12. La enfermedad del rey

Apenas un día después de que el emperador les consultara sobre su estado de salud, Jean-Baptiste y el maestro Juremi dedicaron toda la mañana a preparar dos tratamientos, uno para el rey y otro destinado a los sacerdotes.

Demetrios los condujo por la tarde hasta una gran iglesia situada en las afueras de la ciudad, donde se celebraba una fiesta votiva que congregaba a miles de fieles año tras año. Lucía un sol espléndido para un acto que nada tenía que ver con suplicios. Sólo se veía a una multitud de mujeres y niños ataviados de blanco que llevaban sombrillas negras mientras se balanceaban alegremente sobre sus borricos. Los ancianos caminaban apoyándose en largos cayados de pastor. Una gran cantidad de sacerdotes y monjes con túnicas de vistosos colores avanzaban sosteniendo cruces de procesión. Los dignatarios más distinguidos se protegían del sol con unos amplios parasoles rojinegros, adornados con cascabeles de plata, que sostenían jóvenes esclavos. Todos iban a reunirse en un bosque de cedros. Las ramas retorcidas de estos árboles llegaban a ras de suelo, y los niños se columpiaban en ellas. La iglesia apenas se distinguía. Era octogonal y el techo abombado de caña descansaba sobre los troncos desmochados de unos grandes cedros plantados en un círculo a ocho pies de los muros. Entre los troncos y la iglesia se erigía esta columnata natural convertida en una galería circular, con el suelo recubierto por discos de madera. Demetrios consiguió abrirse paso entre la multitud, y los viajeros descalzos penetraron en el primer recinto de la iglesia, donde pudieron contemplar iconos de varias épocas. Salvo algunos que poseían una clara influencia bizantina, casi todos tenían la huella del arte abisinio. Los ojos parecían tener vida propia, independiente de los rostros, y emanaban una fuerza que sobresalía por encima de cualquier otro rasgo. Los santos tenían una tez clara, señal de divinidad y vestigio misterioso de lo sagrado, como puede simbolizar el uso de una lengua muerta para el rezo. Pero sus rasgos eran la viva imagen de los autóctonos del país, de tal manera que aquellos iconos hieráticos y estereotipados representaban a mujeres y niños corrientes que parecían loar la dignidad de Cristo y de la madre de Cristo.

De regreso, Demetrios les enseñó el palacio. Les mostró el patio situado frente a la puerta principal que habían franqueado para acudir a la audiencia del rey. El joven hizo luego una señal a los guardias y así pudieron acercarse a una jaula asegurada con grandes trancas de hierro donde dormían los cuatro leones del negus, un macho y tres hembras, una de ellas aún muy joven. Por un momento Poncet temió que Demetrios les refiriera algún tormento en el que participaran aquellos animales, pero solo les dijo que las fieras pertenecían al emperador, que cada mañana los alimentaba personalmente con cuartos de carne que un esclavo les lanzaba en su presencia, y que nada debía alterar su reposo. De modo que se quedaron más tranquilos.

Finalmente, por la tarde, Demetrios les hizo saber que habían recibido varias invitaciones obsequiosas para acudir a las casas de algunos nobles de la ciudad. Así que aquella misma noche se presentaron en una de aquellas residencias, cuyos dueños habían dispuesto todo lo necesario para honrarles: manjares refinados y aguamiel en abundancia, además de un grupo de músicos y cantantes. Poncet, que había tomado numerosas notas durante toda la tarde, pudo proseguir con sus observaciones. Una de las costumbres que más le sorprendió fue el poco esfuerzo que los hombres hacían para llevarse la comida a la boca. Como los abisinios desconocían el uso de la cuchara y el tenedor, la mayor parte del tiempo sus acompañantes femeninas preparaban los bocados para ellos, y luego les daban de comer. Poncet estaba sentado junto a una mujer imponente, de edad madura, impasible y ataviada con un amplio vestido de algodón bordado que dejaba adivinar sus formas turgentes. En cuanto la esclava dispuso la torta y las salsas en la mesa, el médico contempló con auténtico terror como la mujer moldeaba entre sus largos dedos cargados de sortijas de oro una bola, que empapaba en unos líquidos rojos donde el fuego de las guindillas casi era perceptible a simple vista, y luego la introducía en su boca con un ademán que no admitía réplica. Jean-Baptiste sintió que ardía de pies a cabeza, y aceptó el segundo bocado con lágrimas en los ojos. El maestro Juremi recibía idéntico trato de la mano grácil de una joven que estaba a su derecha. Los demás hombres acogían estos favores con naturalidad, pero mostraban su reprobación, y en grado sumo, cuando Poncet y su amigo intentaban impedir que siguieran cebándoles de aquella forma, con la vergonzante excusa de que ya no tenían más hambre.

El calvario terminó cuando las crueles damas consideraron que ya estaban satisfechos, o tal vez cuando su experiencia les hizo temer que en cualquier momento se iban a derrumbar. No obstante, antes de dar por concluido el banquete, avivaron aún más su fuego interior con una buena cantidad de aguamiel. Después de la comida, los comensales se dispersaron por la casa y algunos fueron a sentarse en la terraza para tomar café al claro de luna. Pero la severa acompañante de Poncet hizo una señal para que este la siguiera, y el maestro Juremi desapareció por el otro lado a remolque de la suya.

Tanto uno como otro pensaron que serían conducidos a una sala de baño donde refrescarse, pues las lágrimas les habían dejado la cara con churretes y les ardían los labios debido a las especias. Pero, para su asombro, llegaron a unas estancias oscuras, revestidas de tapices y cubiertas de cojines. Sin mediar palabra, las mujeres se desvistieron. Luego, con la misma soltura con la que se habían hecho cargo de alimentarles, tomaron también la iniciativa para satisfacer otros deseos. Un breve amago de resistencia les convenció de la clarividencia de Maquiavelo: aquello que no se puede impedir, hay que quererlo, escribió el florentino. Y en nombre de esta evidencia práctica, decidieron colaborar en la tarea. Después de las interminables jornadas de desierto, los dos viajeros volvieron a deleitarse con placeres que creían un poco olvidados y que recibieron de esta forma inesperada con un sentimiento de sorpresa y muy complacidos. Al cabo de un rato volvieron a los salones donde se hallaban los otros invitados.

Demetrios se ofreció a acompañar a los dos francos. Saludaron a los hombres que parecían encantados, y entre los que probablemente estaban los maridos de sus acompañantes, y después a las mujeres, que aceptaron con dignidad su respetuosa reverencia haciendo gala de su habitual seriedad.

Ambos se acostaron más perplejos que nunca. Estos ejercicios carnales, lejos de apartar a Alix de su pensamiento, hicieron que Jean-Baptiste lamentara más que nunca la ausencia de su amada. Soñó con ella, y las sensaciones que acababa de experimentar se confundieron con el recuerdo de la joven de tal modo que aquella noche durmió maravillosamente bien.

Al día siguiente se levantaron tarde y fueron a visitar el mercado de las especias, donde reconocieron algunas de las muestras que les había proporcionado su casero musulmán, así como muchas variedades vegetales de lo más extraño. Conversaron con los mercaderes de los puestos y encontraron a dos hombres del campo que se desplazaban hasta los lugares más alejados y a menudo casi inaccesibles para recoger plantas aromáticas y medicinales. Al preguntarles qué uso se hacía de aquellos granos y hojas, Poncet y el maestro Juremi se quedaron horrorizados al enterarse de que la farmacopea de los venenos era la mejor estudiada y la más utilizada en el país. Los dos recordaron una práctica muy en boga en Europa que en muy poco tiempo había convertido la ciencia de los filtros de muerte —una ciencia exacta y verificable— en la pariente rica y próspera de la medicina, una ciencia aproximativa, dudosa, y mucho menos útil a decir de algunos.

Por la noche fueron a cenar a otra casa. Como ya tenían la experiencia del día anterior, bebieron poco e insistieron en atiborrarse de comida por sí mismos. Ante el ansia que manifestaban, las mujeres presentes consideraron innecesario intervenir y pudieron terminar cuando creyeron oportuno. En cuanto se dio por terminada la pitanza se apresuraron a tomar asiento junto a la sirvienta que preparaba el café, y a hacer una pregunta tras otra a sus vecinos para demostrar su interés por la literatura abisinia. Aunque lo cierto es que intentaban evitar cualquier posible acometida femenina, aquella artimaña les brindó la oportunidad de descubrir la afición de los abisinios por el arte poético.

Demetrios tuvo muchas dificultades para traducir al italiano los fragmentos que recitaban. Según les contó, la belleza de los versos debía buscarse en ciertos contrastes muy simbólicos para los etíopes, como el de la cera y el oro, por ejemplo. La cera es el molde donde se vacía la joya de oro. Este molde es trivial y de un material innoble, pero basta partirlo para descubrir la alhaja escondida que encierra dentro. Las frases poéticas revestidas de la apariencia equívoca y opaca de su sentido literal pueden contener otro velado, profundo, brillante y colmado de sabiduría que surge a la luz por un sutil juego de palabras. La traducción no conseguía reproducir estas riquezas del lenguaje. Pero aun así Jean-Baptiste y su amigo escucharon a los convidados recitar bellas estrofas, en primer lugar sobre el molde de cera, con expresión tediosa; luego, con imperceptibles variaciones de tono y de sentido, los abisinios declamaron los versos de oro, y en su semblante apareció la admiración y el deleite. Todos los invitados se fueron muy contentos. De regreso, Jean-Baptiste y su compañero se alegraron de haber preferido los ejercicios poéticos a cualquier otro placer. De esta suerte pudieron acostarse pronto y conservar la mente clara. Antes de dormirse tuvieron una última conversación a propósito de qué iban a decirle al soberano. Jean-Baptiste creía más conveniente no ser demasiado explícito y hablarle al rey únicamente de sus síntomas, pero el maestro Juremi honraba tanto a la verdad que le aconsejó guiarse por la sinceridad para darle a entender que su enfermedad podía ser más seria. La cera o el oro, al final todo se reducía a lo mismo. No obstante acabaron durmiéndose sin haber tomado ninguna decisión.

Poco antes del amanecer, tal como habían acordado, Demetrios los despertó y fueron a ver otra vez al emperador a la torreta.

Los recibió muy nervioso.

—Ustedes me han curado —les dijo sonriendo en cuanto hubieron entrado. Jean-Baptiste y el maestro Juremi permanecieron impasibles.

—Ya no me rasco ni tengo pinchazos. Las costras más grandes se han desprendido, y las zonas supurantes se están secando. A decir verdad, si dejara a un lado mis convicciones —y las suyas— diría que es un milagro. Mire.

Empezó a quitarse la túnica como si fuera una camisa, dejando caer paulatinamente las mangas sin desanudarse el cinturón.

Poncet se acercó para examinar la lesión.

—Está mucho mejor —dijo escuetamente.

—No parece muy entusiasmado —dijo el rey—. Comprendo su prudencia. Quiere asegurarse de los resultados. Y tiene razón, pero permítame decirle que, aunque esta mejoría fuera solo transitoria, igualmente le estaría muy agradecido. Me ha dado usted unas horas de paz después de meses de suplicio.

—Majestad —dijo por fin Poncet—, lo que vemos es prometedor, en efecto. Reacciona favorablemente al tratamiento, y eso hace pensar que seguirá mejorando en los próximos días, pero…

Miró al maestro Juremi, como un soldado que debe asumir un doloroso cometido.

—… es preciso que sepa ciertas cosas —continuó.

—Le escucho.

—La enfermedad que padece puede aliviarse. Puede desaparecer completamente y por mucho tiempo, pero es incurable. Volverá a manifestarse. Tendrá que aprender a vivir con ella, y sin duda… Se detuvo un instante, antes de proseguir. El rey lo miraba fijamente, sin pestañear.

Jean-Baptiste se oyó pronunciar el final de su frase y se extrañó de sus propias palabras:

—… a morir.

Después de traducir estas palabras, Demetrios miró al rey en espera de su respuesta, que tardó en hacerse oír. El negus se levantó, se dirigió hacia uno de los rincones de la sala, y desapareció prácticamente en las sombras. Después volvió y dijo:

—No me gustan sus palabras, pero sí su forma de expresarse. No habla como los aduladores o los charlatanes. Por eso no se equivoca al pensar que puedo entenderlo.

Hizo un silencio, su mirada se detuvo en la llama de la candela, y luego se clavó otra vez en los ojos de Jean-Baptiste.

—¿Cuánto tiempo tardaré en sucumbir a la enfermedad?

—Lo ignoro —dijo Poncet.

—¡Miente! —exclamó de pronto el rey con un tono autoritario e iracundo—. ¿Cuánto tiempo?

Jean-Baptiste se turbó.

—Bueno, yo diría… Creo que no se tiene conocimiento de ningún enfermo que haya vivido más de dos o tres años.

El rey escuchó la sentencia con absoluta impasibilidad. Se incorporó ligeramente y continuó en silencio.

—La muerte —dijo por fin— me importa muy poco. Podría morir mañana, estoy preparado.

Volvió a acomodarse en su asiento, como si quisiera quitar solemnidad a sus palabras.

—Pero —prosiguió— me preocupan las obligaciones de mi cargo.

Hablaba en tono confidencial. Parecía completamente sereno, como si su único deseo fuera dar rienda suelta a sus pensamientos.

—Mi hijo primogénito —continuó— solo tiene quince años. Aún es débil e influenciable. No acaba de gustarme la educación que recibe de los sacerdotes y de la corte durante mis largas ausencias. Y no puedo irme de esta vida hasta que él no se haya afianzado en el trono, pues de lo contrario habrían resultado inútiles los logros de tres generaciones de reyes.

Seguía mirando fijamente la vela por la que se deslizaba lentamente una gota de sebo.

—¡Dos años! —dijo. Se levantó, se fue andando hasta otra silla próxima a la puerta por la que había entrado, tomó con su mano una estola blanca doblada en forma de rectángulo, se la echó sobre los hombros y se envolvió con ella.

—Cuando mi abuelo heredó la corona —prosiguió—, este país estaba sumido en el caos. Nuestros enemigos habían devastado el reino, nuestros vasallos se emancipaban, los sacerdotes imponían su voluntad al soberano, y el pueblo se moría de hambre…

Se dio la vuelta y avanzó hacia ellos.

—Había campesinos que se comían a sus muertos…

Poncet bajó los ojos, al tiempo que el maestro Juremi dirigía la mirada hacia las sombras.

—Así estaba el país. Fue necesario restaurar la autoridad real, expulsar a los enemigos, someter a los príncipes, mantener a raya a los sacerdotes. Basílides, mi abuelo, comenzó una tarea gloriosa. Fundó en esta ciudad, Gondar, una nueva capital al margen de la corrupción que minaba Aksum, la sede de la corte desde muchos siglos atrás. Luego llegó su hijo, mi padre, también íntegro, también glorioso, también decidido. Yo, que le he sucedido, he tenido la suerte de reinar mucho tiempo, recoger su legado y hacerlo fructificar. He aligerado las cargas que pesan sobre el pueblo, he abolido los tributos aduaneros que quebrantaban el país, como lo habrían hecho los bandidos. Pero por encima de todo, he aplicado la ley. Sin duda es severa, pero es la de nuestros mayores. Todos la conocen y todos son iguales ante ella.

El alba clareaba lentamente. Una nube violeta cortaba la ventana en dos, de forma que arriba se veía la noche y abajo una bruma blanquecina.

—Hemos culminado esta ardua empresa solos, ¿comprenden? Solos. Hace mucho tiempo que no esperamos ayuda de nuestros vecinos. Son mahometanos y nos odian. Pero además hemos tenido que protegernos de aquellos que durante mucho tiempo creímos nuestros amigos, nuestros hermanos, nuestros parientes católicos venidos del otro lado de los mares. Hace un siglo, cuando los turcos atacaron este país, los reyes de entonces decidieron llamar a los portugueses. Y vinieron. Cristóbal de Gama, hijo del gran Vasco, incluso dio la vida por nosotros. Pero solo nos salvaron para enviarnos luego a los jesuitas. Cuando llegaron, nadie sabía aquí quiénes eran esos sacerdotes. Nuestros ancestros los acogieron pensando que eran nuestros hermanos, como Cristo había dicho. Así que cuando dijeron que debíamos prestar obediencia al papa y unirnos a la comunidad católica, no planteamos ninguna objeción. ¡Imagínese! Habíamos sufrido tanto por sentirnos apartados del mundo que acogimos con alegría la idea de volver a él. Lo único que les pedimos fueron argumentos teológicos que demostrasen por qué su interpretación de los Evangelios era mejor que la nuestra. Nuestros sacerdotes se prestaron a la controversia sin subterfugios, estrictamente con la ayuda de sus grandes conocimientos; y esos jesuitas tan seguros de sí mismos tuvieron que admitir que no tenían respuestas a nuestras preguntas y tuvieron que volver a Roma un poco despechados. El papa envió a otros, más sabios, pero sobre todo más dispuestos a emplear todos sus medios para conseguir sus fines. Nuestro pueblo los acogió como hermanos, mientras ellos obraban propiamente como enemigos. En aquel momento, nuestro punto débil era el rey. El pobre hombre tenía poco carácter y cayó bajo la férula de los jesuitas, que le hicieron tomar decisiones completamente equivocadas. Finalmente se sirvieron de su autoridad para ordenar la conversión inmediata del país. Entonces comprendimos, aunque demasiado tarde, que a ese mal venido del exterior y al que nos habíamos acostumbrado había que agregar otro mal: el que nos deseaban nuestros peores enemigos. No voy a referirles todas las peripecias, aunque fueron innumerables, durante las cuales esos religiosos francos dieron pruebas de su influencia perniciosa, de su empeño por someter nuestras conciencias, por imponernos una fe nueva y conquistarnos por la vía de la perfidia y la división. De esa época datan las guerras civiles más horribles de este país; la autoridad de los reyes, que siempre se había preservado, incluso en los momentos más difíciles, cayó en descrédito cuando uno de ellos aspiró a abrazar la fe de esos extranjeros por debilidad de espíritu. Entonces, el pueblo buscó refugio en los sacerdotes, que por otra parte fueron incapaces de defenderlo. Nuestros enemigos se aprovecharon de nuestra decadencia. Entonces se produjo el caos que, como ya les he dicho, ha precisado tres generaciones para desaparecer, y con no pocas dificultades.

Se tranquilizó, y prosiguió con más calma:

—Esta es nuestra situación actual, y por eso necesito tiempo.

Casi había clareado por completo. El rey fue hacia Poncet y le puso la mano en el hombro. Era una mano seca y ligera, que apenas pesaba.

—Cuando veo a hombres como usted, pienso que es una lástima vernos obligados a rechazar todo cuanto llega de Occidente. Antes de que los musulmanes salieran del desierto, su civilización era también la nuestra. En la corte de mis ancestros se hablaba griego. Pero aún somos demasiado frágiles para asumir el riesgo de abrirnos a quienes pretenden ser nuestros hermanos y, por lo que sabemos, insisten todavía en convertirnos sin comprender que así nos pierden.

Retiró la mano y dio unos pasos hacia la puerta.

—Gracias a ustedes —dijo con cierta alegría— ahora hay un atisbo de esperanza en mi vida. Era consciente de la tarea que aún me quedaba por cumplir, y ahora sé de cuánto tiempo dispongo para culminarla.

Cuando el rey hubo salido, los visitantes se quedaron silenciosos y anonadados. Al darse cuenta de la luz que entraba a raudales en la sala, Demetrios los acompañó rápidamente a su casa. Pidieron quedarse solos para cambiarse, y convinieron con el joven que regresara dos horas más tarde.

En cuanto se cerró la puerta, el maestro Juremi se encaró con Jean-Baptiste.

—¿Te has vuelto loco? Habíamos acordado que tú ibas a moderar su optimismo y prepararle para una larga enfermedad. ¿Cómo se te ha ocurrido hacerle esa confesión, y mucho menos semejante pronóstico?

—Lo sé —dijo Jean-Baptiste con la cabeza entre las manos—. Sin embargo, cuando he mirado a ese hombre no he podido mentirle.

—Me parece bien que no quisieras mentirle, pero tampoco tenías por qué decirle toda la verdad.

—Ese hombre tiene algo que me ha impulsado a decírselo todo.

—No es él quien tiene algo —dijo el maestro Juremi—, sino tú. ¡Vaticinar el destino a un rey! ¡Qué locura! Te crees un dios, amigo mío. Lo que tú tienes es orgullo.

—Creo que no —dijo Poncet con voz apagada—, que es todo lo contrario. Cuando le hablo no es un rey. Le hablo como a un hermano.

—Un hermano al que acabas de apuñalar.

Apenas había acabado su frase cuando llamaron a la puerta con tres golpes. Abrió el protestante. Dos oficiales de la guardia venían a detenerlos.