12
—¿Comemos algo? —me preguntaste, camino a casa.
—No tengo apetito. Tomemos un vaso de vino y después veremos.
Aquel pájaro blanco eras tú, Dogaresa. Era extraordinario tenerte en París, a mi lado, en esa jaula miserable colgada en un séptimo piso de la rue de Seine. Tenía los ojos ribeteados de un negro violáceo y la cola larga y puntiaguda, como de faisán. No cantaba sino emitía una especie de gemido tembloroso. Lo había cogido aún pichón. El nido se hallaba oculto entre las ramas de un naranjo y fue necesario romper varias de ellas y desafiar los picotazos de la madre para cogerlo. Lo llevé a casa y durante varios días le di yo mismo de comer en el pico esmaltado de rojo hasta la garganta. Luego, lo confié en manos de Pancho.
Deseaba ya unos espléndidos pájaros negros —los chiwacos— con un gran penacho en la cabeza y el pecho y el pico dorados. Quería el macho y la hembra, pues los sabía salvajes y yo esperaba domesticarlos, tal como ya lo había logrado con otras especies. Tuve que contentarme sólo con dos pichones y darme por satisfecho. Lo que más admiraba en los chiwacos era justamente su ferocidad, su belleza altanera, su chillido ronco y penetrante como un grito de guerra, los lugares inaccesibles en los que vivían, con los grandes nidos colgando como frutos de las ramas altas de las palmeras. Volaban como flechas, gritando y retozando en torno a éstos, siempre a gran altura. Había algo de orgulloso y de triunfal en sus ojillos encendidos, en sus suntuosas alas negras, en sus patitas cinceladas. Hacia el atardecer revoloteaban un gran rato en torno a las palmeras. Sólo el macho poseía el gran moño dorado en la cabeza y la cola larguísima. La hembra, en cambio, lucía el pecho enteramente cubierto de plumas metálicas. La bandada se alejaba luego, gritando agudamente en el incendio de la tarde, mientras el macho y la hembra del nido continuaban aún sus juegos en lo alto de la palmera, hasta que oscurecía.
—¿Qué hora tienes? —preguntaste.
—Las 12 y media. ¿Por qué?
—Están cerrando.
—Vamos si quieres. ¿Cuánto será?
—No sé. Llama al mozo —los americanos habían partido y sólo quedaban dos o tres clientes en las mesas. Pagamos. O mejor dicho pagaste tú y salimos. Olor de papas fritas, ¿recuerdas?
—¿No tienes ganas?
—No. Cómpralas tú si quieres.
—Pero si no has comido nada.
—No tengo hambre.
—¿Vamos hasta St.-Michel? —tu Gran Traje de Seda me seguía como una sombra. Las papas fritas quemaban. Tú no querías ni siquiera probarlas. Los urinarios se sucedían como hormigueros pestilentes. Los pájaros revoloteaban en torno al nido hasta el anochecer. Suntuosos y altaneros, volaban como flechas, gritando y retozando en torno a éstos, siempre a gran altura. Un león de piedra nos miraba en Cluny. Las papas fritas. Los chiwacos. Los tucanes negros con el gran pico amarillo y celeste. Los loros salvajes. Tu cubierta de plumas blancas por las calles de París. «¿Qué hora tienes?». «Vamos a dormir». «Estoy cansada». Barrios periféricos devastados por las bombas, sustituidos por casuchas de latas y cajones de fruta poblados por las ratas. Olores nauseabundos. Gran parte de la juventud perversa y miserable de St.-Germain-des-Prés provenía de esas regiones abyectas de la ciudad. Vestidos como payasos. Sucios y malolientes. Sentados en los bares del barrio en espera de la catástrofe. Huérfanos de guerra. Prostitutas. Artistas de teatro. Bailarines. Excombatientes americanos. Escritorzuelos y pintores. Fumadores de marihuana. Griegos, escandinavos, italianos, japoneses, sudamericanos, eslavos, negros, ingleses, indochinos. Tú te pasabas las horas sentada en la barra de Chez Moineau. Observabas a todos los que entraban en el bar, sin demostrar interés por ninguno.
—¿Cuál es tu nombre? —insistí. No había entendido bien, a causa de tu acento italiano sin duda. Llevabas los larguísimos cabellos rojos sueltos en la espalda. Vestías blue-jeans y pullover descoloridos. En el colegio mi gran dificultad era siempre recordar ciertos nombres de planetas o países cuya remota existencia me hacía pensar en mil cosas. Mi madre me miraba preocupada entonces, acercándome un huevo frito, retirándome la sopa intacta.
«Si no comes no creces —me decía—, haz lo que te parezca». Yo dibujaba, mientras tanto, sin escucharla. Dibujaba siempre. Hacía grupos de pequeñas criaturas como insectos y grandes soles y estrellas con trayectoria y todo. Copiaba a Klee sin conocerlo. Dibujaba con las dos manos simultáneamente. Trazaba flechas y letras y telarañas geométricas. Me construía un minucioso universo poblado de seres nerviosos y sin materia. Luego las criaturas corrían sobre el mantel celeste mientras el huevo frito se enfriaba en una esquina. Otras veces rayaba todo. Millares de rayas azules llenaban mi mente. Rayaba el mantel y los platos, las tazas, las sillas, la mesa de la cocina, las paredes de mi cuarto. Veía todo en mil facetas luminosas que mi mente no lograba reunir completamente. ¿Eran invisibles fuentes de energía que sólo yo percibía? ¿O tan sólo los nervios de mis ojos irritados? Una tela divina, perfectamente pura, blanquísima, me humedecía los ojos. ¿Cómo llenar el mundo con su blancura, hacer de ella un estandarte de la serenidad terrena? Entre el glorioso Angélico y esta blancura inicial, ninguna mancha era posible. Sólo una fuente de luz celeste, un pensamiento tal vez.
Yo no sabía nada entonces, madre mía. Descubrí la luna una noche, en la ventana del baño, y me encerré con ella. Tú me sacaste a empellones, acusándome de vicioso. Yo no comprendía nada, madre mía. ¿Por qué? «Porque un niño decente no hace esas cosas. ¿Quién te lo ha enseñado?».
Yo me refugiaba en la cocina y soplaba el fuego con fuerza. Tú me tirabas las orejas porque el guiso se quemaba. Yo dibujaba nuevamente. Millares de puntos esta vez, sobre el papel azul de los paquetes. O millares de agujeros con una cerilla encendida. Tú me lo rompías sin piedad. «Incendiarás toda la casa un día de éstos», me decías. O trazaba horizontales y verticales en cuya intersección trataba de adivinar un secreto. Una charada. La creación del mundo. ¡Y el gran padre Mondrian que agonizaba en Nueva York, al ritmo de un woogie-boogie!
—Giulia —me repetiste—. ¿Nunca has oído ese nombre? —yo reparé en tus dos ojos verdes. ¿En dónde los había visto antes? ¿Quién que no fueras tú poseía esos dos haces de luz verde que te iluminaban el semblante? Pero ¿qué importancia podía tener entonces? Giulia era una criatura viva, dotada de una cabeza, cabellos rojos y abundantes, ojos verdes, dos brazos, dos senos, un estómago, dos piernas y, naturalmente, dos pies. Todo eso se llamaba Giulia. Aparte de tu nombre no dijiste gran cosa.
Yo te hablé de pintura mirándote los ojos verde esmeralda adivinando tu desnudez ante mí como ante un espejo o lienzo rojo del que brotaban mil puntos verdes como una galaxia y yo que me perdía en ella y que volaba desde hacía millones de años hacia la Montaña de la Beatitud Celeste junto a un chiwaco negro y dorado mientras a nuestros pies las nubes cubrían Monteyacu y yo que me bañaba contigo en el Tulumayo, desnudos los dos, y que perdíamos las ropas en el bosque y tú que me guiabas con tus dos ojos verdes en la oscuridad y caíamos en orgasmo y nos despertábamos y caíamos en orgasmo y nos despertábamos y caíamos en orgasmo y las ropas no aparecían y nosotros desnudos nos moríamos de hambre y un sabor de bananas nos llenaba la boca hasta que el chiwaco desapareció y yo me precipité de la galaxia roja punteada de verde esmeralda y tuvimos que vestirnos y yo te compré un traje usado en el Marché aux Puces, un Gran Traje de Seda Negro que me recordaba al chiwaco a la Montaña de la Beatitud Celeste a Monteyacu al Tulumayo infinitamente puro y doloroso como el orgasmo.
Pero ¿en dónde había visto esos dos ojos verdes? Al cabo de unas horas sellamos nuestra unión en la letrina oscura e increíblemente pestilente del café. Luego bajamos al Tabou. Cantaba Juliette Greco vestida de negro, cabellos negros, canciones negras. Versos de Prévert. Bajamos al Vieux Colombier. Detestable Luther. Sentimental Bechet. No pagábamos nunca. Nos echaban siempre sin haber tomado nada. Charlie Parker nos esperaba donde Patrick. ¿Recuerdas a Patrick? Chambre de bonne en la Avenue de Villiers. Cantidades de botellas de cognac. La trompeta dorada de Dizzy. El vuelo supremo de Charlie. La reyerta a las 4 de la mañana en la escalera de Patrick y los resortes de mi viejo reloj en el aire. Una semana me curaste la cara tumefacta. Me preparaste los huevos fritos. Patrick nos llevó el tocadiscos y los discos de Byrd. Nos pidió mil excusas y juró no ver más a Jean-Michel, el demonio. No era verdad. Jean-Michel y Patrick se compartían a Denise, la petite Denise, ¿recuerdas? Se acostaban juntos delante de todos y eran felices, eran hermosos los tres juntos, eran jóvenes como nadie. Raymond, el alquimista, los llamaba «la Santísima Trinidad».
—¿Qué hora tienes? —preguntaste.
—Las 12 y media. ¿Por qué?
—Están cerrando.
—Vamos ya.
Pagamos. O mejor dicho pagaste tú, y salimos.
—¿Vamos hasta la Via Veneto? —tu Gran Traje de Seda me seguía. Olores de restaurantes y oleandros florecidos. Ruidos de vasos y automóviles. Luces. Mesas servidas. Imposible circular en aquel paraje. Los pájaros revoloteaban con gran bullicio. Pasaban como flechas, gritando y retozando hasta muy tarde. Aglomeración de pájaros multicolores en las ramas. La trompeta del Juicio Final: el claxon de una Cadillac blanca. La luna se plantaba entonces sobre los arcos del fondo, suspendida entre los inmensos pinos que guardan el ingreso a Villa Borghese. El espectáculo precipitaba. No podíamos tomar nada allí. Caminábamos, caminábamos, caminábamos. Tu Gran Traje de Seda Negro por las calles doradas de Roma. «¿Qué hora tienes?». «Vamos a dormir». «¿Ya estás con sueño?». «Sí». «Pero si te has levantado a las tres de la tarde». «¿Y eso qué quiere decir?». «Estoy cansada».
Barrios periféricos devastados por las bombas. Sustituidos por casuchas de latas y cajones de fruta que todas las noches se llenaban de ratas y de olores nauseabundos. Jovenzuelos muertos de hambre en Piazza di Spagna, sentados en la escalinata, en la Barcaccia de Bernini, en espera de un milagro. Huérfanos de guerra. Prostitutas. Artistas de teatro y de revista. Excombatientes americanos. Desocupados meridionales. Rufianes. Pintores y escritorzuelos de todo el mundo. Tú te pasabas las horas sentada en la parte alta de Trinità dei Monti o en un insignificante café de la Via della Croce.
—¿Cómo te llamas? —pregunté.
—Giulia —me respondiste. Y ante mi expresión de sorpresa—: ¿Nunca has oído ese nombre? —yo recordaba tus ojos, los había visto antes, en alguna parte. Estaba seguro. Pero ¿qué importancia podía tener?
—Sí, naturalmente. Tengo también un amigo que se llama Giuliano.
¡Giuliano! ¿Giulia me recordaba los ojos de Giuliano? ¿Los ojos de un gordo insolente, fabricante de helados y chocolates en Lima? Tú me miraste casi sonriente. Tus ojos verdes, tan familiares, ¡qué coincidencia! ¿Y si los juntara, los ojos de Giulia con los de Giuliano, qué sucedería?
—Es un amigo de infancia. Está en Roma ahora. Si quieres podríamos salir a dar una vuelta en su coche mañana.
—¿Por qué no? No tengo nada que hacer.