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(Sobre la meseta cubierta de millares de arbustos rojos el cafetal era un inmenso animal descuartizado. A los 10 años me arrastrabas allí, madre mía, me entregabas ya a la bestia. La ceremonia comenzaba al alba. Tú me despertabas. Me lavabas las orejas. Me desayunabas. Dabas órdenes a los indios. Discutías con mi tío. Hacías ensillar los caballos. Elisa para ti, Morocho para mí. Elisa era una yegua blanca, soberbia, de abundantes crines. Morocho daba pena. Caballo sin raza, de patas arqueadas, estómago prominente. Tú subías sobre Elisa. Pancho me ayudaba a montar sobre Morocho y partíamos. El sol se levantaba implacable. Un mar de púrpura nos esperaba tras un puente. Tú descendías de la cabalgadura para cruzarlo.

El puente se balanceaba sobre el río furibundo. El cafetal rugía. Yo creí ver una osamenta bajo sus frutos rojos, pero no dije nada. Tú hablabas con los indios. «¿Cómo iba la cosecha?». «¿Cuántos quintales habían ya en la despulpadora?». «¿Es acaso el hombre el único consumidor de café en este mundo?». «¡A trabajar, a trabajar!». No tolerabas la pereza. Los indios trabajaban doblados ante las plantas. Tú vestías de negro. Llevabas un interminable luto por mi padre. Un sombrero de alas anchas. Me cogías por la mano y me llevabas entre millares de ganglios rojos. El monstruo me daba asco. Me hacía llorar sin motivo. Tú me regañabas, me decías que no era un hombre, que los hombres no lloraban, y yo lloraba más aún. El sol me acribillaba sin remedio y yo lloraba siempre. Pero tú no me hacías caso. En la meseta oxigenada el altar sangriento me esperaba a cada paso. Yo oía tu voz en cada fruto. La tierra era roja. El sol rojo. Elisa y Morocho rojos. Los indios rojos. Tu Gran Traje de Luto rojo, y yo de rojo, de rodillas, a tus pies. Llorando por ti, madre mía. Hacia el mediodía todo había sido consumado. Volvíamos a la hacienda extenuados. Pancho te ayudaba a descender de Elisa. «¿Estaba listo el almuerzo?». Pancho asentía siempre. No decía una palabra. ¿Te temía entonces? Yo no me daba cuenta.

Íbamos a misa los domingos. Tú me vestías de azul con camisa y corbata. Como Giuliano en París. Todo un hombrecito. El padre Bernardo oficiaba en la capilla de la hacienda. Yo casi no lo veía ¡era tan alto y barbudo! Él me levantaba en peso y me besaba, y yo lloraba nuevamente. Lloraba siempre. Tú me peinabas sin cesar. Me lavabas las orejas. Me dabas de comer día y noche. ¿Qué más podía pedirte? Me vestirías de azul con corbata y camisa blanca un día y me casarías con mi prima vestida de blanco vacío con sosténsenos y velo vacíos. Y tú serías feliz entonces. La Marcha nupcial nos acompañaría toda la vida. Y seríamos felices igualmente. Porque así lo habías dispuesto. Y yo sería rico, con mujer e hijos, televisión y automóvil en la puerta. Y tú serías feliz entonces.

Porque así lo habías dispuesto. Seguiría viviendo Elisa, ciertamente. Pero Morocho moriría, «pobre animal, no valía gran cosa en realidad», destrozado por los murciélagos en el establo sin luz. Y yo lloraría como loco nuevamente. Tú me llevarías al cafetal y el sol me aplastaría sin piedad. «¿Cómo iba la cosecha?». «¿Cuántos quintales había ya en la despulpadora?». Tú batirías las manos como siempre: «¡A trabajar, a trabajar!», no soportabas la pereza. Me arrastrarías de la mano entre los indios cubiertos de sudor. Y yo pensando en Morocho. Llorando inútilmente por mi pobre caballo destrozado. «Hay que poner una luz en el establo», dirías tú, pensando en Elisa. Pero las llagas de Morocho me dolían.

El cafetal me daba asco. Madre mía, ¿qué había sucedido? Mi cabeza reventaba. Hacia el mediodía todo había sido consumado. Volveríamos a la hacienda extenuados. Pancho te ayudaría a descender de Elisa. «¿Estaba listo el almuerzo?». Sudabas copiosamente. Tu semblante encarnado me asustaba. Pero yo te amaba, madre mía. ¿Cómo decírtelo entonces, sino llorando? No tenía apetito. Tú me mirabas preocupada. «Si no comes no creces», me decías. Yo miraba el mantel blanco, con el ceño fruncido, la cabeza en llamas. Tu Gran Traje de Luto se movía en torno a mí con gran ternura. Yo reconocía tu olor desde lejos. ¿Toda tu ternura, entonces, había sido para mí solamente? Guardo tu carta todavía. La leo siempre, miles de veces. Nunca seré un hombre, madre mía. Tú me mirabas preocupada. «Si no comes no creces», me decías, retirándome el plato intacto, acercándome una fruta. Yo miraba el mantel blanco fijamente, y lo veía rojo. Rojo siempre. Rojo toda la vida. Pájaro muerto de la infancia, ¿encontrarías la paz un día, en Venecia, bajo un sudario blanco, sobre una mesa de mármol, los cabellos rojos hasta el suelo? ¿Qué cosa había sido de mí, madre mía? No recuerdo nada. Saint-Germain-des-Prés. Chez Moineau. El hotel en rue de Seine. Fue allí que la conocí. Eso es todo. No hubo nada entre nosotros. Te lo juro. ¿Ves que ya no lloro? La encontraron ahogada en Venecia. ¿Qué culpa tengo yo?).