Barro

Vuelta a la escuela. Los alumnos más pequeños gritan y corretean por los pasillos, así que hay que ir dando patadas para conseguir avanzar. Veo a Christian: camiseta blanca, vaqueros azules. Me paro y lo observo. Me mira y se muestra del todo inexpresivo cuando nuestros ojos se cruzan, ¿o es un acto reflejo? No estoy segura. Hago un amago de seguirle, pero me detengo.

En Mboya no tienen cigarrillos. Unos suecos me llevan a la ciudad después de clase. Les cuento que tengo que ir a visitar a un compañero que está enfermo. No encuentro cigarrillos. Entro en el café Kibo y le pregunto a un tío que está fumando.

—Puedes comprar una calada —dice él.

Encuentro un taxi. Cuando llego a la escuela, veo que Christian está cavando en la zanja que va en paralelo junto a la carretera de acceso. Hay que hacerlo antes de que empiece la época de lluvias largas, en febrero. Jarno también está allí. Pago al taxista, salgo del coche y me planto frente a ellos con los brazos cruzados. Los dos llevan camisetas blancas y vaqueros azules.

—¿Cómo os va, chicos? —pregunto.

—¿A ti cómo te parece que nos va?

—contesta Jarno. Christian simplemente me observa inexpresivo.

Tsk —dice, escupe y sigue cavando.

—¿Qué habéis hecho? —pregunto.

Jarno mira a Christian, que tiene la mirada clavada en el infinito y sigue callado. Sonríe:

—Christian siempre contesta «No lo sé, no me importa» cada vez que la señora Harrison le pregunta algo. Y la pobre se pone de los nervios.

—¿Y tú?

—Atrasado con los deberes.

—¿Qué pasa con vuestra ropa?

—Es nuestro estilo —explica Jarno—. Somos los gemelos Carlsberg.

He oído que los esnifadores de cola los llaman así. Christian roba cervezas de su casa. Los expertos blancos se hacen mandar todo tipo de productos que aquí no se pueden encontrar y sobornan a los de aduanas. Es imposible conseguir cervezas en el mercado porque los de la fábrica de Arusha se han quedado sin tapones y no les volverán a servir más hasta que hayan pagado la factura de la última entrega.

—Jarno, Christian —digo—. Nos vemos, chicos.

—Vale —asiente Jarno y empieza a cargar la carretilla.

Christian no dice ni mu.

—Nos vemos, Christian —insisto.

Él sigue callado. Me mira.

—¿Vale?

—Vale —contesta e insinúa una sonrisa mientras golpea el barro seco del fondo de la zanja con la pala.

Conexión

Las clases han terminado. Debería… hacer algo. ¿Qué voy a hacer? Entro en la casa para llamar a Tanga. ¡Hay línea! La sirvienta va a buscar a Alison.

—No quiero estar aquí —le digo.

—¿Qué ha pasado?

—No lo aguanto más.

—Venga ya, Samantha, tampoco es para tanto.

—Sí. Lo odio.

—Podría ir a verte el próximo fin de semana largo y podríamos visitar a los Durant juntas —propone tratando de animarme.

—Aún faltan muchas semanas para eso —argumento.

—Va, Samantha.

—Bueno, vale. ¿Cómo estás tú?

—Ya sabes… mamá y papá… no van muy bien.

—¿Él está en casa?

—Sí. De hecho creo que…

La llamada se corta. Lo intento de nuevo, sin suerte.

El mercado negro

Hoy apenas hay hindúes en la escuela. Tienen miedo. Están haciendo redadas en sus casas, tiendas y fábricas, y hay muchas detenciones. Detienen incluso a gente sin una orden judicial.

En el aparcamiento, veo a Masuma salir de su coche con chófer vestida con su traje blanco de bádminton.

—Masuma —la llamo—, ¿estás bien?

—Quiero jugar al bádminton —responde ella.

—¿Estáis todos bien en tu casa?

Masuma mira nerviosa a su alrededor.

—Ven. —La agarro del hombro.

Bajamos hacia Karibu Hall. Masuma hace un amago de empezar a llorar, pero se endereza y no suelta ni una lágrima.

—Estuvieron en la fábrica de mi padre en Himo, pero no encontraron nada. Luego hemos recibido un mensaje de Kerbala, nuestra ciudad santa: han tenido una visión de sangre y violencia en África. Y mi madre ha tenido otra visión: una alerta de guerra. Para nosotros es muy peligroso estar aquí ahora.

—Pero ¿qué está ocurriendo?

—Tanzania nos ha cerrado todas las fronteras, han anulado todos los vuelos internacionales. Todos los musulmanes chiíes del mundo han oído hablar de la visión, nuestros familiares nos llaman para saber si estamos bien, pero ¿qué pueden hacer? Viviremos a la manera africana hasta el día en que no haya piedad. Entonces moriremos.

Empieza a sollozar de nuevo.

—No os va a pasar nada —digo yo para intentar animarla—. Así no funcionan las cosas aquí en Tanzania.

—Eso no puedes saberlo con seguridad —contesta Masuma—. Christian no está en Karibu Hall.

—Debe de haber pensado que no vendrías.

Masuma niega con la cabeza, vuelve al coche; la llevan a casa.

A lo largo del día algunos alumnos reciben noticias de sus padres en Dar. Parece ser que la playa de Oysterbay está abarrotada de equipos de música, reproductores de vídeo, televisores y un montón de cosas que solo se pueden conseguir en el mercado negro. La gente ha tirado sus cosas al mar porque el simple hecho de poseer algo podría ser una prueba de infracción de la ley. Las autoridades intentan detener la actividad económica ilegal, por eso persiguen a los hindúes. Son ellos los que manejan una gran parte de ese mercado.

El viernes se restablecen las clases. El Estado está instando a la población para que vayan a manifestarse a favor de la lucha en contra del mercado negro. Está tirando piedras contra su propio tejado. Si el mercado negro desaparece, quedará al descubierto lo inútil que es la economía socialista. Es gracias a los hindúes que el país funciona. Nosotros obviamente no estamos invitados a la manifestación porque somos extranjeros y participantes muy activos en el mercado negro.

Varano del Nilo

Alison me escribe que no podrá venir a verme para las vacaciones del medio trimestre, porque hay mucho trabajo en el hotel y tiene que ir a Dar es Salaam. Pero que tiene muchas ganas de que vuelva a casa para las vacaciones. Joder.

—¿Vendrás a la fiesta esta noche, Samantha? —pregunta Baltazar mientras salimos del comedor el viernes después del almuerzo.

Va dos cursos por encima de mí. Es muy bueno en deportes. Me coge la mano.

—Me gustaría bailar contigo.

Tiene ese color de piel que es como un negro azulado y está muy fibrado. Veo que Stefano está con Truddi haciéndose el tío bueno, pero aun así no me quita los ojos de encima. Sonrío a Baltazar.

—Sí, claro —contesto.

Baltazar tiene que ir al entrenamiento de fútbol. Stefano pasa por delante de mí y de Tazim.

—Vaya, ¿así que ahora eres el colchón de los locales? —suelta como quien no quiere la cosa.

—Esa tipa no tiene mucho culo, Stefano —le digo yo.

—¿A quién te refieres? —pregunta Tazim.

—A Truddi —contesto.

Tazim niega con la cabeza.

Quedamos en que me dejará su camiseta amarilla para esta noche y después se marchará a la ciudad para hablar con su cura. Va a confesarse. Yo también debería hacerme católica porque Tazim simplemente tiene que decir lo que ha hecho, soltar un par de avemarías y después todo está OK. Aunque el tema es que ella nunca hace nada mal.

—¿Qué has hecho? —le pregunto.

—Son mis pensamientos —dice Tazim—. Tengo pensamientos guarros.

—¿Eso es todo?

—Planes —susurra—. También tengo planes guarros.

—¿Con Salomon? —pregunto yo.

Me sonríe un poco y se aleja. No encuentro a Panos, así que entro a buscar mis cigarrillos, que están pegados con celo debajo de la cama de Truddi; a veces hacen redadas en las habitaciones. Después cruzo el campo de fútbol, salgo del recinto de la escuela y sigo por la derecha hacia el río, bajo el camino por la pendiente. Ha habido sequía durante un tiempo, así que puedo saltar de una piedra a otra hasta llegar a la otra orilla, donde sigo caminando un trozo más a lo largo del río. Me siento y enciendo mi cigarrillo. Observo cómo un varano del Nilo, el lagarto más grande de África, le da caza a un gecko en la orilla de enfrente. No siento nada. Me seco una lágrima que se anuncia en el rabillo del ojo. Doy una calada fuerte y el filtro se calienta tanto que parece que se esté derritiendo entre mis dedos. Oigo un ruido que viene de más abajo, aplasto rápidamente el cigarrillo con la suela del zapato y tiro la colilla por la pendiente. Espero, escucho y observo el camino: probablemente sea una mujer que vuelve del mercado… No, es Jarno. Corre. Lleva la camiseta en la mano y los músculos de su estómago se muestran tensos bajo la fina capa de piel que brilla de sudor.

Mama Mbege

—Sam the man —dice, se para, sonríe y resopla.

Su largo cabello le cuelga ante los ojos, que son del color del pis.

—¿Adónde vas? —le pregunto.

—A la casa-pombe, de Mama Mbege —contesta.

—¿Estás yendo a beber mbege?

—Lo hago un par de veces por semana —dice Jarno.

Mbege es la cerveza local, elaborada a base de mijo. Emborracha y además te llena, es densa y tibia.

—Vale. —Me voy con él.

Llegamos hasta el borde del pequeño pueblo y la casapombe (simplemente un nombre común para designar una bebida con alcohol). Un par de hombres están sentados de cuclillas en el patio. Nos acomodamos en uno de los bancos y Jarno saluda a los dos hombres y a la mama. Nos sirve en una calabaza pinchada con un palo que hace la función de vaso. Jarno bebe, enciende un cigarrillo. Yo tomo un sorbo. Es difícil tragarlo si uno no está acostumbrado. Alguien se ríe. Es el vigilante nocturno Ebenezer, que entra por el hueco que hay en los arbustos.

—Samantha y Jarno —dice y asiente con la cabeza—. Sois unos auténticos waswahilis.

—Totalmente —contesta Jarno y le pide gongo a la mama.

Es un licor casero muy potente. Los campesinos locales compran melaza de la TPC. Es un producto residual en la producción de azúcar que normalmente se mezcla con el pienso de los animales, pero ellos utilizan la mayor parte para quemar alcohol. La bebida se llama gongo y es como si te pegaran en la cabeza con un palo.

La fiesta de esta noche incluye una barbacoa en Kishari, que es el edificio de los mayores, y Jarno, que se acaba de mudar allí, es ahora el más jovencito.

—¿Estás bien? —Me echa una mirada de reojo.

—No estoy mal. ¿Vas a pinchar esta noche?

Asiente y mira hacia delante, a través de su pelo. Me acerca el cigarrillo y después hay silencio. ¿Cómo de finlandés se puede llegar a ser?

—Nos vemos —digo y camino meneando el culo embutido en mis pantalones cortos. En esta época anochece pronto. Vacío el paquete de cigarrillos y tengo cerillas preparadas para encender el papel en caso de que viniera un perro vagabundo. Los perros tienen miedo del fuego y los que andan sueltos pueden tener la rabia.

Jarno no me adelanta mientras ando de vuelta a la escuela a lo largo del río. Quizás haya tomado otro camino. Los demás estarán en la fiesta. Ducha, vaqueros, la camiseta amarilla de Tazim y unas chancletas. Voy hacia Kishari. Aziz vigila la parrilla con otros dos chicos mayores. Cuando hayan superado el examen final habrán terminado aquí. Encuentro a Tazim. Se oye música rock inglesa de la chunga. Miro dentro de la sala de estar, que han vaciado de muebles para que se pueda bailar. Jarno no está en el equipo de música.

—¿Te han dado la absolución? —pregunto a Tazim.

—Sí —contesta—. Ahora puedo empezar de cero.

Pero no parece contenta.

—¿También te absolvieron de tus planes guarros?

—No, esos no le han gustado nada a Dios.

—¿Vas a renunciar a ellos? —pregunto.

—Dios no tiene que decidirlo todo —me asegura Tazim.

—¿Alguien ha visto a Jarno? —pregunta Aziz.

—No, pero aun así podríais poner una música más decente —dice una de las chicas mayores.

—La tiene encerrada en su armario y bajo llave.

Y en ese mismo momento llega Jarno corriendo y atraviesa la portezuela. Una fina capa de polvo le cubre la piel sudada. Sonríe a lo grande y corre entre la gente. Ellos ríen, aplauden y dicen:

—Aquí está el señor DJ, el hombre de la música.

Un rato después llegan los sabrosos. Baltazar me ha descubierto y se me acerca con un vaso de ponche de fruta en la mano. Deberíamos haber traído una botella de Konyagi para animar un poco la bebida.

—Gracias —le digo y cojo el vaso. Aún noto el efecto del mbege.

—¿Quieres que te traiga algo para comer? —pregunta.

—Sí, por favor. —Me pongo contenta.

Lo observo cuando camina. Camisa ajustada recién planchada. Bebo un poco del ponche y noto que ya le han puesto Konyagi.

El baile

Más tarde nos mudamos al interior del edificio y Jarno empieza a poner música que invita a bailar. Está vestido con su uniforme: camiseta blanca, vaqueros azules y el pelo tapándole los ojos. Muchos ya han empezado a bailar. Panos está apoyado en la pared junto a Christian, que va vestido igual que Jarno.

Stefano baila con Truddi, y Diana con un esnifador de cola. Shakila está con Jarno mirando sus casetes. Muchos de los alumnos mayores están ya en la improvisada pista de baile, entre ellos Sharif, que es de Yemen, clavado a Michael Jackson e imitador de este. Sharif baila con Katja, una finlandesa rubia de la clase de Jarno. Después baila con Shakila y me doy cuenta de que Christian la sigue con la mirada. Fue una vez, justo después de que muriera la hermana pequeña de Christian. Se enrollaron, pero no funcionó. Stefano me mira de reojo, pero gira la cabeza cada vez que le devuelvo la mirada. Baltazar me arrastra a la pista. Eddy Grant canta Electric Avenue y después viene una canción más lenta de Hot Chocolate: It Started With a Kiss. Me inclino hacia Baltazar y noto el contorno de sus perfectos músculos a través de la tela de su camisa.

—¿Quieres salir a fumar? —me pregunta cuando la canción está a punto de acabar.

—Sí —contesto.

Abandonamos la sala. Noto que Stefano me observa. Salimos al jardín y desaparecemos por la portezuela. Baltazar enciende un cigarrillo, pero no es un cigarrillo.

—Ahhh —digo yo.

—Necesitamos un poco de Jah-power.

Y fuma.

—Yo no quiero volver a la fiesta.

—¿Por qué no?

—Porque Stefano dice mentiras sobre mí.

—Ya me encargaré yo de él —me asegura Baltazar.

—¿Cómo?

—Le explicaré que se ganará una buena paliza si no para.

—Toma —digo, le devuelvo el porro y me reclino hacia él.

—Eres muy guapa, Samantha. —Me abraza, me besa y me aprieta el culo un poco demasiado fuerte.

Noto su pene contra mí. ¿Por qué no me acaricia los pechos? Bajo la mano y le toco a través de los pantalones. Él gime. Se desabrocha el cinturón, abre el botón y baja la cremallera.

—Tranquilo, tío —digo yo.

—Por favor —me susurra y me coge la mano.

Sí, quiero tocarlo, pero… Dirige mi mano y, cuando lo toco, noto su piel blanda. La fina capa que envuelve el pene. Le rodeo la polla y aprieto. Él hace unos sonidos, como si fuera un cachorrito. Es grotesco. Se la meneo.

—¿Te gusta? —pregunto.

—Ohhh, sí.

Se convulsiona un momento y noto algo húmedo en la mano. Semen.

—Gracias —dice. Da un paso hacia atrás y se abrocha los pantalones.

¿Gracias? Aquí estoy yo, completamente insatisfecha. ¿Y qué piensa hacer él al respecto? Me seco la mano en la hierba.

—Volvamos adentro —propone Baltazar.

—Y eso ¿por qué? —pregunto yo.

—Tengo sed. —Empieza a caminar.

El lunes expulsan a Christian y a Jarno durante una semana. Un profesor los pilló bebiendo cerveza en el hotel Moshi. Cuando te expulsan de la escuela por beber, la gente te admira. Pero tienes que ser tonto para que te pillen. Si no lo eres, es que te dejas pillar, quizá para impresionar a alguien. Y Christian no es un tonto: quiere impresionarme a mí. Pero ¿qué impresión me quiere dar?

Por la noche desaparezco en la oscuridad con Baltazar. No estoy enamorada de él, y él no está enamorado de mí. Nos besamos. Pone mi mano en su pene y yo le toco, él gime y me tira de las tetas hasta que le pido que deje de hacerlo. Es lo que hay, da lo mismo. Vuelvo a Kiongozi. Truddi está apoyada en la puerta de la entrada.

—¿Con quién has estado, Samantha? —pregunta con voz acaramelada. Me detengo.

—Sam —le digo—. Sam the man. A partir de ahora tienes que llamarme Sam.

—Y eso ¿por qué? Es feo. Es un nombre de chico —dice Truddi haciéndose la disgustada.

—Exacto. Soy un hombre entre vosotras, que sois las corderitas.

—¿Dónde has estado? —insiste.

La empujo a un lado para poder pasar. No le contesto.

El dedo

El lunes nos informan a todos los internos de que hay un brote de rabia en la zona. Algunas chicas de Kilele fueron atacadas al volver de la fiesta del viernes; a una de ellas la mordieron y está en tratamiento. A partir de ahora, los alumnos que viven en los edificios que están fuera de la zona de la escuela tendrán que ir escoltados por un vigilante y desplazarse en grupo para volver por la noche. Y también de día tendremos que movernos en grupo cuando vayamos a estar fuera del área de la escuela.

Esa noche, Baltazar me abre los pantalones y me mete el dedo. Estamos bajo los eucaliptos que hay junto a la zona de deportes. Yo le hago un arreglo con la mano.

—Para. No, eso ni se te ocurra —le digo cuando me intenta quitar los pantalones.

Stefano ha dejado de hablarme. Baltazar le ha amenazado. Realmente no tengo a nadie con quien hablar. Tazim anda intentando ligarse a Salomon: el plan guarro que tenía consistía en pedirle a Salomon que le echara un polvo salvaje.

Una tarde ando buscando a Panos para preguntarle si quiere fumar un cigarrillo. Está en el campo de fútbol. Veo su cuerpo tamaño armario a lo lejos. Es muy fuerte. Los chicos mayores de Kishari tienen la tradición de capturar a los chicos más jóvenes para luego meterles la cabeza en el váter y tirar de la cadena. Aziz se rompió el brazo cuando lo intentaron con Panos.

Desaparecemos por el maizal que hay detrás de los establos de caballos y casi chocamos con Sharif, que está con la mano metida bajo la camisa de Katja, la finlandesa. También tiene la lengua metida en lo más profundo del cuello de la chiquilla.

—Perdona —digo yo.

—Quiero enseñarte algo —dice Panos y me arrastra campo a través entre las mazorcas y hasta el linde.

Señala. Bhangi. Seis plantas enormes.

—¿Cómo las has descubierto? —pregunto atónita.

—Son mías. Las he plantado yo.

—¿Cómo?

—Lo único que hay que hacer es remover un poco la tierra con un palo y tirar un puñado de semillas justo antes de la época de lluvias. Del resto se encarga la naturaleza. Crecen a lo bestia. El único problema es secarla.

—¿Cómo lo haces?

—La pongo en el desván de mi vecino Sandeep. El que tiene el gato.

—¿En Kijana?

—Sí. Puedes levantar una plancha del falso techo y arrastrarte entre las vigas hasta llegar al final. La seco justo encima de la cama de Sandeep.

—¿No tienes miedo de que te pillen? —le pregunto alucinada.

—Estoy cansado de pagar el precio de usurero que piden Emerson o Alwyn. Además, si pillan a alguien, pillan a Sandeep —razona.

Emerson compite seriamente con Alwyn por el mercado de bhangi en la escuela.

Piel de negro

Stefano ha conseguido una cazadora negra de cuero de los años cincuenta, de esas que están repletas de cremalleras. Siempre se la pone por la noche. Yo estoy con Baltazar. Estamos entre los eucaliptos detrás de las pistas de voleibol. En ese momento, Stefano pasa por debajo de una lámpara instalada en el voladizo de los vestuarios. Los chicos tienen que volver a Kijito sobre esta hora para no llegar tarde.

—Ese idiota anda con una cazadora de cuero en medio de los trópicos —comento.

—Es un cabrón —añade Baltazar, y es verdad, pero…

Cuando Stefano llega a nuestra altura:

—Pareces un mariquita con esa cazadora —le provoca Baltazar.

Stefano se detiene. Es imposible verle la cara en la oscuridad.

—¿Tú sabes de qué esta hecha esta chaqueta? —pregunta.

—De piel de cerdo, así que te pega mucho.

—Está hecha de pequeños niños negros de Angola —dice Stefano. Baltazar da un respingo, me suelta, se esfuma de mis brazos y sale corriendo.

—Baltazar, ¡no! —grito.

Stefano sale pitando hacia la esquina de la pista, que es el camino que lleva a Kishari y a Kijito. Baltazar le sigue. Es rápido, tiene las piernas largas. Ninguno de los dos emite ni un solo sonido, tan solo corren. Yo voy detrás y me acerco a la esquina. Veo que pasan corriendo bajo la luz que sale de la primera casa de la calle. Baltazar se le acerca: sonido de pies que resbalan. Stefano grita. Yo sigo corriendo. Sonido de golpes.

—Imbécil de mierda —insulta Baltazar.

Hay movimiento en la oscuridad.

—¡Para! ¡Baltazar! —grito yo.

Está sentado encima de Stefano, que yace boca abajo. Le tira del grueso cabello negro y lo golpea reiteradas veces en el asfalto quemado por el sol. Stefano grita. Yo lloro. Baltazar se levanta, escupe encima de Stefano. Se gira hacia mí.

—¿Aún lo quieres? Pues toma. —Se va.

—¡No!

Stefano gime, se apoya en las manos y las rodillas. Gotas de sangre y mocos le resbalan por la cara. Oigo que se acerca un grupo de chicos desde el campo de fútbol. Empiezo a correr de vuelta. Paso junto a ellos.

—¿Qué coño… ? —preguntan cuando paso corriendo por la luz de la casa. Oyen gemir a Stefano—. ¿Qué ha pasado? —Se le acercan para auxiliarle.

Yo corro hasta Kiongozi, voy al lavabo, me siento y tiemblo en uno de los cubículos. Stefano ha dicho a todos que llegué hasta el final con él cuando estábamos juntos. Baltazar cree que le rechazo porque echo de menos a Stefano. Qué grotesco.

Media hora más tarde me viene a buscar Seppo y me lleva al despacho, donde Owen me interroga.

—No sé qué ha pasado —digo yo—. Estaba muy oscuro.

—Stefano está en KCMC con la nariz rota, pero se niega a decir quién ha sido.

Baltazar está bajo vigilancia y todos saben que ha sido él.

—Márchate —le digo cuando intenta hablarme.

Lombriz

En la pausa de las diez de la mañana, a los alumnos internos nos sirven tentempiés acompañados de zumo y té frente al comedor. Yo cojo un donut y tomo té. Baltazar está charlando con Aziz. Voy para allá con Tazim.

—Aquí está mi chica —dice fardando Baltazar. Yo le sonrío como se supone que debe sonreírle su chica.

—¿Te ha quitado ya la virginidad? —pregunta Aziz.

Idiota.

—A mí me quitaron la virginidad hace ya mucho —contesta Baltazar.

No lo creo.

—Pero… ¿es buena? —pregunta Aziz.

—Cállate, joder —grito y dejo que Baltazar me rodee con su brazo.

—Pero lo habéis hecho, ¿verdad? —insiste Aziz y hace como si le pasmara la mera posibilidad de que hubiéramos tenido relaciones sexuales.

—Pues claro que sí —le contesta Baltazar.

—Pues claro que no. Ni de coña —respondo yo y me deshago de su abrazo.

Me alejo dos pasos.

—No tienes por qué sentir vergüenza —comenta Baltazar.

—No deberías mentir acerca de esto —le digo muy seria.

—¿Por qué no quieres admitirlo?

—Yo no me he acostado contigo —contesto—. Y para tu información, eso es algo que jamás ocurrirá.

Me doy la vuelta.

—Eres una guarra y una mentirosa, Sam —dice Baltazar.

Me giro y le observo.

—Ya te gustaría —contesto—. Tu polla es más pequeña que una lombriz y tu cerebro aún más minúsculo.

Me marcho. Aguanto el tipo el resto del día y reprimo las lágrimas hasta que me hallo bajo el agua de la ducha. Finalmente.

Christian está enfadado conmigo porque estoy con Baltazar. Panos anda detrás de Truddi como si estuviera en celo. La mayoría de los chicos me tienen miedo. Tazim dice que soy demasiado directa, ¡pero si eso es lo que quieren! Ella en cambio anda cogida de la mano de Salomon.

—Esta noche es la noche —me susurra en la habitación después de hacer los deberes y con unas horas libres por delante antes de ir a dormir.

—¿Ah, sí? —pregunto yo.

Tazim levanta las cejas.

—Pero ¿has pensado en usar protección? —le pregunto.

—Sí, sí —contesta ella—. Deséame suerte.

—Suerte.

Tazim sale a la oscuridad, donde Salomon la espera.

El papa estará afligido. Tazim no solo quiere fornicar, sino que además lo quiere hacer con un hereje de la iglesia ortodoxa etíope, que no son católicos de verdad. Y van a utilizar condones satánicos. Fornicación, herejía y condón es un triple pecado. Tazim está de vuelta una hora y media después y sale a ducharse. Yo voy detrás de ella con mi cepillo de dientes. La miro.

—Pues no era para tanto —comenta.

—¿Te has quedado satisfecha? —pregunto.

Tazim se encoge de hombros.

—Ahora ya está hecho. Sí.

Me coloco muy cerca de ella.

—¿Te ha chupado la habita? —le pregunto.

—¡Samantha! —Me tira agua.

—Eso se lo tienes que enseñar. Funciona.

La lista de Breezeway

Han colgado la lista de Breezeway en el tablón de anuncios del comedor. La redacta gente de bachillerato. Anuncian quién les parece que está más buena, es más romántica, habladora, querida, atlética o inteligente. Y lo mismo en lo que respecta a los chicos en otra lista. También anuncian quién les parece que va a tener más éxito en la vida. Y finalmente anuncian quién puede acabar en la cárcel.

Sam the man.

Vale, soy la gran perdedora que va a acabar en la cárcel. Pero al menos estoy en la lista. Me hago notar. ¿Y las demás? No significan nada, solo están aquí para hacer bulto.

La mayoría de las chicas no me hablan. Los tíos están rayados porque no les follan sus novias, ahora que parece que yo sí que follo con los míos. Y ellos dos están decepcionados porque ahora ya no quiero hacer nada de nada ni con uno ni con otro. Las chicas no significan nada para mí. Construyen un ejército de personas selectas que están en contra de algo; o sea, en contra de mí. Están empeñadas en sentarse en lo alto de sus tronos y patearnos los culos a los plebeyos de abajo. Por mí, vale.

Sam the man puede contar con que acabará en la cárcel. Puedo manejarlo. Pero también podría haber tenido una vida mejor. Últimamente solo paso el rato con los esnifadores de cola y con Panos.

Stefano consigue a Shakila. Es esa nariz rota la que le ayuda a ligársela. Ella le compadece y por eso accede. Casi no puedo soportarlo. Christian no me habla. Y Baltazar elige salir con Angela de todas las personas que hay en la escuela. Panos no es capaz de dejar de perseguir a Truddi, aunque jamás conseguirá ni una migaja. Y finalmente es Diana quien acaba intercambiando saliva con Panos una noche, plantados en medio del parque infantil. Eso solo ocurre porque ella está enfadada con Truddi, pues esta se ha hecho coleguita de una zorra francesa recién llegada a la escuela que resulta que a todo el mundo le parece la mar de interesante, solo porque lleva ropa de marca y usa un montón de maquillaje.

Jarno y Christian regresan después de su semana de expulsión. Han estado de borrachera en Morogoro y Dar es Salaam.

—Ha estado genial —dice Christian. Jarno asiente lentamente con los pelos cayéndole sobre los ojos.

Y luego se van sin explicarme nada más. A Christian ya no le intereso. ¿Por qué?

Transporte local

En una semana será mediados del segundo trimestre. Por suerte. Estoy tumbada en mi cama con la cara contra la pared. Ojalá Alison pasara de ir a Dar es Salaam y viniera aquí. Tenemos un fin de semana largo con lunes y viernes sin escuela, pero mamá me cuenta por teléfono que está enferma. De todos modos, sería demasiado tiempo invertido en el bus a Tanga tratándose de solo dos días. Papá está de viaje de negocios y nadie sabe dónde. En realidad, en Arusha no tengo a nadie con quien quedarme. ¿A quién podría preguntar? Qué vergüenza. No me siento con fuerzas de llamar al Mountain Lodge porque Mick está en Inglaterra; además, ¿por qué iban a querer hospedarme? Entonces decido recorrer todo el camino a pie hasta mama Hussein para decirle que no tengo adónde ir y preguntarle si puedo quedarme con ella. Pero cuando finalmente llego allí no me atrevo a entrar, así que me vuelvo por el mismo camino por el que he venido.

Minna me lleva a la estación de autobuses el jueves.

—Hasta luego —me despido.

Salgo del coche y me veo envuelta en la peste proveniente de la basura podrida que seca al sol. El lugar está a tope de actividad entre vendedores ambulantes, taxistas, traficantes y hombres miserables. Sí, soy blanca. Pero todos notan que soy de aquí y no pierden el tiempo conmigo. Solo los más tontos intentan timarme.

—Idos a tomar por el culo —les digo a unos chavales que intentan escoltarme hasta un autobús en concreto para ganarse una comisión ridícula.

Compruebo todos los autobuses que van a Tanga y encuentro uno que está casi lleno pero que aún tiene asientos vacíos, así no tendré que esperar demasiado rato hasta que salga. Los buses se ponen en marcha cuando están hasta la bandera, además de ir recogiendo a gente por el camino. Yo me pillo uno de los asientos dobles, pero cuando llego ya están ocupados por otras dos personas. Por suerte están delgados, porque lo habitual es que vayan tres personas en un asiento de dos, así que si los tres somos delgados, pues mucho mejor. Podría ocurrir que te tocara una enorme mama con un bebé atado a la espalda para hacer de tercera persona y los otros dos acabaran encajados entre el enorme culo de la señora y la carrocería del bus. He llegado a viajar con un niño grande en el regazo y una cría de cabra chupándome el sudor salado de los dedos de los pies. Tengo sed, hoy casi no he bebido líquidos y solo pararemos una vez durante todo el trayecto. Un vendedor ambulante empuja a otro que intenta boicotearle una venta. La caja de cartón en la que transporta sus productos sale volando por los aires; galletas, zumo y anacardos acaban desperdigados por el suelo. Son solo dos chiquillos y se pelean a la africana: agresividad brutal, pero cero coordinación. Los brazos salen disparados hacia cualquier lado acertando solo alguna vez y golpeando con poca fuerza. El bus está allí plantado al sol, la temperatura sube, el aire apesta y el ambiente es pegajoso. Arranca ya y deja que entre un poco de brisa. Hay 76 asientos en el bus. Voy contando para pasar el rato. 125 personas más niños y todo el equipaje que no ha cabido en el techo. Yo solo he traído una bolsa que llevo en el regazo. Y por fin arrancamos. Me llega una miseria de brisa. Saliendo de la ciudad recogemos a más gente que se va colocando en el pasillo central. Además tiene que pasar el controlador para cobrar los billetes. Empujan a un chico joven hacia mí y un olorcillo dulzón a mierda sale de su culo. Le empujo de vuelta.

—Cuidado —le digo en suajili.

—Perdona —contesta él.

—No pasa nada.

No es su culpa que solo pueda lavarse el culo con agua después de cagar, ya que el jabón es una rareza en un lavabo tanzano.

Primero recorremos un trozo de carretera bien asfaltada hasta Road Junction, cerca de Himo, y a partir de allí empieza el infierno. El camino de tierra está completamente destrozado por las lluvias y la circulación masiva.

Intento relajarme en el bus, en plan estado vegetal. Papá está de viaje y mamá está enferma. No promete ser divertido.

Pis volador

Un hombre avanza a empujones por el pasillo central y se hace un hueco en un asiento que está dos filas delante del nuestro y que ya estaba ocupado por otros tres hombres. De repente desaparece. ¿Se ha sentado en el suelo? Estiro el cuello para ver mejor. Al cabo de un rato aparece con una botella de cola en la mano y abre la ventana. ¡Ay, joder! Me estiro sobre mis dos compañeros adormilados y sin querer le doy un codazo en el hombro al primero, porque la ventana está atascada y pierdo el equilibrio. Y todo eso mientras aviso a los pasajeros de detrás de que también cierren las suyas.

—Perdón —le digo al señor al que le he dado.

Está perplejo. Y en ese preciso momento, la orina de la botella de cola salpica la ventana que justo acabo de cerrar.

—¿Y qué tal si avisas a la gente antes de volcar tu pis por la ventana? —grito en suajili.

El hombre ya está de pie, me devuelve una mirada inexpresiva y empieza a dar empujones para volver a la parte de atrás del bus. Algunas mujeres lanzan un tsk sonoro. Nosotros muertos de sed y este tirando su orina por allí.

—Gracias —comenta mi compañero de asiento. Volvemos a nuestro estado vegetativo.

Paramos en la gasolinera de Mkomazi, que está aproximadamente a la mitad del trayecto. Es el momento de evacuar. Un montón de vendedores nos rodean para vender picoteo y bebidas. La gente entra al bus con gallinas vivas y el hedor se vuelve más denso porque algunos pasajeros han comprado pescado que ahora se mezcla con el olor a sudor, basura, naranjas, mierda y papilla de bebé que ya teníamos al principio. Seguimos avanzando y las montañas de Usambara nos quedan a la izquierda. Hay gente vendiendo sacos de carbón vegetal en la calzada. Suben columnas de humo de la ladera provenientes de la quema de carbón vegetal de los árboles recién talados. En realidad eso está prohibido, porque el agua de lluvia se evapora demasiado rápido del suelo sin la sombra que proyectan esos árboles y sin las raíces que retienen la tierra que ahora se verá arrastrada por la corriente de las lluvias fuertes.

Y seguimos por la carretera agujereada. El conductor mantiene una buena velocidad a la vez que esquiva los boquetes mayores para tratar de salvar sus amortiguadores. Pasamos por Mazinde, Mombo, Maurui, Korogwe, Segera, Hale, Muheza y finalmente Ngomeni, que es el último pueblo de verdad antes de llegar a Tanga. Es casi de noche cuando llegamos a la estación de autobuses. Cojo un taxi para llegar al hotel Baobab. Mamá está en la cama, sudando. De noche, sueño que me ahogo. Despierto en la oscuridad y la cama está completamente inundada. Llueve con furia y ha traspasado el tejado. Muevo la cama a la otra esquina y me acuesto en el sofá del salón, pero no hay mosquitera, así que los bichos me acribillan viva. Durante el día navego, nado, bebo ginebra, fumo cigarrillos y me aburro mortalmente el viernes, el sábado y el domingo hasta coger el autobús de vuelta a Moshi el lunes por la mañana. Si alguien me pregunta, le cuento que lo he pasado de puta madre.

Erótica

Me provoco un desmayo. Me pongo de cuclillas y me obligo a hiperventilar. Svein y Rune están preparados para cogerme cuando lo consigo. Me pongo de pie y solo veo negro. Me gusta. Noto cómo empiezo a caer antes de desaparecer por completo.

Ahora estoy en posición horizontal. Vislumbro luz detrás de los párpados. Noto algo. Alguien me toca. Abro los ojos.

—¡Para! —grito—. ¿Quién coño me está tocando las tetas?

Miro a Christian, que está plantado a mi lado con cara de enfadado.

—Oye, que yo no he sido —dice.

Svein y Rune le miran con odio.

—Ya sé que no has sido tú, Christian. A ti te parecería mal hacer algo así. Ha sido uno de esos jodidos esnifadores de cola.

—Nosotros no hemos hecho nada —se defiende Svein—. Solo te estábamos cogiendo en la caída.

Rune se está tronchando de risa.

—Rune, eres un mocoso de mierda. La única vez que estuviste embadurnado en coñito fue… ¿cuándo? —le suelto.

Me levanto.

—Será el próximo fin de semana. En Arusha —contesta Rune—. Coñito negro.

—No creo que tengas la suerte de que te ocurra algo tan fantástico. Tendrás que conformarte con la vez que te parió tu puta madre.

Svein se ríe.

—Cierra el pico —dice Rune. Me pongo a hiperventilar de nuevo. Christian hace una mueca de burla, se vuelve y se va. Está disgustado conmigo. Seguro que a él también le hubiera gustado tocarme las tetas.

Destilería casera

Estoy sentada en la escalera de Kiongozi para poder entrar y escaquearme si se acercara Baltazar. Aparece Panos acompañado de Gideon, que es el hermano pequeño de Emerson Strand y tiene doce años. El chiquillo está tan quemado por el sol que parece un árabe con pelo blanco.

—Pregúntale —le insta Panos cuando están a mi altura.

Gideon desplaza su mirada de Panos a mí.

—¿Quieres comprar vino? —me dice.

—Estás de coña… —suelto.

¿De dónde habrá sacado vino este mocoso? A menos que se lo haya birlado a sus padres…

—Cuando digo que tengo vino es porque lo tengo —contesta Gideon y asiente con la cabeza con una mirada de pillo en los ojos.

—¿Dodoma? —pregunto. Es el vino local que lleva el nombre de una ciudad situada en el centro del país, donde el Estado afirma que se encuentra la sede del gobierno, en vez de en Dar es Salaam. Dodoma es un montón de polvo, edificios de cemento horrorosos y viñas moribundas que dejan ir un líquido que te quema la lengua.

—Destilado casero —afirma Gideon con mucha seguridad.

—¿Cómo has…? —empiezo.

Y es que es el hermano de Emerson, que ya tiene su clientela de consumidores de bhangi en la escuela y conoce bien el mercado de sustancias ilegales.

—¿Y cómo lo quemas?

—Caña de azúcar.

Me río en su cara.

—Ayyy, ¡no me metas esa visión tan patética en la cabeza!

Me mira con arrogancia.

—No es una visión, es real —dice.

—¿Y?

—Yo no soy una visión —explica y se dirige a Panos—. ¿Tú crees que soy una visión?

Panos sonríe:

—No, desde luego que eres real. Y la resaca que llevo encima también es de lo más real.

Vale. Le pido una botella. Quedamos en que me la dará detrás de la piscina vieja, tengo que traer mi mochila de la escuela.

—¿Cómo lo has hecho? —le pregunto a Gideon cuando nos reencontramos.

—Me estás pidiendo información profesional confidencial —me contesta.

—Venga, tío.

—Vale —dice el chaval. Empieza a explicar cómo hace tres semanas compró caña de azúcar, la troceó y mezcló la pulpa de la fruta con el agua y el azúcar. Añadió levadura seca y puso toda la mezcla en un gran cubo blanco que robó de la cocina de la escuela. Luego enterró el cubo en la plantación de bananas que hay detrás del comedor con un tubo de plástico saliendo hacia fuera, para que el vino fermentara.

—La próxima vez haré vino de manzana —concluye su exposición.

—Joder, estoy impresionada.

—¿Y qué tal una pipa? —me pregunta.

—¿También vas a empezar a fumar? ¿Y qué dirá tu hermano acerca de eso? —Me río.

—No hombre, no. Que si quieres comprar una pipa.

—¿Una pipa?

—Hecha de caña de bambú. Con un tubo de acero inoxidable como boquilla —explica.

—¿Y para qué quiero yo una pipa?

—Puedes fumar mierda seca de elefante… ¿Qué se yo?

—Ya tengo una buena pipa —contesto.

—¿Y también tienes bhangi?

—¿También vendes eso?

—Yo no, mi hermano sí.

Le sonrío.

—Hasta luego —me despido y vuelvo a Kiongozi.

¿Dónde voy a dejar la botella? Quizá Tazim quiera compartirla conmigo este fin de semana. Podemos escapar al lavabo por la noche y beberla.

Los lavabos… ¡Claro! Entro en uno, levanto la tapa de la cisterna y pongo la botella dentro. Encima el vino estará fres-quito para cuando vayamos a beberlo.

Redada en las habitaciones

No le he comentado nada a Tazim acerca del vino. La despertaré cuando todas estén durmiendo y le diré que salgamos a fumar. Me quedo muy quieta en la cama. Truddi se levanta y sale al lavabo. Oigo que tira de la cadena y el agua que sale por el desagüe. Luego vuelve. Tengo que esperar hasta estar completamente segura de que está dormida, pero no para de moverse. ¿Qué está haciendo? ¿Se está masturbando o qué? Alguien cierra una puerta de golpe en el pasillo.

—¡Minna, Minna! —grita Diana. Alguien da golpes en una puerta.

Truddi sale disparada de la habitación y Tazim se despierta. También salimos al pasillo. El suelo está inundado de agua. Minna sale de su apartamento en pijama y con los pelos enmarañados.

—¿Qué ha pasado? —pregunta confusa.

—Se ha roto uno de los lavabos —explica Diana.

Mierda. Minna entra en el lavabo. Casi todas las demás están levantadas. La seguimos. La cisterna de mi váter está rota, el agua sale a borbotones. Minna busca a Seppo, que consigue cerrar el grifo. Saca la botella rota de la cisterna y se la acerca para oler el contenido.

—Vino —constata.

Minna se gira hacia nosotras. Nos mira con dureza y su mirada se acaba posando en mí.

—¿Quién la ha puesto allí?

Nos miramos las unas a las otras pero la mayoría acaban mirándome a mí.

—Ha sido Sam —suelta Truddi.

—¿De qué estás hablando? No es mía —digo.

—Samantha —empieza Minna—, si es tuya, tienes que admitirlo.

—No es mía. Truddi me culpa porque está cabreada: no puede estar con Stefano porque es una frígida.

—¡Samantha! —grita Minna.

—Volved a las habitaciones y no salgáis —ordena Seppo.

Al cabo de un rato entra a la nuestra con Minna. Redada en el edificio en plena noche. Minna encuentra mis cigarrillos debajo de la cama de Truddi, pero no la castiga porque está segura de que son míos.

—Pues me estarás castigando sin tener pruebas reales —la acuso—. Todo lo malo que ocurre aquí parece ser culpa mía.

—Déjalo ya, Samantha —dice Minna mosqueada.

—Pues entonces deja tú de defender siempre a esa zorrita.

—Aquí no se habla así.

—Pues yo sí —contesto.

Minna y Seppo van directos a los edificios de los chicos para seguir con la redada nocturna.

Hierba para gato

Hay un ambiente raro durante el desayuno del domingo. En el edificio de chicos de Kiongozi encontraron cigarrillos, Konyagi, condones, un poco de bhangi, pipas para fumar, revistas porno, ropa interior de chicas y cola. Por supuesto, eso último pertenece a un nórdico; ellos están todo el día esnifando. A todos nos interesa más saber quién tenía la ropa interior y a quién le pertenece porque llevamos toda nuestra ropa marcada con el nombre. Gideon explica que eran las bragas de Truddi, pero que se encontraron en el lavabo, con lo cual nadie puede acusar a nadie de haberlas robado. Subo con Panos hacia Kijana. Seppo está bloqueando la puerta y no deja entrar a nadie.

—Tenéis que esperar aquí fuera hasta que Sally os salga a buscar uno por uno. Estamos inspeccionando vuestro edificio.

Panos se apoya en la verja de metal que se cierra por la noche y se tiene que escalar si se quiere salir a dar una vuelta. Salomon murmura algo acerca de métodos de arresto de la policía estatal. Entonces escuchamos la voz de Sally y todos callamos.

—Sandeep, no podrás tener tu gato aquí como siga haciendo pipí en la habitación —dice y sale al pasillo.

Sandeep le sigue:

—No hace pipí —lo defiende—. Es un gato muy limpio.

—Aquí huele a meado —comenta Sally y nos mira a los que estamos apoyados en la puerta.

Panos abre la boca:

—Quizás haya una ardilla pudriéndose en el desván. Eso puede oler pero que muy mal. Las he oído corretear por la noche.

Sally llama a Philippo y le pide que levante las planchas del falso techo para poder acceder al desván. Encuentra tres plantas bhangi encima de la cama de Sandeep.

—Panos —suspira Sally.

—¿Qué? —contesta este haciéndose el indignado—. Yo no fumo esa mierda. Es demasiado hindú para mí. Parece que degrada la moral de la comunidad, eso he leído en el Daily News.

En ese periódico desaconsejan a menudo fumar hierba de gato. Usamos sus páginas como papel de váter cuando no se puede conseguir del otro en el mercado negro.

—¿Salomon? —pregunta inquisitiva Sally.

—No es mía —contesta él enseguida.

—Pensaba que eras rasta —dice Panos riéndose.

—Soy rasta —contesta Salomon.

Mandan fuera a Sandeep y llaman a Panos para que entre. Pero en su habitación no encuentran nada, claro. Tenía toda su mercancía encima de la cama de Sandeep.

—Es culpa de los americanos —comenta Salomon.

—¿El qué es culpa de ellos? —pregunto yo.

—Esa hierba está prohibida en Estados Unidos porque sus esclavos preferían drogarse con ella. Es barata, sana y limpia. Y encima bendice al consumidor con visiones divinas. El hombre blanco siempre ha temido la hierba santa porque no es capaz de entender el mundo espiritual y la unión entre las personas sanas y los espíritus. Es por eso que obligan a los imperialistas de los estados africanos a prohibir la hierba. Y eso es lo que exigen incluso antes de ayudarnos a combatir los daños que su propia caza de esclavos y colonización han infligido a nuestro continente. Eso es así y además continúa así porque ahora se dedican a tentar a nuestros mejores cerebros con los sueldos altísimos de sus países y encima roban nuestras materias primas pagándonos miserias sin ningún tipo de vergüenza. Y anestesian nuestro espíritu y nuestro cuerpo con fluidos babilónicos en vez de con nuestra hierba sagrada.

Está hablando de alcohol. Y lo que ha soltado el chaval ha sido un montón de mierda rasta pseudoespiritual. No consigo entender qué coño le ve Tazim a este chico.

Excitados

Hoy tenemos que volver pronto a nuestros edificios. Mama Hussein, nuestra enfermera, que también es la gobernanta de Kijito, quiere hablar con nosotras. Sentimos curiosidad. Mama Hussein es la única autóctona que trabaja en la escuela. Bueno, aparte de los jardineros, cocineros, vigilantes y demás, claro. Hussein es medio árabe y medio africana, concretamente de Zanzíbar. Y también es una mujer enorme que está criando sola a sus dos hijos, bastante brusca en su manera de ser.

—No os voy a hablar de las relaciones sexuales porque no estáis autorizadas a mantener ese tipo de relaciones en la escuela —empieza—. Pero podría ser que las tuvierais durante las vacaciones y por eso es muy importante que sepáis cómo funcionan las cosas, porque a los chicos no les preocupa lo que pueda pasar. No están programados para pensar claro cuando están excitados.

Algunas chicas sonríen.

—Y no quiero que estropeéis vuestra vida.

Nos explica todo lo que hay que saber de una manera que todas lo entendemos. Minna sale del apartamento que comparte con Seppo en el edificio que separa la zona de chicas de la zona de chicos de Kiongozi.

—No puedes explicarles ese tipo de cosas —le dice Minna poniéndose roja.

—No te metas en esto. No molestes —contesta mama Hussein, y continúa.

Minna desaparece en un plis y da un portazo.

—¿Truddi? —digo cuando estamos acostadas en las camas y con la luz apagada, por la noche.

—¿Sí?

—Ve con cuidado, no vayas a quedarte embarazada cuando vuelvas a ponerte esas bragas —le advierto.

—¿Y eso por qué? —pregunta Truddi inocente.

—Pues porque todos los chicos las habrán usado como trapo para limpiar su semen después de correrse.

—Eres tonta.

Tazim se tapa la cara con la almohada para ahogar la risa.

Al día siguiente mama Hussein va con cara de estar muy pero que muy enfadada. Seppo se ha chivado al señor Owen acerca de lo que pasó ayer y mama Hussein ha tenido una conversación con el director. Seppo, otro imbécil creyente.

Visita

La secretaria del director viene a buscarme durante la última clase y me lleva al despacho.

—¿Por qué vamos al despacho? —le pregunto mientras caminamos por el pasillo.

—No lo sé —me contesta.

Y ahora, ¿qué he hecho? ¿Fumar cigarrillos? Sí, siempre. ¿Beber? Ahora hace días que no. ¿Robado? No. ¿Deberes? Tampoco. Quizá sea simplemente mi personalidad la que no les guste y quieran acusarme por eso. Entramos al despacho y allí, sentado, está él.

—¡Victor! —exclamo.

—Hola, Samantha. —Se levanta y me da un abrazo—. Soy tu tío —me susurra al oído y luego dice en alto—: Te traigo algunas cosas de parte de tu madre.

—Vale. —Miro a Owen—. Pues sí, este es mi tío Victor. —Me vuelvo hacia él—. ¿Cuánto tiempo te quedas?

—Me iré más tarde. Podría invitarte a comer.

—Vale.

—Con que estés de vuelta para la hora de los deberes, por mí está bien —dice Owen sonriendo.

—Vale.

Cogemos el Land Rover de Victor y vamos a un restaurante que se llama Golden Shower situado un poco hacia el este de la ciudad.

—¿Qué me has traído de mi madre? —pregunto.

—Ni siquiera la conozco —contesta él—. Tan solo era una excusa para verte. Nadie sabe que estoy aquí.

¿Y ahora qué digo yo? Le pregunto dónde ha estado. En Uganda, en un campo de entrenamiento para tutsis de Burundi. Pedimos la comida.

—Y dos cervezas, ¿verdad? —dice con cara interrogante.

—Sí.

—¿Qué tal te va la vida en esa escuela? —pregunta—. ¿Qué tal con los chicos?

—Eso no te lo puedo contar a ti. —Sonrío un poco.

—No soy demasiado impresionable.

—Son unos niñatos.

—Tienen mucha prisa —dice Victor. Yo casi me sonrojo y todo—. ¿Verdad?

—Sí, tienen mucha prisa —corroboro—. Todos los chicos son así.

—Sí. —Me sonríe.

—¿Tú también eres así?

—Antes sí. Pero ahora ya no tengo tanta prisa —contesta.

Comemos y bebemos un par de cervezas más, fumamos cigarrillos y paseamos un rato por el jardín, que está repleto de pequeñas flores naranjas. Cojo una y aspiro el dulce néctar de su interior.

—¿Está rica? —pregunta Victor.

—Sí…

Coge una, se la pone en la boca y me guiña el ojo, aspira y se lame los labios.

—Sí, es un jugo muy dulce —dice. Me mira de una manera que tengo que apartar la mirada.

Me lleva de vuelta a la escuela cuando empieza a oscurecer. Nos bajamos del Land Rover cuando ya ha parado el motor en el aparcamiento de la escuela. Doy la vuelta al coche y me coloco a su lado.

—Me ha gustado mucho volver a verte, Samantha. Espero que nos veamos en Tanga y así puedas enseñarme a bucear.

—Vale. —Lo abrazo con fuerza.

—Cuidado. Eres solo una chiquilla que aún va a la escuela —dice y se pone las manos a la espalda.

Yo le planto un beso en los labios y presiono con la lengua. Él se estremece durante un segundo y separa los labios, pero yo le suelto y empiezo a caminar. Sí que soy capaz de impresionarle.

Vacaciones en la cárcel

Entre el primer y el segundo trimestre solo tenemos dos semanas y media de vacaciones. Espero que Alison esté en casa y también espero que sea divertido. Quizá podamos ir a Dar juntas. Pero va a ser que no. Mamá me deja un mensaje que dice que papá me vendrá a buscar. Me avisan para que vaya al despacho un día antes de comenzar las vacaciones. Papá está allí sentado, hablando con Owen. Me suben sudores fríos. Quizá Victor le haya dicho a papá que le besé.

—Hola, papá.

—Samantha —contesta—. Siéntate.

Me siento y primero miro a mi padre y luego a Owen. Y otra vez a mi padre. Owen está incómodo y papá habla:

—Me ha llegado una carta de la escuela explicando tu mal comportamiento, tus pésimas notas y todos los deberes que tienes atrasados —explica—. Ahora volveremos a Tanga y los próximos catorce días los vas a dedicar a hacer esos deberes.

—Pero… —empiezo y me obligo a parar.

—Aquí tengo la lista entera —dice papá golpeando un montón de hojas que tiene delante—. Vas a ir a preparar tu bolsa y nos iremos lo más rápido posible.

Owen se queda sentado, asintiendo con la cabeza.

—Sí, señor —digo con disciplina militar. Salgo del despacho.

Meto algo de ropa en una bolsa y las cosas de la escuela en otra. La campana suena cuando estoy saliendo al aparcamiento. Tazim me ve y viene corriendo hasta mí. Le explico lo que ha pasado. Me da un abrazo.

—Cuídate —dice.

Papá permanece callado mientras conduce. Está sumido en el silencio hasta que llegamos a Road Junction, donde se para y sale del coche. Yo también salgo. Y me grita.

—No sirves para una puta mierda —grita.

Me pongo a llorar, y él sigue gritando hasta que ha disparado toda la munición. Entonces enciende un cigarrillo y me da el paquete.

—Así es como van a ir las cosas —empieza—. Vas a aguantar y aprobarlo todo hasta décimo. Y luego ya veremos qué ocurre. Estas vacaciones te pondrás al día. Alison y tu madre están en Dar, y no volverán mientras tú estés en casa. Yo sí estaré allí durante todas las vacaciones. Empezarás a las ocho y trabajarás con los deberes hasta la hora de comer. Comerás conmigo y luego seguirás trabajando desde la una hasta las cuatro. A partir de esa hora libras hasta el día siguiente. Cuando me hayas entregado todo lo que hay en esa lista empezarán tus vacaciones. ¿Entendido?

—Sí, señor —contesto.

Nos ponemos en marcha de nuevo. Y las cosas marchan tal y como él lo ha descrito. Me levanto a las siete, bajo a nadar, desayuno y empiezo a trabajar. Papá hace arreglos en el edificio principal del hotel y en los catorce bungalows que alquilamos a los clientes. Repara los tejados, pinta las paredes, cambia los pomos de las puertas, cambia las bisagras de algunas ventanas e incluso tiene que cambiar una ventana entera. No hablamos mucho y no entiendo que no se canse de supervisarme. Los días pasan lentamente. La pila de deberes listos va en aumento.

Juma aparece, nos viene a visitar. Es la mano derecha de papá. Es un chagga, miembro de una etnia indígena africana que constituye el tercer grupo étnico más numeroso de Tanzania, un viejecito que tiene los dientes marrones porque el agua del Kilimanjaro contiene demasiado fluoruro.

Shikamoo Mzee —le saludo cortésmente.

—Samantha —dice abrazándome—. Te has convertido en una bella mujer.

—¿A qué has venido? —le pregunto—. ¿Os vais a trabajar?

—Tengo que ayudar a tu padre con unas cosas —me cuenta.

Me he fijado en que papá ha estado telefoneando a la oficina portuaria de Tanga a diario. Se presenta e inquiere si se sabe algo. Yo ya he aprendido a no hacer preguntas. Comemos con Juma en el porche y me intereso por su familia y su hija mayor.

—Samantha tiene que volver a los deberes —dice papá.

Yo sigo con lo mío hasta las cuatro de la tarde, hora en la que mi cerebro está a punto de colapsarse. La verdad es que ha habido días en que me he quedado dormida en cuanto ha llegado la hora, aunque la mayoría de días he salido a pescar. Me pongo unas braguitas de bikini y una camiseta que está casi podrida y que me protege del sol. Busco el arpón y me dispongo a partir. Juma está sentado descansando en la sombra.

—¿Te vienes a pescar? —le pregunto.

—No nado muy bien —contesta Juma.

—Pero puedes remar —insisto. Se levanta sonriendo.

—Es verdad, eso sí que puedo hacerlo.

Nos adentramos en el mar y salto al agua, cazo y voy tirando la pesca dentro del barco.

—Se te da muy bien —comenta Juma.

—Vamos a cenar bien ahora que has venido a vernos.

Cuando ya he pescado lo suficiente, subo al barco. Juma me lía un cigarrillo y nos quedamos quietos, fumando. Y lo suelta.

—Tu padre está preocupado por ti —dice.

—No tiene por qué estarlo.

—Para él es muy importante que seas buena en la escuela para que puedas defenderte en la vida.

—Ya me defenderé —replico.

Papá se ha quejado de mí a Juma. Eso no le pega para nada. Volvemos a tierra y le damos la pesca a la asistenta, que la fríe para la cena. Cuando llega la noche, papá y Juma se van a la ciudad a beber. Yo me aburro como una ostra, bebo ginebra y fumo cigarrillos. Pienso en Victor y no me atrevo a preguntar por él.

Voy terminando los deberes. Cada vez que acabo uno de los ejercicios, se lo entrego a papá. Y él los ojea.

—No hace falta que los leas —le digo.

—Solo me estoy asegurando —contesta y sigue ojeando—. Vale. La próxima entrega es de sociales. Debes escribir acerca de la influencia que el petróleo ha tenido en el desarrollo político en Irán desde los años treinta.

—¿Y cómo voy a escribir sobre eso sin una biblioteca? —pregunto.

—Hazlo lo mejor que puedas —contesta papá.

Telefonea a Tanga. Habla con un viejo británico que se llama George, exdiplomático en Mombasa ahora jubilado. Papá ordena a un trabajador que me lleve a casa de George a la mañana siguiente. Resulta que el señor es súper amable. Se coloca detrás de su escritorio, sobre el que hay una enciclopedia y algunos ejemplares atrasados de The Economist. Me dicta toda la redacción.

—¿Lo has apuntado? —pregunta.

—Sí.

—Luego lo reescribes con tus propias palabras y listo —comenta—. ¿Necesitas algo más?

—No, gracias. Muchas gracias.

—Encantado de haberte servido de ayuda.

Cajas de madera

Por la tarde salgo a cazar unos pulpos y hago que papá se los lleve a George como agradecimiento. Papá está fuera durante todo el día siguiente y vuelve al final de la tarde seguido por un camión cargado de cajas de madera. Empiezan a amontonar las cajas en el garaje. Yo no pregunto nada.

Me despierto temprano a la mañana siguiente. Hace fresco. Salgo de la cama y estoy a punto de ponerme el bikini. Un camión entra por la parte trasera del edificio principal del hotel y salen tres hombres negros, uno de ellos Juma. Papá camina hacia ellos desde la puerta de la cocina y le ofrece la mano al líder. Yo los observo a través de las rejas y del mosquitero de mi habitación. Los hombres no son de aquí, creo. Soy capaz de distinguir a las personas de las etnias principales si no están mezcladas con otras. Estos llevan ropa militar sin distintivos y el líder irradia confianza en sí mismo, incluso un poco de soberbia. Quizá sean zulúes de Sudáfrica. El Congreso Nacional Africano, el ANC, tiene campos de entrenamiento en Tanzania. Luchan contra el apartheid.

—Ayuda con las cajas —les dice el líder a papá y a Juma en inglés.

Papá y Juma empiezan a sacar las cajas del garaje y a subirlas al camión. No consigo oír lo que dicen. El líder de los negros desconocidos señala una de las cajas, pregunta algo, coge una palanca y un martillo del camión y la rompe para abrirla. Papá parece preocupado. El tipo empieza a hablar:

—No es lo que acordamos —dice en voz alta.

No oigo lo que le contesta papá.

—No nos engañes. Si desapareces, nadie hará preguntas —amenaza el hombre.

Yo espero la reacción, pero papá se queda quieto con los hombros encogidos y responde en voz baja. El negro está casi pegado a su cara y los brazos de papá cuelgan inertes junto a su cuerpo.

—Eso te lo aconsejo —dice el hombre y se aleja de él.

Amenaza a papá y él simplemente se queda allí, quieto. Teme a este negro. Papá parece viejo. El camión arranca y se van.

Yo salgo rápidamente por la puerta y bajo a la playa. Me sumerjo en las olas del mar. Papá no se ha quedado en casa para supervisar que yo hiciera los deberes. Ha estado esperando un envío que llegaba al puerto de Tanga.

Cuando vuelvo a la casa, desayunamos y ni siquiera mencionamos el camión, pero papá fuma un cigarrillo tras otro y se mueve intranquilo en la silla. Entra al despacho a buscar su lista y la pone sobre la mesa. Señala:

—Te falta hacer dos redacciones —dice—. Las harás aunque yo me vaya.

—¿Te vas?

—En un rato.

—¿Y yo qué hago?

—Tú tienes libre hasta que empiece la escuela —dice papá—. Llamaré a tu madre antes de irme.

Mete la mano en el bolsillo trasero y saca un sobre que me entrega. Lo miro con cara de interrogante.

—Es un permiso para fumar —explica—. Para la escuela. Cuídate.

Y una hora después ya se ha ido. Hago las dos últimas redacciones. Una chapuza.

Al día siguiente llega mamá de Dar, pero sin Alison. Solo quedan un par de días de vacaciones y después mamá me llevará de vuelta a la escuela. Entrego los deberes. Parece absurdo que ya no tenga deberes pendientes.

Exodus

A las chicas más importantes de la escuela las invitan a una especie de despedida de soltera en casa de Parminder porque parece que se va a prometer con alguien. Ha invitado a todas las chicas más relevantes excepto a mí; no soy una persona de verdad. Shakila y Tazim van a ir.

—No te preocupes por eso —me dice Tazim de pasada el viernes—. Me quedaré aquí contigo.

—No quiero que lo hagas —digo yo.

—Vale —me contesta enseguida porque realmente le apetece ir—. Pero entonces tenemos que hacer algo tú y yo juntas. Esta noche.

—¿El qué?

—Es una sorpresa.

Yo también querría ir a esa fiesta. Chicas hindúes que bailan con sus vestidos adornados con lentejuelas. Coronas de flores y dibujos de henna en las palmas de las manos con uñas pintadas y pulseras de metal. Tomar té y comer pasteles indios perfumados sentadas en pomposos sofás con adornos florales forrados con un plástico transparente y grueso para que no se manchen de polvo en la época de sequía, que se te engancha a los muslos y hace ruido cuando te levantas. En los apoyabrazos hay pequeños tapetes bordados con nailon y montones de mesitas repletas de comida. Lo recuerdo de las fiestas de cumpleaños de la escuela de Arusha. Las chicas indias son fascinantes; los chicos, en cambio, son tontos del culo.

—Vamos a empezar —dice Tazim el viernes por la noche. Ha hervido el té en la cocina y trae una bolsita con polvo dentro. Es henna.

—¿Me lo vas a hacer a mí? —pregunto.

—Sí. —Mezcla la corteza en polvo con el té hasta que se convierte en una masa espesa. Utiliza un fino palo de rosa para hacerme el dibujo.

—Hubiera sido más fácil con una jeringuilla —comento yo.

—No, esta es la mejor manera de hacerlo.

—Pero Tazim… no quiero que me pintes los dibujos indios.

—¿Y eso?

—Porque entonces quedará como que estoy triste por no ir a esa fiesta. Como si…

—Entonces, ¿qué quieres que te dibuje?

Encuentro un trozo de papel de pergamino en el que he copiado el título de la portada de un disco de Bob Marley: Exodus. Tenía pensado pintarlo en una camiseta. Tazim hace agujeros en el papel con una aguja y luego lo coloca en mi brazo. Mete la punta de un boli por los agujeros y va marcando el contorno de las letras. Después coloca la masa de henna encima y yo espero durante un buen rato para que pueda penetrarme profundamente en la piel. Me pondré camisetas sin mangas toda esta semana. «Exodus, movement of Jah people. Oh yeah.»

Rastas

—Es muy bonito —comenta Jarno cuando me ve el brazo tatuado.

—Gracias —contesto. Me siento a su lado en el banco que está frente a Kijana.

En este banco está permitido fumar si tienes una autorización firmada.

—¿Por qué te has escrito eso en el brazo? —me pregunta Salomon.

—Porque me parece bonito.

Exodus no es algo con lo que te decoras. Es algo muy serio para nosotros los rastafaris —explica.

—Cállate la boca con todas esas chorradas que sueltas —dice Jarno.

Salomon se gira y lo mira con determinación:

—¿Tú te crees que esas pálidas rastas te convierten en rastafari? —le pregunta.

—¿Qué pasa? ¿No puedo llevar rastas o qué? —pregunta Jarno con ironía mientras sacude su melena de león y clava sus ojos de color pis en Salomon.

—Sí —afirma—. Pero te queda fatal.

—Es que soy daltónico —dice Jarno—. ¿Tú que eres?

—Yo soy rasta.

—¿Y yo no? —pregunta Jarno.

—Tú eres de los de mentira. Los rastas de verdad no comen carne. Y tampoco beben alcohol.

—Tú comes pollo —dice Jarno.

—Pescado y pollo sí, pero no como mamíferos. Jah los ha creado igual que a los humanos.

—¿Y crees que Haile Selassie era divino? ¿Que era el león de Judea? —pregunta Jarno.

—África se ha dejado pisotear por los extranjeros blancos —contesta Salomon—. Tan solo Haile Selassie fue capaz de conservar su trono mientras los pálidos saltamontes del colonialismo pululaban por África.

—Dejaba morir a su gente en el campo —contesta Jarno—. Eso no tiene nada que ver con ser rasta.

—¿Eres etíope? —pregunta Salomon con sarcasmo.

—No.

—Pues entonces no me sermonees con tus ideas de quién te crees que somos.

—Todo el mundo consigue que Dios sirva a sus propios propósitos —concluye Jarno, escupe al suelo y se aleja.

Mick

El teléfono del pasillo suena. Es mamá:

—Mick irá a buscarte cuando empiecen tus vacaciones de verano. Te traerá aquí a Tanga —dice.

—¿Mick? —pregunto perpleja. En teoría está estudiando en Alemania—. ¿Cuándo ha vuelto?

—Ha pasado lo mismo que con Alison —contesta mamá y suspira—. Dice que no pueden enseñarle nada que él no sepa ya.

—¿Y ahora a qué se va a dedicar?

—Conduce a los turistas americanos del lodge a los safaris de lujo de Ngorongoro y Serengeti.

Mick es el único chico con el que me he… acostado. Sí, porque Christian no cuenta, realmente no llegamos a hacerlo.

—Alison ha quedado con él para que nos venga a reparar los fuera bordas de los barcos.

Todos los motores de nuestros barcos están muertos. En teoría, los tenemos para que nuestros clientes puedan dar una vuelta en barco, pescar, bucear o hacer esquí acuático. Eso si tuviéramos clientes. Tanga está un poco lejos de la ruta turística del norte.

—¿Entonces Alison está en casa? —me entusiasmo.

—No, sigue en Dar, pero creo que volverá pronto.

—Vale —contesto aliviada.

No me vendrán a recoger los viejos. No tengo que ir en autobús. Voy a ir con Mick como una persona de verdad. Y encima vivirá en casa durante una buena parte de las vacaciones.

Voy en busca de Christian, pero no lo encuentro. Y me topo con Panos.

—¿Dónde está Christian? —le pregunto.

—¿Por qué te interesa?

—¿Qué quieres decir? ¿Está enfadado conmigo?

—No. Me temo que le gustas un poco demasiado.

—Pero ¿dónde está?

—Cogió un avión a Dinamarca. Ayer —cuenta Panos.

—¿Volverá?

—Eso espero.

Al día siguiente y después de comer salimos todos los alumnos al aparcamiento, cargados con nuestras bolsas.

—¡Que tengas buenas vacaciones, Samantha! —me grita Truddi entrando en el Land Rover de sus padres.

—Muérete, zorra —susurro entre dientes mientras sonrío asintiendo con la cabeza.

Vacaciones, por fin. Algunos alumnos toman el autocar escolar que les llevará al aeropuerto de Kilimanjaro, que está en la llanura que hay entre Moshi y Arusha. Viajarán a Dar es Salaam con la compañía ATC, Air Tanzania Cooperation, más conocida como Air Total Confusion. Espero que el avión estalle. En el aire. ¿Donde está Mick?

Beach Buggy

Incluso antes de verlo con mis propios ojos oigo el motor de su beach buggy. Genial. Entra a toda pastilla al aparcamiento. Es amarillo, está completamente descubierto, tiene unos tubos de escape enormes y unos gigantescos faros antiniebla delante. El motor, descubierto entre las ruedas traseras, vibra y murmulla.

—¡Samantha! —grita Mick—. Sube a bordo.

Ha engordado algo, pero sigue estando muy delgado. Seppo se acerca al buggy y empieza a hacer preguntas acerca del vehículo. Mick no apaga el motor y me ofrece un cigarrillo. Ya me he puesto mis gafas de sol. Me encanta. Enciende mi cigarrillo con su mechero de gasolina.

—Motor Wankel, 1500 cc, carrocería de fibra —explica Mick, acelera y derrapa delante de todos.

Subimos por Lema Road y le damos gas.

—¡Qué bien va! —grito intentando hacerme oír entre el viento fuerte y el ruido del motor. Llegamos a la rotonda de YMCA para coger la carretera que nos sacará de Moshi. Todos los niños nos saludan y nos gritan cuando ven el buggy.

—Le acabo de hacer una puesta a punto. Lo he pintado y he renovado el motor completamente.

El viento ha consumido prácticamente mi cigarrillo, además de revolotear mi cabello en la nuca. Me pregunto cómo le pagarán el trabajo en Tanga. Se lo digo.

—La estancia es gratis —contesta—. Comida, alcohol, todo. ¿Todo?

¿Qué es todo? ¿Incluidas Alison o yo?

—Y además me han ofrecido el mejor rifle de tu padre y tengo a cuenta un par de noches de alojamiento para algún cliente del lodge que quiera salir a bucear.

—¿Has hablado con Alison? —pregunto.

—No, mi madre habló con ella. ¿Qué está haciendo en Dar?

—Dijo que quería ir a buscar un hombre con el que casarse —contesto sin mirarle a los ojos. Noto que Mick vuelve la cabeza hacia mí.

—Vaya —dice.

Suena decepcionado, pero ella es un año mayor que él.

—Quizá se te haya escapado —insinúo.

—Hay muchos peces en el mar —asegura Mick.

Yo no respondo. El asfalto brilla por su ausencia a partir de Road Junction. Levantamos una enorme nube de polvo detrás de nosotros.

—¿Vas a quedarte en el lodge de tu familia? —pregunto.

—No —grita Mick—. Me llevo mal con mi hermano. Primero tengo que conseguir algo de dinero, pero luego probablemente montaré mi propia empresa de safaris en Arusha. Quizá pueda importar coches de segunda mano de Dubái. Hice escala allí. Vi un montón de coches de segunda mano y están baratos. Si sueltan un poco las riendas con las restricciones de importación, ese será mi camino a seguir.

Pez en el anzuelo

Llegamos a Tanga llenos de polvo. Giramos por la carretera de tierra que bordea la costa y enseguida llegamos al hotel Baobab. Mamá sale a recibirnos. Nos abraza.

—Douglas estará de vuelta en un par de días —dice—. Y Alison ya ha llegado.

—¿Está aquí? —pregunto yo.

—Sí, ha ido a darse un chapuzón —contesta mamá sonriendo—. No hay muchos clientes, así que podréis tener vuestro propio bungalow cada uno.

Mamá entra en la recepción, busca las llaves y nos cuenta que sirven cocktails sundowners en el porche a las seis, como siempre. Dejo mi bolsa tirada en mi bungalow y bajo por las escaleras destrozadas que dan a la playa. Alison está nadando muy lejos, así que me quito toda la ropa excepto las bragas y el top y me lanzo a las olas. Empiezo a nadar hacia ella.

—¡Hola! —grita desde lejos y me saluda con la mano.

Nada hasta mí y me abraza. Nuestras cabezas se hunden y escupimos el agua que nos ha entrado en la boca.

—¿Ha venido Mick? —pregunta.

—Ha ido a mirar esos motores —contesto—. ¿Cómo te ha ido en Dar?

Alison me sonríe y me guiña un ojo.

—He pescado a un hombre —dice.

—Me estás tomando el pelo…

—Y además uno de los grandes —precisa.

—No me jodas.

Alison levanta las cejas porque he dicho una palabrota. Papá no quiere que digamos palabrotas y ella está de acuerdo.

—Frans —cuenta—. Es holandés. Y también es el nuevo jefe de las oficinas de KLM en Dar.

—Vaya, pero… —digo atónita—. ¿Es simpático?

—Es maravilloso —contesta Alison.

—¿Cuándo volverás a verlo? ¿Cuándo voy a conocerlo yo?

—Pronto, Samantha. Pero primero quiero asegurar el tiro. Quiero decir, antes de que conozca a nuestros padres —asegura.

—Claro —contesto yo—. Es lo más razonable.

Nadamos de vuelta a la playa, nos duchamos y volvemos a encontrarnos en el porche. Mick se señala a sí mismo cuando oye lo de Frans:

—¿Y qué pasa conmigo? —se queja.

Alison le sonríe:

—¿Qué tal Samantha? —pregunta.

—Yo no quiero a Mick, solo es un niño grande —suelto rápidamente.

—Y tú solo eres una nenita —replica Mick.

—Ya no. Ahora soy una chica grande. —Me agarro las tetas y le lanzo un beso.

—Sí —dice Mick y asiente con la cabeza.

—Deja de hacer tonterías —interviene mamá con disgusto.

Higiene

Ayudo a Mick a reparar los motores. Los desmontamos, limpiamos, engrasamos y ajustamos. Mick sacrifica el que está peor para obtener recambios para el resto. Montamos el primero. Luego lo probamos. Yo hago esquí acuático. Buceamos en busca de pulpos y los golpeamos contra las rocas para ablandarlos.

—Vete ya, mamá —le dice Alison durante la comida—. Te mereces unas buenas vacaciones.

—Me quedo aquí para ayudarte, hija —contesta.

La resaca de la noche anterior ya se está disipando pero se la ve destrozada. Agotada.

—Mi madre estaría encantada de recibir una visita —comenta Mick.

Finalmente se deja convencer y va a visitar a la madre de Mick en el lodge.

Tenemos todo el hotel para nosotros solos. Yo trabajo con Mick por las mañanas y hasta media tarde. Y Alison está atareada trazando planes para volver a activar el hotel. Siempre está colgada del teléfono hablando con agencias de viajes en Arusha. Entre otros habla con Jerome, el padrastro de Mick. Y consigue colchones nuevos y mosquiteras. Da trabajo a un par de pintores de la ciudad.

Alison será quien gestione el hotel y de noche será la responsable de cocina con el objetivo de atraer clientes para que cenen en el restaurante. Necesita una jefa de camareros que sea de confianza y tenga autoridad y mano dura con ellos para que aprendan a tratar bien a los clientes.

Pide a las solicitantes al puesto que pongan la mesa y le sirvan la comida. Observo cómo una campesina vestida con la ropa de los domingos pone los cubiertos en todos los sitios que no toca y tumba los vasos por culpa de los nervios. Alison la manda de vuelta a su casa. Después entra una mujer alta y guapa que debe de rondar los treinta años. Se llama Halima. Lo coloca todo correctamente en la mesa. Sabe lo que se hace. Ali son la arrastra al lavabo del restaurante donde falta el asiento y la tapa del inodoro.

—Explícame, ¿qué está mal en este sitio? —le pregunta Alison.

Una mujer normal hubiera constatado que sale agua del grifo y que hay un cubo con agua preparado al lado del inodoro para que uno se pueda limpiar el culo. Hasta aquí todo bien. Pero ¿qué otra cosa se podría desear? Papel higiénico, jabón y una toalla no es algo que uno espere encontrarse en un lavabo tanzano. Cuando un turista europeo entra en un lavabo sin pastilla de jabón, su inconsciente se pregunta automáticamente cómo será la higiene de manos de las personas que manipulan su comida en el restaurante. Pero los empleados de aquí han crecido en chozas con suelo de tierra. No se dan cuenta. Halima mira a su alrededor y dice:

—Falta el asiento y la tapa del lavabo, hay agua en el suelo, falta papel higiénico, jabón y toallas. Y además necesitaría una buena limpieza, incluso las paredes y el techo lo piden a gritos. Quizá debieras ordenar que te lo pintaran.

—Estás contratada —dice Alison con entusiasmo.

Yo no acabo de entender por qué es tan importante hacer que el hotel funcione bien antes de venderlo. Papá no lo mantiene por el dinero: le sirve como excusa para justificar los motivos que lo retienen en Tanzania. Pregunto a Alison.

—El resto de sus negocios van mal —explica—. Necesita poder sacar un buen dinero por el hotel. Y para eso, tiene que estar a pleno rendimiento.

—¿Y tú no podrías hacerte cargo? ¿Gestionarlo tú?

—No. Yo quiero volver a Dar para estar con Frans.

—Frans, Frans, Frans —digo burlándome de ella.

—Lo echo de menos —dice como si fuera una excusa.

—Acabas de conocerlo.

Se me queda mirando embobada con una enorme sonrisa en la cara.

La mosca tumbu

Pasamos los ratos libres nadando, navegando, pescando, bebiendo y conduciendo el buggy. De noche duermo como un tronco y me levanto temprano para salir a nadar. Subo la pen-

diente y oigo gritar a Alison desde dentro de casa. Empiezo a correr.

—¡Fuera, fuera, márchate de aquí! —grita.

Entro en la cocina y veo a la asistenta cerca de la puerta, con cara de asustada. Alison coge un cuchillo de la mesa de la cocina y camina hacia ella. La asistenta casi arranca el pomo de la puerta cuando la abre para salir escopetada de la cocina.

—¡Venga ya! —digo pasmada.

Alison se gira hacia mí. Oh no. Se acerca una tormenta. Retira su kanga hacia un lado para mostrarme su culo desnudo. Tiene un montón de bultos debajo de la piel. Son larvas.

—¡Tsk!—exclamo.

La mosca tumbu pone sus huevos en la ropa mojada de la colada que se cuelga a secar al sol. Si luego esta ropa no se plancha bien, los huevos sobreviven y se convierten en larvas que permanecen en la ropa y luego penetran en la piel del humano. Buscan refugio para seguir desarrollándose. Y para sacarlas es necesario presionar con dos dedos el bulto que conforman, como si fueran granos. Son del mismo color que los ácaros.

—Tienes que hacerlo —me ordena Alison.

—Ni de coña.

—¡Pero si es que yo no llego hasta allí sola! —grita.

—¿Y por qué no esperas hasta que ellos solitos abran la piel desde dentro y se arrastren hacia fuera para salir al vuelo?

—Samantha…

Se tapa la cara con las dos manos y empieza a llorar.

—Tranquila —digo consolándola. Me acerco a ella.

—Es que… —sigue tapándose la cara con las manos—. Si ahora aparece por aquí Frans y yo… tengo bultos en el culo… Es asqueroso —dice lloriqueando. La abrazo.

—Chist, tranquila. De acuerdo, lo haré.

La pego en el culo.

—Ayyy.

—¿Crees que vendrá a verte? —le pregunto.

—Espero que sí. Lo echo de menos.

—Díos mío —suelto y la arrastro a la habitación de los viejos.

Me siento en su espalda, empiezo a apretar larvas de su culo y ella se queja.

—¿Quieres que dejemos una? —pregunto con sarcasmo y sigo—. Entonces podría salir al vuelo cuando estéis follando y subir a pedirle buen tiempo a Nuestro Señor el Todopoderoso.

—Estás completamente chalada, Samantha —le dice a la almohada.

—Vale. Solo era una idea.

Educación

Parece ser que Frans también echa muchísimo de menos a Alison porque una tarde aparece en un enorme Range Rover nuevo. Ha conducido 350 kilómetros desde Dar es Salaam por una carretera de polvo y piedras tan solo para verla. Es un tío guapo, no habla mucho. Bueno, en realidad es porque no tiene tiempo de decir nada más porque Alison se lo lleva a su bungalow inmediatamente.

—¿Qué están haciendo? —pregunto yo.

—Follando como conejos —contesta Mick mientras monta una nueva cuerda de nailon en el estárter del motor.

Entonces llegan Alison y Frans. Él se queda con Mick mientras yo ayudo a Alison a preparar la cena. Le tomo el pelo en la cocina hasta que llegan los chicos. Se sientan a la mesa a beber sus cervezas frías y picotean anacardos. Nos observan.

—Las dos son muy guapas ¿verdad? —comenta Mick.

—Sí —contesta Frans, y sonríe un poco avergonzado.

Me giro hacia él.

—¿Realmente quieres irte a vivir con esa de allí? —le pregunto haciendo un gesto con la cabeza hacia Alison.

—Sin duda —contesta él—. Es el amor de mi vida.

—Tú estás alucinando. Ni siquiera la conoces —digo.

—A ti lo que te pasa es que estás celosa —me dice Mick.

—De Alison no —digo. Le guiño el ojo a Frans.

Alison está a mi lado cortando verduras. Espero que se gire y digo:

—Pero quizá tengo celos de Frans porque mi hermana tiene un buen polvo.

Alison me va a decir algo. Mi brazo ya está en movimiento. ¡Plaf! La bofetada aterriza con fuerza en su mejilla. Y grito:

—¡¿Con quién estás follando?!

—¿Qué haces? —grita Frans. Se levanta con tanta fuerza que la silla cae al suelo mientras el eco de la bofetada aún retumba en las paredes. Da un paso grande hacia mí, pero se para en seco cuando se percata de que Alison está inmóvil. Está de pie, tranquila, con los brazos inertes; ni siquiera mueve la mano con la que empuña el cuchillo de cocina. Parpadea dos veces seguidas y me escruta con cara de indiferencia mientras la marca de mi mano se perfila en blanco sobre su mejilla morena. Frans está quieto, como desubicado en medio de la cocina. Tiene la cara desencajada y no emite ni un sonido.

—Aún eres capaz de hacerlo —dice Mick y sonríe.

Ha visto esta escena antes. El momento ya ha pasado. Alison me sonríe.

—Espera y verás —me amenaza. Levanta el dedo índice para secarse una lágrima que se asoma por el rabillo del ojo.

—¿Qué? ¿Qué está pasando? —pregunta Frans desconfiado.

—Estáis mal de la cabeza —dice Mick en tono derrotista.

Alison se acerca sonriendo a Frans:

—Tranquilo, cariño. Acabas de presenciar una tradición familiar.

Lo agarra por la nuca y lo besa con fuerza. Está desconcertado.

—¿Es una tradición familiar pegaros los unos a los otros? —pregunta atónito.

—Hay que estar preparadas para recibir un golpe impertérritas —le explico.

—Pero… y eso, ¿por qué? —pregunta Frans.

Él sería incapaz de hacer algo así.

Alison le cuenta que nuestro padre siempre nos ha pegado cuando menos nos lo esperábamos a la vez que nos hacía una pregunta o nos daba una orden. Es algo así como su modo de regular nuestro comportamiento.

—Lo importante es recibir el golpe sin doblegarse. No soporta la debilidad. Hemos practicado la una con la otra para encajarlos sin problema —añade Alison.

—Pero eso es… de locos —consigue decir Frans.

—Nuestro padre ya no lo hace —explica Alison.

—No, contigo no —digo yo—. Pero yo siempre estoy en la línea de fuego para recibir una buena bofetada.

—Y vuestra madre, ¿lo aceptaba sin más?

—Ella no estaba al mando —contesta Alison.

—De los temas de la educación se encargaba la bestia —aporto yo.

Ratas de laboratorio

Después de cenar estamos sentados en el porche poniéndonos de gin tonic hasta la bandera y colocándonos con el bhangi de Arusha que ha traido Mick. Calidad suprema recogida en las laderas del Meru.

—¿Habéis pensado alguna vez que quizá todo sea un montaje? —reflexiona Alison.

—¿Qué montaje? —pregunta Mick.

—Todo lo que nos rodea —contesta Alison con un movimiento de brazos que abarca el cielo, la tierra, el mar, el hotel y a nosotros mismos—. El mundo y todas las personas y todas las cosas que ocurren. Es todo tan absurdo que no puede ser real. Yo sé que soy real. Estoy aquí e intento… hacer lo que puedo. Pero todo el rato me topo con alguien que intenta convencerme de que haga otras cosas. Que me juzga. Que critica las cosas que deseo hacer o ser. Que me dice que está mal. Y las cosas que no quiero hacer… Esas quiere que las haga: ir a la escuela, trabajar duro, portarme bien… todo eso —dice Alison con una mirada de lo más inquisitiva.

Yo observo a Frans. Le sonríe feliz, pero su fachada contiene nervios a punto de aflorar. Dudo que Alison se porte así en las fiestas de cocktails a las que asisten en Dar es Salaam. Mick se aclara la garganta.

—Las personas se manipulan unas a otras continuamente, sí. Pero eso no hace que el mundo sea un montaje.

Alison intenta fijar la vista en Mick y dice:

—No, pero… —Se señala a sí misma con ambas manos—. Soy un experimento biológico, una rata de laboratorio. Soy la única persona que existe. Unos marcianos me encontraron y pensaron… —Cambia su voz a un tono didáctico—: Es una rareza. Es la única de su especie que hemos podido resucitar. Y ahora observaremos cómo es y para ello construiremos este entorno y la meteremos allí dentro. Así veremos cómo funciona su raza. Inventaremos las situaciones más psicodélicas que se nos ocurran y la forzaremos a adaptarse a ellas una tras otra. Esa es la sensación que tengo.

—Vamos a por ti —dice Mick irónico.

—Vosotros sois solo unos robots —Alison retoma su historia—. Pero esos marcianos deberían relajarse un poco con sus experimentos. Es demasiado duro. Los padres, la escuela, un hotel inútil, una hermanita loca y… los hombres. Es todo muy raro.

—¿De veras te resulta tan duro el tema de los hombres? —pregunta Frans.

Alison lo mira sorprendida, se inclina hacia delante y le acaricia el muslo con la mano.

—No, tú no estás incluido, cariño. Creo que finalmente han decidido (los marcianos) ofrecerme una buena vida a partir de ahora.

Le lanza una sonrisa. Pero ese comentario responde a su visión de los hombres. Son como bebés enormes: primero andan pavoneándose y luego acaban tiritando de inseguridad y debilidad.

—Es muy sencillo —apunta Mick—. Haz lo que te dé la gana y a los marcianos que les den.

—Eso es lo que yo pienso —dice Alison—. Podría intentarlo. Al fin y al cabo, la moral es solo uno más de los instrumentos empleados para manipular a los de mi raza. ¿Qué piensas tú, Samantha?

—Para mí la realidad es muy real —contesto—. Pero no estoy segura de que eso signifique nada.

—Pero implicará que estés contenta o no… Por ejemplo, en la escuela —dice Alison.

—Sí, no hay manera de controlar eso —contesto.

—¿Controlar el qué? —pregunta Mick.

—Pues… mis sentimientos. ¿Sabes?

—A mí me gusta la velocidad —dice Mick—. Y el sexo. Lo que me molesta es que entre ambas cosas existan tantas pausas inútiles, que tenga que ocupar el tiempo en mil y una cosas antes de poder volver a lo esencial. Que es la velocidad, y después el sexo.

—Mick —suspira Alison.

—Ya sabes a lo que me refiero —contesta Mick.

—Sí. Pero eso no lo es todo.

—Casi.

—Vale, pues —dice mi hermana. Coge la mano de Frans y se despide—. Nosotros nos vamos.

—Buenas noches —se despide Frans y nos abandonan allí, después de toda esa charla sobre sexo.

Miro a Mick, que enciende un cigarrillo.

—Sexo —digo.

—Ya sabes en qué bungalow me hospedo —contesta él vaciando el resto del contenido de su vaso. Se levanta—. Y estoy disponible.

Se va. Yo me quedo un rato sentada. Apago las lámparas que encendemos en el porche para ahuyentar a los murciélagos. Las guardo dentro de casa y luego cierro con llave desde fuera. Llamo a la puerta de Mick.

—¿Sí?

—¿Puedo entrar?

—Sí.

Abro la puerta.

—No es por nada… es solo que no quiero dormir sola —me justifico.

—Venga, entra —dice Mick.

El nivel de mi padre

Dos días más tarde llega papá. Frans evidencia nerviosismo ante el encuentro. Estamos sentados en el porche.

—Vaya, ¿así que quieres robarme a mi hija mayor? —le provoca papá.

—Sí —contesta Frans—. Ya te la he robado.

—¿Ah, sí? Vale, pues. —Se gira hacia Mick y le da un golpe en la espalda.

—Este Frans no está nada mal —le susurra al oído a Alison.

—Exacto —contesta ella.

—Mick —comenta papá—. Entonces solo puedo ofrecerte a la menor.

—¡Venga, hombre! —exclamo.

—¿Cómo te van los negocios? —pregunta Alison.

—No muy bien, pero algo se está cociendo.

—Voy a buscar bebida —dice Alison y entra en la cocina escoltada por Frans.

—Me encontré con Victor. Quizá se pase por aquí en una semanita —me dice papá.

—¡Victor! —contesto—. ¿Cuánto tiempo se quedará?

—Solo un par de días y después nos iremos.

—Pero ¿adónde vais?

Papá me mira:

—¿Por qué?

—Bueno, pues… solo por preguntar.

Victor me tocó el muslo cuando estaba saliendo de la piscina del hotel Tanzanite. Y yo lo besé cuando me vino a ver en Moshi. Quizás ocurran más cosas.

—Es que le prometí que le enseñaría a bucear —contesto.

—No creo que haya tiempo para eso —comenta él.

Alison sale con cervezas y refrescos. Comemos todos juntos y después Mick y Frans tienen que irse. Mick quiere ir a Dar a comprar algunas piezas de reserva para poder arreglar el resto de los motores. Y también quiere indagar una posible oferta de trabajo. Frans tiene que volver a su empleo. Parece que estén participando en un desfile de automóviles. Mick va por delante en su buggy y lo sigue Frans en su Range Rover. El hotel se queda como vacío cuando se han ido. Papá y Alison se sientan frente a los libros de contabilidad y hablan largo y tendido acerca de las cosas que hay que hacer. Mamá vuelve, parece que ha descansado y está completamente al margen de la marcha del hotel. Alison presenta papá a Halima, que está enseñándoles modales a las camareras.

—Esa chica parece buena en su trabajo —comenta papá.

—Sí. Ahora no tendré que ocuparme yo de ese tema —dice Alison.

Permanece en su bungalow a pesar de que Frans ya se ha ido. Yo vivo en casa porque están llegando más huéspedes. De momento tenemos un grupo de suizos mayores. Estoy descansando en mi habitación cuando oigo a los viejos que vuelven del Club Náutico de Tanga:

—Me vuelvo a Inglaterra si no aprendes a comportarte —me llega la voz de mamá desde el salón.

Voz de borracha.

—Pues vete —responde papá.

—Eres un imbécil.

—No, la imbécil eres tú.

El nivel de la conversación es así de patético.

—No me puedes tratar así. Te he dado dos hijas.

—De eso hace ya mucho.

—Eres un auténtico cerdo.

—Y tú eres una vaca vieja.

Me tapo la cabeza con la almohada y aun así puedo oír que mamá se mete en su habitación para llorar hasta quedarse dormida. También puedo visualizar a papá sentado en el salón, borracho como una cuba, con los ojos medio cerrados. ¿Por qué nos habrán tenido a Alison y a mí? ¿Qué quieren de nosotras? Finalmente oigo que se va a dormir. Me levanto. Me llevo la manta, la almohada y los cigarrillos. Voy al bungalow de Alison y llamo a su puerta:

—Soy yo —digo.

—¿Qué pasa? —Abre la puerta.

—Los viejos son unos auténticos imbéciles. —Me arrastra hacia dentro y cierra.

—¿Se están peleando?

—Sí. Pero mamá ya se ha quedado dormida entre sollozos y él ha bebido hasta caer KO.

—¿Y por qué se pelean esta vez?

—Nada en concreto, sencillamente se dedicaban a insultarse.

He encendido un cigarrillo y me he tumbado en la cama vacía. Alison también fuma y hace anillos de humo que atraviesan la mosquitera y siguen su trayectoria hacia arriba, al otro lado de la red. Es bonito.

—Hazlo otra vez —le pido.

Ella me mira. Más bien me observa, creo. Y vuelve a hacer un aro de humo muy denso.

—Se tira a todo lo que se mueve —dice después.

—¿Qué?

—Lo que sea. A todas las camareras jóvenes. Si no se dejan follar, las echa. Y cuando está de viaje, pues quién sabe…

—No me jodas.

—Es la verdad.

—Pero…

—Pero ¿qué? —pregunta Alison.

Sí, eso. ¿Qué? Enciendo un cigarrillo más y me fijo en la trama de la mosquitera.

—Bueno, ahora ya no lo hace —empieza Alison—. Le he dicho que si quiere que yo siga llevando el hotel tendrá que abstenerse de meterse en las bragas del personal femenino. Además, le he ordenado que no se entrometa en mi manera de gestionar el negocio.

—¿Le has dicho que no puede follárselas? —pregunto incrédula.

—No de esa manera. Pero digamos que ha pillado el mensaje.

Afro

Al día siguiente no sale agua de los grifos. Mamá me llama y me pide que le lave la espalda. Está sentada en una palangana colocada en la bañera. Se la ve desgastada. Le cuelgan los pechos, y la piel de sus brazos y sus piernas tiene una textura como de cuero quemado por el sol. Las nalgas casi ni se ven y tiene la barriga hinchada de tanto beber. Los músculos de las piernas están fofos. Es triste.

Por la tarde hace un patético amago de llevar a cabo algunos ejercicios de un libro de Jane Fonda que Alison le ha traído de Inglaterra. Pero mamá no tiene ni siquiera la suficiente disciplina como para llevar a cabo los ejercicios de calentamiento. Al día siguiente se levanta al mediodía con una resaca todavía mayor. Se supone que tengo que hacerle una permanente con unos productos que le ha mandado mi tía. O sea, una permanente en frío. Mojar todo el cabello con el producto químico, enrollar los rulos y añadir otro producto más al final del proceso: se supone que entonces los rizos serán permanentes. Parece un caniche. Papá entra en el lavabo.

—¿Ahora pretendes ser una afro? —dice.

Ella sale de la habitación y se pone a llorar. Es muy… embarazoso.

Mick llama por teléfono y dice que tendrá que quedarse algo más de tiempo. Alison viaja a Arusha para reunirse con todas las agencias de safaris de la ciudad. Podría ir con ella pero entonces mamá se entristecería. Creería que huyo de ella.

Mamá está acostada en la cama y se encuentra francamente mal. Le tomo una muestra de sangre y la llevo al hospital para que la analicen. Tiene parásitos de malaria. El doctor Jodha me acompaña a casa apestando el interior del coche de un olor de nuez de betel y naftalina. Lanza un escupitajo rojo por la ventanilla y se seca la boca. Le inyecta Klorokin a mamá, le da un montón de pastillas y le sonríe con la boca roja:

—Volveré a visitarla mañana, señora Richards.

El doctor Jodha vuelve y le pincha una vez más, se supone que ahora debería mejorar. Pero no es el caso. Sigue sin apetito y tiene subidas de fiebre alta. El tratamiento no está funcionando. Papá la lleva en brazos hasta el coche y yo la acompaño al hospital. La ingresan y le dan Fansidar, que es como un tratamiento de quimioterapia. Más tarde vuelvo al hospital para llevarle comida. Si no tienes a alguien que te lleve comida al hospital, te mueres de hambre. Ha perdido el apetito por completo y se le pelan los labios. Está muy enferma. Los mosquitos son muy resistentes aquí en la costa. Parece que la quinina ha dejado de hacer efecto, por lo que esa táctica suya de atiborrarse de gin-tonics no está resultando muy útil en estos momentos.

Inyectados de sangre

Alison vuelve. Está a tope, con un montón de planes de futuro para el hotel.

Mamá ha vuelto del hospital y se encuentra un poco mejor. Intenta ser útil y actuar de una manera normal.

Un día se le ocurre invitar a comer a los Whitesides. Ya empieza el jaleo nada más levantarme por la mañana, cuando estoy a punto de entrar en la ducha. Mamá entra a toda pastilla al cuarto de baño.

—Puedes elegir entre fregar la loza o limpiar las verduras. Los Whitesides llegarán en unas tres horas —grita.

—Pues llama a alguien del hotel —le contesto.

—No quiero que esa gente entre en mi cocina —replica ella muy decidida ahora que tiene un objetivo en la vida.

—Pero es que no son mis invitados.

Está ya saliendo del baño cuando se para en seco y me mira fijamente:

—Tú también comerás, así que ayudarás a preparar la comida.

Se ha pasado bebiendo casi toda la noche anterior y ahora va con retraso. Tiene la cara como un culo que se ha cansado de cagar. Es una pena, pero no es problema mío.

—Estoy sangrando. Tengo que ducharme —me excuso. Se va.

—¿Dónde está Alison? —grita.

Alison se ha levantado temprano y ha ido a Tanga a buscar a alguien que pueda reconstruir la escalera de acceso a la playa.

Alison vuelve para la comida, que por cierto está yendo bastante bien.

—Quizá pudieras juntarte con ese Mick —dice papá.

—¿De qué coño hablas? —pregunto.

Los Whitesides se me quedan mirando.

—No digas palabrotas —interviene mamá.

—Es un buen chico. Y también es un manitas —sigue papá.

—No te metas en mi vida.

—Bueno, pues me mantengo al margen.

—Dejadlo ya —dice Alison.

—¿Por qué te gustaría que estuviera con él? —le pregunto.

—Porque necesitarás a alguien que te mantenga cuando a mí se me quiten las ganas.

Me levanto de la mesa de golpe. Salgo.

—Eres demasiado sensible —dice papá a mis espaldas.

Los Whitesides ya se han ido cuando vuelvo a casa. Miro por las ventanas del salón y veo a mis viejos bebiendo. Alison está con ellos. Ella tiene su vida perfectamente planificada: primero pasará una temporadita en el hotel para salvar el negocio de sus padres, y luego irá a Dar para empezar su nueva vida con el hombre del trabajo perfecto. Qué pena. Yo voy a la cocina y pongo algunas sobras de la comida en un plato. Me meto en mi habitación, me pongo los cascos y escucho música mientras ojeo unas revistas que han dejado unos turistas alemanes. Me acuesto. Duermo.

—Querida hijita, ¿vienes a charlar un rato con tus padres?

Es papá. Su cabeza asoma por la abertura de la puerta. Enciende la luz. Me tapo los ojos con la mano. Los suyos están inyectados en sangre.

—Estoy durmiendo —digo.

—Ya dormirás cuando seas vieja. Estamos hablando del futuro. Tenemos que hablar de nuestros planes.

—Yo aún voy a la escuela, así que dudo que entre en vuestros planes.

—Eres muy aburrida, Samantha. Estamos teniendo una gran reunión familiar. Venga, vente con nosotros.

—Estoy durmiendo.

—Bahhh —dice en tono de burla, cierra la puerta y deja la luz encendida.

Mick vuelve al día siguiente, cubierto de polvo de pies a cabeza tras el viaje por carretera.

—En dos semanas empiezo a trabajar en Dar —nos informa.

Trabajará de encargado en una empresa de construcción.

—Samantha, podría llevarte de vuelta a la escuela antes de irme.

—La escuela —contesto—. Qué asco.

—Vamos a dar una vuelta —dice.

Y conducimos a todo trapo por las carreteras sin asfaltar.

—¿Vamos a darnos un chapuzón? —propone cuando aparcamos detrás del hotel.

—No, no me apetece —contesto y subo a la casa.

Jinete de la felicidad

Por la tarde bajo a la playa para fumar un cigarrillo porque mamá no quiere que fume, aunque ella misma fuma como una chimenea. De vuelta a casa veo un pequeño Land Rover que no había visto antes. ¡Es Victor! Está sentado en el porche hablando con papá.

—Hola Victor —saludo.

—Samantha. ¿Cómo te va?

—Bien. —Le sonrío.

—Necesitamos que te marches para poder hablar a solas —dice papá.

—Vale —acepto y voy al garaje para ver a Alison, que está hablando con Mick acerca de incluir el hotel Baobab en el circuito de mochileros.

—Papá tiene una visita —dice Alison.

—Sí, ya lo he visto. Y le he saludado —contesto.

—¿Qué crees que trama papá con ese tal Victor?

—No tengo ni idea.

—Es un jinete de la felicidad —dice Mick.

Alison se ríe.

—¿Qué significa eso?

—Otro hombre blanco que busca un atajo a la felicidad, la aventura y la riqueza en África. Pero tiene que ser fácil, no quiere currárselo demasiado —explica Mick.

—Pues entonces se parece bastante a nosotros —comenta mi hermana.

—Sí —contesta Mick—. Pero la diferencia es que nosotros sabemos que esa fantasía no va a hacerse realidad. Por eso trabajamos.

—Bueno, bueno… tampoco es que nos estemos matando a trabajar…

—Pero acabaremos haciéndolo —dice Mick y me mira.

—¿Qué?

Me pregunto si Victor dormirá aquí esta noche. ¿Le darán un bungalow? Pienso que quizá pueda acercarme a su bungalow de noche y colarme dentro. Pero no me atreveré. Ya lo sé de antemano.

—Ya es la hora de los sundowners—dice Alison.

Mick se seca las manos en un paño. Yo salgo del garaje y veo a Victor metiendo algunas cosas en el maletero de su Land Rover. Papá no está a la vista. Me acerco a él.

—¿Ya te marchas? —pregunto.

—Sí, y lo siento. Quizá pueda visitarte de nuevo en Moshi, si te apetece —dice.

—Estaría bien —contesto.

—Te mando un telegrama antes de ir. Así también te podré enviar mi dirección.

—Tendrás que estar en casa para saber si aparezco por allí…

—Creo que vendrás —contesta él al mismo tiempo que Alison y Mick salen del garaje.

—Hasta luego —le digo y camino hacia ellos, pero muy lentamente porque las mejillas me queman.

Se paran y me esperan. Trago saliva y los alcanzo.

—¿Qué te ha dicho? —pregunta Alison.

—Me ha preguntado dónde puede comprar cigarrillos —contesto.

Tsk —comenta Mick—. ¿El hombretón no sabe ni siquiera encontrar cigarrillos él solito?

Alison se ríe y empuja a Mick, que pregunta:

—¿Qué?

—Pareces un poco mosqueado —le dice.

—Es que estoy cansado de piratillas y pasajeros y jodidos turistas —se defiende Mick.

Camina hacia el porche y el sundowner. La inyección diaria de gin-tonic.

Internal Revenue Service

Subo a casa a la hora de la comida. Un hombre negro, gordo y embutido en un traje está sentado en el porche hablando con Alison y tomando una cerveza. Mis pantalones cortos y mi camiseta están manchados de aceite de motor. Alison me lanza una mirada de advertencia.

Shikamoo Mzee —digo yo.

Alison me presenta y me explica que el hombre es del Internal Revenue Service, IRS. De las autoridades fiscales. Le muestro mis palmas y comento que probablemente sea mejor que no le dé la mano.

—Ajá, tu hermana pequeña es mecánica —dice el hombre y se ríe a carcajadas.

En la mesa está el libro de contabilidad del hotel, pero sigue cerrado.

—Trae más cerveza —me pide Alison. Voy a la cocina y me lavo las manos. Saco las cervezas, las coloco en la mesa, las abro, las sirvo y me vuelvo a ir.

—Así que por desgracia hemos tenido problemas últimamente —le dice Alison al hombre.

—Todos tenemos problemas —le replica él.

En este país se establece la cuota de impuestos durante la visita bianual del hombre de la IRS. Este tiene uno de los mejores trabajos que puedas desear. Al cabo de un rato veo que el hombre se mete en su coche y desaparece. Alison sigue en el porche y está ensimismada en sus propios pensamientos.

—¿Alison? —la llamo.

No reacciona. Salgo a hablar con ella. Está como paralizada en la silla.

—Papá debe muchísimo dinero —dice.

—¿Cuánto?

—Tanto que hasta podrían confiscarnos el hotel.

—¿Lo harán? —pregunto.

Alison suspira.

—Quizás. Acabo de untar al hombre para que haga la vista gorda durante los próximos cuatro meses. Después volverá. Pero… no sé en qué está pensando papá.

Niega con la cabeza.

Acabamos de reparar los últimos motores. Mick come mucho y bebe un montón de cervezas. Está engordando. No he vuelto a llamar a su puerta por la noche, y él tampoco ha llamado a la mía, no sé por qué. No comenta nada al respecto.

—¿Qué pasa con Mick? —pregunta Alison.

—¿Qué pasa con él?

—Se va a vivir a Dar —dice ella y levanta las cejas.

—No quiero a Mick.

—¿Por qué no?

—Porque trabaja para su madre —argumento—. Y ahora quiere trabajar en una empresa de construcción. Y está muy… gordo.

—¿Y? Yo trabajo para mi padre y tengo las tetas pequeñas.

—Sí, pero… yo a él realmente no le intereso —me defiendo.

—Yo diría que sí le interesas. Pero tú le haces creer que no quieres que se te acerque y por eso se mantiene alejado. Es un tío legal.

—¡Para ya, Alison! ¿Qué os pasa a todos? ¿Acaso soy una vaca que tengáis que vender o algo parecido?

La dinamo

Me despido de Alison con la mano y Mick conduce el buggy hasta la carretera. En dirección a Moshi y a la escuela. Alison nos ha preparado comida para el viaje y también llevamos algunas botellas de agua. No hablamos, simplemente nos dejamos llevar por el viento y por la carretera sin asfaltar. Mick está concentrado tratando de esquivar los baches más grandes. Por la tarde paramos bajo la sombra de un árbol para comernos los bocadillos y fumarnos unos pitillos.

—No quiero volver a la escuela —digo.

—Solo te falta un año, Samantha.

—Es una puta tortura —me quejo.

Mick deja caer su cigarrillo y lo apaga con un pisotón.

—Sigamos —dice y nos sentamos en el quad.

Mick gira la llave en el contacto. No arranca.

—¿Qué coño? —Lo intenta de nuevo.

Nada. Se baja y abre el capó del motor.

—No me digas que se ha jodido la mierda esta —le digo yo.

—Tranquila, Samantha. —Hurga en el motor con un destornillador. Yo fumo en silencio. Ahuyento a los insectos—. Joder.

—¿Qué?

—La dinamo se ha jodido.

—¿La dinamo? —pregunto.

—Es un sistema de dinamo de corriente continua. No lleva alternador, por lo que la batería no se carga cuando el coche está en marcha.

—¿Y eso qué significa? —pregunto confusa.

—Que no podremos arrancar.

—¡Joder, Mick!

—¿Qué?

—¿Por qué el jodido buggy no funciona como debería?

—Porque estamos en África —contesta—. Necesitamos que alguien nos remolque hasta Moshi. —Observa la carretera por la que hemos venido.

Es domingo. No hay ni un alma circulando.

—Si llegara un autobús, podrías cogerlo —me dice.

Pero no llega ningún bus. Unos chavales aparecen y se nos quedan mirando. Mick les cuenta que el vehículo se ha roto. Nos piden caramelos, pero no tenemos. Nos piden dinero. Mick les dice que se vayan. Al cabo de una hora, en la neblina desprendida por el calor, empieza a materializarse una camioneta de remolque cargadísima que avanza a velocidad de tortuga. Una vez a nuestra altura le saludamos con la mano y el hombre se para.

—Lo siento —se disculpa—. No puedo remolcaros. Ya voy demasiado cargado.

—Sí, ya lo vemos —contesta Mick.

—¿Hacia dónde vas? —pregunto yo.

—A Himo —contesta el hombre.

—¿Puedo ir contigo?

—le pregunto.

—Sí.

—No —dice Mick.

—¿Y por qué no? —pregunto.

—Porque no.

—¿Por qué?

Mick se acerca al hombre y le habla por la ventana.

—Gracias por haberte parado. Que tengas buen viaje —le dice Mick. El hombre se pone en marcha.

—¿Por qué no podía ir con él? —insisto de nuevo.

—Porque he dicho que te llevaré a la escuela y eso es lo que voy a hacer.

—Pero podría haber cogido un matatu desde Himo.

—En una hora se hará de noche y eres la única chica blanca en el territorio. No te dejaré sola.

—Sé cuidar de mí misma.

—Pero estás bajo mi responsabilidad.

—Yo no soy tu responsabilidad.

—Ahora mismo sí.

Me siento en el asiento del copiloto. El momento del crepúsculo se avecina. Mick observa la carretera.

—¿Dónde están los cigarrillos? —pregunta.

—No me hables —contesto.

—Deja de actuar como una niñata.

Un tren se arrastra por las vías paralelas a la carretera. La chimenea de la locomotora escupe nubes de vapor. Unos pastores guían sus rebaños de animales a través de la llanura para alcanzar su pueblo y pasar allí la noche. Llega el crepúsculo.

—Tengo sed. —La botella de agua está vacía y no tenemos comida.

Pronto se hará de noche y las noches aquí son muy frías y oscuras. Mick se ríe:

—¿Qué?

—Eres tan mimada que cuando te topas con una piedrecita en el camino te sientes como si se te fuera a derrumbar el mundo entero. Eso es una actitud bastante jodida, Samantha.

Tsk —contesto.

Pasa otra media hora y ya casi es de noche.

—Un camión —dice Mick.

Miro. Se está acercando.

—Está vacío —añade Mick.

—¿Cómo puedes saberlo?

—Por el sonido del motor. —Empieza a hacer señales con los brazos.

El camión se para y Mick se presenta. El conductor se llama Yasir. Tiene que llegar a Moshi. Su joven ayudante, Qasim, salta del camión y busca unas tablas largas en el compartimiento de carga que efectivamente está vacío. Gracias a ellas podemos subir el buggy. Nos sentamos junto a ellos en la cabina del conductor y así viajamos a través de la oscuridad.

—Qué suerte que pasarais por aquí —dice Mick.

—Sí —contesta Yasir—. Mañana solo quedarían vuestros huesos.

Los tres se ríen. Yo enciendo un cigarrillo. ¿De qué se están riendo?

Descargamos el buggy y a Mick frente a Chuni Motors en el centro de la ciudad. Yo cojo mis bolsas.

—Mick —le digo—. Gracias por el viaje.

—De nada —contesta.

Cojo un taxi para ir a la escuela.

Halima

De vuelta al infierno. Estoy en décimo. Los días no acaban nunca. Las semanas se arrastran por los suelos. Los meses son inacabables.

Alison llama por teléfono. Parece muy cansada.

—Mamá se ha ido —dice.

—¿Adónde?

—A casa.

—¿A qué casa? —pregunto—. ¿A la casa de Dar?

—A Inglaterra. Se ha ido a Inglaterra.

—Y eso, ¿por qué?

—Pues porque papá ha… —empieza Alison.

Yo la interrumpo.

—Ni siquiera me ha llamado para contármelo —digo indignada.

—Los teléfonos no funcionaban —explica mi hermana.

—¿Y si me hubiera querido ir con ella?

—Tú ya dijiste que no querías ir a Inglaterra.

—¿Y si hubiera cambiado de opinión?

—Samantha.

—Sí.

—Descubrió que papá se había liado con Halima. La nueva…

—Ya sé quién es Halima.

—Estaban… en un bungalow. Mamá se fue directa a hacer las maletas y se marchó —cuenta Alison.

—Y papá, ¿qué dijo?

—Que le parecía bien que se fuera.

—¿Y tú qué hiciste?

—Despedí a Halima.

—¿Y qué vas a hacer a partir de ahora?

—Me quedaré aquí por lo menos hasta que vuelvas para las vacaciones de Navidad.

—Pero si todavía faltan tres meses. ¿Dónde está papá? —pregunto.

—No lo sé. En Dar, quizá.

—¿Y para las vacaciones del medio trimestre? Tenemos una semana entera de vacaciones. Podríamos ir al Mountain Lodge. ¿No te apetecería? —le pregunto.

—No tengo vehículo para desplazarme.

—Podrías venir en autobús.

—Tengo que cuidar del hotel.

Olas

No quiero pedírselo a Tazim y tampoco quiero llamar al Mountain Lodge para preguntar a Sofie. Me parece patético y además no me apetece estar con nadie. Quiero ver a Alison. Pero aún faltan semanas para las vacaciones del medio trimestre y ya no aguanto estar metida en la escuela más tiempo. Le robo un par de vaqueros Levi´s a Truddi y se los vendo a un taxista en el centro. Con el dinero que consigo paso el fin de semana en el hotel Tanzanite. Suerte que mamá me ha firmado un papel que me autoriza a salir de la escuela durante los fines de semana.

Angela no está en el Arusha Game Sanctuary, sino con unos amigos alemanes en Lushoto, así que… estoy sola. Cuando ya se han largado todos los turistas bajo a bañarme. Es viernes y es

de noche. Después subo a mi habitación y leo un libro de Harold Robbins que está repleto de violencia, sexo, drogas, traición y amor.

Al día siguiente voy al centro de Arusha y doy una vuelta. Me paso por la casa de los hermanos Strand, que siempre vuelven a casa los fines de semana. Comemos. Sus padres no están en casa. El mayor, Emerson, quiere que me quede hasta el domingo, pero ya sé por qué quiere que me quede y a mí no me apetece. Su hermano, Gideon, está demasiado colocado como para querer hacer nada. Cojo un bus y estoy a punto de bajarme cuando nos acercamos al Mountain Lodge, pero me invade la sensación de que pareceré una mendiga, así que me quedo sentada y me apeo en el hotel Tanzanite. Como pollo y patatas fritas, me baño, fumo cigarrillos, bebo ginebra y espero que llegue la oscuridad.

Los turistas por fin han abandonado la piscina, y me zambullo en ella. Nado de espaldas, hago crol y buceo en un agua prácticamente oscura. Solo me llega la luz de las lámparas instaladas sobre las puertas de los vestuarios. Saco la cabeza para coger aire en el lado menos profundo de la piscina y veo la silueta de un hombre que camina por el trampolín. Salta y atraviesa el agua. Luego desaparece. ¿Quién es? ¿Dónde está? Me acerco al borde de la piscina y empiezo a salir cuando alguien me agarra por los tobillos y me estira hacia abajo. Yo grito mientras un cuerpo se materializa delante de mí.

—Samantha —dice la voz.

¡Victor! Me lanzo a sus brazos y me aferro a su cuerpo.

—Me has asustado mucho. —Lo envuelvo con mis piernas, lo agarro por la nuca, lo beso con fuerza y tiemblo.

Sus manos recorren todo mi cuerpo. Me aprieta las nalgas, los muslos.

—Eres maravillosa, Samantha. Te he echado de menos —dice mientras pasa su dedo pulgar por uno de mis pezones y siento chispazos de calor en el pecho.

Noto su sexo contra mi cuerpo, bajo el agua. Está duro.

—¿Qué es lo que estoy notando, señor Victor? —Meto mi mano en su bañador, agarro su polla y la aprieto. Su garganta emite un sonido sordo—. Tengo una habitación —le digo.

—Sí.

Vamos para allá. Enormes olas rompen contra la costa y sacuden la tierra, el agua desaparece en las rocas para tomar fuerza y lanzarse sobre la tierra de nuevo.

Victor está tumbado de espaldas. Tengo una pierna estirada encima de él y me siento muy cool por la manera como lo he llevado. Como si lo hubiera hecho muchas veces antes y ya tuviera mucha experiencia. Fumamos cigarrillos. Vuelve la cabeza hacia mí y sonríe.

—Nunca me había sentido tan bien como me siento ahora mismo —dice.

Yo sonrío.

—Yo también me siento bien.

—Hay algo que tengo que contarte.

—¿Sí?

—Tu padre vuelve mañana.

Me río. Se ríe.

—Ojos que no ven, corazón que no siente.

—Exactamente —dice Victor, se vuelve del todo y me muerde el lóbulo de la oreja—. Samantha.

La rabia

—Hola, papá —le digo desde una tumbona que está cerca de la piscina. Papá se gira.

—¿Samantha? ¿Qué haces tú aquí?

—Pasar el fin de semana. Más tarde cogeré el bus de vuelta a la escuela.

—¿Has visto a Victor? —pregunta papá y se sienta en una tumbona cercana a la mía.

—Sí, llegó ayer —contesto—. Está viviendo en el Arusha Game Sanctuary.

—Ah, vale.

—¿Quieres que cenemos esta noche? —le pregunto.

—Esta noche no puedo. Tenemos una reunión.

—Pero yo tendré que volver luego a la escuela.

—Esta noche no puedo —repite—. Es una reunión importante.

—Vaya.

—Lo siento.—Se levanta—. Tengo que irme enseguida.

—Hasta luego.

La tarde no se acaba nunca. Empiezo a hacer mis bolsas cuando ya debería estar camino del autobús si quiero llegar a Moshi antes de que anochezca. Meto la ropa en la bolsa a saco.

—¿Samantha? —llaman desde el otro lado de la puerta.

Es papá. Abro. Victor está

detrás de él y dice: —Hola, Samantha.

—Papá, Victor. ¿Qué hacéis aquí?

—He venido para ver a mi hija —contesta papá y sonríe un poco avergonzado, creo.

—Pues es que yo me vuelvo para Moshi ahora mismo —contesto.

—Sí, sí. Yo te llevo. Hasta podríamos cenar algo en Moshi.

—¿Tú también te apuntarías, Victor? —pregunto.

—No —contesta—. Yo viajo al interior. Solo quería garantizar que este viejo se acordara de visitar a su hija.

Sonrío.

—Venga, vale —contesta papá—. Es difícil llegar a cumplir con todo.

Victor se despide y papá baja al bar mientras termino de hacer las bolsas. Me lleva en el Land Rover. Afortunadamente el vehículo está tan cascado, tan lleno de agujeros y hace un ruido tan tremendo que no tenemos que hablarnos durante la hora entera que dura el trayecto a Moshi.

—¿Dónde te apetece cenar? —grita papá cuando llegamos a la rotonda de Arusha, que es la primera que te encuentras en las afueras de Moshi.

—En el hotel New Castle. Tienen una buena terraza —contesto gritando. Le señalo el camino a seguir. Llegamos, pedimos comida y cervezas.

—Así aprenderás a beberlas —dice papá sonriendo.

—No te preocupes. Ya he aprendido a beberlas.

Nos quedamos en silencio. ¿Y ahora de qué vamos a hablar hasta que llegue la comida y podamos tener nuestras bocas ocupadas masticando? ¿Halima? ¿Mamá?

—Alison está llevando el hotel pero que muy bien —dice papá. Empieza a nombrar algunos cambios y también algunas mejoras.

Estoy completamente segura de que le está costando horrores no mencionar que todas son cosas de las que tendría que haberse encargado mamá. Afortunadamente llegan nuestros pollos con patatas fritas embadurnadas en salsa de vinagre. Comemos y bebemos muy rápido. Papá me invita a fumar un cigarrillo. Él mismo me lo enciende. Fumamos.

—Es mejor que vuelva a la escuela antes de que se haga demasiado tarde.

Papá asiente con la cabeza y paga. Conducimos por Lema Road. Los perros salvajes ladran en la noche. Y se están acercando. Papá mira a su alrededor. Yo me inclino hacia él y miro por su lado. Cuatro perros se acercan al coche ladrando como posesos.

—¡Perros! —grito—. ¡La ventana!

El brazo de papá reposa sobre una ventanilla bajada del todo. Grito aún más y él logra retirar su brazo por los pelos y oímos un ruido sordo. El primer perro ha saltado y ha chocado contra la puerta. Sus mandíbulas nos amenazan, ladrando sin parar a través de la ventanilla que sigue abierta. Los dientes les brillan y echan espuma por la boca. Papá abre su chaqueta caqui y saca la pistola de la sobaquera al tiempo que frena el vehículo. El animal salta por segunda vez, papá le dispara a la boca y su cabeza explota en sangre, huesos y masa cerebral. Subo mi ventanilla rápidamente y dispara dos veces más. Maldice, pone la primera marcha y sube su ventanilla. El morro de un perro golpea mi cristal y deja un rastro de espuma y baba.

—Tienen la rabia —dice papá, que acelera el coche e intenta atropellar un perro que está delante de nosotros.

El animal salta sobre el coche y se planta en el capó. Es un chucho sarnoso con ojos locos. Papá vuelve a frenar el coche y mira por los espejos retrovisores.

—¡No! —grito.

Pero ya está saliendo del coche. El resto de balas impactan en el cuerpo del animal. Vuelve a sentarse. Acelera. Toca el claxon antes de alcanzar la entrada de la escuela. El vigilante nos abre y paramos en el aparcamiento, donde nos espera Owen, Ebenezer y otro vigilante nocturno. Se les ve preocupados. Han oído los disparos.

—¿Qué ha pasado? —pregunta Owen.

Se lo cuento todo a la vez que papá enciende un cigarrillo y suelta palabrotas.

—Pero ¿quién ha disparado? —pregunta Owen.

—He sido yo —contesta papá—. Y he matado a tres de ellos.

—Vaya. Pero es bueno que nos veamos. Quería comentar un tema con usted —le dice Owen a papá, que me mira y vuelve a fijar la vista en él.

—¿Para hablar de ella? —pregunta.

—Sí… Verá, Samantha es… está bien, pero hace muchas campanas y está muy… inquieta.

—No quiero que haga campanas —dice papá.

—No, y si sigue así tendremos que utilizar métodos de disciplina más severos que…

Papá le interrumpe.

—Y usted no debería tener alumnos rondando por una zona de perros rabiosos. Sí, vale, es más que probable que Samantha tenga que ponerse las pilas. Seguro que tiene que hacerlo. Pero usted también debería ponerse las putas pilas y solucionar el tema de los jodidos perros rabiosos.

Papá clava sus ojos en Owen. Siento vergüenza, pero disfruto a la vez.

—Las autoridades están… —empieza Owen.

Papá le interrumpe de nuevo:

—¿Las autoridades? ¿Las autoridades tanzanas? —replica papá—. Usted está mal de la cabeza.

Se aleja de Owen y se me acerca, me abraza y dice:

—Pórtate bien, Samantha.

Me suelta, hurga en su bolsillo y me pasa un paquete de cigarrillos.

—Es mejor que tengas uno de estos.

Se mete en el coche. Toca el claxon y se marcha. Yo ya he empezado a caminar hacia Kiongozi. Casi puedo sentir cómo Owen se devana los sesos tratando de encontrar las palabras que compensen en parte la humillación a la que acaba de ser sometido. No se le ocurre nada. Sigo caminando. Y entonces salta:

—¿Tienes autorización para fumar, Samantha? —grita.

—Buenas noches —chillo yo también.

No dice nada más.

Servicio a la comunidad

—Somos unos privilegiados. Tenemos estudios y opciones en la vida y por eso estamos en cierto modo en deuda con el mundo y sobre todo con nuestra localidad. Y por ello debemos ofrecerle algo a cambio. Tenemos la fuerza y los ánimos. Al salir de esta escuela seréis hombres y mujeres del mundo y podréis decidir libremente qué camino queréis tomar en la vida. Nuestros vecinos no tienen las mismas oportunidades.

Owen sigue y sigue hablando por los codos. ¿Acaso trata de convencerse a sí mismo? Está plantado delante de nosotros en la entrada del Karibu y nos llena la cabeza de mil razones por las que deberíamos participar en el servicio a la comunidad. Pero si ni siquiera somos parte de esa comunidad; solo Jarno, que es cliente habitual del bar de Mama Mbege.

—Es nuestro deber. Les debemos una ayuda a los locales por habernos recibido tan bien a pesar de no tener las mismas posibilidades que hemos tenido nosotros.

Para poder acceder al examen final del último curso se tiene que haber cumplido con un determinado número de horas de servicio a la comunidad, aunque ya se puede empezar a acumular horas desde cuatro años antes y evitar así que se acumule el trabajo los dos últimos años, que suelen ser un auténtico infierno entre exámenes y deberes. En realidad son peor que el infierno. Pero el servicio a la comunidad solo tiene sentido si uno se queda en la escuela hasta terminar el puto bachillerato. ¿Y acaso aguantaré los dos años más que me quedarían al acabar este curso? Todos los de mi clase quieren empezar desde ahora porque es una buena manera de juntarse y conocer a los alumnos mayores.

Una de las propuestas que nos plantean es ir a jugar con los niños del orfanato o ayudar a levantar una escuela en el pueblo de Mama Mbege. También podemos construir un puente nuevo sobre el río Karanga, que pasa junto a la escuela, que le sería muy útil a las mujeres del oeste del río que cada día tienen que recorrer todo el trayecto hasta el puente Karanga para cruzar el río con las mercancías que venden en el mercado de Moshi. Aquí ya había un puente antes, pero estaba construido demasiado abajo en el cañón y el agua abundante de la época de lluvias se lo fue cargando poco a poco.

Qué mierda. Nos piden que salvemos el mundo porque viajamos en primera clase. ¿Seremos mejores personas porque construyamos ese puente? Y una mierda.

Ando buscando a Christian, pero no está aquí. Está enfermo. Lleva así toda la semana. O por lo menos no viene a las clases. Encuentro a Panos.

—Mi madre ha vuelto a Inglaterra porque mi padre se tira a las camareras del hotel —le cuento.

Tsk —dice.

Escondite clandestino

Bajo al duka de Mboya el domingo por la tarde.

—Déjame tomar una cerveza en el jardín trasero —pido.

—Los profesores vigilan ese jardín a veces —contesta Mboya.

—¿Ahora les dejas entrar en el jardín? —pregunto.

—No. Les digo que es una zona privada. Pero a veces se les ocurre montar guardia en la puerta y yo desde aquí no les veo, de modo que no podría avisarte si se diera el caso.

—Me iré por la salida de atrás cuando haya terminado mi cerveza. —Pongo el dinero en el mostrador—. Sírveme una cerveza, por favor —insisto y atravieso la tienda para llegar al jardín de atrás.

Me siento a una mesa bajo la sombra. No pueden verme desde la calle porque Mboya ha colocado una valla alta detrás de los setos. Y hay una salida secreta que es un agujero en el seto que te lleva al jardín de otra casa, en una calle paralela. Mboya me avisaría si viniera un profesor y tendría que escapar con sigilo.

Una de sus hijas me trae la cerveza y un vaso. Enciendo un cigarrillo, me limpio las gafas de sol, escucho la música chirriante de su transistor de radio y casi me siento como un ser humano.

Cuando vuelvo a Kiongozi, Minna me estira del brazo y me olfatea el aliento.

Consuelo

Lunes por la tarde. Bajo a casa de Christian para matar el tiempo de espera.

—Me han pillado bebiendo —le explico.

—¿Cuándo?

—Ayer.

—¿Te han echado?

—Tienen la reunión esta tarde. Me dirán algo mañana.

—¿Qué crees que te dirán?

Yo sonrío.

—Primero me pillaron detrás del quiosco. Después llamé «maldita puta» a Minna y le largué una bofetada sonora a Truddi. Creo que me van a echar.

—¿Para siempre? —pregunta Christian.

Me encojo de hombros.

—¿Qué tal si tomamos una cerveza para consolarme? —le pregunto.

—Tendrás que mezclarla con cola. Mi padre está al caer.

—Por mí vale.

—Aunque seguramente asista a esa reunión en la escuela.

—¿Aún es miembro de la Junta? —pregunto.

—Sí.

—Qué mala reputación le habrás dado —comento.

Bebemos nuestras cervezas con cola y fumamos cigarrillos. Un coche se para frente a la casa. El padre de Christian entra.

—Hola, Samantha —saluda.

—Hola Mzee— contesto, él me sonríe y le dice algo a Christian en danés. Levanta las cejas como preguntando a su hijo y luego me mira a mí. Dice algo más en danés y me lanza un «hasta luego».

—Sí, hasta luego —me despido yo, y miro a Christian.

—No sabía por qué alumna se iban a reunir —dice Christian.

—Mientras me pueda beber sus cervezas ya me vale —contesto. Le cojo un cigarrillo más.

La conclusión de la reunión es que me expulsan de la escuela durante catorce días: esta semana y la de después de las vacaciones del medio trimestre. En total son tres semanas lejos de la escuela. Este castigo no me ayudará a seguir el ritmo de la escuela hasta el examen de final de curso.

Insh´allah

—¿Y tu madre también está de viaje? —me pregunta Owen cuando me da el dinero para comprar el billete de autobús, como ha quedado con Alison por teléfono.

—No —contesto.

Eso es casi verdad. Mi madre está en Inglaterra, no de viaje. Pero eso a él no le concierne. A Owen lo que le preocupa es que vaya a estar sola en Tanga y se me ocurra hacer una inmersión total en alcohol, humo, sexo y locura.

—Entonces, dime… ¿Estaréis todos en casa, en Tanga?

—Alison está allí. Y mi padre quizá también. Vamos a disfrutar de lo lindo. Bucearemos, haremos esquí acuático y pescaremos —le explico para que se relaje.

—Y también tienes que seguir estudiando y hacer todos los deberes que te tocan —remarca Owen—. Si no lo haces tendrás demasiado trabajo acumulado a tu vuelta.

—Veré qué puedo hacer al respecto.

—Cuídate, pues.

—Hasta luego —contesto. Cojo el pick-up de la escuela que me llevará a la estación de autobuses.

Por delante me enfrento al largo viaje a Tanga. Es inaguantable.

Tomándomelo con mucha calma y empezando a moverme con mucho tiempo de antelación consigo avanzar por el pasillo central del bus hasta llegar a la salida. Me bajo en un pequeño mercado a las afueras de Tanga. Los taxistas me llaman pero les ignoro. Saboreo el aire. Estoy sola de nuevo pero apesto. Miro mi reloj: 350 kilómetros en siete horas, no está mal para un bus. Me acerco a un quiosco para pedir una Fanta.

Baridi? —pregunta la chica—. ¿La quieres fría?

—Sí —contesto.

Siempre preguntan eso, incluso si les pides una cerveza. Muchos autóctonos beben la cerveza y el refresco a temperatura ambiente porque están acostumbrados al mbege, que siempre está tibio. Y también es por un tema de salud: diez botellas de medio litro de cerveza fría acabarían con el estómago de cualquiera con tanto calor. Empiezas a sudar y a deshidratarte. Y eso vale incluso para los refrescos. Un té bien caliente es el mejor remedio para combatir el calor.

Me trago la Fanta con ansia. Fumo un cigarrillo. Los jóvenes taxistas tocan el claxon y gritan para captar mi atención. Niego con la cabeza porque no quiero arriesgar mi vida sometiéndola a su conducción temeraria por los caminos de tierra que hay que tomar para llegar al hotel. Me acerco al taxista de más edad de la zona de estacionamiento. Es un viejo musulmán casi cien por cien árabe. Lo he visto un montón de veces antes, es uno de los taxistas legendarios de por aquí. Conduce bien y cuida el coche. Conoce todos los entresijos del negocio y por eso es capaz de ganarse la vida. La mayoría de los taxistas no son dueños del coche que conducen: pagan un alquiler fijo al día y tienen que devolver el vehículo al dueño con el depósito lleno. El conductor se queda con el dinero que sobra, si es que ha quedado algo después de tantos gastos.

Lo saludo cortésmente.

—¿Vas de vacaciones al hotel? —pregunta.

—Vivo en él. Estoy de vacaciones. Voy a la Escuela Internacional de Moshi.

—Aaah, ahora te reconozco. Eres hija del bwana Douglas. Ya eres casi toda una señorita.

El hombre sonríe. Yo me siento.

—Sí —respondo—. ¿Qué tal sus hijos?¿Viven cerca de usted?

Es tan mayor que pronto necesitará a sus hijos.

—Sí, mis dos hijas están cerca de Doda, que es donde vivo con mi mujer —me cuenta.

Doda está en la costa, cerca de Tanga.

—¿Y están bien?

—Más o menos —contesta—. Pero es muy difícil cuando el marido solo es pescador. La pesca no da mucho dinero.

—¿Tiene hijos?

—Sí. Shirazi, mi hijo mayor. Está en Zaire buscando la felicidad.

—¿Zaire? Eso está muy lejos. ¿Qué hace allí?

El hombre se ríe.

—No el Zaire con Mobuto Sese Seko. Mi hijo está en la zona de minas cerca de Mererani Township, donde buscan tanzanita. Eso está cerca de Moshi, ¿verdad? ¿Cerca del aeropuerto grande?

—Sí, está bastante cerca. ¿Trabaja en las minas?

—Sí, es muy duro trabajar bajo tierra. Esperemos que Alá le sonría.

—Quizá vuelva a casa como un hombre rico —deseo yo.

Insh´allah —dice.

Si este taxi fuera suyo su hijo no tendría que arrastrarse bajo la tierra. Durante el trayecto me vende tres paquetes de cigarrillos ilegales procedentes de Kenia. Son mejores que los que se pueden comprar aquí.

Una gran familia feliz

Me apeo en la entrada principal y Alison sale escopeteada de la recepción para abrazarme.

—Qué bien que estés aquí, hermanita mala —dice—. Tengo que arreglar un tema de unos turistas de Alemania que tienen que llegar a Dar. Pero cenamos juntas esta noche.

—Vale —contesto.

Paso por la cocina del hotel y saludo al personal. Bebo un refresco en el bar y los turistas alemanes me miran las piernas de un modo casi obsesivo. Entro en la casa, me pongo un bikini, bajo a la playa y me baño un rato. Luego me ducho. Como pollo con patatas fritas. Caigo rendida en la cama y descanso un par de horas. Hay un apagón por la noche, pero afortunadamente ya hemos terminado de cenar. Nos sentamos en el porche y encendemos las lámparas de gas para ahuyentar a los murciélagos. Fumamos y bebemos gin-tonics.

—¿Quieres otro? —pregunta Alison.

—Sí, claro que sí. Si no me acribillarán los mosquitos.

—Vale.

En la tónica hay quinina, que ahuyenta a los mosquitos. Hay que tomar seis vasos para que haga efecto. Los cuatro primeros son para salvar cada una de las extremidades del cuerpo, y hay que tomar otro para el torso y un último para la cabeza. Si se ingieren más de seis es porque se es un borrachín. Bueno, eso es lo que decía mamá. Fumamos los cigarrillos de Kenia que los pescadores transportan en sus barcas atravesando ilegalmente la frontera.

—Tengo que contarte algo —dice Alison.

—¿El qué?

—Es que… te expliqué lo de Halima, ¿no?

—Es la camarera a la que se tiraba nuestro querido padre y que tú ya te has encargado de echar de aquí.

—Sí. Pues resulta que papá la ha dejado embarazada.

—¿Qué?

—Sí.

—¿Y cómo se sabe que el bebé es de papá?

—Supongo que no será difícil verlo en cuanto nazca el bebé. Se la estuvo tirando sin parar la última vez que pasó por casa.

—No me jodas.

—Sí.

—¿Mamá se enteró?

—Sí.

—¿Fue cuando los pilló?

—Sí. En uno de los bungalows vacíos. Se lo he preguntado a papá. Dice que quiere casarse con Halima.

—Ahora sí que te estás quedando conmigo…

—No estoy quedándome contigo, Samantha.

—Pensaba que habíais acordado que no se metería en la gestión del hotel. ¿No debería considerarse una ruptura de vuestro acuerdo que se esté follando a tu jefa de camareras? —le pregunto.

—¿Y qué quieres que haga?

—No lo sé. ¿Irte a vivir con Frans, quizá?

—No es que no quiera a Frans, pero no puedo irme corriendo con la cola entre las piernas y sin un sitio donde vivir. Quedaría fatal. Además, algo así le daría a él demasiado poder en nuestra relación. Los hombres con poder son muy jodidos.

—¿Así que vas a quedarte aquí?

—No lo sé.

—¿Y si papá te exige que ella viva aquí?

—Ella tiene una pequeña casa en el centro de Tanga.

—Vaya, hombre. Y yo que pensaba que íbamos a ser una gran familia feliz. Siempre había soñado con tener una madrastra que fuera como mi hermana mayor.

—Para ya, Samantha —dice Alison—. Y tú, ¿qué?¿Hay algún chico que esté bien en la escuela?

—No —contesto. No comento nada acerca de Victor.

Sé que Alison se pondría completamente de los nervios. Pero ella tiene a Frans, lo tiene más fácil. Yo no tengo a nadie.

Un día feliz

—Levántate —dice Alison sacudiendo mi cama—. Tienes que ayudarme.

—Estoy de vacaciones. Relájate —contesto aún medio dormida.

—No estás de vacaciones, te han expulsado temporalmente —especifica Alison—. Acompáñame a la cocina.

Me echo un poco de agua a la cara y voy para allá. Mi hermana ya ha estado en el mercado y ha comprado cacahuetes. Los está pelando cuando entro, y la ayudo a pelar el resto. Los rocía con una mezcla de agua salada, los mete en el horno sin quitarles la piel y los hornea entre diez y quince minutos para que el agua se evapore y los cacahuetes acaben envueltos en una fina capa de sal. A mí me pone a cortar cocos en tiras finas que luego horneamos del mismo modo.

—¿Nos tomamos un gin-tonic? —le pregunto.

—Esto es para los clientes del bar —contesta escueta.

—Aun así podríamos picar un poco y tomarlo con una copa.

—¿Ahora? —dice Alison—. Acabarás igual que tu madre.

—También es la tuya.

—Sí. Y voy a esforzarme muchísimo para ser diferente a ella. Tendré una buena vida.

Nos prepara unos crepes y me pone a cortar fruta para la macedonia. Ni un momento de relax.

Papá llega al atardecer. Sale sonriendo del Land Rover. Vamos hacia él.

—Hola, chicas —grita.

De momento no hay peligro porque no ha leído la carta de la escuela, que ya me he encargado de hacer desaparecer con unas cerillas. No creo que tenga la más ligera idea acerca de cuándo tengo vacaciones ni cuánto tiempo duran o cuándo se supone que debería estar de vuelta en la escuela.

—¿Has tenido un buen viaje? —pregunta Alison.

—Sí, ha ido muy bien —contesta él en un tono relajado.

Y apenas me da tiempo a pensar que…

—Y vosotras, ¿habéis estado bien? —pregunta.

—Sí, todo bien… —contesta Alison.

¡Plaf! Sabor a sangre en la boca, dolor agudo y puntitos brillantes ante los ojos.

—Eres idiota —me dice papá en tono neutro y retira la mano.

Parpadeo varias veces para retener las lágrimas.

—¿Qué pasa? —dice Alison.

—La han expulsado por beber —dice papá—. Qué jodida estupidez.

—¿Y dónde lo habrá aprendido? —pregunta Alison levantando las cejas.

—Solo son catorce días —digo entre dientes. Trago la sangre que se me ha acumulado en la boca.

—¿Cómo coño puedes haber sido tan tonta para que te hayan cogido?

—Soy hija tuya —contesto—. Con lo cual no debo de ser tan tonta porque tú eres muy listo.

—Por lo visto se han diluido mis genes en los genes alcoholizados de tu madre —replica.

—O paráis ahora mismo o me largo —dice Alison.

—Me paso por la escuela de mi hija pequeña para saludarla y ¿qué me cuentan? Tsk —dice papá.

Escupe en la tierra, vuelve al coche y empieza a descargar.

Alison no dice nada. No mostramos nuestros sentimientos cuando él está cerca. A papá le digo a su espalda:

—¿No te das cuenta de que me han pillado porque me he dejado coger a propósito? —explico—. Ni siquiera llegas a eso.

Empiezo a caminar hacia otro lugar y me responde:

—El día que te vea marchar en un avión rumbo a Inglaterra tendré por fin paz.

Táctica de guerrillas

Papá desaparece al día siguiente y Alison se va de safari con dos parejas de ingleses. Van a Dar para visitar la ciudad de Bagamoyo y luego a Ruaha, donde el hermano mayor de Panos los llevará de safari. Me han dejado completamente sola. Más tarde aparece papá con su puta Halima. Salen del coche. Cuando papá no me mira, observo que la barriga de Halima sobresale un poquito, pero no con forma de embarazada. No parece que lo esté. A partir de ahora solo miro a papá. A ella no me digno ni a dirigirle una mirada.

—No va a vivir aquí conmigo —digo.

Él se acerca y me pone su cara a un centímetro.

—No quiero oír ni una sola palabra procedente de tu boca —dice en tono de amenaza.

En este momento no siento miedo porque sé que nunca se le ocurriría pegar en el instante aparentemente más lógico. El golpe siempre debe caer por sorpresa. Su manera de educar está inspirada en la táctica de guerrillas.

Lleva las bolsas y las maletas de Halima a casa. Ahora podrá tirársela cuando le plazca.

Hago mis bolsas y las llevo a un bungalow. Ni me acerco a la casa. Cojo comida de la cocina del hotel.

Ya de noche oigo que llega otro coche. Salgo a espiar para ver quién es. Papá sale al porche.

—Victor —dice—. Bienvenidos.

—Ven a saludar a Mary —contesta Victor.

Ha venido con una mujercita rechoncha y blanca. Se me hace un nudo en la garganta. ¿Quién es esta? ¿Cómo puede hacerme esto? Claro que tampoco es que tengamos… nada especial. Pero compartimos algún secreto. Yo no quiero perderlo. Empiezo a llorar. Estoy tumbada en la cama pensando si Victor se escapará de la casa durante la noche para venir a llamar a mi puerta. Estoy en vela durante muchísimo rato.

Alguien llama a mi puerta muy temprano a la mañana siguiente:

—¿Sí? —grito.

—Abre la puerta —ordena papá.

Salgo de la cama y abro. Su enorme manaza me agarra la mandíbula. La tiene tan llena de cicatrices que parece un trozo de carne que ha pasado por una trituradora. Hubo un tiempo en que sus manos destrozadas me producían orgullo, pero eso era antes de saber para qué las utilizaba.

—¿Qué? —pregunto mientras él me gira la cabeza hacia la suya.

—Mi colega Victor se quedará con su chica en el bungalow grande durante un par de días. Si necesitan ayuda o cualquier otra cosa, quiero que estés disponible para ellos.

—¿Para qué cosas?

—Lo que sea. Si quieren salir a pescar o a bucear, cosas así. Y quiero que te comportes mientras esté fuera. Si no he vuelto antes de que tengas que regresar a la escuela, tomas el autobús o le pides a Alison que te lleve, si es que está en casa. No me des más problemas —dice.

—No —contesto.

—¿Qué?

—Que vale.

—¿Cómo dices?

—De acuerdo, papá. Me portaré bien.

—Bien —me suelta la mandíbula, rebusca en su bolsillo y me da un fajo de billetes sujetos con una goma elástica—. Cuídate, cariño.

—Me da un abrazo furtivo.

—Buen viaje —le digo a sus espaldas. Camina hacia su Land Rover y se va.

Puta de bareto

Entro a la cocina del hotel y me preparo el desayuno. Lo como de pie. Enciendo un cigarrillo. Bajo a la caseta de los barcos, abro el candado, quito las cadenas del motor y suelto las amarras de la mejor lancha. La marea está bajando, así que debo sacar la lancha al mar enseguida.

—¿Puedo ir? —pregunta una voz.

Me giro. Victor. Trago saliva. Y ahora, ¿qué le digo?

—¿No crees que es mejor que… te quedes con tu novia?

Él me ofrece una gran sonrisa.

—No es mi novia, Samantha. Es solo una chica que conozco de Inglaterra. Está aquí de visita —se justifica Victor—. Ella no tiene nada que ver con nosotros dos, ni tampoco tiene por qué perjudicarnos. ¿Vas a bucear?

¿Debo ahondar más en el tema? ¿Qué le digo?

—Solo con gafas, tubo y aletas. Y el arpón —contesto.

—¿Puedo ir contigo?

—Vale. Puede que tu amiga quiera acompañarnos.

—No lo creo.

—Voy a preguntarle, por si acaso. —Subo hasta el hotel para evitar que sienta que tiene la situación bajo control.

—Vale —dice Victor y se ríe.

Está un poco tenso, creo. Bueno, eso es lo que espero. Pero se queda en el barco. Subo la escalera dando saltos. Alison la ha mandado arreglar. La mujer llamada Mary está sentada bajo una sombrilla en la zona del restaurante. Bebe té helado. Es pálida, baja, gordita y lleva el pelo teñido de rubio. Tiene las uñas largas y las lleva pintadas de rosa. Una puta de bareto. De repente se me ocurre que se parece un montón a mi madre cuando era más joven y yo era una niña. Me presento y le pregunto si quiere venir a bucear.

—No, gracias. Bucear no es una actividad para señoritas —dice un poco melodramática, o eso me parece a mí. Señorita y una mierda, es solo una pasajera inofensiva. Vuelvo a la playa. La marea ya ha bajado mucho.

Bajo la superficie

—Marchando —digo.

—Yo empujo —propone Victor.

Se ha puesto calzado para no cortarse con los corales. Diez metros mar adentro hay suficiente profundidad bajo el casco como para bajar el motor. Nos adentramos más y él me pregunta cosas de la escuela. Contesto lo más escueta posible y solo le miro de reojo cuando no me mira. Es un hombre guapo, tiene buen tipo, está delgado, moreno y el vello de su pecho está rizado y rubio del sol. No cuenta nada de su trabajo y yo no pregunto. Tiro el ancla, le doy un arpón y nos ponemos las aletas.

—Hay pulpos —digo.

Él sonríe.

—Haré lo que pueda, Samantha.

Saltamos al agua, escupimos en las gafas y esparcimos la saliva por el cristal del visor para que no se empañen una vez estemos debajo. Inspiramos fuerte en la superficie y nos sumergimos. Yo me muevo más lentamente que él hacia el fondo, de esa manera gasto menos energía y oxígeno. Sus movimientos son demasiado bruscos y agresivos. No tiene ni ritmo ni calma en el agua, donde hay que mover el cuerpo como un pez. Unas morenas nos observan amenazadoras desde sus agujeros de escondite. Veo un pulpo entre unas rocas. Cuando estoy colocándome en posición noto que alguien me toca el brazo. Victor señala hacia arriba. Está quedándose sin aire. Sube. Yo me quedo, disparo al animal y subo con mi trofeo pinchado en la flecha del arpón. Él me espera en la superficie.

—Joder, qué buena eres. —Nada hasta mí.

Me siento rara con esa Mary en tierra. Puede ser que nos esté observando desde la playa.

—¿Me puedes enseñar a hacerlo? —pregunta.

—Pues claro.

Y le muestro cómo debe deslizarse por el agua, usar las aletas con las piernas juntas en un movimiento continuado para ahorrar oxígeno. Le enseño a nadar de espaldas justo por debajo de la superficie para poder ver la parte de debajo de las olas, que brillan en color azul plata bajo los rayos del sol.

—Esa chica, Mary, no significa nada para mí —dice cuando nos acercamos a la playa con nuestro botín.

—Ella no me importa.

—¿Por qué no te importa? —me pregunta.

—Porque estoy más buena que ella.

—Eso es verdad. ¿Estás triste por lo de la mujer que está con tu padre?

—No me parece bien.

—Te entiendo. Pero ya casi eres adulta. En breve harás lo que te dé la gana. Quizás encuentres un hombre como ha hecho Alison —dice guiñándome un ojo.

—Estoy buscando con mucha dedicación —replico—. Pero la verdad es que la oferta es peor que mediocre.

Empujamos la barca tierra adentro y la amarro a un pilar de hierro que está profundamente clavado en la arena. Victor pone su mano en mi espalda. Me giro hacia él, pongo mis brazos alrededor de su cuello y entreabro los labios. Nos besamos. Sus manos empiezan a moverse por todo mi cuerpo.

—¡Para! —Me deshago de sus brazos, me giro y camino de vuelta al hotel meneando el culo.

—Ya tengo ganas de volver a verte —dice a mis espaldas.

No se qué decirle, así que le levanto el dedo medio sin volverme. Intento pasar desapercibida durante el resto del día.

La calculadora

Victor y Mary se marchan a la mañana siguiente. El hotel está abandonado a su suerte ahora que Alison no está aquí para encargarse. Yo no quiero estar dando órdenes a todo el mundo, pero Halima sí que les mete caña. Pone a todo el personal a ordenar cosas, no sé exactamente qué. Quizás está tratando de eliminar el rastro de mi madre. Es una puta que ha subido su rango al de diosa. Ya se comporta como si fuera dueña del lugar, aunque solo tiene doce años más que yo y apenas sabe leer. Pero sí que sabe calcular, eso lo tiene clarísimo: lleva una calculadora entre las piernas.

Yo me escondo en mi bungalow, cojo comida de la cocina del hotel, nado, duermo, leo, fumo cigarrillos y también un poco de bhangi. No contesto cuando la muy puta me dirige la palabra.

Solo quedan algunos clientes del hotel y da bastante vergüenza ver cómo el personal pasa de todo cuando nadie les estira de las orejas. Yo me niego. Si la puta de mi padre se las da de reina, lo menos que puede hacer es encargarse de todo. Cuando le dieron el trabajo sí que sabía trabajar, pero ahora se acuesta con el jefe y se cree demasiado fina para mover un dedo. Tiene la típica actitud de africana.

La recepcionista viene a buscarme. Alison me llama por teléfono. Me llama desde Dar y yo le paso el parte de la situación. Todavía faltan dos semanas para mi vuelta a la escuela, porque esta semana son las vacaciones del medio trimestre, así que aún me queda una más por la expulsión temporal. Pero ahora mismo muchos alumnos de la escuela están de vacaciones en Dar.

—Vente —dice Alison.

Hago las bolsas enseguida. Cojo un taxi, voy a la estación de autobuses y agarro el primero que baja hacia el sur. Nos desplazamos lastimosamente durante 350 kilómetros. El autobús pincha dos veces durante el trayecto y tardan una eternidad en cambiar los neumáticos. Después de catorce horas de viaje llego a Dar completamente exhausta.

Club blanco

Vivimos en casa de una amiga de Alison que se llama Melinda. Está casada con un americano que trabaja para Philip Morris y se dedica a comprar tabaco en los alrededores de Iringa. Su empresa está ganándose un puesto en primera línea para adquirir las fábricas de manufacturación de tabaco de Tanzania para cuando el gobierno esté tan mal que tenga que privatizarlas. Y esa situación está al caer, porque el país se está yendo a pique. Socialismo africano es igual a corrupción descontrolada.

Estamos en el Club Náutico. Me aburro. Esto está lleno de blancos que viven como condes y barones. Todos sus jodidos hijos corretean por todos lados. Las madres se comportan como si fueran divinas por el mero hecho de haber cagado un hijo. Los hombres se arrastran, buscan, traen y llevan mientras me miran de reojo los pechos y el culo.

—¿Por qué no salimos a dar una vuelta con el barco? —le pregunto a Melinda; deben de tener un jodido barco si son socios de este club. Es obligatorio.

—No, yo no navego nunca. Mi marido lo saca de vez en cuando —responde y se vuelve a girar hacia Alison.

Melinda ha cagado un hijo y Alison está planeando meterle el anzuelo a Frans definitivamente para poder quedarse aquí en Dar y cagar su propio hijo. Tienen mucho de qué hablar. Yo me levanto y doy una vuelta, me acerco a la zona de barcos, bajo a la playa, vuelvo a la zona del bar y el restaurante.

—¿Sam?

Me doy la vuelta y veo a un chico quemado por el sol que lleva pantalones cortos y unas gafas de sol con cristales de espejo.

—¿Jarno? —digo asombrada.

—Casi.

—¿Qué haces aquí? —pregunto.

Encoge los hombros y señala una botella de cerveza fría que está medio enterrada en la arena. Sonrío y me siento a su lado.

—Pues sí. Aquí no hay otra cosa mejor que hacer. ¿Tienes un cigarrillo?

—Sí. —Me alcanza un paquete.

Ha estado en Mzumbe dando patadas en la arena durante un par de días y ahora está viviendo en la casa de invitados de los Norad aquí en Dar. Dice que se quedará el resto de los días que le quedan de vacaciones. El padre de Jarno trabaja para los Norad. Viven cerca del cine drive-in.

—Puedes venir a cenar, si quieres —dice Jarno.

—¿Tienen cocinero?

—Sí, se está genial. Tienen un cocinero fijo que hace las compras y nos hace la comida. Es como estar en casa, pero sin padres, así que es lo más.

Debe de estar realmente colocado porque si no no sería capaz de articular tantas palabras seguidas.

—¿Y también tienen un armario lleno de botellas de alcohol? —pregunto.

—No, lo siento. —Niega con la cabeza.

—¿Hay alguna fiesta esta noche?

—Solo hay algo en el Club Marine, que yo sepa.

—Esto es un muermo.

—Es el color blanco —dice Jarno mirando a nuestro alrededor.

Los únicos negros que hay a la vista son los camareros, el cocinero y el señor de la escoba.

—Venimos a la África más negra para meternos en el club más blanco.

Endless Love

Por la noche vamos al drive-in con Jarno. Nos movemos en una moto que le han prestado. No va a llover, así que es mejor no ir en coche. Además, de esa manera evito estar metida dentro de una carrocería con un chaval caliente y salido.

—Hola, Sam. Jarno —dice una voz.

Es Aziz, que cree que es el último bombón de la caja. Lleva puestas las gafas de sol aunque estamos a oscuras.

—Venid a aparcar junto a nosotros. Tenemos un par de botellas de alcohol.

—Nos cuenta dónde están aparcados.

Luego sigue su camino para ir al quiosco a comprar patatas fritas. Jarno enciende la moto y vamos para allá. Pasamos por delante de algunos coches y nos pitan, porque la película ya ha empezado. Les levanto el dedo. En el coche de Aziz hay un par de chicas autóctonas. La ropa que llevan no es de buena calidad, así que no son de Msasani. En el coche de al lado está Diana con un par de amigas italianas que van a la Escuela Internacional aquí en Dar.

Charlamos un poco y a veces vemos la película, que se llama Endless Love y es tan ridícula que los africanos se tronchan de risa dentro de sus coches. Yo también me río. El romanticismo de los blancos es una sucesión infumable de música blandengue e imágenes difuminadas, como si el animal no viviera en el hombre. La pareja de la película ni siquiera parece estar pasando un buen rato. Uhhhh, es todo tan serio.

—No es como para reírse —dice Diana tajante.

—No, es una película realmente buena —dice Jarno.

Ya le he pillado mirándole las tetas a Diana un par de veces. Está muy metido en la película. Es dulce y romántica, como él. Por lo visto no se ha dado cuenta de que lo que a Diana le pone cachonda es la fuerza masculina y bruta. Es una chica que necesita creer que estará a salvo en los brazos conquistadores de un potente hombretón.

Africana

Bebo un poco del Konyagi que ha traído Aziz. Salomon aparece por allí con sus rastas y nos pregunta si queremos ir a Africana, que es un complejo turístico enorme que está por la costa, al norte. Por la noche ponen música. Pero es un lugar un poco siniestro y dejan entrar a cualquiera. La única otra opción que nos queda es ir al hotel Kilimanjaro, que está en el puerto. Esta noche tocan The Bar Keys, pero la entrada es muy cara. Hotel Africana, adjudicado. Jarno intenta convencer a Diana para que se venga con nosotros, pero no lo consigue. Cuando termina la película, conducimos un buen rato en la oscuridad y subimos por la costa. Huele a mar. El Africana está petado de hombres blancos gordos con bellísimas mujeres negras. La música no está mal, pero Jarno no baila hasta que está borracho y cuando consigue llegar a ese estado se dedica a balancearse sobre su propio eje sin moverse del sitio y con los ojos cerrados. Aziz quiere que vaya con él a una esquina oscura.

—Tengo algo que te gustará —dice Aziz y saca una bolsita llena de polvo blanco—. Es cocaína. Está totalmente limpia. Te dará un subidón.

Quiero probarlo.

—¿Y qué me costará? —pregunto.

—Eh, solo es para que la pruebes. Somos amigos. No te costará nada.

—Vale —digo y esnifo la raya que me ha preparado en la mesa.

Buen viaje. Bailo. Aziz se pone a bailar conmigo. Restriega su entrepierna contra mi cadera formando círculos, se cree que está siendo apasionado. Intenta besarme.

—No, Aziz. Dijiste que no me costaría nada. Nada de besos.

—¿Me das un beso si te doy una raya más? —pregunta.

—Que te follen.

—Encantado —contesta.

—Sigue soñando —digo yo.

El efecto de la cocaína se desvanece enseguida. Realmente me gustaría tomar más pero de esa manera no. Doy una vuelta. ¡Victor! Sonrío. Victor está sentado a una mesa en el exterior. Cojo mi bebida, me toco el pelo y empiezo a acercarme a él. Casi he llegado a su altura y estoy a punto de decir hola cuando Mary entra en mi campo de visión. Lleva un vestido rosa que le aprieta las tetas. Me paro en seco. No me han visto. Ella se sienta con cara de mal humor y no le mira. Él dice algo, parece cansado, gesticula mucho. Ella contesta brevemente y niega con la cabeza. Parece que la está maldiciendo cuando se levanta y se pone a caminar directamente hacia el bar. Yo retrocedo entre la gente, pero no llego a esconderme. Me ha visto.

—Samantha —dice.

—Hola. ¿Todo bien?

Él se ríe y niega con la cabeza.

—Tenía que haberme buscado una buena mujer. Una como tú. —Me guiña el ojo con picardía.

—No me conoces.

—Aún no.

Noto que me estoy poniendo roja y espero que no se dé cuenta porque el local está bastante mal iluminado.

—¿Mary está bien?

—Sí, sí. Es solo que está enfadada porque no quiero volver con ella a Inglaterra.

—¿Ella vuelve a Inglaterra?

—Sí. No le gusta estar aquí. Escucha, Samantha. No sé por qué ha venido hasta aquí. Yo no la he invitado. Es una chica que conocí hace un poco menos de un año. Puedes venir a sentarte con nosotros, pero no creo que sea de interés para ti.

—No. Paso.

—Vale —dice—. ¿Nos vemos en otro momento?

—Aún estoy esperando ese telegrama tuyo.

—De acuerdo. —Coge las bebidas que ha pedido y vuelve con Mary. Yo encuentro a Jarno y Salomon.

—Jarno, nos vamos —le digo—. Conduzco yo.

Consigo cogerle las llaves y, aunque aún está bastante borracho, noto su polla tiesa contra mi culo cuando conduzco de vuelta a la ciudad. Me bajo frente a la puerta de entrada de la casa de Melinda y llamo al vigilante.

—¿No te vienes conmigo? —pregunta Jarno.

—No, gracias. Buenas noches.

Lion of Zion

Vuelta a Tanga. Una semana de aburrimiento mortífero. La puta Halima regenta la casa que me vio crecer. Mis libros de la escuela cogen polvo en la estantería y debería estudiar para no quedarme demasiado atrasada. Vivo en el bungalow más grande con Alison, que está mosqueada con papá, pero él no está aquí, así que me toca recibir a mí. Y además echa de menos a Frans. Este tiene suerte y puede meterse en un avión que se dirige al aeropuerto de Kilimanjaro. Alison ha quedado con él para tener un encuentro amoroso en Arusha. Viajo a Moshi con mi hermana, que está pero que muy contenta.

Vuelta a la escuela. Todos los demás están en marcha desde hace una semana. Por la mañana veo la espalda de Christian en el pasillo. Le alcanzo y entrelazo mi brazo con el suyo.

—¡Hola! —dice sorprendido.

Los otros miran. Siempre nos miran.

—¿Cómo te han ido las vacaciones? —le pregunto.

—Mi padre insistió en que me quedara en casa a estudiar toda la semana. Mortal.

—¿Y lo hiciste?

Christian se ríe y se encoge de hombros:

—No tenía opción. Ató la moto a un árbol en el jardín. A veces la desataba y me dejaba ir a dar una vuelta, cuando volvía de trabajar.

—Deberías haber talado ese árbol.

—No tenía hacha. Y a ti, ¿qué tal te ha ido? Expulsada por beber. ¿Has estado en Tanga?

—Un coñazo. Pero he estado con mi hermana en Dar —le contesto—. Ha estado muy bien. Y la última semana vuelta a Tanga. Un coñazo.

Suena el timbre para entrar.

—Nos vemos. —Le suelto el brazo.

—Sí —responde él y se queda parado mientras yo meneo el culo por el pasillo ante sus ojos.

En la pausa del almuerzo veo a Salomon. Está completamente rapado.

—¿Qué? ¿Ya no eres un rasta? —le pregunto.

Las rastas simbolizan la melena del león, o sea el Lion of Zion. Sin las rastas, se supone que se es débil.

—No se es rasta por el pelo. Es un sentimiento que viene del interior —responde—. Me empezó a picar la cabeza, así que tuve que raparme.

Se marcha.

Aziz sonríe con malicia a mi lado.

—¿Qué? —le pregunto.

—El padre de Salomon le cortó un montón de rastas mientras dormía. Al despertar por la mañana solo era rasta de un lado de la cabeza —contesta Aziz y se descojona.

—El embajador etíope no es muy rasta que digamos —añado.

—No —confirma Aziz.

En el pasillo me encuentro con Jarno, que parece triste aunque él por lo menos sí que conserva sus rastas.

Diana se enrolló con un marine americano antes de que acabaran las vacaciones. Pero parece que ese soldado no se tragó el mensaje de Endless Love, amor eterno. No le digo nada a Panos porque ahora Diana y él se vuelven a enrollar.

Telegrama

Una secretaria entra a buscarme en plena clase de historia. Y ahora, ¿qué he hecho? Owen está sentado en el despacho con cara de preocupado.

—Te ha llegado un telegrama —dice.

Yo sonrío. Él está desencajado.

—¿Estabas esperando un telegrama? —pregunta.

Caigo en la cuenta de que él creía que eran malas noticias. Que ha habido un accidente, una muerte o una desgracia.

—Sí —contesto y rompo el sobre que contiene el mensaje.

«Estoy en el YMCA. V.», pone.

—Es mi prima, que ha tenido a su bebé y que se llamará Samantha.

Le sonrío a Owen.

—Felicidades —dice.

—Gracias.—Me abanico con el telegrama mientras cruzo la puerta.

Me salto la comida después de la última clase. Voy directa al aparcamiento pero oigo el ruido de la moto de Christian, así que me paro un momento y espero a que se haya ido. Hago dedo y me recogen unos alemanes que viven cerca de la escuela de policía. Camino el último tramo para llegar hasta el YMCA. No veo a Victor por ninguna parte.

—Mi tío vive aquí —digo—. Se llama Victor Ray. ¿En qué habitación se hospeda?

La recepcionista me da el número y subo al tercer piso. Encuentro la habitación. De repente todo me parece muy claro. Llamo a la puerta. Victor abre. Está con el torso desnudo y en calzoncillos. Da un paso hacia mí.

—Samantha —dice apasionado, me levanta y me toma en sus brazos. Baja la cabeza y me besa—. Ahora voy a llevarte al sitio al que perteneces.

—Sí.

Y me lleva a la cama.

—Te he echado de menos —dice mientras empieza a quitarme la ropa.

Besa las partes de mi cuerpo que van quedando al descubierto. Pequeñas lenguas de agua que lamen la playa hasta convertirse en olas que rompen con fuerza contra la arena y arrastran el cuerpo al mar.

Cojo un taxi de vuelta a la escuela. Hago ver que no ha pasado nada. Todo está como siempre. Nadie sabe que tengo a Victor. Él es mi secreto. Es maravilloso.

Ciudadano libre

El padre de Christian está fuera, de viaje, así que él hace muchas campanas. Sale al lavabo a fumar cigarrillos. Lo pillan y recibe una advertencia.

El viernes hay una fiesta en Kilele. Yo voy con Tazim. Es un poco aburrido hasta que oigo una moto: Christian. Se para en la calle, delante del seto de Kilele, se baja y enciende un cigarrillo. Me acerco a los arbustos. No es un cigarrillo normal.

—Hola, Samantha —me saluda—. ¿Quieres un poco de bhangi?

Se acerca hasta el seto y mete el porro entre la malla de alambre.

Seppo lo ha visto y sale por la puerta diciendo:

—Christian, debes abandonar el área de la escuela ahora mismo. Quiero verte el lunes a las ocho en el despacho de Owen.

—Oye, tú no me das ni una mierda de orden. Soy un hombre que está en una calle fumando su hierba. Soy un ciudadano libre. No tienes autoridad sobre mí.

Christian inhala profundamente y se llena los pulmones de humo mientras clava su mirada en Seppo. Luego exhala el humo en su dirección. El vigilante se le acerca. Christian levanta un puño con el porro ajustado entre sus dedos.

—Si me pones una mano encima, te parto la cara —dice. Seppo se detiene y Christian se ríe. Vuelve a ponerse el porro en la boca, se sube a la moto y sale disparado a toda velocidad. Lo sigo con la mirada hasta que la oscuridad lo absorbe por completo.

El lunes por la mañana le pregunto por el episodio. Van a echarle de la escuela durante una semana, pero no encuentran a su padre, así que tienen que quedárselo aquí al constatar que vive solo en su casa y que su padre no está localizable. ¿Y por qué vive solo y nadie se ocupa de él? Más tarde logran hablar con el padre, que finalmente organiza que Christian se quede en casa de unos suecos. Además deberá asistir a una reunión escolar en cuanto regrese a Moshi. En realidad deberían haber expulsado a Christian definitivamente, pero el dinero de su escolarización se paga en moneda extranjera. La escuela no puede permitirse perder más ingresos.

Una semana más tarde internan a Christian en Kijana.

—Lo han exigido porque mi viejo siempre está de viaje —dice—. O me internaban en la escuela o me expulsaban.

—Así que, la próxima vez que te pillen, te expulsarán —reflexiono.

—Exactamente.

—Trata de no cagarla.

—No, pero me sienta bien tener la sensación de estar al mando de la situación.

—Ya, pero esto sería demasiado aburrido si no estuvieras tú…

—Pero si no os dejan hacer nada en este lugar. Esto es una puta cárcel.

Bajo a Kilele, me tumbo en la cama de mi nueva habitación y me pongo a mirar las musarañas. Me han sacado de Kiongozi para ir a vivir con las chicas mayores porque me peleaba demasiado con Truddi.

Es mejor vivir aquí. Comparto habitación con Adella, una chica de Uganda que apenas habla. Idi Amin asesinó a sus padres y a sus dos hermanos mayores. Adella y su hermano pequeño fueron enviados a Tanzania con la consigna de sobrevivir. Idi Amin se cargó al resto de su clan. Ella y su hermano están en la escuela con una beca que pagan algunas personas de su comunidad exiliadas en Europa. Me cae muy bien. Cuando apagan la luz por la noche, Adella se acomoda delante del escritorio y lía un porro. Antes de encenderlo tapa la ranura debajo de la puerta con una toalla enrollada para que no salga el olor. Fumamos en silencio. Me siento muy cómoda con ella.

Hago lo que puedo en la escuela e intento no meterme en jaleos.

Ladrón de vaqueros

Hoy cumplo diecisiete años. Por la tarde tengo las clases obligatorias de tenis. Sally me pone a jugar con una muñeca repollo hindú que se llama Naseen. Va tambaleándose por la pista y no acierta a dar un un solo golpe. Yo le disparo las pelotas adrede, para asustarla.

Mwizi, mwizi!

Alguien grita desde los edificios donde viven los profesores, más allá de la zona de las canchas de tenis. Dejo caer mi raqueta y salgo corriendo en esa dirección. Hay un grupo de diez o doce hombres y mujeres en el jardín de uno de los profesores. Son los cocineros, asistentas y jardineros que trabajan para ellos. Insultan y le pegan patadas a un hombre que está tirado en el suelo. Mi profesor de inglés, el señor Cooper, llega corriendo.

—¡Parad! ¡Parad! —grita.

Paran a regañadientes y se apartan a un lado. Un hombre está encogido en el suelo. Sangra mucho y tiene heridas en la cabeza y en la cara.

—Pero ¿qué hacéis?

—le pregunta Cooper al grupo. Está estupefacto.

Una asistenta se inclina hacia delante y recoge un par de vaqueros tirados por el suelo.

—Trataba de robar sus vaqueros, señor. Estaban colgados en el tendedero de ropa —explica en suajili.

—¿Qué dice? —pregunta Cooper.

Yo traduzco. El hombre del suelo sangra por la boca. Es muy posible que tenga una hemorragia interna.

—Estáis locos —dice Cooper en inglés y sacude la cabeza.

—Hemos salvado sus vaqueros —continúa la chica con gran orgullo.

En la estación de autobuses se venden por el equivalente de un mes de sueldo. Se lo cuento a Cooper. Owen también ha llegado. Cooper le pide que traiga el pick-up de la escuela.

—Sí, lo van a llevar a la policía —dice un jardinero en inglés.

—Al hospital —puntualiza Cooper.

—Primero a la policía —dice el jardinero.

Cooper no contesta. Llega el pick-up y se llevan al ladrón destrozado. El equipo de boxeo celebra su buena obra con gran entusiasmo.

Pescado

Panos está sentado en el comedor con el hombre del gato, Sandeep, y Adella. Me acerco a ellos. Hoy sirven pescado y eso es poco habitual aquí en el interior del país, porque en Tanzania circulan pocos camiones frigoríficos. Perca del Nilo pescada en el lago Victoria. Huele bien. Me pongo una buena ración de comida en el plato, le paso la fuente a Sandeep y empiezo a comer. Está buenísimo.

—No, gracias —dice Sandeep.

—¿No comes pescado? —pregunto.

—Soy de Bukoba —contesta escueto.

—Sí. Cerca del lago Victoria. ¿Allí no coméis pescado?

—No desde lo de Idi Amin. Después de lo que pasó, se nos prohibió volver a comer pescado en casa para siempre —cuenta Sandeep.

Su padre es hindú e Idi Amin expulsó a todos los hindúes de Uganda. Pero la madre de Sandeep es negra. Es la única persona medio negra y medio hindú que he conocido en mi vida.

—Por favor, intenta explicarme exactamente qué tiene que ver el pescado con Idi —empiezo a decir, cuando de repente caigo en la cuenta.

Idi Amin era un genocida. Almacenaba las cabezas de sus víctimas en congeladores para poder mostrarlas e incluso hablaba con ellas. Asesinó a 300 000 personas, y muchísimos cadáveres fueron a parar al lago Victoria. Un festín para los cocodrilos y el motivo principal por el que los bancos de peces crecieron tan considerablemente.

—Canibalismo —digo estupefacta.

—Casi —contesta Sandeep—. ¿Te comerías un pez que se ha comido a un hombre?

Empujo mi plato con desdén.

—Hace ya mucho tiempo de eso —interviene Panos.

—Cinco años —especifica Sandeep.

Señalo el plato de Panos:

—¿Qué sabor tiene un hombre de Uganda? —pregunto con ironía.

Tsk —dice y se mete otro trozo de pescado en la boca. Empiezo a pensar en Adella. La observo. Adella solo come pollo, ningún otro tipo de carne. Tiene la cara completamente desencajada. Panos levanta un trozo de pescado y lo mira:

—Entonces este pez se ha comido al enemigo de Idi Amin. Hombres y mujeres de honor. Buena gente. Están ricos.

—Se mete el trozo en la boca y mastica.

Adella suelta una risa histérica y empieza a llorar y a toser con violencia. Se levanta de golpe y sale corriendo del comedor.

—¿Qué pasa? —dice Panos.

—Idi Amin asesinó a sus padres —digo observando los restos de su pescado.

Panos asiente con la cabeza:

—Buena gente —dice, y sigue comiendo.

Por la noche me siento obligada a ir a la cama de Adella para abrazarla. Al principio no para de llorar, pero luego se calma y me cuenta serena:

—Salimos en barca de Port Bell gracias a un pescador. Era de noche, estaba muy oscuro y no soplaba ni una pizca de viento. Primero remó para alejarnos de la playa, y luego encendió el motor. Se guiaba por las estrellas y las luces de la costa. Solo nos llevaba a mi hermano pequeño y a mí y yo tenía mucho miedo porque se trataba de un desconocido. Ya había cobrado, así que hubiera podido lanzarnos por la borda sin consecuencias. Mi hermano se durmió, pero yo me mantuve despierta. Después de mucho navegar empezó a despejar en el horizonte. Llegó el alba. Entonces chocamos contra algo grande y el pescador disminuyó la velocidad. Le pregunté si eran cocodrilos porque no veía nada. El agua aún estaba oscura. Me dijo que cerrara los ojos pero yo no quería cerrarlos porque le tenía miedo. Y la barca siguió chocando contra algo y olía raro y me preguntó si tenía los ojos cerrados y yo le contesté que sí. Entonces amaneció, él aumentó la velocidad de la barca y los objetos eran empujados por el casco del barco. Y entonces miré. Había luz suficiente como para ver. La superficie del lago estaba abarrotada de cadáveres hinchados flotando en el agua. Algunos habían sido devorados en parte por cocodrilos y peces. A Idi Amin le gustaba alimentar a los peces.

Adella me abraza con fuerza.

—Chist —digo para calmarla—. Ya pasó… —Siempre pienso en los cadáveres como si fueran mi familia. Yo debería haber estado allí flotando.

El perro de mamá

Se acercan las vacaciones de Navidad. Papá está en Uganda o en Zaire o donde sea… Me ha mandado una carta diciendo que coja el bus a Tanga como si fuera una campesina. Y eso, ¿por qué? La línea de teléfono no está operativa, así que no tengo manera de hablar con Alison para saber qué está pasando. Ni tampoco sé si ella estará allí cuando llegue.

—Sam. Teléfono —grita Adella.

Doy un salto de la cama y corro hacia allá.

—¿Quién es?

Adella sonríe y me pasa el auricular.

—Soy Samantha —digo.

—Querida hijita, ¿ahora te llaman Sam?

—¡Mamá! —Hola, cariño, ¿cómo estás?

—¿Vas a venir para Navidad? —pregunto.

—No. No puedo. Tengo que trabajar.

—Pero… Venga, vente.

—¿Cómo te va en la escuela?

—Pues la verdad es que jodidamente mal. Esto es una escuela, ¿recuerdas?¿Por qué no puedes venir a pasar las Navidades? Que pague el billete papá.

—No puedo vivir más con tu padre. Estoy bien aquí. Cuando termines la escuela tienes que venir a vivir aquí conmigo.

—¿A Inglaterra?

—Inglaterra no está tan mal, Samantha.

—Hace un frío que pela y la gente es bastante rarita.

—Pero podríamos estar juntas tú y yo —dice mamá.

—Entonces, ¿está ya decidido? ¿Y mi opinión no vale para nada?

—¿Qué es lo que te gustaría hacer? —me pregunta.

No sé qué contestarle.

—¿De qué vives?

—He conseguido un trabajo.

—¿Qué tipo de trabajo?

—Trabajo en un… hotel —dice con un suspiro—. Soy portera nocturna.

—¿Y papá no te manda nada de dinero?

—Sí, pero tiene problemas con el hotel de Tanga. Él también necesita dinero.

—Pues claro que tiene problemas. Está mal de la cabeza. Pero tú… ¿estás bien?

—He dejado de beber —dice con firmeza.

—Bien. ¿Os volveréis a ver?

En el mismo momento en que formulo la pregunta constato lo absurdo que eso sería. Papá se está tirando a la camarera.

—Nos vamos a divorciar —dice mamá.

—Pero…

—¿Por qué te llaman Sam?

—Sam. Un hombre entre corderos —explico.

—Pero ¿estás bien en la escuela?

—Sí —miento—. Me va bien.

—Ya sé que prometí mandarte algo de ropa, pero de momento tendrás que esperar.

—No te preocupes por eso. Puedo robar ropa de las chicas blancas de la escuela.

Mamá se hace la sorda.

—¿Y qué voy a hacer yo en Inglaterra? —pregunto.

—Podrías estudiar.

—Estudiar, ¿qué?

—Lo que quisieras.

—Supongo que recuerdas que no soy una persona muy entregada ni a los estudios ni a los libros.

—También podrías estudiar algo más práctico. Ya lo averiguaremos cuando vengas —dice—. ¿Ya tienes novio?

—No —contesto—. ¿Y tú? ¿Has encontrado novio?

—Después de tu padre tengo sobredosis de hombres. Estoy pensando en comprar un perro.

Nos reímos. Y entonces termina la conversación porque ya no tiene más monedas para hablar.

Las islas Seychelles

Me convocan al despacho. Y ahora, ¿qué? No he hecho nada malo en varias semanas. O por lo menos no he sido descubierta.

Joder. Papá está aquí.

—Samantha —dice y me abraza—. Hace tanto tiempo que la familia no está unida… —le cuenta a Owen—. Desde que su madre volvió a Inglaterra… Y yo he estado muy liado con trabajo en Mozambique, Uganda… Siempre estoy viajando. Así que ahora es el momento de reunirnos de nuevo.

—Sí —dice Owen asintiendo con la cabeza para dar a entender que comprende la situación. Me pregunto si imagina en qué trabaja mi padre. Y de dónde sale el dinero para pagar mi escolarización.

—¿Qué? —pregunto.

Owen me sonríe. ¿Qué pasa aquí?

—Nos vamos de vacaciones a las islas Seychelles. Alison, tú y yo. Y Frans. Esta noche dormiremos en el hotel Tanzanite y saldremos del aeropuerto de Kilimanjaro mañana temprano.

—Pues vale —contesto.

Hago las maletas. Imagino que es normal que un psicópata sea tan impredecible. Las vacaciones de Navidad empiezan en dos días. A mí el plan me parece bien siempre que Alison esté incluida en él.

Al día siguiente, Mahmoud nos lleva a papá y a mí del lodge al aeropuerto. Volamos a Dar, donde Alison y Frans se suben al avión.

Llegamos a las Seychelles. Es un pequeño conjunto de islas en medio del océano Índico, a 1 600 kilómetros al este de Dar es Salaam. Son increíblemente hermosas.

El hotel está en una ladera de la isla principal. Papá nos alquila un coche descapotable para ir a visitar la isla, bajar a la ciudad, ir a las playas. A mí la comida en general no me interesa mucho pero aquí se come… ¡uau! Todo lo mejor del mar. Alison le compra un curso de buceo a Frans como regalo de Navidad. La semana anterior a fin de año no hacemos otra cosa que comer, beber y dormitar en la arena de la playa. Está realmente bien.