3

El niño pasó el resto de la mañana bajo la sombra rala de un almendro agostado. Un ejemplar solitario erguido sobre una linde vieja que los últimos arados habían levantado por uno y otro costado. Desde allí tenía una buena panorámica de los alrededores y, en caso de que la partida se acercara, podría esconderse fácilmente, o incluso escapar reptando a lo largo de la linde. A pocos metros de donde se encontraba sentado, el camino que lo había llevado hasta aquel lugar continuaba bajando en dirección norte. En el tiempo que estuvo allí, lo recorrió decenas de veces con la mirada. Primero, un olivar abandonado, a la derecha. Luego, una curva en bajada dentro de la cual se elevaba una loma con una palmera en lo alto y lo que le parecía una higuera un poco más lejos. Más allá, el camino asomaba y se escondía entre las olas del terreno hasta desaparecer por la última colina a tres o cuatro kilómetros hacia el norte.

Hizo memoria de su encuentro con el pastor. El perro oliéndole la mano y el hombre fumando encorvado, con la manta sobre las piernas. Al mediodía una gota de sudor le bajó por la frente hasta caerle sobre la tela del pantalón, donde desapareció en un instante. Se quitó la camisa, la extendió delante de él y sobre ella vertió el contenido de su bolsa de lona. Separó sus pertenencias de los víveres que le había dejado el pastor: tres tiras de carne de cabra, tensas como el afilador de un barbero, una corteza de queso para roer, un trozo de pan y una lata de cuarto de kilo vacía. «Te vendrá bien», le había dicho el viejo por la mañana, tirándosela a los pies.

«Te vendrá bien», se repetía bajo la sombra clara. ¿Por qué no le habría dado agua directamente? ¿Acaso abundaban los manantiales por las cercanías y había supuesto que hasta un niño como él los encontraría? ¿Era una invitación al reencuentro? ¿Tomaría leche en ella la próxima vez que se vieran?

Sed.

Con el sol en lo más alto volvió a meterlo todo en la bolsa, se puso la camisa y salió a la vereda. Caminó hasta la curva y antes de empezar a descenderla, se salió de las roderas y subió por la loma hasta alcanzar la palmera. Tenía el tronco agujereado y de lo alto colgaba una gran papada de ramas muertas. La sombra de la copa se proyectaba contra el suelo, dejando el tronco justo en el centro de la mancha. Se descolgó el morral y limpió de hojas y piedras un trozo de terreno. Como había hecho anteriormente, se quitó la camisa y la extendió como mantel en la parte limpia. Sacó los alimentos de la bolsa, los ordenó sobre la tela y se sentó a comer. Royó la corteza, intentando alejar de sí la idea de que no tenía agua. El queso, rancio y sudoroso, formó una película en su paladar que ya no le permitió descansar porque la sensación encurtida que le producía solo podía ser lavada con agua. Rascándose el cielo de la boca con la punta de la lengua, se puso de pie. Cerca del árbol, inspeccionó las ruinas de una vieja construcción de adobe que el sol y el viento habían erosionado hasta convertir sus muros en un reguero de arcilla sobre el suelo. Reconoció la planta rectangular de una vivienda con una sola estancia, como era costumbre en la provincia, y recordó su casa a las afueras del pueblo.

Ahora, solo bajo el sol, contemplaba aquel perímetro de dos palmos de altura con los bordes romos, como un cráter con cuatro esquinas. Se subió a una de ellas y oteó los contornos en busca de señales que delataran la presencia de sus perseguidores o de cualquier otra persona. El territorio se ondulaba liviano en todas direcciones y, allá donde mirara, la visión rasa se deformaba por los efectos del calentamiento del suelo.

Buscó por los alrededores de la ruina los restos de algún pozo. Supuso que quien construyó la casa debió de hacerlo sobre un manantial o una corriente subterránea. Sin darse cuenta, con la mirada atenta al suelo, fue ampliando el radio de su exploración hasta llegar a la higuera que había divisado desde el almendro. Le sorprendió que aún conservara hojas verdes en aquella época del año y que el olor que desprendía no fuera el de la hierba seca. Le embelesó el aroma dulzón de los higos ausentes y, sin ser consciente, alguna parte de él se meció en un recuerdo agradable. Quizá una tarde de verano jugando bajo la higuera de la estación del ferrocarril, en un momento todavía inmaculado. Escondido entre las ramas tiernas y los higos reventados. Embriagado por la abundancia laberíntica y cavernosa de las pulpas calientes. Los colores de la maduración, la fina piel como una frontera delicadísima o como un débil pretexto de la canícula para aguantar solo hasta la llegada del tacto.

Hizo una breve pausa bajo la sombra olorosa y continuó con su pesquisa. Detrás de la higuera encontró el esqueleto de una torre de metal tendida en el suelo. Escuadras de hierro corroído unidas por remaches, al final de las cuales distinguió los aros que, en su día, debieron de sustentar las aspas de madera. Le pareció un molino de pozo. Tanteó con la punta del pie la consistencia de su hallazgo y la estructura se desconyuntó. En un primer momento le sorprendió no haber divisado los restos desde el almendro pero, observando de cerca el reguero de escamas de óxido y cagafierro, lo que de verdad le asombró fue que alguien hubiera construido un molino tan corto. Pensó que si hubiese tenido unos metros más, quizá hubiera conseguido recoger aire de capas más altas, girar a otra velocidad y trabajar así para el granjero y su familia. Puede que de esa manera no hubieran tenido que marcharse y lo que ahora era una mínima colina de adobes en aluvión, podría ser todavía un hogar. Se preguntó cómo no se habían dado cuenta de algo tan trivial y lo primero que supuso fue que el granjero no había dispuesto de más hierro. ¿Por qué no lo hizo entonces de madera? ¿Qué clase de persona se asentaría en un lugar como aquel con tan escasa visión? A juzgar por el estado de la estructura, su solución llegaba con muchos años de retraso, pero en todo caso, ¿quién habría preguntado a un niño sobre las dimensiones de un molino como aquel?

La lengua pegándose al paladar lo devolvió a la realidad. Había llegado hasta allí en busca de agua. Al pie de donde debió de estar la torre, los restos de una higuera muerta se enmarañaban entre los barrotes de una reja. Por la abundancia de ramas entrelazadas, dedujo que en otro tiempo abundó el agua bajo sus raíces. Lianas gordezuelas que habían crecido bulbosas entre los agujeros del enrejado hasta fundirse las unas con las otras como si fueran de gelatina. Palmo a palmo, inspeccionó el centauro hasta encontrar un hueco herrumbroso que aún no hubiera sido colonizado por las lianas. Intentó mirar a través del agujero, pero no distinguió nada en la oscuridad del otro lado. Una corriente de aire fresca y húmeda brotaba del orificio. Pensó que quizá, a pesar de todo, había tenido suerte. ¿Le habría conducido el cabrero hasta allí al entregarle la lata?

Buscó un guijarro que cupiera por el agujero y lo dejó caer. La piedra no tardó en alcanzar el fondo, pero para el niño, que soñaba con un ruido de agua clara y fresca, el tiempo se dilató hasta despertar mucho después de que la piedra hubiera llegado al final de su caída. Arrojó una nueva china y, entonces sí, con los cinco sentidos puestos en la maniobra, esperó. El fondo devolvió un golpe ensordecido. Sin rastro de salpicaduras ni del chasquido acuoso de los pozos repletos. Tampoco había habido ruido de piedras y el chico pensó que, a lo sumo, el fondo de la sima sería un barrizal pastoso producto de alguna corriente subterránea en retirada.

Regresó a la palmera, acalorado. La sombra de la alta copa ya no estaba sobre la camisa. La corteza de queso sudaba su grasa sobre la tela, formando un lamparón como un arrecife coralino. La lata ardía y tan solo las tiras de carne parecían no haber sufrido por la intemperie solar. Guardó los víveres en el morral, se puso la camisa y se preparó para descansar bajo la escueta sombra a la espera de que la tarde perdiera fuerza.

Las horas pasaban lentas y, aunque tenía hambre, no tocó la comida porque sabía que comer le daría más sed. Una y otra vez le vino a la cabeza el tonel de la casa. En él guardaban el agua de lluvia que recogía el tejado en los días en que caía algo del cielo. A pesar de que eso no ocurría desde hacía meses, el tonel siempre estaba lleno. Su madre se encargaba de acudir al caño de la plaza con un cántaro de una arroba para que el nivel del agua no bajara de la marca que había en el interior de la cuba. Era una orden del padre. Iba hasta la plaza y desde allí caminaba a lo largo de la fila de cántaros que las mujeres habían ido dejando a la espera de turno. Cuando llegaba al final, colocaba su cántaro y volvía a la casa para continuar con sus trabajos. Cada cierto tiempo volvía a donde había puesto el cántaro y lo acercaba al caño a medida que los que estaban delante iban siendo llenados y retirados. Y aunque casi todos los cántaros eran hijos de las manos del mismo alfarero, todo el mundo sabía de quién era cada recipiente. Las mujeres que se cruzaban por las callejuelas murmuraban entre sí para saber por dónde iba la fila o si había crecido el caudal del caño en las últimas horas. Durante el verano, el chorro de la fuente, ya de por sí raquítico, adelgazaba un poco más hasta convertirse en un hilo lastimoso y desesperante. Aun así, la madre acudía al caño cada vez que el nivel del tonel bajaba más de la cuenta. Recordó la tarde en que el padre irrumpió en donde estaban y se llevó a la madre, apretándole el codo. La puso frente al tonel y, zarandeándola, sacó su navaja. La madre abrió la boca y luego la escondió entre los pliegues de su pañuelo negro. El padre clavó la punta de acero en el interior de la cuba, rasgó hasta que la hendidura fue lo suficientemente profunda y se marchó. Entonces la madre, sola, se apoyó en la barriga del tonel y se dejó caer. Una mancha de virutas y serrín quedó flotando en la lámina de agua negra.

Contemplando la copa quieta de la palmera contra el cielo azul, se preguntó por qué esa necesidad de acaparar agua que tenía el padre. Pensó que quizá la atesoraba para venderla a precio de oro el día en que el caño dijera basta. Quizá quisiera proteger a su familia en caso de que volviese a haber una sequía extrema y convertirse en el último hombre en abandonar el pueblo. La dominación estaba grabada en el interior de la barrica como una herida abierta sobre la madera en la que se enganchaban mechones mucosos. Una marca oculta o un código cerrado. Una hendidura que era como una daga que asomaba de las entrañas del tonel solo para la garganta de la madre.

A pesar de haber pasado la noche caminando, sabía que no debía dormirse. El sol terminaría declinando, pero en su avance desplazaría la sombra de la palmera y lo dejaría al descubierto. Se tendió en el borde de levante con la idea de cambiarse de sitio cuando toda la mancha de sombra hubiera cruzado sobre él. Desde el suelo, elevó la cabeza y miró hacia los lados para calcular el lugar en el que finalizaría su recorrido reptil. Luego, volvió a poner la cabeza en su sitio y se dejó arrullar por el sonajero de palmas secas que se frotaban entre sí en las alturas.

Se quedó dormido.

Para cuando se despertó, ya llevaba casi dos horas al sol. Notó tirantez en la piel de la cabeza, desde el mentón hasta el cuero cabelludo. La raíz de cada pelo vivía en una angustia microscópica que, multiplicada, le producía desconcierto y rigidez. Un zumbido eléctrico azul cobalto inflamaba su cerebro y sintió que la cabeza le iba a estallar. A cuatro patas, reptó hasta la sombra de la palmera y se dejó caer. El polvo huyó bajo su cuerpo, formando una nube en miniatura.

En su delirio, una red de curvas gomosas se mece sobre un lecho aceitoso. No hay un horizonte propiamente dicho, pero una fuente de luz rojiza se desvanece en algún lugar de la escena. La oscuridad gana la batalla. Los matices se van perdiendo y los poros cerebrales se van colapsando. En algún momento, dentro de su cabeza, hay una circunvolución que despierta y la alerta cobra una forma embrionaria. Su voluntad se abre camino como un Laocoonte a través de la penumbra húmeda de su cerebro hasta que su consciencia es total. En la silla turca de su cráneo se sienta él o alguien que vive en su interior y que toma el mando de su cuerpo. Activa los órganos y abre espitas para que la sangre vuelva a fluir a través de los conductos colapsados por el vacío repentino. El niño de la silla le ordena abrir los ojos, pero no consigue que los párpados se eleven. Una ola extraña y minúscula recorre su frente como una lija de babas que le rasca la piel dolorida. De nuevo, intenta levantar los párpados sin resultado. Pesan como cortinas de guadamecí. Gritos del averno empujan los muros de su cabeza de fuera a dentro. Nota la vibración en sus sienes membranosas y siente flotar sus ojos en las órbitas como hielos en un vaso. Quien está sentado dentro de su cráneo busca alternativas. Viaja por el interior de su cuerpo hueco hasta alcanzar las puntas de los dedos. Lanza hacia los extremos descargas eléctricas y los patea, sin conseguir movimiento alguno. La lija caliente recorre su cara y se cuela por sus dientes y encías. Definitivamente, está atrapado en su cabeza y solo le aguarda esperar la muerte. Escucha el tintineo de unas campanillas sumergidas en grasa. Pasos que se acercan, apretados y torpes. Alguien ha descubierto su cuerpo y quizá pueda darle entierro. Por horrible que sea su agonía, al menos así no se lo comerán los perros. Una muerte consistente en mordeduras sucias en las falanges. Las arrancan de cuajo o las mastican in situ. Luego, las palmas de las manos. Las puntas de las lenguas limpian los espacios entre los gruesos tendones del pulgar. El crujir del radio como una mansa pirotecnia ósea. Los huesos astillados flotando en las fibras musculares que cuelgan. No hay dolor en ningún momento y todo se reduce a esperar, rabioso o paciente, a que las dentelladas alcancen los centros de poder. Si la muerte ha de llegar por una mordedura infecciosa o por un desgarro en los ventrículos, es algo que carece de importancia. Tan solo cuenta la incapacidad para levantar el cuerpo y, aun con las manos medio comidas, destruir la orgía de perros y microbios. Algo le zarandea la cara. Quizá una mano. A continuación un golpe. El niño que está dentro del niño se agita, agarrado a la silla. En el seísmo interior, sin querer, activa algún mecanismo oculto y consigue que al chico se le abran los ojos. El rostro del cabrero, a un palmo del suyo, se interpone entre su cara y el sol como un eclipse de luna.

—¡Chico, chico! Despierta.

El perro le lamía una mano con la misma abrasividad con la que antes le humedecía el rostro y las encías. El aliento agrio del viejo quemaba sus ojos recién abiertos. Balbuceó mientras su mirada se hundía en el entrecejo del pastor hasta posarse sobre un grano sebáceo plantado como un hito fronterizo entre una ceja y otra. El hombre tenía la frente llena de gotas de sudor y algunas de ellas le cayeron sobre la nariz, rodando por su piel como lágrimas de otro. El viejo se retiró unos metros y buscó algo en uno de los serones que cargaba el burro. Volvió adonde estaba el niño y se arrodilló junto a él con una lata en la mano. No necesitó abrirle la boca porque el sol había tensado tanto su piel que ahora era un ojal de pellejo curtido. La clase de tirantez con la que un cochinillo sale del horno. El pastor tuvo la precaución de verter el líquido posando el borde de la lata sobre la comisura de los labios, pero el perro, que merodeaba curioso, le despistó un momento y el viejo elevó la lata, haciendo que el agua cayera a plomo sobre la laringe del niño. El chico se atragantó y se incorporó como un Lázaro desquiciado. Su mirada, ausente, se había quedado enredada en algún lugar de su pesadilla y, por un momento, pareció que no era humano. El pastor apartó el cacillo y se retiró a un lado como si temiera una explosión inminente. La luz del ocaso enrojecía los contornos de las cosas transformando lo real. El chico resquebrajó el aire con el grito de quien regresa por el túnel que conecta la vida con la muerte. El viejo asistió al lamento y, por suerte, fue el único que escuchó aquella voz rota clamando en el desierto.

Entre sorbo y sorbo de agua, con la noche ya cerrando, el viejo anduvo merodeando por el lugar y al rato regresó con un ramillete de hierbas y un panal abandonado. Formó un hogar con rocas y encendió fuego. Sobre una sartén ennegrecida vertió un chorro de aceite y frio hojas de llantén y de caléndula. Un extraño olor se sumó al coro de aromas que emanaban de los animales y del secarral anochecido. Trazas de regaliz, orégano y jara. Tierra seca. Recuerdos de la higuera cautiva. Excrementos y orines de las cabras, queso agrio y alguna bosta fresca del burro a pocos metros, con su pestilencia húmeda y tibia. Sobre el refrito caliente de hojas, el viejo fue rompiendo trozos de la cera del panal y, cuando lo hubo mezclado todo, empapó con el mejunje jirones de tela sucia. El chico, tumbado junto a la palmera, dejó que el viejo le envolviera la cabeza con su remedio sin rechistar, en parte por debilidad y en parte por necesidad.

Cuando el viejo hubo terminado la cura, extendió su manta a unos pasos de donde estaba el muchacho y le indicó que se tumbara encima de ella. El niño se levantó y caminó tambaleándose como un junco en cuya punta se hubiera posado un tordo bien alimentado. El viejo había dispuesto como almohada la albarda de centeno. El chico apoyó con cuidado la cabeza en el aparejo y se acomodó sobre la lana raída lo mejor que pudo. Desde allí, recorrió la Vía Láctea de un extremo a otro mientras escuchaba al viejo ir y venir y a las cabras moverse por los alrededores. La franja refulgente y pacífica. Identificó las constelaciones que conocía y, una vez más, proyectó el lado del Carro que terminaba en la Estrella Polar. Se preguntó si volvería a caminar en su dirección cuando se recuperara. Notó la rigidez de los emplastos del cabrero enfriados sobre su rostro, una máscara en la que el viejo solo había abierto huecos en los ojos y en la boca. La humedad cerosa de la tela no terminaba de transferirse a su piel, que todavía le tiraba. Pensó en aquel revés que, a la primera de cambio, le había derribado hasta dejarlo postrado sobre la manta de un pastor anciano.

Aromas de pan sobrevolaron su rostro y notó cómo su boca salivaba. Buscó el origen del olor y vio al pastor apagar a pisotones la pequeña fogata, y cómo después esparcía tierra suelta por encima hasta ahogar las brasas. Luego el viejo caminó hacia donde él estaba y se quedó parado a sus pies. En medio de la noche, parecía dudar de si el niño estaría despierto o dormido. Con la punta de su bota meneó la pierna del muchacho y, antes de que este se moviera, le habló.

—A comer.

—Sí, señor.

—No me llames señor.

Cuando el chico llegó adonde había estado la hoguera, el viejo ya estaba comiendo. Empapaba trozos de pan ácimo en un recipiente con vino. Sobre una piedra situada al otro lado de las cenizas, había un cuenco de madera de olivo del que se levantaban hebras de vapor. El niño miró al viejo como si le pidiera permiso para entrar en su casa y este señaló con el mentón el cuenco de leche recién ordeñada. El chico se sentó en la piedra y se acercó el tazón a los labios. Parte de la leche corrió por los pliegues cerosos del emplasto. El niño notó como, por fin, la tensión de su boca cedía ligeramente y era capaz de acomodar los labios a la forma del recipiente. Durante un rato se limitó a tomar la leche a pequeños sorbos mientras estudiaba la figura del viejo al otro lado. Lo miraba de soslayo para poder retirarse si el hombre le sorprendía, pero el pastor estaba ensimismado en su cena y no le prestaba atención. En un momento, el chico vio sobre la sartén la mitad de la torta de pan que el cabrero había cocinado. Pensó que el viejo la había dejado allí para él, pero no se atrevía a levantarse y cogerla. Hizo ademán de incorporarse, pero retrocedió de inmediato, presa de la vergüenza o del miedo.

—Cómete la torta.

El chico ablandó los trozos en su leche tibia tal y como había visto hacerlo al pastor. Le costaba masticar y tragar pero, en esas circunstancias, el hambre venció al dolor, como habría de ser ya para siempre. Mientras rebañaba su cuenco, pensó que era la primera vez que tomaba algo caliente desde que había salido de su casa dos noches atrás y que también era la primera vez en su vida que comía en compañía de un desconocido. Allí, con el cuenco entre las manos, se dio cuenta de que no había previsto contingencias tan básicas como la falta de alimentos o las verdaderas condiciones de vida que imponía un llano como aquel. En sus cálculos tampoco entraba la idea de tener que pedir ayuda a alguien y, mucho menos, hacerlo tan pronto. En realidad, no había preparado su marcha. Simplemente, un día, una gota derramó un caldero. A partir de ese momento, brotó en él la idea de la fuga como una ilusión necesaria para poder soportar el infierno de silencio en el que vivía. Una idea que se empezó a formar en su mente en cuanto su cerebro estuvo listo para albergarla y que ya no le abandonó nunca más. Salvo el morral y la precaución de escapar en una noche sin luna, no había hecho ningún otro preparativo ni cálculo. En todo caso confiaba en sus conocimientos para abrirse paso con mayor soltura. Al fin y al cabo, él era tan hijo de aquella tierra como las perdices y los olivos. En las noches previas a la marcha, mientras su hermano dormía a su lado, se imaginaba tendiéndoles trampas a los conejos en las bocas de sus madrigueras o cazando codornices con su tirachinas. Había aprendido a tratar a los hurones y a prepararlos para el acecho. Desde que tenía uso de razón había acompañado a su padre a cazar conejos con ellos. Llegaban a un talud o a un camino hundido en el que hubiera madrigueras y cubrían todas las salidas con redes. Las ponían clavando a los lados de los agujeros sendas estacas de madera. Entonces colaban al hurón por debajo de una de ellas y esperaban. A los pocos segundos el bicho llegaba al recodo donde estuviera escondido el conejo, le mordía y este salía disparado por cualquiera de las bocas de la madriguera. El animal se topaba con la red y cuando, en su huida, tiraba de ella, los extremos atados a las estacas encerraban al animal en una bolsa.

Luego, a la luz de un fuego como el que había encendido el cabrero, espetaría sus presas y las asaría bajo las estrellas y la amable brisa de la noche. No había pensado en el agua que necesitaría, ni en dónde encontrarla. Sencillamente, no había previsto un itinerario. Su mapa mental terminaba en los confines de la franja de olivar situada al norte del pueblo. Más allá no conocía nada. Había imaginado que, tras las colinas, habría infinitos olivares y que podría ir de tronco en tronco, de sombra en sombra, hasta encontrar algún lugar más propicio para vivir. Tras el último olivo, sin embargo, le estremeció la llanura en medio de la que ahora se encontraba. No sabía cuánto se había alejado del pueblo exactamente y los únicos que podrían haberle informado de ello, o le estaban persiguiendo o, como el viejo, casi no hablaban.

El pastor terminó su cena mordiendo una cuña de queso correoso y, cuando acabó con ella, se levantó y caminó hasta donde estaba el chico. Delante de él cortó otra cuña de queso y se la acercó sin mirarle. El niño alargó el brazo y se llevó el triángulo a la boca. El viejo se dio la vuelta y, rodeando la hoguera extinguida, estiró la gualdrapa del burro sobre el suelo. Del zurrón sacó unas tiras amarillentas de bacalao. Les quitó la sal más gruesa con la mano y las metió en un cuenco, que rellenó de agua. Después, como si estuviera solo en el mundo, se tiró varios pedos y se dispuso a acostarse. El chico observó la dificultad del pastor para agacharse y todos los movimientos que realizó en el suelo para acomodar su cuerpo huesudo entre los guijarros.

El chico se quedó sentado sobre la piedra mucho tiempo después de haber terminado su cena. Parecía como si, de nuevo, hubiera entrado en una casa cargada de normas y necesitara algún tipo de permiso o de orden para poder irse a acostar. Al otro lado de la hoguera, los ronquidos del viejo se mezclaban con el canto de las cigarras y los grillos. La brisa balanceaba las hojas de la palmera muchos metros por encima del suelo y el chico las miró bailar sobre el acúmulo de ramas muertas que pendían del tronco. Recorrió el lugar con la mirada y levantó un dedo para buscar una brisa que no encontró. Pensó que a la altura a la que la copa de la palmera crecía, corría un aire más puro que el que circulaba a ras de suelo y que algo habría hecho la palmera para merecer ese aire balsámico. Se palpó la máscara cerosa y sintió la piel de su cara súbitamente reblandecida y caliente. Algo habría hecho él para merecer sus quemaduras, su hambre y a su familia. «Algo malo», le recordaba el padre a cada instante.

Lo despertó el perro, buscándole el cuello con su hocico húmedo, cuando empezaba a amanecer. El emplasto se le había soltado durante la noche y ahora era un montón apestoso junto a su cabeza. Se palpó la cara y notó un par de ampollas en los pómulos. La piel ya no le tiraba tanto como el día anterior, pero seguía notándola dura. El cabrero estaba sentado en el mismo lugar en el que había cenado, mordiendo un trozo de bacalao del que goteaba un líquido blanquecino. Atacaba la bota de vino con buches largos. El niño se incorporó hasta quedarse sentado sobre la manta y buscó la mirada del cabrero, pero este no le prestó atención. A su lado, el cuenco que vació la noche anterior volvía a estar lleno de gachas con leche recién ordeñada. Tomó el tazón en sus manos y notó la tibieza de la madera. Buscó de nuevo los ojos del pastor y, aunque sabía que no le iba a mirar, levantó el alimento hacia él en señal de gratitud.

Durante el desayuno asistió, por vez primera, al aparejo del burro. Una liturgia que él mismo habría de reproducir el resto de su vida y que, con el tiempo, pasaría a formar parte de un ritual mayor: el del oficio y el tránsito.

El viejo agarró al burro por la cabezada y tiró de ella hasta que el asno se puso de pie. Sin destrabarlo, colocó sobre su lomo un albardón largo de lona armada. Encima dispuso un ropón de arpillera raída y luego una albarda de centeno cuyo ataharre el viejo pasó por debajo de la cola. Antes de cargar al animal, redistribuyó el relleno de paja, que con el trasiego se había acumulado en las partes bajas del aparejo. Lo aseguró todo con una cincha de esparto gruesa que apretó bajo la panza de la bestia. Encima de la albarda extendió el mandil, lo que hizo al chico recordar el momento de la misa en el que el cura volvía al altar después de haber dado la comunión. Con la ayuda del monaguillo, iba apilando sobre el cáliz el corporal, la patena, el purificador y la llave del sagrario.

Por último, el viejo cruzó sobre el mandil cuatro aguaderas de esparto unidas entre sí, acomodando dos en cada flanco. El burro, que hasta el momento se había mostrado tranquilo, hizo ademán de iniciar la marcha. El viejo le acarició la frente y le metió los dedos por el tupé que asomaba entre las orejas y el asno volvió a la calma.

El pastor repartió la carga entre las cuatro aguaderas y cuando todas sus pertenencias estuvieron dentro, contempló el conjunto y resopló. Recolocó algunos objetos pequeños, afianzó el trébede y la sartén y, entonces sí, le quitó al animal la traba de soga que le unía las manos.

El perro correteaba de un lado a otro apretujando las cabras contra el culo del asno que de vez en cuando coceaba para apartarlas. El viejo repasó con la mirada el campamento y luego contó sus animales señalándolos uno por uno con el dedo. Se acomodó el sombrero y extendió una mano hacia el chico.

—La manta.

El niño se levantó al instante, recogió la manta del suelo y estiró un brazo para acercársela. El viejo la recibió y con ella cubrió el contenido de los serones. Silbó al perro y, como la última vez que se vieron, el animal corrió hacia las cabras más apartadas y las atosigó para que se juntaran. El chico se preguntó si habría de repetirse para él un día como el anterior: desayuno al amanecer, camino e insolación. El viejo agarró el ronzal y le pegó un par de tirones. El asno comenzó a avanzar detrás del pastor bamboleando la carga y el resto de la comitiva les siguió. El niño se quedó donde estaba, viendo pasar el rebaño por delante de él y cómo se alejaba despacio con su algarabía de balidos y cencerros templados en todos los tonos posibles. El viejo y el burro por delante, el perro enloquecido y luego las cabras, dejando tras de sí una estela de cagadas como la cola de un cometa. Cuando habían recorrido veinte metros, el viejo se detuvo y se volvió hacia donde se había quedado el niño.

—No te voy a esperar toda la vida.