Capítulo 5
¿Para que sirven los hombres? La evolución de los papeles masculinos
El año pasado recibí una notable carta de un catedrático de una universidad situada en una ciudad distante, invitándome a una conferencia académica. No conocía al que escribía, y ni siquiera podía figurarme por el nombre si el autor era hombre o mujer. La conferencia supondría largos vuelos en avión y una semana fuera de casa. Sin embargo, la carta de invitación estaba bellamente redactada. Si la conferencia iba a estar tan bellamente organizada podría ser excepcionalmente interesante. Con sentimientos encontrados debido al compromiso de tiempo, acepté.
Mi ambivalencia se desvaneció en cuanto llegué a la conferencia, que resultó ser tan interesante en todo como había previsto. Además, se habían tomado muchas molestias para arreglar actividades alternativas para mí, incluyendo compras, observación de aves, banquetes y visitas a emplazamientos arqueológicos. El catedrático que estaba detrás de esta obra maestra de organización y el virtuoso original de las cartas resultó ser una mujer. Además de dar una charla brillante en la conferencia y ser una persona muy agradable, podía ser considerada entre las mujeres más sensacionalmente bellas que he conocido jamás.
En una de las salidas de compras que mi anfitriona había organizado, adquirí varios regalos para mi mujer. El estudiante que había sido enviado como mi guía informó evidentemente a mi anfitriona de estas adquisiciones, ya que ella hizo un comentario sobre las mismas cuando me senté a su lado en el banquete de la conferencia. Ante mi sorpresa dijo: «¡Mi marido nunca me regala nada!» Ella había comprado anteriormente regalos para él, pero con el tiempo dejó de hacerlo porque él nunca le correspondía.
Alguien situado al otro lado de la mesa se interesó entonces por mi trabajo de campo sobre aves del paraíso en Nueva Guinea. Le expliqué que los machos de esta especie no proporcionan ninguna ayuda en la cría de los polluelos, sino que en vez de ello dedican su tiempo a intentar seducir a tantas hembras como sea posible. Sorprendiéndome de nuevo, mi anfitriona estalló: «¡Igual que los hombres!» Explicó que su marido era mucho mejor que la mayoría de los hombres puesto que la había animado en sus aspiraciones laborales. Sin embargo, pasaba la mayoría de las noches con otros hombres de su oficina, veía televisión mientras estaba en casa los fines de semana y evitaba ayudarla en el mantenimiento de la casa y el de sus dos hijos. Ella le había pedido ayuda repetidamente; finalmente se rindió y contrató a una asistenta. No hay, por supuesto, nada inusual en esta historia. Sólo permanece en mi memoria porque esta mujer era tan bella, agradable e inteligente que uno hubiera esperado ingenuamente que el hombre que hubiera elegido casarse con ella se habría mostrado interesado en pasar largo tiempo a su lado.
Aun así, mi anfitriona disfruta de condiciones domésticas mucho mejores que muchas otras esposas. Cuando empecé a trabajar por primera vez en las tierras altas de Nueva Guinea me sentí irritado con frecuencia ante la vista del abuso tan enorme que sufren las mujeres. Las parejas casadas que me encontraba por los caminos de la selva consistían típicamente en una mujer doblada bajo una enorme carga de leña, verduras y un bebé, mientras su marido paseaba despreocupadamente erguido y llevando tan sólo su arco y sus flechas. Las excursiones de caza de los hombres parecían producir poco más que la oportunidad para estrechar los lazos masculinos, además de algunas presas inmediatamente consumidas en la selva por los hombres. Las esposas eran compradas, vendidas y rechazadas sin su propio consentimiento.
Más tarde, sin embargo, cuando tuve mis propios hijos y fui consciente de lo que sentía cuando me desplazaba con mi familia durante los paseos, pensé que podía entender mejor a los hombres de Nueva Guinea dando grandes zancadas al lado de sus propias familias. Me encontré en la misma actitud junto a mis hijos, dedicando toda mi atención a asegurarme de que no les atropellaran, se cayeran, se perdieran o sufrieran algún otro percance. Los hombres de Nueva Guinea tienen que estar más atentos incluso debido al mayor riesgo que corren sus hijos y sus mujeres. Esos hombres que paseaban aparentemente despreocupados junto a una esposa pesadamente cargada cumplían las funciones de vigías y protectores, manteniendo sus manos libres para poder hacer usó de su arco y sus flechas en caso de una emboscada por parte de hombres de otra tribu. Pero las excursiones de caza de los hombres y la venta de mujeres como esposas sí continúa preocupándome.
Preguntar para qué sirven los hombres podría Sonar a burlón e ingenioso comentario. De hecho, el Interrogante toca un nervio a flor de piel en nuestra sociedad. Las mujeres toleran cada vez menos el estatus que los hombres se han asignado a sí mismos, y critican a esos hombres que cuidan más de sí mismos que de sus hijos y esposas. La pregunta supone también un gran problema teórico para los antropólogos. Según el criterio de los servicios ofrecidos a sus parejas e hijos, los machos de 1a mayoría de las especies de mamíferos no sirven para nada excepto para inyectar esperma. Se separan de la hembra después de la cópula, dejándola que se las arregle con la carga completa de alimentar, proteger y adiestrar a la prole. Pero los machos humanos difieren de tal caso, ya que (habitual o frecuentemente) permanecen con su pareja y su prole después de la cópula. Los antropólogos asumen ampliamente que los demás papeles resultantes de los hombres contribuyeron de manera crucial a la evolución de las características más distintivas de nuestra especie. El razonamiento es el que sigue.
Los papeles económicos de hombres y mujeres están diferenciados en todas las sociedades supervivientes de cazadores-recolectores, una categoría que englobaba a todas las sociedades humanas hasta la aparición de la agricultura hace diez mil años. Los hombres pasaban invariablemente más tiempo cazando animales grandes, mientras que las mujeres pasaban más tiempo recogiendo alimentos vegetales y pequeños animales y cuidando de los niños. Tradicionalmente, los antropólogos ven esta omnipresente diferenciación como una división de las labores que promueve los intereses conjuntos de la familia nuclear, representando una sólida estrategia de cooperación. Los hombres son mucho más capaces que las mujeres de perseguir y matar animales grandes, por las razones obvias de que no tienen que llevar consigo bebés que amamantar y son como media más musculosos que ellas. Desde el punto de vista de los antropólogos, los hombres cazan para proporcionar carne á sus mujeres e hijos.
Una división similar del trabajo persiste en las sociedades industriales modernas: muchas mujeres dedican más tiempo que los hombres al cuidado infantil. Mientras que los hombres ya no cazan como ocupación principal, todavía aportan alimento a sus esposas e hijos mediante empleos remunerados (como hacen también la mayoría de las mujeres estadounidenses). Así pues, la expresión «traer el bacon a casa»[6] tiene un sentido profundo y antiguo.
El aprovisionamiento de carne llevado a cabo por los cazadores tradicionales se considera una función distintiva de los machos humanos, compartida sólo con unas pocas de nuestras especies de mamíferos compañeras tales como los lobos y los perros cazadores africanos. Se asume comúnmente que está vinculada con otras características universales de las sociedades humanas que nos distinguen de nuestros colegas los mamíferos. En particular, está vinculada al hecho de que los hombres y las mujeres permanecen asociados en familias nucleares después de la cópula, así como a que las crías humanas (a diferencia de los simios jóvenes) son incapaces de obtener alimento por sí mismas durante muchos años después del destete.
Esta teoría, que parece tan obvia que por lo general la damos por descontada, establece dos predicciones directas acerca de la caza masculina. Primero, si el propósito principal de la caza es llevar carne a la familia del cazador, los hombres deberían seguir la estrategia de caza que produjese con seguridad la mayor cantidad de carne. De ahí que debamos observar que los hombres cobran más kilos de carne por día persiguiendo a grandes animales que la que portarían a su casa concentrándose en animales pequeños. Segundo, debemos observar que un cazador trae las piezas para su esposa e hijos, o por lo menos las comparte preferentemente con ellos más que con personas ajenas a la familia. ¿Son ciertas estas dos afirmaciones?
Sorprendentemente para unas suposiciones tan básicas de la antropología, estas predicciones han sido poco contrastadas, y quizá de manera poco sorprendente, las comprobaciones pioneras han sido llevadas a cabo por una mujer antropóloga, Kristen Hawkes, de la Universidad de Utah. Las pruebas de Hawkes se han basado especialmente en medidas cuantitativas del producto del forrajeo en los indios aché del norte de Paraguay, llevadas a cabo junto a Kim Hill, A. Magdalena Hurtado y H. Kaplan. Hawkes llevó a cabo otras pruebas en el pueblo hadza de Tanzania, en colaboración con Nicholas Blurton Jones y James O'Connell. Consideremos primero la evidencia que se extrae de los aché.
Los aché del norte de Paraguay solían ser cazadores recolectores a tiempo completo, y continuaron empleando mucho tiempo en forrajear en el bosque incluso después de empezar a asentarse en los emplazamientos de una misión agrícola en los años 70. De acuerdo con el habitual patrón humano, los hombres aché estaban especializados en cazar grandes mamíferos, tales como pecaríes y ciervos, y también recolectaban grandes cantidades de miel procedentes de nidos de abejas. Las mujeres machacaban almidón de las palmas, recogían fruta y larvas de insectos, y cuidaban de los niños. El zurrón de caza de un hombre aché varía grandemente de un día para otro: si mata un pecarí o encuentra un panal lleva a casa alimento suficiente para muchas personas, pero uno de cada cuatro días que dedica a cazar no consigue nada en absoluto. Por el contrario, los rendimientos de la mujer son predecibles y varían muy poco de un día para otro porque las palmas son abundantes; la cantidad de almidón que consigue una mujer está en función principalmente de cuánto tiempo dedica a machacarlo. Una mujer siempre puede contar con conseguir lo suficiente para ella y sus hijos, pero nunca puede: llegar a una superabundancia suficiente como para alimentar a muchas otras personas.
El primer resultado sorprendente de los estudios de Hawkes y sus colegas estaba relacionado con la diferencia entre los rendimientos conseguidos mediante las estrategias masculina y femenina. El máximo de producción era, por supuesto, mucho más alto para los hombres que para las mujeres, puesto que el zurrón diario de un hombre alcanzaba 40 000 calorías cuando era suficientemente afortunado como para matar un pecarí. Sin embargo, el rendimiento medio diario de 9634 calorías de un hombre probó ser más bajo que el de una mujer (10 356), y la media de rendimiento de un hombre (4663 calorías por día) era todavía más baja. La razón de este paradójico resultado es que los días gloriosos en los que un hombre cobraba un pecarí eran ampliamente superados en número por los días humillantes en los que volvía con las manos vacías.
Así pues, a largo plazo, los hombres aché harían mejor uniéndose al poco heroico «trabajo femenino» de machacar palmeras que entregándose a la excitación de la caza. Puesto que los hombres son más fuertes que las mujeres, podrían incluso machacar más calorías de almidón de palmera que éstas si eligieran hacerlo. En su apuesta alta pero muy impredecible, los hombres aché pueden ser comparados con jugadores que ansían el gordo: a largo plazo harían mejor poniendo su dinero en un banco y recolectando los tediosamente predecibles intereses.
La otra sorpresa fue que los cazadores aché con éxito no aportan carne al hogar principalmente para sus esposas e hijos, sino que la comparten ampliamente con cualquiera que esté alrededor. Lo mismo se cumple con los hallazgos de miel. Como resultado de este extendido reparto, tres cuartos de todo el alimento que un aché consume es ingerido por alguien ajeno a su familia nuclear.
Es fácil entender por qué las mujeres aché no practican la caza mayor: no pueden pasar tiempo lejos de sus hijos y no pueden permitirse el riesgo de regresar un solo día con el zurrón vacío, lo que haría peligrar la lactancia y el embarazo. Pero ¿por qué un hombre rechaza el almidón de palmera, se conforma con un rendimiento medio más bajo producto de la caza y no aporta al hogar sus capturas para sus hijos y su esposa, como predice la visión tradicional de los antropólogos?
Esta paradoja sugiere que tras la preferencia de un hombre aché por la caza mayor subyace algo distinto a los intereses de su mujer e hijos. Mientras Kristen Hawkes me describía estas paradojas, desarrollé la horrible premonición de que la verdadera explicación resultaría ser menos noble que la mística masculina de traer el bacon a casa. Comencé a sentirme a la defensiva en nombre de mis compañeros hombres y a buscar explicaciones que pudieran restaurar mi fe en la nobleza de la estrategia masculina.
Mi primera objeción fue que los cálculos del rendimiento de la caza de Kristen Hawkes eran medidos en calorías. En realidad, cualquier lector moderno con nociones de nutrición sabe que no todas las calorías son iguales. Quizá el propósito de la caza mayor fuera el de cubrir nuestras necesidades de proteínas, que nutricionalmente son más valiosas para nosotros que los humildes carbohidratos del almidón de palma. Sin embargo, los hombres aché no sólo consideraban un objetivo la carne rica en proteínas sino también la miel, cuyos carbohidratos son exactamente igual de humildes que los del almidón de palma. Mientras que los hombres san del Kalahari (hombres arbusto) se dedican a la caza mayor, las mujeres san recolectan y preparan las nueces de mongongo, una excelente fuente de proteínas. Mientras los hombres recolectores cazadores de las tierras bajas de Nueva Guinea desperdician sus días en la búsqueda, normalmente inútil, de canguros, sus mujeres e hijos están adquiriendo de manera previsible proteínas en forma de pescado, ratas, larvas y arañas. ¿Por qué los hombres san y los de Nueva Guinea no emulan a sus mujeres?
Empecé a preguntarme si los hombres aché serían cazadores inusualmente ineficaces, una aberración entre los modernos cazadores-recolectores. Indudablemente, las habilidades cinegéticas de los inuit (esquimales) y los indios del Ártico son indispensables, especialmente en invierno, cuando hay poco alimento disponible que no sea la caza mayor. Los hombres hadza de Tanzania, a diferencia de los aché, consiguen mayores rendimientos medios mediante 1a caza mayor que mediante la caza menor. Pero los hombres de Nueva Guinea, como los aché, persisten en cazar incluso aunque los rendimientos sean muy bajos, y los cazadores hadza persisten a pesar de correr un enorme riesgo, puesto que como media no cobran nada en absoluto en veintiocho de cada veintinueve días que emplean en cazar. Una familia hadza podría morir de inanición esperando que el padre-marido cumpla su objetivo de conseguir una jirafa. En cualquier caso, toda esa carne cobrada ocasionalmente por un cazador aché o hadza no está reservada para su familia, así que desde el punto de vista de su familia la cuestión de si la caza mayor produce mayores o menores rendimientos que otras estrategias alternativas es puramente teórica. La caza mayor, sencillamente, no es la mejor forma de alimentar a una familia.
Intentando todavía defender a mis compañeros los hombres, me pregunté: ¿no tendrá el hecho de compartir ampliamente la carne y la miel el propósito de igualar los rendimientos de caza por medio del altruismo recíproco? Es decir, yo espero matar una jirafa sólo cada veintinueve días, y lo mismo les ocurre a mis amigos cazadores, pero todos partimos en diferentes direcciones, y es probable que cada uno de nosotros mate su jirafa en un día distinto. Si los cazadores con éxito acuerdan compartir la carne entre sí y con sus familias, todos ellos tendrán con mayor frecuencia el estómago lleno. Según esta interpretación, los cazadores deberían preferir compartir sus capturas con los mejores cazadores, de los que es más probable que reciban carne a cambio algún otro día.
En la realidad, sin embargo, los cazadores aché y hadza con éxito comparten sus capturas con cualquiera que esté alrededor, tanto si es buen cazador como si es un inútil. Esto da pie a la cuestión de por qué un hombre aché o hadza se molesta en cazar, puesto que puede reclamar una porción de carne incluso aunque nunca cobre nada él mismo. A la inversa, ¿por qué debería él cazar cuando cualquier animal que mate será compartido ampliamente? ¿,Por qué no busca simplemente frutos y ratas, que puede llevar a su familia y que no tendría que compartir con nadie más? Debía haber algún motivo innoble para la caza masculina que yo estaba pasando por alto en mis esfuerzos por encontrar un motivo noble.
Como otro posible motivo noble pensé que el reparto generalizado de carne ayuda a toda la tribu del cazador, que es probable que progrese o perezca junta. No es suficiente concentrarse en nutrir a la propia familia si el resto de la tribu está muriendo de inanición, por lo que no podría rechazar un ataque de tribus enemigas. Este posible motivo, sin embargo, nos devuelve a la paradoja original: la mejor manera para todos los miembros de la tribu aché de estar bien nutridos es que todo el mundo se humille machacando el bueno y viejo almidón de palma en él que se puede confiar, y recolecte a la vez fruta o larvas de insectos. Los hombres no deberían perder el tiempo jugándoselo todo al ocasional pecarí.
En un último esfuerzo por detectar valores familiares en la caza masculina, reflexioné sobre la relevancia de la caza en el papel de los hombres como protectores. Los machos de muchas especies territoriales animales, tales como las aves canoras; los leones y los chimpancés, emplean mucho tiempo en patrullar sus territorios. Esas patrullas sirven a múltiples propósitos: detectar y expulsar machos rivales intrusos de territorios adyacentes; observar si los territorios adyacentes son susceptibles de ser invadidos; detectar depredadores que podrían poner en peligro a la compañera del macho y su prole; y controlar cambios estacionales en la abundancia de alimento y otros recursos. De forma parecida, al mismo tiempo que los cazadores humanos están buscando caza, también están atentos a daños potenciales y a oportunidades para el resto de la tribu. Además, la caza proporciona una oportunidad de practicar las habilidades de lucha que los hombres emplean para defender a su tribu contra los enemigos.
Este papel de la caza es sin duda importante. Sin embargo, uno tiene que preguntarse qué peligros específicos están tratando de detectar los cazadores, y los intereses de quién están tratando de potenciar de tal modo. Mientras que los leones y otros grandes carnívoros representan un peligro para la gente en algunas partes del mundo, el mayor peligro con mucho en todas partes para las sociedades humanas de cazadores-recolectores ha sido representado por cazadores de tribus rivales. En estas sociedades los hombres estaban implicados en guerras intermitentes cuyo propósito era matar a los hombres de otras tribus. Las mujeres y los niños capturados de las tribus rivales vencidas eran asesinados o compartidos y adquiridos como esposas y esclavos, respectivamente. En el peor de los casos, los grupos de patrulla de cazadores masculinos podrían ser vistos como si estuvieran potenciando su propio interés gen ético a expensas de grupos rivales de hombres. En el mejor de los casos, podían ser vistos como si estuvieran protegiendo a sus esposas e hijos, pero principalmente contra el peligro representado por otros hombres. Incluso en este último caso, el bien y el mal que los hombres adultos aportan al resto de la sociedad por sus actividades de patrulla estarían igualmente equilibrados.
Así pues, mis cinco esfuerzos para rescatar la caza mayor de los aché como una manera sensata de contribuir noblemente a los mejores intereses de sus esposas e hijos se vinieron todos abajo. Kristen Hawkes me recordó entonces algunas dolorosas verdades sobre cómo un hombre aché obtiene para sí mismo (y no para su esposa e hijos) grandes beneficios de los animales que mata, además del alimento que ingiere.
Para empezar, entre los aché, como entre otros pueblos, el sexo extramarital no es infrecuente. Docenas de mujeres aché, a las que se pidió que nombraran a los padres potenciales (sus compañeros sexuales alrededor del tiempo de la concepción) de 66 de sus hijos, nombraron una media de 2, 1 hombres por hijo. Entre una muestra de 28 hombres aché, las mujeres nombraron como sus amantes más frecuentemente a buenos cazadores que a cazadores mediocres y nombraron a buenos cazadores como padres potenciales de más niños.
Para comprender el significado biológico del adulterio, recordemos que los hechos de la biología reproductiva discutidos en el capítulo 2 introducen una asimetría fundamental en los intereses de los hombres y de las mujeres. Tener múltiples compañeros sexuales no contribuye directamente en nada al rendimiento reproductivo de una mujer. Una vez que una mujer ha sido fertilizada por un hombre, tener relaciones sexuales con otro no puede producir otro bebé durante al menos nueve meses, y probablemente durante al menos varios años bajo las condiciones de prolongada amenorrea lactativa de los cazadores-recolectores. En sólo unos cuantos minutos de adulterio, sin embargo, un hombre por la demás fiel puede doblar el número de su propia prole.
Comparemos ahora los rendimientos reproductivos de los hombres siguiendo las dos estrategias de caza diferentes que Hawkes denomina la estrategia del «proveedor» y la estrategia del «alardeador». El proveedor caza alimento que produzca unos rendimientos moderadamente altos con elevada predecibilidad, tales como almidón de palma y ratas. El alardeador caza grandes animales; consiguiendo sólo buenas rachas ocasionales entre muchos días de zurrón vacío, su rendimiento medio es más bajo. El proveedor aporta a la casa como media la mayor parte del alimento para su esposa e hijos, aunque nunca alcanza un superávit suficiente como para alimentar a nadie más. El alardeador trae como media menos alimento para su esposa e hijos, pero ocasionalmente tiene montones de carne para compartir con otros.
Obviamente, si una mujer evalúa sus intereses genéticos por el número de hijos que puede criar hasta la madurez, está en función de cuánto alimento les puede proporcionar, así que haría mejor casándose con un proveedor. Pero está mucho mejor servida teniendo alardeadores como vecinos, con los cuales poder intercambiar sexo adúltero ocasional a cambio de un aporte suplementario de carne para ella y para sus hijos. La tribu entera también aprecia a un alardeador debido a las ocasionales buenas rachas que aporta a la casa para compartir.
En cuanto a cómo puede un hombre potenciar su propio interés gen ético, el alardeador disfruta de ventajas así como de desventajas. Una ventaja son los niños adicionales de los que es padre adúlteramente. El alardeador también obtiene algunas ventajas además del adulterio, tales como prestigio ante los ojos de la tribu. El resto de la tribu le quiere como vecino debido a sus regalos de carne, y podrían recompensarle con sus hijas como compañeras. Por la misma razón, la tribu seguramente dará un tratamiento de favor a los hijos del alardeador. Entre las desventajas del alardeador están que aporta a la casa como media menos alimento para su propia mujer e hijos; esto significa que menos de sus hijos legítimos sobrevivirán hasta la madurez. Su esposa podría además ser infiel mientras él está haciendo lo mismo, con el resultado de que un menor porcentaje de los hijos de ella son en realidad suyos. ¿Hace mejor el alardeador renunciando a la certeza del proveedor en la paternidad de unos pocos hijos, a cambio de la posibilidad de la paternidad de muchos?
La respuesta depende de varias cifras, tales como cuántos hijos legítimos suplementarios puede criar la mujer de un proveedor, el porcentaje de los hijos de la esposa del proveedor que son ilegítimos, y cuánto aumentan las posibilidades de supervivencia de los hijos de un alardeador debido a su estatus favorecido. Los valores de estas cifras deben diferir entre tribus, dependiendo de la ecología local. Cuando Hawkes estimó los valores para los aché llegó a la conclusión de que, sobre un amplio espectro de condiciones posibles, los alardeadores podían esperar transmitir sus genes a más niños supervivientes de lo que podían hacerlo los proveedores. Este propósito, más que el propósito aceptado tradicionalmente de llevar el bacon a casa para la esposa y los hijos, podría ser la razón auténtica que se halla detrás de la caza mayor; por lo tanto, los hombres aché se hacen bien a sí mismos más que a sus familias.
Así pues, no es el caso que los hombres cazadores y las mujeres recolectoras constituyan una división del trabajo según la cual la familia nuclear entendida como unidad promueva de manera más efectiva sus intereses conjuntos, y según la cual se haga uso selectivamente de la fuerza del trabajo para el bien del grupo. Por el contrario el estilo de vida de los cazadores-recolectores implica un clásico conflicto de intereses. Como discutí en el capítulo 2, lo que es mejor para los intereses genéticos de un hombre no es necesariamente lo mejor para los de una mujer, y viceversa. Las esposas comparten intereses pero tienen también intereses divergentes. Lo mejor que puede hacer una mujer es casarse con un proveedor, pero lo mejor que puede hacer un hombre es no ser proveedor.
Estudios biológicos de décadas recientes han demostrado numerosos conflictos de intereses semejantes a éstos en animales y humanos; y no sólo conflictos entre maridos y mujeres (o entre animales emparejados), sino también entre progenitores e hijos; entre una mujer embarazada y su feto, y entre hermanos. Los progenitores comparten genes con su prole y los hermanos comparten genes entre ellos. Sin embargo, los hermanos son potencialmente los competidores más cercanos unos de los otros, y los progenitores y la prole también compiten potencialmente. Muchos estudios en animales han demostrado que criar la prole reduce la esperanza de vida del progenitor debido al gasto de energía y los riesgos a los que se enfrenta. Para un progenitor una prole representa una oportunidad de transmitir genes, pero el progenitor podría tener otras oportunidades como ésa. El interés del progenitor podría estar mejor servido abandonando una prole y dedicando recursos a otra, mientras que los intereses de la prole estarían mejor servidos mediante la supervivencia a expensas de sus padres. En el mundo animal tanto como en el mundo humano tales conflictos conducen con frecuencia al infanticidio, el parricidio (el asesinato de progenitores por parte de la prole) y el fratricidio (el asesinato de un hermano por otro). Mientras que los biólogos explican los conflictos mediante cálculos teóricos basados en la genética y la ecología de forrajeo, todos nosotros los reconocemos por experiencia, sin hacer ningún cálculo. Los conflictos de intereses entre personas cercanamente relacionadas por sangre o matrimonio constituyen las más comunes y desgarradoras tragedias de nuestras vidas.
¿Qué validez general poseen estas conclusiones? Hawkes y sus colegas estudiaron sólo dos pueblos de cazadores-recolectores, los aché y los hadza. Las conclusiones resultantes esperan pruebas en otros cazadores-recolectores. Es posible que las respuestas varíen entre tribus e incluso entre individuos. Por mi propia experiencia en Nueva Guinea, diría que las conclusiones de Hawkes son susceptibles de ser aplicadas incluso más contundentemente allí. Nueva Guinea tiene pocos animales grandes, los rendimientos de caza son bajos y los zurrones terminan frecuentemente vacíos. Muchas de las capturas son consumidas directamente por los hombres mientras están en la selva, y la carne de un animal grande aportada a la casa es compartida ampliamente. La caza de Nueva Guinea es difícil de defender económicamente, pero conlleva obvias compensaciones en estatus para los cazadores con éxito.
¿Qué hay de la relevancia de las conclusiones de Hawkes para nuestra propia sociedad? Quizá ya estés lívido porque preveías que yo plantearía esta pregunta, y estás esperando que concluya que los hombres estadounidenses no sirven para mucho. Por supuesto, no es ésa mi conclusión. Reconozco que muchos (¿la mayoría?, ¿casi la mayoría absoluta?) de los hombres estadounidenses son maridos devotos, trabajan duro para aumentar sus ingresos, dedican esos ingresos a sus mujeres e hijos, cuidan mucho de sus hijos y no son infieles.
Pero, lamentablemente, los hallazgos entre los aché son relevantes al menos para algunos hombres de nuestra sociedad. Algunos hombres estadounidenses abandonan a sus mujeres e hijos. La proporción de hombres divorciados que reniegan del apoyo a sus hijos estipulado legalmente es escandalosamente elevada, tanto que incluso el Gobierno está empezando a hacer algo al respecto. En Estados Unidos, los progenitores solteros sobrepasan en número a los coprogenitores, y la mayoría de los progenitores solteros son mujeres.
Entre aquellos hombres que permanecen casados, todos conocemos algunos que cuidan más de sí mismos que de sus esposas e hijos y que dedican dinero, tiempo y energía desproporcionados a flirtear y a actividades y símbolos de estatus masculino. Algunas de estas típicas preocupaciones masculinas son los coches, los deportes y el consumo de alcohol. No se lleva mucho bacon a casa.
No pretendo haber medido la proporción de hombres estadounidenses que merecen la consideración de alardeadores más que de proveedores, pero el porcentaje de alardeadores no parece ser descartable.
Incluso entre las devotas parejas que trabajan, los estudios de empleo del tiempo muestran que las mujeres trabajadoras estadounidenses dedican como media el doble de horas que sus maridos a sus responsabilidades (definidas éstas como empleo más hijos más mantenimiento del hogar), y aun así las mujeres reciben como media menos paga por el mismo trabajo. Cuando se les pide a los maridos estadounidenses que estimen el número de horas que ellos y sus esposas dedican cada uno a los niños y al mantenimiento de la casa, los estudios de empleo del tiempo muestran que los hombres tienden a sobreestimar sus propias horas e infravalorar las de sus esposas. Me da la impresión de que las contribuciones de los hombres al mantenimiento de la casa y al cuidado de los niños son como media incluso inferiores en algunos otros países industrializados, tales como Australia, Japón, Corea, Alemania, Francia y Polonia sólo por mencionar unos cuantos con los que estoy familiarizado. Por eso, la pregunta de para qué sirven los hombres continúa siendo debatida en nuestras sociedades, tanto como entre los antropólogos.