CAPÍTULO 10
EL CAMINO A SEGUIR: OTRO MUNDO ES POSIBLE
No tiene sentido hacer como si nada. A pesar de la inveterada creencia de que los estadounidenses gozan de una mayor movilidad social que los europeos, Estados Unidos ha dejado de ser el país de las oportunidades.
Nada ilustra más gráficamente lo que ha ocurrido que la situación de los que hoy tienen veinte años. En vez de empezar una nueva vida, cargada de entusiasmo y esperanza, muchos de ellos tienen que afrontar un mundo de ansiedad y temor. Sobrecargados con unos créditos para pagar sus estudios, que saben que les costará mucho esfuerzo devolver, y que no podrían quitarse de encima aunque se declararan en quiebra, buscan un buen trabajo en un mercado deprimente. Si tienen la suerte de conseguir un empleo, sus salarios serán decepcionantes, a menudo tan bajos que tendrán que seguir viviendo con sus padres[625].
Al mismo tiempo que los progenitores de cincuenta y tantos años se preocupan por sus hijos, también están preocupados por su propio futuro. ¿Acabarán perdiendo su vivienda? ¿Se verán obligados a jubilarse anticipadamente? ¿Conseguirán salir del paso con sus ahorros, enormemente reducidos por culpa de la Gran Recesión? Saben que en caso de dificultades es posible que no puedan recurrir a sus hijos para que les ayuden. Desde Washington llegan noticias aún peores: se están estudiando en profundidad nuevos recortes en Medicare, que provocarán que a algunos grupos el acceso a la atención sanitaria les resulte inasequible. También parece que se anuncian recortes en la Seguridad Social. Cuando los mayores estadounidenses afrontan los años de su ocaso, el sueño de una jubilación cómoda parece un espejismo. El sueño de una vida mejor, más próspera para sus hijos, puede ser tan anticuado como algo salido de una película de los cincuenta.
Lo que ha venido ocurriendo en Estados Unidos también ha ocurrido en muchos países de todo el mundo. Pero no es inevitable. No es el funcionamiento inexorable de la economía de mercado. Hay sociedades que han gestionado mucho mejor las cosas, incluso en un mundo donde las fuerzas del mercado y el paradigma dominante en materia de políticas dan lugar a una sustancial desigualdad debido a las diferencias en capacidad, en esfuerzo y en suerte. Esas sociedades producen un nivel de vida más alto que el de Estados Unidos para la mayoría de sus ciudadanos, medido no solo en términos de ingresos, sino también en términos de salud, educación, seguridad y muchos otros aspectos que resultan cruciales para determinar la calidad de vida. Y algunas sociedades donde la desigualdad era mucho peor que en Estados Unidos se asomaron al precipicio, vieron lo que podía ocurrir en un futuro y dieron marcha atrás: han conseguido reducir el grado de desigualdad, ayudar a los pobres y extender la educación.
Otro mundo es posible. Podemos lograr una sociedad más acorde con nuestros valores fundamentales, con mayor igualdad de oportunidades, una renta nacional total mayor, una democracia más fuerte y un nivel de vida más alto para la mayoría de individuos. No será fácil. Hay algunas fuerzas del mercado que nos empujan en dirección contraria. Esas fuerzas del mercado están condicionadas por la política, por las reglas y las normativas que adoptamos como sociedad, por la forma en que actúan nuestras instituciones (como la Reserva Federal, nuestro banco central, y otros organismos reguladores). Hemos creado una economía y una sociedad donde las grandes fortunas se amasan a través de la búsqueda de rentas, a veces mediante transferencias directas desde el sector público a los ricos, más frecuentemente a través de unas normas que permiten que los ricos recauden «rentas» del resto de la sociedad gracias al poder monopolista y otras formas de explotación.
Este libro no trata sobre la política de la envidia: en general, el 99 por ciento inferior no tiene envidia de las contribuciones sociales que han realizado algunos de los integrantes del 1 por ciento, de sus ingresos bien merecidos. Por el contrario, este libro trata sobre la política de la eficiencia y la equidad. El argumento central es que el modelo que describe mejor la determinación de los ingresos en la parte más alta no se basa en la contribución de los individuos a la sociedad (la «teoría de la productividad marginal» que presentábamos en un apartado anterior), aunque, por supuesto, algunos de los de arriba han realizado enormes contribuciones. En cambio, una gran parte de los ingresos de los de arriba corresponde a lo que hemos denominado rentas. Esas rentas han trasladado los dólares desde la parte de abajo y la de en medio hacia arriba, y han distorsionado el mercado en beneficio de unos y en perjuicio de otros.
Además, lograríamos una economía más eficiente y una sociedad más justa si consiguiéramos que los mercados funcionaran como verdaderos mercados —que fueran más competitivos, menos abusivos— y moderando sus excesos. Las reglas del juego son importantes no solo para la eficiencia del sistema económico, sino también para el reparto de la riqueza. Unas reglas equivocadas dan lugar a una economía menos eficiente y a una sociedad más dividida.
Invertir más en nuestra sociedad —en educación, en tecnología y en infraestructuras— y proporcionar más seguridad a los ciudadanos corrientes dará lugar a una economía más eficiente y dinámica, más acorde con lo que afirmamos ser, y que ofrezca más oportunidades a un sector más amplio de la sociedad. Incluso el 1 por ciento (los que están ahí en este momento) podrían beneficiarse de que no se desperdicien las capacidades de tanta gente que está abajo. Y mucha más gente tendría una oportunidad de llegar algún día a estar en el 1 por ciento.
Por último, conseguir una sociedad más equitativa probablemente afectará a la ideología predominante que condiciona nuestras políticas microeconómicas y macroeconómicas. Hemos identificado numerosos mitos que alimentan esa ideología. Podemos romper el círculo vicioso por el que el dominio político de los de arriba se traduce en unas creencias y unas políticas que refuerzan ese dominio y potencian la desigualdad económica.
Durante un tercio de siglo los trabajadores estadounidenses han visto cómo su nivel de vida primero se estancaba y después empeoraba. A quienes, en el abismo de la Gran Depresión, decían que las fuerzas del mercado acabarían prevaleciendo y devolviendo a la economía al nivel del pleno empleo, Keynes les respondía al respecto que sí, que es posible que a largo plazo los mercados funcionen, pero a largo plazo estamos todos muertos. Pero yo dudo de que ni siquiera Keynes tuviera en mente un plazo tan largo como el periodo durante el que los trabajadores estadounidenses han visto cómo se iba deteriorando su nivel de vida.
En este capítulo me propongo pasar revista a lo que hay que hacer para crear ese otro mundo, las reformas que necesitamos en nuestra economía y en nuestra política. Por desgracia, vamos en la dirección equivocada; existe el riesgo de que los cambios políticos y económicos empeoren las cosas. Y concluyo con una nota que recalca lo que tiene que ocurrir si realmente queremos cambiar de rumbo, una cauta nota de optimismo.
Cuando pensamos en cómo fortalecer nuestra economía, es imprescindible que no sucumbamos al fetichismo del PIB. Ya hemos visto (en los capítulos 1 y 4) que el PIB no es un buen indicador del rendimiento económico; no refleja con exactitud los cambios en el nivel de vida, definido en sentido amplio, de la mayoría de los ciudadanos, y no nos dice si el crecimiento que estamos experimentando es sostenible o no.
LA AGENDA DE REFORMAS ECONÓMICAS
Una verdadera agenda de reformas económicas conseguiría, al mismo tiempo, mejorar la eficiencia económica, la equidad y la igualdad de oportunidades. La mayoría de los estadounidenses saldría ganando; los únicos perdedores serían tal vez algunos integrantes del 1 por ciento —por ejemplo, aquellos cuyos ingresos dependan de la búsqueda de rentas y quienes estén excesivamente vinculados a ellas—. Las reformas se ajustan estrictamente a nuestro diagnóstico: tenemos un problema en la parte más alta, en la parte de en medio y en la parte baja. Las soluciones simples no serían suficientes. Hemos identificado múltiples factores que contribuyen al elevado nivel de desigualdad y al bajo nivel de igualdad de oportunidades que padece actualmente el país. Aunque los economistas a menudo discuten la importancia relativa de cada uno de estos factores, hemos explicado que resolver esa cuestión es una tarea casi imposible. Aparte de eso, la desigualdad de oportunidades en Estados Unidos ha aumentado hasta tal punto que no tenemos más remedio que hacer todo lo que esté en nuestra mano. Puede que algunas de las causas de la desigualdad estén, en gran medida, más allá de nuestro control, y que haya otras causas sobre las que solo podamos influir gradualmente, a largo plazo, pero sigue habiendo otras que podemos abordar de inmediato. Necesitamos un ataque en todos los frentes, un ataque cuyos principales elementos expongo a continuación.
PONER COTO A LOS EXCESOS EN LA PARTE MÁS ALTA
El capítulo 2 mostraba que una gran parte de la riqueza de los de arriba procedía, de una forma u otra, de la búsqueda de rentas y de unas reglas del juego sesgadas en favor de los de arriba. Las distorsiones y las perversiones de nuestro sistema económico son generalizadas, pero las siete reformas siguientes supondrían una gran diferencia.
Reducir la búsqueda de rentas y nivelar el terreno de juego
Poner coto al sector financiero. Puesto que una gran parte del aumento de la desigualdad tiene que ver con los excesos del sector financiero, es el lugar más idóneo para iniciar un programa de reformas. La Ley Dodd-Frank es un comienzo, pero solo un comienzo. He aquí otras seis reformas urgentes:
(a) Poner coto a la excesiva asunción de riesgos y a las instituciones financieras demasiado grandes para quebrar y demasiado interconectadas para quebrar; son una combinación letal que ha dado lugar a los reiterados rescates que han caracterizado los últimos treinta años. Las restricciones sobre el endeudamiento y la liquidez son cruciales, ya que los bancos, de alguna manera, creen que pueden crear recursos de la nada gracias a la magia del endeudamiento. Eso no es posible. Lo único que crean es riesgo y volatilidad[626].
(b) Hacer que los bancos sean más transparentes, sobre todo en su trato de los derivados financieros no bursátiles, que deberían estar restringidos de una forma mucho más estricta y no deberían ser emitidos por instituciones financieras avaladas por el gobierno. Los contribuyentes no deberían verse involucrados a la hora de respaldar esos productos de alto riesgo, independientemente de si los consideramos instrumentos de seguros, de apuestas o, en palabras de Warren Buffett, armas financieras de destrucción masiva[627].
(c) Hacer que los bancos y las compañías de tarjetas de crédito sean más competitivos y asegurarnos de que actúan de forma competitiva. Tenemos la tecnología necesaria para crear un eficiente mecanismo de pagos electrónicos para el siglo XXI, pero tenemos un sistema bancario que está decidido a mantener un sistema de tarjetas de crédito y débito que no solo abusa de los consumidores, sino que impone grandes comisiones a los comerciantes por cada transacción.
(d) Dificultar que los bancos se dediquen a los créditos usurarios y a las prácticas abusivas con las tarjetas de crédito, por ejemplo, estableciendo unos límites más estrictos a la usura (tipos de interés excesivamente altos).
(e) Poner coto a las bonificaciones que fomentan una excesiva asunción de riesgos y a las conductas cortas de miras.
(f) Clausurar los centros bancarios en paraísos fiscales (y sus correspondientes centros asociados en territorio nacional), que han logrado burlar con tanto éxito la normativa, así como promover el fraude y la evasión fiscal. No tiene sentido que haya tanta actividad financiera en las islas Caimán; ni el país ni su clima tienen nada que favorezca la actividad bancaria. Tan solo existe por una razón: burlar la normativa.
Muchas de estas reformas están interrelacionadas: un sistema bancario más competitivo tiene menores posibilidades de dedicarse a las prácticas abusivas, menos probabilidades de tener éxito en la búsqueda de rentas. Poner coto al sector financiero será difícil, porque los bancos son muy astutos a la hora de burlar la normativa. Aunque se limitara el tamaño de los bancos —lo que ya de por sí es una tarea difícil—, podrían suscribir contratos entre ellos (como los derivados financieros) que garantizaran que están demasiado interrelacionados para quebrar.
Unas leyes sobre competencia más estrictas y aplicadas con mayor rigor. Aunque todos los aspectos de nuestro código jurídico y normativo son importantes tanto para la eficiencia como para la equidad, las leyes que rigen la competencia, la gobernanza de las grandes empresas y la quiebra son especialmente relevantes.
Los monopolios y los mercados con competencia imperfecta son una importante fuente de rentas. La banca no es el único sector donde la competencia es más débil de lo que debería. Si examinamos los distintos sectores de la economía, llama la atención cuántos de ellos están dominados por dos, tres o cuatro empresas a lo sumo. Antiguamente se consideraba que eso estaba bien, que en la competencia dinámica asociada a los cambios tecnológicos, una empresa dominante podía sustituir a otra. Había competencia por el mercado en vez de competencia en el mercado. Pero ahora sabemos que eso no es suficiente. Las empresas dominantes tienen herramientas con las que eliminar a la competencia, e incluso a menudo consiguen eliminar las innovaciones. Los precios más altos que cobran esas empresas no solo distorsionan la economía, sino que también funcionan como un impuesto, y sin embargo, sus ingresos no se destinan a una finalidad pública, sino que, por el contrario, van a enriquecer las arcas de los monopolistas.
Mejorar la gobernanza de las grandes empresas, sobre todo con el fin de limitar el poder de los máximos directivos para desviar una parte tan importante de los recursos corporativos en su propio beneficio. A los directivos de las grandes empresas se les concede demasiado poder, demasiada deferencia hacia su supuesta sabiduría. Hemos visto que ellos utilizan ese poder para desviar una parte demasiado grande de los recursos de la sociedad anónima en su propio beneficio. Una ley que concediera voz a los accionistas en materia de remuneración resultaría muy útil. Y lo mismo podría decirse de una normativa contable que permitiera que los accionistas supieran claramente cuánto dinero les están dando a sus directivos.
Reforma integral de las leyes sobre quiebras, desde el tratamiento de los derivados hasta las viviendas con hipotecas bajo el agua (underwater) y los créditos para estudiantes. La ley sobre quiebras supone otro ejemplo de que las reglas básicas del juego que determinan cómo funcionan los mercados tienen importantes consecuencias para la distribución, así como efectos en la eficiencia. Al igual que en muchas otras áreas, las reglas han ido favoreciendo cada vez más a los de arriba.
Todo crédito es un contrato libremente suscrito entre un prestatario y un prestamista, pero se supone que una de las partes comprende mucho mejor el mercado que la otra; hay una enorme asimetría en la información y en la capacidad de negociación. Por consiguiente, el prestamista es quien debería cargar con el grueso de las consecuencias de un error, no el prestatario.
Conseguir que la ley de quiebras fuera más indulgente con el deudor supondría un incentivo para que los bancos tuvieran más cuidado a la hora del prestar dinero. Tendríamos menos burbujas crediticias y menos estadounidenses excesivamente endeudados. Uno de los ejemplos más atroces de las malas prácticas crediticias es, como ya hemos apuntado, el programa de créditos para estudiantes; y en ese caso, las malas prácticas han sido fomentadas por la imposibilidad de cancelar la deuda en caso de quiebra personal.
En resumen, una ley sobre quiebras desequilibrada ha contribuido a inflar el sector financiero, a la inestabilidad económica, a la explotación de los pobres y los menos expertos en materia de finanzas y a la desigualdad económica.
Acabar con los regalos del gobierno, ya sea por la forma de disponer de los activos públicos o por las compras del gobierno. Las cuatro reformas anteriores se centran en restringir la capacidad de los de arriba, incluidos los responsables del sector financiero, para explotar a los consumidores, a los prestatarios, a los accionistas y a otros en las transacciones privadas. Pero gran parte de la búsqueda de rentas adopta la forma de explotación de los contribuyentes. Esa explotación asume formas muy distintas, algunas de las cuales pueden describirse sencillamente como regalos y otras bajo el epígrafe de asistencia pública a las grandes empresas.
Como veíamos en el capítulo 2, la cuantía de los regalos del gobierno a las grandes empresas es enorme, y va desde la disposición que prohíbe la negociación del precio de los fármacos, o los contratos a porcentaje sobre los costes de Halliburton en Defensa, hasta las subastas de diseño deficiente de las concesiones petrolíferas, la cesión gratuita del espectro radioeléctrico a la televisión y la radio o los derechos de explotación minera por debajo de los precios de mercado. Esas dádivas son una pura transferencia, desde el resto de la población a las grandes empresas y a los ricos; pero en un mundo de limitaciones presupuestarias, son más que eso, ya que tienen como consecuencia un menor gasto en inversiones públicas de alta rentabilidad.
Acabar con la asistencia pública a las grandes empresas, incluyendo las subvenciones ocultas. En anteriores capítulos explicábamos que el gobierno, con demasiada frecuencia, en vez de ayudar a las personas que necesitan asistencia, gasta su valioso dinero ayudando a las grandes empresas, a través de la ayuda pública. Muchas de las subvenciones están ocultas en el código tributario. Aunque todos los vacíos legales, las excepciones, las exenciones y las preferencias reducen la progresividad del sistema tributario y distorsionan los incentivos, es algo especialmente válido en el caso de la asistencia empresarial. Las grandes empresas que no pueden apañárselas solas deberían desaparecer. Puede que sus trabajadores necesiten ayuda para cambiar de ocupación, pero ese es un asunto muy distinto al de la asistencia a la empresa.
Gran parte de esta asistencia es cualquier cosa menos transparente —tal vez porque si los ciudadanos supieran de verdad todo el dinero que están regalando, no lo permitirían—. Además de la asistencia a las empresas integrada en el código tributario, está la que se deriva del crédito barato y de los avales gubernamentales a los créditos. Entre sus formas más peligrosas están las que limitan las responsabilidades por los daños que pudieran causar las industrias, ya sea la responsabilidad limitada de las centrales nucleares o los daños medioambientales provocados por la industria del petróleo.
No asumir los costes íntegros de nuestras propias acciones es una subvención implícita, de forma que todas aquellas industrias que imponen, por ejemplo, costes medioambientales a los demás, están siendo subvencionadas a todos los efectos. Al igual que muchas otras reformas que examinamos en este apartado, estas tendrían un triple beneficio: una economía más eficiente, menos excesos por parte de los de arriba y una mejora del bienestar para el resto de la economía.
Reforma jurídica: democratizar el acceso a la justicia y reducir la carrera armamentista. El sistema judicial genera unas enormes rentas a expensas del resto de la sociedad. No disponemos de un sistema donde haya justicia para todos. Tenemos un sistema donde hay una carrera armamentista, y quienes tienen los bolsillos más llenos están en las mejores condiciones para luchar y ganar. Los detalles de la reforma de nuestro sistema judicial me llevarían más allá de los límites de este libro —o incluso requerirían un tomo mucho mayor—. Basta con decir que la reforma necesaria es mucho más profunda que la reforma de los litigios que propugna la derecha, y muy distinta. Adoptar la agenda de reforma de los conservadores, como acertadamente señalan los abogados litigantes, dejaría desprotegidos a los estadounidenses corrientes. Pero otros países[628] han desarrollado, por ejemplo, sistemas de responsabilidad y protección donde se exigen responsabilidades a los médicos que incurren en negligencias, y quienes sufren daños, ya sea a consecuencia de las negligencias médicas, o simplemente de la mala suerte, son adecuadamente compensados.
Reforma fiscal
Todas y cada una de las siete reformas que hemos descrito producen un doble dividendo: aumentan la eficiencia económica e incrementan la igualdad. Pero incluso después de hacerlo, subsisten grandes desigualdades, y a fin de conseguir ingresos para las inversiones públicas y otras necesidades públicas, a fin de apoyar a los pobres y a las clases medias, a fin de garantizar la igualdad de oportunidades para todos los sectores de la población, tendremos que establecer unos impuestos progresivos y, lo que es más importante, hacer mejor las cosas a la hora de tapar los vacíos legales. Como hemos visto, durante las últimas décadas hemos estado creando un sistema tributario cada vez menos progresivo.
Crear un sistema de impuesto sobre la renta de las personas físicas y de sociedades más progresivo, con menos vacíos legales. Nuestro sistema tributario, aunque nominalmente es progresivo, lo es mucho menos de lo que parece. Está plagado, como ya hemos apuntado, de vacíos legales, exenciones, excepciones y preferencias. Un sistema tributario justo gravaría a los especuladores por lo menos con el mismo tipo con el que grava a quienes trabajan para ganarse la vida. Eso garantizaría que los de arriba pagaran, al menos, un porcentaje de su renta en impuestos igual que los que perciben rentas más bajas[629]. Habría que reformar el sistema del impuesto de sociedades, tanto para eliminar los vacíos legales como para fomentar más creación de empleo y más inversión.
En el capítulo 4 yo explicaba que, en contra de lo que dice la derecha, podríamos tener un sistema tributario más eficiente que sea, a todos los efectos, más progresivo. Anteriormente he citado estudios que demostraban, sobre la base de la respuesta a los ahorros y a la oferta de trabajo, que el tipo impositivo máximo debería estar muy por encima del 50 por ciento, y plausiblemente por encima del 70 por ciento[630]. Y esos estudios no han tenido del todo en cuenta la medida en que los ingresos muy altos proceden de las rentas[631].
Crear un impuesto de sucesiones más eficaz, y aplicarlo con más rigor, para evitar la creación de una nueva oligarquía. El restablecimiento de un impuesto de sucesiones coherente contribuiría a evitar la aparición de una nueva oligarquía o de una plutocracia en Estados Unidos, y lo mismo cabría decir de la eliminación del trato preferencial a las plusvalías de capital. Probablemente los efectos adversos serían mínimos: la mayoría de quienes acumulan esos grandes patrimonios lo hacen gracias a la suerte o al ejercicio del poder monopolista, o están motivados por motivos no pecuniarios[632].
AYUDAR A LOS DEMÁS
Podemos evaluar nuestro sistema por sus resultados, y si lo hacemos, tenemos que ponerle un suspenso: hace no mucho tiempo los de abajo y los de en medio tenían un mínimo atisbo del sueño americano, pero la realidad de hoy en día es que para un amplio sector de la población ese sueño se ha esfumado.
Algunas de las reformas que he descrito anteriormente no solo ponen coto a los de arriba, sino que ayudan a los demás. Por ejemplo, acabar con las prácticas abusivas y monopolistas sería suficiente para aumentar el bienestar real del resto de la sociedad. La gente corriente pagaría menos por las tarjetas de crédito, por los teléfonos, por los ordenadores, por los seguros médicos y por muchísimos otros productos.
Varias medidas adicionales supondrían, a mi juicio, una gran diferencia en las condiciones de vida del 99 por ciento. Algunas de ellas exigen recursos, y las reformas que he descrito anteriormente, y que he explicado por extenso en el capítulo 8, generarían los ingresos necesarios.
Mejorar el acceso a la educación. La igualdad de oportunidades depende, más que nada, del acceso a la educación, y la dirección que hemos tomado (unas comunidades residenciales segregadas por niveles de renta, una drástica disminución del apoyo público a la educación superior y los consiguientes drásticos aumentos de las tasas en las universidades públicas y las restricciones de plazas disponibles en las carreras de ingeniería y otras especialidades de gran demanda pero de elevado coste) también puede invertirse, pero ello requeriría un esfuerzo nacional coordinado. Lo que puede hacerse para mejorar el acceso a la educación, y, en particular, para mejorar la calidad de la educación pública, requeriría de por sí un libro entero[633].
Pero hay una cosa que puede hacerse rápidamente: los centros educativos con ánimo de lucro, tanto los financiados mediante créditos del gobierno como mediante créditos con aval del gobierno o mediante créditos privados, con la espada de Damocles de la imposibilidad de cancelar la deuda, no han conseguido aumentar la igualdad de oportunidades, y, de hecho, han contribuido mucho a impedir el ascenso de los estadounidenses pobres con aspiraciones. Es posible que algunos de ellos consigan culminar sus estudios y conseguir mejores empleos, pero la inmensa mayoría solo conseguirá terminar sus estudios arrastrando una deuda mayor que antes. Sería una insensatez que siguiéramos permitiendo esta actividad depredadora, y todavía más teniendo en cuenta que, en realidad, se financia con dinero público. El dinero público debería utilizarse para ampliar el apoyo a los sistemas de enseñanza superior estatales y sin ánimo de lucro y para proporcionar becas, a fin de garantizar que los pobres tengan acceso a la universidad.
Ayudar a los estadounidenses corrientes a ahorrar. La dinámica de la riqueza depende, tanto en la parte más alta como en la más baja, de las políticas del gobierno. Hemos descrito cómo el sistema tributario ayuda a los ricos a acumular y a legar el dinero a sus herederos mediante distintos incentivos. Los pobres no reciben ninguna ayuda de ese tipo del sistema tributario. Los incentivos del gobierno para que los pobres ahorren (por ejemplo una subvención de una cuantía igual a la cantidad desembolsada, o una ampliación de los programas de compra de primera vivienda)[634] ayudarían, con el tiempo, a crear una sociedad más justa, con más seguridad e igualdad de oportunidades, y con una mayor proporción de la riqueza del país en la parte baja y la parte media.
Atención sanitaria para todos. Los dos principales impedimentos para que un individuo cumpla sus aspiraciones económicas son la pérdida de su empleo y una enfermedad. Las dos cosas juntas forman una combinación mortífera, a menudo asociada con la bancarrota personal. Tradicionalmente, la atención sanitaria en Estados Unidos la proporcionan los empleadores. Este sistema ineficiente y anticuado ha contribuido mucho a la realidad de que Estados Unidos tiene, en conjunto, el sistema de atención sanitaria más ineficiente y con peores prestaciones de todos los países industrializados avanzados. El problema de nuestro sistema de atención sanitaria no es que gastemos demasiado; es que no recibimos una buena contrapartida por nuestro dinero y que hay demasiada gente que no tiene acceso a la atención sanitaria. La reforma sanitaria de Obama afronta parcialmente el segundo problema, aunque los recursos ante los tribunales, junto con los recortes de la financiación pública, pueden socavar la eficacia de las reformas. Pero esa reforma hizo muy poco (por lo menos a corto plazo) por mejorar la eficiencia[635]. Nuestros elevados costes se deben, en parte, a la búsqueda de rentas por parte de las aseguradoras y la industria farmacéutica. Otros países han puesto coto a esas rentas. Nosotros no. Otros países no tan prósperos como Estados Unidos han conseguido ofrecer un acceso universal a la sanidad. La mayoría de los países consideran el acceso a la medicina como un derecho humano básico. Pero aun sin enfocar la cuestión desde el punto de vista de los principios, nuestra incapacidad de ofrecer acceso a la atención sanitaria incrementa la ineficacia de nuestro sistema de salud. Al final, con mucho retraso, sí prestamos cierta asistencia sanitaria a quienes la necesitan desesperadamente. Pero eso ocurre en las salas de urgencias, y a menudo los costes aumentan mucho como consecuencia del retraso en el tratamiento.
La falta de acceso a la atención sanitaria contribuye significativamente a la desigualdad, y a su vez esa desigualdad socava el rendimiento de nuestra economía.
Reforzar otros programas de protección social. La crisis ha demostrado lo penosamente inadecuado que es nuestro sistema de seguro de desempleo. No tendríamos que asistir a una importante batalla política, donde los parados se utilizan como rehenes, cada pocos meses, cuando concluye el apoyo financiero para la prórroga del seguro de desempleo. La nueva realidad es que, teniendo en cuenta la magnitud de la recesión de 2008, y la magnitud de la transformación estructural que está experimentando nuestra economía, va a haber un alto número de parados de larga duración durante bastante tiempo.
Los programas del gobierno (como la desgravación fiscal de los ingresos devengados, Medicaid, los cupones de alimentos y la Seguridad Social) han demostrado ser muy eficaces a la hora de reducir la pobreza. Un mayor gasto en estos programas podría reducirla aún más.
Suavizar la globalización: crear un terreno de juego más nivelado y acabar con la «carrera hacia los mínimos»
Tanto la globalización como la tecnología contribuyen a la polarización de nuestro mercado de trabajo, pero no se trata de unas abstractas fuerzas del mercado que, sin más, nos llueven del cielo; por el contrario, dependen de nuestras políticas. Ya hemos explicado que la globalización —sobre todo nuestra globalización asimétrica— está sesgada, ya que pone a los trabajadores en una posición negociadora desventajosa frente al capital. Aunque es posible que la globalización beneficie a la sociedad en su conjunto, ha dejado atrás a mucha gente, lo que no es de extrañar, teniendo en cuenta que, en gran medida, ha sido gestionada por los intereses de las grandes empresas, y otros intereses especiales, en su propio beneficio. Con demasiada frecuencia, la respuesta a la amenaza de la globalización es empeorar todavía más la situación económica de los trabajadores, no solo reduciendo sus salarios, sino también disminuyendo la protección social. El crecimiento del movimiento antiglobalización es, en estas circunstancias, totalmente comprensible.
Hay infinidad de formas con las que podríamos devolver a la globalización a un equilibrio mejor[636].
En muchos países, la ofensiva del dinero caliente que entra y sale del país ha sido devastadora; ha provocado estragos en forma de crisis económicas y financieras. Es necesaria una normativa para los flujos transnacionales de capital, sobre todo los de tipo especulativo a corto plazo. En la mayoría de los países, algunas restricciones a los flujos sin trabas del capital crearían no solo una economía más estable, sino también una economía donde los mercados de capitales ejercerían una influencia menor sobre el resto de nuestra sociedad. Puede que esta política no resulte fácil de conseguir en Estados Unidos. Pero teniendo en cuenta el papel dominante que desempeñamos en la economía global, sí tenemos posibilidades de ayudar a dar forma a la globalización, unas posibilidades de las que no disponen otros países.
A la hora de reconfigurar la globalización, tenemos que ser conscientes de que se ha producido una carrera de mínimos con la que todos hemos salido perdiendo. Estados Unidos está en la mejor situación para poner fin a eso (si su política lo permitiera); puede luchar a favor de una mejora en los derechos y las condiciones de los trabajadores, de una mejora en la normativa financiera, de una mejora en las condiciones medioambientales. Pero los demás países, trabajando juntos, también pueden luchar contra esta carrera de mínimos.
Incluso los defensores de la globalización deberían comprender que suavizarla va en su propio beneficio. Ya que si la globalización no se gestiona mejor que hasta ahora, existe un riesgo real de retirada hacia políticas proteccionistas o hacia formas de empobrecer al vecino.
Existen políticas específicas que Estados Unidos puede emprender para reequilibrar la globalización en una dirección que sea coherente con el aumento de la equidad y la eficiencia globales. Por ejemplo, la actual legislación tributaria de Estados Unidos, donde se grava a las grandes empresas estadounidenses únicamente por los beneficios que repatrían, fomenta la deslocalización de puestos de trabajo. Nuestro sistema de competencia global anima a las empresas a ubicarse no sobre la base de la eficiencia mundial, sino de la competencia tributaria; aunque es comprensible que eso sea muy del agrado de las empresas, ya que la competencia tributaria incrementa sus beneficios después de impuestos, distorsiona la economía global y socava la capacidad de imponer unos gravámenes justos sobre el capital. Por ejemplo, Estados Unidos está en condiciones de gravar a las grandes empresas que operan en el país íntegramente sobre la base de los beneficios que obtienen de sus ventas en Estados Unidos, independientemente de dónde tiene lugar su producción[637].
Recuperar y mantener el pleno empleo
Una política fiscal para mantener el pleno empleo con igualdad. La política del gobierno más importante a la hora de influir en el bienestar, con las consecuencias más importantes para la distribución, es mantener el pleno empleo. Si Estados Unidos no tiene cuidado, podría acabar en una situación parecida a la de algunos países europeos, con un elevado índice de desempleo permanente —un enorme desperdicio de recursos—, que podría dar lugar a una mayor desigualdad y, al mismo tiempo, debilitar tanto nuestra situación económica como nuestra situación fiscal. Durante setenta y cinco años hemos dominado los principios básicos de cómo mantener la economía en el pleno empleo o próxima a él. El capítulo 8 explicaba que unas políticas macroeconómicas bien diseñadas pueden incluso lograr los tres objetivos simultáneamente: reducir la deuda y el déficit, un crecimiento más rápido y un aumento del empleo y una mejora de la distribución de la renta.
Una política monetaria y unas instituciones financieras que mantengan el pleno empleo. No obstante, históricamente, se ha confiado mucho más en la política monetaria que en la política fiscal para la estabilización a corto plazo, sencillamente porque puede ajustarse más rápidamente a unas circunstancias cambiantes. Pero las deficiencias en la gobernanza, y los modelos económicos predominantes, han dado lugar a un fracaso masivo de la política monetaria. El capítulo 9 explicaba que hacen falta reformas en la teoría, en la gobernanza y en las políticas: un banco central más responsable ante los ciudadanos y más representativo, y un abandono de la excesiva atención a la inflación, en aras de una atención más equilibrada en el empleo, en el crecimiento y en la estabilidad financiera.
Corregir los desequilibrios comerciales. Una de las razones de que la demanda total sea tan débil es que Estados Unidos importa mucho, más de medio billón de dólares más de lo que exportamos[638]. Si las exportaciones crean empleo, las importaciones lo destruyen; y hemos estado destruyendo más empleo del que hemos estado creando. Durante un tiempo, mucho tiempo, el gasto del gobierno (los déficits) compensaban la diferencia, lo que permitía que Estados Unidos mantuviera el pleno empleo a pesar del desfase. Pero ¿cuánto tiempo podemos seguir pidiendo prestado a ese ritmo? Como yo argumentaba en el capítulo 8, los beneficios de pedir dinero prestado, sobre todo para las inversiones de alta rentabilidad, siguen siendo muy superiores a los costes; pero en algún momento, puede que dentro de no mucho tiempo, tal vez eso deje de ser cierto. En cualquier caso, la política de Estados Unidos está poniendo difícil sostener los déficits, incluso para financiar inversiones. Si eso sigue así, y persiste nuestro déficit comercial, mantener el pleno empleo puede resultar prácticamente imposible[639]. Por añadidura, y lo que tal vez es más importante, con una población que está envejeciendo, Estados Unidos tendría que estar ahorrando para el futuro, no viviendo por encima de sus posibilidades.
Desde un punto de vista global, hay otro motivo para intentar corregir los desequilibrios comerciales: las grandes diferencias entre las importaciones y las exportaciones (déficits en el caso de Estados Unidos, superávits en el caso de China, Alemania y Arabia Saudí) son motivo de preocupación desde hace tiempo. Es posible que tales desequilibrios (o, para ser más precisos, una «evolución desordenada» de estos, cuando los mercados llegan a la conclusión de que son insostenibles y se produce una abrupta variación en los tipos de cambio) no hayan sido la causa de la pasada Gran Recesión, pero podrían serlo de la próxima.
Restablecer el equilibrio comercial ha resultado ser extraordinariamente difícil. Estados Unidos ha intentado la devaluación competitiva —bajar los tipos de interés por debajo de los de sus competidores, lo que normalmente reduce los tipos de cambio—. Pero yo comparo los tipos de cambio con los concursos de belleza negativos: por muy malas que sean la política y la gestión económica de Estados Unidos, parece que Europa nos ha superado; y los desequilibrios comerciales han persistido[640].
Los tipos de cambio dependen en gran medida de los flujos de capital, y las finanzas prestan poca atención a sus consecuencias: cuando el capital busca un refugio seguro en Estados Unidos, el tipo de cambio sube, se perjudica la exportación, se fomenta la importación, el desequilibrio comercial aumenta y se destruye empleo. Pero aunque se ponga en riesgo el sustento de los trabajadores, el dinero de los financieros se siente más seguro. Eso, por supuesto, no es más que una consecuencia del funcionamiento de las fuerzas del mercado, pero de unas fuerzas del mercado condicionadas por unas reglas y una normativa que permiten la libre circulación del dinero sin limitaciones. No es más que otro ejemplo de cómo el bienestar de las finanzas se coloca por delante de los intereses de los trabajadores corrientes.
Hay algunas propuestas interesantes que restablecerían el equilibrio comercial y ayudarían a devolver la economía al pleno empleo. No obstante, uno de los problemas es que las reglas de la globalización —diseñadas en gran medida por abogados especialistas en comercio que se centran en los impedimentos que afrontan determinadas industrias, en vez de en las cuestiones generales asociadas con el rendimiento del sistema en su conjunto— son tales que algunas de las reformas podrían contravenir las normas existentes[641].
Políticas activas del mercado de trabajo y mejora de la protección social. Nuestra economía está pasando por una gran transformación estructural[642]. Los cambios que la globalización y la tecnología han traído consigo requieren grandes trasvases de trabajadores de unos sectores a otros, de unos empleos a otros, y los mercados por sí solos no son capaces de manejar bien esos cambios. Para garantizar que en este proceso haya más ganadores y menos perdedores, el gobierno tendrá que desempeñar un papel activo. Los trabajadores necesitarán asistencia activa que les ayude en su transición desde los empleos que se están perdiendo a los nuevos que se están creando, con cuantiosas inversiones en educación y tecnología, a fin de garantizar que los nuevos empleos son, por lo menos, tan buenos como los que se han perdido. Las políticas activas del mercado de trabajo pueden dar resultado pero, por supuesto, solo si hay empleos en los que la gente pueda reciclarse. Si no somos capaces de reformar nuestro sistema financiero para hacer que vuelva a su función esencial de aportar financiación a las nuevas empresas del futuro, es posible que el gobierno incluso tenga que asumir un papel más activo en la financiación de esas nuevas empresas.
Un nuevo pacto social
Apoyar la acción colectiva de los trabajadores y los ciudadanos. Las reglas del juego influyen en la capacidad de negociación de los distintos participantes. Hemos creado unas reglas del juego que debilitan el poder negociador de los trabajadores frente al capital, y por consiguiente los trabajadores han salido perjudicados. La escasez de puestos de trabajo y las asimetrías de la globalización han creado una competencia en el empleo donde los trabajadores han salido perdiendo y los dueños del capital han salido ganando. Tanto si eso es consecuencia de una evolución fortuita, como si es el resultado de una estrategia deliberada, ha llegado la hora de reconocer lo que ha ocurrido y de invertir el rumbo.
Mantener un tipo de sociedad y un tipo de gobierno que está al servicio de todo el pueblo —que sea coherente con los principios de justicia, de juego limpio y de igualdad de oportunidades— no ocurre así como así. Alguien tiene que velar por ello. De lo contrario, nuestro gobierno y nuestras instituciones acaban siendo captadas por intereses especiales. Como mínimo, necesitamos unos poderes que hagan de contrapeso. Pero nuestra sociedad y nuestro sistema de gobierno han acabado estropeándose. Todas las instituciones humanas son falibles; todas tienen sus puntos débiles. Nadie está proponiendo abolir las grandes empresas por el hecho de que muchas de ellas exploten a sus trabajadores, o dañen el medio ambiente, o se dediquen a prácticas anticompetitivas. Por el contrario, constatamos los peligros, imponemos normativas, intentamos modificar las conductas, sabiendo que nunca lo lograremos del todo, pero que esas reformas pueden mejorar las conductas.
Y sin embargo, nuestra actitud hacia los sindicatos ha sido la contraria. Los sindicatos son vilipendiados, y en muchos estados hay intentos explícitos de debilitarlos, pero no hay un reconocimiento del importante papel que pueden desempeñar a la hora de contrarrestar otros intereses especiales y de defender las protecciones sociales básicas que hacen falta si es que pretendemos que los trabajadores acepten los cambios y se ajusten a un entorno económico cambiante[643].
Discriminación positiva, a fin de eliminar el legado de la discriminación. Una de las fuentes más injustas —y más difíciles de erradicar— de la desigualdad es la discriminación, tanto la que tiene lugar en la actualidad como la heredada del pasado. Asume diferentes formas en los distintos países, pero en casi todas partes existe discriminación racial y de género. Las fuerzas del mercado, por sí solas, no pueden erradicarla. Hemos descrito cómo las fuerzas del mercado, en combinación con las fuerzas sociales, pueden hacer posible que persista. Pero ese tipo de discriminación corroe nuestros valores básicos, el sentido básico de nuestra identidad, nuestro concepto de que constituimos una nación. Es esencial una firme legislación que la prohíba; pero todavía subsisten los efectos de la discriminación del pasado, y por consiguiente, aunque lográramos eliminar la de hoy en día, sus consecuencias seguirían presentes. Afortunadamente, hemos aprendido a paliar las circunstancias a través de los programas de discriminación positiva, que son más flexibles que las cuotas en sentido estricto, pero que, si se aplican con buenas intenciones, pueden ayudar a que nuestra sociedad evolucione en un sentido coherente con nuestros principios básicos. Dado que la educación es la clave para la igualdad de oportunidades, probablemente ese tipo de programas son aún más importantes en ese campo que en otros ámbitos.
Recuperar el crecimiento sostenible y equitativo
Una agenda para el crecimiento, basada en las inversiones públicas. Anteriormente explicábamos por qué la economía de goteo hacia abajo no da resultado: el crecimiento no beneficia de forma automática a todo el mundo. Pero sí proporciona los recursos con los que afrontar algunos de los problemas más complicados de nuestra sociedad, como los que plantea la pobreza. Actualmente, el principal problema que afrontan las economías de Estados Unidos y de Europa es la escasez de demanda. Pero al final, cuando la demanda total sea suficiente como para utilizar íntegramente nuestros recursos —y volver a poner a Estados Unidos a trabajar—, el lado de la oferta sí será importante. En ese momento la limitación será la oferta, no la demanda. Pero esa no es la teoría económica del lado de la oferta en la que hace hincapié la derecha. Es posible subir los impuestos a las grandes empresas que no inviertan y bajárselos a las que inviertan y a las que creen empleo. Haciendo eso, es más probable que se genere crecimiento que mediante las bajadas de impuestos indiscriminadas que exigen algunas empresas. Aunque la economía del lado de la oferta que propugna la derecha ha exagerado la importancia de los incentivos fiscales, sobre todo en lo referente al impuesto de sociedades, ha subestimado la importancia de otras políticas. Las inversiones del gobierno —en infraestructuras, en educación y en tecnología— apuntalaron el crecimiento durante el siglo pasado y pueden suponer la base para el crecimiento durante este siglo. Esas inversiones expandirán la economía y harán que las inversiones privadas resulten aún más atractivas. Como ha señalado el historiador económico Alex Fields[644], las décadas de los treinta, cuarenta, cincuenta y sesenta fueron periodos de grandes incrementos de la productividad —más elevados que las décadas anterior y posterior—, y gran parte de aquel éxito tuvo que ver con las inversiones públicas.
Reorientar la inversión y la innovación para conservar los puestos de trabajo y el medio ambiente. Necesitamos reorientar la inversión y la innovación, y pasar de ahorrar mano de obra (que en las actuales circunstancias es un eufemismo que significa crear desempleo) a ahorrar recursos. No va a resultar fácil; tendrá que haber medidas que disuadan de lo primero y que fomenten lo segundo. Por ejemplo, en materia de innovación, podemos conseguirlo mediante el tipo de investigación básica y aplicada que financia el gobierno y, al mismo tiempo, obligando a las empresas a pagar por la totalidad de los daños medioambientales que provoquen. Eso les dará incentivos para ahorrar en recursos y desviará su atención de eliminar puestos de trabajo. En vez de unos tipos de interés bajos para todo el mundo (como ahora), que fomentan la sustitución incluso de los trabajadores de baja cualificación por máquinas, podríamos utilizar desgravaciones fiscales a la inversión para incentivar la inversión; pero las desgravaciones se concederían únicamente a las inversiones que ahorren recursos y mantengan puestos de trabajo, no a las que los destruyan.
A lo largo de este libro, he subrayado que lo importante no es solo el crecimiento, sino qué tipo de crecimiento (o, como se dice a veces, la calidad del crecimiento). Un crecimiento donde la mayoría de los individuos está en peores condiciones, donde la calidad de nuestro medio ambiente se resiente, donde la gente padece angustia y alienación, no es el tipo de crecimiento al que deberíamos aspirar. La buena noticia es que a veces es posible configurar las fuerzas del mercado para mejor y, al mismo tiempo, conseguir ingresos que puedan utilizarse para promover el crecimiento y aumentar el bienestar de la sociedad.
LOS ASUNTOS MÁS URGENTES
He planteado un programa de reformas económicas a largo plazo, pero ahora mismo las mayores causas de sufrimiento entre el 99 por ciento están en el mercado de trabajo y en la vivienda.
En materia de vivienda, veíamos que los estándares contables eran un importante obstáculo para la reestructuración de las deudas, y que los programas del gobierno para la reestructuración estaban diseñados para no imponer, y ni siquiera para fomentar, quitas en el principal de la deuda. Las reglas del juego favorecían a los bancos frente a los propietarios, y es necesario cambiar esas reglas. Lo vimos en nuestro análisis de los desahucios en el capítulo 7.
Es preciso dar incentivos a los bancos para que reestructuren las hipotecas, y tal vez sea necesario exigírselo. Exigirles que reconozcan las pérdidas de sus hipotecas —lo que se denomina «ajustar al mercado»— eliminaría un importante obstáculo para la reestructuración. Los incentivos fiscales —permitir un trato favorable de las pérdidas cuando sean consecuencia de reestructurar ahora, y un trato menos favorable de las pérdidas derivadas del desahucio— podrían suponer un aliciente. Y si eso no diera resultado, puede que sea necesario imponer una reestructuración.
En nuestro código sobre quiebras tenemos una disposición, el capítulo 11, que concede a las grandes empresas que se han endeudado demasiado (aunque sea a consecuencia de su estupidez) la posibilidad de empezar desde cero; reconocemos el valor de mantener una empresa en funcionamiento, el valor de los empleos que se conservan. Pero, como argumentábamos en el capítulo 6, si es deseable conceder un nuevo comienzo a las grandes empresas, es igual de valioso concedérselo a las familias. La actual política está destrozando a las familias y a las comunidades. Necesitamos un capítulo 11 para propietarios de vivienda que aplique una quita a lo que debe la familia, a cambio de una participación en la plusvalía de capital cuando se venda la casa.
La Administración Obama, a través de Fannie Mae y Freddie Mac, las dos compañías hipotecarias privadas[645] que nacionalizó el gobierno cuando se hundieron al principio de la crisis, actualmente es propietaria de un porcentaje sustancial de todas las hipotecas. Resulta inaudito que esas compañías no hayan reestructurado las hipotecas que tienen suscritas[646]. Sería beneficioso para los contribuyentes, para los propietarios y también para nuestra economía.
Solucionar el problema de las hipotecas es una condición necesaria para conseguir que se ponga en marcha nuestra economía, pero no suficiente. También el mercado de trabajo está patas arriba, y casi uno de cada seis trabajadores querría tener un empleo a tiempo completo pero no consigue encontrarlo. Un estímulo más agresivo de la economía, a través de la política fiscal, tal y como se describe en el capítulo 8, podría reducir sustancialmente el índice de desempleo, y más políticas activas del mercado laboral podrían formar a los trabajadores para los nuevos empleos que vaya creando a medida que se recupere —empleos que pueden ser diferentes de los antiguos puestos de trabajo en el sector manufacturero y en el sector inmobiliario que se han destruido—.
LA AGENDA DE REFORMAS POLÍTICAS
La teoría económica está clara, y ahora la pregunta es: ¿qué hay de la política? ¿Consentirán nuestros procesos políticos la adopción siquiera de los mínimos elementos de esa agenda? Si queremos que eso suceda, debe ir precedido de importantes reformas políticas.
Todos nos beneficiamos de tener una democracia y una sociedad que funcionen bien. Pero como todos nos beneficiamos, cualquiera puede aprovecharse del sistema[647]. Por consiguiente, hay una insuficiente inversión en que nuestra democracia funcione correctamente, lo que tal vez es el bien público más importante de todos. En efecto, hemos privatizado en gran medida el apoyo y el mantenimiento del interés general, con consecuencias desastrosas. Hemos permitido que las grandes empresas privadas y los individuos adinerados se gasten dinero a fin de «informarnos» de las ventajas de unas políticas y de unos candidatos alternativos. Y esos actores tienen todo tipo de incentivos para distorsionar la información que dan.
Son posibles otros ordenamientos institucionales, pero, una vez más, es posible que vayamos en una dirección equivocada. Una reforma de la financiación de las campañas electorales limitaría la posibilidad de que las financien las grandes compañías, pero el Tribunal Supremo, en el caso de Citizens United, eliminó las restricciones a las contribuciones empresariales[648]. Conseguiríamos que las corporaciones fueran más responsables ante sus accionistas si las obligáramos a acudir a ellos para que votaran sobre las contribuciones a las campañas, pero dado que las grandes empresas controlan el Congreso, ha sido imposible conseguir que se adopte, ni tampoco que se discuta seriamente, esa legislación y otras parecidas, que pondrían coto al poder político de las corporaciones. Podríamos reducir la necesidad de contribuciones a las campañas con una mayor financiación pública, o exigiendo a las cadenas de radio y televisión espacios electorales gratuitos. Pero ni las cadenas (que ganan ingentes sumas de dinero con la propaganda electoral) ni las grandes empresas (que quieren que las cosas sigan como están, por razones obvias) apoyan ese tipo de reformas, y su oposición hace casi imposible que el Congreso las apruebe.
Podríamos intentar garantizar un mayor acceso a una información menos sesgada, como hacen varios países escandinavos. En vez de tener unos medios exclusivamente controlados por los magnates —que en su inmensa mayoría proceden del 1 por ciento, y cuyos medios reflejan, sobre todo, el punto de vista de sus propietarios— han intentado, con cierto éxito, crear unos medios más democráticos. Igual que se hace en muchos países europeos, en Estados Unidos podríamos proporcionar apoyo público a distintos grupos de opinión independientes para garantizar un debate más equilibrado sobre lo acertado de las políticas alternativas.
Podríamos hacer que el dinero fuera menos importante en el proceso político introduciendo el voto obligatorio (con multas económicas por no votar), como hacen Australia, Bélgica y Luxemburgo. Además, eso haría que los esfuerzos de los partidos políticos se centraran en intentar informar a los votantes en vez de en intentar que vayan a votar. No es de extrañar que la participación electoral en estos países (que en Australia supera el 90 por ciento) sea muchísimo mayor que en Estados Unidos[649]. Y hay reformas políticas que conseguirían facilitar el registro de los votantes y la emisión del voto, y lograrían que el acto de votar fuera más significativo, con lo que aumentaría la participación electoral, porque se garantizaría que el proceso político responde mejor a las preocupaciones del 99 por ciento. Algunas reformas supondrían cambios fundamentales en nuestro sistema político[650], pero otras, como reducir las posibilidades de manipulación de los distritos electorales o el alcance de las estrategias obstruccionistas, podrían llevarse a cabo en el seno de nuestras estructuras políticas actuales.
Ninguna de estas recetas es infalible; es probable que solo consigan reducir ligeramente el poder político del 1 por ciento. Y sin embargo, en combinación con el programa de reformas económicas del apartado anterior, ofrecen perspectivas de una nueva era para nuestra economía, nuestra política y nuestra sociedad.
Y eso nos lleva a una última cuestión.
¿HAY ESPERANZA?
La agenda de reformas políticas y económicas de este capítulo presupone que aunque las fuerzas del mercado desempeñan cierto papel en la creación de nuestro actual nivel de desigualdad, estas, en última instancia, vienen determinadas por la política. Podemos reformular esas fuerzas del mercado en una dirección tal que promuevan más igualdad. Podemos conseguir que los mercados funcionen, o por lo menos que funcionen mejor. Análogamente, nunca conseguiremos crear un sistema con una total igualdad de oportunidades. La Gran Recesión no creó la desigualdad del país, pero la agravó mucho, tanto que consiguió que fuera difícil ignorarla y limitó aún más el acceso a las oportunidades para un amplio sector de la población. Con las políticas adecuadas, siguiendo las directrices de la agenda que hemos expuesto en este capítulo, podemos conseguir que las cosas mejoren. No se trata de eliminar la desigualdad, ni de crear una plena igualdad de oportunidades. Simplemente se trata de reducir una y aumentar la otra. La pregunta es: ¿podemos conseguirlo?
Nuestra democracia, por muy sesgada que esté, ofrece dos caminos por los que podrían producirse las reformas. Los integrantes del 99 por ciento podrían llegar a darse cuenta de que han sido engañados por el 1 por ciento: que lo que conviene al 1 por ciento no es lo que les conviene a ellos. El 1 por ciento ha hecho todo lo posible por convencer a los demás de que no es posible un mundo alternativo; que hacer cualquier cosa que no quiera el 1 por ciento perjudicará inevitablemente al 99 por ciento. Una gran parte de este libro está dedicada a destruir ese mito, y a argumentar que, en realidad, podríamos tener una economía más dinámica y más eficiente y al mismo tiempo una sociedad más justa.
En 2011 vimos cómo millones de personas salían a la calle para protestar por las condiciones políticas, económicas y sociales de las sociedades opresivas en las que viven. Se derrocaron los gobiernos de Egipto, Túnez y Libia. Estallaron protestas en Yemen, Bahréin y Siria. Las familias gobernantes de otros países de la región asistían nerviosamente a los acontecimientos desde sus áticos con aire acondicionado. ¿Serán ellos los siguientes? Tienen motivos para estar preocupados. Se trata de unas sociedades donde una minúscula fracción de la población —menos del 1 por ciento— controla la parte del león de la riqueza; donde la riqueza es un determinante fundamental del poder, tanto político como económico; donde la corrupción endémica, de un tipo o de otro, es una forma de vivir; y donde los más ricos a menudo interfieren activamente en contra de las políticas que mejorarían la vida de la gente en general. Cuando contemplamos el fervor popular en las calles, podríamos plantearnos algunas preguntas. ¿Cuándo llegará a Estados Unidos? ¿Cuándo llegará a otros países de Occidente? En muchos aspectos fundamentales, nuestro propio país se ha convertido en algo parecido a uno de esos lugares agitados, en un país que está al servicio de los intereses de una minúscula élite. Nosotros tenemos una gran ventaja: vivimos en una democracia, pero se trata de una democracia que ha ido reflejando cada vez menos los intereses de amplios sectores de la población. La gente se da cuenta, y eso se refleja en el poco apoyo que manifiesta por el Congreso y en una participación electoral abismalmente baja.
Y esa es la segunda vía por la que podrían producirse las reformas: el 1 por ciento podría darse cuenta de que lo que ha venido ocurriendo en Estados Unidos no solo es incoherente con nuestros valores, sino también con sus propios intereses. Alexis de Tocqueville describió una vez lo que a él le parecía un elemento primordial del peculiar talento de la sociedad estadounidense, algo que él denominaba «el interés propio bien entendido». Las dos últimas palabras son cruciales. Todo el mundo posee un interés propio en sentido estricto: ¡Yo quiero lo que es bueno para mí ahora mismo! El interés propio «bien entendido» es distinto. Significa que prestar atención al interés propio de todo el mundo —en otras palabras, al bienestar común—, en última instancia, es una precondición para el bienestar de uno mismo[651]. Tocqueville no sugería que hubiera nada noble ni idealista en ese punto de vista. Más bien sugería lo contrario: era un rasgo distintivo del pragmatismo estadounidense. Aquellos astutos estadounidenses comprendían un hecho esencial: preocuparse por los demás no solo es bueno para el alma; es bueno para los negocios.
El 1 por ciento más alto dispone de las mejores casas, de la mejor educación, de los mejores médicos y del mejor estilo de vida, pero hay una cosa que aparentemente el dinero no ha conseguido comprar: la constatación de que su destino está ligado a cómo vive el 99 por ciento restante. Se trata de una lección que, a lo largo de la historia, el 1 por ciento acaba aprendiendo. Sin embargo, a menudo, lo aprende demasiado tarde.
Hemos visto que la política y la economía son inseparables, y que si pretendemos conservar un sistema de «una persona, un voto» —y no de «un dólar, un voto»—, harán falta reformas en nuestro sistema político; pero es improbable que consigamos un sistema político justo y receptivo en el marco de un sistema económico caracterizado por el grado de desigualdad que tiene el nuestro. Hemos visto muy recientemente que nuestro sistema político no puede funcionar si no existe un sentimiento de comunidad más profundo; pero ¿cómo podemos tener ese sentimiento de comunidad si nuestro país está tan dividido? Y al contemplar la creciente división de nuestra economía, no tenemos más remedio que preguntarnos: ¿qué presagia esto para el futuro de nuestra política?
Hay dos visiones de Estados Unidos para dentro de cincuenta años. Una es una sociedad más dividida entre ricos y pobres, un país donde los ricos viven en urbanizaciones cerradas, envían a sus hijos a colegios caros y tienen acceso a una atención sanitaria de primera calidad. Mientras tanto, el resto vive en un mundo marcado por la inseguridad, por una educación a lo sumo mediocre y una atención sanitaria racionada a todos los efectos, donde la gente espera y reza por no ponerse gravemente enferma. En la parte más baja hay millones de jóvenes alienados y sin esperanza. He visto ese cuadro en muchos países en vías de desarrollo; los economistas incluso le han puesto un nombre: economía dual, dos sociedades que viven una al lado de la otra, pero que apenas se conocen, que apenas imaginan cómo es la vida al otro lado. Ignoro si nosotros caeremos en las profundidades de algunos de esos países, donde las barreras son cada vez más altas y las sociedades se distancian cada vez más. No obstante, esa es la pesadilla hacia la que avanzamos lentamente.
La otra visión es una sociedad donde la diferencia entre los ricos y los pobres se ha reducido, donde hay un sentimiento de un destino compartido, un compromiso común con la igualdad de oportunidades y la equidad, donde las palabras «libertad y justicia para todos» realmente quieren decir lo que parecen, donde nos tomamos en serio la Declaración Universal de los Derechos Humanos, que subraya la importancia no solo de los derechos civiles, sino también de los derechos económicos, y no solo de los derechos de propiedad, sino de los derechos económicos de los ciudadanos corrientes. En esa visión, tenemos un sistema político cada vez más saludable, muy diferente de ese sistema donde el 80 por ciento de los jóvenes están tan distanciados que ni siquiera se molestan en votar.
Creo que esta segunda visión es la única acorde con nuestro legado y con nuestros valores. En esa visión, el bienestar de nuestros ciudadanos —e incluso nuestro crecimiento económico, sobre todo si se mide de la forma adecuada— será mucho mayor del que podemos lograr si nuestra sociedad sigue estando profundamente dividida. Estoy convencido de que aún no es demasiado tarde para que este país cambie de rumbo y para que recupere los principios fundamentales de equidad e igualdad de oportunidades sobre los que se fundó. Sin embargo, es posible que el tiempo se esté acabando. Hace cuatro años hubo un momento en que la mayoría de los estadounidenses se atrevió a tener esperanza. Podrían haberse invertido unas tendencias que llevan gestándose más de un cuarto de siglo. Por el contrario, esas tendencias se han agravado. Hoy en día, esa esperanza se está desvaneciendo.