5. Regreso a El Cairo
La caravana de la embajada emprendió viaje una semana después de la partida de Murad. El señor De Maillet dio a aquel acontecimiento una gran pompa. Para acompañar la misión de Du Roule estuvieron presentes todos los dignatarios que había en la colonia, y como muchos tenían la ambición de serlo sin título con el que aspirar a ello, el consulado hizo pagar caro ese honor y así recaudó parte de los gastos. El bajá puso trabas para dar las autorizaciones necesarias para el viaje, pero el cónsul entendía que no había razón de ser discreto por esa causa, y, con aquella ceremonia de prestigio, quiso demostrar la importancia que Francia otorgaba al asunto. No siempre se puede bajar la cabeza ante los turcos —dijo—, aunque pretendan que están en su casa.
El caballero Du Roule y su banda de altivos fulleros tenían muy buena pinta en sus camellos. Con los arneses con los que había adornado a las bestias, Belac, el hábil caravanero, supo dar postín a su noble raza, tal como evidenciaban los brazaletes con cascabeles de plata que les había sujetado a las pezuñas.
En vista de las dificultades que surgieron para que la caravana pudiera sumarse a la de Assiout[15] —la misma que siguió Poncet—, se consideró que los viajeros formaban una comitiva lo suficientemente grande como para hacer la ruta solos, por un camino que Belac conocía bien y que los conduciría directamente a la tercera catarata.
Mientras el brillante cortejo se alejaba hacia el sur, acompañado un buen rato por las miradas conmovidas del cónsul y la élite de francos de El Cairo, otro convoy se ponía en movimiento en el consulado.
El señor De Maillet expresó el deseo de que su hija se fuera también en aquel mismo momento al objeto de atenuar la curiosidad y el escándalo. Así pues partió sola en una carroza negra sin escudo de armas, escoltada por dos guardias a caballo. Tras abrazar a la monja que acababa de ofrecer a Dios, la señora De Maillet sufrió un síncope en el vestíbulo, y como Françoise se vio en la obligación de llevarla a su habitación ni siquiera tuvo tiempo para seguir con la mirada la partida de su amiga.
El cónsul solo había consentido la presencia de la lavandera, convertida en doncella de cámara, con la condición de que desapareciera de su vista el día en que Alix abandonara el consulado. Así pues, aquella misma noche recogió sus bártulos y volvió a su casa a pie.
Por la ventana distinguió al maestro Juremi en su terraza y fue a reunirse con él. Le contó que Alix se había marchado y se repitieron todo cuanto habrían de hacer los próximos días. Luego, el silencio y el malestar se adueñó de ambos.
Eran las seis de la tarde. Por encima de la terraza, el cuadrado azul del cielo cambiaba a ultramar. Aunque ya se veían brillar unas cuantas estrellas, los naranjos aún lucían todo su verdor. Era ese momento del día en que los resplandores de la noche y las tonalidades diurnas se entrecruzan y saludan. La selva seguía avanzando por la casa pues últimamente el maestro Juremi pensaba poco en su cuidado. Aquella profusión vegetal crecía con tal ímpetu que las hojas grandes se aplastaban contra los vidrios de la ventana.
—Ya no se ocupa de las plantas —dijo Françoise.
—¿Para qué? Si mañana…
La idea de que iban a abandonar El Cairo en menos de dos días y que jamás podrían volver los sumió en la nostalgia. Partir, sí, y partir juntos, tomar la misma senda, correr los mismos riesgos… Hacía dos años que solo hacían eso, y sin embargo nunca habían recorrido el mismo camino estando tan cerca el uno del otro. Françoise se dio cuenta de que ese pensamiento era un motivo de pesar para Juremi.
—Se lo suplico —dijo ella—, no me esquive. Las cosas son así, y vamos a estar juntos. Tenemos que sentirnos felices de estar así. Es lo único que le pido.
Estaban frente a frente, muy cerca uno del otro.
—Jean-Baptiste ha desaparecido y Alix acaba de dejarnos —le dijo—. Oh, Juremi, ¿será que solo nos acerca aquello que echamos de menos?
El hombre levantó su gran cabeza barbuda y la miró con sus ojos bondadosos. Ella inclinó su rostro en el pecho del gigante y este la rodeó con sus brazos. Cuando ya era completamente de noche entraron en la casa de Françoise, saltando por la ventana. Ella tenía una cama amplia, calzada en dos esquinas con ladrillos, que estuvo chirriando toda la noche, como una gran nave que surcara oleadas de placer, ternura y libertad.
Por la mañana, el maestro Juremi volvió a su casa y empezó a preparar el equipaje. Al menos esa era su intención. Pero iba y venía de la planta baja al piso de arriba; miraba las plantas que le habían hecho compañía tanto tiempo, se sentaba, se volvía a levantar y no hacía más que dar vueltas. Ni siquiera tenía el recurso de rezar porque ignoraba cómo dirigirse a su Dios en tales circunstancias.
Françoise tuvo la delicadeza de dejarle tranquilo con su desazón. Sabía que al día siguiente, al alba, se marcharían los dos, y que él estaría a su lado tanto tiempo como pudiera desear.
A las cinco de la tarde empezó a oscurecer en la sombría madriguera de la planta baja. Contrariamente al durmiente que despierta con la luz, el soñador a menudo solo sale de su ensimismamiento cuando cae la noche. El maestro Juremi encendió una lámpara de nafta y se alarmó por no haber hecho nada. Sacó un par de morrales viejos que criaban polvo debajo de un armario desde que había vuelto de Abisinia y se enfrascó en la tarea de guardar en ellos lo necesario.
A las siete, alguien llamó a la puerta de entrada. Enseguida creyó que era Françoise y se irritó. Volvieron a llamar. Aquella premura le pareció demasiado familiar, así que aminoró aún más el paso, se acercó refunfuñando y abrió la mirilla oxidada, aunque no solía utilizarla nunca.
—¡Y bien…! —dijo con rudeza, mirando a través de las rejas.
La sombra de un hombre se recortaba en el fondo más claro de las arcadas.
—¿Quién me llama? —preguntó el maestro Juremi, pensando que alguien le requería para una consulta.
—Abre —dijo el hombre.
—Despacio, amigo mío. Sepa para empezar que no hay nadie.
El intruso se acercó a la mirilla, hasta pegar la boca en los hierros, y dijo:
—No seas necio y ábreme.
El maestro Juremi se puso pálido como un muerto.
—¿No serás… tú? —preguntó.
—Vamos, no me dejes aquí a la vista de todos.
El protestante descorrió rápidamente el cerrojo, abrió la puerta y dejó entrar a Jean-Baptiste. Los dos hombres se fundieron en un abrazo enmudecido por las lágrimas.
—Espera que te vea —dijo por fin el maestro Juremi alzando la lámpara al tiempo que daba un paso hacia atrás.
Su amigo estaba irreconocible. Ciertamente tenía los mismos ojos negros y brillantes de siempre y podía distinguirse vagamente la forma de su cara, siempre y cuando uno ya supiera la verdad. Sí, seguramente debe de ser él. Sin embargo estaba completamente cambiado. Tenía los cabellos cortos con algunos mechones canosos; un bigote puntiagudo alteraba la forma de su nariz, y una perilla, a la moda del reino del que venía, le daba un aire fiero e indignado al labio inferior. A eso había que añadir la elegancia propia de un hombre de linaje: llevaba un jubón gris topo bordado con perlas, puños de fino encaje, un chaleco de seda y, en la mano, un tricornio de plumas blancas.
—¿Me has reconocido por fin? —preguntó Jean-Baptiste riendo.
—Ah, esa risa sí que es tuya —dijo el protestante mientras abrazaba de nuevo a su amigo.
—No perdamos tiempo —dijo Jean-Baptiste—. Mi caballo está amarrado frente a las arcadas. Ve a buscarlo y llévalo detrás, a la cuadra de Bennoch.
En la parte trasera de su casa, el comercio Bennoch estacionaba allí sus coches. Pero ya no era tan próspero como antaño; había mucho espacio, y los vecinos también tenían acceso. El maestro Juremi corrió a encerrar allí el caballo. Al cabo volvió con la pesada silla colgada de un brazo y el maletín de grupa en el hombro.
Jean-Baptiste estaba en el primer piso, saludando a todas sus plantas una por una, rozando sus hojas con tanta suavidad como si estuviera consolando a unos huérfanos.
—Han crecido a su aire —dijo al maestro Juremi sin reproche alguno en la voz, sino con la afable ironía de quien se dirige a un preceptor al que sus alumnos no obedecen como debieran.
—Bueno —dijo el maestro Juremi, que tenía las ideas más claras después de aquel paseo—, nos habían dicho que estabas en París, detenido y sometido a juicio. Casi te veíamos encarcelado.
—Y así era. Pero todo eso ya no me concierne a mí, sino a otro. Ahora tienes delante al caballero Hugues de Vaudesorgues, de la casa del príncipe de Conti.
Hizo un noble saludo y sonrió.
—¿Cómo está Alix? —preguntó de pronto, cambiando la voz.
El maestro Juremi comprendió de repente la situación.
—También ella te imaginaba en París. Se fue ayer por la mañana.
—¡Ayer! —exclamó Jean-Baptiste—. Pero ¿cómo es eso? Quién ha podido…
—Se marchó en una carroza custodiada por dos espadachines que la conducen hasta Alejandría para embarcar. Cuando llegue a Francia será conducida a un convento.
Jean-Baptiste dio un grito. El maestro Juremi le replicó con vehemencia, reprochándole que no hubiera dado noticias. Y cada uno por su parte empezó a hacerle preguntas al otro sin tomarse el tiempo necesario para responder.
Alertada por el alboroto, Françoise se asomó a la ventana. Al oír pasos en la terraza, los dos hombres guardaron silencio y Jean-Baptiste se acercó a la escalera, presto a huir.
—Espera, es Françoise —dijo el maestro Juremi, que enrojeció hasta las orejas.
—Fui a Soubeyran. Marine murió hace veinticinco años —le susurró rápidamente Jean-Baptiste, y enseguida recobró la compostura para abrazar a Françoise cuando esta apareció.
La mujer dio rienda suelta a su emoción y su alegría, pero apenas un segundo después pudo más su lado práctico y le preguntó a Jean-Baptiste si había cenado. Precisamente él se estaba muriendo de hambre. Hicieron sitio en la mesa; el maestro Juremi bajó y subió de su antro con una botella; Françoise dio un salto hasta su casa en busca de col hervida, salchichas de pollino y la mitad de una hogaza de pan. El maestro Juremi habló primero, mientras Jean-Baptiste comía vorazmente.
Contó las circunstancias en que Alix se había marchado, aunque solo conocía la parte oficial pues Françoise no había traicionado el secreto que su joven ama le había confiado. Posteriormente le describió el plan que se habían propuesto seguir y según el cual pensaban partir aquella misma mañana al alba. Jean-Baptiste aplaudió su decisión y bebieron por el éxito de la empresa a la que acababa de unirse un poderoso refuerzo. A continuación le tocó a Jean-Baptiste relatar su viaje a grandes rasgos, la audiencia del rey, los sinsabores que siguieron, su evasión y el encuentro con los protestantes. Bebieron de nuevo alegremente.
—¿Y Murad? —preguntó Jean-Baptiste.
—Acaba de marcharse a Etiopía. Ha encontrado unos mecenas que lo mantienen. No le podía suceder nada mejor.
—¿Son seis?
—Sí, ¿cómo sabes tú eso?
—Jesuitas —dijo Jean-Baptiste, hincando el diente en el pan—. Enviados por la corte de Francia. Después de la bochornosa audiencia, el rey se dejó ablandar por su confesor, le ofreció el regalo de una nueva misión para recompensar la primera.
—O sea que no has podido transmitir el mensaje del emperador… —atinó a decir el maestro Juremi.
—No tuve tiempo, ni tampoco creo que hubiera alguien dispuesto a escucharlo.
—Ah, Jean-Baptiste —dijo apesadumbrado el protestante—, estaba seguro de que esos jesuitas serían más fuertes. Quisiste hacer una alianza con ellos…
—Quería ir a Versalles y no tenía otra elección.
—¿Y por qué te empeñabas tanto en ir? —preguntó el maestro Juremi con aquella mirada terrible que tenía cuando se peleaba con su Dios—. Sólo para defender tu propia causa y conseguir la mano de Alix…
—Sí, eso también —exclamó Jean-Baptiste—. Yo pensaba servir igualmente al emperador, convencer al rey…
—Calmaos —dijo Françoise, preocupada por lo elevado de sus voces—. Alguien puede oíros. No es el momento.
—Sea como sea —dijo el maestro Juremi más sereno—, el resultado está ahí. Después de nuestra misión, ahora dos caravanas van al asalto de Abisinia, y el rey de Francia corre con los gastos de las dos. Juramos que no habría más jesuitas, y aquí tenemos a seis, pegados a los faldones de Murad. El emperador deseaba que fueras embajador, y en vez de eso verá llegar a ese Du Roule, que según me han dicho es el sire más desgraciado que se pueda encontrar en esta región, donde, a decir verdad, no faltan.
Françoise se aventuró a intervenir y dijo tímidamente:
—Perdonadme, antes que nada quisiera tranquilizaros. Pero ya que habláis de Abisinia, es preciso que os cuente algo que he oído en el consulado.
La mujer les contó la entrevista entre el señor De Maillet y el hermano Pasquale.
—¡Ya van tres misiones! —dijo el maestro Juremi—. Sólo faltaban esos capuchinos. ¡Y con los óleos de la coronación! Una muestra más de la generosidad del patriarca copto. ¡Me avergüenza lo que hemos hecho!
—A mí también, Juremi —dijo Jean-Baptiste bajando la mirada—. Si quieres acabar de hundirme, te diré sinceramente que he hecho cuanto he podido, que he fracasado, y que no he dejado de pensar en ello durante mi regreso.
El maestro Juremi refunfuñó, mirando el fondo del vaso.
—Al volver aquí —continuó Jean-Baptiste—, yo también me había trazado un plan. Evidentemente no tenía nada que ver con el viaje de Alix, puesto que lo ignoraba. Estoy loco por verla, por supuesto. Pero tengo otras cosas que hacer. Escuchad bien lo que voy a deciros.
Con aquel bigote y la perilla, Jean-Baptiste tenía un aire salvaje de espadachín del siglo pasado, un aire de refinado honor, como habría dicho Sangray, capaz de cualquier desafío y dispuesto a hacerlo valer con su vida.
—Vais a hacer todo cuanto habíais previsto —dijo— sin preocuparos en modo alguno por mí. Pero en vez de marcharos por mar, como pensabais, os dirigiréis hacia Suez, hacia el monte Sinaí. Juremi, ¿te acuerdas de aquel monasterio donde pasamos un mes, la primera vez que vinimos a Egipto?
—¿Allí donde curaste al abad de unas fiebres?
—Exactamente. Os esconderéis allí. En aquel lugar nadie os encontrará, siempre que tengáis la precaución de que no os sigan. Yo me reuniré con vosotros cuando haya terminado con mis asuntos.
Al maestro Juremi le remordía la conciencia.
—Jean-Baptiste, ven con nosotros —le dijo—. Lo que he dicho forma parte del pasado. Las cosas son como son, y no hay que darle vueltas. Los abisinios se defenderán solos, como han hecho durante siglos.
—No, Juremi. El pasado solo se cierra con la muerte. Aún tengo cosas que hacer aquí. Que no se diga que no hemos respetado nuestra palabra.
Françoise le puso en guardia, porque El Cairo estaba lleno de espías que podían reconocerle y denunciarle. El maestro Juremi no sabía cómo mitigar sus reproches, ahora que había descubierto cuáles serían las consecuencias según él. Jean-Baptiste acalló secamente sus objeciones. Durante más de una hora siguió preguntándoles qué había pasado en la colonia durante su ausencia, cómo iba su negocio de boticario, qué sabían de la caravana de Du Roule, y también pidió a Juremi que le diera la lista de los enfermos que había tratado.
Finalmente hicieron una pausa para descansar. A las seis de la mañana, cuando apuntaba el alba, el maestro Juremi y Françoise reunieron sus equipajes y cargaron los caballos en la cochera donde había pasado la noche el de Jean-Baptiste. Françoise iba vestida como un hombre: llevaba botas y un sombrero de ala ancha. El maestro Juremi tenía el mismo aspecto, aunque era más alto.
Jean-Baptiste los saludó con emoción. Apenas se habían encontrado y ya se separaban de nuevo. Esperó un cuarto de hora, deambuló una vez más entre las plantas, recogió unos granos que se metió en el bolsillo del jubón, se puso en bandolera la pequeña bolsa de los remedios que el maestro Juremi le había dejado y se fue, al paso de su yegua alazana, hasta la ciudad árabe donde se había alojado la víspera, cuando llegó.