Aunque también estaba otra cuestión, mucho más importante, pues lo otro al fin y al cabo era meramente asunto de mujeres, algo banal. Estaba en juego su honor y reputación. Ragnar, a pesar de ser aliados, consideraba a Marcelo su enemigo, y por eso se había unido al conspirador Radulf, pero ahora no estaba tan seguro de si había hecho bien. El legado le había salvado la vida, y demostrado ser un hombre de increíble valor, férreo liderazgo y lealtad a sus aliados y amigos digna de un héroe mitológico. ¿Y ese era al hombre al que pretendía traicionar? Radulf no se había acercado a él en las últimas semanas, pero porque el artero druida se hallaba muy ocupado estudiando esas piedras y papiros que tan importantes parecían ser. Los druidas se habían unido a otros hombres sabios que Roma había enviado y se tiraban días y días aprendiendo de la información que estaban obteniendo. Radulf seguramente estaría adquiriendo poder, pues las piedras trasmitirían palabras mágicas y hechizos que los druidas podrían utilizar en su beneficio. Ragnar tenía claro que en cuanto Radulf aprendiera de las piedras lo que buscaba y fuera más fuerte, traicionaría al legado Marcelo.
La cuestión es que haría Ragnar al respecto. Se debía a los suyos, a los germanos, pero ya los encuentros con los servidores de los Oscuros le habían demostrado claramente que tanto los germanos como los romanos poseían un enemigo común, terrible, poderoso y sumamente malévolo. Las rencillas personales que el joven bárbaro pudiera tener con Marcelo quedaban en segundo plano ante eso y ante la cuestión de que Ragnar le debía la vida al legado. ¿Alertaba a Marcelo de las dobles intenciones de Radulf? Y aunque lo hiciera, ¿creería el legado sus palabras? Al fin y al cabo no tenía pruebas contra Radulf, únicamente su palabra. Y luego Radulf podría vengarse contra él, perjudicarle en su posición de cacique. Ragnar meditaba sin atreverse a dar un paso decisivo, aunque cada vez pesaba más el avisar al legado sobre el druida.
* * *
Al día siguiente Marcelo todavía no había llegado a ninguna conclusión acerca de qué hacer con Wilhelmina. Desde luego no la iba a abandonar, ni repudiar al hijo que le diera, pero estaba claro que no la podría llevar a Roma. La muchacha tendría que ir a vivir a la casa que le comprara en la Galia y tener allí al niño. Más adelante, quizás pudiera llevar al crío a Roma y educarle allí. En fin, ahora estaba ocupado supervisando personalmente las tropas, pues dado que prácticamente todas las piedras se encontraban ya en el campamento, no hacía falta tener más legionarios de lo debido en la Galia. Su idea era enviar refuerzos a Germánico para que este los distribuyera mejor por el limes y por la zona recién conquistada Germania, a la espera de la llegada de la primavera para dar inicio a nuevas ofensivas.
El día era muy gris y amenazaba con nevar, el frío era bastante intenso y por eso los hombres vestían con pantalones largos y gruesas capas de lana o piel por encima. Marcelo se hallaba conversando con un tribuno y unos veteranos cuando Pertinax, visiblemente nervioso, se le acercó con rápidos pasos.
—¡Legado!
—¿Qué pasa, Pertinax? Cualquiera diría que has visto a una bruja germana.
—Señor, mis centinelas en los caminos me informan que vuestra mujer, la noble dama Domicia, está a menos de dos estadios del campamento.
—¿Qué? —exclamó Marcelo casi gritando de la sorpresa— ¿Qué mi esposa está en la Galia? ¡Por Júpiter! ¿Pero qué…?
—No sé nada, legado…
—Está bien, Pertinax, envía unos jinetes para que escolten a mi mujer. Espera, yo mismo iré con esos jinetes.
—Sí, señor —el fornido centurión pelirrojo se golpeó el pecho con el puño cerrado y corrió para dar las órdenes mientras un confuso Marcelo se preguntaba que ocurría para que su mujer hubiera viajado en su estado hasta la Galia.
* * *
Un esclavo avisó a las doncellas y estas tuvieron que sacar a Wilhelmina con rapidez de las estancias de Marcelo, pues la noble dama Domicia acudía de visita al campamento. En un principio la muchacha germana no entendía lo que ocurría, pero cuando supo que en realidad la estaban quitando de en medio se enfureció mucho, pero no pudo hacer nada pues prácticamente la sacaron a empujones, suaves pero firmes, y con muchos ruegos que no escondían el hecho de que no tenía opción en el asunto. Wilhelmina tuvo que resignarse a ser humillada una vez más y ya no tuvo más dudas sobre que tarde o temprano el legado la abandonaría.
Salieron del edificio y las doncellas y Wilhelmina fueron a otra parte del campamento, pero tal vez las prisas jugaran una mala pasada a las muchachas, pues toparon con el carro y la escolta de Domicia. La noble dama, que a pesar de portar una capa de hermosa piel blanca con motas negras, evidenciaba que estaba muy embarazada y que era cuestión de pocas semanas que diera a luz. Los soldados se pusieron firmes y otros se agolparon alrededor de la comitiva con curiosidad, pues deseaban contemplar de cerca a la esposa del legado. Domicia, que irradiaba simpatía y belleza, para todos tenía una sonrisa y enseguida se ganó la amistad de los rudos legionarios. Un atento Marcelo guiaba a su mujer tomándole de la mano. Wilhelmina sintió como las mejillas se le coloreaban de rojo ante la furia y el despecho apenas contenidos. Bufó como gata herida, pero las doncellas la tomaron de los brazos y la urgieron para que continuara adelante. Realmente Domicia era una verdadera dama, de piel blanca, esbelto cuello y una increíble y serena hermosura. Al lado de ella, Wilhelmina se sentía zafia y vulgar, a pesar de sus joyas y caros vestidos. ¿Cómo competir contra una mujer que podía enumerar a sus antepasados perfectamente hasta los heroicos tiempos de la Republica, con quien estaba acostumbrada a vivir en una ciudad increíble, bendecida por los dioses y criada desde pequeña en una superior civilización que había conseguido unos logros y conquistas que los germanos apenas podían intuir mucho menos comprender?
El odio de Wilhelmina hacia Domicia creció hasta adquirir proporciones colosales, pues aunque la hermosa dama romana parecía una digna mujer, noble y abierta, con su intuición femenina Wilhelmina supo que Domicia no era lo que aparentaba, sino que portaba una máscara que el resto, sobre todo los hombres, no podían ver. Era como si Domicia tuviera un corazón negro y podrido, pero sus sonrisas y exquisitos modales desviaban la atención de los demás. Los celos, algo insospechado en Wilhelmina, le hicieron sentirse más herida y furiosa. Pero no tuvo más tiempo de darle vueltas a sus pensamientos, pues finalmente las doncellas la sacaron de allí a rastras y la llevaron bien lejos.
* * *
Marcelo llenó una copa con agua y le echó un poco de vino, no mucho, pues los médicos griegos no aconsejaban las bebidas fuertes a las embarazadas, pero el vino haría entrar en calor a Domicia, que traía las manos y la cara frías. El legado apenas podía creer que su mujer estuviera allí, en un campamento de invierno de la legión. Que hubiera viajado en un carro soportando penalidades en un viaje que seguramente le hubiera sido incomodo, atravesando campos helados y pernoctando en las noches gélidas le decía mucho del carácter decidido de su esposa. Dos esclavos estaban echando más leña a la chimenea del dormitorio del legado y cuando terminaron su tarea se retiraron discretamente. Marto, el esclavo de confianza de Domicia, también se marchó fuera. La muchacha abrazó a su marido y le besó con pasión en los labios. Estuvieron un rato abrazados, sintiendo el calor corporal mutuo, hasta que con un suspiro Domicia se retiró a un lado y se quitó la capa con delicadeza. Marcelo sonrió y fue a por la copa de vino.
—Me alegra verte aquí —reconoció Marcelo dando la espalda a Domicia—, pero no deberías haber venido en tu estado.
—Quiero que mi hijo nazca junto a su padre, en un campamento militar, para que Marte le bendiga y le haga un legado tan glorioso como tú.
—Esperemos que así sea, pero lo cierto es que tu llegada me ayudará a comprender ciertas cosas —dijo Marcelo tendiendo la copa a la dama.
—¿Te refieres a la carta qué me has enviado donde me dices que no entiendes que pasa con mi padre?
—Sí. No quiero que pienses que no preocupo por ti y tu hijo, y sé que debería estar ahora alegrándome por tu visita, pero no puedo evitar pensar que algo malo sucede.
—Sí, ese es el otro motivo por el que he venido a ti, mi esposo. Una mujer se debe a su marido, incluso por encima de su familia —Domicia puso la copa en la mesa, cogió su capa de piel y se la dio a Marcelo para que la guardara.
El legado se dio la vuelta y buscó con la mirada donde poner la capa, hasta que decidió dejarla encima de la cama. A su espalda, Domicia se metió las manos en las amplias mangas de su túnica.
—Marcelo, mi querido esposo. Temo que soy portadora de malas noticias.
Al escuchar aquello Marcelo se irguió y dejó caer la capa encima de la cama.
—Tu madre —continuó hablando Domicia—, ha muerto.
—¿Mi madre? —Marcelo notó un gran dolor en su interior. No podía ser, su madre era mayor, sí, pero poseía una excelente salud. ¿Cómo había muerto? ¿Qué había pasado? Se giró con el rostro descompuesto por la mala noticia recibida, dispuesto a pedir explicaciones a Domicia, pero cuando se encaró con su esposa, esta ya se encontraba a su lado.
Con un rápido e inesperado movimiento, pillando totalmente de sorpresa a un desprevenido Marcelo, Domicia clavó su largo y delgado cuchillo en el pecho de su marido, casi hasta la mitad de la hoja. Marcelo abrió la boca para gritar, pero el dolor y la sorpresa fueron tan grandes que no pudo articular sonido alguno. Se llevó las manos al mango de la daga, en un intento de arrancarla, pero las fuerzas le fallaron y cayó al suelo de espaldas. Domicia, con rostro inexpresivo, se apartó del cuerpo esperando a que cesaran los movimientos. Cuando Marcelo estuvo quieto, se agachó y de un tirón sacó el arma. El legado aún poseía un poco de aliento vital, pero ya la muchacha sabía que su vida se contaba por meros latidos de corazón. Domicia salió fuera de la estancia. Allí le esperaba Marto. Sin necesidad de palabras, los dos se marcharon al exterior. Avisaron al esclavo personal de Marcelo que el legado iba a descansar unos momentos. Ella debía realizar unas tareas relacionadas con su embarazo y luego volvería para seguir atendiendo a su marido. El esclavo no dijo nada y se inclinó obediente, pero Pertinax se acercó a Domicia y dijo.
—Mi señora, el legado debe supervisar unas cuestiones importantes.
—Sí, me ha dicho algo al respecto, pero… —Domicia agarró delicadamente al centurión del brazo y se lo llevó aparte, hablando en voz baja—. La madre de mi esposo ha muerto. Yo misma le acabo de transmitir la mala noticia. El legado está muy afectado y no desea que sus hombres le vean así.
—¿La noble dama Lépida ha muerto? —Pertinax se lamentó sinceramente y expresó sus condolencias a Domicia— Entiendo lo que me quieres decir, mi señora. Dejemos entonces al legado con su dolor.
—Gracias a los dioses por tu sabiduría, mi estimado centurión. Ahora comprendo porque mi marido te tiene en estima. Ya te avisaré cuando mi marido se recupere. No tardará mucho, es un romano de probado carácter.
—Sí, mi señora —Pertinax saludó con la cabeza a Domicia y se alejó. La muchacha sonrió para sus adentros.
* * *
Wilhelmina parecía una fiera enjaulada, paseando por el pequeño habitáculo de un lado a otro con grandes zancadas y rostro desencajado por el odio y la furia. Mascullaba y lanzaba en su idioma graves maldiciones y soeces insultos, mientras se arrancaba las joyas y las tiraba al suelo. Las doncellas, con rostros pacientes, iban recogiendo las cosas del suelo. Al menos una clepsidra se habría dado la vuelta en el tiempo que Wilhelmina llevaba allí, escondida para que la perfumada y delicada mujer de Marcelo no la viera y sintiera vergüenza de una bárbara. Las doncellas y el esclavo que la servía como intérprete, pues ella todavía no dominaba demasiado el latín, le habían explicado que era inútil su actitud, pero la muchacha a medida que pasaba el tiempo se iba encolerizando más y no atendía a razones.
Apenas podía creerlo, pero notaba que eran los celos lo que le movían a actuar así. Wilhelmina era hija de un poderoso cacique, no podía ser tratada de tal forma. Entendía que el legado tuviera otra esposa, pero no la deberían relegar a un segundo plano. Con un gruñido, Wilhelmina salió a toda rapidez de la estancia y se encaminó a las dependencias de Marcelo. Espantados, las doncellas y el esclavo salieron tras ella.
Pero Wilhelmina no pudo entrar en la habitación de Marcelo porque su esclavo personal la detuvo. No se podía molestar al legado, eran instrucciones precisas de Domicia, su mujer. Al escuchar aquello la rabia de Wilhelmina aumentó.
—¡Déjame entrar! ¡Tengo que hablar con el legado! —se expresó en tosco latín.
—He dicho que no —replicó decidido el esclavo, un hombre mayor con barriga y numerosas canas—. La noble dama Domicia ha sido muy precisa al respecto. Tienes que marcharte, mi señora, o me veré obligado a llamar a los legionarios.
Wilhelmina hizo como que acataba lo que se decía, pero de repente echó a un lado al esclavo y abrió la puerta, entrando a la estancia antes de que la pudieran detener. Estaba dispuesta a pedir explicaciones, pero lo que vio la dejó helada como si hubiera pasado la noche desnuda en la nieve. Los esclavos gritaron y corrieron dando la alarma. Pronto, la confusión y los gritos se propagaron por todo el campamento.
—¡El legado! ¡El legado ha muerto! —gritaba el esclavo.
—¡Ha sido asesinado!
—¿Qué ocurre?
—¡Alarma! ¡Alarma!
Los gritos se sucedían mientras los oficiales corrían y los legionarios se aprestaban a cerrar las puertas del campamento y a reforzar a los centinelas. Pertinax y el general Numerio, con un médico griego, llevaron el cuerpo de Marcelo al hospital de campaña, pero ya nada pudieron hacer por su vida. Los aliados germanos comenzaron a lanzar aullidos lúgubres y guturales a medida que se iban enterando de la espantosa noticia. Ragnar y Segestes, que se encontraban juntos, escucharon de boca de un legionario que habían encontrado el cadáver del legado tirado en el suelo de su estancia; al parecer le habían apuñalado en el pecho.
—¡Un legado muerto en un campamento legionario! —clamaba enloquecido el legionario— ¡Es la vergüenza para nuestra Águila! ¡Hemos sido malditos por los dioses!
Segestes palideció y echó a correr de improvisto, seguido por Ragnar. Ambos bárbaros corrían hacia la zona de los hospitales, situados en el centro del campamento, pero Ragnar se detuvo al escuchar su nombre. Miró y descubrió a Wilhelmina que le hacía señas detrás de unos barracones. Intrigado, Ragnar miró a Segestes, pero el colosal explorador, espoleado por la urgencia, continuaba corriendo ya muy por delante. Finalmente, el joven cacique se acercó con cautela a la mujer.
— Wilhelmina —exclamó— ¿Qué haces aquí, mujer? ¿Sabes lo que ha ocurrido con el legado?
—¡Por los dioses, Ragnar, claro que lo sé! ¡Le han asesinado! Y sé quien ha sido.
—¿Quién? —gritó furioso Ragnar cogiendo de la muñeca a Wilhelmina— Dime quien ha sido para que pueda despellejarle y echar luego sus despojos a los perros.
—Ha sido la romana, la dama Domicia. Le ha matado.
—¿Qué estás diciendo? —Ragnar la soltó y retrocedió espantado ante aquello— ¿Te has vuelto loca?
—Escúchame, sé lo que digo. Esa romana es una bruja malévola que ha matado a su propio marido. Estuvo con él todo el día, nadie más entró a las dependencias del legado. ¿Quién sino ella pudo hacerlo?
—Esas son acusaciones muy graves. No puedes acusar a una noble dama romana de un crimen…
—¡Ha sido ella, Ragnar! ¡Cree en lo que digo! Siempre has tenido plena confianza en mí. Tenla ahora también. Todos mis instintos me dicen que ha sido ella.
Ragnar meditó seriamente en las palabras de Wilhelmina. ¿Pudiera tener razón? Aunque las mujeres apenas contaban nada en la jerarquía germana, todos sabían que poseían instintos y poderes extraños y misteriosos que las diferenciaban de los hombres. Incluso una vez, hace ya tanto tiempo que apenas se recordaba, las mujeres gobernaron a los hombres mediante diosas terribles y sanguinarias.
—De acuerdo —confirmó Ragnar apretando los dientes—, ¿pero, qué podemos hacer?
—Ir a por la asesina, aunque seguramente no se encuentre ya en el campamento.
—La buscaremos…
—¡No! Iré yo. Es mi venganza, puesto que aunque no quisiera al legado, era mi esposo y tengo que vengar su muerte. Dame hombres de confianza, exploradores y marcharé contra esa furcia. La encontraré aunque se esconda en las tierras más lejanas.
—Los romanos han cerrado el campamento. No te van a dejar salir, pero hablemos con Segestes, a ver si él te puede ayudar.
Tal y como dijera Ragnar, los legionarios no dejaban entrar ni salir a nadie del campamento, buscando con ahínco por todas partes al asesino o asesinos de su admirado legado. Por supuesto, no encontraron ningún culpable y los diferentes rumores circularon entre los soldados. Marcelo había sido asesinado en sus dependencias, en mitad de un fortín de la legión. Se decía que fue muerto por espectros enviados por los vengativos druidas britanos o germanos; otros decían que fue un castigo de los dioses y aquellos que algún oficial rencoroso y cobarde. Pero como fuera, lo cierto es que el legado había sido apuñalado. Ragnar y Wilhelmina buscaron a Segestes. El jefe de exploradores se encontraba sumamente abatido en el exterior del hospital de campaña, con el rostro pálido y los labios temblando de pura rabia. Abría y cerraba sus manazas con ansias homicidas, pero también por impotencia. Para Segestes había sido un golpe fuerte, pues Marcelo, aparte de ser su superior, era su amigo. Ragnar le contó lo que le dijera Wilhelmina, y al principio Segestes pareció no escuchar, pero luego alzó sus ojos grises, miró duramente a la muchacha y les dijo a los dos que le siguieran. Fueron a ver al general Numerio.
El general se encontraba hablando con los centuriones y el resto de oficiales, en sus rostros tensos se evidenciaba la situación adversa por la que estaban pasando. A la muerte del legado, un héroe de Roma, poseedor de la autoridad y virtud romana, de la Ley del Senado y nombrado personalmente por el Emperador, se sumaba que esta había transcurrido en el campamento. Toda la legión pagaría por ello, seguramente ellos serían degradados, castigados, y los legionarios condenados al peor destino militar posible, con el nombre de la legión deshonrado. Y no era para menos, pues una cosa era que el legado muriera en batalla, pero otra muy distinta asesinado en un campamento donde se suponía las medidas de seguridad eran extremas y se estaba rodeado de leales. Los oficiales discutían sobre las medidas que tomar. Quién, cómo y porque se había matado al legado eran preguntas que de momento no poseían respuesta. Pertinax sugirió azotar a legionarios, germanos, a quien fuera, con la esperanza de que el látigo soltara lenguas, pero Numerio se negó a ello. ¿Por dónde empezar a buscar al asesino? ¿Quién era sospechoso en el campamento?
—¡Digo que han sido esos germanos! ¡Son unos traidores! —gritó indignado un tribuno.
—Tal vez yo tenga la respuesta —habló Segestes entrando en la estancia del pretorio donde se celebraban los consejos de guerra. El tribuno miró al bárbaro, pero el explorador no dijo nada. Quien habló fue Numerio.
—Segestes, el legado te tenía en estima y te respetaba. ¿Qué sabes que nos pueda ayudar a encontrar al cobarde que le ha matado?
Por toda respuesta, Segestes le hizo una señal para que el general le siguiera afuera. Numerio ordenó a los oficiales que esperaran y fue tras el explorador, algo irritado por la interrupción, pero el germano contaba con su confianza. En la otra sala estaban Ragnar y Wilhelmina. Numerio los miró y luego a Segestes.
—¿Y bien? —Numerio alzó su mano engarfiada señalando a los dos bárbaros— ¿Tienen la respuesta?
—Sí, mi general, pero tal vez no te guste lo que vas a escuchar. Wilhelmina sabe quién es el asesino, pero teme que no se le vaya a creer.
Segestes contó al general lo que le dijeron a él. Numerio maldijo y gritó furioso, negándose a creer que la mujer de Marcelo fuera su propio asesino. El general incluso amenazó con prender presa a Wilhelmina si no se desdecía de sus acusaciones, pero Segestes intervino con las siguientes palabras.
—General, es muy fácil de comprobar. Requiere a la noble dama Domicia y dile que venga aquí.
—¡Eso haré! ¡Y ten por seguro que mandaré arrestar por difamación a esta germana! Quédate aquí con ellos, Segestes, me respondes con tu honor con su vigilancia.
—Sí, señor.
Numerio volvió a entrar al pretorio dando órdenes, mientras los tres bárbaros quedaron esperando, mas no pasó mucho tiempo hasta que un descompuesto general retornó a la estancia. Aunque acudía sin casco, ya se había pertrechado como para ir a la guerra.
—La noble dama Domicia no se encuentra en el campamento.
—¿Cuándo se marchó? —preguntó Ragnar.
—Según los centinelas, y constatando cierta información que el centurión Pertinax me ha trasmitido, al poco de que el legado decidiera retirarse a descansar tras recibir la noticia de que su madre había fallecido.
—Es decir, que nadie volvió a entrar en la habitación del legado hasta que Wilhelmina le descubrió tirado en el suelo —añadió Segestes con su fuerte latín y alzando un puño con rabia.
—Los siervos y esclavos de la dama Domicia tampoco están; no sé qué pensar de todo esto…
—Mi general —le apremió el gigantesco explorador—. No podemos perder tiempo. Es muy sospechosa la partida de la dama Domicia. Viene al campamento, embarazada, de improviso y se entrevista con el legado. Más tarde aparece el legado muerto, la dama Domicia se ha marchado… ¡No hace falta saber más!
—Cállate, Segestes —ordenó con voz autoritaria Numerio. El explorador calló de inmediato y retrocedió dos pasos—. No podemos acusar sin más de tal crimen a una dama romana. ¿Sabes quién es Domicia, el poder y prestigio de su familia en Roma? Su padre es un senador, hombre de confianza de Augusto. Además, ¿qué motivos tendría para matar al legador?
—Eso pretendo descubrir, general —respondió Segestes con cautela—. Cuanto más tiempo perdamos discutiendo, más lejos estará la dama.
—No puedo ordenar a mis legionarios que arresten a una mujer de distinguida familia. Es cierto que es muy sospechosa su partida, pero sin más pruebas no puedo enviar legionarios tras ella… Pero, —Numerio miró a los tres bárbaros—, si de manera “espontánea” otros retienen a la dama y la retornan de vuelta al campamento para un interrogatorio, la cosa cambiaria.
—No se puede salir del campamento —intervino Ragnar en la conversación.
—Cierto, pero la puerta principalis sinistra estará abierta por unos instantes, pues es necesario que salgan patrullas para buscar a los asesinos del legado. Te presentas voluntario, Segestes.
—Sí, señor —sonrió ferozmente el explorador.
Numerio le devolvió la mirada con resolución y un evidente mensaje: “si te equivocas eres hombre muerto”. Segestes afirmó con la cabeza y gesto grave. El general dejó a los bárbaros solos y el explorador fue a partir, pero antes dijo a Ragnar.
—Dame a veinte de tus mejores hombres, los mejores rastreadores. Yo mismo traeré a la dama Domicia de vuelta al campamento.
—Voy contigo —exclamó Ragnar, que en cierta medida se sentía tan aturdido por la muerte del legado como los demás: además, ansiaba vengarle.
—No, es mejor que te quedes aquí, harás más falta. Seguramente se te necesite para controlar a los guerreros y servirá para inspirar confianza a los romanos.
—Entonces iré yo contigo —añadió Wilhelmina con resolución.
—¡Por los putos dioses! —blasfemó espantosamente Segestes— ¡De eso nada, mujer!
—Escúchame, Segestes, porque no podemos perder tiempo en discusiones —replicó airada Wilhelmina—. El legado era mi marido y esa perra le ha matado. Mía es la venganza, o los dioses castigarán a mi linaje por siempre. Espero un hijo del legado, y si no vengo su muerte entonces tanto mi hijo como yo estamos perdidos. Iré contigo y nada me podrá detener.
Segestes se pasó la mano por la cara con desesperación. Un hijo de Marcelo. Wilhelmina estaba en todo su derecho, pero la dama Domicia debía capturarse con vida.
—Sea —dijo Segestes—, pero hay que darse prisa. Ropa ligera y armas de mano, junto con provisiones y agua para una semana. Y no pararé para esperar a nadie.
—El mismo Donar me dará fuerzas. Aunque reviente, encontraremos a la dama Domicia —sentenció Wilhelmina con los dientes prietos.
* * *
La persecución llevó diez días. Segestes tuvo bastantes dificultades en encontrar el rastro correcto y en un par de ocasiones los perseguidores tuvieron que deshacer el camino, pero finalmente tomaron la dirección adecuada. La dama Domicia, o sus guardias particulares, demostraron ser muy astutos. Cuando dejaron el campamento de la legión días atrás lo hicieron tranquilamente, enfilando el camino principal, pero cuando estuvieron lejos de todas las vistas dejaron atrás los dos carros y con los caballos se internaron por la foresta, borrando además las huellas. Incluso llegaron a tomar una dirección falsa para despistar a los posibles perseguidores. Fueron hacia la península italiana, para desviarse y volver por Narbonensis y de ahí a Tarraconensis, la Hispania Citerior, donde fueron finalmente interceptados por el tenaz Segestes.
Aunque evitaron las vías y marcharon por caminos pedregosos, bosques y sendas de animales, Segestes era un soberbio explorador al que era muy difícil evitar, y los fugitivos fueron atacados por la noche, cuando creían estar a salvo alrededor de una hoguera. A donde marchaban la dama Domicia y sus lacayos los germanos no podían saberlo, pero estaba claro que evitaban los pueblos y las ciudades, yendo siempre por terreno agreste, salvaje y deshabitado. En opinión de Segestes, era más que probable que la intención de la dama romana fuera ir a Sagunto, para embarcar en algún navío, siendo entonces que ya no la podrían detener. Mas los germanos, espoleados por la furia de Segestes y el odio de Wilhelmina, corrieron día y noche, sin detenerse apenas para comer y descansar un poco, forzando al límite sus fuerzas, arriesgando las vidas, pero logrando su objetivo.
El grupo estaba compuesto por la dama Domicia, una de sus doncellas, un médico griego, Marto y ocho esclavos grandes y de complexión fuerte, claramente matones, pero aunque hubieran sido soldados no habría habido diferencia. En mitad de la noche, cuando dormían y sólo un esclavo montaba guardia, los germanos atacaron de improviso, guiados por Segestes. Hubo una breve y feroz lucha, donde murieron dos germanos y todos los servidores de Domicia, excepto la doncella y el griego. Segestes estranguló con sus manos a Marto y tiró su cadáver a la foresta, para que fuera pasto de los animales carroñeros. Finalizada la matanza, con el improvisado campamento destrozado, la luz de la fogata iluminaba de rojos y naranjas la terrible escena. Los germanos, altos, greñudos, gruñían y se mostraban amenazadores. Domicia, la doncella y el griego temblaban ostensiblemente, pero Domicia era la que parecía mostrarse más entera.
—¿Qué significa este ultraje? —gritó Domicia fuera de sí, con las manos encima de su abultada barriga— ¡Puercos bárbaros! ¡El Emperador os va a despedazar por este crimen!
—¡Cállate, ramera! —le contestó Segestes acercándose amenazadoramente a la mujer, a la que eclipsó con su enorme tamaño— No finjas más, sabemos que eres culpable de matar al legado Marcelo, a tu propio marido.
—¿Cómo te atreves, marrano piojoso, bárbaro inmundo? Soy ciudadana romana, hija de un senador, el emperador…
—Todo eso lo podrás decir en el campamento, ante el general Numerio. Te llevaremos ante él y allí confesarás.
—No tienes ningún derecho —replicó furiosa Domicia.
En ese preciso momento hizo su aparición Wilhelmina, que había permanecido oculta durante la lucha. La germana, alta y orgullosa, vestida con ropas masculinas, portaba en la mano una daga y sus ojos los tenía medio cerrados por el odio intenso que sentía hacia la romana. Segestes interceptó a la muchacha y la recordó que el general había sido muy claro al respecto. Había que llevar a la dama Domicia con vida, sobre todo porque se debía saber el porqué del asesinato del legado y los motivos.
—Es más que posible que la dama no sea la única culpable. Debemos saber más.
Domicia, escuchando a los germanos hablar en su idioma, se sintió más intranquila. Los bárbaros no eran gente civilizada con quien poder razonar, eran meros animales con una misión a cumplir. Si la retornaban al campamento era su fin, pero aún poseía una pequeña oportunidad.
—Dimas —habló en griego Domicia al aterrorizado médico— ¿Tienes en tus saquillos los venenos?
—¿Eh? Mi señora… —respondió sollozando el obeso griego de pelo corto ensortijado y perilla recortada—. No os entiendo…
—Ni falta que hace, imbécil. ¿Tienes los venenos en los saquitos?
—Sí, sí, pero…
—Dámelos.
Segestes y Wilhelmina miraron a Domicia y al griego, sin comprender lo que pasaba, pero sumamente desconfiados. Domicia, en un intento de apaciguar la furia y suspicacia de los bárbaros, se apresuró a explicar.
—Mi embarazo está muy avanzado, puercos germanos. Los dolores me impiden moverme. Mi médico posee unos remedios que debo tomar.
Segestes afirmó con la cabeza. Domicia cogió los tres saquitos que Dimas le tendiera. Eran tres poderosos y letales venenos en polvo, que Domicia pensaba emplear en algún momento con los germanos, en cuanto tuviera oportunidad. Y si no, se los tomaría ella antes que dejarse conducir ante Roma acusada por la muerte de Marcelo. Para reforzar su plan, se reclinó en el hombro de su asustada doncella y se puso a gemir de dolor, diciendo palabras en griego para que Dimas fingiera complicaciones en el embarazo. Segestes y Wilhelmina se fueron a un lado para hablar, mientras varios guerreros, tras saquear los cadáveres, los retiraban a un lado.
—Así no podrá viajar la dama Domicia —dijo Segestes preocupado—. En cualquier momento puede dar a luz.
—Finge —replicó con seguridad Wilhelmina—. Las mujeres sabemos de esto. Aún le quedan al menos dos semanas para el parto. Esa puta te está engañando.
—Puede que sí, pero es un riesgo que no me atrevo a correr. Quiero que el niño del legado nazca sano y a salvo, Wilhelmina, pues de esta forma la herencia del legado seguirá adelante. ¿Me entiendes? Y si obligo a la dama a viajar puede que su vida y la del niño estén en peligro.
—Segestes, te está engañando, pero haz lo que creas conveniente. ¿Qué hacemos entonces?
—A un día y medio de aquí se encuentra Tarraco. Allí podría pedir ayuda a los guardias de la ciudad, un carro y comida, quizás hasta una escolta.
—Eres un germano, ¿Por qué iban a ayudarte?
—Mujer, porque poseo la ciudadanía romana —se palpó Segestes la cintura donde colgaba un pequeño zurrón donde guardaba entre pieles curtidas su tan preciado tesoro—, y porque pertenezco al ejército, por eso. Y si no me ayudan robaré yo mismo el carro con los caballos, por los dioses. Iré de inmediato, con dos de los hombres.
—Pierdes el tiempo. Déjame a esa perra y pronto la haré confesar.
—Wilhelmina, aléjate de la dama, no te lo diré más. Dame tu palabra de que no la harás daño alguno. Tu honor será vengado cuando Roma la encuentre culpable, y te aseguro que su pena será la muerte, pero hasta entonces tendrás que respetar su vida.
—Está bien, te prometo que no la haré daño. Pero sí la interrogaré, eso te lo aseguro. A ella no la tocaré, pero a los dos que la acompañan… — la muchacha dejo en el aire las palabras de forma amenazadora, mirando con sus ojos fríos y azules a los tres prisioneros, que estaban sentados en unas piedras delante del fuego. Domicia seguía reclinada sobre la doncella, con cara de dolor.
—No —Segestes la puso un dedo delante de la cara—. Deja en paz al griego, le necesitaremos para atender a la dama.
—¿Y la doncella?
—Con esa haz lo que quieras —fue la terrible respuesta.
Wilhelmina sonrió cruelmente. Segestes llamó a dos guerreros y les dijo que debían partir con él de inmediato, aunque fuera de noche, pues debían llegar a una ciudad. Al resto les impartió instrucciones para mantener vigilados a los prisioneros y evitar que nadie les viera. Domicia, por su parte, tras ver marchar al colosal explorador con un par de hombres, pensó que todavía podría escapar. Tarde o temprano los bárbaros tendrían que comer o beber, y de algún modo se las arreglaría para echar el veneno en la comida o bebida. Pero cuando vio acercarse a Wilhelmina al fuego supo que todas sus esperanzas eran vanas. Conocía a la alta germana, era la furcia con la que se vio obligado Marcelo a casarse para cimentar la alianza con las tribus germanas. Domicia no dudaba que su suerte estaba echada ahora que Segestes no se encontraba allí. Con un suspiro, echó mano de uno de los saquitos para tomar su contenido.
Wilhelmina lo vio y gritó algo. De inmediato tres germanos tomaron a Domicia de las manos y brazos y la obligaron a soltar el saquito. Dimas y la doncella gritaron y protestaron, pero fueron golpeados y echados a un lado. Los guerreros, sin miramientos, llevaron en volandas a Domicia al otro lado de la hoguera. Wilhelmina se agachó y tomó el saquito, oliendo su interior con cautela. Tiró al fuego los polvos y volvió a gritar en su idioma. Los germanos rieron bestialmente y lanzaron salvajes aullidos. Dos de ellos se liaron a dar patadas al griego, que lloraba y gemía por el dolor. Otros cuatro tomaron a la doncella, la llevaron a un lado y la arrancaron a tirones el vestido. La pobre muchacha comenzó a lanzar alaridos desgarradores, pero los bárbaros rieron más fuerte y la tiraron al suelo, donde la sujetaron fuertemente.
Los germanos se turnaron para violar salvajemente a la doncella, hasta que la reventaron literalmente, y cuando eso ocurrió, la emprendieron con el gordo griego, al que golpearon, escupieron y torturaron con los cuchillos calentados al rojo en la hoguera. Mientras ocurría esto, dos guerreros sujetaban fuertemente a Domicia. Wilhelmina se acercó a ella y en un tosco pero comprensible latín dijo.
—Has matado al legado, y lo vas a pagar.
—¡No puedes hacer esto! ¡Tienes que llevarme al campamento! ¡Soy una dama de Roma!
—No importa, no importa lo que dijera Segestes. Sólo importa la venganza y que has matado a mi marido. Soy la hija de un cacique, estos guerreros lo saben y me obedecen, puta romana.
Wilhelmina dijo algo en germano y los bárbaros tiraron al suelo a Domicia, la golpearon en la espalda e incluso en el abultado abdomen. Domicia sintió como el aire le faltaba y un intenso dolor la recorrió todo el cuerpo, paralizándola. Los bárbaros la desnudaron y procedieron a violarla, sin que su embarazo les detuviera en lo más mínimo, al contrario, parecía que les estimulaba más. Wilhelmina contempló impasible las atroces vejaciones a que fuera sometida Domicia por varios germanos embrutecidos que rieron groseramente todo el rato. Hicieron lo que quisieron, pero no debían matar a la romana. Cuando las apetencias bestiales de los brutos fueron colmadas, Wilhelmina ordenó arrancar las uñas a Domicia, y luego despellejarla lentamente. Su agonía debería ser atroz y muy larga. En su suplicio, Domicia gritó, lloró y se desmayó en ocasiones, pero aunque suplicaba la muerte esta no le llegaba. Finalmente, rota toda su voluntad, confesó sus planes, su implicación en la trama contra Augusto y su alianza con los servidores de los dioses Oscuros.
Todo aquello a Wilhelmina no le importaba, y aunque no entendió mucho de lo que gritara la torturada Domicia, retuvo en su memoria algunos nombres que dijera la mujer. El suplicio duró horas. El griego finalmente fue degollado, y la doncella ya hacía rato que murió reventada, pero Domicia seguía con vida, a pesar que su cuerpo estaba roto, ensangrentado y destrozado. Fue entonces cuando surgió lo inesperado.
Próximo el amanecer, cuando ya los germanos estaban hartos de torturar a Domicia y esta era apenas una piltrafa ensangrentada, la romana se puso a gritar y a resoplar fuertemente. Los guerreros miraban incrédulos a la desdichada, no sabiendo que ocurría, pues ahora no la estaban haciendo nada, pero Wilhelmina sabía lo que ocurría. El trauma, el increíble dolor y las aberraciones a las que fuera sometida, hicieron que el cuerpo de Domicia se rebelara y adelantara el nacimiento. La dama romana comenzaba a parir. Pero ninguno de sus captores se movió para ayudarla, en todo caso, miraron tranquilamente y entre risas el alumbramiento. Fue inusitadamente rápido y sencillo, y el bebé, rechoncho, arrugado y ensangrentado, salió al exterior cayendo al suelo, pues Domicia no tenía fuerzas ni voluntad para nada, excepto gemir y seguir resoplando. Wilhelmina dio una orden y un guerrero de pelo moreno se agachó para coger al bebe por las piernas y alzarlo mientras que con la otra mano con un cuchillo cortaba el cordón umbilical.
—¿Qué hago con el mocoso? —dijo el germano levantando en alto al niño, pues era varón, que ahora lloraba con todas las fuerzas de sus diminutos pulmones.
—Estrella su cabeza contra una piedra —contestó cruelmente Wilhelmina.
Aún al borde de la inconsciencia, y quizás por fin de la piadosa muerte, Domicia intuyó que los bárbaros asesinarían al recién nacido, y aunque en su momento maldijo su embarazo, ahora su instinto de madre se impuso y estiró desde el suelo los dos brazos suplicando que le dieran al bebé. Pero apenas pudo farfullar unas palabras mientras intensos dolores le desgarraban el cuerpo y entumecían la mente. Wilhelmina vio a la dama romana en su patético intento de salvar a su hijo y recordó que ella también estaba embarazada. Entonces sintió un leve atisbo de piedad hacia la mujer torturada salvajemente, y aunque fue muy leve, fue lo suficiente para hacerla cambiar de opinión.
—¡Espera! —dijo al germano que ya andaba hacia una gran roca dispuesto a estrellar en ella al bebé—. Lo he pensado mejor. Dame al niño, al fin y al cabo es hijo del gran legado. Yo cuidaré de él.
El bárbaro se encogió de hombros, pero hizo lo ordenado. Wilhelmina tapó con cuidado al recién nacido en una manta y luego se lo mostró a la madre, que seguía tirada en un inmenso charco de sangre y líquidos en el suelo.
—Mira, perra romana. Tu hijo es mío ahora. Le cuidaré y educaré, y haré que maldiga tu nombre.
Wilhelmina sonrió ferozmente e hizo un gesto con la cabeza a otro bárbaro. Este se acercó a la caída Domicia y con un gran cuchillo la cortó la garganta poniendo fin a sus sufrimientos. Decapitaron luego los tres cuerpos y las cabezas las ensartaron en tres largos palos en lo alto, dejando los cuerpos para que los devoraran los lobos y los cuervos.
Los germanos se pusieron en marcha de nuevo, hacia la Galia, topándose en el trayecto con Segestes y los dos guerreros que venían con un carro tirado por dos mulas. Wilhelmina contó al explorador que la dama romana se había envenenado con los polvos supuestamente medicinales, y que los guerreros, contrariados, habían asesinado a la doncella y al griego. Segestes apenas creyó la historia de la muchacha y se maldijo por ser tan necio de dejar sola a la dama con una fiera como la germana. Tentado estuvo de partir el cuello a Wilhelmina, pero se tuvo que recordar que era hija de un cacique y además estaba embarazada de Marcelo. Lo que calmó un poco la furia de Segestes fue contemplar al hijo de Domicia y el legado.
—El veneno hizo sufrir mucho a la romana, y antes de morir se puso a dar a luz. Es una señal de los dioses —explicó Wilhelmina—. Y dado que estuve allí para dar cuenta de esta señal, he adoptado al hijo como mío. Le cuidaré y haré de él un gran guerrero.
—No creo nada de lo que me dices —escupió despectivo Segestes—, pero piensa lo que quieras. Este niño es romano y no creo que la familia de la dama Domicia o del legado te deje quedártelo.
—¡Es mío ahora!
—¡Ja! Roma lo reclamará. Entonces no te servirá ser hija de un cacique.
Ahí terminó la discusión, pues Segestes tenía problemas más importantes en los que pensar. Uno de ellos era como explicar la muerte de la dama Domicia al general Numerio, pues como la historia de Wilhelmina no fuera creída, podrían acabar todos crucificados.
Días más tarde, ya en el campamento de la legión, un respetuoso Segestes narró a un expectante Numerio la siguiente historia. Tras perseguir hasta Hispania a la dama Domicia y su grupo de secuaces, esta, al verse acorralada por los guerreros y a sus guardias muertos, decidió matarse antes que dejarse capturar con vida, ingiriendo un veneno en polvo que, aunque doloroso, no era de rápido efecto. Antes de morir, la dama Domicia se puso a dar a luz, pues su embarazo ya estaba prácticamente en su fin y se ve que los efectos del veneno hicieron que el cuerpo de la mujer reaccionara y quisiera salvar al niño. No cabía ninguna duda de que los dioses protectores de la familia del legado intervinieron en el parto. Ya que Marcelo había sido vilmente asesinado, al menos que su hijo salvara la vida. Wilhelmina, con el instinto de una madre, asistió al parto y adoptó al bebe como hijo suyo, pero no se pudo hacer nada por salvar a la dama Domicia. Antes de morir, la romana, en su delirio, mencionó varios nombres a los que acusó de ser sus cómplices en la conjura contra el legado y el emperador; claro que eran delirios, pero los borrachos y los moribundos siempre decían la verdad. Ante aquello, estaba clara la culpabilidad de la dama Domicia en el asesinato del legado Marcelo.
Numerio meditó profundamente, dando por buena la versión de Segestes, pero confirmó que el niño era romano y poseía una noble familia que le cuidaría adecuadamente. No obstante, en deferencia a la dama Wilhelmina, podría quedarse de momento bajo su cuidado hasta que desde Roma se le dijera lo contrario. Pero mandaría un mensaje para informar de cuanto había sucedido. Segestes se interesó por el cuerpo de Marcelo y Numerio le contestó que había sido incinerado con todos los honores. En un principio se pensó en conservar el cuerpo en hielo para enviarlo a Roma, pero el mismo emperador ordenó que se honrara al legado ante sus legionarios.
Segestes maldijo en su interior, pues le hubiera gustado despedirse de su amigo por última vez, pero al menos el legado tuvo un ceremonial acorde a su rango. Aún seguía irritado el bárbaro ante la pérdida de Marcelo, pues le había respetado y admirado tanto en vida que llegó a creer que sencillamente era un semidiós invencible. No podía creer que estuviera muerto. Visitó a su amigo Sexto, quien seguía con la mente en blanco y la mirada vidriosa. No había cambios en su estado, sentado en una silla y atendido por los esclavos.
—Te saludo, borrachín —dijo Segestes con una sonrisa—. Hoy estas más feo que otros días. Dichoso tu, compañero —el bárbaro puso una mano afectuosamente en el hombro del centurión—, que no has contemplado estos aciagos días. Con el legado muerto, no sé cómo vamos a enfrentarnos a los Oscuros. Me temo que hoy hemos perdido una batalla. Y esto no es lo peor… —Segestes miró a todos los lados, mirando que no hubiera cerca un soldado o un esclavo, pues algo corroía su alma y necesitaba buscar alivio—. Sexto, amigo mío, tengo algo que contarte. Es acerca de…
Segestes habló en susurros cerca de la oreja de Sexto, quien no se movió ni alteró en lo más mínimo sus facciones.
CAPÍTULO XX: UN NUEVO RUMBO PARA ROMA.
Septiembre del año 14 d.C., un mes después de la muerte de Augusto.
El prefecto pretorio Rufrio Ostorio cabalgaba en vanguardia de la columna, pero atento a cuanto ocurría a su alrededor. El periodo de estío había terminado y la temperatura era agradable, así que los veinte jinetes, todos pretorianos a excepción de una misteriosa figura encapuchada, viajaban con ropa cómoda y cortas capas. La marcha era a medio trote, pues no tenían prisa ya que les quedaba poco para llegar a destino y además iban muy bien de tiempo. Con todo, Rufrio sentía que tenía cierta prisa por llegar, pues deseaba saber para que le se había pedido que organizara este viaje. Se suponía que debía encontrarse en Roma, ayudando a vigilar y controlar las numerosas ceremonias religiosas y fúnebres que se estaban llevando a cabo por la muerte del gran Augusto, no yendo en dirección a Mediolano, una ciudad al norte de Italia.
Aunque ya había pasado poco más de un mes desde la muerte del emperador, la Urbe seguía profundamente conmocionada por el suceso. Tras cuarenta y cuatro años de liderazgo, muchos romanos habían nacido y muerto bajo el reinado de Augusto, y no pocos eran lo que habían llegado a creer que el emperador era sencillamente inmortal. Más Augusto no lo era, y tras largas enfermedades que le llevaron a estar postrado en cama las últimas semanas de su vida, finalmente expiró, y al hacerlo se convirtió en dios, pues de inmediato el Senado y los colegios sacerdotales comenzaron con los preparativos para divinizarlo. Mientras eso ocurría, las muestras de dolor del pueblo eran patentes en los rostros lastimeros de los hombres y los llantos de las mujeres, en el luto que todo romano, de cualquier parte del Imperio, portara, y en las largas e infinitas ceremonias que en honor de Augusto se celebraban a todas horas. La familia imperial, a pesar de su dolor, debía asistir a los ritos más importantes, y con ellos debía estar la Guardia Pretoriana para vigilar y controlar que todo fuera bien. Pero no, Rufrio y veinte de sus mejores hombres se encontraban bien lejos de Roma, cabalgando hacia una ciudad para un encuentro con oficiales del ejército. ¿Para qué? A Rufrio no se le habían dicho, sino ordenado, y suponía que cuando llegara lo sabría. Pero aquello le ponía de mal humor, pues saber para que se necesitaba emprender este viaje le ayudaría a resolver los peligros si estos se presentaban.
La tarde era calurosa, pero ya lejos de los sofocantes ardores del verano, del mes que en honor del divinizado emperador se llamaba ahora agosto. Nubes bajas cubrían de cuando en cuando los cielos, y pequeñas rachas de viento lograban mitigar el calor, pero la garganta de Rufrio estaba seca, aunque más bien por el enfado que por la sed. Miró hacia atrás, a la alta y desgarbada figura que cabalgaba en mitad de la columna con la capucha echada. Ahora que estaban llegando a destino y la vía se encontraba transitada por otros viajeros, el hombre había creído necesario ocultar su identidad. Una buena precaución, pensó Rufrio, pero mucho mejor hubiera sido no hacer el viaje.
Bueno, lo hecho, hecho estaba, se quejó por dentro el prefecto, así que era mejor no dar más vueltas al asunto. Cuantas cosas habían transcurrido en los últimos meses desde que llegara de Alejandría portando los mapas y los misteriosos pergaminos egipcios. Cuando los presentó ante Tiberio y Augusto, este último lanzó una exclamación de triunfo, como si aquellos mapas supusieran haber obtenido una victoria. Junto con el cofre con los pergaminos, Rufrio acudió con la lista de cómplices del difunto senador Domicio, y de inmediato comenzaron los arrestos. Pero no mucho después la noticia del asesinato del legado Marcelo a manos de su propia mujer, la hija de Domicio, conmocionaron al emperador y Tiberio. En esto Rufrio se sintió extremadamente culpable. Había fallado en su propósito, pues cometió el error de creer que la dama Domicia no era cómplice de los desmanes de su padre. A pesar de tenerla vigilada y siempre sospechar algo, finalmente dio por sentado que la dama Domicia era inocente de los crímenes de su padre. Y ese error les costó la vida a la noble dama Lépida, la madre del legado, y al legado mismo. Desde Lugudunensis, el general Numerio envió un correo imperial notificando que la dama Domicia se había suicidado para evitar su captura, pero en su agonía y delirio habló de ciertos nombres de romanos como sus cómplices, entrando Augusto en terrible cólera al conocerlos. Si grave fue lo del senador Domicio, igual de grave fue lo de su hija, porque evidenciaba cuan elevada era la trama de la conspiración y cuanta corruptela se escondía en Roma.
De nuevo se sucedieron más arrestos; senadores, nobles, comerciantes, incluso sacerdotes… Aquello parecía no tener fin, porque por cada sospechoso capturado, este parecía llevar a dos más, como la hidra de las cien cabezas. ¿Hasta dónde llegaba la conspiración? ¿Tan poderosos eran esos seguidores de los Oscuros? Mientras Roma entera lloraba la muerte del héroe Marcelo, Tiberio y Augusto se afanaron en limpiar de podredumbre la ciudad, pero con la sensación de que nunca se podría llegar al final de todo. Porque los servidores de los Oscuros habían organizado muy bien la trama. La inmensa mayoría de los conspiradores únicamente sabían que prestaban sus servicios a unos supuestos patriotas que deseaban que la Republica volviera; o sencillamente eran codiciosos que por dinero eran capaces de vender a sus hijos. Pero aquello reveló dolorosamente al anciano emperador que Roma era como una manzana podrida: hermosa por fuera, pero negra y con gusanos por dentro. La salud de Augusto empeoró y finalmente murió. El sucesor del Imperio era, lógicamente, Tiberio, pero todavía pasarían meses hasta que tomara oficialmente el poder, más que nada porque el Senado le debía ratificar, pero varios senadores habían sido detenidos por su participación en la conspiración. La duda era saber si quedaban todavía más traidores en el Senado o no, si aprovecharían la muerte de Augusto para hacerse con el poder o, por el contrario, se esconderían a lamer las heridas mientras Tiberio se convertía en el siguiente emperador.
Pero aunque no oficialmente, Tiberio ya comenzaba a regentar el Imperio, y su primera medida fue continuar con la persecución de cuanto romano conspirara contra Roma y contra cualquiera que fuera un aliado, cómplice o seguidor de los Oscuros, aquella oscura, velada pero mortal amenaza que parecía cernirse sobre el Imperio. La campañas de Germania y Britania habían sido todo un éxito, en especial la primera, donde las fronteras romanas se habían vuelto a establecer en el Rin, aunque ya varios campamentos de las legiones se encontraban incluso más adentro de territorio germano. El general Germánico había batido en dos ocasiones más a los bárbaros, sorprendiéndoles con sus asaltos anfibios por los ríos Elba y Rin, destrozando a los ejércitos que le salían al paso y arrasando a los poblados y ciudades que no se rendían. A Roma afluyeron cientos de miles de esclavos que engordaron las arcas del estado, junto con pieles, ámbar, caballos, metales, lana e incluso algo de oro. Pero lo mejor de todo era constatar que las tribus germanas estaban totalmente desmoralizadas e incapaces de presentar un frente común contra Roma. Cada vez más clanes se unían a Germánico, y aquellos que seguían luchando se veían obligados a retroceder y perder poder. Posiblemente la próxima campaña militar sería la última, pues Germánico deseaba seguir presionando a los germanos y adelantar incluso más el limes, para dar comienzo a la civilización de esas tierras y anular para siempre la amenaza germana.
De Britania también se obtenían beneficios. Las tribus britanas seguían luchando entre ellas, pero con la alianza con los atrebates Roma se aseguraba que, de momento, no se la molestara mientras seguía comerciando con los britanos aliados y consiguiendo estaño, hierro, plomo, cobre, lana y pieles. Estaba claro que Britania era una fuente enorme de suministro de metales muy valiosos, y Tiberio andaba ya meditando sobre la propuesta que el difunto legado Marcelo dijera: la invasión completa de la isla y su total sometimiento. Parecía que los dioses favorecían a Roma en sus planes: las conquistas se sucedían y con ellas afluían beneficios a la Urbe, y se habían desbaratado las maquinaciones de los seguidores de los Oscuros. El Senado y el populacho estaban contentos, pero Rufrio, al igual que Tiberio, sabía que no todo era lo que parecía.
La amenaza de los Oscuros seguía presente. Roma estaba repleta de traidores que les servían, y a pesar de destruir a los druidas germanos y britanos maléficos, estos no eran más que peones de aquellos que realmente ostentaban el poder; y de estos apenas se sabía nada. Es decir, se había cortado el rabo a la lagartija, pero el bicho seguía muy vivo todavía. Lo más inquietante era constatar que desde Oriente los enemigos de Roma parecían movilizarse, realizando preparativos de guerra y pequeñas incursiones en las fronteras. Detrás de esto de nuevo parecían estar los lacayos de los Oscuros.
Rufrio escupió a un lado. ¿Cómo era posible que un puñado de fanáticos adoradores de aberrantes deidades no conocidas fueran capaces de desplegar tanto poder, tantos recursos y amenazar así a Roma, la mayor potencia que conociera el Mundo? El prefecto se tuvo que recordar que no eran campesinos ni obesos comerciantes los que conspiraban contra el Imperio, sino personas muy capacitadas dueñas de extraños y aterradores poderes, capaces de poner en pie de guerra a ingentes ejércitos y hacerse servir por monstruos espantosos. Sus recursos parecían no tener fin, sus seguidores se contaban por miles, y sus redes se extendían por todas partes, pues sus planes, al parecer, llevaban decenas, sino cientos, de años perpetrándose. ¿Quién sabía con exactitud lo que habían conseguido y de lo que disponían?
Tuvo que dejar de lado sus pensamientos porque enseguida llegaron a su destino, un campamento de tiendas militares que se alzaba a cincuenta pasos de la vía, tres estadios antes de llegar a Mediolano. El grupo se desvió y enfiló directamente hacia la explanada donde los centinelas les vieron llegar, avisando a los oficiales de la llegada de los jinetes. Varios legionarios les dieron el alto y les pidieron la contraseña. Rufrio la dio y se les abrió paso. Frente a la tienda principal, con las insignias de mando, esperaban Germánico, el general Servio, un centurión y un tribuno. Rufrio calculó que al menos cien legionarios debían encontrarse en aquel lugar. Los pretorianos se bajaron de los caballos y permanecieron quietos, mientras Rufrio se acercó y saludó marcialmente a los oficiales.
—Prefecto pretorio Rufrio Ostorio —se presentó a la vez que con sus astutos ojillos negros no perdía detalle de cuanto le rodeaba.
—Te saludo, prefecto —respondió Germánico con franca sonrisa. A pesar de haber luchado duramente por espacio de meses, el rubio general seguía presentando un aspecto jovial y sencillo—. Confío que hayas tenido buen viaje. Seguramente os encontrareis todos cansados y hambrientos. Comed y bebed algo y luego ya hablaremos…
—¡No! —interrumpió la figura encapuchada que se acercó a grandes pasos a los oficiales— No perdamos más tiempo.
—Mi señor —inclinó Rufrio la cabeza con respeto ante el paso del hombre.
Tiberio se echó la capucha hacia atrás y reveló su identidad. De inmediato, aunque los oficiales ya sabían quién era, todos presentaron sus respetos al próximo emperador. Tiberio seguía siendo alto y de complexión fuerte, pero ya andaba algo encorvado y su pelo cano junto con sus profundas arrugas en el rostro evidenciaba que el poder le había desgastado. Pero seguía poseyendo una energía indomable y un fuerte carácter. Con una señal, Tiberio ordenó entrar en la tienda donde se iba a llevar a cabo la reunión. Los oficiales entraron y Rufrio se dispuso a hacer lo mismo, hasta que se detuvo pues observó a un germano de pelo y barba negra que se reunía con ellos. Rufrio preguntó a Germánico.
—¿Es ese el famoso Segestes?
—No, es Ragnar, cacique de la tribu del oso. Es un importante aliado que ha combatido a nuestro lado durante toda la campaña, e incluso estuvo en Britania con el legado Marcelo.
—Sí, Ragnar, le llaman el mata osos, creo recordar… —frunció el ceño Rufrio.
—Estas bien informado. Habrá otros caciques germanos en la reunión. A ellos también les concierne lo que vamos a hablar.
Ya dentro de la espaciosa sala, donde había una mesa larga y redonda con sillas, con comida y bebida, todos se dispusieron a sentarse para dar comienzo la reunión. Tiberio se sentó en la mejor silla y a su lado lo hizo Germánico. Tal y como dijera el rubio general, había otros tres caciques germanos, pero de ellos destacaba por altura y corpulencia Ragnar, a pesar de su juventud. El primer centurión Pertinax saludó con gesto franco a Rufrio. Los dos hombres coincidieron, hace ya muchos años, en la legión, y se intercambiaron unas rápidas palabras, pues no hubo tiempo para más, ya que Tiberio se mostraba impaciente por empezar cuanto antes. Se notaba que tenía prisa, pues debía volver cuanto antes a Roma para continuar con las ceremonias fúnebres y gobernar el Imperio. Unos esclavos dejaron vasos y jarras con vino a medio aguar y se retiraron, mientras en el exterior de la tienda los legionarios y pretorianos montaron guardia para que nadie molestara.
—Gracias por acudir, señor, tan rápido a mi petición de que nos reuniéramos para hablar —dijo el legado Marcelo echando a un lado una cortina que separaba en dos mitades la extensa tienda y entrando a la reunión, sentándose al otro lado del emperador.
—Que menos, legado, que atender tu petición —respondió Tiberio—. Aunque no puedo negar que ahora mismo tiempo no es lo que precisamente me sobra. Pero una vez leí tus cartas, entendí que nos reuniéramos fuera de Roma. Aquello es ahora mismo un nido de víboras —siseó con desprecio Tiberio—. Me alegra comprobar que ya te has restablecido del todo.
—Sí —dijo con amargura Marcelo mientras se sentaba—. Los dioses me favorecieron. El cuchillo de mi esposa no se clavó en el corazón, sino entremedias de ambos pulmones, y aunque todavía la herida no ha curado del todo, al menos he salvado la vida. No importa, es mejor no pensar en ello.
Tiberio asintió lentamente con la cabeza, observando fijamente al legado de pelo blanco. Marcelo parecía más mayor si cabía aquello. Si ya su pelo blanco le confería un aspecto más maduro, estaba claro que los últimos acontecimientos le habrían hecho envejecer más. Los médicos de la legión y los griegos que le trataron sólo pudieron calificar de milagro divino el que Marcelo sobreviviera al ataque de la traidora dama Domicia. El legado cayó al suelo, pero no murió, ni se desangró, pues el cuchillo taponó, por suerte mágica o como quisiera llamarse, la salida de la sangre, aunque a punto estuvo de desangrarse de todas formas. La rápida intervención de los especialistas de la legión lograron tratar la herida y detener las hemorragias, y durante días el legado se debatió entre la vida y la muerte, hasta que finalmente, y poco a poco, se fue recuperando, aunque mucho le costó.
Marcelo, en un momento de lucidez antes de desmayarse falto de fuerzas, ordenó al general Numerio que dijera a todos que había sido asesinado, ya que de esta forma todos creerían en su muerte, especialmente los servidores de los Oscuros. Se contaba así con una clara ventaja, pues ahora el legado podría moverse y realizar planes que los enemigos de Roma no podrían anticipar dado que le daban por muerto. Tiberio propuso a Marcelo que viajara a Roma, pero el legado se negó, argumentando que los dioses le habían salvado a cambio de realizar una promesa: no pisar nunca más la Urbe. Marcelo no dio más explicaciones, pero Tiberio no quiso discutir el asunto, pues entendía que alguien tocado por los dioses siempre debía de pagar un precio.
—Vayamos a lo que nos concierne —dijo Marcelo mirando a los presentes—. Todos habéis leído mis informes al respecto. La corrupción que los servidores de los Oscuros han implantado en Roma es tan sólo el principio de su ofensiva.
—Es cierto —añadió Tiberio—. Es importante erradicar de una vez esta plaga. Ya hemos visto de lo que son capaces de hacer estos fanáticos sanguinarios. ¿Pero, cómo acabar con ellos si ni tan siquiera sabemos quiénes son?
—Esa es su mayor arma —intervino Germánico en la discusión—, que se mueven con cautela, en las sombras. Lo llevan haciendo años y son muy prudentes. Les hemos destruido en Germania y Britania, pero porque cometieron el error de dejarse ver.
—Exacto —retomó la conversación Marcelo—. Sabemos, mediante los pergaminos y las piedras que todavía los sabios y los druidas siguen estudiando, que los servidores de los Oscuros comienzan a movilizarse obligados por una circunstancia que se dará en unos años. Todavía no está muy claro lo que es, pero se ven obligados a dejar las sombras y actuar a la luz del día. A campo abierto tenemos las de ganar, lo hemos visto en Germania y Britania, pero a costa de tener que movilizar legiones de otras partes del Imperio.
—Y nuestras fronteras orientales comienzan a ser hostigadas —dijo en tono lúgubre Tiberio tomando un racimo de uvas de una bandeja—. Puede que sea una nueva maniobra de esos hijos de perra o no, pero lo cierto es que ahora mismo tenemos estas fronteras desguarnecidas por culpa de las campañas en el limes germánico.
—Sí, si seguimos a la defensiva terminaremos perdiendo. Los servidores de los Oscuros aprenden de sus errores —reflexionó Marcelo—, y no creo que vuelvan a luchar tan abiertamente como en Germania. Es más que seguro que en breve los persas nos declaren la guerra, pero detrás están ellos moviendo los hilos. Y mientras sigan en el anonimato y no sepamos donde se ocultan siempre estaremos en desventaja.
—Pues entonces dinos, legado, cuáles son tus planes —intervino por fin Rufrio.
—Ir a por ellos y obligarles a luchar a la defensiva —Marcelo se levantó y se colocó las manos a la espalda—. No podemos seguir así, no podemos estar quietos esperando a ver de dónde nos vendrá el siguiente golpe. Mi propuesta es que sea Roma quien les hostigue y persiga hasta destruirlos.
—Eso significaría embarcarse en nuevas guerras —reflexionó Tiberio mientras comía las suculentas uvas maduras—. Legado, no dudo que tú, Germánico y el resto de generales habéis diseñado un plan, pero las guerras en Germania y Britania, a pesar del botín obtenido, nos han costado muy caras. Parte del Senado no está a favor de continuar con las campañas. Y si encima los persas y otros imperios orientales nos declaran la guerra, no podremos costear varias campañas a la vez.
—El Senado no es ahora mismo una fuente de confianza —replicó con suavidad Rufrio—. No sabemos en quien confiar. ¿Quién de los senadores está comprado por los servidores de los Oscuros y quien es leal?
—Lo mismo podríamos decir del ejército —añadió Tiberio con una cínica sonrisa—, y de la Guardia Pretoriana, Rufrio. No todos los senadores son corruptos o traidores, muchos de ellos se encuentran hartos de guerras y creen que lo más importante es estabilizar el Imperio y dejar transcurrir el tiempo para consolidarse. Hay mucho trabajo burocrático, logístico y administrativo por crear. Y en parte les doy la razón.
—Por eso, señor, escucha lo que te voy a decir —dijo Marcelo haciendo un gesto con la mano al general Servio. Este se levantó y salió al exterior de la tienda. Marcelo continuó hablando—. Los servidores de los Oscuros nos llevan claras ventajas, que son las siguientes: llevan años, puede que varias generaciones, diseñando sus planes, y todavía no sabemos exactamente que pretenden. Cierto, quieren invocar a los dioses Oscuros a nuestra Tierra, pero, ¿estamos seguros que eso es realmente lo que pretenden? ¿O hay algo más que todavía no sabemos, algo mil veces peor? Segundo, ellos saben quiénes somos, pero nosotros desconocemos sus identidades, sus fuerzas y de que recursos disponen. Y tercero, hablando de recursos, los suyos parecen infinitos, y ante eso de nuevo estamos en inferioridad de condiciones.
Tres esclavos entraron a la tienda portando uno un pedestal y los otros dos un inmenso mapa. El general Servio les indicó donde debían colocar los objetos y tras hacerlo los esclavos se retiraron silenciosamente. Servio se volvió a sentar y Marcelo se acercó al mapa que todos podían ver perfectamente.
—Es mucha la información que hemos recibido gracias a los mapas que el prefecto pretorio obtuvo de Egipto, y de lo que encontramos en los túneles subterráneos en Britania. Nuestros sacerdotes, los druidas aliados y filósofos griegos, junto con cartógrafos, expertos navegantes y astrólogos venidos desde Alejandría, han podido confeccionar este mapa que, como todos podéis ver, nos muestra el mundo del que Roma es dueña, junto con otras tierras que no nos pertenecen pero conocemos bien. Pero lo interesante está aquí.
Marcelo retiró una pequeña tela que cubría la parte izquierda del mapa, justo donde terminaba África e Hispania. Dejó al descubierto una serie de detalles que hicieron que los presentes miraran asombrados e incluso alguno lanzara una exclamación.
—Por los dioses —murmuró Tiberio—. Entonces es cierto. Existen unas desconocidas tierras más allá de las Columnas de Hércules.
—Sí —dijo Marcelo señalando con el dedo los contornos de islas y de lo que parecía ser un desconocido continente—. Aunque no sabemos mucho más de lo que aquí se plasma. Esto son grandes islas, donde los cartagineses pretendían establecer un puerto y una ciudad, desde donde comenzar la invasión de tierra firme, pero estas costas no sabemos si son de otras islas aún más grandes, o de un continente como lo pueda ser el africano. Lo que es cierto es que es aquí, en estas tierras ignotas, donde se concentran el poder, la fuerza y las riquezas de los servidores de los Oscuros. Todo parte de aquí. Hay algo que el enemigo llama Línea de Sangre, no sé que puede ser exactamente, pero no hay duda que eso confiere enorme poder a nuestros enemigos, por no hablar de lo que parecen ser ricas minas de oro y plata. Si hemos de hacer caso a la información conseguida de la biblioteca de piedra y a los textos antiguos, incluso a los cartagineses, estas tierras son fuentes inagotables de todo tipo de riquezas. ¡Aquí es donde debemos golpear si queremos destruir para siempre a los Oscuros!
—Pero… pero… —balbuceó Rufrio sorprendido, poniendo en boca de muchos de los presentes sus propias palabras—. Esto es una empresa de una increíble envergadura. Estas tierras se encuentran al otro lado de un vasto océano, llevar allí una flota de barcos con tropas y pertrechos… ¡la logística sería una pesadilla!
—Y sin contar si realmente la información que poseemos es fiable —sentenció Tiberio—. Además, serían necesarias varias legiones, y miles de auxiliares, ¿de dónde vamos a sacar las tropas necesarias? ¿Y cómo vamos a costear una invasión semejante?
—Claro que la información es fiable —Marcelo se dirigió lentamente a su silla y se sentó—. ¿Por qué no iba a ser fiable? Estamos hablando de mapas de siglos de antigüedad, y esta misma información se encuentra grabada en unas piedras que no sabemos cuán antiguas pueden ser. Cartago creyó todo esto, ¿es qué Roma va a hacer menos? Los servidores de los Oscuros lucharon a muerte por proteger esta información, cometiendo todo tipo de crímenes para evitar que cayera en manos de Roma. ¿Es qué iban a actuar así en caso de que todo fuera falso? No, porque este es su punto débil que podemos explotar. No son necesarias más que cinco legiones, con veinte o treinta mil tropas auxiliares, y Ragnar y sus caciques también nos apoyarían en la invasión. Lo más difícil es crear una poderosa flota que transporte hasta allí al ejército, más grande incluso que la que partió para destruir Troya, pero una vez las legiones se encuentren allí, pueden ser autosuficientes. Se llevarán animales de granja, semillas, herramientas, lo que haga falta para crear prosperas ciudades, y se reclutarán de los propios habitantes autóctonos las nuevas tropas. Se conquistarán y explotarán las minas de oro y plata, por no decir que incluso el jade y las más raras especias abundan. Y todo mientras Roma se enfrenta aquí a los envites de los servidores de los Oscuros —Marcelo hablaba con pasión, con fuerza, sus ojos marrones brillaban de la excitación y movía las manos con rapidez, atrayendo la atención de todos, que seguían muy atentos sus palabras, incluso aquellos como Germánico que ya conocían de antemano sus propuestas—. Atacaremos su corazón y les destruiremos, conquistando a la vez nuevas tierras prosperas y ricas, repletas de brillantes y majestuosas ciudades con habitantes trabajadores y serviciales. El poder y la gloria de Roma aumentarán hasta niveles que únicamente los dioses pueden sospechar. Roma es dueña del mundo, es su guardián y debe velar por su superior cultura, civilización y sentido de la Justicia. Es nuestro deber ir allí donde el mal impere y destruirlo. Roma debe marchar para conquistar este nuevo mundo.
Tras las palabras de Marcelo un intenso silencio flotó en la tienda, mientras cada uno pensaba seriamente en lo escuchado. Tiberio, que había dejado de comer uvas porque estaba inmensamente sorprendido, se pasó la mano por el mentón y fue el primero en hablar.
—He de reconocer que me tienta la empresa. Y si tuviera quince años menos incluso me presentaría voluntario. Pero… debo hablarlo con el Senado.
—Pero no sabemos qué senadores son fiables —protestó Rufrio.
—No podemos ocultar algo así al Senado, Rufrio —insistió Tiberio.
—Sobre todo porque esta conquista posiblemente lleve realizarla varias generaciones —apostilló con solemnidad Marcelo—. Es un proyecto común que afecta a Roma y a todo el Imperio. Una empresa que debe pasarse de padres a hijos, como lo fue la destrucción de Cartago o el sometimiento de Germania, y eso sólo se puede conseguir con un Senado capaz de trasmitir ese deber a las futuras generaciones. Pero estoy de acuerdo con el prefecto, señor. Ahora mismo no sabemos qué senadores siguen a sueldo de los servidores de los Oscuros. Tal vez ninguno, pero no podemos arriesgarnos. Quizás sea mejor una reunión con senadores que se sepa están fuera de toda duda y comenzar a tratar el asunto con ellos. Por supuesto, con el máximo secreto.
—¿Al igual que tu situación? —añadió Rufrio mirando fijamente al legado.
—Sí —respondió Marcelo con contundencia—. Es nuestra ventaja. Los servidores de los Oscuros me dan por muerto, eso nos dará libertad de movimientos. Enmascararemos nuestros planes con las guerras en Germania y seguramente en el limes oriental, mientras avanzamos directos a la raíz del mal. Es prioritario mantener en secreto cual es en realidad nuestro objetivo. Cuando quieran darse cuenta ya será demasiado tarde para ellos.
—¿Pero, y si fracasamos? —dijo Tiberio reclinándose un poco hacia delante y poniendo las manos en la mesa— Supón, legado, que llegan las legiones a esas tierras y nada es como lo que se esperaba.
—Entonces estaremos perdidos, señor —fue la lúgubre respuesta de Marcelo—, porque de una manera u otra los enemigos de Roma van a seguir atacándonos hasta que caigamos. Hay dos opciones: limitarnos a defendernos, no expandir el Imperio y dejar que los enemigos nos acosen hasta que no podamos más; o ser nosotros quienes llevemos la iniciativa, expandiendo el Imperio hasta límites que ni el propio Alejandro en sus sueños más ambiciosos pudo imaginar, destruyendo a todos nuestros enemigos y disfrutando de una paz que dure miles de años. Los dioses están de nuestro lado, y la suerte favorece a los valientes. Estamos ante una oportunidad única. ¿Qué hacemos, señor?
Tiberio se echó hacia atrás en la silla y meditó profundamente, mirando el mapa que mostraba esas tierras misteriosas y ricas. Sí, ¿qué hacer? Intuía que lo que aquí se decidiera cambiaría para siempre el devenir de los acontecimientos, tal vez por otros derroteros que nadie podría haber previsto. ¿Marchaba Roma a conquistar esos nuevos mundos?
EPÍLOGO
Alejandría, dos días más tarde, dos calles cerca del Templo de Saturno, en una posada, cercana la hora del anochecer.
Segestes degustaba el vino egipcio, realmente delicioso, pero bastante flojo para su gusto. Prefería el más áspero pero impactante vino romano y sobre todo la cerveza germana. De cuando en cuando tomaba con una de sus manazas un puñado de dátiles de una bandeja y se los llevaba a la boca, junto con trozos de carne de cordero que humeaba en un plato. El gigantesco explorador comía y bebía con voracidad, como siempre hacía, y eso llamaba la atención de la parroquia de la posada, en su mayor parte varones que ya habían terminado la jornada de trabajo y estaban allí para verse con los amigos y compartir los cotilleos del día. Era un sitio espacioso, con mesas y sillas y dos grandes barras para servir a los clientes, pero además constaba de otro piso superior para servicios especiales que consistían en suaves y ardientes mujeres que por un precio correcto podían alimentar otros apetitos. Eran egipcias, pero también había varias nubias de piel de ébano y ardientes ojos que habían despertado el apetito sexual de Segestes.
El rubio, altísimo y corpulento germano llamaba la atención en esta ciudad, con sus ojos grises y pelo y barba rubias, así como su altura, bastante poco corriente. Pero sobre todo era su procedencia de esas regiones boscosas y frías que en Alejandría eran poco más que leyendas poco creíbles lo que hacía que los egipcios le miraran casi sin disimulo. ¿Era realmente un bárbaro de aquellos de los que solían hablar los legionarios romanos? ¿Qué comían carne cruda y se bañaban en la sangre de sus víctimas? Los hombres miraban a Segestes con envidia y desprecio, y las mujeres con curiosidad y en ocasiones con lujuria.
Y a Segestes le pasaba lo mismo. Realmente, Alejandría era una ciudad prodigiosa, quizás no tanto, a pesar de su increíble faro y templos, como Roma, pero en verdad era más limpia y exótica. Ahora no se arrepentía de haber cumplido con la misión que le encomendara el legado Marcelo tras comprobar, con gran alegría, que había sobrevivido de milagro al artero intento de asesinato de su fallecida esposa. Había acompañado a su amigo Sexto hasta estas tierras de faraones y dunas para llevarlo junto a la mujer que prácticamente era su esposa y sus hijos, dejando atrás los problemas en el limes germánico, incluido el que le corroía la conciencia y por el que sabía que tarde o temprano tendría que pagar. Y no parecía ser el único con secretos que guardar, pues al parecer Ragnar le deseaba contar algo, aunque finalmente el joven cacique no tuvo oportunidad de hacerlo pues Segestes tuvo que partir para iniciar el viaje.
El trayecto había sido demasiado largo y pesado para Segestes, pero no podía eludir su deber. Sexto no merecía menos, y el explorador ya había cedido su palabra en este empeño como para recular sin manchar su honor. El centurión seguía con la mente vacía, no parecía que se recuperara nunca, y lo mejor era llevarlo con los suyos para que viviera una existencia apacible. Marcelo dispuso de una más que generosa pensión para el soldado y así evitar que su familia pasara penurias, pero insistió en que Segestes le acompañara; sobre todo porque parecía que el germano se había tomado como algo personal el que Sexto estuviera bien y protegido. Marcelo también confiaba en que los médicos y sabios de la Gran Biblioteca pudieran encontrar una cura para el extraño mal que padecía el veterano centurión. Segestes lo dudaba, porque la enfermedad de su compañero era producto del pérfido mal y para eso no existía remedio.
Tras dejar bien instalado al centurión en su casa y entregar documentos y dinero a la mujer de Sexto, Segestes decidió conocer por un tiempo Alejandría, y la mejor manera de empezar era comiendo, bebiendo y fornicando mucho. Tenía tiempo y dinero, y ganas de iniciar una juerga que le durara varios días. Vagabundeó por varias calles hasta que el bullicio y las miradas de hermosas muchachas en la terraza del piso superior le hicieron decidirse por entrar en la posada donde ahora se encontraba. Primero comería y bebería y luego marcharía arriba con dos o tres muchachas de esas de piel como la noche. Las mujeres, por su parte, apoyadas en una barandilla en la primera planta, observaban fascinadas al bárbaro preguntándose cómo sería hacer el amor con un bruto como aquel.
Entonces se hizo el silencio, todos miraron a la entrada y se inclinaron respetuosamente. Segestes se dio cuenta de algo pasaba y torció la cabeza con el vaso de vino en alto, mojándose la barba con el líquido oscuro. En la puerta de la posada estaban dos sacerdotes de cráneo rapado y dos siervos musculosos de torsos desnudos con taparrabos de lino en la cintura. Pero quien llamaba la atención era el alto y fuerte sacerdote ataviado con un pectoral de oro y lapislázuli, también de cráneo rapado. Portaba un cayado de color dorado, y sus ojos, pintados con khol, eran intensos, hipnóticos. Su edad era imposible de calcular, pero su aspecto era el de alguien acostumbrado a mandar y ser prontamente obedecido.
Uno de los sacerdotes lanzó una serie de palabras y al momento los parroquianos se retiraron silenciosamente por la puerta principal o por la de atrás, mientras las prostitutas se retiraban a las habitaciones cerrando las puertas. Segestes se quedó solo y aquello no le gustó nada. Dejó lentamente el vaso de vino en la mesa y se puso en pie, encarándose con los recién llegados, mientras su mano se deslizaba al pomo de la espada que pendía de su ancho cinturón.
—No temas, he venido a hablar contigo —dijo el alto sacerdote en latín—. Mi nombre es Atemu y hemos compartido un amigo común.
—¿Qué amigos compartidos pueden tener un explorador del ejército romano y un sacerdote? —replicó Segestes con su latín tosco y gutural.
—Su nombre era Américo.
Al escuchar aquello Segestes apretó los dientes con rabia y sus ojos centellearon de pura furia. Desenvainó la espada con rapidez y se aprestó para la lucha. Los sacerdotes lanzaron exclamaciones y se retiraron, y los dos siervos sacaron sus espadas curvas, interponiéndose delante de Atemu para protegerle. Pero el egipcio dijo algo y los siervos se echaron a un lado.
—Tranquilízate, Segestes, no te deseo mal.
—¡Quien dice ser amigo de ese perro druida es mi enemigo!
—Américo ha muerto —dijo Atemu tranquilamente mientras daba un par de pasos al frente. Fijó su penetrante mirada en Segestes, pero al instante supo que el bárbaro poseía una voluntad de hierro, primitiva, y sería muy difícil poder dominarle de esa forma—, así que no es necesario ser tan melodramático. Ambos sabemos que prestaste un pequeño servicio a Américo…
—¿Cómo sabes eso? —Segestes escupió las palabras, ansioso por partir los cráneos de aquellos egipcios, pero Atemu supo hurgar en la herida que le dolía desde aquel nefasto día que dejó huir al druida germano a cambio de información sobre una mujer que amaba.
—Américo y yo éramos aliados. Por eso lo sé.
—El trato lo hice con el druida, y me maldigo desde entonces por ser tan necio. Pero Américo está muerto y todo lo que con él tuviera ya no vale. Además, ese hijo de puta no me terminó por dar la información que necesitaba. Así que, sacerdote, mi paciencia ya es poca y o me dejas salir sin problemas, o te parto la cabeza en dos.
—Por eso quería hablarte, Segestes. Puedo darte la información que necesitas sobre la mujer a la que quieres. Decirte el lugar exacto donde se encuentra con su padre, huidos ambos de la furia de las legiones romanas, más allá del río Rin.
—¿Y qué pedirías a cambio, puerco? —fue la brutal respuesta del bárbaro, que apenas podía contener la furia— Los de vuestra calaña nunca hacéis nada sin un precio a cambio.
—Ah, como todo en la vida. Has demostrado con anterioridad estar abierto a sugerencias, ¿por qué no lo ibas a estar ahora?
—Sé lo que me vas a pedir, y la respuesta es no.
—¿No? El legado Marcelo está muerto, pero seguro que al resto de generales romanos, y estoy seguro que al mismo Tiberio, les gustaría saber el porqué dejaste escapar a un enemigo de Roma como Américo.
—¿Me estas amenazando? —gritó Segestes.
—Detén tu rabia, Segestes —alzó una mano Atemu—. Estoy aquí para ayudarte. Hiciste un trato con Américo y es justo que se te compense, pero además añado lo siguiente: puedo curar a tu amigo Sexto. Y todo eso por un pequeño servicio que en nada puede perjudicar a Roma y sí, para que negarlo, beneficiarme a mí. Y a ti, por supuesto.
Al escuchar que el egipcio podía curar a Sexto, Segestes bajó la espada. ¿Mataba al osado sacerdote, condenando a su amigo a una vida parecida a la de una vaca, o vendía su honor por encontrar una cura? El explorador no supo que pensar.
* * *
En una sala iluminada por braseros y lámparas, profusamente adornada con jeroglíficos egipcios hermosamente pintados, se encontraban Atemu, Ziusudra, pomposamente vestido y aceitado con raros y caros perfumes, y un esclavo que tenía la cabeza ladeada y los ojos mirando hacia arriba.
—Está hecho —dijo Atemu tras lanzar un poco de incienso a un brasero y recitar una oración que nada tenía que ver con los dioses de aquel lugar—. Tal y como me habéis indicado, he contacto con ese bárbaro y lo he convencido, aunque sigo sin ver qué importancia puede tener para nosotros.
—El germano es hombre de gran relevancia —explicó Ziusudra mientras se atusaba uno de sus sedosos y largos tirabuzones negros—. Mis visiones así me lo han revelado. En su momento, nos será de gran ayuda aparte que nos puede entregar mucha información acerca de los movimientos de nuestros enemigos.
—A veces me pregunto, hermano, si tus visiones son tan correctas como pretendes —añadió con voz trémula y extraña el esclavo, al que le caía un hilillo de saliva de la boca abierta—. No pudiste prever que los romanos se hicieran con la biblioteca lítica ni que le quitaran los mapas a Atemu.
—El futuro no está escrito —se defendió con vehemencia Ziusudra—, me limito a exponer lo que veo. Además, la culpa fue de Américo. Si no hubiera cometido el error de exponer tan abiertamente sus intenciones seguro que no tendríamos que lamentar la pérdida de los mapas y del punto de poder en Britania.
—Américo quiso por la fuerza lo que se puede conseguir con paciencia y tiempo —respondió el esclavo dando un par de pasos tambaleantes hacia los otros dos hombres. Sus facciones ya comenzaban a envejecer casi a ojos vista—. Ese ha sido su error. No cometamos nosotros otro subestimando la importancia de los hallazgos de los romanos y sus aliados. Si saben obtener la información y logran clasificarla adecuadamente, pueden dar con la Línea de Sangre e intentar destruirla, con lo que nuestros planes se vendrían abajo. Os recuerdo que no tenemos mucho tiempo, pero poseemos el suficiente todavía para intentar recuperar lo perdido.
—Lo que hay que seguir haciendo es desviar la atención del emperador y el Senado —intervino Atemu—. Seguir presionándoles para darles problemas a los que deban enfrentarse mientras nosotros seguimos estableciendo el reino de los benditos Oscuros en esta realidad. Nuestros agentes en Roma, Alejandría y otras ciudades están preparados para iniciar actos de rebeldía y sabotaje.
—Y nuestros servidores y agentes en el imperio Parto están dispuestos —añadió Ziusudra—, a la espera de nuestra señal. Levantarán vastos ejércitos con los que atacar Siria, el reino Nabateo e incluso Capadocia. Y nuestro pacto con el rey de Armenia, que sigue fingiendo ser vasallo de Roma, ha llegado a buen término. Nos apoyará en nuestra lucha. Aunque, por supuesto, para ellos sólo es una lucha contra un invasor, nada saben de nuestras verdaderas intenciones.
—¿Y de qué sirven las guerras si Roma las gana todas? —replicó con aspereza el esclavo con ese acento tan gutural y extraño; su piel y rostro eran ahora el de un hombre de unos cincuenta años— Hemos perdido valiosos aliados en esa tierra nórdica que llamáis Germania, y recursos, pero lo más importante: muchos puntos de poder y magia han caído ahora bajo el control de esos malditos romanos. Y nuestros más importantes aliados y espías en Roma han sido descubiertos y ejecutados.
—No te lamentes tanto, hermano —dijo Atemu con una media sonrisa, aunque sin ninguna calidez en ella—. No todo han sido perjuicios para nosotros. Es cierto que Roma nos ha dado varios reveses importantes, pero sólo han acertado a descubrir la cola del león sin ver el resto de la fiera. Lo importante es que seguimos teniendo el control de la situación y que nuestros planes y ritos no han sufrido apenas percances.
—Y ese maldito legado Marcelo está muerto —explicó Ziusudra alzando sus espesas y negras cejas—. Era un paladín de los dioses arcaicos y decadentes y lo hemos eliminado. Era quien más sabía de nosotros y ya no está para perjudicarnos.
—Pero lo más importante —Atemu sonrió siniestramente—, es que los romanos son ciegos y torpes, incapaces de comprender realmente nuestras metas, pues les aventajamos en años de planificación. Es cierto que nuestros más importantes aliados en Roma han sido descubiertos, pero lo principal es que nuestro mayor secreto sigue a salvo —el egipcio tomó un colgante de oro de su cuello en forma de escarabajo, plano, pero insertado en su centro una joya de jade que brillaba a la luz de los braseros.
—¿Tienes bien controlado a nuestro principal aliado? —preguntó el esclavo, ya con la piel pálida, ajada y reseca de un anciano.
—Sí, y no es fácil, pues a pesar de su extrema juventud, es tan grande su ambición, maldad y locura, que me resulta difícil poder controlarle. Pero a través de esta joya mágica estamos comunicados y poco a poco me voy ganando su adhesión —Atemu alzó la joya en forma de escarabajo, no mayor que el huevo de una perdiz.
—¿Cómo es posible que alguien tan increíblemente joven posea ya una inteligencia tan lúcida y sea capaz de comprender lo que le ofrecemos? —se maravilló Ziusudra mientras miraba como la joya de jade y oro brillaba hermosamente.
—Es un elegido por los venerados Oscuros —explicó el esclavo alzando una arrugada y sarmentosa mano con la que señaló a los dos hombres—. Ellos han dado inteligencia a su diminuta e inexperta mente y le están preparando para que tome su papel. Si los otros dioses han elegido su campeón, los Oscuros han hecho lo mismo, sólo que el nuestro está siendo preparado desde su más tierna infancia, esperando el momento adecuado para revelar su verdadera naturaleza.
—Y cuando lo haga, entonces el poder de Roma estará en nuestras manos —sentenció Atemu con otra gran sonrisa.
* * *
El niño caminaba marcialmente de un lado a otro, haciendo que los curtidos y veteranos legionarios lanzaran carcajadas o tiernas exclamaciones como si fueran matronas de pesados pechos. El pequeño, delgado y con ricitos dorados en su cabello, sonría a su vez y sus ojos azules chispeaban de alegría. Estaba vestido con una túnica militar del color natural de la lana, imitando la vestimenta de las tropas, y calzaba con unas pequeñas sandalias claveteadas, también unas diminutas réplicas de las que portaran los soldados. Con un palo como si fuera una lanza, el crío de apenas cuatro años desfilaba solemnemente, como si estuviera ante el mismo emperador, y ante esa actitud los legionarios se palmeaban los muslos de la risa o se llevaban las manos a la barriga.
—¡Salve el hijo del gran Germánico! —exclamó un legionario dando saltos en círculos alrededor del pequeño— ¡Salve al pequeño Botitas! ¡Qué Marte le proteja!
—¡Viva Botitas! —gritó con alegría otro soldado. Realmente, aquellos encallecidos legionarios adoraban al crío, que sonría graciosamente al sentirse el centro de atención.
El campamento de la legión romana, un acuartelamiento de sólida piedra y madera, muy cerca del río Rin, estaba de fiesta, pues Germánico había acudido para realizar una revisión de las tropas y el equipo y con él había traído a su familia; su mujer Agripina y tres hijos varones, a los que el gran general ya deseaba empapar de la vida militar para que supieran que su destino sería luchar por Roma y ser oficiales que pudieran desenvolverse frente a los legionarios y la crudeza de la guerra. De todos los hijos de Germánico, Cayo Julio Cesar Augusto Germánico era el más adorado por la tropa. Un pequeño de poco más de tres años que ya se desenvolvía con la gracia y el desparpajo de un niño de más edad, con salidas y respuestas locuaces y sinceras que entusiasmaban a aquellos rudos soldados que ante el muchachito se tornaban meretrices lloronas. Siempre que viajaba con su padre por los campamentos, vestía con su uniforme a medida de legionario, incluidas las sandalias, y eso conseguía que los soldados le adoraran más.
—Hijo —llamó Germánico acudiendo con una sonrisa ante el numeroso grupo de legionarios que abrazaban al niño y le daban besos en sus mofletudas mejillas.
—¡Papa, papa! —exclamó el crío echando a correr hacia el general y abrazando sus rodillas— Soy un legionario. Mataré germanos y les haré desfilar ante el emperador.
—Sí, hijo, claro que lo harás —Germánico tomó al pequeño por los sobacos y lo levantó hasta su cintura— Di adiós a los soldados, tu madre te reclama.
—Oh, no, papa, quiero más…
—No, no, tu madre manda, no la hagamos esperar.
El pequeñín se despidió de los soldados y estos le lanzaron todo tipo de bendiciones, aplausos y risas. Mientras se retiraban a las estancias de los oficiales, Germánico se fijó en un colgante que su hijo tenía al cuello. Era una fina cadena de plata, de la que pendía un amuleto plano de oro en forma de escarabajo egipcio, con una gema de jade en su centro.
—Hijo, ¿de dónde has sacado está joya? Es preciosa.
—Me lo dado Sofos, padre, dice que es un amuleto que servirá para protegerme.
—Bueno, si Sofos te lo ha dado… —era el tutor griego de los hijos de Germánico, un alejandrino al que había contratado como maestro en Antioquia, con muy buenas referencias de otras familias romanas, pero aquello era una joya demasiada valiosa para un niño tan pequeño. O a lo mejor formaba parte de la estrategia pedagógica del griego; inculcar en los alumnos el sentido de la responsabilidad al cuidar algo de valor — ¿Te ha gustado como te llaman los soldados? Lo cierto es que es gracioso el nombre…
—Sí, papa, Botitas. ¡Me gusta! ¡Quiero que todos me llamen así!
—Pues así te llamaremos: ¡Botitas! Calígula será tu nombre.
Notas al pie: