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Caminaron un par de horas sobre baldíos, con el chico, tal y como le había ordenado el viejo, siempre pegado al burro. Se detuvieron en un campo abandonado donde todavía quedaban restos de la última siega. Las cabras se dispersaron y comenzaron a repasar los tallos ralos con las cabezas cerca del suelo. El niño, que se había cubierto la cabeza con la camisa, observó la escena a la sombra del burro. El viejo, de pie, giró sobre sí hasta barrer el inmenso espacio que los rodeaba. Con la palma de la mano haciéndole visera, se entretuvo un rato mirando hacia el sur. Luego, sacó del zurrón su tabaquera y se lio un cigarrillo. Cuando lo terminó, miró hacia el cielo limpio y lo repasó de lado a lado. Se quitó el sombrero para airearse la cabeza, silbó al perro y reemprendieron la marcha.

Se desplazaban sobre el suelo pedregoso a un ritmo tan lento que ni tan siquiera levantaban polvo. Allí por donde pasaban, los restos de surcos y eras les hablaban de desolación. Besanas lavadas sobre las que ondulaba una costra de barro cocido que solo el asno cargado hundía. Huertas viejas como tablas de lavar y pedernales desprendidos de los trillos con sus bordes afilados y su aspecto ceroso. Llegó un momento en el que el sol estaba tan alto que el burro ya no protegía con su sombra al chico que, a cada rato, manipulaba su camisa para intentar que le cubriera al mismo tiempo la cabeza y la espalda. De vez en cuando miraba al anciano para hacerle entender su agobio, pero el hombre, inmune al calor, seguía trazando el rumbo como si anduvieran por la ribera de un lago de montaña. En una ocasión, el muchacho se retrasó para recolocarse el turbante. El perro se quedó junto a él, agitando el rabo y correteando a su alrededor como si el acompañante de su amo fuera su juguete nuevo. Para acomodarse la tela, el niño hacía ademanes exagerados y bufaba de fastidio como si así la camisa se pudiera estirar o el viejo fuera a encontrar, en medio de la nada, un bosque de hayas. Lo máximo que consiguió fue que el pastor se detuviera, pero no para esperarle, sino para fingir que vertía agua de una garrafa vacía. Entonces el niño, viendo en la distancia cómo el hombre se llevaba el cacillo a la boca, dejó de arreglar la tela que lo cubría y apretó el paso para alcanzarlo antes de que terminara con todo el líquido. Cuando llegó, con la camisa cayéndole desde la cabeza de cualquier manera, el viejo estaba poniéndole el corcho a la garrafa. Silbó y continuaron la marcha.

Finalmente, cuando el sol ya era insoportable, pararon. Dos alisos exhaustos agitaban hojitas lacias a unos metros de un carrizal, en la orilla de lo que debió de ser una charca. Por un lado, una hilera de fronda pálida crecida a lo largo de un surco se alejaba del mazo principal como una púa sobre el llano. Por el otro lado, sobre el lecho seco y quebrado de la laguna, se dibujaban líneas como isóbaras formadas por restos vegetales. Testigos de los últimos estertores de la charca. Rastros deshidratados de suciedad que las olas habían alineado y que la evaporación había terminado por posar sobre el fondo. La brisa caliente del mediodía hacía rozar los juncos entre sí, esparciendo por los alrededores ecos de frágiles cascabeles de madera. Ásperas melenas agitándose como banderas de oración, pero sin caballos briosos, ni joyas, ni mantras. Reclamos tendidos al cielo que, en lugar de esparcir bendiciones, parecían convocar al sol para inmolarse con la ayuda de un cristal o de un rayo.

El pastor llevó al burro hasta los alisos y allí comenzó a descargarlo. El niño lo observó ausente, como si aquello no fuera con él, enajenado por la sed o por encontrarse, de repente, en una parada con la que ya no contaba. Tenía las pústulas de la cara enrojecidas. El viejo se volvió hacia él con las manos quietas sobre el cintero. El muchacho, cargado de polvo, permanecía petrificado.

—Chico.

La voz del pastor lo sacó de la sima en que se hallaba y, de manera inconsciente, giró su cabeza hacia el hombre. Allí encontró al viejo detenido en su maniobra, mirándole a la cara por primera vez. Tenía los ojos retranqueados, protegidos de la luz por dos arcadas huesudas que ensombrecían sus córneas lechosas. La mirada del anciano lo penetró y, en ese instante, se recondujo la forma en la que se habían relacionado hasta el momento, del mismo modo que un cirujano reduce una fractura con una maniobra decidida y precisa.

—Chico.

A la segunda voz, el niño se activó y acudió en su ayuda. Fue cogiendo los trastos que el viejo le pasaba y los fue colocando bajo los árboles. Cuando terminaron de liberar al asno, el hombre agarró una de las garrafas y se adentró en el carrizal abriéndose paso con las manos. El chico lo vio desaparecer entre los juncos y las espadañas, y cómo las cabras se acercaban al camino abierto por el pastor. Descorchó la garrafa que había quedado en las aguaderas y la inclinó sobre la lata, pero de ella no salió ni una gota. El muchacho miró al lugar por el que se había marchado el cabrero y, apretando la lata entre las manos, lo maldijo.

Se sentó contra el tronco de uno de los árboles y recorrió el paraje con la mirada. Pensó en la reguera, el arroyo en el que el pueblo vertía sus aguas fecales. Recordó su pestilencia y también los mazos de anea, los ailantos y los grupos de cañas que crecían a su paso. Contempló el estado de aquel bosquecillo pálido como si de un fósil se tratara y luego se puso de pie y avanzó a lo largo del carrizal para inspeccionar sus contornos. El perro permaneció tumbado bajo la escuálida sombra de los alisos. Caminando sobre la lámina de agua huida, sintió el impulso de tirar de las perneras para evitar que se le mojaran los bajos. Un deseo de agua fresca y limpia del que no era del todo consciente, pero del que sí lo eran sus células, pues era otro el modo en que la realidad las impresionaba. Encontró restos de humedad al pie de un taray. Una multitud de pequeñas vías fluviales, como un delta en miniatura, que escapaban hacia la charca ausente. Una carrera más allá de la sombra de los juncos abortada por el sol y la tierra sedienta. Un esfuerzo inútil escrito en los suaves sedimentos arenosos.

Para cuando volvió al campamento, el pastor ya había organizando al ganado, que iba entrando por la vía que había abierto entre los arbustos. Dentro, las cabras agolpadas permanecían durante un momento con la cabeza hundida en el suelo y, cuando el viejo consideraba que tenían bastante, las espantaba golpeándolas en el lomo. Como si los animales formaran un cardumen, el hueco que dejaban los que salían era inmediatamente ocupado por otros. Cuando el pastor vio llegar al chico, señaló con el dedo al aliso en el que pacía el burro. Junto al tronco descansaban las dos garrafas. El muchacho se acercó al lugar y las meneó. Luego descorchó una, llenó la lata y bebió. El agua le supo limosa. Notó cómo tragaba sedimentos y cómo le rechinaban los dientes, pero no le importó.

Comieron con la espalda apoyada en los alisos, rodeados por las cabras, el burro y el perro, que se apretujaban bajo los árboles como si más allá de la sombra hubiese un abismo. Cuando terminaron, el viejo se levantó y se alejó unos metros para orinar de espaldas al campamento. A la vuelta, se desvió unos metros y el niño, desde la sombra, vio como se agachaba y revolvía algo en el suelo. Pensó que se ataba una bota. El viejo regresó a los árboles con una hoja de aloe en la mano. Se sentó donde había comido y, con un cuchillo sin mango, peló su parte más ancha y se la entregó al chico para que se untara con ella las quemaduras de la cara.

Pasaron la siesta bajo las copas de los árboles. El chico embadurnándose las quemaduras con la pulpa transparente, y el pastor tallando un gancho de madera con el que rematar una cincha para el burro. Más tarde, cuando el sol perdió algo de fuerza, el viejo cogió una hoz y pidió al chico que le siguiera hasta un albardinar que había al otro lado de la charca. Antes de rodear el bosquecillo de juncos, el niño tuvo un presentimiento y se detuvo. Cuando el viejo llegó adonde estaban las plantas, se giró esperando encontrar al niño a su espalda. Con la mano de la hoz le hizo un gesto para que se acercara. El muchacho, en la distancia, negó con la cabeza. Entonces el hombre le voceó.

—Atiende.

El viejo se agachó frente a una mata y de un par de golpes segó un penacho de fibras. Lo levantó para que el niño lo viera y luego lo dejó a sus pies junto con la hoz. El pastor volvió hacia el campamento y, cuando se cruzó con el muchacho, le dijo que le llevara ocho o diez haces a los alisos. El muchacho se giró para ver cómo el viejo se alejaba hasta desaparecer por detrás del mazo de espadañas. Caminó hasta donde estaba la hoz y durante un momento contempló el campo que se extendía ante él. Los grupos de plantas reunidos como islas y los caminos guijarrosos entre ellos. Recorrió las veredas buscando los arbustos más crecidos y, cuando encontró lo que quería, comenzó a segar. No le había dicho nada al cabrero cuando este le había mostrado cómo cortar la hierba, pero ese era un trabajo que sabía hacer porque era él quien limpiaba los alrededores de su casa.

Con la tarde claudicando, el niño dio por terminada su faena. Agrupó todo el material en haces y los empezó a transportar hasta la sombra. Dejó el primer hatillo junto al pastor y se fue a por más. El hombre, que ordeñaba una cabra rubia, detuvo sus manos sobre las ubres, pero al momento continuó con lo que estaba haciendo. Ningún reconocimiento, ninguna recompensa. La ley del llano.

Cenaron leche con pan y, después, el chico estuvo un rato untándose aloe en la cara. Se quedó dormido viendo cómo el cabrero convertía en cuerdas las hierbas que él había segado por la tarde. No tuvo tiempo de escuchar el ruido de cascos que, a lo lejos, atravesaba la planicie oscura. Tampoco vio cómo temblaba la mano del pastor, asustado por el estruendo repentino que hendía el secarral con una espada rocosa. Lo único que sintió, llegado el momento, fue la bota del viejo empujándole el costado y su voz ordenándole que se levantara.

Se incorporó, creyendo que estaba a punto de amanecer y que el cabrero le tendría preparado su desayuno. Buscó el tazón a su alrededor, pero lo único que quedaba ya en el suelo era la manta sobre la que había dormido. El resto de los enseres, incluidos los haces de albardín, estaban cargados sobre el asno.

—Coge la manta. Nos vamos.

La luna creciente todavía era una tajada estrecha amarilleando sobre el horizonte. El viejo tiraba del ronzal con paso decidido, arrastrando tras de sí al rebaño. El perro entraba y salía de la noche reconduciendo a las cabras despistadas. El chico, agarrado a la retranca del burro, tropezaba a cada paso. Al dejar la charca en plena noche, el niño había pensado que partían antes del alba para evitar el aplastante sol del día. A juzgar por el itinerario seguido en las jornadas previas, el chico suponía que el viejo conocía bien aquellas tierras y que, de nuevo, volverían a detenerse al mediodía en algún soto o en una ribera. Pero a medida que pasaba el tiempo y que, ni la noche abría, ni el ritmo decrecía, entendió que no se dirigían en busca de pastos.

Al alba se detuvieron al pie de una loma calcinada, sobre cuya cima el horizonte desaparecía. El pastor soltó el ronzal y se adelantó unos metros. Caminó hacia un lado y luego hacia el otro, subiendo y bajando la cabeza como si buscara algo entre las sombras del paraje. Se restregó la cara con las manos y se masajeó los párpados con las puntas de los dedos mientras resoplaba. Cerró los ojos y elevó el rostro hacia el cielo para aspirar la mínima brisa que resbalaba por la ladera. Recorrió con la nariz la puerta invisible que se abría frente a él, hasta encontrar, entre todos los olores del amanecer, el hilo que los había llevado hasta allí.

Entretanto, el chico, viendo que la parada se alargaba, se sentó en el suelo a descansar. Sintió el peso de su cuerpo buscando la tierra. Se habría echado a dormir allí mismo, sobre la arcilla quemada, pero un soplo de brisa pestilente lo espabiló. Se puso de pie justo en el momento en que el pastor volvía con paso decidido. El viejo miró hacia atrás, le dio un repaso al rebaño y reemprendieron la marcha. Ascendieron la pendiente sorteando cepas malogradas mucho tiempo atrás. Los sarmientos bravíos cruzándose unos sobre otros tejían sobre la viña una red de curvas fósiles.

Cuando llegaron a la parte más alta, el horizonte reapareció. Frente a ellos, la meseta se hundía formando una vaguada de la que emergía, amplificada, la misma peste que habían percibido al pie de la loma. El niño trató de identificar el origen del hedor, pero a aquella hora todavía no había luz suficiente como para distinguir las formas coralinas del osario que se extendía bajo ellos.

Descendieron por una vereda estrecha conteniendo al burro, que perdía apoyo a cada paso. Las cabras, cada una por su lado, bajaban haciendo que se desprendieran lajas de pizarra. Hachas que se deslizaban sobre hachas, hasta llegar al fondo de la sima donde algunas de ellas fracturaban costillas prístinas. Huesos en todas las etapas posibles de degradación. Sedimentos de polvo cálcico, hileras de vértebras vacunas, poderosas pelvis. Arcos costillares y cornamentas. Una res sin ojos a la que todavía le aguantaba el pellejo. Un saco hediondo en medio del día que despuntaba. El faro de su descanso.

Se instalaron a cierta distancia del buey podrido, bajo la sombra arqueada de un espino. Las cabras se diseminaron entre los huesos en busca de alimento y allí solo quedaron el burro, el perro y ellos dos como si fueran las figuras de un portal de Belén. Desayunaron trozos de torta empapados en vino y se tumbaron a descansar. El muchacho se quedó dormido casi al instante, en medio de una sensación de músculos mezclándose dentro de su cuerpo. La noche en vela, el sopor del vino, las manos sucias y aquella olla amurallada y maloliente como últimos pensamientos antes de la inconsciencia.

Cuando despertó, el viejo no estaba a su lado. Salió de la covacha y vio al pastor de rodillas en el borde más alto del cráter. Miraba hacia el sur haciéndose visera con las dos manos, como si portara unos anteojos. Lo vio bajar por el canchal medio agachado, medio arrastrando el culo sobre las piedras para no resbalar. Algunas cabras se habían echado a la sombra y otras, aprovechando que no había nadie en el espino, se alzaban a dos patas hasta alcanzar las puntas más altas del arbusto.

Estiró las piernas por los alrededores de la sombra y comprobó que, durante su sueño, el viejo había trenzado la mayor parte del albardín. Se agachó para apreciar la consistencia de los cordeles y se preguntó para qué querría el viejo todo aquello. El pastor regresó de su ronda y, sin decir palabra, se metió bajo el espino para continuar con su trabajo. El muchacho le dijo que iba a dar una vuelta.

—No salgas del muladar.

—Descuide.

Nunca antes había estado en un lugar así. Los cráneos alargados se repartían por toda la olla. Huesos fracturados y huecos como cañahejas quemadas y un pavimento de muelas desgastadas por la insistencia rumiante. Vio al macho cabrío rebuscando comida junto a la res muerta y se dirigió hacia allí. Cuando llegó, el macho se movió y golpeó el cuerpo del buey con los cuernos, haciendo que una rata saliera del interior del cadáver. El animal se detuvo bajo la pelvis, olisqueó nervioso el aire y volvió a meterse en el comedero. A su vuelta al campamento, le contó al viejo lo que había visto. El hombre dejó lo que estaba haciendo, se levantó y, cogiendo un palo y una manta, se dirigió a donde el buey se descomponía. El niño le siguió hasta que se detuvieron a unos metros del cadáver. Durante un rato, permanecieron agachados y en silencio, observando los movimientos de la piel. Un cuervo se posó en el costado de la bestia. El pellejo se ondulaba sobre las costillas como el casco reblandecido de un barco. La res había sido vaciada de su contenido y ahora era solo un disfraz hueco con una sola abertura en la zona genital. El pastor se levantó y describió un arco silencioso hasta alcanzar la cabeza del animal. El cuervo salió volando. El niño vio cómo se tapaba la boca y la nariz, embozándose la cara con el brazo. Avanzó a lo largo del lomo tendido y cuando llegó a la cadera de la bestia, tapó la abertura del pellejo con la manta. Luego golpeó las costillas con la bota y al momento la rata salió corriendo de su cueva enredándose en la trampa. El viejo apaleó la lana hasta que el bicho dejó de moverse.

A última hora de la tarde, el cabrero había terminado de tejer la red de albardín. Buscó cuatro ramas gruesas, las limpió y, con ellas y la red, montó un pequeño cercado. Con la ayuda del perro reunieron al rebaño y lo metieron en el redil. Con todas dentro, les fueron dando de beber una por una vaciando agua en la escudilla. Cuando terminaron, tan solo les quedaba un tercio de una de las garrafas. El muchacho le preguntó al viejo por el asunto y el viejo le dijo que no se preocupara. Que esa noche beberían leche y que al día siguiente partirían en busca de un nuevo manantial.

Después, el pastor se buscó un asiento y lo dejó junto a la única esquina del cercado que podía abrirse. Fijó el cubo al suelo con los rejones y se volvió al chico.

—Vas a ayudarme a dar portillo.

—Nunca lo he hecho.

—Te pones en la puerta del redil y vas sacando las cabras de una en una cuando yo te diga.

Terminaron el ordeño en pocos minutos y al chico le sorprendió la poca leche que habían dado entre todas. El viejo le explicó que en aquella época del año, entre el calor, la escasez de agua y el alimento seco, los animales se volvían rácanos.

Cuando se hizo de noche, el viejo desolló la rata, la abrió con una cruceta de palos y encendió una pequeña lumbre. El niño no quiso probarla y el pastor la compartió con el perro. Quedaban almendras y pasas en un serijo, pero ni el viejo las ofreció ni el muchacho las pidió.