CAPÍTULO 4
POR QUÉ ES IMPORTANTE
En el capítulo 1 veíamos que la economía estadounidense lleva muchos años sin cumplir con lo prometido para la mayoría de ciudadanos, pese a que, salvo en el año 2009, el PIB per cápita ha ido en aumento. La razón es muy sencilla: el aumento de la desigualdad, una brecha cada vez mayor entre los de arriba y los demás. En el capítulo 2 veíamos que una de las razones por las que a los de arriba les ha ido tan bien es la búsqueda de rentas, que implica apropiarse de una porción más grande de la tarta y, al hacerlo, reducir el tamaño de esta respecto al que habría tenido en otras circunstancias.
Estamos pagando un alto precio por nuestra enorme y creciente desigualdad, y dado que lo más probable es que nuestra desigualdad siga creciendo —a menos que hagamos algo—, probablemente el precio que tendremos que pagar también será mayor. Quienes están en el medio, y sobre todo los de más abajo, pagarán el precio más alto, pero nuestro país en su conjunto —nuestra sociedad, nuestra democracia— también pagará un precio muy alto.
Las sociedades sumamente desiguales no funcionan de forma eficiente, y sus economías no son ni estables ni sostenibles a largo plazo. Cuando un grupo de intereses detenta demasiado poder, logra imponer las políticas que le benefician, en vez de las que beneficiarían a la sociedad en su conjunto. Cuando los más ricos utilizan su poder político para beneficiar en exceso a las grandes empresas que ellos mismos controlan, se desvían unos ingresos muy necesarios hacia los bolsillos de unos pocos, en vez de dedicarse en beneficio de la sociedad en general.
Pero los ricos no existen en un vacío. Necesitan a su alrededor una sociedad que funcione para que mantenga su posición y para que produzca ingresos a partir de sus activos. Los ricos son reacios a los impuestos, pero los impuestos permiten que la sociedad realice inversiones que sostienen el crecimiento del país. Cuando se invierte poco dinero en educación, por falta de ingresos por impuestos, los colegios no producen los brillantes licenciados que necesitan las empresas para prosperar. Llevada al extremo —y ahí es donde estamos en este momento—, esa tendencia distorsiona un país y su economía tanto como los ingresos rápidos y fáciles de la industria extractiva distorsionan los países ricos en petróleo o en minerales.
Ya sabemos cómo se manifiestan esos extremos de desigualdad, porque hay demasiados países que ya han recorrido ese camino en el pasado. La experiencia de Latinoamérica, la región del mundo con el mayor nivel de desigualdad[265], presagia lo que está por venir. Muchos países de la zona se vieron inmersos en conflictos civiles durante décadas, padecieron altos índices de criminalidad y de inestabilidad social. La cohesión social sencillamente no existía.
Este capítulo explica los motivos por los que no es probable que una economía como la estadounidense, donde la riqueza de la mayoría de sus ciudadanos ha disminuido, donde la mediana de ingresos se ha estancado y donde a la mayoría de los ciudadanos más pobres les ha ido peor un año tras otro, prospere a largo plazo. Primero examinaremos los efectos de la desigualdad en la producción nacional y en la estabilidad económica, y posteriormente su impacto en la eficiencia económica y en el crecimiento. Los efectos son múltiples y se manifiestan a través de numerosos canales. Algunos son consecuencia del aumento de la pobreza; otros pueden achacarse al vaciamiento de la clase media, y otros a la creciente desigualdad entre el 1 por ciento y los demás. Algunos de estos efectos se producen a través de los mecanismos económicos tradicionales, mientras que otros son consecuencia del impacto más general de la desigualdad en nuestro sistema político y en nuestra sociedad.
También examinaremos las ideas falaces que afirman que la desigualdad es buena para el crecimiento, o que hacer algo para paliarla —como subir los impuestos a los ricos— perjudicaría a la economía.
LA INESTABILIDAD Y LA PRODUCCIÓN
Probablemente no es casual que esta crisis, igual que la Gran Depresión, viniera precedida de grandes aumentos en la desigualdad[266]: cuando el dinero se concentra en la parte más alta de la sociedad, se limita el gasto del estadounidense medio, o por lo menos eso sería lo que ocurriría en ausencia de un apoyo artificial que, en los años anteriores a la crisis, asumió la forma de una burbuja inmobiliaria alimentada por las políticas de la Reserva Federal. La burbuja de la vivienda creó un boom del consumo que mantenía la apariencia de que todo iba bien. Pero como muy pronto averiguamos, se trataba solo de un paliativo temporal.
Trasladar el dinero desde la parte de abajo a la de arriba reduce el consumo porque los individuos con rentas más altas consumen un porcentaje menor de sus ingresos que los individuos con rentas más bajas (los de arriba ahorran entre el 15 y el 25 por ciento de sus ingresos, los de abajo gastan todos sus ingresos)[267]. El resultado: a menos que ocurra, y hasta que no ocurra, alguna otra cosa, como por ejemplo un aumento de la inversión o de las exportaciones, la demanda total de la economía será menor de lo que la economía es capaz de ofrecer, y eso significa que habrá desempleo. En la década de 1990 esa «otra cosa» fue la burbuja tecnológica; en la primera década del siglo XXI fue la burbuja inmobiliaria. Ahora, el único recurso es el gasto público.
El desempleo puede achacarse a una insuficiente demanda agregada (la demanda total de bienes y servicios en la economía, por parte de los consumidores, de las empresas, del gobierno y de los exportadores); en cierto sentido, toda la disminución de la demanda agregada —y por consiguiente, de la economía estadounidense— hoy en día puede achacarse al extremo grado de desigualdad. Como hemos visto, el 1 por ciento más alto de la población gana aproximadamente el 20 por ciento de la renta nacional estadounidense. Si ese 1 por ciento más alto ahorra aproximadamente el 20 por ciento de su renta, una redistribución de tan solo 5 puntos porcentuales en favor de los pobres o de los de en medio que no ahorran —de modo que el 1 por ciento seguiría recibiendo el 15 por ciento de la renta nacional— incrementaría la demanda agregada directamente en 1 punto porcentual. Pero a medida que el dinero circulara una y otra vez, en realidad, la producción aumentaría aproximadamente entre 1,5 y 2 puntos porcentuales[268]. En una crisis económica como la actual, eso implicaría una disminución de la tasa de desempleo en una cuantía equivalente. Con un índice de desempleo que a principios de 2012 ascendía al 8,3 por ciento, ese tipo de redistribución de ingresos habría hecho descender la tasa de paro hasta cerca del 6,3 por ciento. Una redistribución más amplia, de, supongamos, el 20 por ciento más alto en favor del resto, habría hecho descender aún más el desempleo, hasta una tasa más normal, de entre el 5 y el 6 por ciento.
Hay otra forma de ver el papel que tiene la creciente desigualdad a la hora de debilitar las prestaciones macroeconómicas. En el capítulo anterior, observábamos la enorme reducción de la proporción correspondiente a los salarios en esta recesión; la disminución ascendía a más de medio billón de dólares anuales[269]. Se trata de una cantidad mucho mayor que la cuantía del paquete de estímulo aprobado por el Congreso. Se estimaba que el paquete de estímulo iba a reducir el desempleo entre un 2 y un 2,5 por ciento. Quitarle el dinero a los trabajadores ha tenido, por supuesto, justamente el efecto contrario.
Desde la época de John Maynard Keynes, el gran economista británico, los gobiernos han comprendido que cuando se produce una disminución de la demanda —cuando el desempleo es elevado— es preciso tomar medidas para incrementar, o bien el gasto público, o bien el gasto privado. El 1 por ciento ha hecho todo lo que ha podido para limitar el gasto público. El consumo privado se fomenta mediante bajadas de impuestos, y esa fue la estrategia que adoptó el presidente Bush, con tres grandes reducciones de impuestos a lo largo de ocho años. No dio resultado. Así pues, la carga de contrarrestar una demanda débil ha recaído en la Reserva Federal de Estados Unidos, cuyo cometido es mantener una baja inflación, un alto crecimiento y el pleno empleo. La Reserva Federal lo lleva a cabo a base de bajar los tipos de interés y de suministrar dinero a los bancos, quienes, en tiempos normales, se lo prestan a las familias y a las empresas. Esa mayor disponibilidad de crédito a unos tipos de interés más bajos a menudo estimula la inversión. Pero las cosas pueden salir mal. En vez de estimular las inversiones reales, que dan lugar a un mayor crecimiento a largo plazo, una mayor disponibilidad de crédito puede dar lugar a una burbuja. Una burbuja puede llevar a las familias a consumir de forma insostenible, a base de endeudarse. Y cuando estalla una burbuja, puede provocar una recesión. Aunque no es inevitable que los responsables de las políticas respondan a la escasez de demanda que ha provocado el aumento de la desigualdad con medidas que dan lugar a la inestabilidad y al derroche de recursos, es algo que ocurre a menudo.
Cómo la respuesta del gobierno a una demanda insuficiente provocada por la desigualdad dio lugar a una burbuja y a más desigualdad
Por ejemplo, la Reserva Federal respondió a la recesión de 1991 bajando los tipos de interés y con una fácil disponibilidad de crédito, con lo que contribuyó a crear la burbuja tecnológica, un colosal aumento del precio de las acciones de empresas tecnológicas, acompañado de fuertes inversiones en el sector. Debajo de aquella burbuja, por supuesto, había algo real: el cambio tecnológico que había traído consigo la revolución de las comunicaciones y de los ordenadores. Se consideraba acertadamente que Internet era una innovación transformadora. Pero la euforia irracional por parte de los inversores fue mucho más allá de lo que podía estar justificado.
Una normativa inadecuada, una contabilidad deficiente y unas prácticas bancarias deshonestas e incompetentes también contribuyeron a crear la burbuja tecnológica. Es de sobra conocido que los bancos habían promocionado entre sus clientes acciones que sabían que eran «bodrios». La remuneración por «incentivos» proporcionó un aliciente a los máximos directivos para distorsionar su contabilidad, para declarar unos beneficios mucho mayores de lo que eran en realidad. El gobierno habría podido poner coto a todo aquello regulando los bancos, limitando la remuneración por incentivos, imponiendo unos mejores estándares contables y exigiendo unos márgenes más altos (la cantidad de efectivo que tienen que depositar los inversores cuando compran acciones). Pero los beneficiarios de la burbuja tecnológica —y en especial los máximos directivos de las grandes empresas y los bancos— no querían que el gobierno interviniera: estaban en mitad de una fiesta, y fue una fiesta que duró varios años. Además, estaban convencidos (y el tiempo les dio la razón) de que al final alguien se encargaría de pagar los platos rotos.
Pero los políticos de aquella época también se beneficiaron de la burbuja. Aquella demanda irracional de inversiones durante el boom tecnológico contribuyó a contrarrestar lo que, en caso contrario, habría sido una escasa demanda provocada por la elevada desigualdad, lo que hizo que la era de Bill Clinton fuera de una prosperidad aparente. Los ingresos fiscales por plusvalías de capital y otros ingresos generados por la burbuja incluso crearon la apariencia de solidez fiscal. Y, en cierta medida, la Administración podía apuntarse el «mérito» de lo que estaba ocurriendo: las políticas de Clinton en materia de desregulación de los mercados financieros y de reducción de los tipos impositivos a las plusvalías de capital (lo que incrementaba la rentabilidad de especular con las acciones tecnológicas) añadieron más leña al fuego[270].
Cuando finalmente estalló la burbuja tecnológica, la demanda de capital por parte de las empresas (sobre todo de las empresas de tecnología) disminuyó sensiblemente. La economía entró en recesión. Alguna otra cosa iba a tener que reactivar la economía. George W. Bush consiguió que el Congreso aprobara una bajada de impuestos dirigida a los ricos. Una gran parte de esa bajada benefició a los muy ricos: una bajada del tipo impositivo sobre los dividendos, que se redujo del 35 al 15 por ciento, otra bajada en los tipos sobre las plusvalías de capital, del 20 al 15 por ciento, y una eliminación gradual del impuesto sobre sucesiones[271]. Pero dado que los ricos, como ya hemos señalado, ahorran una proporción tan grande de sus ingresos, ese tipo de bajada de impuestos no supuso más que un estímulo limitado para la economía. De hecho, como vamos a ver a continuación, las bajadas de impuestos tuvieron incluso algunos efectos perversos.
Las grandes empresas, pensando que era poco probable que el tipo impositivo sobre los dividendos siguiera tan bajo, tuvieron un incentivo perfecto para repartir todo el dinero que pudieron sacar con seguridad, sin poner en demasiado peligro la futura viabilidad de la empresa. Pero eso significaba reducir las reservas de efectivo que quedaban disponibles para cualesquiera oportunidades de inversión que pudieran surgir. De hecho, la inversión, salvo en propiedades inmobiliarias, disminuyó[272], contrariamente a lo que habían previsto algunos exponentes de la derecha[273]. (Una parte del motivo de aquella escasez de inversiones fue, por supuesto, que durante la burbuja tecnológica muchas empresas habían invertido en exceso). En esa misma línea, era posible que la bajada del impuesto sobre sucesiones desincentivara el gasto; en aquel momento, los ricos podían acumular con seguridad más dinero para sus hijos y nietos y tenían menos incentivos para donarlo a organizaciones benéficas que habrían gastado ese dinero en buenas causas[274].
Sorprendentemente, la Reserva Federal y su presidente de entonces, Alan Greenspan, no aprendieron las lecciones de la burbuja tecnológica. Pero eso se debía en parte a la política de «desigualdad», que no permitía ningún tipo de estrategias alternativas que pudieran resucitar la economía sin crear otra burbuja, como una bajada de impuestos a los pobres o un aumento del gasto en unas infraestructuras que lo necesitaban con urgencia. Aquella alternativa al rumbo insensato que tomó el país era anatema para quienes aspiraban a ver una reducción del tamaño del gobierno —un gobierno demasiado débil como para dedicarse a imponer impuestos progresivos o a llevar a cabo políticas redistributivas—. Franklin Delano Roosevelt había intentado ese tipo de políticas en su New Deal, y el establishment se burló de él por hacerlo. Por el contrario, fueron unos bajos tipos de interés, una normativa laxa y un sector financiero distorsionado y disfuncional los que acudieron al rescate de la economía. Durante un instante.
La Reserva Federal fue la artífice, sin querer, de otra burbuja, temporalmente más eficaz que la anterior, pero más destructiva a largo plazo. Los líderes de la Reserva Federal no la consideraron una burbuja, porque su ideología, su convicción de que los mercados siempre eran eficientes, implicaba que era imposible que hubiera una burbuja. La burbuja inmobiliaria fue más eficaz porque fomentó el gasto por parte no solo de unas cuantas compañías tecnológicas, sino de decenas de millones de familias que pensaron que eran más ricas que antes. Tan solo en un año se contrató casi un billón de dólares en créditos con garantía hipotecaria[e11] y en hipotecas, que en su mayoría se destinaron al consumo[275]. Pero la burbuja fue más destructiva en parte por esas mismas razones: dejó tras de sí a decenas de millones de familias al borde de la ruina financiera. Antes de que acabe esta debacle, millones de estadounidenses perderán sus viviendas y varios millones más tendrán que afrontar una vida llena de dificultades económicas.
Las familias sobreendeudadas y el exceso de inmuebles llevan deprimiendo la economía desde hace varios años, y es probable que sigan haciéndolo durante varios años más, contribuyendo al paro y a un gigantesco derroche de recursos. Por lo menos la burbuja tecnológica dejó tras de sí alguna cosa útil: las redes de fibra óptica y una nueva tecnología que iba a suponer un fortalecimiento de la economía. La burbuja inmobiliaria ha dejado tras de sí casas mal construidas, ubicadas en lugares equivocados e inadecuadas para las necesidades de un país donde la situación económica de la mayoría de la gente estaba en declive. Supone la culminación de un periodo de treinta años dedicados a ir corriendo de crisis en crisis, sin aprender por el camino algunas lecciones muy evidentes.
En una democracia donde existe un alto nivel de desigualdad, la política también puede ser desequilibrada, y la combinación de una política desequilibrada dedicada a gestionar una economía desequilibrada puede ser letal.
La desregulación
Hay una segunda forma en que la política desequilibrada, impulsada por una desigualdad extrema, conduce a la inestabilidad: la desregulación. La desregulación ha desempeñado un papel crucial en la inestabilidad que se ha experimentado en Estados Unidos y en muchos otros países. Dar rienda suelta a las grandes empresas, y sobre todo al sector financiero, favorecía los intereses, más cortoplacistas, de los ricos; estos utilizaron su peso político y su gran capacidad de condicionar las ideas para forzar una desregulación, primero en las compañías aéreas y otros sectores del transporte, después en las telecomunicaciones y, por último, y con un enorme peligro, en las finanzas[276].
La normativa es el conjunto de reglas del juego que se diseñan para que nuestro sistema funcione mejor, para garantizar la competencia, para impedir los abusos, para proteger a aquellos que no pueden protegerse por sí solos. Sin restricciones de ningún tipo, proliferan los fallos del mercado que describíamos en el capítulo anterior, donde los mercados no logran producir resultados eficientes. En el sector financiero, por ejemplo, se producen conflictos de intereses y excesos, exceso de crédito, exceso de endeudamiento, exceso de asunción de riesgos, y burbujas. Pero los responsables del sector financiero lo ven de una forma diferente: sin esas restricciones, ellos ven un aumento de los beneficios. No piensan en términos de las amplias consecuencias sociales y económicas, a menudo a largo plazo, sino en su propio interés, más estrecho y a corto plazo, en los beneficios que sean capaces de cosechar ahora mismo[277].
Como consecuencia de la Gran Depresión, un acontecimiento que vino precedido de unos excesos similares, el país promulgó una férrea normativa financiera, como la Ley Glass-Steagall de 1933. Esas leyes, aplicadas eficazmente, prestaron un buen servicio al país: durante las décadas posteriores a su aprobación, la economía se vio libre del tipo de crisis financiera que había aquejado en repetidas ocasiones a este país (y a otros). Con el desmantelamiento de esa normativa en 1999, los excesos volvieron con una fuerza aún mayor: los banqueros pusieron rápidamente en acción los avances en tecnología, en finanzas y en economía. Las innovaciones ofrecían unas formas de aumentar el endeudamiento que podían sortear lo que quedaba de normativa, y que los reguladores eran incapaces de comprender del todo, nuevas formas de dedicarse a los préstamos abusivos y nuevas formas de engañar a los incautos usuarios de las tarjetas de crédito.
Las pérdidas derivadas de la infrautilización de recursos que ha ocasionado la Gran Recesión y otras crisis económicas son enormes. De hecho, el puro derroche de recursos que trajo consigo esta crisis, provocada por el sector privado —un desfase de varios billones de dólares entre lo que podría haber producido la economía y lo que ha producido— es mayor que el derroche ocasionado por cualquier gobierno democrático en toda la historia. El sector financiero alegaba que sus innovaciones habían dado lugar a una economía más productiva —una alegación de la que no hay ninguna prueba—, pero no cabe ninguna duda de la inestabilidad y la desigualdad que ha provocado. Incluso aunque el sector financiero hubiera elevado el crecimiento en un 25 por ciento durante tres décadas —una afirmación que va más allá de lo que podrían alegar incluso los más exagerados partidarios del sector—, apenas lograría compensar las pérdidas ocasionadas por sus malas prácticas.
Hemos visto que la desigualdad acarrea inestabilidad, a consecuencia tanto de las políticas de desregulación que se aplican como de las políticas que habitualmente se adoptan como respuesta a las deficiencias en la demanda agregada. Ninguna de las dos cosas es una consecuencia necesaria de la desigualdad: si nuestra democracia funcionara mejor, tal vez habría conseguido resistirse a la demanda política de una desregulación, y probablemente habría respondido a la debilidad de la demanda agregada con medidas que fomentaran el desarrollo sostenible en vez de crear una burbuja[278].
Existen otros efectos adversos de esta inestabilidad: incrementa el riesgo. Las empresas tienen aversión a los riesgos, lo que significa que exigen una contrapartida por soportarlos. Sin contrapartida, las empresas invierten menos y, por consiguiente, hay menos crecimiento[279].
Lo irónico es que mientras que la desigualdad genera inestabilidad, la propia inestabilidad genera más desigualdad, lo que constituye uno de los círculos viciosos que identificamos en este capítulo. En el capítulo 1 veíamos que la Gran Recesión ha sido especialmente dura para los de abajo, e incluso para los de en medio, y eso es típico: los trabajadores corrientes tienen que hacer frente a un mayor desempleo, a unos salarios más bajos, a unos precios de la vivienda en declive, a una pérdida de gran parte de su patrimonio. Dado que los ricos son más capaces de soportar el riesgo, ellos son los que cosechan la recompensa que proporciona la sociedad por soportar un riesgo mayor[280]. Como siempre, los ricos parecen ser los beneficiarios de las políticas que propugnaron y que han impuesto unos costes tan elevados para los demás.
A la luz de la crisis financiera global de 2008, actualmente existe un consenso global cada vez mayor en que la desigualdad da lugar a la inestabilidad, y que la inestabilidad contribuye a la desigualdad[281]. El Fondo Monetario Internacional (FMI), el organismo internacional encargado de mantener la estabilidad económica mundial, al que he criticado enérgicamente por no prestar la suficiente atención a las consecuencias que sus políticas han tenido para los pobres, ha reconocido de forma tardía que no puede ignorar la desigualdad si realmente quiere cumplir con su mandato. En un estudio de 2011, el FMI concluía: «Encontramos que los periodos de crecimiento más prolongados están sólidamente asociados con una mayor igualdad en el reparto de los ingresos […] En un horizonte más lejano, una menor desigualdad y un crecimiento sostenido pueden ser las dos caras de una misma moneda»[282]. En abril de aquel mismo año, el anterior director del FMI, Dominique Strauss-Kahn, subrayaba: «En última instancia, el empleo y la equidad son componentes básicos de la estabilidad económica y de la prosperidad, de la estabilidad política y de la paz. Eso va directo al núcleo del mandato del FMI. Debe colocarse en el lugar central de la agenda política»[283].
UNA ALTA DESIGUALDAD FOMENTA UNA ECONOMÍA MENOS EFICIENTE Y MENOS PRODUCTIVA
Aparte de los costes de la inestabilidad que acarrea, hay numerosas razones adicionales por las que una alta desigualdad —del tipo que en estos momentos caracteriza a Estados Unidos— fomenta una economía menos eficiente y menos productiva. Vamos a examinar a continuación (a) la reducción de unas inversiones públicas ampliamente beneficiosas y de las ayudas a la educación pública, (b) las enormes distorsiones que se generan en la economía (sobre todo asociadas con la búsqueda de rentas), en el derecho y en la normativa, y (c) el efecto en la moral de los trabajadores y en el problema de «no ser menos que el vecino».
La reducción de las inversiones públicas
El mantra económico actual hace hincapié en el papel del sector privado como motor del crecimiento económico. Resulta fácil comprender por qué: cuando pensamos en innovación, pensamos en Apple, Facebook, Google y en una serie de empresas que han cambiado nuestras vidas. Pero entre bastidores está el sector público: el éxito de esas empresas, y de hecho la viabilidad del conjunto de nuestra economía, depende enormemente de un sector público que funcione adecuadamente. En todo el mundo hay emprendedores creativos. Lo que marca la diferencia —lo que decide si esos emprendedores van a conseguir o no que fructifiquen sus ideas y sus productos en el mercado— es el gobierno.
Por una sencilla razón: el gobierno establece las reglas básicas del juego. Hace cumplir las leyes. Más en general, aporta la infraestructura intangible y tangible que permite que funcionen una sociedad y una economía. Si el gobierno no aportara las carreteras, los puertos, la educación o la investigación básica —o si no se asegurara que alguien lo haga, o si no creara al menos las condiciones en las cuales alguien pudiera hacerlo—, las empresas corrientes no podrían prosperar. Los economistas denominan a ese tipo de inversiones «bienes públicos», un término técnico que alude al hecho de que todo el mundo puede disfrutar de los beneficios de, por ejemplo, los conocimientos básicos.
Una sociedad moderna requiere acciones colectivas, que el país actúe conjuntamente para llevar a cabo esas inversiones. Los amplios beneficios para la sociedad que se derivan de ellas no pueden ser captados por ningún inversor privado, razón por la cual dejarlas en manos del mercado daría lugar a una inversión insuficiente.
Estados Unidos y el mundo se han beneficiado enormemente de la investigación financiada por los gobiernos. En las décadas pasadas, las investigaciones realizadas en nuestras universidades estatales y en los servicios de extensión agraria contribuyeron a unos enormes aumentos en la productividad agrícola[284]. Hoy en día, la investigación patrocinada por el gobierno ha promovido la revolución de la tecnología de la información y los avances en biotecnología.
Durante varias décadas, Estados Unidos ha padecido una insuficiente inversión en infraestructuras, en investigación básica y en educación a todos los niveles. Se vislumbran ulteriores recortes en esas áreas, a juzgar por el compromiso adquirido por ambos partidos del Congreso para reducir el déficit y la negativa de la Cámara de Representantes a subir los impuestos. Los recortes se producen pese a la evidencia de que el impulso que dan esas inversiones a la economía superan con gran diferencia la rentabilidad media del sector privado, e indudablemente es mayor el coste de los fondos para el gobierno[285]. De hecho, los años de expansión de la década de 1990 fueron impulsados por las innovaciones realizadas durante las décadas anteriores, y que finalmente se asentaron en nuestra economía. Pero el pozo del que está sacando agua el sector privado —para la próxima generación de inversiones transformadoras— se está secando. Las innovaciones aplicadas dependen de la investigación básica, y sencillamente no hemos estado investigando lo suficiente[286].
Nuestra incapacidad de realizar esas inversiones públicas cruciales no debería sorprendernos. Es el resultado final de un reparto muy desigual de la riqueza en la sociedad. Cuanto más dividida llega a ser una sociedad en términos de riqueza, más reacios son los ricos a gastar dinero en las necesidades comunes. Los ricos no tienen que depender del gobierno para disponer de parques, o de educación, o de atención sanitaria, o de seguridad personal. Ellos pueden pagarse todas esas cosas por su cuenta. Y al hacerlo, se distancian cada vez más de la gente corriente.
A los ricos también les preocupa que haya un gobierno fuerte: un gobierno que podría utilizar su poder para corregir los desequilibrios de nuestra sociedad, a base de quitarles a ellos un poco de su riqueza y dedicarla a las inversiones públicas que contribuirían al bien común o que ayudarían a la gente de abajo. Aunque probablemente los estadounidenses más ricos se quejen del tipo de gobierno que tenemos en Estados Unidos, en realidad muchos están encantados: está demasiado paralizado como para ser capaz de redistribuir, y demasiado dividido como para hacer otra cosa que no sea bajar los impuestos.
Desarrollar nuestro potencial: el final de la igualdad de oportunidades
Nuestra insuficiente inversión en el interés general, incluida la educación pública, ha contribuido al declive de la movilidad económica que señalábamos en el capítulo 1. Eso, a su vez, tiene importantes consecuencias para el crecimiento y la eficiencia del país. Siempre que reducimos la igualdad de oportunidades, no estamos utilizando uno de nuestros recursos más valiosos —nuestra gente— de la forma más productiva posible.
En anteriores capítulos veíamos cómo las perspectivas de una buena educación para los hijos de las familias pobres y de ingresos medios eran mucho más sombrías que las de los hijos de los ricos. El nivel de ingresos de los padres está convirtiéndose en un factor cada vez más importante, ya que el coste de los estudios universitarios está aumentando mucho más deprisa que las rentas, sobre todo en las universidades públicas, que educan al 70 por ciento de los estadounidenses. Pero, cabría preguntarse, ¿no se cubre la diferencia con el aumento de los programas de créditos para estudiantes? La respuesta, por desgracia, es no; y una vez más, el sector financiero tiene algo más que un poco de culpa. Hoy en día el mercado se caracteriza por una serie de incentivos perversos, lo que, junto con la ausencia de una normativa que impida los abusos, significa que los programas de créditos a los estudiantes, en vez de ayudar a ascender a los pobres, pueden dar lugar (y demasiado a menudo lo hacen) a que se empobrezcan aún más. El sector financiero consiguió que los créditos a los estudiantes no pudieran liquidarse cuando una persona se declara en bancarrota, lo que significaba que los prestamistas tenían pocos incentivos para asegurarse de que las universidades para las que los estudiantes estaban pidiendo dinero prestado estuvieran realmente dándoles una educación que incrementara sus ingresos. Mientras tanto, las universidades privadas con ánimo de lucro, que tienen unos directivos muy bien remunerados, han conseguido frustrar los intentos de que se les impongan unos altos estándares que provocarían que las universidades que se aprovechan de los pobres y de las personas con escasa información —aceptando su dinero sin proporcionarles una educación que les permita conseguir buenos empleos con los que devolver los créditos— quedaran excluidas del programa de créditos[287]. Es totalmente comprensible que un joven, al ver que la carga de las deudas está aplastando la vida de sus padres, sea reacio a asumir un crédito para sus estudios. De hecho, es llamativo que haya tantos jóvenes deseosos de hacerlo, hasta el punto de que el licenciado universitario medio hoy en día arrastra una deuda de más de 25.000 dólares[288].
Puede que haya otro factor en juego que está reduciendo la movilidad y que, a largo plazo, reducirá la productividad del país. Los estudios sobre rendimiento educativo hacen hincapié en lo que ocurre en el hogar. Como la gente de abajo y de en medio se esfuerza por ganarse la vida —ya que tienen que trabajar más para salir adelante—, las familias disponen de menos tiempo para estar juntas. Los progenitores tienen menos capacidad de supervisar los deberes de sus hijos. Las familias tienen que hacer concesiones, y eso incluye menos inversión en sus hijos (aunque ellos no utilizarían esa palabra).
Una economía distorsionada (búsqueda de rentas y financiarización) y una economía peor regulada
Un motivo central de los capítulos anteriores era que gran parte de la desigualdad de nuestra economía era consecuencia de la búsqueda de rentas. En su forma más simple, las rentas son tan solo redistribuciones desde nuestros bolsillos a los de los buscadores de rentas. Eso es lo que ocurre cuando las compañías petrolíferas y mineras consiguen los derechos de explotación del petróleo y los minerales a unos precios muy inferiores a los que tendrían que tener. El principal derroche de recursos es únicamente en hacer lobby: hay más de 3.100 miembros de grupos de presión trabajando para la industria sanitaria (casi seis por cada parlamentario) y 2.100 trabajando para las industrias de la energía y los recursos naturales. En total, se gastaron más de 3.200 millones de dólares en actividades de lobby tan solo en 2011[289]. La principal distorsión es para nuestro sistema político; el principal perdedor es nuestra democracia.
Pero a menudo la búsqueda de rentas implica un verdadero desperdicio de recursos que reduce la productividad y el bienestar del país. Distorsiona la asignación de recursos y debilita la economía. Un efecto secundario de los esfuerzos dirigidos a llevarse una porción más grande de la tarta es que esta se encoge. El poder monopolista y el trato de favor en materia tributaria para los intereses especiales tiene precisamente esos efectos[290].
La magnitud de la «búsqueda de rentas» y las distorsiones que lleva asociadas para nuestra economía, aunque resultan difíciles de cuantificar con exactitud, son claramente enormes. Los individuos y las grandes empresas que destacan por su habilidad en buscar rentas reciben cuantiosas recompensas. Pueden llegar a cosechar inmensos beneficios para sus empresas. Pero eso no significa que su contribución social sea siquiera de signo positivo. En una economía de búsqueda de rentas, como la economía en la que se está convirtiendo la nuestra, la rentabilidad privada y la rentabilidad social están mal alineadas. Los banqueros que lograron grandes beneficios para sus compañías fueron ampliamente recompensados, pero, como he dicho en repetidas ocasiones, aquellos beneficios fueron efímeros y no tenían nada que ver con mejoras sostenibles en la economía real. Tendría que haber saltado a la vista que algo iba mal: se supone que el sector financiero presta servicio al resto de la economía, no al revés. Sin embargo, antes de la crisis, el 40 por ciento de todos los beneficios de las grandes empresas iba a parar al sector financiero[291]. Las empresas de tarjetas de crédito cobraban más dinero de las comisiones por transacciones de lo que se beneficiaba la tienda por la venta de sus mercancías. Por el movimiento de un puñado de electrones al pasar una tarjeta, algo que cuesta a lo sumo unos pocos centavos, la compañía financiera recibía más dinero que la tienda por gestionar un complejo servicio que ponía a disposición de los consumidores una amplia variedad de alimentos a un precio reducido[292].
La búsqueda de rentas distorsiona nuestra economía en muchos sentidos, y uno de los más relevantes es la mala asignación del recurso más valioso de un país: su talento. Antes, los jóvenes inteligentes se sentían atraídos hacia una serie de profesiones: algunos a prestar servicio a los demás, como en la medicina, en la enseñanza o en el servicio público; otros a ampliar las fronteras del conocimiento. Siempre había algunos que se dedicaban a los negocios, pero durante los años previos a la crisis un porcentaje cada vez mayor de los mejores cerebros del país eligió las finanzas. Y con tantos jóvenes con talento dedicados a las finanzas, no es de extrañar que hubiera innovaciones en ese sector. Pero muchas de esas «innovaciones financieras» estaban diseñadas para saltarse la normativa, y de hecho redujeron el rendimiento económico a largo plazo. Esas innovaciones financieras no pueden compararse con las innovaciones de verdad, como el transistor o el láser, que mejoraron nuestro nivel de vida.
El sector financiero no es la única fuente de búsqueda de rentas en nuestra economía. Lo que resulta llamativo es el predominio de una competencia limitada y de la búsqueda de rentas en tantos sectores clave de la economía. En anteriores capítulos se hacía referencia al sector de la alta tecnología (Microsoft). Otros dos sectores que han llamado la atención son el de la atención sanitaria y el de las telecomunicaciones. Los precios de los fármacos son tan superiores a sus costes de producción que a las compañías farmacéuticas les compensa gastar enormes cantidades de dinero para convencer a los médicos y a los pacientes de que los utilicen, tanto que actualmente gastan más dinero en mercadotecnia que en investigación[293]. Y gran parte de lo que las compañías denominan investigación es, en realidad, búsqueda de rentas —producir un fármaco casi idéntico[e12] al medicamento estrella de una firma rival para llevarse una parte de sus cuantiosos beneficios—. Imagínese lo competitiva que podría ser nuestra economía —y cuántos empleos podrían crearse— si todo ese dinero se invirtiera en investigación de verdad y en inversiones reales a fin de incrementar la productividad del país.
Siempre que se generan rentas mediante un poder monopolista, se produce una gran distorsión de la economía. Los precios son demasiado altos, y eso induce un cambio desde el producto monopolizado hacia otros productos. Resulta llamativo que aunque supuestamente Estados Unidos es una economía altamente competitiva, determinados sectores parecen seguir cosechando unos beneficios extraordinarios. Los economistas se asombran ante nuestro sector de la atención sanitaria y su capacidad de dar menos por más: los resultados en materia de salud son peores en Estados Unidos que en casi todos los demás países industrializados avanzados, y sin embargo Estados Unidos gasta en términos absolutos más dinero per cápita, y más en términos de porcentaje del PIB, en una cuantía considerable. Hemos estado gastando más de una sexta parte del PIB en atención sanitaria, mientras que Francia ha estado gastando menos de la octava parte. El gasto por habitante en Estados Unidos ha sido dos veces y media superior a la media de los países industrializados avanzados[294]. Esa ineficiencia es de tal magnitud que, una vez descontada, la diferencia de renta per cápita entre Estados Unidos y Francia se reduce aproximadamente en un tercio[295]. Aunque son muchas las causas de esta diferencia en la eficiencia de los servicios de atención sanitaria, la búsqueda de rentas, en particular por parte de las compañías aseguradoras de la salud y de las compañías farmacéuticas, desempeña un papel significativo.
Anteriormente citábamos el ejemplo más tristemente célebre: una disposición en la ampliación de Medicare que aprobó Bush, y que dio lugar a una fuerte subida de los precios de los fármacos en Estados Unidos y a unas ganancias caídas del cielo (una renta) para las compañías farmacéuticas estimadas en 50.000 millones de dólares anuales o más. Bueno, cabría decir, ¿qué son 50.000 millones de dólares entre amigos? En una economía de 15 billones de dólares[296], esa cifra equivale a menos de un 0,33 por ciento. Pero, como al parecer dijo acertadamente Everett Dirksen, el senador de Illinois: mil millones aquí, mil millones allá, y enseguida estamos hablando de un buen pellizco[297]. En el caso de nuestras grandes empresas buscadoras de rentas, cabría decir más bien 50.000 millones aquí, 50.000 millones allá, y enseguida estamos hablando de un montón de dinero.
Cuando la competencia es muy restringida, su verdadero efecto a menudo es el derroche, ya que los competidores luchan por ser ellos quienes exploten al consumidor. Por consiguiente, unos elevados beneficios no son el único indicador de la búsqueda de rentas. De hecho, la competencia oligopolista entre empresas puede incluso dar lugar a la desaparición de las rentas, pero no a la eficiencia económica; cuando los beneficios (por encima de una rentabilidad normal) se reducen a cero o casi (es decir, a un nivel donde la rentabilidad del capital es normal), no es necesariamente una prueba de una economía eficiente. Vemos indicios de búsqueda de rentas en las elevadas sumas que se dedican a reclutar clientes para los sectores de las tarjetas de crédito o la telefonía móvil. Aquí el objetivo pasa a ser exprimir a los clientes lo más posible y lo antes posible, con unas comisiones y unas tarifas que no son ni comprensibles ni predecibles. Las empresas hacen todo lo posible para dificultar que el consumidor pueda comparar el coste de utilizar, por ejemplo, una tarjeta de crédito u otra porque hacerlo fomentaría la competencia, y la competencia erosionaría los beneficios.
También las empresas estadounidenses tienen que pagar mucho más a las compañías de tarjetas de crédito que las empresas de otros países que han conseguido acabar con algunas de las prácticas anticompetitivas, y esos costes superiores que tienen que asumir las empresas se trasladan a los consumidores estadounidenses, con lo que se reduce su nivel de vida.
Lo mismo puede decirse de los teléfonos móviles: los estadounidenses pagan unas cuotas más altas por sus móviles y reciben un servicio peor que los consumidores de los países que han logrado crear un mercado más competitivo de verdad.
A veces las distorsiones de los buscadores de rentas son sutiles y no se reflejan bien como una disminución del PIB. Eso se debe a que el PIB no refleja adecuadamente los costes para el medio ambiente. No evalúa la sostenibilidad del crecimiento que está produciéndose. Cuando el PIB procede de extraer recursos del subsuelo, deberíamos apuntar que se reduce la riqueza del país, a menos que esa riqueza se reinvierta en la superficie en capital humano o físico. Pero nuestras mediciones no lo tienen en cuenta. El crecimiento que procede de agotar las reservas pesqueras o las aguas subterráneas es efímero, pero nuestras mediciones no nos lo dicen. Nuestro sistema de precios es defectuoso, porque no refleja con exactitud la escasez de muchos de esos recursos medioambientales. Y dado que el PIB se basa en los precios de mercado, también nuestra forma de medir el PIB es defectuosa.
Hay industrias, como la del carbón y la del petróleo, que quieren que las cosas sigan así. No quieren que se ponga un precio a la escasez de los recursos naturales o al daño a nuestro medio ambiente, y no quieren que se modifique nuestra forma de medir el PIB para que refleje la sostenibilidad. No cobrar a esas empresas el coste que están imponiendo al medio ambiente es, a todos los efectos, una subvención oculta, comparable a los demás regalos que recibe la industria, en forma de trato de favor en materia de impuestos y de adquisición de recursos a unos precios por debajo de los precios justos de mercado.
Cuando fui presidente del Consejo de Asesores Económicos durante la presidencia de Clinton, intenté que Estados Unidos publicara una «cuenta de PIB verde», que reflejara el agotamiento de nuestros recursos y la degradación de nuestro medio ambiente. Pero la industria del carbón sabía lo que habría significado eso y utilizó su enorme influencia en el Congreso para amenazar con suspender su financiación a quienes participaran en aquel intento de definir el PIB verde, y no solo la financiación a aquel proyecto.
Cuando la industria del petróleo presiona para conseguir más permisos de perforación en alta mar, y al mismo tiempo presiona para que se aprueben leyes que eximan a las empresas de asumir plenamente las consecuencias de un derrame de petróleo, está, a todos los efectos, pidiendo una subvención pública. Y ese tipo de subvenciones hace algo más que proporcionar rentas; también distorsiona la asignación de recursos. El PIB, y más en general, el bienestar social, se reduce —como quedó en evidencia con el derrame de petróleo de la compañía BP en el golfo de México en 2010—. Como las empresas del carbón y del petróleo utilizan su dinero para influir en la normativa medioambiental vivimos en un mundo con más contaminación del aire y del agua, en un medio ambiente que es menos atractivo y menos saludable que en otras circunstancias. Los costes se manifiestan en forma de una menor calidad de vida de los estadounidenses corrientes, y los beneficios en forma de mayores dividendos para las empresas del petróleo y el carbón. Una vez más, se produce un desfase entre la rentabilidad social (que, de hecho, puede ser negativa, como consecuencia de la disminución de nuestra calidad de vida por el deterioro medioambiental) y las recompensas privadas (que a menudo son enormes)[298].
Como explicábamos en los dos capítulos anteriores, un objetivo de la búsqueda de rentas es configurar las leyes y la normativa en su propio beneficio. Para conseguirlo hacen falta abogados. Si es posible afirmar que Estados Unidos tiene un gobierno del 1 por ciento, por el 1 por ciento y para el 1 por ciento, es posible afirmar, con aún mayor convicción, que Estados Unidos tiene un gobierno de los abogados, por los abogados y para los abogados. Veintiséis de los cuarenta y cuatro presidentes de Estados Unidos eran abogados y el 36 por ciento de los legisladores de la Cámara de Representantes procede del Derecho. Aunque no persigan en sentido estricto lo que va en beneficio económico de los abogados, es posible que esos diputados estén «cognitivamente captados».
Se supone que el marco legal tiene como objetivo hacer más eficiente nuestra economía, proporcionando incentivos a los individuos y a las empresas para que no se porten mal. Pero hemos diseñado un sistema jurídico que es una carrera armamentista: los dos protagonistas hacen todo lo posible para que sus abogados prevalezcan sobre los del rival, lo que significa gastar más que el rival, ya que los abogados buenos e inteligentes son caros. A menudo, el resultado no lo deciden tanto los pormenores del caso o la cuestión, sino la avidez de los bolsillos. En el proceso, se produce una enorme distorsión de los recursos, no solo en los litigios, sino también en las medidas que se adoptan para influir en el resultado, y ante todo para evitarlos.
Algunos estudios han apuntado el efecto macroeconómico de la sociedad pleiteadora de Estados Unidos, y en dichos estudios se veía que los países con menos abogados (en relación a su población) crecían más deprisa[299]. Otra investigación sugiere que la vía principal por la que una gran proporción de abogados en una sociedad perjudica a la economía es por el desvío de talentos que podrían dedicarse a actividades más innovadoras (como la ingeniería y las ciencias), un descubrimiento acorde con lo que comentábamos anteriormente sobre las finanzas[300].
Pero quisiera dejar las cosas claras: teniendo en cuenta el éxito del sector financiero, y de las grandes empresas más en general, a la hora de desguazar la normativa que protege a los ciudadanos corrientes, el sistema judicial es a menudo la única fuente de protección que les queda a los estadounidenses pobres y de clase media. Pero en vez de tener un sistema con una gran cohesión social, altos niveles de responsabilidad social y buenas normativas que protejan nuestro medio ambiente, a los trabajadores y a los consumidores, mantenemos un sistema muy caro de rendición de cuentas a posteriori, que depende en una medida demasiado grande de los castigos para los autores del perjuicio (por ejemplo, al medio ambiente) después de los hechos, en vez de restringir los actos antes de que ocasionen el daño[301].
Las grandes empresas consiguen mantener a raya las normativas en su batalla con el resto de la sociedad, pero con los abogados han encontrado la horma de su zapato. Ambos grupos gastan ingentes sumas en actividades de lobby para asegurarse de que pueden seguir adelante con sus actividades de extracción de rentas. En el transcurso de esta carrera armamentista, parece que se ha llegado a un equilibrio, existe por lo menos una fuerza compensatoria que pone coto a la conducta de las grandes empresas. Aunque ese equilibrio es mejor que el que surgiría en caso de que, pongamos, las corporaciones redactaran sus propias normas —donde las víctimas de sus acciones no tendrían a quién recurrir—, el sistema actual sigue siendo enormemente costoso para nuestra sociedad.
El 1 por ciento que determina nuestra política no solo distorsiona nuestra economía al no hacer lo que debería, a la hora de alinear los incentivos privados y sociales, sino también animándola a hacer lo que no debería. Los reiterados rescates a los bancos, que los animan a asumir unos riesgos excesivos[302], son el ejemplo más evidente. Pero mucha gente argumenta que las distorsiones en materia de política exterior resultan aún más costosas. El atractivo del petróleo iraquí (y acaso los enormes beneficios que amasarían los adeptos de Bush, incluida la empresa Halliburton, del vicepresidente Richard Cheney), resultaba una explicación más convincente de la guerra de Irak que la que declaró Bush, es decir, su firme decisión de eliminar un dictador[303].
Mientras que probablemente los beneficiarios de la guerra estén en su inmensa mayoría entre los de arriba, ellos tienen que soportar una proporción muchísimo menor de los costes. Los integrantes del 1 por ciento raramente prestan servicio en el ejército —lo cierto es que un ejército formado íntegramente por voluntarios no paga lo suficiente como para atraer a los hijos e hijas de los de arriba—. La clase más adinerada no siente las estrecheces de un aumento de impuestos cuando el país entra en guerra: esta se paga con dinero prestado[304], y si los presupuestos no dan para tanto, el hacha de los recortes cae sobre las desgravaciones fiscales a las clases medias y sobre los programas sociales, no sobre el trato fiscal de favor y en los múltiples vacíos legales para los ricos.
La política exterior, por definición, tiene que ver con el equilibrio de los intereses nacionales y los recursos nacionales. Cuando un 1 por ciento de la población da las órdenes y no tiene que pagar ningún precio por las guerras, el concepto de equilibrio y contención salta en mil pedazos. No hay límite a las aventuras que podamos emprender: las grandes empresas y los contratistas solo pueden salir ganando con ello. A nivel local, por todo el mundo, a los contratistas les encantan las carreteras y los edificios, de los que pueden beneficiarse enormemente, sobre todo si realizan las oportunas contribuciones a los partidos políticos. Para los contratistas estadounidenses, el ejército ha supuesto un filón de ensueño.
La teoría del salario de eficiencia y la alienación
Un tema central de este capítulo es que gran parte de la desigualdad en nuestra sociedad surge porque las recompensas privadas difieren de los rendimientos sociales, y que el alto nivel de desigualdad que actualmente caracteriza a Estados Unidos y la aceptación generalizada de ese nivel de desigualdad (pese a los alentadores indicios que ofrece el movimiento Occupy Wall Street) hacen muy difícil que en Estados Unidos se adopten buenas políticas. Entre los fallos de las políticas están los de la estabilización macroeconómica, la desregulación de las industrias y la insuficiente inversión en infraestructuras, en enseñanza pública y en investigación.
Ahora vamos a considerar una razón de una naturaleza totalmente diferente por la que la desigualdad fomenta una economía menos eficiente y productiva de la que podríamos lograr en otras circunstancias. Las personas no son como las máquinas. Tienen que estar motivadas para trabajar duro. Si sienten que están siendo tratadas injustamente, motivarlas puede resultar difícil. Este es uno de los principios fundamentales de la moderna economía del trabajo, incluida en la teoría del salario de eficiencia, que argumenta que la forma en que las empresas tratan a sus trabajadores —incluyendo cuánto les pagan— afecta a la productividad. En realidad, se trata de una teoría elaborada hace casi un siglo por Alfred Marshall, el gran economista que en 1895 escribió que «una mano de obra bien remunerada por lo general es eficiente, y por consiguiente no es una mano de obra cara», aunque admitía que se trata de «un hecho que, aunque está más cargado de esperanza para el futuro de la humanidad que cualquier otro hecho del que tengamos noticia, acabará ejerciendo una influencia llena de complicaciones en la teoría de la distribución»[305].
El renovado interés por esta teoría comenzó con la teoría económica del desarrollo, donde los teóricos reconocían que los trabajadores desnutridos eran menos productivos[306]. Pero la idea también es aplicable a los países industrializados más avanzados, como descubrió Estados Unidos durante la II Guerra Mundial, cuando advirtió que había demasiados reclutas tan desnutridos que eso podía suponer una merma de la eficacia del ejército. Los expertos en educación han demostrado que el hambre y una alimentación inadecuada dificultan el aprendizaje[307]. Por eso son tan importantes los programas de becas de comedor. En un momento en que uno de cada siete estadounidenses corre el riesgo de inseguridad en su alimentación, muchos niños y niñas pobres de Estados Unidos también corren el riesgo de sufrir dificultades en el aprendizaje.
En una economía moderna, la eficiencia se ve afectada no tanto por la desnutrición como por otra serie de factores. El empobrecimiento en la parte baja y media de la población ha supuesto para la gente multitud de motivos de angustia: ¿acabarán perdiendo su vivienda? ¿Serán capaces de ofrecer a sus hijos una educación que les permita triunfar en la vida? ¿De qué vivirán los padres cuando se jubilen? Cuanta más energía se dedica a esas angustias, menos energías quedan para la productividad en el lugar de trabajo.
El economista Sendhil Mullainathan y el psicólogo Eldar Shafir han encontrado evidencias en sus experimentos de que vivir en la escasez a menudo conduce a tomar decisiones que exacerban las condiciones de escasez: «Los pobres piden dinero prestado con un gran coste y siguen siendo pobres. Los muy ocupados [los pobres de tiempo] aplazan lo que tienen que hacer cuando disponen de poco tiempo, y así lo único que consiguen es estar más ocupados»[308]. Los resultados de un estudio muy sencillo ilustran los recursos cognitivos que utilizan los pobres para su supervivencia cotidiana, y que las personas más prósperas no tienen que emplear. En el estudio, a los individuos que acaban de salir de una tienda de comestibles se les pregunta lo que han gastado en total en la tienda y cuál era el precio de unos cuantos artículos que llevan en su bolsa de la compra. Normalmente, los pobres eran capaces de responder con precisión a esas preguntas, mientras que los que no eran pobres a menudo lo ignoraban. Los recursos cognitivos de un individuo son limitados. El estrés que produce no tener suficiente dinero para hacer frente a las necesidades urgentes puede efectivamente afectar a la capacidad de tomar decisiones que podrían contribuir a aliviar la situación. Las limitadas reservas de recursos cognitivos se agotan, lo que puede llevar a las personas a tomar decisiones irracionales.
El estrés y la ansiedad también pueden dificultar la adquisición de nuevas habilidades y nuevos conocimientos. Si ese aprendizaje se ve afectado, los aumentos de productividad serán más lentos, y eso no augura nada bueno para el rendimiento de la economía a largo plazo.
A la hora de motivar a los trabajadores es igual de importante su sensación de que se les está tratando justamente. Aunque no siempre está claro lo que es justo, y el concepto de equidad de las personas puede estar sesgado en su propio interés, hay una sensación creciente de que la actual desigualdad salarial es injusta. Cuando los directivos argumentan que es necesario reducir los salarios, o que tiene que haber despidos para que las grandes empresas puedan competir, pero al mismo tiempo esos directivos se aumentan sus propios sueldos, los trabajadores consideran, con toda la razón, que lo que está ocurriendo es injusto. Eso afecta al mismo tiempo a los esfuerzos que realizan hoy, a su lealtad a la empresa, a su disposición a cooperar con los demás y a su disposición a invertir en el futuro de la empresa. Como toda empresa sabe, un trabajador más contento es un trabajador más productivo; y un trabajador que cree que una empresa está pagando demasiado a sus empleados del nivel superior en comparación con lo que cobran todos los demás, probablemente no será un trabajador contento[309].
Un detallado estudio realizado por Krueger y Mas de las plantas que fabricaban los neumáticos Bridgestone/Firestone ilustra lo anterior de una forma particularmente escalofriante. Tras un año rentable, la dirección exigió pasar de un turno de ocho horas a un turno de doce horas, con rotaciones entre el día y la noche, y reducir el sueldo de los nuevos contratados en un 30 por ciento. La exigencia creó unas condiciones que dieron lugar a la producción de muchos neumáticos defectuosos. Esos neumáticos defectuosos se relacionaron con más de mil accidentes con víctimas mortales y heridos, hasta que en el año 2000 los retiraron[310].
En Rusia, en tiempos del comunismo, la sensación generalizada por parte de los trabajadores de que no les estaban remunerando adecuadamente desempeñó un importante papel en el hundimiento de su economía. Según el antiguo dicho ruso: «Ellos fingían que nos pagaban, y nosotros fingíamos que trabajábamos».
Los últimos experimentos en teoría económica han confirmado la importancia de la equidad. Un experimento demostraba que subir el sueldo a los trabajadores que sentían que estaban siendo injustamente tratados tenía un efecto sustancial en la productividad y ninguno en los trabajadores que sentían que estaban siendo justamente tratados. O consideremos otra situación, donde un grupo de trabajadores realiza un trabajo similar. Cabría esperar que aumentar el sueldo a algunos y bajárselo a otros incrementara la productividad de los trabajadores con salarios más altos y que redujera la de los trabajadores con salarios más bajos, con lo que los efectos se compensarían. Pero la teoría económica —confirmada por los experimentos— sostiene que la disminución de productividad del trabajador con un sueldo más bajo es mayor que el aumento de productividad del trabajador con un sueldo más alto, de forma que la productividad total disminuye[311].
El consumismo
Hemos descrito de qué forma la desigualdad afecta al crecimiento y a la eficiencia de la economía —y al bienestar de la sociedad, tanto a corto como a largo plazo— a través de toda una serie de lo que podrían considerarse mecanismos económicos, reforzados y configurados por el modo de hacer política y por las propias políticas públicas. Pero la desigualdad tiene otros efectos más profundos y distorsionadores en nuestra sociedad. Puede que la teoría económica del goteo sea una quimera, pero el conductismo de goteo hacia abajo es muy real. La gente que está por debajo del 1 por ciento más alto aspira cada vez más a imitar a los que están por encima. Por supuesto, para los que están abajo del todo, vivir como el 1 por ciento más rico es algo inimaginable. Pero para los que están en el segundo percentil, el 1 por ciento representa una aspiración, para los que están en el tercer percentil, el segundo percentil representa una aspiración, y así sucesivamente.
Los economistas hablan de la importancia de la «renta relativa» y de la privación relativa. Lo que cuenta (para la sensación de bienestar de un individuo, por ejemplo) no es solo la renta de un individuo en términos absolutos, sino su renta en relación con la de los demás[312]. La importancia de la renta relativa en los países desarrollados es tan grande que, entre los economistas, la cuestión de si existe alguna relación a largo plazo entre el crecimiento del PIB y el bienestar subjetivo en esos países es una cuestión absolutamente sin resolver[313]. Las preocupaciones de los individuos con su consumo en relación con el de los demás —el problema de «no ser menos que el vecino»— ayuda a explicar por qué tantos estadounidenses viven por encima de sus posibilidades y por qué tanta gente trabaja tanto y durante tantas horas.
Hace muchos años, Keynes planteó una pregunta. Durante miles de años, la mayoría de la gente tenía que pasarse la mayor parte de su tiempo trabajando simplemente para poder sobrevivir, para comprar comida, ropa y tener un techo donde cobijarse. Entonces, a partir de la Revolución Industrial, los aumentos sin precedentes en la productividad significaron que cada vez más y más individuos podían liberarse de las cadenas de la vida de subsistencia. Un sector cada vez mayor de la población ya solo tenía que dedicar una pequeña parte de su tiempo a cubrir sus necesidades básicas. La pregunta era: ¿cómo iba a gastar la gente el dividendo de la productividad?[314].
La respuesta no era obvia. Podían optar por disfrutar cada vez de más tiempo de ocio o podían optar por disfrutar de más bienes. La teoría económica no aporta una predicción clara, aunque cabría suponer que las personas razonables optarían por disfrutar al mismo tiempo de más bienes y de más ocio. Eso fue lo que ocurrió en Europa. Pero Estados Unidos dio un giro diferente: menos tiempo de ocio (por familia, a medida que las mujeres se iban incorporando a la población activa) y cada vez más y más bienes.
Quizá la elevada desigualdad de Estados Unidos —y la sensibilidad de los individuos al consumo de los demás— nos ofrezca una explicación. Es posible que estemos trabajando más a fin de mantener nuestro consumo en relación con los demás, y que esto no sea más que una competición de todos contra todos, que individualmente es racional, pero inútil en términos de la meta que se fija. Adam Smith apuntaba esa posibilidad hace 250 años: en «esta rebatiña general por la preeminencia, cuando unos suben, otros necesariamente han de caer abajo del todo»[315]. Aunque no existe una respuesta «correcta» a la pregunta de Keynes de acuerdo con la teoría económica estándar, la respuesta de Estados Unidos resulta un tanto inquietante[316]. Los individuos afirman que trabajan mucho por el bien de su familia, pero al trabajar tanto, tienen cada vez menos tiempo para ella y la vida familiar se deteriora. De algún modo, los medios demuestran ser incoherentes con el fin que se declara.
LA PRESUNTA COMPENSACIÓN ENTRE DESIGUALDAD Y EFICIENCIA
En las páginas anteriores he explicado que la desigualdad —en todas sus dimensiones— ha sido perjudicial para nuestra economía. Como veíamos en capítulos anteriores, también existe una narración contraria, la que esgrimen principalmente los exponentes de la derecha, y que se centra en los incentivos. Desde ese punto de vista, los incentivos son esenciales para conseguir que la economía funcione, y la desigualdad es la consecuencia inevitable de un sistema de incentivos, ya que algunas personas producen más que otras. Por consiguiente, cualquier programa de redistribución necesariamente merma los incentivos. Además, los defensores de ese punto de vista argumentan que es un error obsesionarse con la desigualdad de resultados, sobre todo en el plazo de un año cualquiera. Lo que cuenta es la desigualdad a lo largo de la vida, y lo que cuenta todavía más es la igualdad de oportunidades. A continuación afirman que hay una relación inversa entre la eficiencia y la igualdad. Aunque las personas puedan discrepar sobre cuánta eficiencia estarían dispuestas a sacrificar para conseguir más igualdad, a juicio de la derecha el precio que hay que pagar por cualquier mejora en la igualdad en Estados Unidos es sencillamente demasiado elevado. De hecho, es tan elevado que lo más probable es que también salieran perjudicados los de en medio y los de abajo, sobre todo quienes dependen de los programas del gobierno; con una economía más débil, se reducirían las rentas de todo el mundo, los ingresos por impuestos serían menores y habría que recortar los programas del gobierno.
En este capítulo, por el contrario, hemos argumentado que podríamos tener una economía más eficiente y productiva con más igualdad. En este apartado voy a resumir los puntos básicos de discrepancia. La derecha se imagina una economía perfectamente competitiva, con unas recompensas privadas iguales a los rendimientos sociales; nosotros contemplamos una economía que se caracteriza por la búsqueda de rentas y otras distorsiones. La derecha subestima la necesidad de las actuaciones públicas (colectivas), a fin de corregir los omnipresentes fallos del mercado. Sobreestima la importancia de los incentivos financieros. Y, a consecuencia de esos errores, la derecha sobrevalora los costes e infravalora los beneficios de una fiscalidad progresiva.
La búsqueda de rentas y la compensación entre desigualdad y eficiencia
Una tesis central de este libro es que la búsqueda de rentas es omnipresente en la economía estadounidense, y que, de hecho, obstaculiza la eficiencia económica en su conjunto. La enorme brecha entre recompensas privadas y rendimientos sociales que caracteriza a una economía de búsqueda de rentas implica que los incentivos que los individuos tienen ante sí a menudo encauzan sus actos en una dirección equivocada, y que quienes reciben elevadas recompensas no son necesariamente quienes han realizado las mayores aportaciones. En los casos en que las recompensas privadas de los de arriba exceden en una cuantía considerable su contribución social marginal, la redistribución podría al mismo tiempo reducir la desigualdad y aumentar la eficiencia[317].
Lograr que los mercados funcionen mejor, a base de alinear ambas rentabilidades y de reducir las oportunidades de búsqueda de rentas, y corrigiendo otros fallos del mercado, cuyos efectos se dejan sentir de una forma especialmente acusada en la parte baja y media, también reduciría simultáneamente la desigualdad y aumentaría la eficiencia, justo lo contrario de lo que postula la derecha.
Los fallos del mercado y la compensación entre desigualdad y eficiencia
La derecha ha subestimado la importancia de otras imperfecciones de nuestra economía: si los mercados de capitales fueran perfectos, cada individuo sería capaz de invertir en sí mismo hasta el punto en que los rendimientos adicionales se igualaran con el coste del capital. Pero los mercados de capitales distan mucho de ser perfectos. Los individuos no tienen un fácil acceso al capital y no pueden desembarazarse del riesgo.
La escasez de riqueza reduce las oportunidades de las familias para ser productivas en distintos sentidos. Reduce su capacidad de invertir en sus hijos, de adquirir una vivienda en propiedad y, con ello, de participar en las recompensas financieras derivadas de la mejora de sus barrios y de ofrecer unos activos que puedan dar pruebas fehacientes a los prestamistas de que el uso al que van a dedicar los fondos que piden prestados es sólido —lo que resulta útil a la hora de conseguir un préstamo bancario en unos términos asequibles—.
La riqueza en forma de activos tangibles desempeña algo así como un papel de catalizador, más que el papel de insumo que se utiliza en el proceso de producción[318]. La consecuencia más importante de esas imperfecciones es que en un mundo en que muchas familias tienen poco o ningún patrimonio, y donde el gobierno solo ofrece unas oportunidades limitadas de educación, se produce una insuficiente inversión en capital humano.
El resultado es que, sobre todo sin un buen sistema educativo público, la riqueza de los padres (la educación, los ingresos) es el principal factor determinante de la riqueza de sus hijos. No es de extrañar, por tanto, que Estados Unidos, con su elevado nivel de desigualdad de patrimonio y de renta, sea también una sociedad con una falta de igualdad de oportunidades, como veíamos en el capítulo 1. De la misma forma, aumentar la igualdad y la igualdad de oportunidades incrementaría la productividad del país.
Existe otro motivo más por el que es posible que no exista la presunta compensación entre igualdad y eficiencia. Los mercados de riesgo —que ofrecen a los individuos la capacidad de contratar seguros en el mercado privado contra los importantes riesgos que tienen que afrontar, como el desempleo— son imperfectos o inexistentes; eso impone una enorme carga a los que tienen unos recursos limitados. Dado que los mercados de riesgo son imperfectos, en ausencia de protección social, el bienestar individual es menor y la disposición a emprender negocios de alta rentabilidad y elevado riesgo, también. Proporcionar una mejor protección social puede contribuir a crear una economía más dinámica.
Los efectos adversos de la denominada remuneración por incentivos
La derecha, al igual que muchos economistas, tiende a sobrevalorar los beneficios y a infravalorar los costes de la remuneración por incentivos. Indudablemente, existen contextos donde los premios monetarios tienen el potencial de concentrar las mentes en un problema espinoso y aportar una solución. Un famoso ejemplo de ello se detalla en el libro Longitud: la verdadera historia de un genio solitario que resolvió el mayor problema científico de su tiempo, de Dava Sobel. Como cuenta la autora, con la Ley de la Longitud de 1714, el Parlamento británico fijó «un premio por valor de un dineral» (el equivalente a varios millones de dólares hoy en día) a quien descubriera un método «práctico y útil de determinar la longitud». Se trataba de algo esencial para el éxito de la navegación transoceánica. John Harrison, un fabricante de relojes sin educación oficial, pero un genio de la mecánica, dedicó su vida a esa misión y al final se llevó el premio en 1773[319]. No obstante, entre afirmar que los incentivos monetarios son capaces de centrar las mentes en una importante misión y la idea de que los incentivos monetarios son la clave de unas buenas prestaciones en general, hay un abismo.
Lo absurdo de la remuneración por incentivos en algunos contextos queda claro si pensamos en cómo podría aplicarse a los médicos. ¿Es concebible que un doctor que practique la cirugía cardiaca dedique más atención o esfuerzos si su remuneración depende de si el paciente sobrevive a la operación, o si la cirugía de una válvula cardiaca dura más de cinco años? Los médicos trabajan para asegurarse de que cualquier intervención quirúrgica es óptima en términos absolutos, por razones que tienen poco que ver con el dinero. Curiosamente, en algunas áreas reconocemos los peligros de la remuneración por incentivos: está prohibido que los testigos expertos que declaran en los pleitos sean remunerados en función del resultado del proceso.
Dado que los sistemas de incentivos financieros nunca pueden diseñarse a la perfección, a menudo dan lugar a conductas distorsionadas, a un excesivo énfasis en la cantidad y a un insuficiente énfasis en la calidad[320]. Por consiguiente, en la mayoría de los sectores de la economía no se utilizan planes de incentivos tan simplistas (y distorsionadores) como los que se emplean en el sector financiero y los que se aplican a los máximos directivos. Por el contario, las evaluaciones tienen en cuenta las prestaciones comparadas con otras empresas en una situación similar; hay una evaluación de las prestaciones y el potencial a largo plazo. A menudo las recompensas adoptan la forma de ascensos. Pero se supone, sobre todo en el caso de los empleos de nivel superior, que los empleados van a hacerlo lo mejor posible y que no van a ahorrar esfuerzos, incluso en ausencia de una «remuneración por incentivos»[321].
La remuneración por incentivos, sobre todo en la forma en que se implementó en el sector financiero, ilustra lo distorsionador que puede llegar a ser ese tipo de retribución: los banqueros tenían incentivos para dedicarse a la asunción de unos riesgos excesivos, a unos comportamientos cortos de miras y a una contabilidad engañosa y no transparente[322]. En un buen año, los banqueros podían llevarse a casa un buen porcentaje de los beneficios; en un año malo, las pérdidas recaían sobre los accionistas; y en un año muy malo también recaían sobre los obligacionistas y sobre los contribuyentes. Era un sistema de remuneración unilateral: si salía cara, ganaban los banqueros; si salía cruz, perdían todos los demás.
Incluso aunque el sistema de retribución de los banqueros tuviera sentido antes de la Gran Recesión, dejó de tenerlo después, cuando los bancos ingresaron en la unidad de cuidados intensivos que les proporcionó el sector público. Anteriormente he descrito que lo que hizo el gobierno fue básicamente darles a los bancos cheques en blanco, prestarles dinero a unos tipos de interés de casi el 0 por ciento para que ellos lo «invirtieran» en bonos que daban una rentabilidad mucho mayor. En palabras de un banquero amigo mío, cualquiera, incluso su hijo de doce años, podría haber ganado una fortuna si el gobierno hubiera estado dispuesto a prestarle dinero en esos términos. Pero los banqueros consideraban que los beneficios resultantes eran el producto de su genialidad y que merecían plenamente la misma remuneración a la que se habían acostumbrado.
Pero aunque los planes de retribución de los banqueros pusieron en evidencia una parte de lo que estaba mal en los denominados sistemas de remuneración por incentivos, los problemas eran más generalizados. Las opciones sobre acciones eran igual de unilaterales que la retribución de los banqueros —a los directivos les iba bien cuando las cosas iban bien, pero no salían proporcionalmente perjudicados cuando caía el precio de las acciones—. Pero además, las opciones sobre acciones fomentaron la contabilidad deshonesta, que conseguía aparentar que la compañía iba bien, de forma que subiera el precio de las acciones.
Una parte de la contabilidad creativamente deshonesta implicaba contabilizar las propias opciones sobre acciones, de forma que los accionistas no supieran en qué medida el valor de sus acciones se estaba diluyendo a causa de las opciones de nueva emisión. Cuando el Consejo de Estándares Contables Financieros (el consejo, nominalmente independiente, que establece los estándares contables), apoyado por la Securities and Exchange Commission (SEC) y el Consejo de Asesores Económicos, intentó obligar a las empresas a proporcionar una contabilidad honesta de lo que les estaban pagando a sus directivos, los presidentes de las empresas respondieron con una vehemencia que venía a evidenciar su compromiso con el engaño. Las reformas que se propusieron no exigían que las firmas prescindieran de las opciones sobre acciones, sino únicamente que revelaran lo que se les estaba dando a sus directivos, de una forma que pudiera ser fácilmente comprensible por sus accionistas. Queríamos conseguir que los mercados funcionaran mejor, a base de tener mejor información.
Y fue precisamente debido a que los estándares contables afectan a la forma en que los mercados perciben las perspectivas para el futuro de las empresas, y debido a que estas quieren que haya unos estándares que les den un buen aspecto —lo que da lugar a un precio más alto de sus acciones, por lo menos a corto plazo—, por lo que creamos un consejo independiente para establecer esos estándares. Pero entonces las grandes empresas utilizaron su carta ganadora —la influencia política—, momento en que entraron en escena los altos cargos del gobierno, en un proceso que se suponía que era independiente y apolítico, a fin de mantener el engaño[323]. La presión dio resultado.
De hecho, si de verdad uno estuviera interesado en los incentivos —y no en el engaño— habría diseñado un sistema de retribuciones bastante diferente. La remuneración por incentivos mediante opciones sobre acciones recompensaba a los directivos cuando había un boom bursátil del que, en conciencia, no podían apuntarse el mérito. Además, les daba una gran bonificación a los máximos directivos siempre que el precio de lo que ellos vendían subía mucho, o cuando bajaba el precio de un insumo crucial, independientemente de si ellos habían hecho algo para conseguir aquellas variaciones en los precios. Los costes del combustible son cruciales para las compañías aéreas, y eso significa que sus máximos directivos se llevaban una prima cada vez que bajaba el precio del petróleo. Un buen sistema de incentivos podría basar la remuneración en la forma en que rinde una empresa en comparación con las demás de esa industria, pero hay muy pocas firmas que lo hagan. Eso da fe, o bien de su falta de comprensión de los incentivos, o bien de su falta de interés en tener una estructura de recompensas que esté vinculada al rendimiento, o de ambas cosas[324].
La ausencia de unos planes de remuneración bien diseñados, como los que se basan en el rendimiento relativo, en comparación con un grupo de homólogos equivalentes, refleja otro fallo del mercado, sobre el que llamábamos la atención en el capítulo anterior: las deficiencias en la gobernanza de las grandes empresas que abre la posibilidad de que los directivos hagan lo que va en su propio beneficio —incluyendo la adopción de sistemas de remuneración que los enriquezcan—, en vez de en beneficio de la sociedad, o siquiera de los accionistas.
Las críticas a la remuneración por incentivos que he expuesto hasta ahora están claramente dentro de los límites del análisis económico tradicional. Pero los incentivos tienen que ver con motivar a las personas, por ejemplo a trabajar mucho. Los psicólogos, los economistas del trabajo y otros científicos sociales han estudiado con detalle lo que motiva a la gente, y da la impresión de que, por lo menos en muchas circunstancias, los economistas lo han entendido rematadamente mal.
A menudo puede que a los individuos les motiven más las recompensas intrínsecas —la satisfacción de hacer bien un trabajo— que las recompensas extrínsecas (el dinero). Por poner un ejemplo, los científicos cuyas investigaciones e ideas han transformado nuestras vidas a lo largo de los últimos doscientos años no han actuado, en su mayoría, motivados por el afán de enriquecerse. Es una suerte, porque de lo contrario se habrían hecho banqueros, y no científicos. Lo más importante es la búsqueda de la verdad, el placer de utilizar su mente, el sentimiento de realización por un descubrimiento y el reconocimiento de sus colegas[325]. Por supuesto, eso no significa que vayan a rechazar el dinero si alguien se lo ofrece. Y, como hemos señalado anteriormente, un individuo que está preocupado por saber de dónde va a sacar el dinero para pagar su próximo almuerzo y el de su familia va a estar demasiado distraído como para investigar bien.
De hecho, en algunas circunstancias, centrarse en las recompensas extrínsecas (el dinero) puede llegar a mermar los esfuerzos. La mayoría de los maestros (o por lo menos muchos de ellos) no accede a su profesión por el dinero, sino por su amor a los niños y su dedicación a la enseñanza. Los mejores docentes podrían ganar mucho más dinero si se hubieran metido en la banca. Resulta poco menos que insultante suponer que no están haciendo todo lo posible por ayudar a sus alumnos a aprender, y que pagándoles 500 o 1.500 dólares más realizarían mayores esfuerzos. De hecho, la remuneración por incentivos puede ser corrosiva: a los docentes les recuerda lo mal pagados que están, y los que por ese motivo acaban centrándose en el dinero probablemente se verán inducidos a buscar un empleo mejor remunerado, dejando en la enseñanza a los docentes para quienes la enseñanza es la única alternativa. (Por supuesto, que los docentes perciban que están mal pagados socavará su moral y tendrá efectos de incentivos adversos).
Una historia que se cuenta a menudo nos da otro ejemplo: un centro de día en régimen de cooperativa tenía un problema porque algunos padres no pasaban a recoger a sus hijos con puntualidad. El centro decidió cobrar un recargo, a fin de incentivar a los padres a que lo hicieran. Pero muchos padres, incluidos los que ocasionalmente habían acudido con retraso, habían hecho un esfuerzo por recoger a sus hijos puntualmente; cumplían así de bien debido a la presión social, al deseo de hacer «lo correcto», aunque no lo consiguieran del todo. Pero cobrar un recargo convirtió una obligación social en una transacción monetaria. Los padres dejaron de sentir una responsabilidad social y, en cambio, evaluaron si los beneficios de llegar tarde eran mayores o menores que la multa. Los retrasos aumentaron[326].
Los planes estándar de remuneración por incentivos presentan otro defecto. En las facultades de Ciencias Empresariales subrayamos que el trabajo en equipo es absolutamente esencial para el éxito de una compañía. El problema es que los incentivos individuales pueden socavar ese tipo de trabajo en equipo. Además de una competencia constructiva, puede surgir una competencia destructiva[327]. Por el contrario, puede facilitarse la cooperación mediante una remuneración que dependa del «rendimiento del equipo»[328]. Irónicamente, la teoría económica estándar siempre ha menospreciado ese tipo de sistemas de recompensa, argumentando que los individuos no tendrían incentivos, porque normalmente el impacto de los esfuerzos de cada individuo en el rendimiento del equipo (incluso cuando el equipo es de un tamaño moderado) es inapreciable.
El motivo de que la teoría económica no haya logrado evaluar con precisión la eficacia de los incentivos de equipo es que subestima la importancia de la conectividad personal[329]. Los individuos trabajan duro para complacer a los demás miembros de su equipo y porque creen que es lo correcto. Los economistas también sobreestiman el egoísmo de los individuos (aunque existen considerables evidencias de que los economistas son más egoístas que los demás, y que la formación en ciencias económicas, efectivamente, hace a los individuos más egoístas a lo largo del tiempo)[330]. Así pues, tal vez no sea de extrañar que las empresas que son propiedad de sus trabajadores —quienes por consiguiente participan de los beneficios— hayan tenido un mejor rendimiento durante la crisis y hayan despedido a menos empleados[331].
Las anteojeras de las teorías económicas en este campo tienen que ver con una deficiencia más amplia dentro de la disciplina. El enfoque predominante acerca del comportamiento en la teoría económica estándar se centra en el individualismo racional. Cada individuo lo evalúa todo desde una perspectiva que no presta atención a lo que hacen los demás, a cuánto les pagan, o a cómo los tratan. Las emociones humanas, como la envidia, los celos o la sensación de juego limpio no existen, o si existen, no tienen ningún papel en el comportamiento económico; y si esos sentimientos salen a relucir, no deberían hacerlo. El análisis económico debería proceder como si esos sentimientos no existieran. Para los que no son economistas, este enfoque carece de sentido, y para mí, también. Ya he explicado, por ejemplo, cómo los individuos pueden reducir sus esfuerzos si sienten que están siendo tratados injustamente y cómo puede espolearlos el espíritu de equipo. Pero esas teorías económicas centradas en el individuo, donde lo único que cuenta es el dinero, confeccionadas a medida para los mercados financieros a corto plazo de Estados Unidos, están socavando la confianza y la lealtad en nuestra economía.
En resumen, contrariamente a lo que afirma la derecha acerca de que la remuneración por incentivos es necesaria para que el país mantenga su elevado nivel de productividad, el tipo de planes de remuneración por incentivos que utilizan muchas grandes empresas, además de crear más desigualdad, de hecho, resulta contraproducente.
Sobrevaloración de los costes, e infravaloración de los beneficios, de una fiscalidad más progresiva
La derecha no solo ha infravalorado los costes de la desigualdad y ha ignorado los beneficios de eliminar las distorsiones de los mercados que fomentan la desigualdad y que acabamos de describir. Además, ha sobrevalorado los costes de corregir la desigualdad a través de una fiscalidad progresiva y ha subestimado las ventajas del gasto público.
En el capítulo anterior, observábamos que el presidente Reagan, por ejemplo, alegaba que al hacer menos progresivo el sistema impositivo —al bajar los impuestos a la parte más alta—, en realidad, iba a recaudarse más dinero porque aumentarían los ahorros y el trabajo. Se equivocaba: los ingresos por impuestos disminuyeron significativamente. A las bajadas de impuestos del presidente Bush no les fue mejor; lo único que consiguieron, igual que las de Reagan, fue aumentar el déficit. El presidente Clinton subió los impuestos a la parte más alta y Estados Unidos experimentó un periodo de rápido crecimiento y una leve disminución de la desigualdad. Por supuesto, la derecha tiene razón al señalar que si el tipo impositivo marginal estuviera cerca del 100 por ciento, los incentivos se verían sensiblemente rebajados, pero esos ejemplos vienen a demostrar que no estamos ni mucho menos cerca de una situación donde esa cuestión debería preocuparnos. De hecho Emmanuel Saez, profesor de la Universidad de California, Thomas Piketty, de la Escuela de Economía de París, y Stefanie Stantcheva, del Departamento de Economía del MIT, han estimado, teniendo cuidadosamente en cuenta el efecto sobre los incentivos de una mayor fiscalidad y las ventajas para la sociedad de una reducción de la desigualdad, que el tipo impositivo en el tramo más alto debería ser aproximadamente del 70 por ciento, el valor que tenía antes de que el presidente Reagan iniciara su campaña a favor de los ricos[332].
Pero ni siquiera esos cálculos reflejan plenamente, a mi juicio, los beneficios de una fiscalidad más progresiva, por tres razones. En primer lugar, anteriormente señalábamos que un aumento de la equidad (y de la percepción de equidad) incrementa la productividad, y en consonancia con la mayoría de análisis económicos, esos cálculos ignoraban esa cuestión.
En segundo lugar, la sensación de que nuestro sistema económico y político es injusto socava la confianza, que es esencial para el funcionamiento de nuestra sociedad. En el próximo capítulo explicaremos con mayor detalle de qué forma la desigualdad, y la forma en que esta ha surgido en Estados Unidos, ha socavado la confianza, y cómo la disminución de la confianza debilita nuestra economía y nuestra democracia. Un sistema impositivo más progresivo podría contribuir algo al restablecimiento de la confianza en que nuestro sistema es, en el fondo, justo. Eso podría acarrear enormes beneficios para la sociedad, incluyendo a nuestra economía.
En tercer lugar, como señalábamos en el capítulo anterior, gran parte de la falta de progresividad —los bajos tipos impositivos que tienen que pagar los de arriba, entre ellos Mitt Romney, el candidato presidencial— deriva de las disposiciones especiales del código tributario, como los bajos tipos impositivos sobre las plusvalías de capital, la amplia definición de las plusvalías de capital[333] y los vacíos legales tanto en el impuesto de sociedades como en el impuesto sobre la renta de las personas físicas. Esos factores distorsionan la economía y reducen la productividad. Como hemos comentado, una de las razones de que muchas de nuestras grandes empresas paguen tan pocos impuestos es que no se gravan sus ingresos procedentes de las filiales en el extranjero hasta que los repatrían, una disposición del código tributario que fomenta que esas empresas inviertan en el extranjero en vez de en Estados Unidos. Eliminar esas disposiciones serviría a la vez para aumentar la progresividad y para fortalecer la economía estadounidense.
Por añadidura, en la medida en que los ingresos de la parte más alta proceden de las rentas, y en la medida en que es posible identificar y gravar esas rentas, queda claro una vez más que es posible tener un sistema fiscal más progresivo sin efectos adversos sobre los incentivos.
El hecho de que las bajadas de impuestos para los ricos hayan incrementado sustancialmente el déficit y la deuda nacional tiene otro efecto: han creado presión para que el gobierno reduzca su apoyo a las inversiones en educación, en tecnología y en infraestructuras. La derecha ha subestimado la importancia de esas inversiones públicas, que no solo pueden tener una alta rentabilidad de forma directa, sino que constituyen la base para las inversiones de alta rentabilidad del sector privado. Anteriormente he mencionado la contribución que habían hecho las inversiones del gobierno en materia de investigación y tecnología (como la primera línea de telégrafo que cruzó Norteamérica en el siglo XIX o la creación de Internet y los fundamentos del primer navegador en el siglo XX). Una reciente investigación ha revelado que los años previos a la II Guerra Mundial fueron unos años de un fuerte aumento de la productividad, que sentó las bases para aumentos aún mayores en los años sucesivos. Entre los motivos de ese aumento están las inversiones del gobierno en carreteras (que curiosamente desempeñaron un importante papel a la hora de incrementar la productividad de los ferrocarriles)[334]. Ese tipo de inversiones públicas únicamente puede financiarse de una forma sostenible a través de los impuestos, y teniendo en cuenta el nivel de desigualdad, lo que hace falta es una fiscalidad progresiva bien diseñada, que sea menos distorsionadora que la fiscalidad regresiva. El máximo directivo de una gran empresa no se esforzará la mitad para conseguir que la compañía funcione bien simplemente porque su remuneración neta sea de 10 millones de dólares anuales y no de 12 millones. En cualquier caso, la eventual pérdida de esfuerzo en actividades socialmente productivas derivadas de subir los impuestos a los pocos contribuyentes del 1 por ciento más alto —lo que, debido a la enorme desigualdad que hay en nuestra sociedad, recaudaría una gran cantidad de dinero— palidece en comparación con los efectos sobre el número muy superior de contribuyentes que tendrían que pagar más impuestos a fin de recaudar esa misma cantidad de dinero[335].
COMENTARIOS FINALES
Algunos de los efectos adversos de la desigualdad podrían ser menores si los que son pobres hoy fueran ricos mañana, o si hubiera una verdadera igualdad de oportunidades. Cuando el movimiento Occupy Wall Street llamó la atención sobre la creciente desigualdad, la respuesta de la derecha fue decir, casi con orgullo, que a diferencia de los demócratas, que creen en la igualdad de resultados, ellos estaban comprometidos con la igualdad de oportunidades. Según Paul Ryan, el republicano de Wisconsin que preside el Comité Presupuestario de la Cámara de Representantes, responsable de tomar las decisiones presupuestarias cruciales que afectan al futuro del país, una diferencia esencial entre los dos partidos es «si somos un país que sigue creyendo en la igualdad de oportunidades, o si nos estamos alejando de eso y aproximándonos a una insistencia en la igualdad de resultados»[336]. Y añadía: «No nos centremos en la redistribución; centrémonos en la movilidad hacia arriba».
Esta perspectiva adolece de dos problemas fácticos. En primer lugar, sugiere que aunque estamos fracasando en la igualdad de resultados, estamos teniendo éxito en la igualdad de oportunidades. El capítulo 1 demostraba que eso no era cierto. Aquí parece encajar la apostilla de Jonathan Chait: «Los hechos no deberían interferir con una agradable fantasía»[337].
El segundo problema fáctico es la afirmación de que el punto de vista progresista defiende la igualdad de resultados. Como Chait dijo muy bien, la realidad es que los demócratas no están defendiendo la igualdad de resultados, solo unas políticas «que dejan como está la astronómica desigualdad de ingresos, solo mínimamente paliada por el gobierno»[338].
Tal vez la cuestión más esencial es esta: nadie triunfa por sí solo. Hay multitud de personas inteligentes, trabajadoras y dinámicas en los países en vías de desarrollo que permanecen en la pobreza, no porque carezcan de capacidades, ni porque no estén esforzándose lo suficiente, sino porque trabajan en unas economías que no funcionan bien. Todos los estadounidenses se benefician de las infraestructuras físicas e institucionales que se han ido desarrollando a través de los esfuerzos colectivos del país a lo largo de muchas generaciones. Lo que resulta preocupante es que los integrantes del 1 por ciento, al intentar reivindicar para sí mismos una proporción injusta de los beneficios de este sistema, puedan estar dispuestos a destruirlo con tal de aferrarse a lo que tienen.
Este capítulo ha explicado que estamos pagando un alto precio por una desigualdad que está dejando una herida cada vez más profunda en nuestra economía —una menor productividad, menor eficiencia, menor crecimiento, más inestabilidad— y que los beneficios de reducir esa desigualdad, por lo menos respecto al elevado nivel actual, compensan con diferencia cualesquiera costes que pudieran derivarse. Hemos identificado numerosos canales a través de los cuales actúan los efectos adversos de la desigualdad. Pero al final, lo que cuenta es que el hecho de que una elevada desigualdad está asociada a un crecimiento menor —descontando el efecto de todos los demás factores relevantes— ha quedado demostrado tras observar una gran variedad de países a lo largo de extensos periodos[339].
De entre todos los costes que el 1 por ciento más alto impone a nuestra sociedad, tal vez el mayor sea el siguiente: la erosión de nuestro sentido de la identidad, donde son tan importantes el juego limpio, la igualdad de oportunidades y la sensación de comunidad. Durante mucho tiempo, Estados Unidos se ha enorgullecido de ser una sociedad justa, donde todo el mundo tiene las mismas oportunidades de salir adelante, pero hoy en día las estadísticas, como hemos visto, sugieren lo contrario: las probabilidades de que un estadounidense pobre, o incluso de clase media, consiga llegar a lo más alto en Estados Unidos son menores que en muchos países de Europa. Y dado que la desigualdad en sí crea una economía más débil, esas probabilidades tan solo pueden ir a menos.
La desigualdad de Estados Unidos tiene un coste adicional, más allá de esa pérdida del sentido de identidad y más allá de la forma en que está debilitando nuestra economía: está poniendo en peligro nuestra democracia, un asunto que examinaremos en los dos capítulos siguientes.