idea. Legado, ya te dije días atrás que estos bárbaros cuando no están luchando contra Roma lo están haciendo contra ellos mismos. Sus disputas son enconadas y sus odios vienen de generaciones atrás. Si Hagar gana ellos pierden, pero si Roma gana ellos destruyen a Hagar y tienen la oportunidad de ser ellos quienes nos hagan entonces la guerra.

—De acuerdo, es una opción  —aceptó Marcelo con un gesto de la mano—, ¿pero donde se encuentran tantos guerreros y quiénes son sus jefes?

—Ese es el problema —respondió Segestes con voz ominosa.

—¿Por qué no me extraña? —replicó Sexto con burla. Segestes hizo caso omiso a su amigo y continuó explicando.

—Quien posee muchos guerreros, al menos veinticinco mil y de esos la mayoría bravos y veteranos guerreros, es Ragnar, cacique de gran reputación entre muchas tribus, enemigo enconado del Círculo de Druidas y de Hagar, a quien desprecia. No ha querido unirse a la coalición por el odio intenso que siente hacia Hagar debido a una disputa de sangre que ya viene de unas generaciones atrás.

—Bien, pues propongamos a ese Ragnar unirse a nosotros —dijo con firmeza Numerio.

—No es tan fácil. Ragnar odia también a Roma y sobre todo al legado.

—¿A mí? —arqueó las cejas por la sorpresa Marcelo— Por la Loba, ¿y por qué motivo en concreto me odia? No conozco para nada a ese tal Ragnar.

—Señor, mataste al padre de Ragnar. Era el hijo de Roghann.

 

* * *

              Radulf explicó a Marcelo quien era exactamente Ragnar mata osos, llamado así por su afición a cazar dichas fieras armado tan sólo con una daga, lo que probaba su extrema valentía y corpulencia. Roghann, su padre, fue un poderoso cacique que unió a varias tribus tras el desastre sufrido por Roma en Teotoburgo con la intención de asolar el limes e invadir las provincias romanas para saquear y obtener poder, prestigio y abundante botín. Para tal fin, se alió a los druidas que adoraban a los Oscuros y otros jefes y llegó incluso a tener preso a Marcelo, pero el legado consiguió escapar y desbaratar los planes tanto de los druidas como de los caciques germanos. En una colosal y tan sangrienta como decisiva batalla las fuerzas de Roghann se enfrentaron a las romanas lideradas por un enfebrecido Marcelo que protagonizó una épica carga final que desbarató a las huestes bárbaras. Roghann y Marcelo se enfrentaron en combate singular, y aunque el legado estuvo a punto de morir, quien perdió la vida fue el robusto cacique germano a manos de un providencial Segestes que apareció justo a tiempo para salvar la vida al romano. Pero a quien culpaba Ragnar de la muerte de su padre era a Marcelo. Y también a los druidas que adoraban a los aberrantes dioses Oscuros. El joven, pero poderoso cacique, estaba convencido que su padre, ciego de ambición, fue engañado y manipulado por dichos caciques y por eso encontró su aciago destino. Enemigo jurado, por tanto, de Américo y sus druidas, pero también de Roma, a la que profesaba odio feroz y además encarnado en la figura de Marcelo.

              Pero Ragnar era igual de ambicioso que su padre, y hombre de honor. Si se le lograba convencer era posible que se pusiera del lado de Roma para enfrentarse a Hagar. Después, una vez eliminada la amenaza, seguramente aprovecharía para guerrear contra la Urbe, pero ese problema sería tratado cuando llegara, no antes. Marcelo consideró entonces la posibilidad de contactar con Ragnar y envió con un mensaje a Segestes. Radulf se ofreció a ir con el explorador, pues, aseguraba, era amigo del cacique y escucharía sus palabras. La rapidez era esencial, pero por fortuna la ciudad, si se podía llamar así, donde vivía Ragnar se ubicaba a menos de un día de marcha de donde se encontraba el ejército romano. Tanto Segestes como Radulf partieron de inmediato a caballo para cumplir la misión mientras las tropas romanas seguían su camino hacia el encuentro de Hagar.

              Menos de un día después Marcelo tuvo respuesta a su mensaje. Segestes y el druida lograron retornar a salvo y portando noticias. Tal y como había prometido Radulf, Ragnar había cedido negociar con Roma una posible alianza, pero sólo si el propio Marcelo, en persona, acudía a su encuentro para hablar. Sexto y los generales se escandalizaron ante la propuesta. Que el legado acudiera para conversar con los bárbaros era un riesgo, pues seguramente le matarían o tomarían preso, sobre todo ya sabiendo del odio que profesaba Ragnar a su persona. Segestes insistió en que Ragnar había dado su palabra de que Marcelo no sufriría daño alguno y podría irse en cuanto terminaran las negociaciones, y para demostrar lo dicho, hizo entrega al explorador de su propia hacha de guerra, que nadie más podía portar. Era un símbolo de poder y autoridad, un salvoconducto entregado para que Marcelo pudiera sentirse a salvo. El germano que atentara contra la vida del legado sería quemado vivo junto a toda su familia. Radulf informó que la única manera de conseguir los guerreros de Ragnar era ateniéndose a las reglas del cacique bárbaro.

              Visto así, a Marcelo no le quedó más remedio que ir a la negociación a pesar de las protestas de Sexto. Eso sí, al menos viajaría con cierta protección. Siguiendo las instrucciones de Radulf, Marcelo sólo podía llevar unas pocas tropas: Segestes, Sexto y veinte jinetes romanos; el mismo druida les acompañaría. Antes de partir, nada más amanecer, el legado cursó instrucciones al general Plinio para que continuara con el plan establecido y quemara y arrasara aldeas y poblados enemigos para conseguir que Hagar librara combate en campo abierto. Si Ragnar traicionaba su palabra y le asesinaban, Plinio quedaba entonces al mando. Lo más importante era que Roma venciera a costa de los sacrificios que fueran.

              Los jinetes galoparon con velocidad a través de la foresta, en un día soleado típico de la primavera, con un poco más de frío de lo esperado, pero ya el verdor de las hojas de los árboles y de los arbustos, junto con el piar de los pájaros, evidenciaba que el invierno definitivamente había terminado. Los altos y gruesos robles y abedules, mezclados en ocasiones con pinos, formaban muros infranqueables donde no podían pasar los caballos, pero Segestes les guiaba a través de senderos que a simple vista no se podían apreciar y continuaron la marcha sin detenerse a descansar. Llegaron a un hermoso lago de frías y puras aguas, que bordearon hasta que de nuevo se internaron en los profundos y umbríos bosques germanos. Segestes informó a Marcelo que pronto llegarían a un gran claro donde les estaba esperando Ragnar con sus guerreros.

—¿No sería conveniente avisar de nuestra llegada? —sugirió con precaución el legado— No quisiera aparecer de improviso para que nos tomen como una amenaza.

—Legado, ya saben que acudimos —notificó el coloso germano con una irónica sonrisa mientras espoleaba al caballo para volver a vanguardia. Aún tuvo tiempo de decir—. Nos están espiando y siguiendo desde hace horas.

              Los jinetes siguieron galopando un buen trecho más, hasta prácticamente el mediodía, y por fin llegaron al lugar que Segestes había anunciado: un enorme claro donde se alzaban decenas de tiendas de piel de alce y de esas grandes bestias llamadas uros y bisontes. Allí estaban congregados al menos mil germanos, todos guerreros, altos, fuertes y con impresionantes barbas y trenzas, fuertemente armados y de rostros ceñudos y bestiales. Miraron a los recién llegados con intenso odio y gruñidos mal encarados, incluso con escupitajos al suelo y gritos que no hacían falta entender para saber que eran insultos a los antepasados de los romanos. Pero a pesar que cientos de bárbaros rodearon a los jinetes hasta hacerles detenerse, ninguno alzó un arma, les tiró cosa alguna o hizo amago de atacarles. Sexto maniobró con su caballo hasta colocarse al lado del legado, a la cabeza del grupo. Los romanos miraban ansiosos a los germanos, apretando con fuerza los pomos de las espadas largas de caballería, conteniendo a los nerviosos caballos y tragando saliva. Era el momento de saber si la palabra de un sucio germano valía para algo.

              Marcelo sabía que sí. Por sus anteriores experiencias, conocía del honor de los germanos y que una vez que empeñaban su palabra era raro que la rompieran. Pero para la mayoría de los romanos los bárbaros eran perros sin honor, traidores, ladrones y mentirosos por naturaleza. Además, la gran traición de Arminio, Segimero y otros caudillos en Teotoburgo no hacía más que afirmar esa creencia. Era tanta la indiferencia y el desprecio que sentían hacia los germanos, sobre todo a los que eran enemigos, que para un romano todos los bárbaros eran iguales. Daba igual que se dividieran en diferentes tribus con sus propios reyes o caciques (los marcomanos, hermúnduros, queruscos, longobardos…), que adoraran a diferentes dioses o que sus costumbres e idiomas fueran muy diferentes. Para los romanos todos eran sucios, piojosos y traidores bárbaros, ansiosos de sangre y destrucción. Esto era tan cierto, que muchos militares veteranos, a pesar de llevar años destinados en el limes germánico, seguían siendo incapaces de diferenciar a un germano de una tribu de otra, llegando a lo más a saber que aquel pertenecía a la tribu del jabalí, ese a la del oso y el del más allá a la del águila.

              Todas esas cuestiones ahora importaban bien poco, pues la vida de los romanos dependía del honor que creían que los bárbaros no poseían. Los germanos, altos, fuertes, de melenas greñudas y pobladas barbas se apretaron más, formando un muro alrededor de los jinetes. Radulf no dijo nada, pero miró a Marcelo. El legado asintió con la cabeza y espoleó ligeramente al caballo para situarse el primero. Sacó de la alforja el hacha de Ragnar y la alzó bien en alto, para que todos la vieran. Los germanos juraron, gritaron y movieron sus manos de forma brusca y exagerada, pero se echaron a un lado para permitir el paso. Los romanos siguieron su camino hasta que se volvieron a detener, esta vez frente a un grupo de ancianos. Marcelo sabía quienes podían ser. Dado que la vida de un bárbaro era dura y cruel, muy pocos eran los que llegaban a convertirse en viejos. Quienes lo conseguían, y encima tras una vida de batallas, eran tenidos muy en cuenta, y aunque no eran jefes y teóricamente no poseían poder, se reunían en consejos que tomaban decisiones que casi nadie osaba contradecir. Los ancianos eran los recipientes de toda una vida de experiencias, conocían muchos misterios y eran portadores de las sagas de sus antepasados que narraban en noches propicias a la luz de hogueras. Por eso su palabra era ley y era conveniente ganarse su respeto, tal y como había aprendido Marcelo en anteriores ocasiones.

              Se encontraban en el centro del campamento, en un inmenso círculo de tiendas, donde se alzaban varios monolitos de madera que representaban dioses salvajes u otras cosas fuera del entendimiento de los romanos. Los ancianos se encontraban sentados en un semicírculo en piedras, mientras que el resto de germanos, cientos, estaban de pie en silencio. Destacaba de ellos un inmenso guerrero de pelo y barba negra como el ala de un cuervo. Sus ojos marrones despedían furia y rabia, y sus brazos los tenía cruzados sobre su inmenso pecho. Era fuerte, colosal, quizás un poco más bajo que Segestes y no tan masivo de formas. Sus brazos eran más delgados, pero igualmente musculosos, y de su cuello de toro colgaban varios collares formados con garras y colmillos de osos, seguramente productos de sus cacerías. Vestía con ropas de pieles, de colores verdes y marrones, ideales para camuflarse en el entorno, y botas y chaleco de lana y eso era todo, no había nada que le diferenciara del resto de guerreros. Aunque Marcelo sabía que los jefes y caciques, cuando marchaban a la batalla, solían hacerlo a caballo y con cascos y armaduras elaboradas y de cierta calidad. De su ancho cinturón de cuero pendía una espada larga en su vaina, una pequeña hacha y una daga, y un cráneo humano; de quien pudiera haber sido, era algo que a Marcelo no le gustaría conocer. De hecho, mirando desde encima de los caballos se podía distinguir por todo el campamento largas estacas clavadas en el suelo donde se encontraban empalados cráneos despellejados o con sus melenas anudadas en la madera, en gran número, junto con otros despojos y huesos, quizás humanos o de animales.

—Legado, él es Ragnar, hijo de Roghann, caudillo de la tribu del Águila.

—Del Águila… —murmuró Marcelo mientras se apeaba del caballo. El resto de jinetes hicieron lo mismo—. Druida, serás nuestro intérprete. Di a Ragnar quien soy y…

—Hablo tu idioma, romano —interrumpió Ragnar con una carcajada y adelantándose dos pasos hasta situarse frente a frente de Marcelo. Le sacaba al oficial al menos una cabeza y media, pero Marcelo no se dejó amedrentar por la potencia física del bárbaro. Sabía que los germanos respetaban la valentía y eso era lo único que les podía garantizar salir con vida de aquel claro del bosque—. No hará falta que utilices al druida como intérprete para hablar conmigo, pero lo hará para el resto de mis guerreros, pues un cacique no oculta nada a su pueblo —el latín de Ragnar era como el del resto de germanos, tosco, gutural, pero lo hablaba a la perfección. El rostro del jefe era de facciones duras, pero no desagradables, aunque la barba negra con pequeñas trenzas de donde colgaban diminutos huesecillos le afeaba.

—Pues entonces podremos ir directamente a la cuestión y no perder el tiempo —replicó Marcelo con osadía—. Tengo una batalla que ganar y muchos germanos a los que matar.

—Debo reconocer que valor no te falta, pelo blanco —Ragnar se dio la vuelta y gritó algo en su idioma. Los germanos respondieron con más gritos y bestiales carcajadas. El cacique se volvió a encarar con Marcelo—. Me dan ganas de hundir mi hacha en tu cráneo. La muerte de mi padre clama venganza.

—Yo no maté a tu padre…

—¿Y qué más da la mano que lo matara? Tu eres quien lideraba a los romanos ese día, así pues, la responsabilidad de su muerte es tuya y de nadie más. ¡No seas tan cobarde de esquivar tu culpa!

—¡Pues no lo haré! —dijo Marcelo apretando los dientes por la cólera. Se quitó rápidamente el casco con penacho y se lo tendió a Sexto que se encontraba a su derecha. A su izquierda estaba Segestes, con el ceño fruncido, pero en actitud tranquila, al menos eso parecía— No he venido aquí ni a ser insultado ni a responder por acciones pasadas. Tu padre era un valiente, un digno jefe que se enfrentó con honor a los druidas traidores que rinden culto a los dioses Oscuros y luego fue un digno enemigo de Roma —Radulf traducía todo lo dicho por Marcelo con rapidez y voz fuerte y clara para que los presentes pudieran entender la conversación. Ante las palabras de Marcelo, los ancianos del consejo asentían satisfechos. Para un germano, las alabanzas a su poder y valentía por parte de un enemigo eran la mejor de las recompensas. El legado también sabía eso y lo aprovechaba para captar al menos el interés del consejo—. Roghann murió en batalla —Marcelo esquivó a Ragnar y habló para los germanos que miraban asombrados la audacia y valentía del romano—, mató a muchos romanos con su hacha y se enfrentó a mí en duelo personal. Fue una lucha titánica, jamás me había enfrentado a tan poderoso y noble enemigo. Y me venció, pero logré salvar la vida porque el fragor de la batalla nos separó. Luego, Roghann fue vencido por varios soldados, cayó con las armas en la mano y ensangrentadas. ¡Germanos, yo os pregunto! ¿Existe una mejor muerte para un guerrero?

              Los bárbaros jalearon las palabras del legado con fuerza, alzando espadas y hachas al cielo despejado y luminoso. Ragnar sonrió mientras miraba a sus hermanos y a los ancianos; luego dijo.

—Eres inteligente, pelo blanco. Conoces nuestras costumbres y formas de pensar; ya me lo advirtieron. No en vano tu nombre es respetado por los míos y se te conoce como el mata dioses. No obstante, una deuda de sangre es más fuerte que todo eso y si te mato aquí mismo nadie moverá un dedo para salvarte.

—Puede ser, Ragnar, pero entonces perderías una oportunidad única para vengarte de Américo, de Hagar y de todos esos que adoran a los Oscuros y te han insultado.

—¿Con una alianza? Imposible…

—No des de lado tan rápidamente lo que te ofrezco, Ragnar —interrumpió con voz potente Marcelo. Se puso las manos a la espalda y paseó tranquilamente ante la expectación de los germanos. Estuvo así un rato, mirando directamente a los ojos de sus enemigos, como si se encontrara de paseo por el Foro. Los bárbaros comenzaron a mirarse entre ellos, cuchicheando, algunos perdiendo ya la paciencia. Los ancianos miraban con ojillos curiosos al legado que parecía que estuviera pensando. Ragnar, tan atónito ante el comportamiento del romano como los demás, miró a Sexto y Segestes, luego al druida y por último a Marcelo. El cacique apretó sus enormes puños comido por la impaciencia. Satisfecho de haber captado plenamente la atención de los bárbaros, Marcelo miró a Radulf y le hizo un gesto tranquilo con la cabeza que significaba que tradujera rápidamente—. Ragnar —se dirigió al joven cacique—, un verdadero jefe no antepone sus intereses personales a los de su pueblo. Un líder de verdad lleva a su gente a la victoria, mata a sus enemigos y protege a su pueblo, y si para conseguir tales cosas debe dejar de lado sus rencillas personales lo hará sin vacilación; y si debe sacrificarse, también lo hará. Ragnar, ¿eres un digno jefe de tu pueblo, o un fanfarrón que sólo sabe satisfacer sus egoístas deseos?

—Perro romano… —masculló entre dientes Ragnar mientras ponía su mano en el pomo del hacha que le colgaba del ancho cinturón. Por un lado se maravillaba ante la elocuencia del legado, pero por otro rabiaba de odio y apenas podía controlar el ansia de destrozarle la cabeza. Parecía que la sed de sangre iba a dominar a Ragnar, pero uno de los ancianos, que tenía una inmensa cicatriz que le surcaba el rostro por el lado derecho y ese mismo ojo ciego, alzó una mano y dijo algo. Los germanos callaron de repente, ya nadie abucheaba o insultaba. Incluso Ragnar se mantuvo quieto, aunque bastante tenso.

—Legado, continua hablando, por los dioses —exclamó Radulf asombrado porque el consejo había decidido dar la palabra al romano. Marcelo se mostró satisfecho en su interior, porque sabía que lo más difícil ya se había conseguido. Levantó una mano, como era la costumbre de los oradores para atraer la atención, y volvió a hablar con más fuerza y convicción.

—Germanos, dignos ancianos del consejo, Ragnar, quien a pesar de mis palabras te respeto como un digno y fuerte enemigo, escuchad todos lo que digo. Romanos y germanos son enemigos, es cierto, pero entre nosotros existe un honesto odio, un sentimiento encontrado que nos dice que a pesar que seamos enemigos al menos somos mortales que deciden su destino entre ellos para que venza el más fuerte. La guerra, la gloria, el botín, la gloria, todo es lícito y ni tan siquiera los dioses lo desaprueban siempre y cuando nos atengamos a sus reglas. Pero los dioses Oscuros son enemigos de romanos y germanos, pues pretenden destruir el mundo entero. ¿Creéis que sólo buscan la ruina de Roma? Estáis muy equivocados, germanos —Marcelo se puso de nuevo las manos a la espalda y dio unos pocos pasos. Sexto sudaba mucho, pero al menos se alegraba de que el legado lograra hablar. A lo mejor, con un poco de suerte, lograban salir con vida de aquel claro—. Hace tiempo me enfrenté a los Oscuros —continuó hablando Marcelo— y descubrí que son dioses terribles, sangrientos y sumamente malvados. Buscan la ruina de todos los mortales, ya sean romanos o germanos. Si logran vencer, llevarán la muerte a todo lo que os rodea. Vuestros bosques serán arrasados, vuestras aldeas reducidas a cenizas, vuestras mujeres e hijos sacrificados en esos repugnantes altares. Y todo eso pasará si Roma no logra vencer a los Oscuros y a los druidas que les adoran. Hagar, si nos vence, irá a por vosotros. A por ti —Marcelo señaló con el brazo de repente a un bárbaro de las primeras filas que se sobresaltó por el repentino movimiento—. Y a por ti —señaló a otro—, y a por ti —señaló a un anciano del consejo— y también a por ti… —señaló finalmente a Ragnar— Creedme, sé de lo que hablo. Me enfrenté a esos Oscuros, aquí está la prueba —y se pasó la mano por su pelo blanco—. Logré destruir al menos a una de esas bestias y a otra la hicimos huir, son vulnerables en nuestro mundo, aunque sean extremadamente poderosos. Américo y sus druidas, Hagar y sus guerreros están locos por adorar a tales bestias primigenias. Ellos mismos se encaminan a su destrucción aunque ciegos de ambición no lo vean. Ahora, la pregunta es la siguiente: ¿sois vosotros, valientes guerreros, tan locos y ciegos como Hagar y sus guerreros, tan necios y malvados como Américo? ¿Vais a dejar que destruyan vuestros bosques, aldeas y vuestra forma de vida? Roma marcha al encuentro de esta terrible amenaza, pero no tiene porque hacerlo sola. Os ofrezco una alianza, la posibilidad real de terminar para siempre con los Oscuros y sus seguidores. La batalla será dura, cruel y sangrienta, muchos no viviremos para ver el resultado, pero la gloria y la eternidad nos esperan, los mismos dioses, romanos y germanos, lucharán a nuestro lado. Es el momento de dejar las rencillas personales, nuestros arraizados odios y juntarnos en una meta común: erradicar a los Oscuros de nuestros mundos. Ragnar, te ofrezco mi mano, destruyamos a Hagar y a Américo. Luego ya tendremos tiempo de volver a nuestros problemas y solucionarlos. ¿Qué me contestáis, germanos? —gritó Marcelo alzando los dos brazos— ¡Gloria y muerte! ¡Nuestro destino está en nuestras manos!

              Cuando Radulf, que tuvo que esmerarse para traducir con rapidez y exactitud las palabras del legado, terminó de hablar, muchos bárbaros lanzaron espontáneamente gritos de guerra y alzaron sus armas. Varios ancianos del consejo cabeceaban satisfechos con las cabezas. El mismo Ragnar, con los brazos cruzados sobre su poderoso pecho, sonría astutamente. El cacique se acercó al consejo y habló rápidamente con ellos mientras los germanos gritaban, arengaban y se mostraban cada vez más nerviosos e impacientes. Ragnar tuvo que gritar y gesticular para imponer el silencio. Cuando lo consiguió dijo.

—Pelo blanco, el consejo ha decido deliberar sobre tu propuesta. Marcha fuera del campamento y espera nuestra respuesta. Pero te advierto, yo pediré tu cabeza, me gusta ser sincero.

—Te agradezco tu sinceridad —replicó Marcelo con una mueca burlona—, no esperaba menos del hijo de Roghann. Por cierto, no me vuelvas a llamar pelo blanco.

—¡Ja! —se rió fuertemente Ragnar.

              Los romanos pudieron salir tranquilamente del claro del bosque y se mantuvieron en el lindero del mismo a la espera de noticias. Sexto, que seguía sudando y no se creía que sus cabezas no adornaran ya las cabañas de los germanos, le dijo a Marcelo.

—Por la Loba, legado, que gran labia tienes. ¿Has pensado ser senador?

—Por un momento pensaba que nos iban matar, he tenido que hacer un gran esfuerzo de voluntad para no tirar de espada —reconoció Marcelo con un suspiro, pero enseguida recobró la autoridad y dijo a Segestes— ¿Qué piensas? ¿Crees que tenemos alguna posibilidad de conseguirlo?

              El explorador alzó sus anchos hombros con expresión sombría en su rostro. Quien sabía a qué atenerse con Ragnar y sus hombres. A Marcelo lo que más le inquietaba era que Radulf se había quedado en el campamento para deliberar con el consejo y los caciques. No le gustaba ese druida, le parecía falso y que ocultaba algo, pero no se podía hacer otra cosa en ese momento. Ya que tendrían que esperar, Sexto ordenó a los soldados que hicieran una pequeña hoguera y calentaran algo de comida. Si había que luchar o encarar la muerte, mejor con el estómago lleno.

              No tuvieron que esperar mucho tiempo los romanos. Radulf acudió a buscarlos para decirles que el consejo y los jefes habían deliberado y llegado a un acuerdo. Cuando Marcelo preguntó al druida sobre qué acuerdo era ese, el alto y espigado germano miró intensamente al oficial y le respondió que no le iba a gustar, pero prefería que fuera el propio Ragnar quien se lo dijera. Marcelo sintió en su interior una gran inquietud. Llegaron de nuevo al centro del campamento, donde otra vez estaban concentrados centenares de bárbaros y el consejo. En el interior del círculo formado por los guerreros se encontraba Ragnar de pie, se le notaba satisfecho. Marcelo y los demás acudieron sin los caballos, pero al menos les dejaron portar sus armas.

—Romano —habló fuerte Ragnar—. Hemos escuchado tus palabras y pensado en ellas. Creemos que tienes razón en cuanto a Hagar, Américo y esos dioses Oscuros. Son un peligro tanto para nosotros como para vosotros. Algunas de nuestras aldeas ya han sido atacadas y arrasadas por partidas de guerra del inmenso ejército de Hagar. Por tanto, es conveniente formar una alianza temporal con Roma para aniquilar a nuestros enemigos —Marcelo suspiró de alivio en su interior, pero las siguientes palabras de Ragnar le volvieron a causar desasosiego—. Pero no te confundas, romano. Somos enemigos jurados, y aunque ahora luchemos contra un enemigo común no significa que no volvamos a combatir más adelante. Además, tengo una deuda de sangre que saldar y nadie me puede rebatir ese derecho. Nuestra alianza tiene un precio: tu vida.

—¿Pero qué dice ese bárbaro? —rugió Sexto con un amago de sacar la espada. Marcelo puso la mano rápidamente en la muñeca de su amigo y le impidió cometer una tontería. Los bárbaros rugían e insultaban y miraban con ojos desafiantes y sedientos de sangre a los romanos, que se apretaron unos con otros en un movimiento instintivo de protección. Marcelo ordenó con voz potente que se mantuviera la posición y nadie hiciera nada. Se encaró con Ragnar.

—Si el precio por la alianza y detener a los Oscuros es mi vida, sea.

—Muy noble, muy romano —lanzó una risotada Ragnar—, pero no me has entendido. No quiero tu muerte como si fueras un conejo atrapado en un lazo. Eso no satisfaría mi deuda de sangre ni a mi honor. No, romano, tendrás que vencerme en un combate singular. Si vences, mis guerreros te seguirán sin problemas. Si te mato, tendré mi deuda pagada y me uniré a tus legiones en calidad de aliado, no de siervo. Estas son mis condiciones. Hay alguna más —comentó el bárbaro con cierta acritud, con furia, pero volvió a soltar otra carcajada y dijo—, pequeños detalles…

—¿Un duelo singular? Acepto.

—¡Legado! —exclamó Sexto— No lo dirás en serio.

—Me temo que sí, amigo mío.

—Pero si te mata, ¿qué…?

—Sexto —dijo tranquilamente Marcelo mirando a los ojos del centurión—. Si muero, debéis continuar adelante sin mí. En la lucha contra los Oscuros nadie es imprescindible; sólo la victoria lo es. Además, ¿quién ha dicho que me vaya a matar?

—¡Romano! —gritó Ragnar alzando una espada— ¡Prepárate para la lucha!

—¿Ahora?

—¿Qué mejor momento? —el colosal bárbaro rió con fuerza y se paseó ante sus hombres con los brazos en alto. Los germanos gritaban y animaban a su cacique mientras insultaban a los romanos, pero nadie tiró nada o hizo intento de atacarlos. Segestes se acercó al lado de Marcelo y le dijo al oído, un poco fuerte para hacerse escuchar por encima del griterío.

—Señor, Ragnar es más fuerte que tu, pero más lento. Va a luchar con espada, mejor, porque es mucho más hábil con el hacha. Es lento de piernas, aprovéchalo.

              Marcelo asintió gravemente ante los consejos del explorador y pidió favor a los dioses y a su padre. Se lucharía con espada y escudo, a muerte y todo valía excepto huir del círculo o dejar que otro contendiente ayudara a uno de los dos luchadores; reglas simples para el más mortal de los juegos. Ragnar se armó con una letal y temible espada larga germana, más larga incluso que el brazo de un  hombre de talla media, y un escudo de madera con un jabalí pintado de rojo en él. Marcelo, por su parte, se equipó con el escudo plano y ovalado de la caballería germana y la spatha, la espada de la caballería romana más larga que un gladius. Ambos contendientes lucharían sin cascos como muestra de valor. “Valor suicida”, pensó lúgubremente Marcelo, pues no había nada como la protección de un buen casco romano. Los romanos, junto con Segestes y Sexto se echaron a un lado mientras los germanos retrocedieron un par de pasos para ampliar el círculo. Radulf, antes de retirarse, se acercó a Marcelo y dijo con nerviosismo.

—Debes ganar, legado. Ragnar puede que haya dicho la verdad, pero si os mata, le será muy difícil frenar a sus guerreros y posiblemente nos maten a todos y luego vayan sedientos de sangre contra vuestras legiones. Así son mis hermanos, valientes pero insensatos.

              Marcelo no respondió, bastante presión tenía ya como para encima ponerse a pensar en las consecuencias de su muerte ante ese bárbaro que le sacaba cabeza y media. Inspiró aire con fuerza y se dio ánimos. Se hubiera pensado que se haría una ofrenda a los dioses o una pequeña ceremonia antes del combate, pero no fue así. Uno de los ancianos del consejo se levantó con un poco de esfuerzo, dijo algo que el legado ni tan siquiera pudo oír y dio comienzo el duelo. Ragnar, animado por sus hombres, rugió como un oso y cargó directo contra Marcelo con el escudo por delante y blandiendo en alto la espada. Marcelo apenas tuvo tiempo de levantar su escudo ovalado para detener el poderoso golpe de Ragnar. El choque fue colosal. Por un instante parecía que el escudo romano se partiría en dos, pero aguantó, aunque se escucharon un par de crujidos que no auguraban nada bueno. La fuerza del espadazo fue tal que Marcelo se vio obligado a doblar las rodillas para no caer al suelo, pero sintió que los músculos se le resentían y los dientes le chocaron con fuerza; por un milagro no se partió ninguno, y si hubiera tenido la lengua fuera se la hubiera amputado él solo.             

Ragnar volvió a rugir y a levantar la espada, golpeando por dos veces más a Marcelo que se cubría como podía con el escudo que cada vez resistía menos los ataques. A la contra, la espada de Ragnar se iba mellando, pues el escudo de caballería del legado contaba con un reborde de bronce y una cazoleta metálica. En ese momento Marcelo moría de ganas por poseer el escudo rectangular de la infantería, más adecuado para el combate cuerpo a cuerpo, pero al menos el escudo ovalado de caballería era grande y le cubría bastante, aunque con cada golpe del enfurecido bárbaro se fuera resquebrajando. Tenía que empezar a contraatacar y dejar de estar a la defensiva o pronto se quedaría sin escudo frente a la espada larga del germano. Por su parte, Ragnar deseaba acabar cuanto antes. Confiaba en su fuerza bruta, que era mucha, y en su habilidad de manejar la pesada espada con una mano. El problema era que portaba el arma como si fuera un carnicero en vez de un espadachín. En un momento en que Ragnar volvió a levantar la espada para asestar otro golpe, Marcelo aprovechó para dar una estocada con la spatha. Fue un golpe torpe, pero consiguió el propósito de hacer retroceder un par de pasos a Ragnar. El legado aprovechó entonces para realizar un amago de entrar por la derecha. El bárbaro intentó bloquear el golpe con el escudo, pero Marcelo le engañó, fintó y dio un tajo a Ragnar en el brazo que sostenía la espada. La primera sangre había sido derramada. Ragnar lanzó un tremendo rugido, más de rabia y sorpresa que de dolor.

              No era gran cosa la herida, pero el tajo había sido lo suficientemente profundo para que no dejara de manar sangre. Ragnar se enfureció aún más y atacó con fuerza, lanzando golpes demoledores que Marcelo pudo esquivar con mucha dificultad o parar con el escudo, que ya se iba rajando cada vez más. Pero el romano era un espadachín consumado con muchos años de experiencia. Ragnar podía ser más fuerte, pero no tan hábil. Marcelo fue prolongando el combate mientras Ragnar atacaba una y otra vez, con tremendos golpes donde ponía toda su fuerza, agotándose en balde y mellando más y más la espada. El escudo de Marcelo ya estaba a punto de partirse en pedazos, lo que obligó a Marcelo a tener que atacar ya. Lo hizo mediante fulgurantes y veloces movimientos de su espada, que obligaron a Ragnar a retroceder y tener levantado el escudo. Entonces Marcelo se agachó ligeramente y movió el brazo armado en arco, dando un tajo en el muslo izquierdo del germano, que gruñó por el dolor. Otra herida más y más sangre cayendo al barro negro. Los guerreros, viendo aquello, gritaron enloquecidos y lanzando todo tipo de insultos, animando a su jefe para que no desfalleciera y le partiera el cráneo a ese insolente romano. Sexto, Segestes y los soldados miraban intranquilos y en silencio el combate, sudando abundantemente y lanzando miradas de reojo a la enfurecida turba de germanos.

              Ragnar gritó algo, tal vez un cantico de guerra, y se lanzó con gran velocidad contra Marcelo. Los escudos chocaron, pero fue el romano quien se llevó la peor parte. La fuerza del germano le hizo caer al suelo de espaldas. Ragnar rió con fuerza y lanzó un golpe demoledor de arriba abajo con el espadón. Marcelo sólo atinó a poner el escudo en medio, que se partió en múltiples trozos incapaz ya de aguantar tanto castigo. Ragnar atacó y el legado tuvo que rodar a un lado para esquivar el acero enemigo. Se puso rápidamente de rodillas y lanzó un tajo que encontró la pierna derecha de Ragnar. Otro pequeño tajo, pero está vez el bárbaro lo acusó más; comenzaba a agotarse y la pérdida lenta pero constante de sangre no le ayudaba mucho. Pero Marcelo estaba sin escudo y su espada y brazo eran más cortos que los del cacique. Ragnar retrocedió dolorido varios pasos y Marcelo aprovechó para ponerse en pie y acosar mediante rápidos tajos a su oponente. Se la jugó al todo por el todo, consciente de que si el germano se recuperaba posiblemente significara su muerte. Movió de lado a lado la espada, atacando por todas partes a Ragnar, hasta que encontró premio, hiriendo la mano armada del bárbaro. Ragnar, por instinto, abrió la mano herida y su pesada espada cayó al suelo.

              Ahora fue el turno de Marcelo de cargar con la espada por delante. El cacique vio venir al romano e interpuso el escudo, pero la embestida fue fuerte y los dos contendientes rodaron por los suelos. Pero el bárbaro era muy grande y pesado y le costó recuperar antes el equilibro y ponerse en pie; para cuando quiso hacerlo Marcelo ya estaba de pie y le apuntaba con la punta de la spatha en el cuello. El cacique, viendo que ya no podía hacer nada, apretó los dientes con fuerza y sus ojos ardieron con rabia y odio, pero había perdido el duelo y su vida estaba acabada. Los barbaros, atónitos ante el hecho de que su poderoso jefe hubiera sido derrotado, quedaron en tenso silencio, expectantes, conscientes de la importancia del momento. Uno de los ancianos del consejo dijo algo en voz alta. Marcelo no sentía necesidad de hablar la lengua germana para entender lo que había dicho el viejo. Ragnar cerró los ojos y deseó que su fin fuera lo menos doloroso posible.

—No —dijo Marcelo—. Tu muerte no me sirve de nada.

              Ragnar observó, incrédulo, como la mortífera punta larga de la espada romana se apartaba de su cuello. Jadeando, miró al legado, no se atrevía a hacer nada más porque no entendía que estaba pasando. Marcelo retrocedió dos pasos y volvió a hablar, haciendo una señal con la cabeza a Radulf para que tradujera sus palabras.

––Ragnar, has sido un valiente enemigo, aunque ha sido la destreza más que la fuerza lo que ha decantado el combate a mi favor. No obstante, te prefiero como aliado a mi lado que como enemigo muerto. Hagar, Américo, los Oscuros, todos ellos son nuestros enemigos comunes, y con tu ayuda me será más fácil derrotarles. Tu muerte a nadie aprovecha y en cambio nos deja sin un brazo poderoso y un liderazgo incuestionable –– Marcelo tendió la mano a Ragnar—. Yo te saludo como un igual y con respeto, Ragnar, hijo de Roghann. Te ofrezco la oportunidad de ganar la gloria y combatir a mi lado, de derrotar a tus enemigos.

              Ragnar tragó saliva con fuerza, su mente bullía con pensamientos confusos y atropellados. ¿Qué era lo que pretendía realmente el romano? Miró la mano tendida, pero no hizo movimiento alguno, excepto girar la cabeza buscando a los ancianos del consejo, pero los rostros arrugados y repletos de cicatrices de los miembros del consejo eran inescrutables. La decisión debía ser exclusivamente suya. Radulf había traducido las palabras del legado y los germanos contenían a duras penas la respiración, el silencio era increíble, se escuchaban los cantos de los lejanos pájaros. Sexto apretaba la mano con fuerza en el pomo de su espada, con los músculos tensos, dispuesto a entrar en acción si había que abrirse paso luchando. Tampoco sabía que pretendía Marcelo con su actitud, pero conocía lo suficiente a su superior para confiar ciegamente en sus decisiones. Segestes permanecía inalterable, firme, pero atento a los movimientos de los barbaros a su alrededor. Lenta, pero firme, había logrado soltar el enganche del hacha que le pendía a un costado y ya sólo quedaba coger el mango y luchar, pero de momento quedaba esperar. Ragnar entrecerró los ojos pensando con rapidez; finalmente, mirando al legado dijo.

—¿Pero, qué ocurre con mi honor?

—Tu honor está a salvo —respondió con impaciencia Marcelo, dispuesto a ensartar al cacique si demoraba más su decisión— ¿Acaso no has luchado con todas tus fuerzas por vengar la muerte de tu padre? ¿Y cuando has sido derrotado no has aceptado con valentía tu muerte? No sé cómo serán las costumbres entre tu pueblo, pero a ojos de Roma tu honor no sólo no ha sido mancillado sino que además ha sido redimido. Levanta, Ragnar, y deja de lado los viejos odios que a nada conducen. Nos espera un futuro de luchas, sangre, muerte y gloria eterna como nadie ha imaginado.

—Y también abundante botín y hermosas mujeres —exclamó Ragnar con fiera sonrisa. Marcelo rió con ganas ante la inesperada respuesta del bárbaro.

—Tendrás ambas cosas, doy mi palabra.

              Ragnar apretó con fuerza la mano de Marcelo y se impulsó para ponerse en pie, las heridas le dolían terriblemente y la pérdida de sangre hacía que la cabeza le diera vueltas, pero no iba mostrar ninguna debilidad ante sus guerreros. Los germanos aullaron con alegría y lanzaron canticos de guerra ansiosos ya por partir al combate, destrozar cráneos y violar mujeres. La sed de sangre y destrucción de los germanos se impulsó por todo el claro y en poco tiempo ya no quedaba guerrero que no estuviera preparado para luchar y morir si hiciera falta.

 

* * *

 

              Si no hubo ceremonia antes del duelo, a la finalización de este fue todo lo contrario. A Marcelo no le entusiasmaba la idea de celebrar nada, pero tanto Radulf como Segestes le indicaron que debía tener paciencia. Era una costumbre germana y no respetarla podía hacer que los nuevos aliados se ofendieron con letales consecuencias. La fuerte cerveza germana, de horrible sabor y peores efectos, pero que a los barbaros le entusiasmaba, y a Sexto también, corría por barriles. Se asaron varias piezas de caza y pronto la fiesta estuvo en su apogeo, con comida y bebida para todos en medio de obscenas canciones, exagerados relatos y escandalosas mentiras. Como si hace poco no hubieran sido enemigos jurados, los germanos y romanos bebieron juntos, con grandes risotadas y exagerados ademanes por parte de los guerreros y cierta desconfianza por los romanos, que no terminaban de sentirse a salvo en el campamento. Marcelo no paraba de protestar, pues consideraba que todo era tiempo perdido que Hagar obtenía para acercarse más a sus legiones y conseguir más poder y guerreros. Segestes volvió a insistir que se debía esperar. Aunque parecía que la alianza estaba asegurada, todavía faltaba el comunicado del consejo de ancianos y del propio Ragnar, además de ciertos ritos y ofrendas a los dioses para pedir sus bendiciones para el pacto. De todas formas, no había porque preocuparse. A la mañana siguiente los barbaros, a pesar de beber en copiosas cantidades, se pondrían en marcha sin más demoras y problemas.

—Ragnar desea ganar tiempo, debe curar las heridas y el prestigio perdido ante su pueblo —informó Segestes, que comía un trozo de jabalí asado y portaba en la otra mano una descomunal jarra de caliente hidromiel. Sexto, Marcelo y el propio explorador se encontraban sentados en piedras alrededor de una gran fogata. La noche había caído ya y la temperatura había bajado.

—La puta que les parió a todos —exclamó con acritud Sexto—. Creía que eso ya había quedado claro.

—Puede, pero no es tan sencillo. A pesar que Ragnar luchara con valentía y aceptara una honrosa alianza, la cuestión es que ante los suyos ha perdido un combate singular contra un romano nada menos, lo que quizás pueda demostrar que no posee la fuerza ni el necesario liderazgo para ser cacique. Me temo que está noche Ragnar tendrá que demostrar que sigue siendo digno de ser jefe o morir en el intento.

              Efectivamente, tal y como predijera el astuto explorador, la noche no estuvo exenta de acontecimientos, si bien los romanos no podían estar seguros de que era lo que ocurría. En un momento de la noche hubo una gran algarabía y muchos barbaros corrieron a un punto concreto del campamento, pero Marcelo ordenó que nadie se moviera para averiguar qué pasaba. Si era algo que les afectara, no tardarían en saberlo. Cerca del amanecer, Radulf, que había estado reunido con el consejo, hizo su aparición con rostro cansado pero esbozando una sonrisa de satisfacción. Sexto andaba despertando a los romanos que estaban durmiendo, pues quería que todos estuvieran dispuestos antes de que llegara el día y avisó al legado de la llegada del druida. Marcelo fue al encuentro de Radulf y le preguntó sin poder ocultar la impaciencia y el ansia por saber de noticias.

—Por los dioses, druida, ¿qué ha pasado?

—Los dioses nos favorecen. Ragnar ha sobrevivido a esta noche y la alianza se ha concretado.

—Pero si las heridas que le hice no eran tan mortales…

—Legado, Ragnar ha sufrido un atentado a su vida esta pasada noche —informó el druida con voz tranquila—. Un rival a su liderazgo, junto con un puñado de conspiradores, intentaron asesinar a Ragnar aprovechando que estaba herido y había perdido prestigio ante la tribu, pero este les estaba esperando con un puñado de guerreros fieles y les mató a todos. Ahora se encuentra realizando una purga entre los guerreros y aquellos que no le demuestren y juren absoluta lealtad.

—¡Pero no tenemos tiempo para estas cuestiones! —exclamó irritado Marcelo.

—En mi pueblo estas “cuestiones” se solucionan rápidamente —aclaró Segestes moviendo un dedo de lado a lado del cuello.

—Y esto no es todo —volvió a hablar Radulf. Su rostro delgado se tornó muy solemne—. Legado, tanto los caciques de las tribus aliadas a Ragnar como el consejo de ancianos quieren una verdadera prueba de vuestra sinceridad ante la alianza.

—¿Es que no fue suficiente prueba la estupidez del duelo? —inquirió Sexto con el rostro congestionado de la cólera. Andaba colocándose el casco con el penacho transversal y no lograba cerrar la cincha que se lo sujetaba a la barbilla del enfado que sentía. Radulf levantó solemne una mano para pedir paz y poder explicarse.

—Es necesario. A mi pueblo le gusta mucho los gestos simbólicos de fraternidad y alianza. Es necesario y pienso que es un pequeño sacrificio que el legado debe realizar.

—Bien, por mi padre, ¿y qué sacrificio es ese?

—Oh —respondió Radulf con una ligera sonrisa—, que os caséis con la hija de uno de los principales caciques.

              Marcelo se quedó lívido mientras a su lado Sexto comenzó a reír poco a poco al principio a grandes carcajadas al final

 

* * *

 

              Si Marcelo deseaba que las diferentes tribus que formaban la coalición germana liderada por Ragnar se unieran a sus legiones, debía casarse con una mujer germana, una joven de nombre Wilhelmina, hija de un importante jefe. Sería una poderosa señal de que el legado se tomaba en serio la alianza y así se crearían importantes lazos entre las dos facciones. No había otra manera, y después de una breve charla con Segestes acerca de las costumbres germanas, al legado no le quedó más remedio que aceptar. Sexto tuvo que recordar que Marcelo ya se encontraba casado y que su mujer le esperaba en Roma. ¿Cómo tomaría Augusto que su legado se casara con una bárbara por muy hija de un noble germano que fuera? Pero Marcelo se mantuvo firme en su decisión, repitiendo de nuevo que nada importaba excepto detener a Hagar y Américo. De todas formas, se casaría con la mujer, pero no sería un matrimonio valido de cara a Roma, por lo que no tendría mayor importancia y sí podría dar muchos beneficios.

              Así, Marcelo fue requerido por el consejo de ancianos y los diferentes caciques y aceptó, para él sería todo un honor, desposarse con la muchacha germana. Un germano, que vestía con pieles y poseía un abultado abdomen y abundantes canas en su poblada barba, se mostró muy satisfecho. Era el padre de la novia, y dio un pequeño discurso en su idioma y eso fue todo. Marcelo ignoraba cuales serían las costumbres entre los germanos para casarse, pero Radulf le indicó que consistían en una sencilla ceremonia al aire libre, el intercambio de unas palabras y una fiesta, con sacrificios a los dioses para pedir que vinieran cuanto antes los niños, con preferencia varones. Dado que la urgencia de la guerra era prioritaria, la ceremonia se podría resumir en la bendición del druida, que no sería otro que Radulf, y el desfloramiento de la joven a la primera oportunidad para consumar del todo el matrimonio. Marcelo suspiró de resignación. Sabía que las mujeres germanas no eran precisamente unas bellezas y encima, para combatir el frío, se untaban el pelo y la piel con grasa de animales, y el aseo no era algo a lo que prestaran ni tan siquiera una mínima atención.

—Esto sí que es un mal trago —dijo Sexto.

—Al menos el legado estará protegido —medio sonrió Segestes.

—¿A qué te refieres?

—Wilhelmina en mi idioma significa “casco” o “protección”. Protegido… ¿entiendes?

—Me meo en la Loba —murmuró Sexto poniendo los ojos en blanco—. Ahora al patán este le da por mostrar sentido del humor…

              La cuestión fue que antes de partir, Marcelo tuvo que acompañar a Radulf a otro claro no muy apartado del campamento germano. Junto a él fueron en calidad de testigos Sexto y Segestes. Por parte de los germanos, el guerrero de abultado estómago, que se había colocado un impresionante casco con un cuerno central, una pesada capa de piel de oso y plumas por la ropa, y varios germanos, incluyendo un anciano del consejo. En un hermoso claro, donde la luz del Sol se filtraba por las densas copas de los altos árboles, esperaban cinco mujeres, todas viejas pero de porte noble, y una joven muy alta, de largo pelo rubio como el trigo joven que llevaba recogido en una larguísima coleta. Vestía con ropas de piel curtida muy suave, posiblemente de ciervo, y una falda larga hasta los tobillos, además de una capa corta de algodón. En su frente se ceñía una corona de flores silvestres, además de una guirnalda de flores al cuello y otra que le rodeaba la esbelta figura. A simple vista, Marcelo pudo apreciar de la muchacha varias cosas. La primera que era muy alta, demasiado alta, más incluso que él, y eso para un hombre no era un trago fácil de digerir. Lo segundo que la joven no era fea, todo lo contrario. Poseía unos rasgos hermosos, una piel muy blanca y unos ojos increíblemente azules. Aunque su rostro era un poco anguloso y denotaba desprecio e ira. Era indudable que a ella tampoco le causaba mucha gracia tener que casarse con un romano. Por último, el cuerpo de Wilhelmina, aparte de ser alto, era agraciado, delgado pero fuerte para ser mujer. Si se debía describir a una amazona, la germana era ideal para hacerlo.

              Sin perder el tiempo, Radulf colocó enfrente de él a los dos novios, les hizo cogerse de la mano y les colocó una tira de tela simulando un nudo. La mano de Wilhelmina estaba fría, como sus ojos, que no demostraban más que odio y ni tan siquiera miraron por una vez al legado, sino que permaneció con el rostro altivo y bien en alto, mirando fijamente al druida. Cuando Radulf terminó de hablar desató el nudo y eso fue todo, estaban casados. El padre de la muchacha se acercó a Marcelo, dijo algo en su gutural idioma, soltó unas carcajadas algo groseras e hizo entrega al romano de una enjoyada daga que se notaba de manufactura romana, posiblemente botín de guerra. A cambio, Marcelo dio al bárbaro su spatha y un colgante de oro con el nombre de su familia. Wilhelmina, sin decir palabra y sin mirar a Marcelo, se marchó del claro acompañada por las mujeres. Segestes explicó que la muchacha iría a por sus cosas, algo de ropa y mantas, y marcharía con el legado hasta donde se encontraban las legiones. Marcelo fue a protestar, pero el explorador le contestó que era tradición que las mujeres germanas acompañaran a sus esposos a la guerra. Claro que ésta era una situación excepcional y se comprendía que Marcelo no quisiera que su esposa estuviera con él, pero al menos debía consumar el matrimonio. Eso era lo que se esperaba que hiciera y después Wilhelmina volvería con los suyos a la espera de volver a ser requerida.

—No conozco a vuestra nueva mujer —continuó explicando Segestes—, pero si es como el resto de mujeres germanas, que no tengo dudas de que lo es, será altiva y orgullosa. Posiblemente no quiera yacer contigo, legado, pero debes hacerlo. Si no la posees será un grave insulto para su padre y para los germanos, que no verán con muy buenos ojos que una joven y ardiente esposa no sea desvirgada; creerán que la despreciáis y eso significaría que despreciáis a todos. Si quieres que la alianza continúe adelante, deberás tomar a la mujer aunque sea a la fuerza.

              Marcelo pensaba que las cosas no podían ir a peor en ese asunto, pero se equivocaba.

 

 

* * *

 

              Ragnar estaba solo en la tienda principal del campamento. Había despedido a todos argumentando que quería descansar un rato y seguir recuperándose de las heridas. Bebía largos tragos de una enorme jarra de cerveza y estaba sentado en un tosco pero enorme trono de madera adornado con cráneos de lobos y osos y una enorme hacha que colgaba del respaldo por la parte trasera. Esa hacha había pertenecido a su padre y era casi como una reliquia. El bárbaro despedía llamas de rabia por los ojos y apretaba los dientes controlando a duras penas la inmensa cólera que le abrasaba el alma. Para él había sido un insulto ser derrotado por el romano, un hombre más pequeño y menos fuerte, pero comprendía que había sido vencido en buena lid y el oficial había demostrado manejar mucho mejor la espada. No obstante, a pesar que su honor y liderazgo seguían intactos, a sus ojos, y posiblemente a los de la tribu, estaba deshonrado. El que intentaran matarle la pasada noche era una prueba de ello. Al menos había conseguido destruir el primer intento de asesinato.

              Pero lo que más enfurecía al bárbaro era que encima había tenido que asistir a la humillación final a su persona y sin poder hacer nada, si bien esto último nadie lo sabía excepto los interesados. Cumpliendo su papel de jefe principal y atendiendo la demanda del consejo de ancianos, había dado su visto bueno a una unión matrimonial entre el romano y una muchacha hija de un cacique, sólo que la dicha joven elegida no fue otra que Wilhelmina. Ragnar tiró la copa a un lado con fuerza, jurando por sus dioses. Wilhelmina, ah, los dioses eran dados a traer la amargura a los mortales. Ragnar y Wilhelmina se habían amado en secreto, incluso habían yacido juntos, y se prometieron amor eterno. El principal problema era que Ragnar y el padre de Wilhelmina eran rivales aunque ahora fueran aliados, y el padre no consentiría que ambos jóvenes se casaran. A Ragnar eso no le preocupaba, pues tenía ambiciones y metas que cumplir, pero una vez satisfechas no dudaba que Wilhelmina sería suya.

              Pues ya nada de eso podría cumplirse. La muchacha fue entregada al romano y Ragnar no pudo hacer nada por evitarlo. Si se hubiera sabido que había mantenido relaciones sexuales con la hija de un cacique sin el consentimiento de este habría sido un delito importante que hubiera significado el destierro o la muerte para Wilhelmina y la guerra entre los clanes afectados, además de la más que probable pérdida de poder por parte de Ragnar; sus enemigos aprovecharían tal circunstancia para acabar con él. No, tuvo que tragarse la bilis ardiente que sentía y contemplar como su amor era entregado a un romano. Al sentimiento del amor perdido se le unía el del orgullo masculino herido, pues Ragnar ya había llegado a pensar que Wilhelmina le pertenecía. En cuanto a la virginidad de la mujer, era un gran problema, pues se había asegurado al romano que era intocada. ¿Cómo reaccionaría el legado cuando descubriera que no era cierto? Posiblemente ni se diera cuenta.

              El bárbaro se levantó con rapidez de la silla conteniendo a duras penas las ganas de coger el hacha y destrozar la tienda. Debía calmarse, pues era cacique y los demás no podían ver como perdía los nervios y mucho menos por una mujer. Wilhelmina ya no era cosa suya, la había perdido para siempre, pues una vez mancillada por el toque del romano ya no podría ser su mujer. Pero era una afrenta a su orgullo que se debía reparar con sangre. Por los dioses, pensaba Ragnar con furia, lucharía contra ese imbécil de Hagar y los druidas de Américo, pero una vez pasado todo, una vez que él fuera el más poderoso cacique de todas las tribus germanas, entonces, sólo entonces, partiría en dos el cráneo del romano, vengando así todas las afrentas sufridas. Ragnar esbozó una ominosa sonrisa en su duro rostro. La venganza sería suya.

 

* * *

              Al otro extremo del campamento, Radulf se reunía con varios guerreros a los que impartía instrucciones para que portaran mensajes a diferentes tribus y sobre todo a druidas aliados. En los mensajes, que eran de viva voz, se instaba a unirse a la coalición germano-romana para luchar contra Américo y los druidas que veneraban a los Oscuros. Radulf se mostraba satisfecho, pues sus planes iban saliendo a la perfección. Aunque pareciera increíble, la alianza entre las fuerzas de Ragnar y Marcelo era realidad y ahora se disponía de una fuerza capaz de enfrentarse a la amenaza de los Oscuros. Él también tenía sus propios planes. Una vez que se desterrara para siempre el peligro de los Oscuros, y destruido Américo y con él los druidas que le apoyaban, Radulf sería el druida más poderoso de todos y nadie se le podría oponer. Con una Roma debilitada por el enfrentamiento contra los Oscuros, sería cosa sencilla levantar en armas a las tribus y arrasar el limes al completo y, quien sabía, tal vez incluso la Galia entera y, porque no, atacar incluso la misma Roma. El druida se regocijó en sus alocados y despiadados planes.