10. La zarza ardiente
En la bifurcación de los dos golfos se levantó un viento fresco que alcanzó a la falúa por el flanco, permitiéndole izar la vela y enfilar a buen ritmo hacia el Sinaí. En aquel cielo azul celeste de abril se veía recortarse la cumbre ocre de la montaña. Jean-Baptiste tenía el gusto picante del mar en la cara y en las manos; el sol secaba las gotas en su piel, dejando un rastro de sal.
Todo iba a acabar y empezar otra vez. En aquel momento, las tres misiones hacia Abisinia habían sido quebrantadas. En lo más profundo de aquella montaña que crecía a ojos vistas, Alix le esperaba. Sin duda había aún bastantes incertidumbres como para que Jean-Baptiste pudiera seguir proyectándose atolondradamente en el porvenir más inmediato. Pero en el fondo no esperaba grandes sorpresas. En esa paz que propician, en su punto de contacto, las tormentas del viento y la ondulación de las aguas marinas, esa superficie misteriosa que representa con tanto acierto el destino y el lugar de los hombres, Jean-Baptiste, sereno y fascinado, como si estuviera al borde de un precipicio, veía acercase la hora en que por fin se reuniría con la mujer que amaba.
A su alrededor, los marinos árabes estaban de pie descalzos, sobre las bordas descoloridas por la sal. Sus túnicas ondeaban al viento. Se sentían felices de tener calor y estaban contentos de volver con su barca a salvo. Miraban la montaña como algo grande y simple que los dominaba.
Hay que intentar ser como ellos —se dijo Jean-Baptiste—. Se trata de sentir solamente lo que llega y de no predisponer en absoluto la mente contra la felicidad.
Atracaron en Thor[20] a primera hora de la tarde. Jean-Baptiste iba vestido como un árabe y guardaba su jubón europeo en una bolsa de tela. Aún le quedaba un poco de oro del duque de Chartres, apenas unos diez cequíes, con los que compró una mula equipada con una silla llena de agujeros por donde salían mechones de paja gris. Con un bastón en una mano para azuzar al perezoso animal en las costillas, y la brida en la otra para orientarlo en lo posible, se puso en marcha hacia el interior de la península.
En aquel lugar de la costa, el Sinaí se aplana formando una llanura por la que se puede ascender lentamente hacia el centro del macizo. El desierto está ahí, en cuanto se dejan atrás las últimas casas del puerto. Pero no es un desierto de arena, donde todo parece estar disgregado. Muy al contrario, el paisaje de piedras erguidas y desnudas sobre un zócalo rocoso se parece a una inmensa extensión de ruinas gigantescas, minerales, incorruptibles, que condena cualquier otra vida que no sea la de la roca eterna. Una fina capa de polvo blanco, traída por los torbellinos del viento desde las profundidades de la Arabia Pétrea, cubre este escenario para darle el aire desolado de un palacio abandonado por sus servidores y donde el tiempo, incapaz de cometer cualquier otro ultraje, se contenta con derramar la arena fina de la clepsidra celeste.
Jean-Baptiste no encontró ni un alma en dos horas. Pronto caería la noche, así que intentó sin suerte arrear la mula para que apresurara el paso. Pero desgraciadamente el animal solo sabía parar, o bien llevar aquella marcha lánguida. El camino se elevó en un recodo más empinado y franqueó un gran picacho ya en sombras. Jean-Baptiste llegó a lo alto cuando el cielo había adquirido una tonalidad de tinta, a cuya luz los peñascos parecían contornos negros de gigantes. En la embocadura de dos altos valles que hendían las cumbres del Sinaí, descubrió una piedra tallada entre todas aquellas toscas rocas: era la masa rectangular de las murallas del monasterio.
Doce torres redondeadas y abombadas sobresalían por encima de los altos muros grises. Se habría dicho que era un ksar, una fortaleza del desierto, pero se trataba de dos aguilones de la basílica. Aquella mula torturaba a Jean-Baptiste, porque pese a estar tan cerca del final aún tardó más de una hora en llegar al pie de la puerta monumental que horadaba la fortificación. Los propios monjes se ocupaban de la vigilancia: dos de ellos, fornidos como luchadores, con una ancha faja alrededor de la túnica y sosteniendo una espada en la mano, detuvieron al viajero y fueron a dar su nombre al abad. No le dejaron pasar antes de recibir la orden pertinente. En el interior de sus murallas, el monasterio de Santa Catalina era una auténtica ciudad. La basílica ocupaba el centro, pero a su alrededor se habían erigido tantos edificios, galerías, terrazas y capillas que el espacio que constreñían las murallas estaba saturado de muros, callejones, pasajes yuxtapuestos, apiñados y enmarañados como en cualquier ciudad de Oriente.
Un monje muy joven y rubio como un cruzado condujo a Jean-Baptiste hasta la residencia del abad. Este se encargó de su bolsa y le aconsejó que dejara la mula a cargo de los monjes de la entrada.
El monasterio de Santa Catalina, construido en el siglo VI por el emperador Justiniano, siempre había estado resguardado, tal vez por sus murallas y probablemente también por la proximidad protectora de la montaña sagrada que pesa sobre todas las conciencias de la descendencia de Moisés.
Los monjes ortodoxos que residían en aquel santuario estaban vinculados formalmente al patriarca de Jerusalén. Pero más que los instrumentos de una religión en particular, ellos eran en realidad un poder autónomo, los guardianes de un lugar misterioso y terrible. Los fugitivos que se refugiaban en aquel monasterio estaban a salvo, fuera cual fuera su origen y la naturaleza de sus crímenes. Algunos permanecían allí por poco tiempo, pero muchos otros se quedaban para siempre, engrosaban la comunidad y hasta podían esperar, al término de un largo retorno espiritual, convertirse en el superior.
En la residencia abacial reinaba un ambiente extraño, muy diferente al que Jean-Baptiste había conocido cuando estuvo allí la primera vez. Los monjes hablaban en voz baja y los olores de alcanfor y de mirra flotaban en los pasillos decorados con mosaicos.
—Nuestro abad está muy enfermo —dijo el prior a Jean-Baptiste—. Hace tres semanas se desmayó en pleno oficio. Lo levantamos inconsciente. Luego volvió en sí, pero habla con dificultad. Sufre por las noches; a veces se le oye gemir y gritar. Su socio le ha preparado un remedio que le alivia y le tranquiliza, pero estamos muy preocupados.
Jean-Baptiste decidió visitar al abad, pero antes no pudo evitar una pregunta que le quemaba en los labios.
—¿Dónde están mis amigos, el maestro Juremi y las dos damas?
—Tranquilícese —contestó el prior—. Llegaron hace dos semanas. Le están esperando. Tan s6lo hay un contratiempo, aunque no es muy grave. Debido a que se aburrían, y a que aquí no hay mucho que hacer, ayer decidieron ir a ver el amanecer desde una pequeña capilla que construyeron nuestros hermanos un poco más arriba, en la soledad de la montaña. De hecho la idea fue mía, y ahora lo lamento. Volverán mañana por la mañana.
Al principio esta noticia dejó decepcionado a Jean-Baptiste, pero luego decidió aprovechar la noche para descansar. Al día siguiente se cambiaría e iría a su encuentro, completamente recuperado de cuerpo y mente.
El prior le introdujo en la habitación del abad. Era una amplia estancia iluminada por un alto ventanal que daba a un balcón con laureles y fucsias. De uno de los muros colgaba un tapiz que representaba la torre de Babel. El abad era un anciano arquitecto que había vivido mucho tiempo en Damas. Tras la repentina muerte de su mujer y de sus dos hijos, se fue de la ciudad, vagó sin cesar y encontró el camino del Sinaí. Desde entonces nunca había abandonado Santa Catalina, y había llegado a superior en menos de diez años. La primera vez que pasó por allí, Jean-Baptiste le había visto manejar el compás, la escuadra y la regla, pues él mismo se ocupaba de hacer los planos de todas las ampliaciones del monasterio. En una mesa situada en un rincón de su habitación se apilaban grandes rollos de papel que probablemente reflejaban la obra aún por terminar.
El pobre hombre estaba irreconocible, delgado y macilento, y tenía la boca torcida.
—Me alegra mucho verle antes del final —consiguió articular con dificultad.
Jean-Baptiste le apretó la mano huesuda, pues la emoción le impedía responder. Después el viejo se adormiló. El médico salió y le dijo al prior que como mucho podría mitigar su dolor, pero no evitar su muerte.
—Lo más extraordinario —dijo el prior— es que no teme ni lo uno ni lo otro. Los más afectados somos nosotros.
—Creo que antes de dos días…
El prior se persignó, escondió sus lágrimas y acompañó a Jean-Baptiste hasta el aposento que le habían asignado.
A las siete de la mañana, mientras volvían a descender a pie del tabernáculo desde donde habían contemplado la aurora, Françoise y el maestro Juremi se encontraron con Jean-Baptiste, que subía desde el monasterio. Le abrazaron emocionados, y le pidieron que les contara el viaje y su llegada, pero él estaba preocupado por Alix.
—Se ha quedado un poco rezagada —dijo Françoise—. Estos días su ánimo le pide estar sola. La encontrarás enseguida, en el gran promontorio situado frente a la capilla.
Jean-Baptiste se excusó por dejarles y continuó camino arriba. El calor empezaba a apretar, así que se quitó el jubón y se lo echó al hombro. El minúsculo santuario apareció en el último momento, al doblar un recodo del sendero. Era una humilde construcción de piedra cubierta de tejas irregulares. Los monjes ni siquiera habían colocado una cruz por respeto a las diversas creencias de quienes pudieran sentirse conmovidos en aquel lugar. Una pequeña explanada se extendía entre la ermita y un promontorio de roca, donde se erguían peñascos como siluetas drapeadas. Desde aquel cerro se divisaba el amanecer. La vista dominaba tres flancos. Jean-Baptiste reconoció a Alix entre aquellas formas. En realidad más bien la adivinó; ella tuvo la misma intuición y se levantó. Él se acercó corriendo, y a diez pasos de ella empezó a andar más despacio para terminar muy lentamente. ¡Cómo había cambiado! Su rostro, su cuerpo y su compostura habían madurado, y su belleza resplandecía aún con más intensidad que antes. Vestida de amazona, estaba libre de las trabas de los vestidos y de los corsés y llevaba el cabello suelto. Todo esto —se dijo— no es nada en comparación con ese aire de majestad y de insumisión. Y él, cuya imagen ella había lustrado con la ausencia, volvía a adquirir aquel vigor en los rasgos, aquel brillo en los ojos, aquella gracia y aquella fuerza que se reflejaban en el más insignificante de sus gestos.
Ya habían vencido todos los obstáculos. Entre ellos no había más que diez pasos sobre un suelo pedregoso. De ahora en adelante las diferencias de cuna, la voluntad de un padre, la indiferencia de un rey y la maldad de tantos hombres ya no supondría mayor impedimento en su camino que los guijarros de lava apagada que cubrían el suelo.
Cuando casi estaban a punto de tocarse, continuaron mirándose gravemente. Después de todo, hasta entonces no habían hecho nada más que hacer realidad un primer encuentro cabal y verdadero. Ya no se trataba de la comedia de los ojos bajos o las miradas de soslayo. Eran libres y primero tenían que verse, verse impúdicamente hasta el fondo de sus almas, tal como eran ahora, más ellos mismos que nunca. Alix alzó suavemente la mano y la acercó a los labios de Jean-Baptiste, que besó la punta de sus dedos. Eran libres y ya no tenían que eludir los placeres ni escatimarlos por la premura, aunque quisieran más.
El cielo estaba cubierto de grandes nubes blancas, algodonosas y serenas. Jean-Baptiste dejó caer el jubón sobre un peñasco y atrajo a Alix hacia él. Eran libres y ya no tenían que negarse al deseo, con tal de que estuviesen de acuerdo, y poco es decir que lo estaban. Se abrazaron, fundieron sus bocas, sus caricias, y no hay nada que decir que no puedan imaginar quienes hayan sido plenamente felices en algún momento de su vida.
Se quedaron en la montaña toda la mañana, caminando muy juntos, uno al lado del otro, deteniéndose para retomar el curso suspendido de sus besos. Las inmensas losas de basalto estaban inclinadas unas sobre otras, como las hojas de un libro gigantesco. Las que se encontraban más lejos se revelaban a la vista en planos sucesivos, con diferentes tonalidades de azul y hasta el malva más lejano, que era el mar Rojo. Ningún lugar está más atormentado que estas alturas del Sinaí, porque parecen emerger de las entrañas de lava de la tierra para ser lanzadas al seno tempestuoso de un cielo velado de agua y desatado de borrascas. Caminaban bajo aquel viento cálido que hacía volar sus cabellos, entrelazándolos.
—¡Qué magia irradia este lugar! —dijo Jean-Baptiste—, se diría que en cualquier momento puede aparecer Dios entre las nubes…
—¿Y qué harías si cayera aquí, ante nosotros? —le preguntó Alix riendo.
—Pues le diría que se sentara aquí, en esta piedra, porque supongo que debe ser muy anciano y que estará cansado.
—¿Y luego? —prosiguió Alix, apartando un mechón de cabellos de la frente de su amado.
—Pues luego le diría que nos bendijera. Y hablaríamos de su vida y de la nuestra.
—¿Y si te diera sus mandamientos?
—Le diría que ya están inscritos en sus criaturas y que no debe confiárselos a nadie en concreto, so pena de inventar sacerdotes, reyes, curas y desgracias.
—Serías bastante insolente si respondieras eso y podría enviarte el rayo de su cólera.
—¿Por qué? —contestó con seriedad Jean-Baptiste—. Si hay un Dios, debe de amar a los hombres felices.
Así pasaron aquellas horas de perfecta felicidad, entre cortos diálogos colmados de risas y largas caricias.
Cuando emprendieron el camino del monasterio empezaron a hablar más detenidamente sobre los días de su separación, un tema de conversación que no agotarían en mucho tiempo. Alix le reveló que se había entregado a otro hombre, pues aquel secreto era un peso para ella. Le dijo quién y brevemente por qué.
—¿Le amas? —preguntó Jean-Baptiste.
—Sólo he pensado en ti y nunca he dejado de amarte, ni un solo instante.
—¡Entonces qué importa! No soy tu dueño y no hay condiciones en una unión como la nuestra.
En su fuero interno, Jean-Baptiste sonrió al pensar que ya estaba vengado, sin pretenderlo.
En el monasterio almorzaron en compañía de Françoise y el maestro Juremi. El protestante acogió su felicidad con buen humor. Había vuelto a hacer gala de su facundia y de su sonrisa. La gran pregunta era adónde ir, pues, aunque Santa Catalina les daba su protección, aún estaban en las tierras del Gran Señor, donde seguramente los seguirían buscando.
—Françoise y yo nos vamos a Francia —dijo el maestro Juremi.
—¡Francia! ¿Pero es que has olvidado que eres protestante?
—Si me olvido de eso, ellos me lo recordarán —dijo el maestro Juremi entre risas—. Seamos serios: ¿qué es mejor, seguir siendo parias en Oriente o serlo en la patria chica? Ya tenemos una edad en que errar es un dolor más grande que cualquier otro, así que nos adaptaremos a la acogida que nos den.
Habían tomado su decisión y no cabía esperar que cambiaran de parecer. Se quedarían un mes en el monasterio, el tiempo necesario para que se calmara el asunto del secuestro en Constantinopla, donde el señor De Maillet lo habría dado a conocer. Después remontarían hacia Palestina, embarcarían en Junieh[21] para dirigirse a Chipre, y desde allí a Grecia, Venecia y Francia.
Al verlos tan fuertes, tranquilos, curtidos por sus experiencias y unidos por una ternura tan profunda, nada parecía que pudiera interponerse en su común voluntad.
Alix había soñado mucho con Abisinia. Jean-Baptiste le habló de aquel país durante horas, y su curiosidad creció más aún. Por un momento se propusieron ir allí, pero durante su estancia en el monasterio se dio la circunstancia de que los marinos de Thor les llevaron una carta de Murad, que había conseguido llegar a Massaua. Este había realizado su misión y daba noticias de Etiopía. El emperador Yesu había muerto unos meses atrás, probablemente a causa de la enfermedad que Jean-Baptiste conocía. Su hijo, educado bajo la férula de los sacerdotes, veía con muy malos ojos a los extranjeros, hasta el punto de que el propio Murad renunciaba a darle cuenta de su misión y prefería regresar a Alepo o a Jerusalén, donde sabría hacer valer su estancia entre los francos de El Cairo, como cocinero.
Estas nuevas disuadieron a Jean-Baptiste de llevar a cabo su viaje, motivado en parte por la amistad del emperador que les habría protegido. Nadie se había empeñado con tanto ardor en impedir que los extranjeros alteraran aquel país, ni lamentaba tanto ver cómo seguía su propia historia, en la que Occidente no tenía parte y donde tampoco había un lugar para los occidentales.
En consecuencia decidieron cabalgar hacia el norte y acompañar a Françoise y al maestro Juremi hasta San Juan de Acre. Luego se dejarían llevar por su instinto.
El abad murió al cabo de una semana de extrema debilidad. Fue enterrado con el fervor de todos. Su sucesor fue elegido por los monjes. Alix y Jean-Baptiste se acostumbraron a hacer grandes paseos por la montaña, pero también por el dédalo oscuro de las callejuelas del monasterio, que acabó por resultarles familiar. Su lugar preferido, a la caída de la tarde, cuando el calor aflojaba un poco, era un pequeño patio situado junto al ábside de la basílica. En aquel espacio milagrosamente vacío crecía un arbusto anodino que no era objeto de cuidado alguno. Sin embargo era la razón de ser del monasterio, el enclave sagrado alrededor del que giraba el edificio. Aunque no era de la misma especie que la planta frente a la que los dos amantes se habían hallado, y que Jean-Baptiste había encontrado en El Vah —lo cual en parte les había decepcionado—; por lo que les dijeron se trataba la auténtica zarza ardiente de Moisés.