CAPÍTULO 3
LOS MERCADOS Y LA DESIGUALDAD
El capítulo anterior destacaba el papel de la búsqueda de rentas a la hora de crear el elevado nivel de desigualdad de Estados Unidos. Otro enfoque para explicar la desigualdad pone el énfasis en las abstractas fuerzas del mercado. Desde ese punto de vista, lo que ha provocado que las fuerzas del mercado se hayan manifestado de la forma en que lo han hecho —con un declive de los ingresos de los trabajadores corrientes y un vertiginoso aumento de los ingresos de los banqueros cualificados— ha sido únicamente la mala suerte de los que están en la parte media y en la parte baja. Ese punto de vista lleva implícita la idea de que cuando uno interfiere en los milagros del mercado, lo hace por su cuenta y riesgo: hay que ser muy cauto con cualquier intento de «corregir» el mercado.
El punto de vista que adopto yo es bastante diferente. Empiezo con la observación que ya hacía en los capítulos 1 y 2: hay otros países industrializados avanzados, con unos niveles de tecnología y de renta per cápita similares que difieren muchísimo de Estados Unidos en lo referente a desigualdad de ingresos antes de impuestos (y antes de las transferencias), a desigualdad de ingresos después de impuestos y transferencias, a desigualdad de patrimonio y a movilidad económica. Esos países también difieren mucho de Estados Unidos en la tendencia de esas tres variables a lo largo del tiempo. Si los mercados fueran la principal fuerza motriz, ¿por qué unos países industrializados avanzados, aparentemente tan parecidos difieren tanto? Nuestra hipótesis es que las fuerzas del mercado son reales, pero que están condicionadas por los procesos políticos. Los mercados están condicionados por las leyes, las normativas y las instituciones. Cada ley, cada normativa, cada ordenamiento institucional tiene unas consecuencias distributivas, y el modo en que hemos ido configurando la economía de mercado estadounidense funciona a beneficio de los de arriba y en perjuicio de los demás.
Hay otro factor que determina la desigualdad social, y que examinaremos en este capítulo. El gobierno, como hemos visto, condiciona las fuerzas del mercado. Pero también lo hacen las normas sociales y las instituciones sociales. De hecho, la política, en gran medida, refleja y amplifica las normas sociales. En muchas sociedades, los de abajo, en su abrumadora mayoría, son grupos que, de una forma u otra, sufren discriminación. El alcance de esa discriminación depende de las normas sociales. Vamos a ver cómo los cambios en estas normas —referentes, por ejemplo, a lo que es una remuneración justa— y en las instituciones, como los sindicatos, han ayudado a configurar el reparto de los ingresos y la riqueza en Estados Unidos. Pero esas normas e instituciones sociales, al igual que los mercados, no existen en el vacío: también las determina, en parte, el 1 por ciento.
LAS LEYES DE LA OFERTA Y LA DEMANDA
El análisis económico estándar se fija en la demanda y la oferta para explicar los salarios y las diferencias salariales, así como en los cambios en las curvas de demanda y oferta para explicar los cambios en las pautas de los salarios y la desigualdad de ingresos. En la teoría económica estándar, los salarios de los trabajadores no cualificados, por ejemplo, se determinan de forma que se igualen la demanda y la oferta. Si la demanda aumenta más despacio que la oferta[184], los salarios bajan. Entonces, el análisis de los cambios en la desigualdad se centra en dos cuestiones: (a) ¿qué determina los cambios en las curvas de demanda y de oferta?, y (b) ¿qué determina los atributos de los individuos, es decir el porcentaje de la población con una alta cualificación o con un gran patrimonio?
La inmigración, ya sea legal o ilegal, puede incrementar la oferta. Aumentar la disponibilidad de educación puede reducir la oferta de mano de obra no cualificada y aumentar la oferta de mano de obra cualificada. Los cambios en la tecnología pueden dar lugar a una reducción de la demanda de mano de obra en algún sector, o a una reducción de la demanda de determinados tipos de mano de obra y a un aumento en la demanda de mano de obra de otros tipos.
Como trasfondo de la crisis financiera global hubo importantes cambios estructurales en la economía. Uno de ellos fue un cambio en el mercado laboral estadounidense producido a lo largo de aproximadamente veinte años, en especial en la destrucción de millones de empleos en el sector manufacturero[185], justamente el sector que había contribuido a crear una amplia clase media durante los años posteriores a la II Guerra Mundial. En parte eso se debía a los cambios tecnológicos, a las mejoras en la productividad, que creció a un ritmo mayor que la demanda. Los cambios en las ventajas comparativas vinieron a complicar el problema, ya que los mercados emergentes, sobre todo China, incrementaron su cualificación e invirtieron intensivamente en educación, tecnología e infraestructuras. Como consecuencia de ello, se redujo la cuota de Estados Unidos en el sector manufacturero mundial. Por supuesto, en una economía dinámica, siempre se están destruyendo y creando empleos. Pero esta vez fue distinto: normalmente los nuevos empleos a menudo no estaban tan bien pagados o no duraban tanto como los de antes. Las cualificaciones que hacían que los trabajadores fueran valiosos —y que estuvieran bien pagados— en el sector manufacturero tenían escaso valor en sus nuevos empleos (si es que podían encontrar uno nuevo) y, lo que no es de extrañar, sus salarios reflejaban el cambio de estatus, ya que pasaban de ser obreros industriales cualificados a trabajadores no cualificados en algún otro sector de la economía. En cierto sentido, los trabajadores estadounidenses fueron víctimas de su propio éxito: su alta productividad fue su perdición. A medida que los obreros industriales se esforzaban por buscar trabajo en otro sector, los salarios de esos otros sectores se resintieron.
El boom de la Bolsa y la burbuja de la vivienda de principios del siglo XXI contribuyeron a ocultar la dislocación estructural que estaba experimentando Estados Unidos. La burbuja inmobiliaria ofreció trabajo a algunos de los que habían perdido sus empleos, pero fue un paliativo temporal. La burbuja alimentó un boom del consumo que permitió a los estadounidenses vivir por encima de sus posibilidades: sin aquella burbuja, la caída de los ingresos de tantísima gente de clase media habría quedado en evidencia de inmediato.
Aquel cambio en los sectores productivos fue uno de los factores clave en el aumento de la desigualdad en Estados Unidos. Contribuye a explicar por qué a los trabajadores corrientes les va tan mal. Con unos salarios tan bajos, no es de extrañar que a los de arriba, que se llevan la parte del león de los beneficios, les vaya tan bien.
Un segundo cambio estructural tenía su origen en los cambios en tecnología, que incrementaron la demanda de trabajadores cualificados y sustituyeron a muchos trabajadores no cualificados por máquinas. A eso se le llamó el cambio tecnológico con sesgo de cualificación. Salta a la vista que las innovaciones o las inversiones que reducen la necesidad de mano de obra no cualificada (por ejemplo, las inversiones en robots) debilitan la demanda de mano de obra no cualificada y conducen a una reducción de los salarios para ese tipo de trabajadores.
Así pues, quienes atribuyen el declive de los salarios de la parte de abajo y de en medio a las fuerzas del mercado lo ven como el normal funcionamiento del equilibrio de esas fuerzas. Y por desgracia, si el cambio tecnológico sigue en la misma dirección que hasta ahora, es posible que esas tendencias persistan.
Las fuerzas del mercado no siempre se han manifestado de esa forma, y no hay ninguna teoría que afirme que tendrían que hacerlo necesariamente. A lo largo de los últimos sesenta años, la oferta y la demanda de trabajadores cualificados y no cualificados han variado de tal forma que al principio redujeron, y después aumentaron, las diferencias salariales[186]. Como consecuencia de la II Guerra Mundial, un gran número de estadounidenses recibió educación superior gracias a la G. I. Bill. (Los licenciados universitarios suponían tan solo el 6,4 por ciento de la población activa en 1940, pero ese porcentaje se había duplicado, hasta el 13,8 en el año 1970)[187]. Pero el crecimiento de la economía y la demanda de empleos de elevada cualificación aumentaba al mismo ritmo que la oferta, de modo que la rentabilidad de la educación siguió siendo muy alta. Los trabajadores con educación universitaria seguían recibiendo un salario 1,59 veces mayor que el de un trabajador con estudios de bachillerato, lo que apenas suponía un cambio respecto al ratio de 1940 (1,65). La menor oferta relativa de trabajadores no cualificados significaba que también se beneficiaba ese tipo de trabajadores, de forma que los salarios aumentaron en todas las categorías. Estados Unidos gozaba de una prosperidad que se repartía ampliamente, y de hecho había veces que los ingresos de la parte baja aumentaban más deprisa que los de la parte alta.
Pero entonces, los logros de Estados Unidos en educación dejaron de mejorar, sobre todo en relación con el resto del mundo. El porcentaje de la población estadounidense con una licenciatura universitaria aumentaba mucho más despacio, lo que significaba que la oferta relativa de trabajadores cualificados, que había venido aumentando a una tasa media anual de casi el 4 por ciento entre 1960 y 1980, por el contrario creció a una tasa mucho menor, del 2,25 por ciento a lo largo del siguiente cuarto de siglo[188]. Para 2008, la tasa de alumnos estadounidenses que terminaban el bachillerato era del 76 por ciento, mientras que en la Unión Europea era del 85 por ciento[189]. Entre los países industrializados avanzados, Estados Unidos tiene cifras medias en licenciaturas universitarias completadas; hay otros trece países que lo superan[190]. Y las notas medias de los estudiantes de bachillerato estadounidenses, sobre todo en ciencias y en matemáticas, eran, en el mejor de los casos, mediocres[191].
Durante el último cuarto de siglo, los avances tecnológicos, sobre todo en informática, permitieron que las máquinas se hicieran cargo de los empleos de tipo rutinario. Eso hizo aumentar la demanda de quienes dominaban la tecnología y redujo la de quienes no lo hacían, lo que dio lugar a un aumento relativo de los salarios de quienes habían dominado las habilidades exigidas por las nuevas tecnologías[192]. La globalización agravó los efectos de los avances tecnológicos: los empleos de tipo rutinario se llevaron al extranjero, donde la mano de obra que podía hacerse cargo de ese tipo de funciones costaba mucho menos que en Estados Unidos[193].
Al principio, el equilibrio de la oferta y la demanda mantuvo en aumento los salarios de la parte media, pero los de la parte baja se estancaron o incluso disminuyeron. Finalmente, dominaron los efectos de la descualificación y de la deslocalización. A lo largo de los últimos quince años, a los salarios de la parte media no les ha ido demasiado bien[194].
El resultado ha sido lo que en el capítulo 1 describíamos como la «polarización» de la población activa de Estados Unidos. Los trabajos mal pagados que no pueden realizarse con ordenadores han seguido creciendo —como los «cuidados» y otros empleos del sector servicios—, igual que lo han hecho los empleos de alta cualificación de la parte más alta.
Obviamente, el cambio tecnológico con sesgo de cualificación ha desempeñado un papel a la hora de condicionar el mercado de trabajo —aumentando la remuneración de los trabajadores con cualificaciones, descualificando algunos tipos de empleo y eliminando otros—. No obstante, el cambio tecnológico con sesgo de cualificación tiene poco que ver con el enorme aumento de la riqueza de la parte más alta. Su importancia relativa sigue siendo un tema de debate, sobre el que hablaremos más adelante en este capítulo.
Hay otra importante fuerza de mercado en acción. Anteriormente describíamos que los aumentos de productividad en el sector manufacturero —que eran más rápidos que el aumento de la demanda de bienes manufacturados— dieron lugar a un aumento del desempleo en ese sector. Normalmente, cuando los mercados funcionan bien, los trabajadores desplazados se trasladan fácilmente a otros sectores. La economía en su conjunto se beneficia del aumento de productividad, aunque el trabajador desplazado no lo haga. Pero trasladarse a otros sectores puede no ser tan fácil. Es posible que los nuevos empleos estén en otro lugar o que requieran una cualificación distinta. En la parte de abajo, es posible que algunos trabajadores se vean «atrapados» en sectores con un nivel de empleo en declive y que sean incapaces de encontrar trabajos alternativos.
Puede que en amplios sectores del mercado de trabajo actual esté ocurriendo un fenómeno análogo a lo que ocurrió en la agricultura durante la Gran Depresión. Entonces, los aumentos de la productividad agrícola elevaron la oferta de los productos agrícolas, lo que hacía bajar constantemente los precios y los ingresos de las explotaciones, un año tras otro, con excepciones ocasionales cuando había una mala cosecha. En algunos momentos, sobre todo al principio de la Depresión, la caída fue vertiginosa —un declive del 50 por ciento o más en los ingresos de los agricultores en un plazo de tres años—. Cuando los ingresos disminuían de una forma más gradual, los trabajadores emigraban a los nuevos empleos de las ciudades y la economía pasaba por una transición ordenada, aunque difícil. Pero cuando los precios cayeron repentinamente —y, como consecuencia, el valor de las viviendas y otros activos de los que eran propietarios los agricultores disminuyó—, la gente se vio de repente atrapada en sus granjas. No podían permitirse el lujo de mudarse y la disminución de la demanda de bienes confeccionados en las fábricas de las ciudades también provocaba desempleo en las zonas urbanas.
Hoy en día, los trabajadores del sector manufacturero de Estados Unidos han venido experimentando algo parecido[195]. Recientemente visité unos altos hornos cerca de donde nací, en Gary, Indiana, y aunque se sigue produciendo la misma cantidad de acero que hace varias décadas, se hace con una sexta parte de la mano de obra. Y una vez más, no hay nada que empuje a la gente a cambiar de sector, ni nada que le incite a ello: el aumento del precio de la educación dificulta que los trabajadores consigan la cualificación que necesitan para unos trabajos que les reportarían unos salarios comparables a sus salarios anteriores; y entre los sectores donde podría haber existido crecimiento, la escasa demanda provocada por la recesión crea pocas vacantes. El resultado es un nivel de salarios estancado, o incluso en disminución. En una fecha tan reciente como 2007, el salario base de un trabajador del sector del automóvil era de en torno a 28 dólares la hora. Ahora, en virtud de un sistema de salarios de dos categorías, acordado con el sindicato United Automobile Workers, los nuevos contratados solo pueden aspirar a ganar unos 15 dólares por hora[196].
De vuelta al papel del gobierno
Este extenso relato de lo que ha ocurrido con el mercado y de la contribución de las fuerzas del mercado al aumento de la desigualdad no tiene en cuenta el papel que desempeña el gobierno a la hora de conformar el mercado. Muchos de los trabajos que no han sido mecanizados, y que no es probable que se mecanicen en un futuro próximo, son empleos públicos en la enseñanza, en los hospitales públicos, etcétera. Si hubiéramos decidido pagar más a nuestros docentes, es posible que hubiéramos atraído y retenido a mejores maestros, y es posible que eso hubiera mejorado el rendimiento económico general a largo plazo. Por una decisión del sector público se permitió que los salarios del sector público disminuyeran por debajo de los sueldos de los trabajadores del sector privado de características similares[197].
Sin embargo, el papel más importante del gobierno es fijar las reglas básicas del juego, mediante leyes como las que fomentan o desincentivan la afiliación a los sindicatos, las leyes de gobernanza de las grandes empresas que determinan la discrecionalidad de sus directivos y las leyes sobre competencia que deberían limitar el alcance de las rentas monopolistas. Como ya hemos señalado, prácticamente todas las leyes tienen consecuencias distributivas, por las que algunos grupos se benefician, normalmente a expensas de los demás[198]. Y esas consecuencias distributivas a menudo son los efectos más importantes de la política o del programa[199].
Un buen ejemplo de ello es la legislación sobre quiebras. Más adelante, en el capítulo 7, describiré cómo las «reformas» en nuestra legislación sobre quiebras están provocando que muchas personas se vean sometidas a una «servidumbre parcial de trabajo». Esa reforma, junto con la ley que prohíbe la liquidación de las deudas de estudiantes en situación de quiebra personal[200], está causando el empobrecimiento en amplios sectores de Estados Unidos. Al igual que sus efectos en la distribución, sus efectos en la eficiencia han sido negativos. La «reforma» de la ley de quiebras reducía los incentivos de los acreedores a la hora de evaluar la solvencia, de determinar la probabilidad de que el individuo consiga de su educación una rentabilidad acorde con su coste. Eso aumentó los incentivos para los préstamos abusivos, ya que los prestamistas podían estar más seguros de recuperar el crédito, independientemente de lo oneroso de los términos y de lo improductivo del objetivo al que se destinaba el dinero[201].
En capítulos posteriores, también veremos otros ejemplos de cómo el gobierno contribuye a conformar las fuerzas del mercado, en modos que ayudan a algunos, a expensas de otros. Y con demasiada frecuencia, quienes reciben la ayuda son los de más arriba.
Por supuesto, no son solo las leyes las que tienen un amplio efecto distributivo, sino también las políticas. En el capítulo anterior hemos tomado en consideración varias políticas —por ejemplo, sobre la aplicación de las leyes contra las prácticas anticompetitivas—. En el capítulo 9 examinaremos las políticas monetarias, que afectan al nivel de empleo y a la estabilidad de la economía. Veremos cómo han adoptado una forma que mermaba los ingresos de los trabajadores e incrementaba los del capital.
Por último, las políticas públicas afectan a la dirección de las innovaciones. No es inevitable que la innovación tenga un sesgo de cualificación. La innovación podría, por ejemplo, tener un sesgo hacia la conservación de los recursos naturales. Más adelante describiremos políticas alternativas que podrían lograr una reorientación de las innovaciones.
LA GLOBALIZACIÓN
Hay un aspecto de la teoría de las «fuerzas del mercado» que lleva más de una década siendo el centro de atención: la globalización, es decir una integración más estrecha de las economías del mundo. En ningún ámbito la política influye más en las fuerzas del mercado que en el de la globalización. Por mucho que la disminución de los costes del transporte y las comunicaciones haya fomentado la globalización, los cambios en las reglas del juego han sido igual de importantes: entre ellas está la eliminación de obstáculos para el flujo de capitales a través de las fronteras, así como de las barreras al comercio (por ejemplo, la reducción de aranceles sobre las importaciones de bienes chinos, lo que les permite competir con los estadounidenses casi en pie de igualdad).
Tanto la globalización del comercio (la circulación de bienes y servicios) como la globalización de los mercados de capitales (la integración internacional de los mercados financieros) han contribuido al aumento de la desigualdad, pero de formas distintas.
La liberalización financiera
A lo largo de las últimas tres décadas, las instituciones financieras estadounidenses han propugnado enérgicamente la libre movilidad de capitales. De hecho, se han convertido en paladines de los derechos del capital, por encima de los derechos de los trabajadores e incluso por encima de los derechos políticos[202]. Los derechos simplemente especifican a qué tienen derecho los distintos agentes económicos: entre los derechos que han reivindicado los trabajadores están, por ejemplo, el derecho a asociarse, a afiliarse a un sindicato, a la negociación colectiva y a la huelga. Muchos gobiernos no democráticos restringen drásticamente esos derechos, pero incluso los gobiernos democráticos los limitan. Así pues, también los dueños del capital pueden tener derechos. El derecho más fundamental de los propietarios del capital es que no se les despoje de su propiedad. Pero una vez más, incluso en una sociedad democrática, esos derechos están limitados; en virtud del derecho de utilidad pública, el Estado puede apropiarse de los bienes de alguien para una finalidad pública, pero tiene que haber un «debido proceso» y una indemnización adecuada. En los últimos años, los dueños del capital han exigido más derechos, como el derecho a entrar o salir libremente de los países. Al mismo tiempo, han argumentado en contra de las leyes que pudieran obligarlos en mayor medida a rendir cuentas por los abusos contra los derechos humanos en otros países, como el Estatuto de Agravios a Extranjeros, que permite que las víctimas de ese tipo de abusos puedan reclamar ante los tribunales de Estados Unidos.
En el plano de la pura teoría económica, la mejora en eficiencia para la producción mundial que se deriva de la libre movilidad de la mano de obra es mucho, muchísimo mayor que la mejora en la eficiencia derivada de la libre circulación de capitales. Las diferencias en la rentabilidad del capital son minúsculas en comparación con las de la rentabilidad de la mano de obra[203]. Pero los mercados financieros han estado impulsando la globalización, y aunque quienes trabajan en los mercados financieros hablan constantemente del aumento de la eficiencia, en realidad a lo que se refieren es a otra cosa, a un conjunto de normas que los benefician y que aumentan su ventaja respecto a los trabajadores. La amenaza de la salida de capitales, en caso de que los trabajadores se pongan demasiado exigentes respecto a sus derechos y a sus salarios, mantiene bajos los salarios de los trabajadores[204]. La competencia entre países para recibir inversiones asume muchas formas, no solo la de reducir los salarios y debilitar la protección a los trabajadores. Hay una «carrera hacia los mínimos» de mayor calado, que intenta asegurarse de que la normativa sobre las empresas sea laxa y de que los impuestos sean bajos. Hay un ámbito, el de las finanzas, donde eso ha resultado especialmente costoso y especialmente crítico para el aumento de la desigualdad. Los países compitieron para tener el sistema financiero menos regulado, por miedo a que las compañías financieras se largaran a otros mercados. Algunos miembros del Congreso de Estados Unidos manifestaron su preocupación por las consecuencias de esa desregulación, pero se sentían impotentes: Estados Unidos iba a perder puestos de trabajo y una importante industria si no obedecía. No obstante, en retrospectiva, fue un error. Las pérdidas para el país que se derivaron de una normativa inadecuada fueron de una magnitud muchísimo mayor que el número de empleos que se salvaron en el sector financiero.
No es de extrañar que mientras que hace diez años la opinión imperante era que todo el mundo iba a beneficiarse de la libre circulación de capitales, como consecuencia de la Gran Recesión muchos observadores no parecen estar tan seguros. Esas dudas proceden no solo de los responsables de los países en vías de desarrollo, sino también de algunos de los más tenaces defensores de la globalización. De hecho, incluso el FMI (el Fondo Monetario Internacional, el organismo internacional responsable de garantizar la estabilidad financiera mundial) ya ha reconocido los peligros de una integración financiera excesiva y sin trabas[205]: un problema en un país puede extenderse rápidamente a otro. De hecho, los temores a un posible contagio han motivado rescates de bancos del orden de decenas o cientos de miles de millones de dólares. La respuesta a las enfermedades contagiosas es la «cuarentena» y, finalmente, en la primavera de 2011, el FMI reconoció que era deseable una respuesta análoga en los mercados financieros. Esa respuesta ha adoptado la forma de controles de capital, es decir, limitar la volatilidad de los movimientos de capital a través de las fronteras, sobre todo durante una crisis[206].
La ironía es que en las crisis provocadas por el sector financiero, los trabajadores y las pequeñas empresas tienen que soportar la mayor parte de los costes. Las crisis vienen acompañadas de altos índices de desempleo, lo que empuja los salarios a la baja, de forma que los trabajadores se ven doblemente perjudicados. En las crisis anteriores, el FMI (que normalmente actúa con el apoyo del Departamento del Tesoro de Estados Unidos) no solo insistía en que se llevaran a cabo enormes recortes presupuestarios por parte de los países con problemas, lo que convertía las crisis económicas en recesiones y depresiones, sino que también exigía la liquidación a precio de saldo de los activos, y ese era el momento en que entraban en escena los financieros para forrarse. Ya describí en un libro anterior, El malestar en la globalización, cómo Goldman Sachs fue uno de los ganadores de la crisis de Asia Oriental de 1997, igual que lo ha sido en la crisis de 2008. Cuando nos preguntamos cómo es posible que los financieros consigan acumular tanta riqueza, una parte de la respuesta es muy sencilla: han ayudado a redactar un conjunto de normas que les permite hacer grandes negocios incluso durante las crisis que han contribuido a crear[207].
La globalización del comercio
Los efectos de la globalización del comercio no han sido tan dramáticos como los de las crisis asociadas a la liberalización de los mercados de capital y financieros, pero aun así han ido actuando lenta y sostenidamente. La idea básica es sencilla: la circulación de bienes es un buen sustituto de la circulación de personas. Si Estados Unidos importa unos bienes que requieren mano de obra no cualificada, reduce la demanda de trabajadores no cualificados para fabricar esos bienes en Estados Unidos, lo que empuja a la baja los salarios de los trabajadores no cualificados. Los trabajadores estadounidenses pueden competir aceptando unos salarios cada vez más bajos, o aumentando más y más su cualificación[208]. Ese efecto se produciría independientemente de cómo gestionáramos la globalización, siempre y cuando condujera a un aumento del comercio.
Sin embargo, la forma en que se ha gestionado la globalización ha conducido de por sí a unos salarios todavía más bajos, porque se ha reducido al mínimo la capacidad de negociación de los trabajadores. Con una elevada movilidad del capital —y con unos aranceles bajos—, las empresas sencillamente pueden decirle a los trabajadores que si no aceptan unos salarios más bajos y unas peores condiciones de trabajo, la compañía se trasladará a otro lugar. Para ver cómo una globalización asimétrica puede afectar al poder de negociación, imaginemos, por un momento, cómo sería el mundo si hubiera libre circulación de mano de obra, pero no de capital[209]. Los países competirían para atraer trabajadores. Prometerían buenos colegios y un buen medio ambiente, así como menos impuestos a los trabajadores. Ello podría financiarse con unos elevados impuestos sobre el capital. Pero ese no es el mundo en que vivimos, y en parte se debe a que el 1 por ciento no quiere que sea así.
Las grandes empresas, tras conseguir que los gobiernos establezcan las normas de la globalización de forma que se refuerce su poder de negociación frente a los trabajadores, pueden accionar las palancas de la política y exigir una fiscalidad menor. Amenazan al país: a menos que nos bajéis los impuestos, nos iremos a otro lado, donde nos graven con un tipo menor. Por supuesto, mientras las grandes empresas han ido impulsando una agenda política que configura las fuerzas del mercado para que funcionen en su beneficio, no han permitido que nadie adivine su jugada. No argumentan a favor de la globalización —a favor de la libre circulación del capital y de las medidas de protección a las inversiones— diciendo que con eso ellos se van a enriquecer a expensas del resto de la sociedad. Más bien esgrimen argumentos engañosos sobre cómo se va a beneficiar todo el mundo.
Esta pretensión tiene dos aspectos cruciales. El primero es que la globalización aumenta la producción total del país, tal y como se mide, por ejemplo, en términos del PIB. El segundo es que si el PIB aumenta, la teoría económica del goteo hacia abajo garantiza que todo el mundo sale ganando. Ninguno de los dos aspectos es correcto. Es cierto que cuando los mercados funcionan perfectamente, el libre comercio permite que la gente se traslade de sectores protegidos a sectores más eficientes, no protegidos y dedicados a la exportación. Como consecuencia, puede producirse un aumento en el PIB. Pero a menudo los mercados no funcionan así de bien. Por ejemplo, los trabajadores desplazados por las importaciones a menudo no consiguen encontrar otro empleo. Se convierten en parados. Pasar de tener un empleo de baja productividad en un sector protegido a estar desempleado reduce la producción nacional. Eso es lo que ha venido ocurriendo en Estados Unidos. Sucede cuando hay una mala gestión macroeconómica, de forma que la economía afronta un alto índice de desempleo, y sucede cuando los sectores financieros no hacen bien su trabajo, de forma que no se crean empresas para sustituir a las viejas compañías que se destruyen.
Hay otra razón por la que la globalización puede reducir la producción total; normalmente aumenta los riesgos a los que hacen frente los países[210]. Abrir las fronteras de un país puede exponerlo a todo tipo de riesgos, desde la volatilidad de los mercados de capitales hasta la de los mercados de materias primas. Una mayor volatilidad induce a las empresas a trasladarse a otras actividades menos arriesgadas, y esas actividades más seguras a menudo tienen una rentabilidad menor. En algunos casos, el efecto de la evitación del riesgo puede ser tan acusado que todo el mundo sale perjudicado económicamente[211].
Pero incluso si la liberalización del comercio da lugar a una producción total más alta en una determinada economía, es posible que existan amplios sectores de la población que salgan perdiendo. Consideremos por un momento lo que implicaría una economía global totalmente integrada (con una libre circulación por todo el mundo tanto del conocimiento como del capital): todos los trabajadores (de un determinado nivel de cualificación) percibirían el mismo salario en cualquier lugar del mundo. Los trabajadores no cualificados de Estados Unidos cobrarían lo mismo que un trabajador no cualificado en China. Y a su vez, eso significaría que los salarios de los trabajadores de Estados Unidos caerían en picado. El salario que se impondría sería la media del salario de Estados Unidos y del resto del mundo, y, por desgracia, resultaría mucho más próximo a los salarios más bajos que predominan en otros lugares. No es de extrañar que los defensores de una liberalización total, que normalmente creen que los mercados funcionan bien, no proclamen esa consecuencia a los cuatro vientos. De hecho, los trabajadores no cualificados de Estados Unidos ya se han llevado muchos varapalos. A medida que avance la globalización, habrá ulteriores presiones a la baja sobre sus salarios. Yo no creo que los mercados funcionen tan bien como para que los salarios se igualen totalmente, pero variarán en esa dirección, y en una medida lo suficientemente grande como para suponer un serio motivo de preocupación[212]. El problema es particularmente grave hoy en día en Estados Unidos y en Europa: al mismo tiempo que los cambios tecnológicos que ahorran mano de obra han reducido la demanda de muchos de los «buenos» empleos «de cuello azul» de la clase media, la globalización ha creado un mercado mundial que ha puesto a esos mismos trabajadores en competencia directa con los trabajadores homólogos del extranjero. Ambos factores empujan a la baja los salarios.
Así pues, ¿cómo es posible que los defensores de la globalización aleguen que todo el mundo va a salir ganando? Lo que dice la teoría es que todo el mundo podría salir ganando. Es decir, los ganadores podrían compensar a los perdedores. Pero no dice que vayan a hacerlo —y habitualmente no lo hacen—. De hecho, los defensores de la globalización a menudo alegan que los ganadores no pueden ni deberían hacerlo. Los impuestos que habría que recaudar para ayudar a los perdedores, según ellos, harían que el país fuera menos competitivo, y en nuestro mundo globalizado, altamente competitivo, los países sencillamente no pueden permitirse ese lujo. En efecto, la globalización perjudica a los de abajo, no solo directamente, sino también indirectamente, debido a que induce a recortar el gasto social y la fiscalidad progresiva.
La consecuencia de todo esto es que en muchos países, incluido Estados Unidos, la globalización está contribuyendo, casi con total seguridad, a nuestra creciente desigualdad. He subrayado que los problemas tienen que ver con la globalización tal y como ha sido gestionada. Los países asiáticos se beneficiaron enormemente gracias al crecimiento basado en la exportación, y algunos de ellos (como China) adoptaron medidas para garantizar que una parte significativa de ese aumento de la producción fuera a parar a los pobres, que una parte se destinara a financiar la educación pública y que gran parte se reinvirtiera en la economía, a fin de crear más empleos. En otros países ha habido a la vez grandes perdedores y grandes ganadores: los cultivadores de maíz más pobres de México han visto cómo disminuían sus ingresos a medida que el maíz estadounidense subvencionado hacía bajar los precios en los mercados mundiales.
En muchos países, una macroeconomía que funciona de forma deficiente ha provocado que el ritmo de la destrucción de empleo sea mayor que el de creación de empleo. Y eso es lo que ha ocurrido en Estados Unidos y en Europa desde la crisis financiera.
Entre los ganadores de la globalización en Estados Unidos y en algunos países europeos, tal y como ha sido gestionada, está la gente de arriba. Entre los perdedores están los de abajo, y cada vez más, incluso los de en medio.
MÁS ALLÁ DE LAS FUERZAS DEL MERCADO: LOS CAMBIOS EN NUESTRA SOCIEDAD
Hasta ahora, hemos examinado el papel que desempeñan las fuerzas del mercado, la política y la búsqueda de rentas a la hora de crear el elevado nivel de desigualdad de nuestra sociedad. También son importantes los cambios más genéricos de la sociedad, unos cambios que afectan tanto a las normas como a las instituciones[213]. También ellos están condicionados por la política, y a su vez contribuyen a condicionarla.
El cambio social más evidente es el declive de la afiliación a los sindicatos, desde un 20,1 por ciento de los trabajadores estadounidenses que ganaban un sueldo o un salario por horas en 1980 hasta un 11,9 por ciento en 2010[214]. Eso ha creado un desequilibrio de poder económico y un vacío político. Sin la protección que ofrecen los sindicatos, a los trabajadores les ha ido mucho peor que en otras circunstancias. Además, las fuerzas del mercado han limitado la eficacia de los sindicatos que quedan. La amenaza de la pérdida de trabajo por el traslado de los empleos al extranjero ha debilitado el poder de los sindicatos. Un empleo malo que no implique un salario digno es mejor que no tener empleo. Pero al igual que la promulgación de la Ley Wagner durante la presidencia de Franklin Delano Roosevelt fomentaba la sindicación, el Partido Republicano, tanto a nivel de los estados de la Unión como a nivel federal, ha trabajado por debilitar a los sindicatos. Cuando el presidente Reagan puso fin a la huelga de controladores aéreos en 1981 se produjo un hito histórico en la fragmentación de la fuerza de los sindicatos[215].
Forma parte de las ideas consolidadas en materia de economía durante las tres últimas décadas el que unos mercados de trabajo flexibles contribuyen a la fortaleza económica. Por el contrario, yo argumentaría que una mayor protección de los trabajadores corrige lo que en caso contrario sería un desequilibrio de poder económico. Ese tipo de protección da lugar a una mano de obra de mayor calidad, con unos trabajadores más leales a sus empresas y que están más dispuestos a invertir en sí mismos y en sus empleos. También contribuye a una sociedad más cohesionada y a una mejora en el lugar de trabajo[216].
Que el mercado de trabajo estadounidense tuviera un comportamiento tan deficiente durante la Gran Recesión y que a los trabajadores estadounidenses les haya ido tan mal durante tres décadas debería suscitar dudas sobre las míticas virtudes de un mercado laboral flexible. Pero en Estados Unidos los sindicatos siempre se han percibido como una fuente de rigidez, y por consiguiente de ineficiencia del mercado de trabajo, lo que ha socavado el apoyo a los sindicatos, tanto dentro como fuera de la política[217].
Es posible que la desigualdad sea al mismo tiempo causa y consecuencia de una quiebra de la cohesión social a lo largo de las últimas cuatro décadas. La pauta y la magnitud de los cambios en la remuneración al trabajo como porcentaje de la renta nacional son difíciles de conciliar con cualquier teoría que se apoye exclusivamente en factores económicos convencionales. Por ejemplo, en el sector manufacturero, durante más de tres décadas, entre 1949 y 1980, la productividad y la remuneración real por hora crecieron a la vez. De repente, en 1980, empezaron a divergir y la remuneración real por hora se estancó durante casi quince años, para volver a crecer, de nuevo a un ritmo casi igual que la productividad, hasta principios de la década de 2000, cuando la remuneración básicamente empezó a estancarse de nuevo. Una de las interpretaciones de estos datos es que, en realidad, durante los periodos en que los salarios crecieron mucho más despacio que la productividad, los directivos de las grandes empresas se llevaron un porcentaje mucho mayor de las «rentas» vinculadas a esas compañías[218].
La medida en que esto ocurre depende no solo de la economía y de las fuerzas sociales (la capacidad y la disposición de los máximos directivos a cosechar para sí mismos un mayor porcentaje de los ingresos de las grandes empresas), sino también de la política y de cómo esta condiciona el marco jurídico.
La gobernanza de las grandes empresas
La política —y en particular la forma en que la política configura las leyes que gobiernan las grandes empresas— es un importante factor determinante del porcentaje de ingresos de una gran empresa que los máximos directivos se quedan para ellos mismos. Las leyes estadounidenses les conceden una considerable discrecionalidad. Eso significa que cuando las costumbres sociales cambiaban en el sentido de hacer más aceptables las grandes diferencias de remuneración, los directivos de Estados Unidos podían enriquecerse a expensas de los trabajadores o los accionistas con más facilidad que los directivos de otros países.
Un porcentaje significativo de la producción estadounidense tiene lugar en las grandes compañías cuyas acciones cotizan en Bolsa. Las grandes sociedades anónimas ofrecen numerosas ventajas —la protección jurídica que les concede la responsabilidad limitada[219], las ventajas de escala, a menudo un prestigio consolidado desde tiempo atrás—, unas ventajas que les permiten conseguir una rentabilidad extraordinaria respecto a lo que en otras circunstancias tendrían que pagar para conseguir capital. A esa rentabilidad extraordinaria la denominamos «rentas corporativas», y la cuestión es cómo se reparten esas rentas entre los distintos «interesados» en la empresa (en concreto, entre los trabajadores, los accionistas y los directivos). Antes de mediados de los años setenta, había un amplio consenso social: los directivos estaban bien pagados, aunque no desorbitadamente; las rentas se repartían en su mayoría entre los trabajadores veteranos y los directivos. Los accionistas nunca tenían gran cosa que decir. La legislación estadounidense sobre grandes empresas concede una amplia prelación a los directivos. A los accionistas les resulta muy difícil impugnar lo que hace la dirección de la empresa, muy difícil plantear una guerra como una oferta de adquisición de acciones (OPA)[220], e incluso una batalla por los derechos de voto. A lo largo de los años, los directivos han ido aprendiendo cómo afianzar y proteger sus intereses. Disponían de muchas formas de hacerlo, entre ellas las inversiones envueltas en la incertidumbre, que hacía más incierto el valor de la empresa y mucho más arriesgada una OPA hostil; «píldoras envenenadas», que reducían el valor de la empresa en caso de una OPA hostil; y «paracaídas de oro», contratos blindados con indemnizaciones millonarias que garantizaban a los directivos una vida llena de comodidades en caso de que la empresa cambiara de manos[221].
Poco a poco, a partir de los años ochenta y noventa, los directivos se dieron cuenta de que las medidas adoptadas para repeler los ataques desde el exterior, combinadas con unos sindicatos más débiles, también implicaban que ellos podían embolsarse un mayor porcentaje de las rentas de la empresa con total impunidad. Algunos líderes de las finanzas llegaban incluso a reconocer que «la remuneración de los directivos en nuestro sistema de gobernanza de las grandes empresas, gravemente defectuoso, ha dado lugar a una remuneración de los directivos escandalosamente desmesurada»[222].
También cambiaron las normas sobre lo que era «justo»: a los directivos no les importaba lo más mínimo llevarse una mayor tajada de la tarta de la empresa y se concedían a sí mismos grandes sumas incluso al mismo tiempo que afirmaban que tenían que despedir trabajadores y reducir los salarios a fin de mantener viva a la empresa. Esas actitudes esquizofrénicas acerca de la «equidad» llegaron a estar tan imbricadas en algunos círculos, que, a principios de la Gran Recesión, un alto funcionario de Obama no tenía el mínimo reparo en decir, como si tal cosa, que era necesario cumplir con las primas de los directivos de AIG, incluso para los que habían llevado a la empresa a necesitar un rescate de 150.000 millones de dólares, debido a la inviolabilidad de los contratos; y unos minutos después era capaz de instar a los trabajadores del sector de automoción a que aceptaran una revisión de su convenio colectivo que suponía reducir enormemente su remuneración.
Una legislación distinta sobre gobernanza de las grandes empresas (aunque incluyera diferencias modestas, como conceder cierto poder de decisión a los accionistas sobre la remuneración de su máximo directivo)[223] podría haber domesticado el desaforado ardor de los ejecutivos, pero el 1 por ciento no quería —y sigue sin querer— ese tipo de reformas en materia de gobernanza corporativa, aunque aumentaran la eficiencia de la economía. Y el 1 por ciento ha utilizado su enorme influencia política para asegurarse de que ese tipo de reformas no vean la luz.
Las fuerzas que acabamos de describir, como unos sindicatos más débiles y una menor cohesión social, que actúan al mismo tiempo que la legislación sobre gobernanza de las grandes empresas concede a los directivos una enorme discrecionalidad a la hora de dirigir las sociedades anónimas en su propio beneficio, han conducido no solo a una disminución de la participación de los salarios en la renta nacional, sino también a un cambio en la forma en que nuestras economías reaccionan ante una crisis económica. Antes solía ocurrir que cuando la economía entraba en recesión, los empleadores, que deseaban conservar la lealtad de sus trabajadores y se preocupaban por su bienestar, mantenían en nómina a todos los que podían. El resultado era que la productividad de la mano de obra disminuía y la participación de los salarios aumentaba. Los beneficios soportaban el grueso de la carga de la crisis. Posteriormente, la participación de los salarios disminuía tras el final de una recesión. Pero en esta recesión, y también en la anterior (2001), la pauta cambió; la participación de los salarios disminuyó durante la recesión y también en los años posteriores. Las empresas presumían de su implacabilidad, y despedían a tantos trabajadores que, de hecho, la productividad aumentaba[224].
La discriminación
Hay otra importante fuerza social que influye en la desigualdad. Existe discriminación económica contra importantes grupos en el seno de la sociedad estadounidense —contra las mujeres, contra los afroamericanos, contra los hispanos—. La existencia de grandes diferencias de ingresos y riqueza entre estos grupos es evidente. Los salarios de las mujeres, de los afroamericanos y de los hispanos son todos sensiblemente más bajos que los de los varones blancos[225]. Las diferencias en la educación (u otras características) explican una parte de la diferencia, pero solo una parte[226].
Algunos economistas han argumentado que la discriminación era imposible en una economía de mercado[227]. Según esa teoría, en una economía competitiva, siempre que existan algunos individuos que no tengan prejuicios raciales (o de género, o étnicos), dichos individuos contratarán a miembros de un grupo discriminado, porque sus salarios serán más bajos que los de los miembros de los grupos no discriminados con una cualificación similar. Ese proceso seguirá adelante hasta que se elimine la discriminación de salario/ingresos. Es posible que los prejuicios den lugar a lugares de trabajo segregados, pero no a diferenciales de ingresos. Que ese tipo de argumentos llegara a ser moneda corriente en la profesión de las ciencias económicas dice mucho sobre el estado de esa disciplina. Para un economista como yo, que me crié en medio de una ciudad y de un país donde la discriminación era obvia, ese tipo de argumentos suponían un reto: algo no iba bien cuando una teoría decía que la discriminación no podía existir. A lo largo de los últimos cuarenta años, se han desarrollado numerosas teorías que contribuyen a explicar la persistencia de la discriminación[228].
Por ejemplo, los modelos basados en la teoría de juegos han demostrado que las actitudes de connivencia tácita de un grupo dominante (los blancos, los hombres) pueden emplearse para ir en contra de los intereses económicos de otro grupo. Se castiga a los individuos que incumplen la conducta discriminatoria: los demás se negarán a comprar en sus tiendas, o a trabajar para ellos, o a suministrarles insumos; las sanciones sociales, como el ostracismo, también pueden resultar eficaces. Quienes no castigan a los trasgresores también son sometidos al mismo castigo[229].
Las investigaciones al respecto han demostrado que hay otros mecanismos (asociados con la información imperfecta) que pueden conducir a equilibrios discriminatorios incluso en una economía competitiva. Cuando resulta difícil evaluar la verdadera capacidad de un individuo y la calidad de su educación, los empleadores pueden recurrir a la raza, a la etnia o al género, tanto si está justificado como si no. Si los empleadores están convencidos de que los integrantes de un determinado grupo (mujeres, hispanos, afroamericanos) son menos productivos, les pagarán unos salarios más bajos. La consecuencia de la discriminación es reducir los incentivos de los miembros del grupo para realizar las inversiones que les proporcionarían una mayor productividad. Las creencias son autorreafirmantes. A menudo eso recibe el nombre de discriminación estadística, pero de una forma particular, donde a todos los efectos la discriminación da lugar a las diferencias que la gente cree que existen entre los grupos[230].
En las teorías de la discriminación que acabamos de describir, los individuos discriminan conscientemente. En los últimos tiempos los economistas han sugerido otro factor que fomenta las conductas discriminatorias: la «discriminación implícita», que no es intencionada, que está fuera de la conciencia de quienes la llevan a cabo y que va en contra de lo que esas personas piensan (explícitamente) o defienden para su organización[231]. Los psicólogos han aprendido a medir las actitudes implícitas (es decir, las actitudes de las que los individuos no son activamente conscientes). Hay indicios preliminares de que esas actitudes predicen mejor las conductas discriminatorias que las actitudes explícitas, sobre todo en presencia de presiones de tiempo. Ese descubrimiento arroja nueva luz sobre los estudios que han revelado una discriminación racial sistemática[232]. Eso se debe a que muchas decisiones del mundo real, como las ofertas de trabajo, a menudo se toman bajo una presión temporal, con una información ambigua, unas condiciones que dejan un margen mayor a la discriminación implícita.
Un ejemplo llamativo, citado en un estudio de la socióloga Devah Pager, es el efecto estigmatizador de los antecedentes penales[233]. En su estudio de campo, parejas escogidas de jóvenes de veintitrés años presentaban una solicitud para acceder a un empleo de baja categoría a fin de averiguar en qué medida un antecedente penal (un delito no violento relacionado con las drogas) afecta a las oportunidades de empleo posteriores. Todos los individuos presentaban aproximadamente las mismas credenciales, incluido el diploma de bachillerato, de forma que las diferencias experimentadas entre los distintos grupos pueden atribuirse a los efectos de la condición racial o penal. Después de una entrevista a petición del empleador, la relación entre el número de blancos sin antecedentes y el de blancos con antecedentes que recibieron una segunda llamada es de 2 a 1, mientras que para los negros, esa misma relación es de casi 3 a 1. Y un varón blanco con antecedentes penales tiene una probabilidad ligeramente mayor de que se le tenga en cuenta para un empleo que un varón negro sin antecedentes. Así pues, como media, el hecho de ser negro reduce sustancialmente las oportunidades de empleo, y más aún para los que han cometido algún delito. Esos efectos pueden suponer una importante barrera para los varones negros que intenten ser económicamente autosuficientes, dado que aproximadamente uno de cada tres hombres negros es condenado a alguna pena de cárcel a lo largo de su vida.
Hay fuertes interacciones entre la pobreza, la raza y las políticas del gobierno. Si determinadas minorías son pobres en una gran proporción, y si el gobierno provee una educación y una atención sanitaria deficientes a los pobres, los miembros de esa minoría padecerán de forma desproporcionada esas deficiencias en educación y sanidad. Las estadísticas de salud, por ejemplo, son elocuentes: la esperanza de vida en el momento del nacimiento en 2009 era de 74,3 años para los negros, en contraste con los 78,6 años de los blancos[234].
La Gran Recesión no ha sido buena para los miembros de los grupos tradicionalmente discriminados, como veíamos en el capítulo 1. Los bancos los consideraron un blanco fácil, porque tenían aspiraciones de movilidad hacia arriba; tener una vivienda en propiedad era una señal de que estaban consiguiendo entrar en la clase media estadounidense. Unos vendedores sin escrúpulos endosaron a muchas familias unas hipotecas que estaban más allá de sus posibilidades, poco idóneas para sus necesidades y que conllevaban unas elevadas comisiones. Hoy en día, amplios sectores de esas poblaciones no solo han perdido su vivienda, sino también los ahorros de toda su vida. Los datos de lo que ha ocurrido con su patrimonio son verdaderamente alarmantes: tras la crisis, una familia negra típica tenía un capital neto de tan solo 5.677 dólares, una vigésima parte del capital de una familia blanca típica[235].
Nuestro sistema económico recompensa los beneficios, independientemente de cómo se consigan, y en una economía dinerocéntrica, no es de extrañar que la gente deje de lado los escrúpulos. De vez en cuando, nuestro sistema pide cuentas a quienes se han portado mal, aunque siempre tras una larga y cara batalla jurídica. Incluso entonces, no siempre está claro si las condenas hacen algo más que recuperar una parte de los beneficios que los bancos han conseguido a través de su conducta carente de escrúpulos. En ese caso, incluso entre quienes reciben un castigo, el crimen sí compensa[236]. En diciembre de 2011, entre cuatro y siete años después de que tuvieran lugar los préstamos de alto riesgo, Bank of America firmó un acuerdo extrajudicial de 335 millones de dólares en indemnizaciones por sus prácticas discriminatorias contra los afroamericanos y los hispanos, el acuerdo más cuantioso de la historia en materia de buenas prácticas en los préstamos destinados a vivienda. Wells Fargo y otros prestamistas han sido acusados de prácticas discriminatorias parecidas; Wells, el prestamista hipotecario de viviendas más grande del país, pagó a la Reserva Federal 85 millones de dólares a cambio de que retirara los cargos que había presentado contra ellos. En resumen, la discriminación en los préstamos no se limitaba a casos aislados, sino que se trataba de una práctica generalizada.
Así pues, la discriminación en el crédito y en la vivienda ha contribuido a rebajar el nivel de vida de los afroamericanos, así como a mermar su patrimonio, agravando los efectos de la discriminación en el mercado de trabajo que hemos comentado anteriormente.
EL PAPEL DEL GOBIERNO EN LA REDISTRIBUCIÓN
Hemos examinado cómo las fuerzas del mercado, condicionadas por la política y los cambios sociales, han desempeñado un papel a la hora de generar el nivel de desigualdad en los ingresos antes de impuestos y transferencias.
Lo irónico es que justo cuando los mercados empezaban a producir unos resultados más desiguales, la política tributaria le pedía un menor esfuerzo a los de arriba. El tipo impositivo marginal máximo se redujo desde el 70 por ciento en tiempos del presidente Jimmy Carter hasta el 28 por ciento en tiempos del presidente Reagan; subió hasta el 39,6 en tiempos del presidente Bill Clinton, y por último bajó hasta el 35 por ciento con el presidente George W. Bush[237].
Se suponía que esa reducción traería consigo más empleo y más ahorro, pero no fue así[238]. De hecho, Reagan había prometido que el efecto sobre los incentivos de sus rebajas de impuestos iban a ser tan potentes que los ingresos por impuestos iban a aumentar. Y sin embargo, lo único que aumentó fue el déficit. Las bajadas de impuestos de George W. Bush tampoco tuvieron mucho más éxito: el ahorro no aumentó; por el contrario, la tasa de ahorro de los hogares bajó hasta su mínimo histórico (prácticamente hasta cero).
El aspecto más escandaloso de la política fiscal de los últimos tiempos ha sido la reducción de los tipos impositivos sobre las plusvalías de capital. Ocurrió por primera vez en tiempos de Clinton, y de nuevo en tiempos de Bush, dejando el tipo impositivo para las plusvalías de capital a largo plazo en solo el 15 por ciento. De esa forma le hemos dado a los muy ricos, que perciben una gran parte de sus ingresos en forma de plusvalías de capital, algo muy parecido al «todo gratis». No tiene sentido que los inversores, por no hablar de los especuladores, tengan que pagar menos impuestos que alguien que trabaja duro para ganarse la vida, y sin embargo, eso es lo que hace nuestro sistema impositivo. Y las plusvalías de capital no pagan impuestos hasta que se materializan (es decir, hasta que se vende el activo), de forma que ese aplazamiento de impuesto tiene unas ventajas enormes, sobre todo cuando los tipos de interés son elevados[239]. Por añadidura, si los activos se transfieren por el fallecimiento del titular, las plusvalías de capital acumuladas durante la vida del individuo eluden el impuesto. De hecho, los abogados especialistas en derecho tributario que trabajan para personas ricas como Ronald Lauder, quien heredó su fortuna de su madre, Estée Lauder, incluso llegaron a idear la forma de tenerlo todo sin renunciar a nada, que consiste en poder vender sus acciones sin tener que pagar impuestos[240]. Su plan, así como otros trucos parecidos para evitar pagar impuestos, implica realizar complicadas transacciones, como vender en corto (vender acciones prestadas) y los derivados financieros. Aunque al final se tapó este vacío legal en concreto, los abogados especialistas en fiscalidad de los ricos siempre están buscando la forma de ser más listos que la administración tributaria.
La desigualdad en los dividendos es mayor que la que hay en los salarios por horas y en los sueldos, y la desigualdad en las plusvalías de capital es mayor que la de cualquier otra forma de ingresos, de forma que conceder una amnistía fiscal a las plusvalías de capital es, en realidad, conceder una amnistía fiscal a los muy ricos. El 90 por ciento inferior de la población se lleva menos del 10 por ciento de todas las plusvalías de capital[241]. Menos de un 7 por ciento de las familias que ganan menos de 100.000 dólares al año recibe algún tipo de ingresos por plusvalías de capital, y para esas familias la suma de los ingresos en concepto de plusvalías de capital y de dividendos supone una media del 1,4 por ciento de sus ingresos totales[242]. Los sueldos y los salarios por hora ascendían a tan solo el 8,8 por ciento de los ingresos de los 400 contribuyentes con más ingresos, las plusvalías de capital al 57 por ciento y los intereses y los dividendos, al 16 por ciento —es decir, que el 73 por ciento de sus ingresos estaba sometido a bajos tipos impositivos—. De hecho, los 400 máximos contribuyentes cosechan casi el 5 por ciento de todos los dividendos del país[243]. Cada uno de ellos declaró una media de 153,7 millones de dólares en plusvalías (para un total de 61.500 millones de dólares en ese concepto) en 2008, y 228,6 millones cada uno en 2007 (para un total de 91.400 millones de dólares). Por consiguiente, reducir los impuestos sobre las plusvalías de capital desde el tipo habitual del 35 por ciento hasta el 15 por ciento le supuso a cada uno de esos 400 contribuyentes, como media, un regalo de 30 millones de dólares en 2008 y de 45 millones en 2007, y redujo la cuantía total de ingresos por impuestos en 12.000 millones de dólares en 2008 y en 18.000 millones en 2007[244].
El efecto final es que los superricos en realidad pagan como media un tipo impositivo más bajo que los que están peor que ellos; y el tipo impositivo más bajo implica que su patrimonio aumenta más deprisa. El tipo impositivo medio que pagaron en 2007 las 400 familias de la parte más alta fue de solo el 16,6 por ciento, considerablemente más bajo que el 20,4 por ciento de los contribuyentes en general. (Aumentó ligeramente en 2008, el último año para el que disponemos de datos, hasta el 18,1 por ciento). Aunque el tipo impositivo medio ha disminuido desde 1979, del 22,2 hasta el 20,4 por ciento, el tipo del 1 por ciento más alto se ha reducido casi una cuarta parte, del 37 por ciento al 29,5 por ciento[245].
La mayoría de los países han adoptado el impuesto sobre sucesiones, no solo para recaudar impuestos de quienes son más capaces de permitírselo, sino también para evitar la creación de dinastías hereditarias. La capacidad de una generación para transmitir más fácilmente su riqueza a la siguiente inclina el terreno de juego de las oportunidades vitales. Si los ricos consiguen eludir la tributación (cosa que hacen cada vez más) y si se reduce el impuesto sobre sucesiones (como se hizo en tiempos del presidente Bush, y que, de hecho, fue abolido en 2010, aunque solo durante un año), el papel del patrimonio heredado se volverá más importante[246]. En esas circunstancias, y con una riqueza que se concentra cada vez más en manos del 1 por ciento más alto (o del 0,1 por ciento más alto), es muy posible que Estados Unidos se convierta cada vez más en un país de una oligarquía hereditaria.
Los ricos y los superricos a menudo utilizan las grandes empresas para protegerse y como refugio para sus ingresos, y han hecho todo lo posible para asegurarse de que el tipo del impuesto de sociedades sea bajo y de que el código fiscal esté plagado de vacíos legales. Algunas grandes empresas hacen un uso tan intensivo de esas disposiciones que no pagan impuestos de ningún tipo[247]. Aunque Estados Unidos, supuestamente, tiene un tipo para el impuesto de sociedades más alto que gran parte del mundo, que llega hasta el 35 por ciento según los casos, el tipo medio real que pagan las empresas es igual que el de muchos otros países, y los ingresos por el impuesto de sociedades, en términos de porcentaje del PIB, son menores, como media, que en otros países industrializados avanzados. Los vacíos legales y las disposiciones especiales han desvirtuado el impuesto en tal medida que ha pasado de aportar el 30 por ciento de los ingresos de la Administración central de Estados Unidos a mediados de los años cincuenta, hasta menos del 9 por ciento hoy en día[248]. Si una empresa estadounidense invierte en el extranjero a través de una filial extranjera, sus beneficios no son gravados por Estados Unidos hasta que el dinero se repatría. Aunque eso supone una gran ventaja para la empresa (si invierte en una jurisdicción de baja fiscalidad como Irlanda), tiene el efecto perverso de fomentar la reinversión en el extranjero y de crear empleo fuera de Estados Unidos, no dentro. Pero entonces las grandes empresas embaucaron al presidente Bush para que les concediera unas vacaciones fiscales: el dinero que repatriaran durante esas vacaciones, supuestamente destinado a inversiones, se gravaría tan solo con un tipo del 5,25 por ciento; ellos iban a repatriar el dinero y a reinvertirlo en Estados Unidos. Cuando Bush decretó unas vacaciones fiscales de un año con ese tipo impositivo, ellos efectivamente repatriaron el capital; Microsoft, ella sola, repatrió más de 32.000 millones de dólares[249]. Pero las evidencias muestran que se generó muy poca inversión adicional. Lo único que ocurrió fue que las grandes empresas consiguieron eludir la mayor parte de los impuestos que habrían tenido que pagar[250].
Entre los distintos estados, las cosas están aún peor. Muchos estados ni siquiera intentan guardar las apariencias de una cierta progresividad, es decir, de tener un sistema tributario que obligue al 1 por ciento, que puede permitírselo, a pagar un porcentaje mayor de sus ingresos que el que tienen que pagar los pobres. Por el contrario, los impuestos al consumo suponen una importante fuente de ingresos, y dado que los pobres gastan un mayor porcentaje de sus ingresos, ese tipo de impuestos a menudo es regresivo[251].
Mientras que las distintas políticas tributarias pueden permitir que los ricos se hagan más ricos, o por el contrario contener el crecimiento de la desigualdad, los programas de gasto pueden desempeñar un papel especialmente importante a la hora de evitar que los pobres se empobrezcan aún más. La Seguridad Social casi ha conseguido eliminar la pobreza entre los mayores. Estudios recientes han mostrado lo cuantiosos que pueden ser esos efectos: las deducciones fiscales sobre los ingresos devengados que complementan los ingresos de las familias trabajadoras pobres, por sí solos rebajan la tasa de pobreza en 2 puntos porcentuales. Las subvenciones a la vivienda, los cupones de alimentos y las becas de comedor tienen todas ellas importantes efectos a la hora de reducir la pobreza[252]. Un programa como la provisión de un seguro médico para los niños pobres puede beneficiar a millones de ellos y contribuir a garantizar que tengan un menor riesgo de sufrir alguna discapacidad permanente por culpa de una enfermedad o de algún otro problema de salud; eso contrasta crudamente con algunas de las subvenciones a las grandes empresas o con los vacíos legales en materia tributaria que resultan mucho más costosos y benefician a mucha menos gente. Estados Unidos gastó mucho más dinero en rescatar a los grandes bancos (contribuyendo a que estos mantuvieran sus generosas bonificaciones) de lo que gastó en ayudar a los que se habían quedado sin empleo a consecuencia de la recesión que provocaron esos grandes bancos. Hemos creado para los bancos (y para otras grandes empresas, como AIG) una red de seguridad mucho más fuerte que la que hemos creado para los estadounidenses pobres.
Lo que resulta llamativo de Estados Unidos es que, aunque el nivel de desigualdad generado por el mercado —un mercado condicionado y distorsionado por la política y por la búsqueda de rentas— es más alto que en otros Estados industrializados avanzados, el país hace mucho menos para paliar esa desigualdad a través de los impuestos y los programas de gasto. Y a medida que ha ido aumentando la desigualdad generada por los mercados, nuestro gobierno ha ido haciendo cada vez menos[253].
El gobierno y la igualdad de oportunidades
Entre los descubrimientos más alarmantes que hemos enumerado en el capítulo 1 está el de que Estados Unidos se ha convertido en una sociedad donde existe menos igualdad de oportunidades, menos que en el pasado, y menos que en otros países, incluidos los de la vieja Europa. Las fuerzas del mercado que hemos examinado anteriormente desempeñan un papel: dado que la rentabilidad de la educación ha aumentado, a quienes tienen una buena educación les ha ido bien y a los que tienen una educación a nivel de bachillerato (sobre todo a los hombres) les ha ido rematadamente mal. Eso es aún más cierto hoy en día, en esta profunda crisis económica en que nos encontramos. Mientras que la tasa de desempleo entre quienes tienen una licenciatura universitaria o un nivel superior de estudios era de solo el 4,2 por ciento, quienes tienen menos estudios que el diploma de bachillerato afrontaban una tasa de desempleo tres veces mayor, del 12,9 por ciento. En el caso de los que recientemente han abandonado los estudios de bachillerato, e incluso de los que acaban de terminarlo pero no se han matriculado en la universidad, el cuadro es todavía más sombrío: unas tasas de paro del 42,7 y del 33,4, respectivamente[254].
Pero el acceso a una buena educación depende cada vez más de los ingresos, de la riqueza y de la educación de los padres, como vimos en el capítulo 1, y por una buena razón: los estudios universitarios se están volviendo cada vez más caros, sobre todo a medida que los estados recortan sus ayudas, y el acceso a las mejores universidades depende de haber asistido a los mejores institutos de bachillerato, a las mejores escuelas de primaria y a las mejores guarderías. Los pobres no pueden permitirse el lujo de un colegio privado de enseñanza primaria y secundaria de alta calidad, y tampoco pueden permitirse vivir en los suburbios ricos que ofrecen enseñanza pública de alta calidad. Una gran parte de la gente pobre ha vivido tradicionalmente muy cerca de los ricos —en parte porque trabajaban para ellos—. A su vez, este fenómeno dio lugar a unos colegios con estudiantes de diversos orígenes sociales y económicos. Como demuestra un reciente estudio realizado por Kendra Bischoff y Sean Reardon, de la Universidad de Stanford, eso está cambiando: hay menos pobres que viven en las cercanías de los ricos, y menos ricos que viven cerca de los pobres[255].
En Estados Unidos, los barrios están incluso segregados entre propietarios e inquilinos. Esa pauta no puede explicarse en función de la raza o de la presencia de niños en el hogar, porque se da en el seno de los grupos raciales y entre las familias con hijos pequeños. La segregación en las áreas metropolitanas de Estados Unidos entre comunidades de propietarios y comunidades de inquilinos puede dar lugar a unas comunidades con unos entornos cívicos marcadamente distintos. La calidad de las comunidades depende de los esfuerzos de los residentes para evitar la delincuencia y mejorar la gobernanza local, y la recompensa a un individuo que hace ese esfuerzo es mayor para los propietarios que para los inquilinos, y en general es mayor en el caso de quienes viven en comunidades donde muchos otros residentes realizan esfuerzos similares para conseguir que el gobierno local sea más receptivo a los miembros de la comunidad. Así pues, existen fuerzas económicas que, partiendo de las diferencias en la riqueza de las familias (y dependiendo de si su vivienda es en propiedad o no), conducen a diferencias en la calidad cívica de la comunidad en la que vive una familia[256]. La política estadounidense de aumentar la tasa de propietarios de viviendas entre los ciudadanos de rentas más bajas refleja el concepto de que las tasas de viviendas en propiedad afectan a la calidad de los barrios, y que crecer en un barrio violento, castigado por la delincuencia afecta negativamente a la salud, al desarrollo personal y a los resultados escolares. Pero la propiedad de la vivienda —una importante vía en Estados Unidos para que las familias accedan a mejores barrios, y también para que acumulen patrimonio— no es sostenible en el caso de las familias sin ningún patrimonio de partida y con escasos ingresos.
En el capítulo 1 también señalábamos que incluso entre los licenciados universitarios, quienes tienen la suerte de tener unos padres más ricos y mejor educados también tienen mejores perspectivas. Eso puede deberse, en parte, al establecimiento de redes —a crear contactos—, lo que puede resultar especialmente relevante cuando escasea el trabajo, como ahora. Pero también se debe, en parte, al creciente papel de los contratos en prácticas. En un mercado de trabajo como el que tenemos desde 2008, hay muchos buscadores de empleo para cada puesto de trabajo, y tener experiencia es algo que cuenta. Las empresas están aprovechándose de ese desequilibrio ofreciendo contratos en prácticas sin remuneración o con un salario reducido, lo que añade un importante elemento a un currículum. Pero los ricos no solo están en una mejor posición para conseguir los puestos de becarios; están en una mejor posición para permitirse el lujo de trabajar sin cobrar durante uno o dos años[257].
Al mismo tiempo que el gobierno ha estado haciendo menos para contrarrestar esas fuerzas del mercado que dan lugar a una mayor desigualdad de oportunidades, sobre la base de un acceso diferenciado al «capital humano» y a los empleos, también ha estado haciendo menos, como ya hemos apuntado, para nivelar el terreno de juego en materia de capital financiero, con una fiscalidad menos progresiva y, sobre todo, con unos menores impuestos sobre sucesiones. En pocas palabras, hemos creado un sistema económico y social y una política donde, en un futuro, las actuales desigualdades con toda probabilidad no solo se perpetuarán, sino que se exacerbarán: podemos prever para el futuro una mayor desigualdad tanto en capital humano como en capital financiero.
EL CUADRO COMPLETO
Al principio de este capítulo, y a lo largo del capítulo 2, hemos visto cómo las reglas del juego han ayudado a crear las riquezas de los de arriba y han contribuido a las miserias de los de abajo. Hoy en día el gobierno desempeña un doble papel en nuestro actual nivel de desigualdad: es parcialmente responsable de la desigualdad en la distribución de los ingresos antes de impuestos y ha ido asumiendo un papel cada vez menor a la hora de «corregir» esa desigualdad mediante impuestos progresivos y políticas de gasto.
A medida que los ricos van haciéndose más ricos, tienen más que perder con los intentos de limitar las actividades de búsqueda de rentas y de redistribuir los ingresos a fin de crear una economía más justa, y disponen de mayores recursos con los que oponerse a tales intentos. Podría parecer extraño que, a medida que ha ido aumentando la desigualdad, en Estados Unidos hayamos ido haciendo cada vez menos para reducir su impacto, pero era lo que cabría esperar. Desde luego, es lo que se ve por todo el mundo: las sociedades más igualitarias trabajan más para mantener su cohesión social; en las sociedades más desiguales, las políticas del gobierno y de las demás instituciones tienden a fomentar la perpetuación de la desigualdad. Esta pauta ha sido bien documentada[258].
Justificar la desigualdad
Iniciábamos este capítulo explicando cómo los de arriba a menudo han pretendido justificar sus ingresos y su patrimonio, y que la «teoría de la productividad marginal», el concepto de que quienes más cobran lo hacen porque han realizado una mayor contribución a la sociedad, se había convertido en la teoría predominante, por lo menos en economía. Pero también señalábamos que la crisis había arrojado dudas sobre esta teoría[259]. Quienes perfeccionaron las nuevas técnicas de préstamos abusivos, quienes ayudaron a crear los derivados financieros, un tipo de producto que el multimillonario Warren Buffett describía como «armas financieras de destrucción masiva», o quienes idearon las nuevas e insensatas hipotecas que ocasionaron la crisis de las hipotecas de alto riesgo se fueron de rositas llevándose millones, a veces cientos de millones de dólares[260].
Pero incluso antes de aquello, estaba claro que la relación entre la remuneración y la contribución a la sociedad era, en el mejor de los casos, difusa. Como hemos señalado anteriormente, los grandes científicos que hicieron los descubrimientos que constituyen la base de nuestra sociedad moderna normalmente se llevaron solo una pequeña porción de lo que aportaron y cobraron una miseria, en comparación con las recompensas que han cosechado los magos de las finanzas que han llevado al mundo al borde de la ruina.
No obstante, hay otra cuestión filosófica de más calado: en realidad, es imposible distinguir la aportación de un determinado individuo de las aportaciones de los demás. Incluso en el contexto del cambio tecnológico, la mayoría de los inventos implican la síntesis de elementos preexistentes, más que la invención ex novo. Hoy en día, por lo menos en muchos sectores esenciales, una gran parte de todos los avances depende de la investigación básica financiada por el gobierno.
Gar Alperovitz y Lew Daly concluyeron en 2009 que «si una gran parte de lo que tenemos nos ha llegado como un regalo gratuito de muchas generaciones de aportaciones históricas, existe un profundo interrogante acerca de cuánto puede decirse razonablemente que ha “ganado” una persona determinada, ahora o en el futuro»[261]. Así pues, también el éxito de cualquier hombre de negocios depende no solo de esa tecnología «heredada», sino del marco institucional (el imperio de la ley), de la existencia de una población activa bien educada y de la disponibilidad de unas buenas infraestructuras (el transporte y las comunicaciones).
¿Es necesaria la desigualdad para incentivar a la gente?
Hay otro argumento que a menudo alegan quienes defienden el statu quo: que necesitamos el elevado nivel de desigualdad actual para incentivar a la gente a que trabaje, ahorre e invierta. Ese argumento confunde dos posturas. Una es que no debería haber desigualdad. La otra es que estaríamos mucho mejor si tuviéramos menos desigualdad de la que tenemos hoy. Yo, y hasta donde yo sé la mayoría de los progresistas, no defendemos la igualdad total. Somos conscientes de que eso afectaría negativamente a los incentivos. La cuestión es: ¿en qué medida se debilitarían los incentivos si tuviéramos un poco menos de desigualdad? En el próximo capítulo explicaré por qué, al contrario, una menor desigualdad en realidad incrementaría la productividad.
Por supuesto, gran parte de lo que algunos denominan remuneración por incentivos en realidad no lo es. Es tan solo un nombre que se utiliza para justificar la enorme desigualdad y para embaucar a los inocentes que piensan que sin tamaña desigualdad nuestro sistema económico no funcionaría. Eso quedó en evidencia cuando, tras las repercusiones de la debacle financiera de 2008, a los bancos les daba tanta vergüenza llamar a la remuneración de sus directivos «bonificación de rendimiento» que se sintieron obligados a cambiar el nombre por el de «bonificación de retención» (aunque lo único que la empresa estaba reteniendo era una mala gestión).
En un marco de remuneración por incentivos, se supone que los honorarios aumentan con el rendimiento. Lo que hicieron los banqueros era una práctica habitual: cuando se producía una disminución en el rendimiento medido, de acuerdo con los parámetros que supuestamente había que utilizar para determinar la remuneración, el sistema de remuneración cambiaba. El efecto fue que, en la práctica, la remuneración era elevada cuando el rendimiento era bueno, y también cuando el rendimiento era deficiente[262].
El análisis de los orígenes de la desigualdad
Los economistas son propensos a cuestionar la importancia relativa de los distintos factores que han dado lugar a la creciente desigualdad en Estados Unidos. La creciente desigualdad en los salarios y en las rentas de capital, y el hecho de que una proporción cada vez mayor de los ingresos vaya a parar a esas formas de renta, que se reparten de una forma más desigual, han contribuido a una mayor desigualdad en los ingresos personales y, como veíamos en las páginas anteriores, una fiscalidad menos progresiva y una disminución de las políticas de gastos contribuyeron a un aumento todavía mayor de los ingresos después de impuestos y en las transferencias.
La explicación del aumento en la dispersión de los salarios por horas y en los sueldos ha sido especialmente polémica. Algunos se centran en los cambios tecnológicos —en el cambio tecnológico con sesgo de cualificación—. Otros se fijan en factores sociales —el debilitamiento de los sindicatos, la crisis de las normas sociales que moderaban la remuneración de los directivos—. Otros recurren a la globalización. Otros se centran en el creciente papel de las finanzas. Unos poderosos intereses particulares apoyan cada una de estas explicaciones: quienes luchan por abrir los mercados consideran que la globalización desempeña un papel menor; quienes argumentan a favor de unos sindicatos más fuertes consideran crucial su debilitamiento. Algunos de los debates tienen que ver con los diferentes aspectos de la desigualdad que se tienen en cuenta: puede que el creciente papel de las finanzas tenga poco que ver con la polarización de los salarios en la parte media, pero tiene mucho que ver con el aumento de los ingresos y el patrimonio de la parte más alta. En momentos diferentes, distintas fuerzas han desempeñado papeles diferentes: probablemente la globalización ha desempeñado un papel más importante desde, pongamos, el año 2000 que durante la década anterior. Aun así, entre los economistas hay un consenso cada vez mayor en que resulta difícil definir clara y precisamente los papeles que desempeñan las distintas fuerzas. No podemos llevar a cabo experimentos controlados para averiguar cómo habría sido la desigualdad si, manteniendo iguales todos los demás factores, hubiéramos tenido unos sindicatos más fuertes. Por añadidura, las fuerzas interactúan: las fuerzas competitivas de la globalización —con la amenaza de que los empleos se trasladen a otro lugar— ha tenido mucha importancia en el debilitamiento de los sindicatos[263].
Para mí, gran parte de este debate carece de sentido. La cuestión es que la desigualdad en Estados Unidos (y en algunos otros países de todo el mundo) ha ido aumentando hasta el punto de que ya no podemos seguir ignorándola. Puede que la tecnología (el cambio tecnológico con sesgo de cualificación) haya sido esencial para determinados aspectos de nuestro actual problema de desigualdad, sobre todo para la polarización del mercado de trabajo. Pero aunque así fuera, no debemos quedarnos de brazos cruzados y resignarnos ante las consecuencias. Puede que la codicia sea una parte intrínseca de la naturaleza humana, pero eso no significa que no podamos hacer nada para paliar las consecuencias de los banqueros sin escrúpulos que fueron capaces de aprovecharse de los pobres y de dedicarse a unas prácticas anticompetitivas. Podemos y debemos regular los bancos, prohibir sus créditos abusivos, pedirles que rindan cuentas por sus prácticas fraudulentas y castigarlos por los abusos de poder monopolista. De la misma forma, también es posible que unos sindicatos más fuertes y una mejor educación mitigaran las consecuencias del cambio tecnológico con sesgo de cualificación. Y ni siquiera es inevitable que el cambio tecnológico prosiga en esa dirección: obligar a las empresas a pagar por las consecuencias medioambientales de su producción podría animarlas a apartarse del cambio tecnológico con sesgo de cualificación en aras de un cambio tecnológico ahorrador de recursos. Es posible que unos tipos de interés bajos animen a las firmas a robotizarse, en lugar de mantener unos empleos de baja cualificación y fáciles de sistematizar; por tanto, unas políticas alternativas macroeconómicas y de inversión podrían frenar el ritmo de la descualificación de nuestra economía. Y también, aunque los economistas puedan discrepar acerca del papel exacto que ha desempeñado la globalización en el aumento de la desigualdad, las asimetrías en la globalización, sobre las que llamamos la atención, han puesto a los trabajadores particularmente en desventaja; y podemos gestionar mejor la globalización, en un sentido que pudiera dar lugar a menos desigualdad.
También hemos apuntado que el crecimiento del sector financiero, en términos de su participación en la renta nacional total de Estados Unidos (lo que a veces se denomina el aumento de la financiarización de la economía), ha contribuido al aumento de la desigualdad, tanto para la riqueza que se crea en la parte más alta como para la pobreza de la parte de abajo. Jamie Galbraith ha demostrado que los países que poseen un sector financiero más grande tienen más desigualdad, y la relación no es casual[264]. Hemos visto que la desregulación y que las subvenciones del gobierno, ya sean ocultas o públicas, distorsionaban la economía, y no solo dan lugar a un sector financiero más grande, sino que también incrementan su capacidad de trasladar el dinero desde abajo hacia arriba. No necesitamos saber de forma precisa la proporción de desigualdad que cabría atribuir a esa mayor financiarización de la economía para comprender que es preciso un cambio en las políticas.
Es preciso abordar todos y cada uno de los factores que han contribuido a la desigualdad, con especial énfasis en los que simultáneamente contribuyen de forma directa al debilitamiento de nuestra economía, como la persistencia del poder monopolista y de las políticas económicas que generan distorsiones. La desigualdad se ha instalado en nuestro sistema económico y hará falta un completo plan —que se describe por extenso en el capítulo 10— para erradicarla.
Modelos alternativos de la desigualdad
En este capítulo hemos explicado que existen teorías alternativas sobre la desigualdad, y en algunas de ellas la desigualdad parece estar más «justificada», los ingresos de los de arriba parecen más merecidos y los costes de contrarrestar la desigualdad y redistribuir la riqueza parecen mayores que en otras. El modelo de determinación de los ingresos basado en los «logros» se centra en los esfuerzos de cada individuo; y si la desigualdad fuera en gran medida el resultado de las diferencias en el esfuerzo realizado, resultaría difícil criticarla, y parecería injusto, y a la vez ineficiente, no recompensarla. Los relatos de Horatio Alger que describíamos en el capítulo 1 pertenecen a esa tradición: en sus más de cien historias sobre personajes que llegan de la miseria hasta la riqueza, el héroe de cada una de ellas lograba salir de la pobreza gracias a sus propios esfuerzos. Puede que esas historias contengan una pizca de verdad, pero es tan solo una pizca. En el capítulo 1 vimos que el principal factor determinante del éxito de un individuo eran sus condiciones de partida: los ingresos y la educación de sus padres. La suerte también desempeña un importante papel.
La tesis central de este capítulo y del capítulo anterior es también que la desigualdad no es únicamente una consecuencia de las fuerzas de la naturaleza, de las abstractas fuerzas del mercado. Por mucho que quisiéramos que la velocidad de la luz fuera mayor, no podríamos hacer nada al respecto. Sin embargo, la desigualdad es, en gran medida, consecuencia de unas políticas gubernamentales que configuran y dirigen las fuerzas de la tecnología y de los mercados, y las fuerzas sociales más en general. Eso lleva implícita una nota de esperanza, pero también de desaliento: de esperanza, porque significa que esta desigualdad no es inevitable, y que mediante un cambio de políticas podemos lograr una sociedad más eficiente y más igualitaria; de desaliento, porque los procesos políticos que dan forma a esas políticas son muy difíciles de cambiar.
Existe una fuente de desigualdad, sobre todo en la parte más baja, sobre la que este capítulo ha podido decir muy poco: en el momento de imprimirse este libro, seguimos estando en la peor crisis económica desde la Gran Depresión. La mala gestión macroeconómica, en todas sus manifestaciones, es una importante fuente de desigualdad. Los desempleados tienen más probabilidad de sumarse a los que ya están en la pobreza, tanto más cuanto más dure la crisis económica. La burbuja le dio a una parte de los pobres la ilusión de riqueza, pero solo durante un instante; como hemos visto, cuando estalló la burbuja, se llevó por delante la riqueza de los de abajo, creando nuevos niveles de desigualdad de patrimonio y agudizando la fragilidad de los de abajo. En el capítulo 9 expondremos cómo las políticas macroeconómicas (y sobre todo las políticas monetarias) que han puesto en práctica Estados Unidos y muchos otros países son un reflejo de los intereses y las ideologías de los de arriba.
Otro motivo de este libro es el de la «dinámica adversa», el de los «círculos viciosos». En el capítulo anterior vimos que una mayor desigualdad conducía a una menor igualdad de oportunidades, lo que a su vez daba lugar a una mayor desigualdad. En el capítulo siguiente veremos más ejemplos de espirales descendentes: de qué manera una mayor desigualdad socava el apoyo a una acción colectiva, el tipo de acciones que garantiza que todo el mundo llega a la altura de su potencial, como consecuencia, por ejemplo, de una buena enseñanza pública. Explicaremos cómo la desigualdad fomenta la inestabilidad, lo que de por sí da lugar a más desigualdad.