8
La luna en cuarto creciente colgada de un cielo limpio. Miles de millones de estrellas sobre su cabeza, muchas de ellas ya muertas, enviaban su luz a guiños. Debía tomar el camino de sirga en dirección norte hasta llegar a una esclusa. Desde allí, avanzar por una vereda que descendía suave por una loma y seguirla durante un par de horas hasta llegar a un pequeño encinar, desde el que vería una aldea. En ella estaba el pozo. Según los cálculos del viejo, si no se perdía, podría divisar las casas al alba.
Avanzaron junto al canal seco del que cada cierto tiempo salían ramales que desaparecían de la vista sobre los baldíos. Campos azules y vanos. De vez en cuando, el niño cabeceaba sobre el burro y perdía el equilibrio. Entonces se espabilaba brevemente y atizaba al asno con la vara, haciendo que el animal rebuznara incómodo, pero sin que acelerara lo más mínimo. El chico era consciente de que se desplazaban al mismo ritmo que si fueran caminando, pero aun así prefería ir montado porque necesitaba reservar las pocas fuerzas que tenía para cuando llegara al pozo.
«Guárdate de la gente del pueblo». Con cada traspié del asno, el niño se despertaba rumiando la frase del viejo con una mezcla de inquietud y satisfacción. No sabía si se lo había dicho porque su propia vida dependía de que el muchacho regresara con el agua o porque, sencillamente, quería protegerle. Al poco, su cuello empezaba a perder tono y la cabeza caía sobre el pecho nuevamente y otra vez se perdía en su magma de pensamientos y recuerdos. El hoyo, la palmera, el emplasto, la saetera, el pene del cabrero, las colillas del alguacil.
El chico divisó la esclusa en uno de sus despertares y ya no se durmió. Le metió talones al asno y le animó, apretándole el lomo con los muslos sin obtener respuesta. Cuando llegaron, descabalgó y recorrió los últimos metros con el animal cogido por el bozo. Al borde del canal, lo dejó suelto y el burro agachó la cabeza y comenzó a buscar tallos secos. Se encaramó a la arqueta en la que terminaba la acequia elevada. En aquel lugar, el canal formaba una T con dos ramales que partían en direcciones opuestas. Dos compuertas de hierro accionadas por sendos volantes servían para regular los flujos. Desde su atalaya volvió la vista al sur y recorrió el canal mellado hasta que sus formas se perdieron en la oscuridad. El lecho de la acequia estaba lleno de fango seco. Se dio la vuelta y observó la llanura que caía hacia el norte y cómo la vereda bajaba sobre ella, formando curvas. No vio encinares ni pueblos, tan solo las pendientes pedregosas con sus costillas de barro erosionado.
Como había predicho el viejo, alcanzó la arboleda poco antes de que el sol apareciera por el horizonte. Amarró el asno a la rama baja de una coscoja y anduvo sobre un lecho de hojas dentadas y caperuzas de bellota vacías hasta el borde norte del bosquecillo. Desde la penumbra de los últimos árboles divisó el pueblo. No más de veinte casas a los lados del camino y una iglesia aislada entre la arboleda y la aldea. A unos metros de la iglesia, un recinto de tapia de la que sobresalían tres cipreses. La brisa que pegaba de costado mecía sus puntas como pinceles invertidos y agitaba las ramas que había sobre su cabeza. Cayó alguna bellota vana sobre el acolchado crujiente, lo que le recordó el hambre que tenía. En el pueblo no se apreciaban signos de vida. Distinguió cercados que le parecieron corrales, pero no escuchó el berrido de ningún animal. Pensó que el lugar podría estar abandonado o, simplemente, que era demasiado temprano para que hubiera gente fuera de las casas. Decidió hacer una primera incursión sin el burro para poder desplazarse con mayor discreción y luego, si las condiciones eran buenas, volver a por el animal, cargarlo de agua y llevarlo de vuelta hasta el castillo.
Salió a campo abierto con las primeras luces del alba, caminando con cuidado para no tropezar. Aunque las botas todavía le separaban del suelo, en algún momento se había descosido la parte delantera de una de las suelas y ahora le entraba arenilla. Se agachó para vaciar la bota y reparó en que todavía tenía manchas de humo y sangre en el dorso de las manos. Se llevó las puntas de los dedos a los pómulos y se palpó las costras que empezaban a formarse. Todavía apestaba. La brisa roló y notó como el fresco del amanecer le entraba por los desgarros de las perneras. Si había algún perro en la aldea, no tardaría en empezar a ladrar.
Pensar en perros le aflojó el estómago porque el alguacil protegía su mansión con uno del color del chocolate. Dóberman, lo llamaba. Orejas como pinchos sobre una cabeza de piedra y el hocico embreado que le revolvía la ropa y le hacía tambalearse. Muchas fueron las veces que el alguacil le sometió a su presencia cuando se resistía a sus deseos. El pensamiento como un cincel frío sobre sus tiernas fontanelas o una afiladísima gubia levantando la piel de sus codos en busca del hueso blanquecino. Se encogió temblón hasta agarrarse las piernas y se orinó en los pantalones por segunda vez en una semana. La luz se iba aclarando a su alrededor, arrancándole al paisaje formas nuevas.
Cubrió el tramo que le separaba del cementerio a cuatro patas. Llevaba arena pegada en la zona humedecida de la entrepierna. Cuando alcanzó la parte más próxima, se incorporó y rodeó el recinto hasta llegar a la esquina oeste. Desde allí vio algunas casas del pueblo, aunque no el pozo, porque la iglesia se interponía en su visión. Cruzó encorvado el trecho que separaba el cementerio del templo hasta alcanzar el techado que daba sombra al pórtico. Como en su pueblo, una bancada de mampostería unía entre sí los pilares que soportaban el tejadillo, a excepción de un tramo vacío que permitía el acceso al templo. El espacio estaba alfombrado con las hojas de una acacia próxima que el viento había traído y revuelto al pie de los asientos. La puerta, desencajada de un gozne, amenazaba con venirse abajo. Rodeó la construcción y se dirigió hacia el ábside siguiendo la pared cochambrosa. Encontró trozos de tejas y adobes en su camino y no le cupo duda de que la iglesia estaba abandonada. Un hallazgo que le tranquilizó y le inquietó por igual ya que si nadie cuidaba del edificio, era porque nadie acudía a él. Pensó que, probablemente, no tendría que esconderse de ningún habitante del lugar. Sin embargo, la falta de moradores podía suponer también la falta de agua. Se apostó contra el ábside desde el que, por fin, pudo tener una visión panorámica del pueblo. A esa distancia distinguió tejados hundidos y algunas ventanas descolgadas, y también una cosechadora de madera y hierro como un caballo de Troya comido por la maleza.
Entró en la aldea por el mismo camino que le había llevado hasta el encinar y cuyo último tramo había hecho campo a través. A ambos lados de la calle de arena encontró por igual casas cerradas a cal y canto o puertas derribadas por las que se podía ver el mismo cuadro repetido: vigas de madera caídas del techo abriendo grandes lucernarios que iluminaban montones de escombros. Baldosas de barro hidráulico con motivos de colores apagados y sucios. Algún cuadro con la figura de los monarcas o almanaques atrasados con anuncios de nitratos. Había vigas de madera con cuerdas de pita enrolladas y trozos de falso techo de escayola armada con cañizo. De algunas fachadas colgaban canalones de hojalata cuyos fiadores se habían soltado de los muros, dejando agujeros como impactos de bala. Los desconchones mostraban los esqueletos de las casas, vigas y tornapuntas de madera gruesa. Se acercó a una de las construcciones y asomó la cabeza. Olía a sombra y a aceitunas podridas. Escuchó el aleteo de las palomas en algún lugar de la techumbre y sus arrullos monocordes.
Hacia el final del pueblo, la calle se abría formando una plaza de bordes discontinuos como la parada de una caravana de pioneros. En un lado, el pozo de cuyo arco de forja colgaba una garrucha sin cuerda ni cubo. Se asomó al brocal de granito con pocas expectativas y, hasta que sus ojos se adaptaron a la penumbra de la sima, no distinguió nada. Cuando la oscuridad empezó a disolverse, pudo ver la pared de obra que descendía y, a unos cinco metros de profundidad, un arco de ladrillo que cruzaba el pozo de lado a lado como contrafuerte. Por debajo de ese nivel ya no pudo apreciar nada. Dejó caer una piedra que tropezó en el arco y luego continuó su descenso. Al momento escuchó el sonido ensordecido del agua recibiendo el guijarro. Tiró algunas piedras más para confirmarlo. Con las manos apoyadas en el brocal, resopló.
De sobra sabía lo que era un pozo abandonado y su agua malsana. Recorrió las ruinas de las casas desliando pitas de la madera. Algunas estaban simplemente enrolladas, pero otras estaban clavadas con tachuelas de forja. Con la lama suelta de una ballesta, sacó clavos hasta que tuvo cuerda suficiente. En una despensa encontró varias latas de conserva hinchadas. Colocó una en el suelo y, sujetándola con una mano, golpeó la tapa con la esquina de una baldosa. Un chorro de líquido marrón salió despedido. El olor era tan fuerte que tuvo que salir a respirar a la calle. Mientras esperaba, construyó un cubo poniéndole un asa de cuerda a una orza de barro. Luego, abrió con la ballesta la tapa de la lata de conserva, la vació allí mismo y regresó al pozo.
En el agua que subía nadaban pequeñas lombrices blancas. Se desplazaban encorvándose y estirándose como resortes minúsculos. Vertió un poco de agua en la lata para enjuagarla y, cuando estuvo medio limpia, se quitó la camisa y la puso sobre la boca del recipiente a modo de filtro. Allí se iban quedando lombrices y renacuajos, que saltaban en la tela como atunes en una almadraba. El primer trago le supo limoso, pero era tanta su necesidad que pasó por alto los avisos y bebió hasta que no pudo más.
Se lavó la cara acartonada y todavía, muchas horas después del fuego, las gotas cayeron negras sobre el polvo. Se desnudó y descolgó de nuevo la orza. El agua no se llevaba toda la mugre pero le refrescaba y, por primera vez desde que escapó, sintió algo parecido a las comodidades de las que disfrutaba en la casa de su familia. La mezcla de hollín, polvo, sangre y orina formaba churretes oscuros que le corrían por las piernas. Se echó agua en la cabeza repetidas veces y, antes de volver en busca del burro, se sentó sobre el brocal a descansar.
Notó los primeros dolores a medio camino entre la aldea y el encinar. Retortijones que le obligaron a encogerse como un feto en plena vereda. Oleadas de presión sobre el abdomen o la sensación, aun hecho un ovillo, de estar siendo golpeado en la tripa. Allí mismo se bajó los pantalones y defecó. Sintió un alivio momentáneo y, por un instante, su abdomen pareció volver a su ser. Se limpió con una piedra y, cuando fue a subirse los pantalones, un nuevo retortijón le aflojó las piernas. Tuvo el tiempo justo para volver a bajárselos antes de que un nuevo chorro le manchara los bajos y los talones. Notó una infinita necesidad de vaciarse y sintió que se abría en su cuerpo una espita imposible de cerrar.
El burro pacía tranquilo, apersogado en el lugar donde lo había dejado. Mordía por igual brotes de coscoja abortados la primavera anterior o esparragueras enanas y crujientes. Lo desató, se montó y salieron al camino. Avanzaron al ritmo sosegado del viejo asno con un contoneo que de nuevo le revolvió el estómago. Por suerte, ya no le quedaba nada dentro. Muchos días a la intemperie, una noche encaramado en una saetera y la siguiente, en vela, buscando esa agua medio podrida. Haberla encontrado y, sobre todo, no haber tenido que enfrentarse a los lugareños para conseguirla, le destensó de tal forma que, para cuando entraron en el pueblo, dormía abrazado al cuello del animal, con la armadura del albardón clavada en el estómago. Como si de un zahorí se tratara, el burro avanzó por la calle arenosa hasta llegar a la plaza, donde la orza tumbada había formado un charco bajo su boca. Cuando llegaron, el burro se detuvo y agachó la cabeza para lamer la humedad del barro. El chico se desequilibró y, a punto de caer, se despertó. Se irguió sobre el animal y estiró los puños hacia el cielo, luego los abrió y notó un leve chasquido en el plexo solar. Descabalgó y lo primero que hizo fue tirar la orza al pozo y dar de beber al asno. En cuanto le puso el recipiente delante, el animal metió el hocico por la boca redonda y lamió el agua hasta que la lengua ya no alcanzó más profundidad. Mientras el animal bebía, el chico sopesó la posibilidad de descargar las garrafas, llenarlas y luego volver a cruzarlas sobre el albardón. Las garrafas, envueltas en mimbre, eran como las que siempre había visto llenas de vino y calculó que en ellas entrarían, al menos, dos arrobas de agua en cada una. Descartó la opción por inviable y decidió que iría llenándolas poco a poco, sin descargarlas del burro. Pasó la siguiente hora sacando agua del pozo y vertiéndola en las garrafas alternativamente, para evitar que el hatillo se desequilibrara y cayera al suelo. Cuando creyó que había completado la mitad de la carga, decidió sentarse a descansar. Dio la vuelta al brocal en busca de la parte más sombreada, pero el sol estaba muy alto y apenas proyectaba la silueta de la piedra a medio metro. Podría haberse metido en cualquier casa pero, dado el estado ruinoso de la mayoría de los techos, desechó la posibilidad. Como hiciera mientras caminaban hacia el carrizal, acercó al burro y lo colocó cerca del brocal para que le protegiera. Luego se sentó contra la piedra sujetando el cabo para que el asno no se moviera y se quedó dormido.
Se despertó acalorado y con sensación de humedad en los pies. Abrió los ojos y vio el final de sus piernas enterrado en un montón de excrementos del burro, con restos de orina alrededor. El animal se hallaba a un par de metros, espantando moscas con el rabo. No sabía cuánto tiempo llevaba al sol, pero por su cabeza cruzaron recuerdos del emplasto del cabrero y del perro lamiéndole los dientes. «Dios», gritó y se puso de pie de un salto. Notó un mareo y cómo perdía la visión por un momento. Se apoyó en el pozo para mantener el equilibrio y, mientras su consciencia regresaba, con ella llegó también un odio repentino por aquel animal al que tan solo había pedido sombra y hasta eso le había negado. Dio dos zancadas hasta el asno y le soltó un puñetazo de rabia en la frente. El animal meneó la cabeza como si nada, pero a él, el dolor se le propagó desde los nudillos hasta el cráneo como un calambrazo. Gritó entonces entre las cuatro casas derruidas y continuó gritando más allá del dolor que sentía en los huesos. Un aullido que lo agotó y lo hundió hasta hacerle caer de rodillas en medio del polvo de la plaza.
—No pareces muy contento, chico.
Saltó como un gato en dirección contraria a la voz que sonaba a su espalda y, sin mirar atrás, corrió en dirección al pozo y se tiró tras el brocal. Permaneció quieto, tratando de ganar tiempo mientras intentaba escuchar los movimientos del hombre. Durante unos segundos solo se oyó el zurear de las palomas entre los maderos y las tejas. Luego, el chirrido metálico de un eje que identificó como una carretilla. Imaginó a un labrador.
—Sal de ahí, chico. No voy a hacerte daño.
—Yo no he hecho nada.
—Ya lo sé. Te llevo viendo desde que estabas en la iglesia.
El niño movió la cabeza en todas direcciones, como si quisiera encontrar los ojos de más vigilantes tras cada ventana de la plaza.
—Déjeme marchar.
—Sal de una vez. Ya te he dicho que no te voy a hacer nada.
—No.
El chico miró hacia la entrada del pueblo y sopesó la posibilidad de huir corriendo hacia el sur, pero la calle era demasiado larga y, si el hombre tenía una escopeta, sería un blanco fácil. Pensó que, aun en el caso de no ser abatido, llegar hasta el castillo en pleno día sería una aventura casi imposible. Si, además, volvía sin agua, el viejo moriría y no le cupo duda de que él también.
—¿Cómo sé que no me va a hacer nada?
—Solo tienes que asomar tu cabezota y echarme un vistazo.
El pelo largo apelmazado, barba negra y un sayo de arpillera raída atado a la cintura por toda vestimenta. Tenía las manos incompletas y sus piernas estaban amputadas justo por debajo de las rodillas. Unas correas de cuero ennegrecido unían sus muslos a una tabla de madera con cuatro cojinetes grasientos por ruedas. La tensión de los músculos del chico decayó ante la amenaza incumplida y, entonces, como si observara un cuadro, recorrió embelesado el extraño cuerpo, desde los rodamientos hasta la cabeza. Lo observó a través de un tubo de paredes calafateadas al final del cual el hombre y su madera le parecieron un único ser. Ambos, madera y hombre, estaban igual de sucios y ni siquiera el olor a orines y creosota que emanaba le sacaron de su asombro. Le embotó la visión del ser extraño y también sus propios efluvios resecos que poco a poco habían sido absorbidos por sus poros, y que ya parecían formar parte de él.
—¿Te gusta mi tabla?
Abandonó su estado de asombro con desgana. Había sido tal el susto que ahora toda la sangre de su cuerpo recorría sus venas laxas sin propósito alguno. De repente, quien le hablaba le resultó tan inofensivo que confundió alivio con descortesía y se dirigió a él con displicencia, sin reparar en que aquel hombre bien podía ser el dueño del pozo o esconder una pistola bajo el sayo.
—Solo he cogido un poco de agua.
—No pasa nada. Puedes tomar toda la que quieras. Lo único es que no está buena. Quizá ya te haya entrado la cagalera.
El niño se calló y contrajo el esfínter por si acaso.
—¿Qué haces por aquí tú solo?
—No estoy solo. Mi padre y mi hermano están esperándome en el encinar de ahí arriba.
—Y te han mandado a por agua, ¿no?
—Sí.
—Pues ve a buscarlos. Podéis comer en mi posada. No os cobraré mucho.
El niño miró a su alrededor en busca de un cartel que anunciara el establecimiento, pero solo vio casas cerradas o caídas. Torció el gesto.
—Está ahí detrás.
El tullido estiró el cuello hacia un lado, señalando la salida norte del pueblo. El chico pensó que mentía, porque nadie en sus cabales tendría un negocio así en aquel lugar.
—Es cierto, zagal. Aunque no te lo creas, por este camino se va a la capital. Cuando termine la sequía, volverán a pasar otra vez por aquí los tratantes y los viajeros.
El niño miró en la dirección que había indicado el tullido. Había una casa con la puerta abierta y no del todo derruida casi al final de la calle. Pensó que, si aquella era la posada, debía de ser muy barata.
—Tenemos prisa. No podemos pararnos a comer.
—Al menos cómprame un pan.
—No tengo dinero.
—Llévate entonces unas perrunillas. Quiero que me recordéis la próxima vez que paséis cerca de aquí.
El chico se resistía a acompañarle. Le daba miedo que hubiera alguien esperando en la casa, pero el tullido hablaba de pan y de dulces con una alegría que lo engatusaba. El interior de sus mejillas se humedeció por la visión. Recordó el turrón que comían en Navidad y tuvo el arranque de acompañar al hombre, pero se contuvo. Pensó que aquel ser, con sus cuatro dedos entre las dos manos, era incapaz de hacer dulces. Decidió que llenaría las garrafas sin perder de vista al tullido y luego se marcharía por donde había venido.
—Tienen almendras y azúcar —añadió el tullido.
Lo siguió por la calle de arena apisonada. El hombre avanzaba impulsándose con un par de tacos de madera que sostenía con firmeza a pesar de la falta de dedos. A medio camino, se atascó en un lecho de arena y tuvo que dar marcha atrás y rodear el obstáculo.
—A veces engancho al cerdo para que tire del carro. Es lo mejor. Moverse así te destroza las manos y los brazos. Lo que daría yo por un burro como el tuyo.
El chico imaginó al cerdo guarnecido con todos sus arreos de enganche y al tullido detrás sobre su carriola como si fuera un trotón de carreras. La última vez que el chico vio un cerdo fue cuatro inviernos atrás. Lo mató su padre con la ayuda de un hombre del pueblo. Su madre hizo el embutido mientras él y su hermano revolvían la sangre con las manos.
La casa tenía un emparrado raquítico sobre la fachada donde quizá, como decía el tullido, se sentaron arrieros en otros tiempos. Había una ventana a cada lado de la puerta con sendos poyetes de mampostería bajo ellas. Las contraventanas cerradas eran de chapa verde y en el centro de cada hoja había un rombo dibujado con agujeros. El interior de la casa estaba oscuro y, frente a la puerta abierta, el chico no pudo distinguir nada del interior. El tullido entró en la casa y se perdió en la penumbra. El muchacho ató al burro a una argolla de hierro que había junto al alféizar de una de las ventanas. Agarró el morral que colgaba del albardón y, antes de entrar, le echó un vistazo al animal cargado. Pensó que, por poco tiempo que parase a comer, debería aliviarle de su peso. Intentó levantar una garrafa pero, aunque podía con ella, supuso que, si la levantaba, la otra, a la que estaba unida, podría desequilibrar al asno. Entonces se miró la bota todavía húmeda y luego se puso los nudillos delante de la cara y recordó el calambrazo de dolor que aún perduraba en su brazo y el rato que el burro le había dejado al sol. «Aquí te quedas», pensó.
El tullido asomó la cabeza por la puerta.
—¿Pasas o no pasas?
El muchacho afirmó con la cabeza. El hombre volvió a entrar en la casa y el chico se aproximó a la puerta con cautela. Bajo el dintel notó el frescor que salía del interior oscuro trayéndole aromas cárnicos. Desde la calle pasó directamente a un salón grande tan solo iluminado por la lengua de luz que entraba por la puerta. Olía a madera carcomida y a tripa seca de embutir. El aire perfumado de aceite dulce y vinagre. De repente, el tullido abrió una contraventana al fondo de la estancia y la luz penetró haciendo emerger los detalles de sus escondrijos umbríos. Aparecieron chacinas colgadas, paletillas, costillares ahumados, una careta de cerdo seca. Al fondo, un par de costales grandes de harina y un tonel. Una alacena con almendras y botellas de vino. Una caja de madera redonda con sardinas saladas colocadas como radios de bicicleta y varias piezas de bacalao colgando de una barra. Sacos de castañas secas, de carillas y de azúcar y, al fondo, una puerta con una cortina entreabierta que prometía más viandas.
—También vendo víveres a los viajeros.
Comió un potaje de alubias y berzas con un toque rancio de unto. Rebañó el plato de lata esmaltada con rebanadas de hogaza. Pidió agua, pero el tullido le dijo que el agua del tonel estaba todavía sin sanear. Por no esperar a que el agua de la cuba cociera y se enfriara, comió con medio chato de vino de pitarra, que el tullido le acercó voluntarioso. Luego perrunillas, dátiles y almendras garrapiñadas.
Mientras engullía la comida, el hombre le contó que la poca gente que quedaba en el pueblo se había marchado cuando el pozo había dejado de dar «agua en condiciones». También le habló del tránsito del camino que atravesaba el pueblo y de la posada. La regentaba su hermano y en ella había vivido junto a él, su cuñada y sus dos sobrinos. Cuando llegó la sequía, le dijeron que se iban a la ciudad en busca de trabajo y que volverían a por él con un carro en cuanto estuvieran instalados. «De eso hace ya un año», le confesó. Luego, mientras le hablaba de arrieros, tratantes de lana y queso de cabra, se quedó amodorrado sobre la mesa.
Sueña que lo persiguen. El sueño de siempre. Corre delante de alguien a quien nunca ve, pero cuyo aliento caldea su nuca. Alguien que acelera cuando él corre y se detiene cuando él para. Transita por las calles empedradas y húmedas de una ciudad que no conoce. De hecho, nunca ha salido del pueblo ni visto imágenes de ciudad alguna. Calles vacías y mojadas donde la luz de las farolas rebota y barniza los adoquines haciendo que parezcan de carbón pulido. Dobla esquinas y corre por callejuelas cada vez más estrechas y oscuras. Los pasos de su perseguidor, siempre a su espalda. Entra en una casa, recorre pasillos iluminados por farolas de gas que desprenden un halo amarillento cada vez más tenue. El aire, caliente y pastoso, se le engancha en la ropa, haciéndole perder velocidad. El aliento detrás. Entra en una habitación donde la única luz que hay está más allá de las ventanas. Abre puertas por las que penetra en habitaciones cada vez más pequeñas y con techos más bajos. Al final, se halla tumbado con el pecho contra un suelo de tablas que rezuman humedad y bichos. El techo es tan bajo que le da en la espalda. El aire, grasa de tren. Inmóvil, atrapado y con la sensación de sumergirse cada vez más en las profundidades de la tierra, en busca del magma primigenio. Luego, unos segundos de consciencia en la estrechez de su ataúd y, por último, un espasmo que golpea su cabeza contra la mesa.
Se despertó solo y encadenado por la muñeca izquierda a la única columna de la sala. Tenía una pequeña brecha en la frente. Le dolían la cabeza y el estómago. Necesitaba hacer de vientre, pero no podía moverse más de un metro. Las ventanas volvían a estar cerradas y tan solo se distinguían los puntos de luz que se colaban por los rombos de chapa de las contraventanas. Intentó sacar la mano del grillete, pero estaba demasiado ajustado. Estirando el brazo todo lo que pudo, consiguió alcanzar la ventana con la punta de un pie. La posición le hizo eructar y notó cómo los ácidos de la comida le subían a la garganta, dejándole un gusto a bilis en la boca. Tocó la hoja con la punta de la bota, pero no tenía suficiente libertad como para poder empujarla. Tanteó a su alrededor en busca de algún objeto que le sirviera, pero a su alcance únicamente encontró la silla de anea en la que estaba sentado. Con la mano libre la agarró para intentar alcanzar la ventana con ella, pero pesaba demasiado y no podía manipularla. Metió la mano entre las lamas del respaldo y así, apoyando la silla en el antebrazo, consiguió elevarla por encima de su cabeza. Con los ojos cerrados, la estrelló contra la mesa y notó cómo el mueble se descuajeringaba y perdía peso. Siguió golpeando hasta que solo quedaron en su mano las dos tablas del respaldo y la pata torneada a la que estaban ensambladas. Con ella tanteó la ventana cerrada, rompió el cristal y empujó hacia fuera las hojas de chapa. La luz que se coló no era la misma que la que había entrado cuando el tullido había abierto por la mañana, pero era suficiente para iluminar la estancia.
Lo primero que descubrió fue que el burro no estaba donde él lo había dejado. Comprobó que la pieza que le apresaba la muñeca era una argolla de hierro con candado. Golpeó el cierre contra la mesa y luego contra el suelo sin que el metal se abriera. Miró alrededor en busca de algo que pudiera servirle, pero solo encontró comida y bebida. Había caminado por la inmensidad del llano comiendo almendras y bebiendo leche de cabra y, ahora que estaba rodeado de aquellos manjares, no podía moverse.
De pie, atado a la columna de hierro, trató de dibujar la situación en la que se encontraba: estaba encadenado, el tullido había desaparecido y el burro ya no estaba donde él lo había atado. A pesar de ser, posiblemente, la única persona de la comarca con comida suficiente como para aguantar un año, el tullido había huido, dejándole cautivo. Formó en su mente la estampa de la tabla con cojinetes tirada por el cerdo tal y como le había contado el tullido antes de entrar a la posada. Se preguntó si era tal su ansia de libertad que lo había abandonado todo por un burro viejo. Al menos no le había matado para quedarse con el animal. Pensó en el cabrero. Lo imaginó tirado al pie de la muralla a punto de dejar de respirar. Los cuervos quietos sobre la cabeza del Cristo o apostados en el matacán a la espera de su momento. Las cabras enloquecidas por la falta de agua. Entendió que él podría correr la misma suerte si no lograba escapar. Moriría de hambre o de sed atado a aquella columna. Pensó en su familia tratando de hallar algún consuelo, pero no lo encontró porque había sido ella la que le había empujado hasta aquel lugar.
Sobre la mesa todavía estaba el plato en el que había comido, rodeado de astillas de madera y trozos de la silla que había partido. Con la mano despejó un trozo de tabla para sentarse y solo entonces reparó en algo que su ansia por engullir le había impedido ver antes. En una esquina de la mesa, junto a un barreño esmaltado, había un cenicero de lata. En él, una única colilla marrón cuya visión le hizo palidecer y provocó que el estómago se le soltara de nuevo. Se aclararon entonces sus suposiciones acerca de la huida del tullido, y ya no sintió otra cosa que la necesidad de escapar de allí y alcanzar al hombre que iba a delatarle.
Trató de poner sus ideas en orden. No sabía el tiempo que había pasado dormido ni cuánto hacía que había partido el tullido. Lo único que sabía era que tenía que alcanzarlo antes de que encontrara al alguacil. Forcejeó con el grillete probando posturas que le permitieran sacar la mano hasta que el roce del hierro le hizo daño. Miró a su alrededor en busca de algo que le ayudara, pero el tullido se había encargado de colocar fuera de su alcance cualquier objeto que le pudiera servir de herramienta. Lo único a lo que tenía acceso era a las chacinas colgadas de la pared, sin duda, pensó, algo previsto por su carcelero para mantenerlo con vida hasta su regreso con el alguacil. Se preguntó por la recompensa que habría ofrecido por él.
Se acercó cuanto pudo a la pared hasta alcanzar los embutidos. Tiró de un trozo de tocino con fuerza, haciendo que el gancho del que colgaba lo desgarrase. Lo manoseó tanto como pudo y luego se frotó la muñeca cautiva con el sebo. Intentó sacar la mano sin éxito. Frotó entonces el tocino enérgicamente contra la argolla, como si el hierro fuera a ablandarse de ese modo. El olor rancio de la grasa se mezclaba con el hedor que desprendía su cuerpo. Cogió el metal con la mano libre y tiró de la cautiva mientras la giraba dentro del aro. Lo intentó cogiendo la argolla con las rodillas y tirando con las dos manos. Se hizo daño en la muñeca y desistió.
Con los codos apoyados en la mesa de madera, la argolla algo caída por debajo de la muñeca, jugó a movilizar el pulgar desde su base. Lo volvió a untar de grasa y lo masajeó largamente. Buscó la articulación del mismo modo que su madre buscaba las tabas en los muslos de las gallinas. Los dedos en pinza a ambos lados de la articulación haciendo que se deslizaran las falanges entre sí. Luego, cuando su dedo y su cabeza estuvieron calientes, hizo un rulo con la servilleta con la que había comido y se la puso entre los dientes. Enganchó la argolla a un herraje de la mesa y tiró con todas sus fuerzas. Notó cómo el hierro desgarraba la piel de su pulgar y cómo los huesos se le juntaban en los nudillos y se acomodaban, ayudados por la grasa, al anillo que lo apresaba. En un momento la mano quedó encajada y no pudo tirar más. Le ardía la piel y la compresión le producía un dolor insoportable. Llorando, apoyó la planta de su bota en la gruesa pata de la mesa y, agarrándose la muñeca presa con la mano libre, dio un último y brusco tirón que le hizo perder el equilibrio hasta caer sobre los sacos que había a su espalda. Escupió la servilleta y, entre sollozos, se acercó la mano para poder examinarla, pero con las ventanas cerradas apenas entraba luz en la habitación. Abrió el cerrojo del portón y salió a la calle donde la tarde caía anaranjada por el oeste. Tenía el pulgar ensangrentado y no pudo ver el alcance de su lesión. Volvió a entrar y se dirigió al tonel. Le quitó el corcho a la piquera y dejó que el agua que salía a raudales cayera sobre la herida. Bebió un trago y volvió a poner el corcho en su sitio. Tenía una lengua de piel fruncida colgándole del dedo. El grillete le había desgarrado hasta dejar el hueso a la vista. Se llevó la mano herida al pecho y, agarrándosela con la otra, lloró de dolor y rabia.
Se colocó la tira de piel sobre el hueso y la estiró lo mejor que pudo para intentar tapar el desgarro. Se enrolló la mano con la servilleta y le hizo un nudo ayudándose con los dientes. La sangre enseguida manchó la tela.
En su morral metió dos chorizos, una navaja, una botella de agua, otra de vino y cerillas y salió a la calle. Miró al cielo y calculó que todavía le quedaban dos o tres horas de luz al día. Un rastro de herraduras y rodadas estrechas salía en la dirección por la que él había llegado al pueblo. Se ajustó la correa del morral, apretó su mano contra el pecho y comenzó a correr.
Era casi de noche cuando distinguió la figura del asno avanzando lenta hacia el sur sobre un camino recto, flanqueado por zanjas de desagüe. El roto de su bota había cedido y llevaba mucho rato medio trotando medio andando, con la punta de la suela colgando como una lengua negra. De vez en cuando le entraba gravilla, pero, hasta que no notaba algún abrojo punzante, no se detenía a vaciar la bota. A medida que se aproximaba a su objetivo, redujo la marcha y se hizo a un lado del camino porque pensó que, si el tullido le presentía y miraba hacia atrás, podría tirarse a una de las zanjas que corrían junto a la vereda. Fue a unos cien metros de distancia cuando tuvo una imagen clara del tinglado que había montado el hombre. Con una soga había hecho una collera tosca de la que salía un cabo que rodeaba al animal por detrás, como la rienda de una yunta. Había enganchado la tabla a la cuerda y fustigaba al animal en los cuartos traseros con una vara medio pelada. Una calesa desportillada que planeaba, torpe, a ras de suelo. El animal estaba otra vez aparejado con cuatro serones de esparto, en dos de los cuales reconoció sus garrafas de agua. Tuvo que imaginarse al tullido liberado de su tabla, apoyado sobre los muñones de sus rodillas, para entender cómo había podido descargar al asno, volver a aparejarlo con las nuevas aguaderas y meter de nuevo en ellas las garrafas.
Desde la distancia, el chico pensó que el tullido debía de ser un hombre muy codicioso para emprender un viaje así por una recompensa, lo cual le hizo preguntarse una vez más por el precio que el alguacil habría puesto por él.
A falta de pocos metros para alcanzarlo, aumentó su sigilo. Cuando consideró que no podía fallar, se agachó, agarró una piedra angulosa del tamaño de una patata grande y, apuntando a la cabeza del tullido, la lanzó. El proyectil pasó por encima del hombre y golpeó al burro en los cuartos traseros. Por primera vez desde que lo conocía, el animal se rebrincó y rebuznó con todas sus fuerzas. Se buscó las ancas con el hocico y soltó coces a diestro y siniestro, una de las cuales alcanzó al tullido en la frente, dejándolo inconsciente. El burro comenzó a correr sin rumbo, como si tirara de un arado de cencerros. Arrastró el cuerpo inerte del tullido con la tabla atada a los muslos, de un lado al otro del camino. La cabeza rebotaba lacia sobre las piedras. Luego el asno se calmó, giró sobre sí y avanzó a empellones hacia el niño. A medida que se acercaba, aminoraba el paso hasta que, ya cerca del muchacho, se detuvo. El chico, paralizado por la violencia de lo que acababa de ver, lo miraba fijamente como si hubiera dominado a un toro con el pensamiento. Estiró la mano hacia el animal y el asno acudió mansamente a olisquearla. Los bordes de la tabla habían rascado la tierra apisonada, marcando el suelo con surcos que el cuerpo del tullido había difuminado a tramos. Las manos del niño buscaron la quijada del animal y le masajeó el pellejo que se deslizaba fofo sobre la mandíbula. El asno bufó por los ollares como un niño enfadado hasta terminar de soltar todo el dolor que le había provocado la pedrada.
Pasó un rato abrazado a la cabeza del animal mientras la noche se cerraba a su alrededor. Descansó en un silencio que solo alteraba la cola del asno al espantar a los tábanos. Estaba ahí de pie, parado, dejándose llevar o esperando a que un soplo de valentía le ayudara a comprobar si el hombre estaba vivo o muerto. El burro meneó la cabeza y el recio pelo del tupé que le asomaba entre las orejas le pinchó la frente. Entonces se separó de él, se estiró y, como si de repente aquel fuera su oficio, rodeó decidido al animal y se situó frente al cuerpo inánime de su delator. Acercó una oreja a la boca del hombre y comprobó que respiraba. Le palpó la chaqueta y en el bolsillo interior encontró un sobre con tabaco, un mechero y un papel doblado. Lo abrió y lo orientó hacia el crepúsculo. No distinguía el texto, pero sí los tipos gruesos del bando en el que se proclamaba su desaparición. Daban veinticinco monedas a quien aportara información fiable de su paradero. Dobló de nuevo la hoja y la volvió a colocar donde estaba.
Cortó las cuerdas que unían la tabla a la collera y palmeó al burro en las ancas, deshaciendo el centauro. El animal se hizo a un lado del camino, dejando al hombre tirado en el suelo con la tabla atada a sus muslos. Los rodamientos sucios y quietos mirando al cielo y la marca de la herradura en su frente, como una U enrojecida. Una línea quebrada de sangre brotaba de la herida que había abierto uno de los clavos. La violencia de la escena o el pensamiento recurrente de que ese hombre iba a ponerle en manos de su verdugo le enervaron. Le dio una patada en los riñones que recolocó al tullido entre las piedras del camino en una nueva posición, al tiempo que le arrancaba un quejido somnoliento. La boca medio abierta contra la tierra, los labios empanados con arena y un punto rojo en el lugar del polvo donde caía la sangre.
Miró a su alrededor, reconoció algunos accidentes del terreno y calculó que ya debían de estar cerca de la esclusa. Mientras perseguía al tullido, solo había manejado una posibilidad: la de abatirlo, abandonarlo y continuar con el burro y el agua al encuentro del cabrero. Ahora, con el grueso cuerpo a sus pies, tenía que reconsiderar sus opciones. Sabía que dejarlo allí mismo significaba condenarlo a morir en uno o dos días bajo un sol como un martillo. Llevarlo con él supondría un lastre para el avance y, aunque jurase arrepentirse de su intento de delación, seguramente sería una fuente de problemas cuando se reunieran con el cabrero. Consideró la opción de emprender el camino de vuelta a la aldea y dejarlo a salvo entre sus víveres. En ese caso, seguramente, llegaría demasiado tarde a su encuentro con el cabrero.
El chico, con el pulgar palpitando bajo la servilleta y los pies desollados, trató de poner en orden sus opciones para poder obrar con juicio. Debía tomar una decisión que salvaría a un hombre y, al tiempo, condenaría a otro a una muerte segura. Su corazón estaba con el cabrero, pero era el cuerpo del tullido el que se desangraba a sus pies y cuya imagen retorcida arrastraría el resto de su vida. Supo que hiciera lo que hiciera incurriría en pecado mortal, y eso le trajo a la memoria la figura del cura sobre el púlpito: la casulla amarillenta, el dedo en alto, la curvatura de su vientre y su saliva lloviendo sobre los feligreses. El justo y el fariseo, el sabio y el necio, el manso y el sátrapa, la meretriz y la madre. Las categorías con las que se tejían, al parecer, los designios del Señor y sus opuestos. Sermones que no le iluminaban. Pensó que el infierno que le esperaba al final de sus días no debía de ser muy diferente del sufrimiento en el que vivía. Que aquel pozo flamígero, cargado de almas negras, bien podía ser el llano con su caterva de mezquinos.
A sus pies, el lisiado pareció volver en sí, retorciéndose informe junto a su montura. Gemía palabras resinosas que no terminaban de cuajar en ninguna expresión conocida. El dialecto del cancerbero que habría de recibirle a las puertas del Hades. Imaginó las piernas del tullido entre los matojos. Pensó en el cabrero, en su padre y, por último, en el alguacil. Su imagen se quedó prendida en sus párpados como un fogonazo palpitante. El hombre volvió a gemir y el chico, con los dientes prietos, le arreó una patada en la boca que le envió de regreso al lugar en el que estaba antes y, de paso, abrió una ventana entre sus colmillos podridos. Notó la sangre recorriendo su cuerpo y cómo le abrasaba por dentro. Le picaba la cabeza y tenía la bota llena de chinas. Miró a su alrededor, quizá en busca de testigos o de auxilio, y no encontró nada. Tan solo los restos de una alberca abandonada a unos metros del camino. Por un momento pensó en llevar al tullido hasta allí y tirarlo dentro para que nadie lo encontrara o para que se muriera cocido al día siguiente. Podría arrastrar su cuerpo desnudo sobre las rocas, atar sus manos a las tuberías de hierro que emergían del suelo cerca de la alberca y desmembrarlo con la ayuda del burro. Podría llevarlo con él, curar sus heridas y pedirle perdón. Entonces el hombre emitió otro gemido lejano y el niño lo miró. Dio dos pasos hacia atrás y luego le propinó una nueva patada en la cara que le destrozó la nariz. Ese era el tamaño de su desasosiego.