Kigamboni

Alison y Frans están en el Club Náutico. El cocinero me avisa de que alguien me llama por teléfono.

—¿Sí?

—Te he echado de menos —dice una voz.

—¡Victor! —grito al aparato.

—Hola, preciosa.

—¿Dónde estás?

—Estoy tan cerca de ti que casi puedo saborearte.

Yo suelto una risita.

—Podemos vernos, si quieres —dice.

—Si quieres… ¿qué significa eso?

—Puede que te hayas cansado de esperarme —me vacila.

—Efectivamente, estoy cansada de esperarte. Pero quiero verte. Me aburro. ¿Dónde estás?

—En Kigamboni —contesta.

Es una península un poco al sur de Dar es Salaam. Para llegar hasta allí se coge un ferry desde el puerto de pescadores. En Kigamboni no hay mucha población, pero hay algunos pequeños hoteles en la costa, que es bellísima. No obstante, no tienen mucha ocupación porque el servicio de ferry es inestable y la carretera da un rodeo gigante por el interior antes de cruzar Mzinga Creek para poder acceder a la costa. La élite de Dar es Salaam celebra sus bodas en algunos de estos hoteles.

—Pero… ¿vas a venir a la fiesta de Fin de Año aquí en casa de Alison? ¿Te han invitado? —pregunto.

—No. Nadie sabe que estoy en Tanzania. Solo lo sabes tú.

—Creía que estabas en Angola y en Inglaterra.

—He estado en Inglaterra y en Angola, pero ahora he vuelto para verte.

—¿Y qué pasa con…?

—Estoy solo —me interrumpe.

—Llegaré mañana por la mañana. A las nueve —digo.

Le digo a Alison que me voy con Shakila a visitar a unos conocidos suyos en Bagamoyo. Y al día siguiente me voy con el ferry. Victor me viene a recoger en moto al pequeño puerto de pescadores de Kigamboni. Nos besamos larga y profundamente. Se ha instalado en un pequeño hotel un poco apartado del pueblo. En cuanto hemos cruzado el umbral de la puerta, me empieza a quitar la ropa. Se me pone la piel de gallina.

—Despacio —digo.

Es la primera vez después de la violación y temo no poder hacerlo. Mi cuerpo está completamente rígido.

—Es que estoy un poco nerviosa.

—Tranquila —dice Victor—. No tenemos prisa.

Me abraza y besa larga e intensamente. Acaricia mi cuerpo, me estruja y me toca por todas partes hasta que estoy totalmente mojada.

—Túmbate de espaldas —le digo y me siento encima.

Lo meto dentro de mí con delicadeza. Aún puedo. Sin problemas. Noto el tacto de su polla caliente y viva cuando lo monto y me acaricio entre las piernas.

Hacemos el amor, bebemos ginebra, nadamos, paseamos en moto, comemos mazorcas de maíz y pescado a la parrilla, hacemos el amor y fumamos bhangi. Le explico que he estado enferma y que ahora tendré que volver a la escuela.

—¿Qué has hecho con Mary? —le pregunto.

—La mandé de vuelta a Inglaterra. No está hecha para África —contesta Victor.

—Pero ¿dónde vas a vivir?

—He estado viviendo en Angola, Zaire, Uganda y también aquí. Hay un montón de lugares buenos para vivir en África —explica—. Solo necesito conseguir más trabajo antes de tomar una decisión definitiva. Voy a estar en Zaire durante una temporada. ¿Cuánto tiempo estarás en la escuela?

—Solo durante medio año. No pude hacer el examen final porque estaba enferma, así que ahora tengo que repetir el último medio curso escolar.

—Sí, me dijeron que estabas enferma. ¿Ahora estás bien?

—Sí, del todo.

—No le digas a nadie que me has visto. Será nuestro secreto —dice Victor acariciándome la barriga.

—Sí, por supuesto. —Lo agarro con fuerza.

Barbacoa

Frans se encarga de la barbacoa mientras papá está tumbado en el porche, haciéndose el interesante explicando cómo se cocina un filete en la sabana. Lo envuelven en papel de aluminio y lo untan con grasa y especias, luego abren el capó del jeep y atan el paquete a la plancha del colector del escape con un alambre de acero. Después solo tienen que acelerar y dar un par de vueltas durante algunos minutos dependiendo de qué tipo de animal procede la carne y su edad, el grueso del filete y también si el comensal tiene especial preferencia por la carne roja o incluso si el motor se arranca en frío o si ya estaba caliente previamente.

—Es cuestión de experiencia —dice papá.

Yo intento no hacer comentarios. Realmente no abro la boca durante toda la velada. Eso se me da bien ahora. Comemos y bebemos cerveza. Pienso en Victor y vibro por dentro.

—¿Cómo va con el hotel? —le pregunta Alison.

—Tenía un comprador pero ahora parece que se ha echado atrás —dice papá.

—¿Por qué? —pregunta Frans—. ¿Puedes bajar más el precio de venta?

—No es por eso. Tiene miedo de que el Estado se lo acabe confiscando a la larga.

—¿Y por qué iban a hacer eso? —pregunta Alison, aunque ya conoce la respuesta por la conversación que mantuvo con el hombre de los impuestos. Probablemente no se lo habrá explicado a papá, así que se está haciendo la despistada.

—Les parece que debo dinero de impuestos a las arcas. Y por otros temas.

No es buena idea preguntar por esos otros temas.

—¿Cómo te van las obras de renovación de la casa? —inquiere Frans.

Habla de la pequeña casa de papá en Dar. Seguramente también la querrá vender. Bueno, o eso es lo que me imagino, a menos que se haya vuelto un blandengue y quiera jugar a ejercer de abuelo cuando Alison haya dado a luz a su nieto.

—Todo va viento en popa. Falta poco para acabar las obras.

—Pero ¿te vas a mudar? —pregunta Alison.

—¿Por qué me preguntas? —inquiere papá.

Alison señala su barriga con un gesto de interrogación.

—No voy a mudarme hasta que hayas dado a luz. —Le sonríe.

Yo me levanto.

—¿Adónde vas? —me pregunta papá.

—A lavarme el pelo.

Entro en mi habitación. Fumo un cigarrillo. Salgo al baño a lavarme el pelo. Me aburro mortalmente pero también estoy en tensión. ¿Mudarse? Para él Tanzania es un lugar del que puedes alejarte haciendo las maletas. Para mí no.

Niños soldado y canibalismo

Vuelvo a salir y me doy cuenta de que Frans está bastante borracho. Por lo menos está lo bastante bebido como para querer escuchar hablar a papá acerca de su trabajo.

—En África —empieza Frans—. Niños soldado. ¿Alguna vez te has topado con niños soldado?

—Sí. Siempre te encuentras con niños soldado —contesta papá.

—¿Por qué?

—Cuánto más jóvenes son los soldados, mejor. Los chicos jóvenes no se imaginan que pueden morir. Y esta inconsciencia se mezcla con ignorancia y religión.

—Pero… ¿has luchado contra niños?¿Has disparado a un crío?

—¿Qué opciones tienes cuando estás rodeado por casi veinte niños de unos doce años cargados con machetes y fusiles AK 47? ¿Llamas a los de la UNICEF? Esos chavales creen que mis balas no les matarán. Eso les ha dicho el hechicero, al que escuchan porque tiene mucha autoridad.

—Pero están viendo cómo caen muertos sus compañeros.

—Sí, pero también saben que, si no llevan a cabo el ataque, los matarán sus propios oficiales —dice papá.

—Y están drogados —añade Alison.

—Sí, eso también. Estaban bebidos y fumados. Vamos a ver, Frans, tú los ves como niños que estarían jugando a los trenes y a los cochecitos. Que tienen buen fondo. Pero es que estos niños han visto cómo asesinaban a sus familias. Les han entrenado para violar a mujeres mayores que han secuestrado de sus propios pueblos. Les han obligado al canibalismo. Ya no son niños.

—¿Canibalismo?

—Sí. En África Central y cuando ya todo lo demás se ha desmoronado, se dan fenómenos de canibalismo. Se comen la carne de sus enemigos caídos para conseguir su fuerza. Si eres capaz de ponerte en su piel y eres capaz de entender su realidad, de repente todo esto tiene sentido. Yo lo he visto.

—¿Y qué hiciste?

—Los maté.

—Pero… ¿las vidas de estas personas no valen nada? —pregunta Frans estupefacto.

Papá se descojona:

—Algunas vidas valen más que otras —contesta señalando al vigilante de la casa que está haciendo su ronda por el jardín—. Tu vida vale más que la de ese vigilante. Y no me jodas con que eso no es así.

—No sigas discutiendo con él, Frans —dice Alison—. No tiene alma.

—Probablemente sí que tengo alma. Quizá se haya ennegrecido con el tiempo, pero este es el lugar en el que nos encontramos —dice con un tono reflexivo y haciendo un movimiento con el brazo.

¿Está hablando de África? ¿O del mundo?

—¿Cómo puedes… vivir contigo mismo habiendo hecho esas cosas? —resopla Frans.

Alison se levanta y posa sus manos en el hombro de su marido.

—Es hora de ir a dormir —dice.

—No lo entiendo —insiste Frans.

—Vamos.

—No. Espera.

—Papá, ¿por qué siempre tienes que…? —empiezo pero me paro porque no vale la pena seguir.

—Sencillamente estoy contestando las preguntas que plantea el hombre. Es muy fácil tener la conciencia tranquila cuando vuelas en primera clase —dice papá.

Política

—Pero… —insiste Frans, pero se queda sin palabras.

Alison se ha vuelto a sentar. Es la mujer perfecta. Si el marido está borracho y no quiere ir a la cama, pues se le respeta y no va a la cama.

—¿Cómo puede ser que los disturbios en África siempre acaben tan… mal? Son tan… tan sangrientos y bárbaros. Es todo muy bestia —balbucea Frans.

—No será más cruel aquí que en otros sitios —comenta papá.

—Niños soldado, violaciones, canibalismo. Todo es… es inhumano.

—No —contesta papá con firmeza—. Todo eso es muy humano. ¿Crees que un blanco no es capaz de hacer lo mismo?

Frans no dice nada. Yo no sé mucho de historia pero he leído algunas cosas sobre la Segunda Guerra Mundial.

—Es solo que es difícil de entender —dice Frans.

—Visualízate a ti mismo aquí en Tanzania. Eres un chico joven, sano y activo. No tienes dinero, dispones de menos de un dólar al día. No sabes leer ni escribir. No tienes contactos y no tienes acceso a personas con influencia. No tienes opciones de trabajo en el futuro. Lo único a lo que te dedicas es a estar plantado en la calle mirando con envidia todos y cada uno de los vehículos y zapatos nuevos que pasan de largo, a tu lado. Y de repente aparece por allí alguien que emana autoridad y que señala a un enemigo que es el culpable de la situación en la que te encuentras. Te ordena que asesines y violes y te dice además que te puedes quedar con las pertenencias de los asesinados que vas dejando atrás. ¿Qué harías tú? Pues violar y asesinar, joder. Es obvio.

—Pero entonces, ¿por qué no hacemos algo para ayudar desde Occidente? ¿Por qué no cambiamos el sistema? —pregunta Frans.

—Es la política real, la política del poder. África está infestada de corrupción y nepotismo. Tienen materia prima que nosotros queremos, así que la cogemos como nos da la gana. Nosotros los occidentales estamos en esta enorme fiesta y es habitual no preocuparse por los que no están invitados cuando uno sí lo está. ¿Que cómo se las arreglará el hombre negro común? Eso no nos importa mientras llevamos nuestra medallita de buenos samaritanos por haber dado un poco de ayuda. Y lo más patético es que esa miseria de ayuda no equivale ni a la mitad de lo que les estamos robando con la otra mano. Los tenemos agarrados por los huevos.

—Pero me sigue pareciendo más… bestia aquí. Cuando hay una guerra —titubea Frans.

—No es más bestia matar con un machete que matar con un rifle. Es solo que la ejecución ocurre a menos distancia y te parece más caótico.

Frans se levanta sin decir nada y se tambalea hasta la puerta. Papá le grita:

—El mundo funciona por pura lógica. Todo está conectado. La Unión Soviética necesita moneda extranjera, así que alquilan sus aviones de carga militares a las organizaciones occidentales de ayuda humanitaria para que puedan hacer llegar su ayuda. Pero los pilotos también cargan armamento ruso para vender a los rebeldes del lugar de destino. ¿Qué rebeldes? Siempre encuentran algunos.

—Buenas noches —dice Alison tranquilamente. Coge a Frans del hombro y le ayuda a entrar.

Yo voy detrás de ellos y papá se queja de que todos nos vayamos a dormir. No voy a quedarme ni un minuto a solas con él. Ni de coña.

La escuela

—Vas a volver a la escuela en dos semanas —dice papá.

Ya lo han decidido todo. Yo no tengo ni voz ni voto. Retomaré las clases a mediados del curso escolar y empezaré en la clase inferior para poder presentarme al examen final.

—No quiero volver —digo—. Alison dejó la escuela en Inglaterra.

—Sí, pero terminó el bachillerato. Solo te estoy diciendo que hagas décimo, pero eso sí que te lo exijo —dice papá.

Me toca volver a la cárcel. Bajo a nadar, compro una botella de Konyagi a la vuelta y me siento en el jardín con un vaso y cigarrillos. El teléfono suena dentro de la casa y el cocinero me llama.

—¿Sí? —le digo al auricular.

—¿Qué pasa, tía? Soy Panos —responde.

—¡Panos! ¿Dónde estás? ¿Qué haces?

—Inglaterra. Escuela de agricultura. Aprendo a trabajar la tierra. —Se ríe—. Los ingleses sois muy raritos. Trabajo en una gasolinera. Pertenezco a la categoría de pobre.

—Pero ¿cuándo podrás volver?

—No lo sé. Mi madre dice que Stefano y su familia a lo mejor se vuelven a Italia o tienen la posibilidad de montar una granja de tabaco en China. Volveré cuando se marchen ellos —explica Panos.

Pues sí, el padre de Stefano lo hará matar si vuelve ahora.

—Panos —le digo—. Siento mucho que te haya…

Panos me interrumpe:

—Yo no. Tenía ganas de patearle el culo a ese cabronazo desde que tenía cuatro años. —Se ríe a través de la conexión telefónica pancontinental. Yo también me río, un poco borracha del Konyagi—. ¿Y tú qué tal, Samantha?

—He estado enferma —contesto—. Ahora me hacen repetir la segunda mitad de décimo.

—Hay que joderse —dice Panos—. El tema es que lo termines. Luego te vienes para aquí. Estarás bien, ya verás.

—Pero ¿dónde vives?

—En un sótano. El tiempo es… Digamos que es fresco —explica Panos riéndose.

—Pero ¿cómo vives? ¿Tienes coche? ¿Dónde comes? —pregunto determinada a entender su vida.

Panos se vuelve a reír.

—Samantha, joder. En Europa tienes que hacerlo todo tú mismo. Voy en bici, me preparo unos espaguetis y fumo cigarrillos que también tengo que liar a mano yo. O sea que… le he estado dando muchas vueltas al tema: yo soy medio negro pero he tenido que viajar hasta Inglaterra para vivir como un verdadero negro.

—¿Tienes dinero?

—Ni un céntimo.

—Eso es una mierda.

—Pues sí. Aunque voy tirando. Pero Samantha, ¿estás bien? Echo de menos… ya sabes… fumar un cigarrillo contigo y beber un KC —dice Panos.

—Sí. Yo también.

Tiempo de espera

Espero. ¿A qué estoy esperando? A Victor. Espero que Victor aparezca por aquí, pero no tengo esa suerte. Y no me atrevo a preguntarle a papá porque podría descubrir que tengo un rollo con él. Los días pasan muy lentamente, y al final hasta me pongo a hojear algunos libros de la escuela. Puedo hacer ese examen sin problemas, si eso les hace felices, pero necesito tener mi propia vida. ¿Cómo voy a conseguirlo? ¿Con Victor? Siempre está viajando y, además, ¿querrá estar conmigo? Y Panos… cuando vuelva Panos, ¿qué? Panos es Panos. O sea que sería un poco raro, creo. Y Mick. Él ya no quiere saber nada de mí. No pasa a verme, no me invita a salir. No sé qué voy a hacer.

Llamo por teléfono a Tazim un par de días antes de empezar las clases.

—Todo irá bien, ya verás —me consuela—. Tan solo son un par de meses y entonces tienes la semana de preparación para los exámenes. Luego haces el examen final y ya está.

—Pero… —empiezo—. La gente piensa que…

La verdad es que no tengo ni idea de lo que piensa la gente.

—¿Qué dice la gente de mí?

—Que Panos estaba enamorado de ti y le dio una paliza a Stefano porque tenía celos.

—¿Y de Baltazar qué dicen?

—¿Baltazar? —dice Tazim—. ¿Qué pasa con Baltazar?

—Él… No, nada.

Baltazar ya no está en la escuela y por lo tanto ya está olvidado. Muerto y desaparecido igual que Gretchen y Christian.

Intocable

Descargo mis bolsas en la habitación que voy a compartir con Adella. Por lo menos una cosa está bien. Fumamos un porro, como siempre. Dormimos, o por lo menos ella duerme. Yo le doy vueltas a la idea de hacer las bolsas, bajar hasta el YMCA y coger un autobús mañana temprano. En la escuela me tratan como si a mi alrededor hubiera una zona invisible que nadie pudiera traspasar. Nadie se me acerca demasiado, nadie me habla. Voy a clase con los que iban por debajo de mí el año pasado. Ni sé cómo se llaman, pero ahora son mis compañeros de clase. Abro los libros que ya he visto antes y es… ¿Para qué me sirve? Subo a Kijana, me siento en el banco de fumadores y enciendo un cigarrillo, pero ¿con quién puedo hablar? No es que la gente me trate mal, sencillamente evitan tener cualquier contacto conmigo. Mis amigos se han ido. Panos no está. Ni Gretchen. Baltazar y Stefano no eran amigos. Christian se ha ido y Shakila está en Dar es Salaam. Diana y Truddi me evitan como si tuviera la peste. Me acerco a Diana durante una pausa entre clases.

—¿Has hablado con Panos? —le pregunto para iniciar una conversación con alguien.

—Aléjate de mí —dice.

—Solo quiero contarte que…

—Esfúmate —sigue ella.

Tazim también me evita. Creo que le parece que soy demasiado intensa. La busco.

—Siempre estás metiéndote en líos. Y además consigues que las personas que se preocupan por ti también acaben metidas en unos líos tremendos. Yo no quiero problemas, Samantha. —Se aleja.

Creo que circulan muchos rumores acerca de mí. La gente me respeta o sencillamente me evita, o incluso puede ser que me tengan miedo. Me apalanco en el banco de fumadores en todas las pausas. Este es mi sitio. Jarno se sienta a mi lado.

—Bienvenida de vuelta, Sam —dice.

—Sí, bueno, gracias —contesto yo.

—Todo irá bien.

—¿Tú crees?

Sonríe y se encoge de hombros, da una calada a su cigarrillo.

Manual de instrucciones

Elijo natación como actividad extraescolar para evitar tener que hablar con nadie. Y además siempre gano las carreras. Necesito enrollarme con alguien. Ando todo el camino hasta Mama Mbege pero Jarno no está aquí. Me encuentro con un sij de su clase, Branjot. Sonríe mucho y me invita a un cigarrillo pero no dice ni mu. A la tarde siguiente bajo decidida a Kishari y entro en el edificio en la zona donde no está permitido que entremos las chicas. Jarno está sentado delante de su escritorio, en su habitación. Entro directamente y me tumbo en su cama. Él me mira y sonríe pero no dice nada. Yo tampoco. La sonrisa se le queda fija en la cara. Y se queda sentado en la silla.

—He oído que Christian vendrá en junio —dice.

Y nada más. Es como si el tiempo se hubiera parado. No lo soporto.

—¿Por qué no haces algo? —pregunto.

—¿Hacer qué?

—Estoy aquí tumbada en tu cama.

—¿Y qué quieres que haga?

—No es que haya un manual de instrucciones para este tipo de situaciones.

—¿Qué te gustaría que hiciera?

—¿Y cómo quieres que lo sepa?

—Yo tampoco tengo un manual de instrucciones —dice y se levanta de la silla.

Se planta en medio de la habitación.

—Pues invéntate algo. —Me levanto.

Estoy delante de él. Lo miro. Él me mira a mí. Estamos muy quietos el uno enfrente del otro durante un par de segundos.

Tsk —digo con despecho y salgo de la habitación.

Violencia

Todo el rollo se acaba a finales de marzo, justo antes de terminar el trimestre. Ocurre en la biblioteca. Estoy preparando un ejercicio de biología y Gulzar se sienta enfrente de mí y me susurra:

—Puedo pagarte si te enrollas conmigo.

Levanto la cabeza para mirarle y decirle cuatro cosas bien dichas pero me mira como con esperanza. Como si realmente pudiera ocurrir. O sea, como si el mundo funcionara así y yo con gusto le fuese a echar un polvo por dinero. Tengo ganas de vomitar pero ya estoy de pie agarrando mi silla por el respaldo. Le atizo con las patas en plena cabeza. Él se derrumba de su silla y se golpea la cabeza contra el suelo de cemento. Está quieto, gimiendo. Le sale sangre de un corte en la mejilla. Probablemente el corte se lo haya hecho con una de las patas de la silla.

—¡Estás loca! —grita la bibliotecaria. Se arrodilla al lado de Gulzar.

El señor Harrison entra corriendo.

—¿Qué ha pasado, Samantha? —me pregunta.

La bibliotecaria mira para arriba:

—Le ha pegado ella. Con la silla.

Harrison me agarra el brazo con fuerza y me mira con desdén.

—¿Por qué le has pegado? —me pregunta.

—Porque es un cerdo —contesto.

—Al despacho —dice Harrison. Me dirige hacia un grupo de cotillas que se ha congregado en la biblioteca.

—Dejen paso —les dice Harrison.

Ellos se retiran un poco para dejarnos pasar. Veo que están Diana, Masuma y Jarno, y también el profesor Voeckler. Me plantan en una silla de la antesala del despacho y Owen llega casi corriendo.

—No creo que te puedas librar de esta, Samantha. —Entra a su despacho para telefonear.

Veo cómo la bibliotecaria y un profesor tienen que ayudar a Gulzar a llegar hasta el aparcamiento. Parece que necesita ir al médico. Me tienen esperando durante una hora y media mientras Owen habla por teléfono. Harrison vuelve y entra para hablar con Owen.

—Tengo que hacer pis —le digo a la secretaria.

Ella decide entrar y consultar a Owen.

—Ven conmigo —me dice al salir y me escolta al lavabo—. Te espero aquí —dice desde el pasillo.

Yo entro, fumo un cigarrillo, me siento y meo. Cuando volvemos me hacen entrar al despacho.

—Tienes suerte —dice Owen—. El padre de Gulzar no te va a denunciar a la policía pero quiero que abandones la escuela ahora mismo.

—Vale. Voy a hacer mis bolsas —digo.

—No —contesta Owen—. Ya hemos recogido tus cosas. Están en el maletero de mi coche. Te llevaré a la estación de autobuses en un par de horas.

—¿Y qué se supone que debo hacer hasta entonces? —pregunto.

—Vas a venir a comer a mi casa —contesta él.

Sigo a Owen hasta su casa. Suele almorzar en el comedor escolar, pero le han traído la comida a su casa desde la cocina de la escuela. Su mujer y sus hijos no están en casa. Deben de estar en el comedor.

Estamos sentados a la mesa el uno frente al otro y comemos en silencio. No tengo hambre.

—¿Café? —pregunta Owen.

—Sí, por favor.

Y trae un termo, un par de tazas, una lata de Africafé y un azucarero. Cada uno se prepara su propio café.

—¿Puedo fumar? —pregunto.

—En el porche. —Owen sale fuera.

Le sigo. Bebo el café y fumo un cigarrillo. Miro hacia la escuela. Mi vida en este lugar ya ha llegado a su fin.

—Humm.

—¿Qué? —dice Owen.

—¿Nos vamos?

—Vale, de acuerdo.

No cruzamos ni una palabra en todo el trayecto. Me compra un billete y me coloca algo de efectivo en la mano.

—Suerte —dice.

—Igualmente.

Me subo al bus. Me siento. Espero. Estoy fuera.

La vida dura

—Deja ya de llorar —dice Alison cuando abre la puerta y me ve.

—Me han echado de la escuela —lloriqueo yo.

—Lo sé —dice Alison—. Owen me ha llamado. ¿Por qué le pegaste a ese chico?

—Quería pagarme para… para que… me lo follara —sollozo.

—¿Y? —dice Alison.

—Bueno… perdí el control. Completamente.

Frans aparece tras ella.

—Solo tendrías que haberlo ignorado —dice.

Yo bajo la mirada.

—Venga, entra dentro —dice Alison.

—Ahora ya tienes más barriga —le comento.

—Sí. Es bonita, ¿verdad?

Solo le faltan dos meses y medio para dar a luz. Yo podría haber tenido esa barriga, incluso hubiera sido más grande aún. Hago los cálculos y resulta que hace un mes que yo ya habría dado a luz. A un pequeño bebé de color chocolate. Frans está irritado de verme de nuevo.

Me siento a fumar en el porche. Estamos en plena época de lluvias, hace 35 grados a la sombra y la humedad ambiental es del 94 por ciento. El cigarrillo se apaga solo si no lo fumo constantemente.

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A la tarde siguiente llega papá. Oigo cómo Alison le amenaza en el aparcamiento:

—No le pongas ni un dedo encima.

—No, no —dice él.

—Si le tocas un solo pelo, no te permitiré que veas a tu nieto en la vida.

—No le voy a hacer nada —asegura él y entra en la casa.

Yo estoy sentada en la esquina del sofá con las piernas dobladas. Papá se me acerca y se sienta a mi lado. No dice nada. Me ofrece un cigarrillo. Fuego.

—Vamos a comer algo.

—Vale.

Vamos al hotel Oysterbay. ¿Y ahora qué querrá?

—Cuando yo era joven estaba enfadado con el mundo, igual que lo estás tú ahora. Y eso me traía problemas —explica mirándome.

Yo no digo nada.

—Y es que resultó que la vida era muy dura.

—¿Qué vida era dura? —pregunto.

—Entré en el ejército, en el grupo SAS, y allí aprendí a tener disciplina. Conseguí tener control sobre mí mismo.

—¿Aprendiste a tener disciplina para qué? ¿Para matar a negros? —digo yo.

—Necesitas disciplina para poder poner tu vida en orden. Autodisciplina —dice papá—. Tienes que conseguirlo por ti misma, Samantha.

—¿De qué estás hablando? —pregunto.

Papá me observa, luego mira hacia otro lado y suspira.

—No lo sé —concluye—. Intento explicarte algo.

—¿El qué?

—No lo sé.

—Entonces, ¿quién lo sabe?

Me mira:

—Tienes que esforzarte y no ser como yo.

—Eso ya lo sé —contesto.

—¿Estás segura?

No digo nada.

—Tengo que mandarte a vivir con tu madre —dice.

—Pero después de que Alison haya dado a luz, ¿verdad? —pregunto con un hilillo de voz.

Él me mira escéptico.

—Solo quedan un par de meses —sigo yo.

—Vale —asiente.

Ganas de follar

Despierto temprano y bajo al agua para nadar. Luego voy a casa de Jack. La sirvienta abre la puerta a medias. La saludo en suajili y le pregunto si el chico está en casa.

—El chico no se ha levantado aún —dice ella. Se aferra al borde de la puerta preparándose para poder cerrarla de golpe.

—Pues ya lo despierto yo —digo.

—No se si… —Parece muy nerviosa.

—¿No sabes si puedes dejarme entrar y despertar al hijo del embajador?

—No lo sé —contesta.

—Ya te habrás dado cuenta de que el chico es msenge, ¿verdad? Si no ya habría intentado meterte mano hace mucho.

Ella se ríe, mira al suelo y levanta la mano para disimular su sonrisa. Estoy explicándole a la sirvienta que el hijo del embajador de Estados Unidos es maricón.

—El embajador está muy interesado en que me dejes entrar —continúo—. Tiene la esperanza de que lo convierta en normal.

Ahora se ríe a carcajadas, abre la puerta del todo y me deja entrar. Encuentro la habitación y me tiro encima de su cama. Él despierta.

—Hola, Sam —murmura—. ¿Quieres desayunar?

—Quiero follar —contesto yo. Le cojo la mano y me la acerco a la entrepierna.

—No hagas eso —dice él sonriendo.

Intenta recuperar su mano.

—Venga, Jack, joder. Fóllame y ya está.

Me lanzo encima.

—No, Sam. No me apetece. O sea, eres una chica.

Lucha para liberarse de mi abrazo. Yo me subo la camiseta por encima de los pechos.

—¿No te gustan las tetas para nada? —pregunto—. Puedes darme por culo.

—Para ya —dice Jack.

—¿Y si apagamos la luz?

—¡Para ya! —grita él.

—Un culo es igual de válido que otro, ¿no?

—Jodida calentorra.

Consigue darme un empujón para alejarme. Yo gimo.

—Es que tengo muchas ganas…

—Fúmate un cigarrillo —dice Jack y sale de su cama de un salto.

No le intereso ni un ápice a su polla. Abre la puerta y grita en suajili con mucho acento:

—Pedid una comida de desayuno para dos, gracias.

Desayunamos. Y Jack me lleva de vuelta. Tiene pensado ir a bucear con botellas, pero a mí no me apetece. Demasiada agua por encima de mi cuerpo.

Los días y las semanas pasan de esta manera, sin que ocurra nada en especial. Alison no menciona Inglaterra para nada. Papá me mandará a vivir con mamá después de que Alison haya dado a luz. Pero yo no quiero. Solo espero que se me presente algo nuevo. Una oportunidad.

Los imperialistas

Un Range Rover, un Land Cruiser, un Nissan Patrol, un Cherokee Jeep, un Peugeot nuevo, un Mercedes y hasta un jodido Porsche. Todos los coches están en el aparcamiento del edificio de la embajada sueca. Los han limpiado y pulido con esmero las personas del servicio de cada uno de los dueños. Frans aparca su propio Range Rover, que también está reluciente.

—Pórtate bien —me dice Alison mientras caminamos por la grava del aparcamiento.

Pasamos al lado de chóferes enfundados en uniformes de color mierda que matan el tiempo fumando y puliendo las carrocerías. Esperan con paciencia a que sus dueños estén lo suficientemente borrachos como para ser transportados de vuelta a sus casas.

—Por supuesto —le contesto.

Las embajadas pueden importar productos ilimitadamente y además están exentas de pagar impuestos o aduanas. He visto los catálogos en casa de Christian en Moshi y recientemente también en casa de Jack. Son las mismas empresas danesas que venden de todo: muebles, ropa, chucherías, bebidas alcohólicas, joyas, cortinas, papel de váter, cigarrillos, tiendas de campaña. En resumen, que te venden lo que quieras. Un camarero en chaqué se dirige a nosotros con una bandeja. Nos trae las bebidas de bienvenida en copas de tallo largo. Acepto una y me doy una vuelta por la fiesta. Hay un montón de comida, pero afortunadamente no es una cena formal. Pides al camarero lo que deseas que te ponga en el plato y te sientas a alguna de las pequeñas mesas repartidas por el jardín. Cenamos. Yo me mantengo siempre cerca de Alison, que se va moviendo por el jardín para saludar a los demás invitados. Este está iluminado con grandes antorchas y han montado una carpa que es un bar donde sirven cocktails y todo tipo de bebidas.

—¿Cómo le has enseñado a tu sirvienta a preparar todo esto? —le pregunta Alison a la mujer del embajador sueco.

—Maria es muy espabilada —dice la señora embajadora—. Solo tengo que enseñarle las cosas un par o tres veces y ya está. Después es capaz de hacerlo ella sola.

Nos han servido crepes suzette de postre —un simple crepe con azúcar que luego se quema con licor—, y ahora están allí hablando de la cocinera como si fuera un perro que ejecuta bien los trucos que le han enseñado. La relación que se tiene con el servicio es igual que la que se tiene con un perro, estos dependen de sus amos y lo saben. El perro se porta bien con la familia porque así le darán de comer. Y algunos amos incluso temen a sus propias mascotas. Creen que podrían morderles.

Me alejo de ellas antes de que la charla de damas se dirija hacia mí o a la barriga de Alison. Invitan a mi hermana y a su marido a muchísimas fiestas del entorno de los embajadores debido al trabajo de Frans en KLM. Porque Frans siempre puede conseguir billetes de avión en el último momento.

Está lleno de suecos. El bar es una larga fila de mesas cubierto con manteles amarillos y azules como la bandera sueca. Los hombres son cuarentones y están demasiado gordos. Parecen muy cansados. Algunos se han casado con mujeres negras que se mantienen en segundo plano o charlan con otras mujeres negras que también han cazado una jirafa blanca. Y luego están las mujeres blancas.

—¿Tu cocinero te roba? —dice una.

—Sí. Todos roban. Pero si solo roban un poco no es grave —explica otra.

Frans aparece a mi lado, me estira del brazo y me aleja de la charla de damas.

—Nunca hay que quejarse de las personas del servicio —explica Frans—. Y tampoco hay que quejarse del tráfico cuando estás metido en el coche y parado durante horas porque entonces uno acaba teniendo una crisis nerviosa o una úlcera. Es mejor que retornen a su país de origen —dice bajito para que los demás no le puedan oír.

Frans es buen tío, la verdad.

—El tráfico no importa —digo yo.

Caminamos un poco por el jardín. Le saco un cigarrillo.

Alison se nos acerca.

—¿Nos vamos? —pregunta Frans.

Alison se pone las manos en la barriga.

—No aguantaré mucho más —dice y asiente con la cabeza en dirección a una preciosa mujer local con enormes pechos.

—¿Aún sigue con el capo de la Cámara de Comercio alemán? —le pregunta Frans.

—Sí, parece que le ha cazado —dice Alison.

—Voy a buscar bebidas —dice Frans. Se dirige al bar en el que operan los camareros negros vestidos de chaqué.

—¿Cazado? —digo yo.

Alison me cuenta que la mujer es una viuda con dos niños pequeños y que durante tres años ha estado haciendo la ronda buscando al hombre blanco idóneo que pudiera mantenerles.

—Hola, chicas.

Es Jack.

—Jack —saludo.

—Vamos a pasarlo bien —dice.

—Íbamos a irnos ahora.

—Nooo.

En ese momento llega Frans con las bebidas y un zumo de frutas para Alison.

—Tengo que descansar —dice mi hermana echando una mirada hacia su barriga.

—Si Sam decide quedarse conmigo, prometo llevarla de vuelta a casa luego —dice Jack.

—No creo que estés en condiciones de conducir —dice Frans.

—Tengo chófer —argumenta Jack.

—Pregúntale a Samantha. Yo no soy su madre —dice Alison riéndose.

—Pues sí que me gustaría quedarme.

Frans y Alison se marchan al cabo de un rato. Jack y yo nos metemos en el lavabo para empolvarnos la nariz. Bebemos como peces, andamos fisgoneando las conversaciones de la gente y nos tronchamos hasta que el padre de Jack se nos acerca para pedirnos que nos calmemos. Pillamos un par de latas de cerveza y pedimos al chófer que nos baje a Oysterbay. Nadamos desnudos y luego nos sentamos en la arena. Bebemos, fumamos y charlamos.

Al día siguiente me lavo los dientes. Tengo la cabeza destrozada por la noche anterior. Alison me dice que quiere que la acompañe a hacer las compras y a la peluquería.

—Déjame cepillarme el cabello —grito desde el lavabo.

Me va a estallar la cabeza. Aún me queda un poco de coca de ayer. Bajo la tapa del inodoro, la vuelco rápidamente encima de la superficie, la corto con una lima de uñas, enrollo un billete y esnifo. Me miro en el espejo, inspiro un par de veces con brusquedad, me limpio alrededor de la nariz y sacudo la cabeza. Salgo al coche.

—¿Estás bien? —pregunta Alison.

—Muy bien.

—Pareces un poco inquieta.

—Estoy muy cansada. No te preocupes.

—Vale.

Me pregunta por la fiesta de ayer.

—Volví a casa a las cinco.

—Pero entonces casi no has dormido nada.

—Dormiré cuando esté muerta.

Jarno

Al volver a casa un día, el cocinero me trae una nota:

«Estoy en casa de los Norad. Ven a verme. Jarno».

Vale. Jarno estaba en decimosegundo curso. Entonces es que ya han terminado los exámenes. A estas alturas, yo ya habría tenido el examen de décimo si me hubiera quedado en la escuela. ¿Qué diferencia hay? Salgo a la calle y encuentro un taxi. Voy para allá. Hay una vieja Yamaha 125 aparcada frente a la casa y el cocinero está hablando con el jardinero delante de la casa del servicio. Les saludo y pregunto.

—Está allí dentro —dice el cocinero.

Entro en la casa principal. Oigo música rock de descerebrados y también el sonido del agua corriendo en la ducha. Agarro el pomo de la puerta del lavabo y la abro:

—Jarno —digo.

Está de pie y completamente desnudo en la bañera.

—¿Qué? —dice y me observa perplejo.

—¿Quieres que te frote la espalda? —le pregunto. Me apetece muchísimo follar.

—Pues sí, me parece muy buena idea.

Luego nos metemos en su cama. Tiene condones. Me toca las tetas como si estuviera preparando la masa para hornear un pan. Lo hacemos y él se corre después de exactamente 27 segundos. Lo sé porque cuento cada segundo ya que estoy francamente aburrida.

—Perdona —dice.

—No te preocupes.

—Es la presión —se excusa—. Me recuperaré en un momento.

Ya se le está volviendo a poner dura la polla. Este chico no me interesa.

—Tengo que irme.

—Quédate un rato más —me pide.

—Tengo una cita.

—Puedo llevarte.

Nos ponemos la ropa, salimos a la cocina y cogemos un par de colas de la nevera. El cocinero está de espaldas a nosotros y suelta un casi imperceptible «tsk» mientras sigue cortando verduras. Niega muy débilmente con la cabeza. Estamos comportándonos de manera escandalosa. ¿Y a él qué le importa?

Ya hace demasiado calor en el exterior, así que nos sentamos a fumar en el salón.

—Creo que Christian está a punto de volver —dice Jarno.

—¿Volver? ¿A Dar? —pregunto.

—Me ha escrito desde Morogoro. Me ha preguntado si estabas muerta…

Ay, joder. La carta suicida que le escribí. Ya sé que está enamorado de mí y ahora bajará a verme y yo tendré que… No puedo encargarme de él.

—¿Tú qué crees? ¿Te parece que estoy muerta?

—A mí no me lo parece.

—Pues explícale eso mismo.

—Ya lo he hecho. Tiene muchas ganas de verte.

—No es seguro que aún esté aquí cuando llegue él. Me iré de aquí en breve.

—Sí, ya sé lo que quieres decir —dice Jarno.

—¿Sí?

—Sí. África no es nuestra.

—No es eso lo que quiero decir.

—¿Entonces qué?

—¿A ti te parece que Europa sí que es nuestra? —le pregunto.

Jarno encoge los hombros con actitud derrotista.

—¿Finlandia? —pregunto—. ¿Acabarás yendo allí?

—El servicio militar —responde—. Es obligatorio.

—Joder, qué chungo.

—Exacto.

Se ríe.

—Para empezar, me meterán en la cárcel —explica.

—¿Por qué?

—Tendría que haberme presentado hace ya una semana. La gente de la embajada me anda buscando.

—¿No saben que estás aquí?

—Supongo que pronto llegarán a esa conclusión pero ¿qué van a hacer? No me pueden arrestar. Tendrán que hacer una petición oficial a Tanzania y eso no les interesa.

Me pongo de pie.

—Tengo que irme —digo.

Jarno se levanta y se me acerca. Pone su mano en mi cadera.

—¿No te quedas un ratito más? —dice muy bajito.

Está cachondo.

—¿Christian vivirá aquí cuando venga? —le pregunto.

Aparta su mano de mi cadera.

—Sí.

La verdad es que estaba valorando la posibilidad de preguntarle si podía mudarme aquí durante un tiempo, pero entonces Jarno siempre querrá… y si viene Christian querrá hacerlo él. No va a funcionar.

—No se lo explicarás a Christian, ¿verdad?

—Claro que no —dice Jarno.

Pero claro que lo hará. Un secreto es algo que le explicas a otra persona porque, si no lo haces, no existe. Jarno tampoco puede ayudarme. Es un pasajero más.

Pedazos de carne con ojos

Alison y Frans viajan a Zanzíbar para pasar el fin de semana. La mayoría de los alumnos ya han vuelto a Dar ahora que la escuela ha terminado. Hago algunas llamadas e invito a algunas personas a pasarse por casa el sábado por la noche. Le doy instrucciones al cocinero para que prepare algo de comida y la ponga en la mesa. Lleno varios recipientes de plástico con agua y los coloco en el congelador para estar segura de tener un montón de hielo que luego meteré en la bañera con las cervezas para que se enfríen. Me han dado permiso. Es una sensación totalmente nueva.

Viene Jack. Aziz se ha traído a Diana. También vienen Jarno y Salomon, que vuelve a tener cabello. Un par de marines bastante majos con los que Jack bucea habitualmente. Y algunas chicas autóctonas que suelen estar por el Club Marine. Salgo al lavabo con Jack y Aziz. Nos empolvamos la nariz.

Todos están sentados en el salón y hablando de lo que van a hacer en el futuro. Diana irá a estudiar a Canadá. Explica que Tazim probablemente irá a Portugal. Jarno tiene que volver a Finlandia para ir a la cárcel y luego cumplir con el servicio militar. Aziz ya está enchufado en la empresa de importación y exportación de su padre; sus malas notas no le permiten hacer otra cosa. Salomon irá a la universidad en Milán. Los marines vuelven a Estados Unidos para hacer lo que sea que tengan que hacer allí. Las chicas autóctonas tienen la esperanza de que se las lleven con ellos, pero se equivocan. Y yo… no tengo ni idea. En breve estarán todos muertos. Nunca volveré a verlos, así que es como si estuvieran muertos. De la misma manera que murió Gretchen. No tengo noticias suyas y ella no tiene noticias mías.

He cenado demasiado poco y me emborracho enseguida. Salgo a tomar el aire al jardín y me fumo un cigarrillo. Jarno sale y me rodea los hombros con su brazo. El jardín oscuro me da escalofríos. El recuerdo me viene rápidamente a la cabeza: Baltazar en el oscuro jardín en la fiesta que dieron los hermanos Strand en Arusha.

—No me toques —digo con dureza.

Mi voz se quiebra un poco.

—No me siento muy bien —añado.

Me suelta. Han subido el volumen de la música en el salón. Entro dentro. Salomon está liando porros sobre la mesa. Algunos están bailando. Quiero tumbarme un rato. Entro en mi habitación. Una de las chicas tiene la cabeza metida en la entrepierna de Aziz, que está tumbado en mi cama.

—¡Fuera! —grito.

Doy un par de zancadas hacia ellos y le pego una patada en el culo a la chica. Se mueve a un lado. Pateo a Aziz.

—Jodido cerdo. Fuera. Ahora mismo.

—Relájate —dice y me da un empujón cuando intento patearle de nuevo. Se levanta y se abrocha los pantalones. La chica ha desaparecido. Lo empujo hacia la puerta y le sigo gritando. Lo llevo hasta el salón y apago la música para que todos puedan oírme:

—No uses mi jodida cama para tirarte a nadie —grito.

Aziz se gira hacia mí. Todos nos miran.

—No estaba follando. Me estaba haciendo una mamada. Hay una diferencia —dice y sale al recibidor, donde se encuentra cara a cara con Mick. Debe de haber llegado ahora mismo. Le había dejado el mensaje a su cocinero. Mick me mira. Aziz pasa a su lado y sale a encontrase con la chica, que le está esperando fuera de la casa. Alguien ha vuelto a poner la música.

—Entra —le digo a Mick.

—¿Qué estás haciendo, Samantha? —me pregunta.

—Echando al cerdo ese de casa.

—¿Y por qué le habías invitado, para empezar?

—Es solo una fiesta.

Mick mira dentro del salón:

—Y el medio-rasta-Salomon. Otro idiota más que has decidido invitar a tu fiesta. Jarno, el hombre que no es capaz ni de poner un clavo recto. —Habla igual que mi padre—. Un par de pedazos de carne con ojos yanquis y sus putas locales… Esto no es una fiesta, es un bajón.

Se da la vuelta y sale por la puerta.

—¿Mick?

Corro detrás de él. Se sienta en su coche y yo me pongo al lado de la puerta del conductor. Baja la ventanilla.

—Victor —dice Mick—. Hace contrabando con armas y drogas. Tiene a tu padre pillado por algún lado. Esta es la situación.

Mick enciende el motor.

—¿De donde has sacado esa información? —le grito.

Gira la cabeza y me mira.

—De tu padre —contesta, gira la cabeza por encima del hombro y da marcha atrás. Sale del aparcamiento y a la calle antes de que pueda decir nada. Se va.

Ayuda

Alison y Frans tienen invitados a comer. Y papá está aquí. Me he vestido bien y me comporto pulcramente. Nos sentamos a la mesa para comer y luego tomamos el café en los sofás. Papá se levanta y va al mueble bar para rellenar su copa. Me acerco a él porque es necesario que hablemos. Necesito saber qué pasará si me voy a Inglaterra. Si es definitivo. Saber si él se va a quedar aquí, si… un montón de cosas. Me pongo a su lado.

—Papá —digo.

—¿Sí, cariño?

—¿Piensas quedarte aquí en Tanzania durante mucho tiempo o…?

Dos botellas se caen cuando su brazo se mueve hacia delante y a un lado. La acción va dirigida hacia mí y me muevo hacia atrás, con rapidez, para intentar quedar fuera de su alcance. Pero la mano me da de pleno. Con fuerza. Directo en la cara.

—Así que Stefano te dejó embarazada, ¿verdad? —dice.

Tengo sabor a sangre en la boca. El susto ahoga el dolor real. Y él tiene la mano tan llena de cicatrices que ni siquiera se da cuenta de lo fuerte que pega. Lo miro directamente a los ojos y digo:

—Pégame otra vez, si es que te da tanto placer.

Él se burla:

—Soy tu padre. Tendrías que habérmelo contado. No te enteras de nada. Eres una estúpida.

—Me entero mucho más que tú.

Niega con la cabeza. Hay un silencio mortal en la zona de los sofás. No miro hacia allá. Papá está como raro cuando sigue diciendo:

—Yo intento ayudarte. Somos una familia, tenemos que ayudarnos los unos a los otros.

No sé valorar si es que está borracho. ¿Ahora qué va a pasar? La voz de Alison suena fría desde el sofá:

—¿Ayuda mucho el hecho de pegar? —pregunta.

—Yo no te escupiría ni aunque tuvieras la cara en llamas —le digo a papá.

Las lágrimas me empiezan a salir a raudales de manera totalmente inesperada. Me giro bruscamente, abro la puerta forrada con red antimosquitos y doy un portazo al salir al jardín. Doy la vuelta a la casa y me alejo mientras Alison grita desde el salón:

—¿Qué te crees que estás haciendo, pedazo de idiota? No te permito que vengas a mi casa a portarte de esta manera. Vas a ir a pedirle disculpas ¡¡ahora mismo!!

Yo sigo caminando rápidamente. ¿Una disculpa de él? No, gracias. ¿Stefano? No, él no me dejó embarazada. Fue Baltazar. Pero ¿qué más da ahora? Ya hace mucho de eso.

Vuelvo al cabo de unas tres horas y observo mi mejilla hinchada reflejada en el espejo del recibidor. Alison sale y me abraza.

—¿Dónde está? —pregunto.

—El jodido cabrón se ha quedado dormido en el sofá —dice.

Entramos en el salón. Papá está tumbado roncando. Sigo hacia la cocina y cojo una cola. Alison enciende un cigarrillo aunque hace muchos meses que no fuma.

—Ya no es lo que era —dice.

—¿Es que alguna vez ha sido algo? —pregunto yo.

—Tenemos un problema. —Me mira muy seria.

Yo no digo nada.

—No te van a renovar el permiso de residencia cuando expire.

—Pero…

—Papá les ha estado vendiendo armas a los campos de entrenamientos de ANC en Tanzania, pero ya están cerrando su última venta y las autoridades saben que intentó algo en las islas Seychelles. Así que lo van a expulsar del país inminentemente y a ti no te van a renovar el permiso de residencia porque eres menor de edad.

—Pero si tengo dieciocho años —argumento.

—Sí, pero no tienes trabajo.

—Tú tampoco tienes trabajo.

—Estoy casada.

—¿O sea que tengo que casarme? —pregunto.

La voz de papá suena desde la puerta:

—Si es que alguien quiere casarse contigo.

Tsk. —Me doy la vuelta.

—Desaparece —le dice Alison a papá.

—Perdona, Samantha —dice papá. Sale de la casa y se aleja en su coche.

32 quilates

Aziz se nos acerca en el hotel Kilimanjaro. Se sienta al lado de Jack.

—¿Tienes algo para mí? —pregunta Jack.

—Un montón de cosas.

Jack le toquetea la pulsera de oro a Aziz.

—¿Te gusta? —pregunta este.

—Sí —contesta Jack—. ¿De cuántos quilates es?

—Treinta y dos.

—El máximo de quilates que puede tener una pulsera de oro es de 24 —corrijo yo.

—En la India tenemos hasta 32 —dice él.

—Tú nunca has estado en la India.

—Yo soy de la India.

—No. Eres de África.

—Yo soy descendiente de mercaderes de la India. Soy hindú. Soy de la India.

—Eres un negro con la piel chunga —digo yo.

—¿Y tú qué eres? —me pregunta Aziz.

—Yo soy demasiado sexy para ti.

—¿Quieres comprar algo? —le pregunta a Jack.

—No le compres nada a este —digo yo.

—¿Por qué no? —me pregunta Jack.

—La han cortado con un montón de mierda. Es abono artificial. Está bien para las plantas pero no es buena para ti.

—No está cortada. Es totalmente pura —señala Aziz.

—Ya te conseguiré yo algo decente —le digo a Jack, aunque no tengo ni idea de dónde conseguirla.

—Véndeme un billete —dice Jack. Le pasa un par de dólares a Aziz discretamente.

Este le pone un billete plegado en la mano y sin esconderse, en medio del bar. Así se hace ahora. Los billetes tanzanos no valen nada pero la maquinaria monetaria sigue imprimiéndolos, así que las entregas de cocaína ahora se hacen envueltas en nuevos y crujientes billetes de cien chelines. De esta manera uno ya tiene la herramienta adecuada a mano cuando va a empolvarse la nariz.

Aziz se larga. Un camarero enorme anda vaciando los ceniceros.

—Mira ese de allí. Está buenísimo —dice Jack.

—Relájate, Jack.

—Vamos a picar algo en el Club Marine.

—Yo paso. Todos intentan meterse en mis bragas.

—Exacto, y me parece que hay uno que se quiere meter en las mías —dice Jack.

—Pero son más tontos que una piedra.

—E igual de duros.

—Solo piensas en una cosa.

—Es verdad, querida mía. Tú y yo somos iguales —dice Jack.

Salimos a coger el coche. Jack lo conduce.

Tráfico

—Intentemos buscar otra cosa— digo yo—. Esa mierda de Aziz nos chamusca los lóbulos frontales.

Nos damos una vuelta por el centro y preguntamos en un par de sitios. Inquirimos discretamente a los camareros si saben dónde podemos comprar algo para la nariz. Sin suerte. Ya se ha hecho de noche y tenemos hambre. Conducimos a toda pastilla por Upanga. Se ha ido la luz, así que solo podemos ver la carretera gracias a las luces de los faros de los coches y camiones que circulan. Hay mucho tráfico y los vehículos van a mucha velocidad, de modo que hay que estar muy despierto. Jack pasa muy cerca de algunos peatones que caminan a un lado de la carretera. Arriesgan sus vidas para no ensuciarse los zapatos de polvo.

—Aaay —grita.

Pu-pum dicen las ruedas. Justo llego a ver… a un hombre muerto. Acabamos de atropellar el cadáver de un hombre. Sus dedos han quedado esparcidos, completamente aplastados bajo el peso de los neumáticos de los coches que han pasado una y otra vez por encima de él. El torso ha quedado totalmente chafado por los convoyes de camiones y ahora el asfalto está untado con una fina capa de cadáver humano.

—Uau, joder. —Miro para atrás.

Cuando vuelvo la mirada hacia Jack veo que está temblando. Jodido mariquita.

—¿Por qué no lo han apartado? —grita estridentemente.

—Porque si alguien sale a la carretera le atropellarán a él también.

—Pero eso es… enfermizo.

—Ya no puede estar más muerto, Jack.

—No puedo seguir conduciendo —dice.

Nos acercamos al puente Selander y nos colocamos en la calzada central porque queremos girar hacia la derecha en el cruce. Los camiones pasan por nuestro lado a gran velocidad. Ahora sería imposible retirarnos al arcén.

—Espera hasta que hayamos llegado al otro lado —le digo.

Llevamos las ventanas bajadas y la peste a algas podridas, vertidos de cloacas y aguas estancadas nos invade irremediablemente. Jack gira por Kenyatta Drive con el labio inferior temblándole y rápidamente se sale al arcén. Está llorando.

—¿Qué haces? —le pregunto.

—No puedo seguir conduciendo —dice totalmente febril.

—Vale. —Salgo y doy la vuelta por delante del coche.

En un segundo han aparecido dos chavales que intentan venderme cacahuetes y cigarrillos. Habitualmente trabajan en el cruce e intentan colocar su mercancía a los ocupantes de los coches que están parados.

Toca! —digo yo—. Largaos.

Jack está moviéndose hacia el asiento del acompañante y llora de una manera muy teatral.

—No te folles la palanca de cambios —digo—. No quiero ensuciarme la mano con tu mierda.

Él se ríe a través de las lágrimas.

—Grande y duro —dice, y se deja caer pesadamente en el asiento.

Quito el freno de mano y vuelvo a meternos en el tráfico. Gran motor, buena aceleración: es un Jeep Cherokee. Me dirijo a Oysterbay. El viento nos azota a través de las ventanas bajadas de los laterales. Aquí también se han quedado sin electricidad y las enormes villas parecen castillos tenebrosos. Excepto los que tienen generadores, claro. En el lado del mar, diviso las luces de los buques de carga que están fondeados en la bahía.

Apetito

—Vamos a cenar algo —digo.

—¿Cenar? —contesta Jack asqueado—. Yo no puedo ingerir nada ahora mismo.

—Hace un rato dijiste que tenías hambre.

—Sí, pero… el hombre muerto. Ahora mismo no puedo comer nada.

Reduzco la velocidad y hago un giro de 180 grados para dirigir el coche hacia la casa del padre de Jack en la calle Laibon.

—Yo tengo hambre —digo.

No recuerdo la última vez que estuve tan hambrienta. Llegamos a la casa. El Club Marine está muy iluminado y también sale un montón de luz de los edificios de la embajada. Obviamente ellos tienen un sistema de corriente eléctrica independiente y esta noche toca cine en el club de los marines. Nos abren la verja para poder acceder a la residencia del embajador, aparcamos y entramos. No parece que haya nadie en casa.

—Yo no voy a cenar nada —dice Jack cuando entro corriendo en la enorme cocina.

—¿Entonces qué voy a cenar yo? —pregunto.

No sé cocinar.

—Si quieres te puedo preparar algo.

Su cocinero hindú llega de la vivienda de servicio. El vigilante le ha dicho que hay gente en la casa.

—¿Qué quieren que les prepare? —pregunta en inglés.

—Ya nos espabilamos solos —le digo en suajilii.

—Es muy raro que hables el idioma fluidamente —dice Jack.

¿Qué tiene eso de raro? He vivido aquí los últimos quince años. La despensa está hasta los topes de todo tipo de latas de conservas y en el frigorífico hay patatas fritas, pizzas, lasañas y tartas. Jack está sacando cosas de la nevera, que es más grande que un camión. Cuatro personas podrían estar cómodamente de pie allí dentro.

—¿Cerveza? —pregunto.

Se gira y me lanza una lata de Carlsberg. La abro con cuidado, para que no me salpique. Jack ha encendido el horno y ha sacado una sartén. Empieza a desmenuzar la cocaína en la mesa de la cocina. Hay tanta humedad en Dar que el polvo se junta en una bola. Es la cocaína de Aziz. Es muy probable que se haya hecho una bola porque está llena de heces.

—Voy a probarla —dice cuando ve la expresión de mi cara.

Esnifa una pequeña raya, niega con la cabeza y parpadea con los ojos.

—Algo le pasa, no está bien.

Con un movimiento rápido de la mano tira el resto del polvo al suelo. Se oyen unos pasos. Es el embajador.

Maniobras

—Hola, Sam —dice el padre de Jack sonriendo con sus enormes dientes cuadrados. Son tan blancos que parecen de mentira. Pero todos tenemos los dientes blancos, incluidos los negros. Él es igual que ellos: un esqueleto bajo la carne y la sangre. Pero no piensa en esas cosas. Está más ocupado cruzando los dedos deseando que su hijo finalmente haya caído rendido ante las excelencias que ofrece la chica. Cree que una marimacho como yo puede solucionar el problema.

—Hola, señor embajador —digo yo.

—¿Cómo estás?

—Ahora me siento mucho mejor. —Levanto la lata de cerveza.

—Sí. Eh, ¿qué estáis haciendo?

—Sam quiere comer algo —dice Jack.

—Ah, vale. ¿Vais a ir al Club Marine?

—A lo mejor sí —digo yo.

—¿Cómo está tu padre? —me pregunta, aunque solo le ha saludado una vez en el Club Náutico.

Pero el embajador probablemente ya sabe quién es mi padre y es más que seguro que sepa que la situación es complicada.

—Está buscando una guerra —contesto.

—¿Qué… quieres decir?

—Ya sabe lo que quiero decir. Es mercenario. En Tanzania están cansados de él porque opinan que planifica algo en las islas Seychelles. Y debe un montón de dinero de impuestos por el hotel en Tanga. Es posible que lo echen del país.

—Sí —dice el embajador asintiendo con la cabeza—. Ya. ¿Y qué pasará contigo, Sam? ¿Qué planes tienes?

—Parece ser que me voy a Inglaterra.

—¿A estudiar?

Me río.

—¿Con mi examen de décimo?

—¿Es malo?

—No existe.

—Ah. Pero es bueno que lo… paséis bien juntos —dice el embajador.

—¿Y qué plan tiene usted? —pregunto y le miro de arriba abajo.

Está vestido con un traje oscuro y corbata.

—Cena en la embajada de Arabia Saudí.

—Nada de carne de cerdo y nada de bebidas alcohólicas —digo yo.

—No será para tanto.

—¿Beben alcohol? ¿Como perros infieles?

—Siguen el Corán —explica—. En él está escrito que deben seguir las costumbres extranjeras cuando viven entre ellos.

—Eso es muy práctico —digo yo—. ¿Y su señora?

—Aún sigue en casa.

En Estados Unidos. Según Jack su madre es alcohólica y está ingresada en la clínica de rehabilitación Betty Ford de California. Circulan rumores de que el embajador es cliente habitual en Margot, el prostíbulo más caro de Dar es Salaam.

Jack sigue sin querer cenar. Va al salón y pone un disco de Billy Idol. Música pop para mariquitas. Luego coge un tenedor y se come más de la mitad de la comida de mi plato con cara triste.

—¿Vamos a ver la película esa, Sam? —pregunta.

—Vale —contesto.

¿Qué alternativa hay? No me apetece conducir todo el trayecto hasta Africana, donde igualmente no conoceremos a nadie. Todos intentan entrar en el Club Marine porque se supone que está de moda y porque puedes comprar latas de Heineken a buen precio y cosas así.

Marionetas

Atravesamos la verja y nos dirigimos a los dos pedazos de carne con ojos que hacen guardia en la santísima entrada del Club Marine.

—¡Sam! —grita Salomon. Sale de la oscuridad—. Menos mal que te he encontrado.

Asiente con la cabeza en dirección a Jack.

—Pensaba que nos íbamos a ver dentro —digo yo, pero realmente no recuerdo haber quedado con él ni que tuviéramos nada que ver el uno con el otro.

Salomon se chupa el dedo y se frota la piel de la cara con determinación.

—El betún para zapatos no se va —dice—. No me dejan entrar a menos que llegue con una chica guapa.

—No te dejan entrar porque les tocas los cojones —dice Jack.

—¿Tocar los cojones yo? Es una embajada. Solo trato de hablar un poco de política con los soldados.

—Los insultas. —Me río.

—No. Les explico cosas que deben despertarles la conciencia de que son lacayos de la arrogancia del poder. Si no saben eso, solo son marionetas. Peores que los perros porque los perros tienen una inteligencia limitada y por lo tanto se les perdona legalmente. Los marines deberían pensar.

Los dos pedazos de carne con ojos empiezan a mirar en nuestra dirección.

—No están aquí para pensar —dice Jack—. Están aquí para matar a personas que suponen una amenaza a la embajada.

—Eso mismo es lo que quiero decir —dice Salomon—. El planteamiento está completamente equivocado.

Jack mira a Salomon de arriba abajo:

—Dime si vuelves a necesitar ayuda para entrar algún día —dice Jack con un tono muy provocador.

—Es muy posible que una ayuda tuya me salga demasiado cara a la larga —apunta Salomon.

—No puedes saberlo hasta que no lo hayas probado —le digo yo.

Nos acercamos a la entrada y en compañía de Jack la franqueamos sin problema.

El sueño

Veo a Shakila nada más entrar. Está con un par de amigas autóctonas y con Aziz, que seguramente les suministra polvo a los pedazos de carne. No he vuelto a ver a Shakila desde ese día en la playa. No me apetecía porque probablemente ya sepa lo del… Pero ahora no puedo hacerle el feo e ignorarla. Me acerco a ella y le presento a Jack, que después va al bar con Salomon para pedirnos unas latas de Heineken.

—No sabía que venías por aquí —digo yo.

—Es la tercera vez. Y la última. No volveré a poner los pies en este sitio, te lo juro —dice Shakila muy enfadada.

—Pero ponen unas películas bastante buenas.

—Me ven como una negra inocente que cree en el sueño. Pero yo soy diferente. Nada que ver —sigue enfadada.

—¿El sueño? —pregunto yo.

Shakila hace un movimiento con la mano dirigida hacia un grupo de chicas autóctonas que están hablando con un par de pedazos de carne:

—El sueño de que se casarán conmigo y me llevarán a vivir a Estados Unidos. Por supuesto que jamás harían eso. Son blancos.

Tiene razón. Los marines engañan a las chicas autóctonas que se les acercan porque creen que se casarán con ellas y que se convertirán en americanas. Y los chicos consiguen su objetivo, o sea, meter la polla en caliente. Ellos sí que saben lo que hay. Les obligan a instalarse en Tanzania y lo único que pueden hacer es intentar sacarle un poco de diversión al asunto. Para luego irse a tomar por culo de este sitio de mierda.

—Sí, no es muy inteligente hacer planes de futuro basándote en lo que un hombre hará por ti —digo—. Porque es cien por cien seguro que será o demasiado poco o del todo equivocado.

Jack vuelve con las latas de cerveza y nos las va repartiendo.

—Exactamente —dice Shakila.

—¿Qué tal van tus planes? —le pregunto.

—Aún no ha ocurrido nada —contesta.

Empieza la película y nos sentamos. Proyectan Shaft en la enorme pared pintada del jardín. La hostia. Salomon bebe cervezas sin parar y enciende un porro que comparte conmigo y con Jack. Nadie nos llama la atención aunque el olor no deja lugar a dudas. Cuando acaba la película nos sentamos alrededor de una mesa en el jardín. Estamos Salomon, Jack, yo y Shakila.

Estados Unidos de América

—América fuera de Afganistán —dice Salomon chafando su lata de cerveza en la superficie de la mesa—. América fuera de Irán.

Se ríe, coge otra cerveza, la vacía y la aplasta. Uno de los marines se acerca e inclina su cuerpo hacia delante apoyándose con las manos en la mesa. Mira a Salomon directamente a los ojos:

—Usted se encuentra en territorio perteneciente a la embajada de los Estados Unidos de América. Debemos pedirle que modere su comportamiento —dice.

Y Salomon repite toda la frase pero exagerando el acento americano. El soldado parpadea y una membrana se le dilata encima de los ojos. Los nudillos de las manos se le ponen blancos.

—O deberemos ordenarle que abandone la zona —dice.

Otro marine está un poco más atrás y murmura:

—Jodidos socialistas europeos de mierda.

Creo que es el mismo tío que me tiró la caña la noche que conocí a Jack.

—O deberemos ordenarle que abandone la zona —repite Salomon.

—Relájate, Salomon, o te van a pegar una patada en el culo —digo yo.

Jack asiente con la cabeza y le dice al soldado:

—Todo está en orden. Ya nos ocuparemos nosotros de calmarlo.

—No me gusta esta gente —dice Salomon—. No son amables. Son ignorantes y están cachondos. Son racistas. Solo se mueven dentro de su castillo. No quieren estar con el pueblo. Echo de menos ngoma, la auténtica África.

Ngoma es una fiesta con baile tradicional que aún se celebra en el campo.

—No están autorizados a codearse con los autóctonos —dice Jack.

—Solo con las putas —murmuro yo.

Jack continúa:

—Y la razón por la que no te patean el culo ni te echan de aquí es porque estás sentado conmigo.

—Mataron a Bob Marley —dice Salomon.

—¿De qué estás hablando? —pregunto yo.

—Lo irradiaron con plutonio en Estados Unidos. Se encargaron los de la CIA y lo hicieron porque Bob tenía mucho poder como artista popular. Era capaz de señalar el mal en el mundo. Y el mal procedía de allí.

—No creo que Bob Marley marcara una gran diferencia —dice Jack.

—Dos discos más como Uprising y hubiera sido aún más grande que ABBA. Se lo sacaron de encima, igual que dispararon a John Lennon para luego echarle la culpa a un perturbado psíquico. Lo hacen constantemente —concluye Salomon.

Poontang Garden

—Voy al bar a pedir más cervezas —digo.

—Te acompaño. —Shakila se incorpora.

Mira a su alrededor mientras caminamos.

—¿Dónde está Aziz? —murmura.

—¿Estás liada con él? —le pregunto sorprendida.

—No. —Se ríe—. Pero he venido con él en coche y nos ha prometido llevarnos a una discoteca del centro después de la película. Aunque no lo veo por ningún lado.

Pido cervezas para las dos y la invito a fumar un cigarrillo. Lo encendemos. Estoy bastante fumada y también un poco borracha.

—¿Quieres que miremos dentro de la casa? —propongo yo.

—Sí, es mejor que lo encuentre —dice Shakila.

La casa también es la vivienda de algunos soldados y es aquí dónde intentan atraer a las chicas para acostarse con ellas.

Subimos las escaleras hacia la entrada.

Poontang garden —dice un tío blanco que está apalancado por allí.

Poontang significa coño en vietnamita. Lo he oído en una película bélica.

—Cierra el pico —digo yo.

La casa está bastante oscura. Se oye música desde tres o cuatro sitios diferentes. En la planta baja está la sala de estar y la cocina pero Aziz no está aquí, así que subimos por la escalera hasta el primer piso y caminamos por un pasillo. Un soldado joven y delgado sale de una de las habitaciones con la camiseta por fuera de los pantalones y sonrisa de pillo, pero se queda paralizado cuando nos ve. Se escabulle a nuestro lado y sigue caminando por el pasillo con rapidez. Desaparece por las escaleras. Seguimos caminando. Oímos… ¿gritos?, ¿golpes? Doy tres pasos hacia la puerta, la abro y me abalanzo sobre el hombre que está en el medio. En la cama hay una chica con las piernas abiertas. Dos tíos le aplastan el torso y las piernas hacia el colchón para inmovilizarla, cada uno a un lado de la cama. El tercer soldado la bombea. En un plis estoy encima de sus espaldas y le golpeo con los puños en el cuello. Los otros dos sueltan a la chica, que sale pitando de la cama. Shakila ya está a su lado, la abraza e intenta recoger su ropa. El hombre se mueve hacia atrás conmigo a sus espaldas y los otros dos se acercan para ayudarle. Yo le sigo golpeando e intento arrancarle la oreja. Joder, mi espalda. El dolor es brutal cuando me embiste contra la pared. Pierdo el agarre y caigo al suelo, me quedo sin aire. Sigo moviendo los brazos delante de mí pero no llego a darle porque se ha apartado para subirse los pantalones y atarse el cinturón. Los otros dos soldados están un poco flipando.

—Vete de aquí, jodida puta —dice uno de ellos.

Es mi antiguo pretendiente, el del día que conocí a Jack. Por el rabillo del ojo veo que Shakila está vistiendo a la chica. Ya he recuperado la respiración y puedo hablarle al tío que se ha abrochado los pantalones.

—De esta no os libráis. Voy a ir directa a la policía —les digo.

Él se ríe:

—Estamos en zona americana. La policía de los negros no tiene acceso a esta zona.

El chulo

Nos escoltan para salir de la casa, atravesamos el jardín y nos echan por una portezuela. No localizamos a Jack. ¿De qué nos serviría ahora mismo? Shakila abraza a la chica, que está llorando. Tenemos que llevarla a su casa. Me acerco a ellas.

—Salgamos a Bagamoyo Road a buscar un taxi para llevarla a su casa —digo yo.

—Sí —dice Shakila.

—Estoy con Aziz —susurra la chica—. Tenéis que buscar a Aziz.

—¿Aziz? ¿Y eso por qué? —pregunto yo.

—Aziz me trajo a este sitio. Me tiene que pagar. No puedo caminar —dice la chica.

—¿Pagar? —dice Shakila.

—Por… lo que han hecho —explica la chica.

En ese mismo instante sale Aziz del jardín y se nos acerca con rapidez.

—Ya me encargo yo de ella —dice y coge a la chica por los hombros.

—Eres un cerdo asqueroso —gruñe Shakila.

—No todos tenemos un padre que nos soluciona la vida —se justifica y camina con la chica hacia su coche. Shakila empieza a caminar por Laibon Road en dirección a Bagamoyo Road. Yo la sigo.

—Pero si su padre también es rico —apunto yo.

—Sí —dice Shakila—. Pero le ha cerrado el grifo porque ha descubierto que está metido en negocios turbios.

—¿Y ahora qué hacemos? —digo yo.

—Vamos al centro —dice Shakila—. He quedado con un par de amigos en el Black Star.

—¿Qué tipo de amigos?

—Son de Msasani, y puede que también nos encontremos con algunos compañeros de la universidad.

Black Star

Nos metemos en un taxi y vamos hacia el centro. Llegamos al Black Star, una de las discotecas más caras de la ciudad. Luces intermitentes, reggae, clase alta nigeriana y Zaire-rock. Un par de chicos y chicas se acercan a Shakila para saludarla y ella me los presenta. Nos sentamos alrededor de una mesa grande y baja. Pedimos bebidas. Encendemos cigarrillos. No conozco a nadie.

—¿Qué tal el Club Marine? —nos pregunta un chico.

—Un coñazo —contesto yo.

—¿Quieres una Heineken? —me pregunta.

—Si quiero tomarme una cerveza me la compro yo solita —contesto.

Tsk —chasquea—. ¿Y qué pasa con Aziz? ¿Vendrá?

—Estaba bastante liado cuando lo dejamos en el Club —le cuento—. ¿Cómo es que tú no estabas?

El chico me mira con cara de sorpresa y se señala a sí mismo con el dedo:

—¿Tú te crees que a mí me dejarían entrar? Los hombres blancos quieren a nuestras chicas para ellos solos.

—No les dejan entrar —me explica Shakila.

—A Aziz sí que le dejan entrar —replico.

—Aziz es hindú. Y les hace favores —dice el chico.

Una chica muy guapa con pechos enormes y una mirada de lo más arrogante se deja caer en una silla, al lado del chico con el que estamos hablando. Mira a Shakila con desdén:

—Vaya, ha llegado la negra americana —dice.

Shakila suspira:

—¿Qué problema tienes conmigo? —pregunta.

—Estoy harta de ti. Eres una niñata de papá. Odio la manera en que te vistes y la manera en que hablas —dice la chica con un movimiento de manos desdeñoso:

—Te crees mejor que el resto de nosotros.

—No creo que sea mejor que el resto —dice Shakila—. Pero tengo clarísimo que soy mejor que tú. —Se levanta y me mira—. Paso de esta mierda. Me largo. ¿Vienes?

—Claro. —Me levanto.

—No te convertirás en blanca por rodearte de ellos —dice la chica a nuestras espaldas.

—Pasa de ella —dice Shakila, pero yo ya me he girado, he dado un par de pasos en su dirección y le he largado una bofetada a la chavala. Esta intenta levantarse pero ha perdido el equilibrio, así que la empujo hacia el chico que tiene al lado hasta que cae al suelo. La señalo:

—Sal conmigo a la calle para que pueda acabar de patearte el culo.

Me giro y me abro paso entre la gente, que nos observa estupefacta. Atravieso la pista de baile, camino por un estrecho pasillo, paso al lado de los porteros y salgo al aire libre. Me encuentro con Shakila, que niega lentamente con la cabeza y pone una cara que es una mezcla entre una sonrisa y una mueca.

—Samantha, realmente eres demasiado —dice.

Yo me encojo de hombros.

—¿Crees que se atreverá a salir? —pregunto.

—No —dice Shakila—. Solo ladra. Nunca llega a morder.

Negra blanca

—¿Por qué te tiene tanta manía? —le pregunto.

—Opina que no soy una auténtica tanzana.

—¿Porque tu madre es de Jamaica?

—No. Lo dice porque he ido a la Escuela Internacional y porque no hablo inglés con acento africano. Y porque llevo vaqueros y fumo cigarrillos y digo lo que pienso. Por eso cree que soy como… tú.

—No me jodas —digo.

Shakila se ríe:

—Ya sabes, blanca. Tú eres blanca. Los blancos… Los negros sonreímos a los blancos porque creemos que tienen algo que nosotros queremos y tenemos la esperanza de que si les sonreímos mucho nos ayudarán a conseguirlo, pero…

—Sí —aseguro yo—. Realmente no ayuda mucho, ¿no? —Aplasto la colilla contra el asfalto con la punta de mi zapato—. Seguramente podemos conseguir un taxi en el puerto.

Empezamos a caminar en esa dirección. Nos dirigimos hacia el olor a alga podrida y los desechos de pescado del mercado del muelle. Debe de saber lo de mi aborto, ¿cómo no va a saberlo? Hay un coche. El chófer nos hace señas. La manija de la puerta del coche está cubierta de una capa grasa de sal que ha dejado el aire húmedo.

—Conduce —dice Shakila.

—¿Adónde? —pregunta el hombre.

—Msasani —dice ella.

Las ventanillas están bajadas y entra un fuerte olor a alquitrán. El aire nos golpea el cuerpo.

—¿Ya te vas a casa? —pregunto.

—No, voy a la playa.

—Vale.

Le pide al hombre que pare cerca del hotel Oysterbay. Pagamos, salimos y bajamos a la playa. La península de Msasani es una enorme formación de coral. Estamos caminando encima de coral cubierto de arena.

—¿Qué hacemos? —pregunto.

Shakila ya se está desabrochando la camisa y la deja caer en la arena. Yo me saco la camiseta por encima de la cabeza y mis pechos quedan descubiertos al aire libre. Nos sacamos los zapatos de una patada y nos quitamos los vaqueros. Shakila se desabrocha el sujetador. Yo me quito las bragas y salto al agua. Nadamos.

—Es maravilloso —le digo.

—Sí.

El viento empieza a soplar. La luna emana suficiente luz como para que podamos ver si se acerca alguien por la playa. No hay ni un alma. La playa se alza por encima del mar, así que no podemos ver la carretera desde el agua. Las coronas de los cocoteros se iluminan tenuemente cuando pasa un coche. Shakila sale del agua, negra contra la pálida arena de playa. Yo la sigo. Se pone las bragas y la camisa de espaldas a mí, así que yo hago lo mismo. Luego saca algo de su bolso y se vuelve hacia mí con media botella de Konyagi en la mano. Desenrosca la tapa, da un sorbo y me lo ofrece. Tomo un sorbo y ella enciende un cigarrillo para cada una.

—¿Te vas a Inglaterra? —pregunta.

—No quiero, pero no se cómo evitar que ocurra. ¿Y tú qué? ¿Has conseguido la beca?

—Aún no, pero… mi padre está movilizando a todos sus contactos.

Me siento encima de mis vaqueros para no llenarme de arena. El viento ha cogido fuerza y nos seca.

—Joder. ¿Por qué todo tiene que ser tan complicado?

—No lo sé —dice Shakila.

Se está bien en la playa, de noche. Las hojas de los cocoteros se agitan con el viento. Lo recuerdo de biología: un cocotero es una planta de un solo cotiledón y los cocos son las semillas.

—¿Haces esto a menudo? —le pregunto.

—¿Bañarme en el mar? Sí. Solemos bajar a la playa después de salir de marcha. Esa chica me tiene verdadera manía.

—¿Por qué?

—Porque su padre también es médico, pero da clases en la universidad a cambio de un sueldo miserable y el mío es muy rico. Y eso es culpa mía.

—Genial —digo.

Nos quedamos en silencio durante un rato.

Tempestad

—Ay —dice Shakila frotándose los muslos. El viento levanta los granos de arena y nos pinchan por todo el cuerpo. Nos ponemos de pie, nos vestimos y empezamos a caminar hacia la carretera. Dos coches se acercan desde el sur, a gran velocidad. Son el Peugeot de Aziz y un Jeep que debe de ser de algún pedazo de carne norteamericano. Tienen un barco amarrado en el muelle del Club Náutico e invitan allí a las chicas cuando creen que van a conseguir quitarles las bragas. Aziz frena bruscamente cuando nos iluminan sus faros y el coche que viene detrás frena en seco y gira hacia la derecha para no chocar contra él. Pero una fina capa de arena se ha posado en el asfalto de la carretera y el Jeep derrapa. Nosotras saltamos hacia atrás. El todoterreno se sale de la carretera y choca contra un tronco de cocotero con un enorme estruendo. Salen llamas de debajo del abollado capó del motor. Agarro a Shakila y la estiro hacia atrás mientras la puerta del conductor se abre y este cae fuera del coche. Consigue ponerse a cuatro patas y se aleja gateando del vehículo. Es el marine que me tiraba la caña. Olor a gasolina. Aziz ha salido de su Peugeot y está de pie, como bloqueado, mientras que la chica violada está observando toda la escena desde el asiento trasero. Shakila intenta deshacerse de mis brazos para ir al Jeep.

—No —le digo—. Va a explotar.

Y en ese mismo instante se oye un largo silbido. Las llamas abrazan el vehículo y se alzan hacia el cielo como una columna de fuego que quema hasta las hojas más altas de los cocoteros más cercanos. Las chispas se elevan y parecen grupos de luciérnagas que viajan por la oscuridad. Una persona está ardiendo en el asiento del copiloto. El viento hace que el cocotero se menee y el fuego se propaga rápidamente de un cocotero a otro. El cielo está en llamas. Son hermosas, el viento las sostiene y las eleva a gran altura. El soldado que ha conseguido salir del Jeep está tumbado, lloriqueando en la arena, viendo cómo muere su compañero en el interior del coche.

Shakila consigue deshacerse de mi agarre, corre hasta el soldado y se sienta en cuclillas. Yo miro a Aziz, que tiene los ojos como inyectados de locura cuando se cruza con mi mirada. Se mete en el coche, enciende el motor y se aleja rápidamente. Yo me acerco a Shakila. La abrazo por los hombros.

—Tenemos que irnos ahora mismo —digo y miro al soldado. Un largo corte rojo le brilla en la mejilla negra de hollín. Miro hacia el hotel Oysterbay para ver si alguien nos observa, pero no hay nadie a la vista.

—Este está bien —dice ella.

—Ahora —ordeno yo.

—Pero tenemos que esperar a que venga la policía —dice Shakila.

—No —señalo—. No debo hablar con la policía.

La obligo a levantarse, le pongo el brazo sobre los hombros y la empujo a cruzar la carretera. Bajamos por un camino secundario y en dirección al barrio residencial.

—¿Por qué? —me pregunta.

—Mi permiso de residencia. Es posible que no sea válido.

Shakila me mira. Yo me encojo de hombros:

—Mi padre tiene algunos problemas con las autoridades.

—El mercenario —dice ella.

Y las primeras gotas de lluvia nos alcanzan con pesadez justo antes de abrirse el cielo y volcar su contenido sobre nosotras.

Favor

—Samantha, tienes que levantarte —dice Alison.

—¿Por qué? —murmuro sudorosa y adormilada. Me duele la cabeza—. ¿Por qué habéis apagado el aire condicionado?

—No hay electricidad —dice Alison.

—País de mierda.

Me incorporo y me froto la cara con las palmas de las manos. Me levanto. Alison me espera en la puerta. Me tambaleo hacia ella.

—Tampoco hay agua.

—Joooodeeer.

Apoyo mi cabeza en su hombro.

—¿Qué quieres que haga? —le pregunto.

—Pues lo primero que debes hacer es vestirte para ir a desayunar. Y ponerte un sujetador para no parecer una hippy. —Se contonea por el pasillo con su enorme barriga—. Vamos a ir a comprar carbón vegetal.

—Pero… yo pensaba ir a la playa.

Quiero ver cocoteros carbonizados.

—Tienes que llevarme —dice.

Me pongo la ropa. No quiere conducir sola porque le falta poco para dar a luz. Tiene que desplazar el asiento hasta el tope para tener espacio para su barriga; de esa manera los brazos no le llegan al volante. Me siento y me obligo a mí misma a comer un trozo de papaya, un huevo cocido y una tostada que sabe a carbón. Tomo café y zumo. Enciendo un cigarrillo. ¿Qué tenía que hacer? Ah sí, llevar el coche.

—¿Papá te ha hablado de un billete de avión? —me pregunta Alison.

—¿Por qué? ¿Ya te quieres librar de mí?

—No, bueno, pero…

No termina la frase. No puedo quedarme de okupa en su casa para siempre. Pero es que se está tan bien aquí y cuando pienso en Inglaterra y en lo que se supone que debo hacer allí… me produce confusión y paso de darle demasiadas vueltas a esos temas. Yo lo que quiero es salir de marcha, beber hasta hartarme y estar rodeada de un montón de hombres que me miren con hambre. Hombres que están completamente perdidos. Tengo ganas de decirles que no pasa nada, que pueden volver a sus países. Pero yo no quiero viajar. Este es mi país. Es solo que no sé cómo prorrogar mi permiso de residencia.

—No, no he hablado con papá —respondo—. No lo he vuelto a ver desde que me pegó y luego se emborrachó tanto que se quedó dormido en tu sofá.

—Ah, es verdad. Venga, vamos —dice Alison. Sale de la casa.

Yo termino de fumar, me pongo unos zapatos y salgo al garaje. El jardinero y el cocinero están metiendo una caja de madera en el maletero del coche. Casi no pueden ni levantarla.

—¿Qué es eso? —pregunto.

—Papá me ha pedido que la lleve a Africana —dice Alison.

Es el enorme complejo turístico que está en la playa, al norte de Dar.

—¿Para quién es?

—Para Victor Ray. Ex-SAS. ¿Lo conoces? —pregunta Alison.

Miro hacia otro lado para que no vea que me sonrojo. Victor ha vuelto. Es genial.

—Lo conocí una vez —digo yo.

—¿Cuándo? —pregunta Alison.

—Hablé con él una vez en Tanga, cuando Mick estaba allí reparando los motores —respondo.

Por Dios bendito. De eso hace ya más de un año y medio. He estado loca por él desde hace muchísimo tiempo y tan solo lo he visto unas cuantas veces. Es una locura. Y resulta que ahora todo el mundo me quiere mandar a Inglaterra. ¿Qué voy a hacer?

—Ah, sí —dice Alison—. Pues tiene algo montado con papá. Y ni siquiera quiero saber lo que es.

—¿Armas para el ANC? —pregunto.

—Quizás. O algo en la zona de Zaire —dice.

—Victor Ray. Me parece un nombre muy chulo.

Tsk —chasquea Alison—. No es su verdadero nombre. Victor Ray de victory. Es un nombre falso y probablemente también tenga un pasaporte falso.

—¿Qué hay en la caja? —pregunto intentando levantarla. Pesa mucho.

—No lo sé —dice Alison enfadada.

Armas. Muchos mercenarios establecen su base aquí en Dar, porque Tanzania siempre ha sido uno de los países más pacíficos de la zona de África Tropical. Primero montan algún tipo de negocio que explique la razón por la que están aquí y luego ganan un porrón de dinero. Mi padre ha estado en todos lados: Biafra, Angola, Mozambique, Congo y sobre todo Rodesia, por supuesto antes de que pasaran a ser Zimbabue y Zambia. Pero los últimos años no han sido tan buenos. Los negocios no van bien y ya no hay guerras que necesiten los caros servicios de los mercenarios blancos. Excepto los soldados surafricanos, que están financiados por el régimen del apartheid y que luchan en los países vecinos. Últimamente papá ha estado trabajando como asesor militar en Uganda, pero creo que ya no.

Pánico

Hay muchos cocoteros y mangos a lo largo de la carretera. Los pocos plataneros que aguantan de pie parecen chamuscados por el calor. Paramos el coche y compramos dos sacos de carbón vegetal en el borde de la carretera. Africana es horroroso. Mandamos un chico a buscar a Victor. Viene. Alto, guapo. Camisa desabrochada, vello en el torso, moreno, músculos muy bien definidos, miembros grandes, ojos de color azul claro y el cabello descuidado, teñido por el sol.

—Alison, Samantha —dice—. Qué bueno veros. Entrad a tomar algo.

—Te he traído tu caja —dice Alison.

—No me jodas —dice Victor—. ¿No puedes guardarla en tu casa un tiempo más?

—Mi marido me pregunta por el contenido.

—A estas alturas ya se habrá dado cuenta de con quién se ha casado.

—Efectivamente. Frans se ha casado conmigo, no con mi padre.

—Vale —dice Victor. Abre el maletero. Levanta la caja y se la coloca en un hombro. Empieza a caminar—. Pero por lo menos entrad a tomar unas copas conmigo.

Le seguimos. Alison se sienta bajo un parasol, al lado de la piscina. Tendría que haber traído un bikini, pero puedo bañarme en braguitas y sujetador. Me quito los pantalones cortos y la camiseta. Me zambullo en el agua. Victor vuelve y se sienta. No. Ha sido un error quitarme la ropa porque ahora me verá y aún estoy demasiado delgada. Un camarero nos trae un refresco y cervezas. Salgo del agua y Alison me echa una mirada recriminatoria. Miro hacia abajo: mi vello púbico ha aparecido como una mancha oscura en las bragas mojadas. Espero que mis caderas no parezcan demasiado huesudas. Mi pelvis. Me acerco rápidamente a la mesa. Victor me mira, primero las tetas y después el pubis. Me siento en una silla y cruzo las piernas. Sí, ya te gustaría. Él sonríe. Victor. Me pregunta. Le explico que he terminado la escuela.

—¿Vas a seguir con tus estudios en Inglaterra? —pregunta.

Yo me río.

—Me piré antes de terminar los exámenes, así que no podré seguir estudiando. No, yo lo que quiero es estudiar para ser asesora de imagen, que en realidad simplemente es una maquilladora, pero suena más impresionante, ¿no te parece?

Sigo diciendo más chorradas acerca de esta idea disparatada. Porque la verdad es que no me apetece maquillar a nadie. Él me mira intensamente, directo a los ojos, y yo no paro de mover las manos. Enciendo otro cigarrillo porque he olvidado el que he dejado esperándome en el cenicero hace unos instantes. Solo puedo pensar en si puede verme el coño a través de las bragas y si le parece precioso y que… ¿qué tal las tetas? Él coge unos cacahuetes de un bol de la mesa y se los tira a la boca uno a uno. Los mastica con labios entreabiertos y puedo ver la humedad y la lengua y los dientes. Esa boca me ha comido entre las piernas y quiero que lo vuelva a hacer. Tiene por lo menos treinta y cinco años; podría ser mi padre. Casi. Cuando lo conocí por primera vez pensaba que esa hormiga de mierda de Stefano era un Dios. Victor coge el cigarrillo extra del cenicero como si fuera lo más normal del mundo y habla con Alison. El sonido de su voz suena tranquilizador y excitante a la vez. Tengo ganas de cerrar los ojos y escucharlo. Me siento débil, idiotizada. Alison se levanta para ir al lavabo. Dos chicas negras están sentadas en el bar echándonos miradas a Victor y a mí. Quieren pescar un pescado blanco. Hago un movimiento de cabeza hacia ellas, mientras miro a Victor:

—¿Cuál de esas dos es la tuya? —le pregunto. Me sigue la mirada hasta ellas y vuelve a mirarme.

—Ninguna —responde—. A mí solo me gustan las chicas blancas y delgadas con un buen matojo entre las piernas.

—La Mary esa no era especialmente delgada —digo yo.

—Eso también era un problema —responde.

Yo me sonrojo y estoy a punto de preguntarle dónde está ella. Y cuándo nos podremos ver. Pero entonces vuelve Alison.

—Tenemos que irnos ahora —dice.

En cuanto nos acercamos al aparcamiento ya le echo de menos. Me entra el pánico por dentro porque… ¿cuándo volveré a verlo? Tengo ganas de llorar. Quiero que me abrace con fuerza y me fuerce. Solo un poquito. ¿Qué está pasando? Victor nos acompaña. Le decimos adiós y nos metemos en el coche. Nos vamos. ¿Cómo voy a volver aquí por la noche? Y esa Mary… ¿siguen juntos?

—¿No tenía novia? —pregunto.

—Sí —contesta Alison—. Mary. Pero está en Inglaterra para dar a luz.

Un escalofrío me recorre el cuerpo.

—¿Dar a luz? —pregunto estupefacta.

—Sí. Parirá casi un mes después que yo —dice Alison con un halo de irritación en la voz.

Pero si estuvimos juntos en Kigamboni hace cuatro meses. Hicimos el amor sin parar durante dos días. Tuve su polla en la boca. En ese momento Mary ya estaba de… tres meses. Por supuesto que lo habrá sabido. Mantengo la mirada fija en la carretera y Alison sigue con lo suyo:

—Y me temo que la tía se imagina que va a venir aquí y que ella y yo seremos madres primerizas juntas. Esa Mary es una zorra de bareto. No es ni capaz de formular un jodido pensamiento coherente con esa cabeza de chorlito que tiene por encima de los hombros.

Me obligo a mí misma a seguir hablando para que Alison no se dé cuenta de que me ocurre algo. Y cruzo los dedos para que no vuelva la cabeza y vea lo desencajada que tengo la cara.

—¿No podía parir aquí? —pregunto—. ¿Cómo tú?

—No. Ella no puede parir en un hospital de negros —se burla Alison.

—Ingleses —concluyo.

El umbral

El taxi recorre la oscura carretera que va hacia el norte. La brisa entra por las ventanillas y huele a sal y a algas. Estamos totalmente a oscuras. No hay electricidad. Y no vemos luz hasta que llegamos a Africana, donde deben de tener su propio generador. Casi no hay nadie. Victor hace piscinas y yo me coloco en el borde hasta que me ve:

—Samantha —dice—. Has venido.

—Tú —digo.

Me quedo en silencio mientras él se levanta ágil sobre sus brazos para salir del agua chorreando. Justo a mi lado.

—Ven.

Me levanta en sus brazos. Veo que el camarero nos observa desde detrás de la barra del restaurante desierto. Victor empieza a caminar y me sigue llevando en brazos como a una novia cuando atravesamos el umbral para entrar en su bungalow.

—Te echo de menos, Samantha. Ninguna otra chica me hace sentir tan feliz como tú.

—Pero… —digo cuando me coloca en su cama, en la oscuridad.

Se inclina y me besa.

—Nada de peros.

Me desabrocha la camisa. Los pezones me zumban.

—Mary —consigo tartamudear.

Había supuesto que al menos reaccionaría pero ni se inmuta, desabrocha el último botón de mi camisa, me acaricia los pechos, aprieta delicadamente uno de mis pezones entre sus fuertes dedos y lo besa. Habla despacio y con calma, mientras baja la cremallera de mis pantalones:

—No creo que venga aquí a vivir. Fue un error dejarla embarazada. Y no estoy seguro de que el bebé sea mío. Ya sabe que lo nuestro ha terminado.

Me arranca los pantalones y las bragas con un solo movimiento y entierra su cara entre mis muslos. Hacemos el amor.

Redada

Despierto temprano porque Victor hace ruido. Está preparando maletas. Miro a mi alrededor. En la habitación hay armas: un rifle y dos ametralladoras. La caja de madera ha desaparecido.

—Debo irme. Tengo un trabajo —dice.

Me levanto de la cama, lo abrazo por detrás, apoyo mi mejilla en su espalda y acaricio el vello de su torso.

—Buenos días, preciosa.

Voy al baño. Las ametralladoras y el rifle están colocados encima de la cama cuando salgo. Alguien llama a la puerta.

—¿Quién es? —dice Victor levantando la voz.

—Policía. Abra la puerta.

—Túmbate encima —dice Victor en voz baja señalando las armas encima de la cama—. Estás despierta.

Vuelve la cabeza:

—Ya voy —dice hacia la puerta.

Estoy desnuda y noto las formas del acero frío y duro contra mis muslos, el culo y la espalda. Victor está al lado de la puerta, preparado para abrir mientras me acabo de colocar y me cubro a mí misma y las armas con la manta. Mi nuca descansa encima de las almohadas colocadas en la cabecera y me pongo la manta justo por encima de los pechos. Victor abre la puerta. Los policías entran y no pueden dejar de mirarme. Estoy desnuda bajo la manta y eso acapara todo su pensamiento. Miran alrededor de la habitación, quieren ver los papeles de Victor. Revuelven el contenido de sus bolsas. Yo no digo nada. No se dan cuenta de lo joven que soy en comparación con Victor porque soy blanca y a la mayoría de los africanos les cuesta mucho adivinar la edad de una persona blanca.

—¿Hay algún problema? —pregunta Victor.

—Estamos inspeccionando —contesta un policía mirando a su alrededor.

No han encontrado nada.

—Mejor salimos fuera para que mi chica se pueda vestir —dice Victor. Salen del bungalow.

Salgo de la cama, recoloco las mantas para que no se vea la forma de las armas que hay debajo y me pongo la ropa. Estoy completamente vestida, sentada en el borde de la cama y fumando un cigarrillo cuando vuelve a entrar Victor.

—Creo que solo pasaban por aquí para ver si sonaba la flauta y podían sacar algo de tajada —comenta.

—¿Te busca alguien? ¿Te van a echar del país? —pregunto.

—No. Pero podría ser que alguien hubiera hablado de más.

—¿Quién?

—Puede ser cualquiera. ¿Tú? —Sonríe.

—No. Yo preferiría tenerte aquí. ¿Qué pueden haber dicho de ti?

—Quizá haya sido Alison, porque quiere alejarme de ti —dice.

—Alison no sabe que estoy contigo.

—Quizá tu padre.

—¿Y por qué iba a querer echarte del país?

—Porque me debe dinero —contesta Victor—. O para alejarme de su hija.

Sonríe de nuevo y se acerca lentamente a la cama.

—Él tampoco sabe nada —digo.

—¿Estás segura?

—Sí. Porque si supiera algo de esto te daría una buena paliza.

—¿De veras?

—Eso creo.

Hospitalidad

Victor ya se ha ido. Probablemente estará fuera muchas semanas. Quizás haya sido Mick el que ha denunciado a Victor a la policía. Pienso mucho en eso. Mick.

Mi hermana ha invitado a un montón de gente a cenar. Yo he invitado a Jack.

—¿Vendrá alguien que yo conozca? —pregunto, básicamente para saber si vendrá papá.

—Le dije a papá que invitara a ese tal Victor —dice Alison.

¡Victor! A lo mejor ya ha vuelto.

—¿Por qué quieres que venga Victor? —le pregunto.

Sé bien que Alison está disgustada con nuestro padre porque nos ha mantenido toda la vida haciendo un trabajo que nosotras repudiamos, gracias a sus conocimientos militares. Y Victor hace lo mismo. Mi hermana está harta porque casi nunca veíamos a papá cuando éramos crías. Y por esa misma razón se ha casado con un marido perfecto y obediente. Frans solo verá lo que ella le deje ver. Y lo mismo hará con el bebé.

—Pues sí, es posible que fuera una tontería invitarle —dice Alison enfadada—. Pero no soporto escuchar más chorradas de las mujeres de los amigos de Frans. Quiero decir… es que son aburridísimas.

—¿Mick viene? —pregunto.

—No podía.

—¿Por qué no? —insisto.

Alison me mira:

—A lo mejor tiene algo que ver el hecho de que tu pases de él por completo —me insinúa.

No le contesto.

—¿Y papá? —pregunto.

—No lo sé, Samantha. Yo… Vives aquí, así que tendrás que conformarte con quien venga. Si no te gusta alguien, pues…

Pone los ojos en blanco, se encoge de hombros, se vuelve y sale de la cocina. La hospitalidad está bajo mínimos.

Quieto

—Mi padre me manda a casa —dice Jack en el exterior.

No quiere entrar, aunque está invitado a la cena. Los demás llegarán en media hora.

—¿Por qué? —le pregunto.

—Marine a la barbacoa en Oysterbay.

—Pero si eso no fue culpa tuya.

—No, pero conozco a toda esa gente. Tomo drogas con ellos. Salgo de marcha con ellos y bebemos. Y tampoco le gusta que me acueste con hombres.

—¿Y qué le importa a él?

—Es el embajador de los Estados Unidos en Tanzania —dice Jack—. Yo soy su hijo en un país donde la homosexualidad está prohibida por ley. Y está muy mal visto que el padre de mi mejor amiga sea mercenario y haya tramado un golpe de Estado en las islas Seychelles, cuya seguridad normalmente debería estar garantizada por Tanzania.

—Lo siento, Jack.

—Yo también —dice él. Me abraza, vuelve al coche, se sienta en el asiento trasero y se va.

Entro en casa.

Alison me manda a una tienda hindú porque ha olvidado comprar algo para picar. Cuando vuelvo, veo a Victor hablando con Frans en el porche. ¿Debería salir a saludarlo? ¿Y qué le digo? Me acerco al bar del salón, le pido un gin-tonic al cocinero, enciendo un cigarrillo y me balanceo sobre las plantas de los pies mientras espero mi bebida. ¿Cómo debo manejar esta situación? Una mano aterriza en mis lumbares. Giro la cabeza y exhalo el humo de la calada. Victor. Se apoya en el armario de bebidas que está a mi lado.

—¿Qué tipo de ropa interior llevas hoy, Samantha? —pregunta con picardía.

—¿Qué te hace pensar que llevo ropa interior? —respondo y doy otra calada al cigarrillo mientras le miro a los ojos con intensidad.

Por el rabillo del ojo veo que el camarero me pone la bebida delante. La cojo con la mano y bebo sin dejar de mirar a los ojos a Victor.

Nos piden que nos sentemos a la mesa. Yo estoy sentada justo delante de Victor. ¿Lo hago? ¿O es muy cutre? ¿Y qué pasa si soy una guarra? Por otro lado, ¿es tan rentable hacerse la estirada? Podría deslizar el pie por el suelo, seguir subiendo por su pernera y luego por el interior de sus muslos hasta que mis pies se toparan con su destino final.

La puerta se abre y entra papá. Decido dejar el pie exactamente donde está: en el suelo y completamente inmóvil.

Mudanza

¿Cómo voy a volver a ver a Victor? No sé dónde vive. El ambiente en la casa es como denso. Los sonidos vienen de lejos y atraviesan las paredes de barro. Alison está embarazada, cansada y se siente pesada. No lo dice pero lo sé. Está cansada de tenerme aquí. Y cuando está contenta, sentada con Frans, hablando del bebé… se callan cuando entro en la estancia. Es porque tuve ese aborto. Cuando acaricia su panza o dice que el bebé le da pataditas y toda esa mierda, yo me alejo en un plis. No debería portarme así pero es que no aguanto verla inmersa en tanta felicidad. ¿Por qué soy así?

—Han terminado de reformar la casa de papá —dice Alison.

—Bueno —digo—. ¿La va a vender?

—No —contesta ella—. Hemos hablado de que… Papá ha comentado que puedes vivir allí un tiempo.

—¿Cuándo has hablado con él?

—Se lo he preguntado esta mañana. Solo sería durante un tiempo. Yo no puedo… Ocurren muchas cosas ahora mismo y …

Se para.

—Yo no puedo vivir con papá.

—No, no. Él no vivirá allí. Creo que vive en un hotel, o… me parece que tiene una… en algún lugar.

—¿Una qué?

—Una chica. Vivirás sola —dice Alison—. Juma y su hija viven en la vivienda de servicio.

—Vale, entonces me parece bien. Genial.

La verdad es que me irá bien estar un poco a mi aire.

Hago las bolsas y Alison me lleva a la casa justo después. No hablamos mucho durante el trayecto. La casa está algo más alejada del agua, en la zona más barata de Msasani. Juma nos abre la puerta.

—¡Samantha! Karibu sana —dice.

Sonríe tanto que puedo ver sus dientes marrones. Su hija vive con él. Podrá cocinar y lavarme la ropa. Todo irá bien, me las apañaré. Juma nos enseña la casa. Por dentro está muy bien: recién pintada, con baño nuevo, instalaciones eléctricas nuevas y aire acondicionado. Estamos en la puerta y a punto de despedirnos.

—¿Cómo voy a desplazarme? —le pregunto.

Alison suspira.

—Papá dice que te conseguirá una moto —me responde.

—Genial.

—Siempre serás bienvenida a nuestra casa —dice antes de irse—. Eso lo sabes, ¿verdad?

Cumpleaños

Estoy viviendo en la casa de papá. Sola. No tengo medio de transporte. ¿Qué puedo hacer? Bebo un Konyagi y fumo un porro. Escucho mis cintas de música en un pequeño radiocasete. Me aburro. Aún hay un obrero trabajando en el exterior de la casa, arreglando las paredes. Parece que el zócalo tiene algunas grietas. Estoy dentro de la casa bajo el chorro de aire fresco, observándolo. Él está trabajando bajo el sol ardiente y las perlas de sudor le cubren el torso desnudo. Tiene que poner las herramientas de trabajo en un cubo con agua para no quemarse los dedos cuando necesita utilizar alguna.

Un par de noches más tarde aparece un taxi. Juma se acerca a mi puerta.

Mzee ha mandado este coche para buscarte. Tu hermana está a punto de dar a luz.

Entro en el coche de un salto y voy para allá. Alison está a punto. Papá está sentado en silencio y bebe café, me mira de una manera muy rara pero vuelve la cara cuando busco el contacto visual con él. Y nace el bebé. Es un niño. Papá grita de alegría y Frans tiene lágrimas en los ojos. El padre de Shakila sale del dormitorio con sudor en la frente. Yo sonrío. Entro a saludar. Es un bulto rosado que se mueve. Siento la tirantez en la piel de mi cara. Todos están felices. Salen al jardín. Excepto yo. Yo fumo y escupo. Podría haber sido yo.

Al día siguiente me obligo a coger un taxi para ir a su casa, llevarles un regalo, mirar al bebé y emitir sonidos tontos. Papá está acariciándole la barbilla al bebé y lo lleva orgulloso de un lado a otro del salón. Alison viene a sentarse a mi lado en el sofá.

—Se porta como un ser humano con la nueva generación —digo.

—Sí, solo se saltó una: la nuestra —señala Alison.

—Venga, dejadlo ya —dice papá.

—Pero es bastante raro —comento.

—Chicas, puede que no haya sido el mejor padre del mundo —empieza papá—. Si queréis ser buenos padres probablemente tendréis que ser muy diferentes que yo. Pero soy vuestro padre y… os quiero. Y quiero a este pequeñín.

Hace pedorretas contra la barriga desnuda del bebé. El niño empieza a llorar y Alison se levanta y se lo coge. Es cómico y no lo puedo soportar. ¿Qué le pasa a papá? Es un viejo imbécil.

—¿Has hablado con mamá? —le pregunto a Alison.

—Sí —dice y suspira con tristeza—. No puede pagar el billete de avión.

—¿Frans no puede conseguir uno? —pregunto yo.

—Solo para su familia más próxima. Si no, podría tener problemas —explica Alison.

—Pero le vas a pagar el billete tú, ¿verdad, papá? —pregunto.

—Tampoco tenía días libres en el trabajo —dice.

—¿Le pagarás el billete? —pregunto de nuevo.

—No tiene dinero —dice Alison.

—Tengo deudas —añade papá.

Le debe dinero a Victor, pienso. Pagarán mi billete a Inglaterra con el dinero de Victor. Porque la familia más próxima de Frans por lo visto no me incluye ni a mí ni a mamá, aunque esté casado con Alison. Les digo que he quedado y me las piro.

Compañero de piso

Dos días más tarde Alison y Frans pasan por mi casa con el bebé. De camino al Club Náutico.

—¿Por qué no quieres venir con nosotros? —pregunta mi hermana.

—Es que hoy no me apetece mucho.

Se van. Yo me dirijo al armario de bebidas y cojo la botella de ginebra. Así se hace. Y cigarrillos. Me siento en el porche. Mierda.

Un Land Rover aminora la velocidad por la calle que pasa por el otro lado de la casa. ¿Papá? Pita con el claxon. Juma grita:

Shikamoo Mzee.

Sí, es papá. Me levanto, entro en la cocina y empiezo a llenar una jarra con cubitos de hielo para que pueda beber agua fresca. No quiero pelearme. La puerta se abre.

—¡Samantha! —grita papá.

Me acerco por el pasillo. Papá y Victor están en medio del salón. Este carga con dos bolsas. ¿Qué coño?

—Hola, Samantha —dice Victor.

—Hola —saludo yo, extrañada.

—Victor tendrá que alojarse aquí durante un tiempo —dice papá—. Necesita pasar desapercibido hasta que controlemos la situación.

—Bueno —digo yo sin mostrar mucho interés.

—Hay demasiadas personas observando y escuchando en Africana —explica Victor.

—Puedes mudarte a casa de Alison de nuevo, si quieres —dice papá y añade—: Pero probablemente no sea buen momento para volver a su casa ahora mismo.

—No, no. Está bien, no pasa nada.

—Y así Victor además podrá vigilarte un poco de cerca para que no vayas por ahí haciendo tonterías —añade.

Me está picando y no voy a morder su anzuelo.

—¿Qué pasa con esa moto que me habías prometido? —pregunto.

—Iré a recoger la mía más tarde. Puedes usarla si quieres —dice Victor.

Papá está allí plantado, sonriendo. Está satisfecho con el arreglo y con mi reacción. Todo ha ido de perlas. ¿Pero es que este hombre no pilla nada? Seguramente no le importa que tenga un rollo con Victor. ¿Por qué iba a ser así? Yo no le importo para nada. Victor sale a buscar el resto de bolsas al coche. Papá me rodea los hombros con su brazo.

—Ya le puedes tirar la caña todo lo que quieras. Pero recuerda que tiene una mujer en Inglaterra que está a puntito de parir.

—No soy una idiota —digo.

—Siento hacerte esto, Samantha. Pero le debo algo de dinero y le tengo que hacer este favor.

—No te preocupes. ¿Has hablado con mamá? —le pregunto.

Ya sé que tendré que ir a vivir con ella a Inglaterra pero aún tengo la esperanza de que venga aquí para ver a su nieto y que luego podamos volver a Europa juntas.

—No puede venir.

—Vale.

Victor entra con sus bolsas.

—Muy bien —dice papá, junta las manos y se las frota delante suyo. Mira a su alrededor—. Yo me abro.

Le enseño la habitación vacía a Victor y le explico que puede pagarle a Juma si necesita que le compre algo. Que la hija de Juma prepara el desayuno sobre las ocho y que la avise si él se levanta antes.

—¿Tienes cervezas? —pregunta.

Nos sentamos en el porche. Bebemos cerveza. Sus movimientos son precisos, me examina tranquilamente con los ojos entrecerrados.

—¿Qué? —digo y suelto una risa tímida.

—¿Te parece bien que me quede a vivir aquí?

—Sí. Pero la condición es que recuerdes que no soy un ama de casa, porque no lo soy.

—No sería tu estilo para nada —dice Victor y sigue reflexionando—: A ti probablemente se te dan bien muchas otras cosas.

Al cabo de un rato coge un taxi para ir a recoger su moto. Yo hago toda la caminata hasta el mar para nadar. Vuelvo. Me quito la sensación grasienta de sal y sudor bajo el chorro de la ducha. Me lavo el cabello. Oigo el motor de una moto que llega. Enrollo el cabello con una toalla y el cuerpo con otra. Entro en el salón y camino en dirección a la cocina sin mirar al sofá, donde él está sentado.

—Hola —dice.

—Ah, hola. ¿Ya me has traído la moto?

Él se ríe:

—No es para ti. Pero te la dejaré, si te portas bien.

—¿Cómo de bien? —digo y sigo caminando hasta la cocina.

Cuando vuelvo al salón, él ya no está. Camino por el pasillo para ir a mi habitación y él sale del otro dormitorio. Solo lleva calzoncillos y una toalla sobre el hombro. Nos acercamos el uno al otro en el estrecho pasillo. El olor que desprende, esos músculos largos que se estiran bajo la piel dorada, el vello rubio de su torso que marca el camino hasta su sexo.

—Me voy a duchar. ¿Vamos a comer al Club Náutico? —pregunta.

—Mejor vamos al hotel Oysterbay.

—No. Tengo que hablar con un tipo que quiere comprar un barco.

Se pone en movimiento y pasa a mi lado.

—Vale, pero pagas tú —le digo y me atraviesa un cosquilleo eléctrico cuando su mano me golpea el culo.

—Sí.

Entra en el cuarto de baño.

—Eh.

Amante

Comemos en un restaurante hindú al día siguiente. Victor retira la silla de la mesa para que me siente.

—Vuelvo en un momento, Samantha.

Se acerca al bar para hablar con el padre de Aziz, que controla la entrada y salida de mercancías en la aduana del puerto de Dar. Yo llevo una falda muy ajustada que me llega justo por encima de las rodillas. No llevo bragas. Me estoy poniendo nerviosa porque Alison podría aparecer por aquí en cualquier momento. Pero acaba de dar a luz, así que probablemente no salga mucho de casa. Victor vuelve a la mesa. Tomamos un par de cervezas mientras esperamos que nos sirvan la comida. Me pregunta qué planes tengo.

—Inglaterra no es un lugar adecuado para mí —digo—. Aquí puedo hacer cosas. Entiendo a la gente, entiendo cómo funciona todo. En Inglaterra… mi madre trabaja de portera nocturna en un hotel y vive en un pisito. Soy demasiado africana para acostumbrarme a vivir así. O sea, claro que podría, pero no me apetece.

—Tienes razón. No es un buen lugar para vivir. Lo has calado a la perfección —dice Victor.

Ya que estamos puestos, me envalentono y suelto:

—¿Qué pasa con Mary?

Victor suspira como apesadumbrado:

—No lo sé. Le gusta esto pero solo si tiene a alguien haciéndoselo todo a todas horas. No sabe hacer nada sola. Y se pone nerviosa.

—¿Pero volverá aquí después de parir?

—No estoy seguro. Quiere que yo vaya para allá.

—¿Y tú quieres ir? —pregunto atónita.

—No. Yo quiero quedarme aquí.

—Yo también deseo que te quedes.

—Eso es porque tú entiendes este mundo. Mary no tiene ni idea. Tú sabes moverte aquí, está claro. Eres el tipo de chica con el que uno debe juntarse en África.

Me descalzo de los zapatos de tacón de un puntapié. Empiezo a subir mi pie por su pierna.

—¿Qué quieres decir con eso? —pregunto.

—Que quiero estar contigo —contesta.

—¿Quieres que sea tu amante?

—Sí.

—¿Por qué?

Mi pie se acerca peligrosamente a su sexo.

—Porque eres fantástica. Eres increíblemente guapa. Y no solo eres guapa, es que además eres… potente. Me gusta.

—No estoy segura de que eso sea suficiente para mí. Ser tu amante, quiero decir.

Lo miro descaradamente mientras mi pie choca contra su polla tiesa. Traen la comida. Aparto el pie. Victor gime. Me dispongo a comer. Mastico con la boca sutilmente entreabierta.

Y ocurre cuando volvemos del restaurante. Victor se ha abierto la camisa. Está sentado delante de la mesa del sofá. Saca un sobre del bolsillo delantero, lo abre, lo golpea con un dedo y el polvo sale y cae desperdigado por la superficie de la mesa. Me siento en un sillón y tomo un trago de mi refresco. Me he quitado la falda y me he enrollado un kanga. Estoy desnuda bajo la tela. Victor se estira por encima de la mesa y me alcanza su cigarrillo encendido. Saca un billete del bolsillo y lo enrolla.

—Para ponernos a tono… —Sonríe.

—Claro —digo y fumo.

—¿Quieres un poco?

—Sí, por supuesto.

—No sabía que te iban este tipo de cosas.

—A mí me van más cosas de las que tú te crees.

—Ven aquí.

Me levanto, me acerco y me siento a su lado en el sofá. Me da el billete enrollado. Esnifo una raya. Me recuesto hacia el respaldo y me topo con su brazo. Él se gira hacia mí, pone su mano en mi muslo, me besa y me penetra. Sin más.

Zanzíbar

Despierto en mi habitación. Victor me debe de haber traído durante la noche para que la chica no me viera durmiendo en su cama. Se lo habría dicho a Juma y esta se lo habría dicho a mi padre. Me levanto. No hay nadie en la casa, pero hay una nota en la mesa del salón. Hay algo escrito con una letra más bien angulosa: «Vuelvo al mediodía», pone. Como un poco, fumo y me ducho.

—Nos vamos a Zanzíbar —dice nada más cruzar la puerta.

—¿Zanzíbar? ¿Qué vamos a hacer allí? —pregunto.

—No preguntes —ordena Victor—. Nos vamos enseguida. Estaremos fuera durante dos noches. Prepara tu bolsa.

—Creo que debería llamar a Alison.

Victor ya está en el pasillo.

—Es mejor que no le comentes que viajas a Zanzíbar conmigo. No creo que le parezca buena idea.

—No. —Sonrío.

Consigo hablar con el cocinero de Alison. Le explico que me voy a Morogoro para visitar a Jarno durante un par de días.

—¿Lista para irnos? —dice Victor.

—¿A qué hora sale el avión?

—Nada de aviones. Vamos en barco.

Meto un par de cosas en una bolsa. Navegaremos en dhow hasta Zanzíbar. Genial. Me monto detrás en la moto pero Victor gira en dirección contraria.

—¿En qué navegamos? —grito.

—Salimos del Club Náutico. En lancha rápida.

Veinte minutos más tarde estamos metidos en una Zodiac con dos motores fuera borda. Negra, de las que utilizan para operaciones militares. Volamos por encima de la superficie del agua. Solo hay unos cincuenta kilómetros del puerto de Dar hasta Zanzíbar.

—¿Esta es la lancha que querías vender? —pregunto gritando a través del silbido del viento.

—Sí. Tengo que entregarla hoy mismo. Volveremos en avión.

—¿Es la que ibais a usar en las islas Seychelles?

—Sí.

—Fue una pena que os descubrieran, ¿verdad?

—Teníamos que haberlo hecho aunque ese político se rajara en el último momento —dice Victor—. Nos habríamos podido instalar en las islas.

—Pero si las tropas tanzanas sabían que ibais a atacar…

—Sospecharon algo cuando tu padre decidió viajar hasta allí en un vuelo comercial —explica—. Antes de ese error nos habría bastado ser entre ocho-diez hombres con el apoyo de unos veinte isleños para apoderarnos del grupo entero de islas. Habríamos tardado un periquete en tomar posesión de los puntos neurálgicos. Electricidad, agua, radio, prensa, telégrafo, puerto y aeropuerto. En un plis.

—¿Os pagaban bien? —pregunto.

—Sí. Y habíamos negociado poder quedarnos a vivir allí.

—Y habríais perdido todo lo que tenéis en Tanzania.

—Eso ocurrirá de todas formas —suelta Victor.

—¿Qué quieres decir?

—Han nacionalizado vuestro hotel y otras cosas. Es muy probable que echen a tu padre.

—¿Y qué pasará contigo? —pregunto.

—No me conocen. Pero estoy valorando la posibilidad de vivir en Zambia. Cerca de Zaire.

Entramos en la bahía de Menai navegando entre pequeñas islas y desembarcamos en la playa, al norte de Bweleo. Un árabe llega a nuestro encuentro y le compra el barco a Victor. Su chófer nos lleva al centro de la ciudad.

Cenamos en un restaurante en Stone Town y luego volvemos al hotel. Victor baja al bar para pedir un par de gin-tonics. Yo ya estoy un poco borracha. Me acaricia la entrepierna y la vulva con un cubito de hielo. Pone su cara entre mis piernas. Los pelillos de su barba me rascan y se va abriendo paso con su caliente lengua. Me empuja a lengüetazos espumosos.

Más tarde estamos tumbados fumando en la cama.

—Seríamos un buen equipo tú y yo —dice Victor.

—Sí. Pero no creo que mi padre aceptara semejante coalición.

—No tiene que saberlo.

—Mi padre no es tonto, ¿sabes? —le informo—. Se da cuenta de bastantes cosas.

—Se le acaba el tiempo. Tendrá que marcharse del país.

—¿Cómo lo sabes?

—Debe demasiados favores.

Falsas esperanzas

Vuelta a Dar es Salaam. Alison se pasa por casa con el bebé en brazos. Victor está inclinado sobre la mesa, leyendo unos papeles.

—Entra —la invito a pasar—. ¿Quieres tomar algo?

Alison saluda a Victor y me sigue hasta la cocina.

—Me gustaría que volvieras a vivir en mi casa —dice en voz baja.

—¿Y eso por qué? Estoy bien aquí.

Abro la nevera.

—Es mejor que vivas con nosotros.

—Primero me echas de tu casa y ahora quieres… Tsk.

Le doy la espalda y sirvo un par de zumos. Para que no me vea la cara. Alison está casi susurrando:

—¿Crees que soy tonta, hermanita? ¿Crees que no me doy cuenta de que le estás tirando la caña a Victor? —dice a mi espalda.

—Es solo por diversión —me defiendo.

—¿Te das cuenta de lo que ocurrirá si papá se entera de esto?

—No se enfadará por el simple hecho de que le esté tirando un poco la caña a Victor —insisto.

—Te meterá en un avión directo a Inglaterra en un abrir y cerrar de ojos.

—Ese es el plan inicial que tiene pensado ese viejo tonto para mí. —Me vuelvo hacia ella.

Alison parece muy enfadada.

—Mary está en Inglaterra para dar a luz y luego vendrá a instalarse aquí. ¿Qué crees que pasará entonces? —pregunta con ironía.

—Alison —digo—. No me estoy imaginando nada. Ella está en Inglaterra y no está aquí. Quizá se le ocurra venir, quizá me manden a mí a Inglaterra. Quizás un montón de cosas. ¿Qué quieres que haga yo con tantas cosas en el aire?

—La estás cagando —dice Alison.

Y no le estoy diciendo la auténtica verdad. Yo… pienso algunas cosas. Victor dice: «No creo que vuelva a venir aquí. A ella no le gusta todo esto».

Y yo pienso… que yo sí que estoy aquí.

Christian

Victor dice que tiene la posibilidad de conseguir un trabajo en Goma y que se tiene que ir un par de días para investigarlo. Yo me quedo en casa. Goma. Se marcha. ¿Y ahora qué puedo hacer? Ya me siento sola. Menos mal que la moto sigue aquí, así que decido ir a ver a Jarno, que se aloja en casa de los Norad. Aún está en casa. Acaba de levantarse de la cama.

—Christian llegó ayer. Creo que te está buscando.

—Ah.

Jarno se me acerca y coloca sus manos en mis caderas.

—¿Nos duchamos juntos? —me pregunta.

—Déjate de chorradas. ¿Qué pensará tu querido amigo Christian?

Jarno se queda callado. Y Christian cree que quería suicidarme.

Me lo llevo de paquete en la moto y vamos al Club Náutico. Veo el coche de Alison en el aparcamiento. Entramos. Joder, allí está, hablando con Christian, sentados junto a una mesa. No se conocían de antes. Alguien le debe de haber dicho que es mi hermana. Pero a lo mejor no le ha explicado… lo que le escribí en esa carta. Nos abrazamos. Me hace muchas preguntas y explica un montón de cosas pero enseguida me doy cuenta de que prefiere hablar conmigo a solas, así que me quedo sentada. Alison nos invita a todos a una fiesta en su casa para celebrar el nacimiento del bebé. Será en dos días.

—También he invitado a Angela —dice sonriendo.

—¿Angela? —pregunto.

—Sí. Está de vacaciones en Dar. Será divertido volver a verla.

Yo me callo la boca. A mí no me parece para nada divertido volver a verla. Les pregunto la hora. Me lo dice y yo comento:

—Tengo que irme. He quedado.

—¿Cómo nos podemos volver a ver? —pregunta Christian—. ¿Dónde vives?

—Podemos vernos en la fiesta.

—¿Y mañana? —insiste.

—No puedo. También he quedado —digo rápidamente mientras Alison me mira extrañada.

Menos mal que no hace ningún comentario.

—¿Cómo voy a volver a casa? —me pregunta Jarno. —Ya os llevo yo —dice Alison—. Así de paso os enseño dónde vivimos. Está de camino.

—Nos vemos allí, pues. —Voy a buscar la moto. Joder.

Mamá

Al día siguiente estoy bastante inquieta. ¿Qué hago si Christian ha conseguido mi dirección y se presenta aquí? ¿Se la habrá dado Alison? O… ¿qué pasa? ¿Qué pasará cuando vuelva Victor? El teléfono suena y le pido a la chica que conteste ella. Tiene que decir que no estoy en casa, a menos que sea Victor. No es él. Es Christian, Alison o papá. Busco entre mis papeles para encontrar el número de teléfono de mamá. La llamo.

—Tengo una aventura con un hombre —le digo—. No sé qué hacer.

—¿Un… hombre? —dice mamá.

—Sí. Y es algo mayor que yo —explico.

—¿Cuánto mayor?

—Eso no importa. Su mujer está embarazada.

—Samantha —dice mamá y suspira con intensidad—. ¿Es… blanco?

—Sí —contesto—. Es… —Me paro porque no se qué más decir de él.

Mamá dice:

—Eso no está bien.

—No se lo digas a nadie.

—No se lo diré a nadie si me prometes que dejarás de verte con él.

—No sé si puedo hacer eso.

—Sí podrás. Y pronto estarás aquí, conmigo —dice dulcemente.

Y esa dulzura y el hecho de pensar en Inglaterra me dan repelús. Frío y lluvia. Tengo que hacerlo de golpe, mejor en medio de una frase que estoy formulando. Así creerá que se ha cortado la conexión.

—Sí mamá. No te preocupes, ya le…

Aprieto el botón de apagado del teléfono. No sé por qué se lo he dicho. Quizá porque hace más de un año y medio que no nos vemos y de repente parecía tan cercana por teléfono. Porque… es mi madre.

Mezcla de polvos

Victor vuelve a casa.

—Tengo que encontrarme con Bimji para recoger una mercancía —dice.

Bimji es el padre de Aziz y también es agente portuario. Es la persona que se encarga de los permisos y papeles necesarios para meter y sacar mercancía del país. O sea, que se encarga de sobornar a las personas adecuadas.

—Quiero ir contigo —le digo.

—Es mejor que no.

—¿Drogas?

Abre los ojos sorprendido.

—¿Quién te ha dicho eso?

—Es solo algo que me han comentado.

Él sonríe:

—Es muy importante que me digas quién te lo ha dicho.

—No quiero que la persona tenga problemas si te digo su nombre.

—De acuerdo.

—Mick.

—Humm. Pues cuando él se empolvaba la nariz tampoco era un santo —comenta Victor.

—Quiero ir contigo.

—Puede ser peligroso.

Me encojo de hombros. Vamos para allá a finales de la tarde. Me tengo que quedar sentada en el despacho de Bimji mientras Victor y él entran en la zona de acceso restringido del puerto. Media hora más tarde vuelven cargados con una caja de madera del tamaño de dos cajas de cervezas. Firman los últimos documentos. Hay un papel pegado a la caja en el que pone que contiene especias culinarias.

—¿Es heroína? —pregunto cuando ya estamos sentados en el coche, de vuelta a casa.

—No le des tantas vueltas al tema.

—Sí. Me interesa.

—Es cocaína. Una gran parte acaba en Europa, pero aquí también hay demanda.

—¿Cocaína? ¿De dónde viene?

—De Asia. He ideado una nueva ruta. Las aduanas europeas no revisan la mercancía que entra desde África.

—¿Cómo lo vas a mandar a Europa?

—Dentro de unas latas grandes con anacardos alrededor del paquete que contiene el polvo. Mandaré las latas a Alemania y a Holanda.

Llegamos a casa y sigo a Victor hasta la cocina. Le dice a la chica que se largue, abre la caja y saca unos pequeños paquetes de plástico que contienen el polvo blanco.

—Hay que empaquetar el resto y mandarlo mañana.

—¿Y lo que estás poniendo a un lado?

—Para el mercado local. Así consigo moneda de aquí para cubrir mis gastos —explica.

—¿La vendes aquí?

—Se la vendo a un tío. Y ahí se acaba mi trabajo —cuenta y la prueba—. Perfecta —dice satisfecho y busca un cuenco grande.

—¿Qué haces?

—Hay que mezclarla.

Victor se pone unos guantes de plástico fino y busca una bolsa con otro tipo de polvo blanco que luego mezcla con la cocaína pura. Había oído hablar de esto. A veces la mezclan con pastillas para el dolor de cabeza trituradas, con pastillas para los nervios, harina de patata o incluso con vidrio pulverizado o fertilizante artificial. Todo vale.

—¿Cómo te sientes… vendiendo estas cosas? O sea, drogas.

—Es una mercancía como cualquier otra —dice Victor. Me mira detenidamente.

Abandona la actividad que le tenía ocupado.

—Samantha —empieza, hace una pausa y continúa—: Tu padre no lo entiende. Ya no hay más guerras lucrativas para nosotros. Y la actividad no es constante. Cuando hay disturbios es un enorme caos. Antes luchaban los soldados y las fuerzas armadas. Ahora son campesinos empuñando machetes y kalashnikovs. No nos necesitan, ya no. Así que esto… —dice con un movimiento que abarca la mesa de la cocina—. Este es el nuevo negocio en el que podemos meternos. Si lo hacemos ahora podemos crecer y, si no, nos podemos largar. Tenemos que ponernos las pilas.

—Pero… son drogas.

—¿Te parece mejor matar o enseñar a matar que transportar la droga de un lado al otro? —me pregunta.

No le contesto.

Victor está muy atareado al día siguiente. Va a ver a un socio que tiene en el centro de la ciudad. Hay que empaquetar la cocaína y meter las bolsas entre los anacardos en las grandes latas de hojalata. Luego hay que sellarlas, pegarles las pegatinas originales y rellenar correctamente los papeles de exportación antes de volver a llevarlo todo a Bimji. Victor vuelve por la noche y hacemos el amor, pero está como… ausente.

—¿Estás bien? ¿Te pasa algo? —le pregunto.

—No, no. Tengo demasiadas cosas en la cabeza —dice—. Y tengo que llevar la mezcla.

—¿Adónde?

—He quedado con un tío en el Margot —dice mirando su reloj. Margot es la casa de putas más cara de la ciudad. Atienden a gente de las embajadas, expertos, políticos y hombres de negocios.

—¿Nos vamos? —le pregunto.

—Tú no vienes, Samantha.

—Estamos juntos en esto. Claro que tengo que ir. Te esperaré fuera, en el coche.

—Vale.

Se pone la ropa.

Tengo ganas de preguntarle pero no lo hago. ¿Es que tenía pensado utilizar el servicio que ofrecen en Margot?

Color

El vigilante que trabaja en la entrada del Margot es inteligente, no como esos tipos que trabajan por cuatro chapas. Este ha sido escolarizado y va bien vestido.

—Te prometo que se quedará dentro del coche todo el rato —responde Victor cuando le interrogan.

El vigilante se inclina hacia delante y me mira detenidamente:

—¿Lo tiene claro, señorita?

—Sí —respondo.

El vigilante le hace una señal a su kuli para que nos abra la verja principal y podamos entrar en el recinto.

Luego se vuelve a meter en la pequeña caseta de vigilante. Seguimos por un camino de grava adornado con conchas de mar a ambos lados. La villa es grande y está muy bien cuidada. Hay parterres con flores preciosas en el jardín y el césped es denso y tupido. Victor sale del coche y baja un vigilante uniformado por las escaleras.

—¿Quiere que le aparque el coche detrás de la casa? —pregunta.

Claro, así no pueden ver el coche desde la calle porque en este sitio se paga por follar.

—No —contesta Victor y coge la mochila con la mercancía—. Salgo enseguida.

El vigilante le deja entrar. Yo enciendo un cigarrillo y lo fumo hasta el filtro. Aún no ha vuelto. Abro la puerta del coche, salgo, me estiro. El vigilante me observa cauteloso. Me acerco a las escaleras y subo. No parece muy listo. Por lo visto es el vigilante de la entrada el que decide quién entra y quién no. Pero para compensar su falta de caché, este es muy fuerte. Probablemente también lo usan de gorila cuando hay que echar a alguien. Me encantaría entrar dentro. Ver todo el tinglado.

—¿Qué escondes ahí dentro? —le pregunto.

—No puedes entrar.

—¿Tenéis ejemplares de todos los colores y tamaños?

—De tu color no hay ninguna —dice y sonríe sutilmente.

Simple y llanamente podría intentar ir hasta la puerta y abrirla. Es posible que el tío no supiera cómo reaccionar, porque soy blanca. Por supuesto que estaría dispuesto a parar a un blanco, pero seguramente también vacilaría porque con nosotros nunca se sabe. Es difícil prever las consecuencias reales que tiene anteponerse en el camino de un blanco. ¿Quién es su marido? ¿Quién es su padre? ¿Será peligroso impedirle el paso? Pero probablemente tampoco haya nada interesante que ver en el vestíbulo. Es posible que mi padre esté allí dentro.

—¿Una mujer no puede comprar un poco de entretenimiento en este lugar?

—No. Solo para hombres.

—Pero podría ser que quisiera comprar una chica para jugar un rato. ¿En Margot no ofrecen chicas para chicas con gustos especiales?

El vigilante se ríe y mira a su alrededor sin saber cómo actuar. Está nervioso.

—Vale. —Me encojo de hombros.

Le ofrezco un cigarrillo que él acepta y se mete en el bolsillo.

—Gracias. Lo guardaré para más tarde —dice.

—Cuídate —me despido.

—Igualmente.

Adultos y bebés

Hoy es la fiesta de Alison y Frans. Victor me lleva en moto. Un par de calles antes de llegar a la casa, se detiene a un lado y para la moto en el arcén. Se gira y me da un beso.

—Mantente tranquila —dice—. ¿Crees que serás capaz?

—Sí, por supuesto.

Continuamos hasta llegar a la casa. Christian y Jarno ya están aquí. Llevan camiseta blanca, vaqueros azules y un par de Carlsberg en la mano. Angela está aquí. Y papá.

Debería caminar con Victor hasta Christian y Jarno. Presentarles como si no pasara nada. Pero… no puedo. No quiero ir con ellos. No quiero hablar con Christian. Tengo la sensación de que es capaz de atravesarme con la mirada.

Hay un montón de comida, cervezas y bebidas alcohólicas. Papá está al mando de la barbacoa. Victor se junta con él y se ponen a decir gilipolleces. Tengo ganas de vomitar. Christian me mira fijamente; se acercará para hablarme en breve. Me escapo al lavabo. Me quedo sentada en el váter un rato pero decido que no va a funcionar. Salgo otra vez. Alison se me acerca.

—¿Te pasa algo? —me pregunta preocupada.

—Ya sabes, cosas de mujeres. Tengo un poco de malestar —le contesto.

—Bueno, ya se te pasará.

Luego presenta a Victor a Christian y Jarno. Quiero alejarme un poco de la gente y me retiro a un rincón de la casa donde también está el cochecito del bebé. Hago ver que estoy increíblemente interesada en observar la cara del crío, que está durmiendo. Christian se me acerca.

—Es igual que tu padre, ¿verdad? —dice haciendo una mueca en dirección a Victor.

—No —digo a la defensiva—. Son muy diferentes.

¿Qué? ¿En qué? Si son clavaditos.

—Podría ser tu padre —me dice.

¿Cómo puede saber que…? Me doy cuenta de que está borracho. Muy borracho.

—Pero no es mi padre —contesto—. Y además eso no hubiera sido posible. Es demasiado joven.

¿Para qué coño le he contestado?

—Solo se está aprovechando de ti —dice Christian.

—Lo mismo que harías tú si tuvieras la oportunidad —me burlo.

—Qué lista —dice con ironía y se va.

Victor está riéndose con Angela en la zona del jardín donde han instalado una especie de bar. Voy para allá. Angela me coloca el brazo alrededor de los hombros y me guía hasta el rincón más alejado del jardín.

—Puede ser muy instructivo enrollarse con un hombre mayor, querida Samantha —dice con voz acaramelada—. Lo sé por experiencia. Pero tienes que ser honesta contigo misma y tener claro que no puedes fiarte de él.

Me quito su brazo de encima con brusquedad.

—Aléjate de mí.

Observo a la gente charlando aquí y allá repartidos por el jardín. Veo que Christian está hablando con Victor y… ¿qué hago? ¿Dónde me coloco y qué le digo a quién acerca de qué? ¿Por qué? Me acerco por detrás y oigo que Christian le dice:

—¿Entonces cuándo volverá tu señora?

—Pues no lo sé con exactitud. La fecha de parto es dentro de dos días pero podría ser que saliera de cuentas. Y luego supongo que tendrá que esperar un par de semanas antes de poder coger un avión con el bebé.

¿Cómo puede estar llamándola su señora y decir que va a venir cuando todo el tiempo me ha estado contando que ya no están juntos y que él no cree que venga?

Entro en la casa a toda pastilla y parpadeo sin parar y con rapidez para impedir que me salgan las lágrimas. Atravieso el salón, camino por el pasillo, agarro el pomo de la puerta del lavabo pero está cerrada y en ese momento oigo que alguien abre el pestillo por dentro. Ahora me caen las lágrimas a raudales, así que entro rápidamente por la puerta siguiente. Es el dormitorio de Alison y Frans. Mi hermana está sentada en la cama, al lado de la cunita, acostando al bebé. Hay un pañal enrollado. Acaba de darle el pecho o le ha limpiado el culo de mierda y yo… lloro desconsoladamente. Ella me mira con calma y amor. Me cubro la cara con las manos.

Pesadilla

—Eres una tontorrona —dice Alison—. ¿Y qué crees que pasará cuando vuelva su mujer? ¿Lo has pensado?

—Ella no es su mujer. Él me quiere —digo a través de los dedos de las manos.

—Te está mintiendo —dice Alison con un tono muy tranquilo—. Realmente no creo que seas tan tonta como para creerle. Pero puede que me equivoque. Dejas que te folle y sueñas con que tendréis una vida en común y feliz en África hasta el fin de vuestros días. Es obvio que te está mintiendo. Cuando aparezca su mujer con el crío recién nacido entre los brazos… Te dará una patada en el culo.

—Se quiere divorciar de ella —digo como defendiéndome, pero no me lo creo ni yo.

—¿Te ha dicho eso?

—Sí.

—¿Y qué más te ha dicho? ¿Que era mejor esperar un poco, por lo menos hasta después de que ella hubiera dado a luz? ¿Que no sería justo que simplemente le llamara por teléfono para darle semejante noticia; supongo que ya lo entenderás etcétera etcétera etcétera? —dice Alison mirándome.

Sí. Oh, no.

—No es seguro que vaya a venir —sigo.

—Explícame exactamente qué es lo que te hace pensar que no va a venir.

—Es tan solo una mujer con la que se enrolló y que al cabo de poco tiempo se quedó embarazada por error. Ella ha insistido en tener el bebé. Ni siquiera están casados —argumento.

—No fue un error —dice Alison—. Y han estado casados durante cinco años.

—No.

Pero ¿qué está diciendo?

—Sí.

Tengo frío.

—Y nuestro padre… ¿Exactamente cómo crees que reaccionará papá si se entera de que estáis follando? ¿Qué crees que os hará? Solo dime: ¿qué se te ocurre?

—Pero… supongo que ya lo sabe —suelto yo.

—Es tu padre y ni siquiera lo conoces —dice mi hermana negando con la cabeza.

No digo nada más. Papá me presentó a Victor. ¿Qué coño pensabais que iba a pasar? Miro fijamente a Alison. Papá no lo sabe. Ella asiente con la cabeza:

—Exactamente —dice—. Así que lo más inteligente que puedes hacer es asegurarte de que no se entere de lo que andas haciendo.

—Pero… —Me paro en seco.

—Ve al lavabo a lavarte la cara.

Salgo de la habitación. Me encuentro con Christian apoyado en la pared del pasillo.

—Estoy esperando a que quede libre el lavabo —dice sin mirarme.

Puede haber estado allí esperando durante varios minutos. Lo habrá oído todo. Vuelvo a entrar en el dormitorio, me seco las lágrimas y oigo que la puerta del lavabo se abre. Alguien sale, Christian entra. Cojo a Alison del brazo y salimos juntas al jardín. Afortunadamente ya empieza a oscurecer. Estoy completamente fría por dentro. Me siento con Jarno y despotricamos acerca de la escuela y las cosas que pasamos en esa época. Y suena el teléfono. Frans entra a contestar. Sale para llamar a Victor, que entra en la casa. Frans sale de nuevo.

—Era la suegra de Victor, que llamaba desde el hospital. Está a punto de ser padre.

—Eso es fantástico —grita Victor al auricular del teléfono del salón—. Llámame en cuánto tengas más noticias. —Sale eufórico al jardín y agarra una cerveza—. ¡Salud! —grita emocionado—. ¡Voy a ser padre!

Todos levantan sus vasos y botellas. Todos excepto yo. Enciendo un cigarrillo. Me doy cuenta de que mi padre me observa fijamente. Me levanto. Voy al fondo del jardín y me pongo de espaldas a los demás. Oigo pasos.

—¿Estás bien?

Es Christian.

—No —digo yo.

—¿Qué vas a hacer?

—No lo sé. Me da igual. Ya se verá. ¿Qué quieres que te diga?

—Lo que sea, pero algo que no suene completamente imbécil —dice.

Nunca antes me había hablado de esa manera.

—Todo el mundo me sermonea. Todos.Y ahora tú también lo haces. Ya no os aguanto más.

Christian me mira sin parpadear.

Tsk —chasqueo.

De pronto parece triste. Se encoge de hombros.

—Todo está completamente jodido —sentencia.

Camina hacia el otro lado del jardín. Le sigo. Tiene lágrimas en los ojos. Lo abrazo, intento consolarle.

—No me toques.

Me da un empujón para alejarme. Porque sabe que no siento nada por él, y él siente demasiado. ¿O no? Lo abrazo otra vez. Si se queda aquí y consigue un lugar para vivir, un trabajo para ganarse la vida… podemos vivir en Moshi.

—Déjame —dice y se retuerce para escapar de mi abrazo—. Tú solo… solamente… Tú me utilizas. —Señala mi cuerpo con un gesto con la mano—. Es lo único que sabes hacer.

No me atrevo a seguir adelante. Echo de menos a Mick. Christian es demasiado crío. Si su padre no estuviera aquí, él tampoco estaría. No es dueño ni señor de su propia vida. No es un hombre. Tan solo es… está perdido. No quiero ir a Inglaterra. Podría vivir con Mick, aquí. Él entiende las cosas. Lo insulté la última vez que lo vi. ¿Cómo puedo volver a acercarme a él? Ni siquiera sé si me sigue deseando.

Conmoción

El salón está a oscuras. Espero que vuelva Victor. Me fui de la fiesta con la excusa de que me dolía la cabeza, pero ahora le voy a decir cuatro cosas. Quiero decirle que es un cerdo, un jodido enfermo de mierda, un imbécil…

Despierto en el sofá con la boca seca. La chica debe de estar limpiando algo en la cocina porque oigo el ruido. Es de día. Salgo a la puerta de entrada para mirar. La moto está allí. Voy al lavabo y me lavo los dientes. Entro en la habitación de Victor. Él ni se inmuta. Le doy un empujón. Abre los ojos.

—Vaya soldado de pacotilla que estás hecho —digo. Todo ese rollo militar de que duermen con un ojo abierto—. Podría haberte matado tranquilamente.

No dice nada.

—Eres un cerdo, Victor.

—No, Samantha. Yo te aprecio mucho. Pero eres muy joven. Tienes que vivir tu propia vida —dice finalmente.

—Tú mismo decías que querías estar conmigo. Pero era mentira. Tan solo lo decías para… follarme. Para que te dejara follarme.

—No, Samantha. Ya lo entenderás. Tendrás una buena vida. Lo hemos pasado bien juntos. Ha sido divertido, pero…

Le interrumpo.

—Me has utilizado.

—Te he dado lo que tú querías —dice Victor. Eso es verdad, pero…

—Me has utilizado.

—Pero ¿qué pensabas que iba a ocurrir? —me pregunta.

—Que… te acabarías enamorando de mí. Parecía que lo estabas por las cosas que me decías.

Empiezo a llorar.

—Eres dura de pelar por fuera, Samantha, pero débil por dentro. Es una combinación que no tiene mucho sentido, cariño.

—¿Cómo puedes decir eso? —lloriqueo.

—Eres una chiquilla mimada que quería pasar un buen rato con un hombre de verdad. Eso es lo que te he dado. Deja de lloriquear.

—¿Tú estás oyendo las chorradas que sueltas? —pregunto. Me caen los mocos sin parar.

—Mi hijo ha nacido —dice, se encoge de hombros y sonríe fríamente.

Yo me seco los mocos.

—¿Por qué… me dijiste todas esas cosas? —le pregunto finalmente.

—Basta ya. Tu padre sospecha que hay algo entre nosotros. Ha sido divertido, Samantha. Pero a partir de ahora estaré con mi mujer y mi hijo, así que lo nuestro se ha acabado. Y no habrá más.

En celo

Hago mi bolsa. Victor se queda tumbado en su cama. Entro y cojo las llaves de la moto del bolsillo de los vaqueros sin mirarle ni una sola vez. Voy a casa de Alison. Están en el Club Náutico. Sentados alrededor de una mesa, protegidos por un enorme parasol y rodeados de amigos con hijos. Están haciendo el brunch. Me alejo discretamente de su campo de visión. Los observo. Hay un montón de padres, madres, niños y un abuelo. Qué asco. Me acerco.

—Hola —digo y Alison me lanza una mirada de advertencia.

Me siento. Miro a papá. Se recuesta en la silla e inhala profundamente. Después se pone a hablarme de una manera dominante y penetrante:

—Vas por allí poniéndole el coñito a la cara al hombre. ¿Qué te esperabas?

¿Qué? ¿Se lo ha chivado mamá? No creo que se lo haya podido decir. Las conversaciones se van apagando a nuestro alrededor y se aviva la sensación de que más y más caras se giran hacia nosotros. ¿Cómo puede saberlo? No miro a mi alrededor.

—¿De qué estás hablando? —digo.

—No estoy ciego —dice papá—. Te vi la cara ayer, cuando le dijeron lo de su hijo.

—Tranquilízate, Douglas —dice Frans, pero papá le ignora por completo.

Sigue hablando:

—No eres tonta, Samantha. Sé que eres capaz de pensar —dice—. Pero te mueves en arenas movedizas. Lo entiendo. Yo también pasé por esa época de joven. Pero me alisté y conseguí enderezarme.

Le interrumpo:

—Y te convertiste en un asesino.

—Y me enderecé: me centré en algo concreto y tuve mucha disciplina. Quiero que tú también trabajes en esa dirección.

—Usaste ese aprendizaje para convertirte en un asesino —insisto.

—Igual que Victor Ray —dice—. Piénsalo detenidamente.

—Tú lo trajiste. No tendrías que haberlo metido en tu casa conmigo dentro —intento defenderme.

—Es un hombre casado —dice papá.

—Le debes dinero. Creía que yo era parte del pago de tu deuda.

Papá sacude la cabeza:

—¿No has estado ya suficiente tiempo en celo? —dice y se levanta. Intenta parecer amenazador. Pero ya no le temo.

—¿De quién coño crees que lo habré aprendido? —le pregunto.

Y entonces… mis mejillas se inflaman de bofetadas que llegan en ráfaga, inesperadamente. El primer impacto llega por la izquierda y luego me abofetea con el dorsal de la mano en la mejilla derecha. Frans se levanta, le agarra el brazo a papá, le rodea los hombros con el brazo e intenta arrastrarlo hacia atrás. Las lágrimas me saltan sin remedio. Papá ha cambiado. Empuja a Frans, que sale disparado a la mesa de al lado. La gente grita. Vasos y platos se estrellan y rompen. Los niños chillan y Frans aterriza sobre las baldosas cubierto de zumo y huevos revueltos. Alison le grita:

—No nos volverás a ver hasta que te hayas disculpado con cada uno de nosotros.

Frans ya se ha levantado y Alison coge el capazo del bebé. Papá se ha quedado quieto, en silencio y con la cabeza gacha. Los brazos le cuelgan inertes a lo largo del cuerpo y las enormes manos parecen palas muertas.

—Samantha —dice Alison autoritaria—. Te vienes con nosotros.

Al cabo de una hora estoy sentada en el porche de su casa cuando de repente aparece papá por la puerta. Alison está sentada en el salón dándole el pecho al bebé.

—¿Qué? ¿Ya os habéis tranquilizado? —dice papá.

—¿Qué dices? —pregunta Alison ofendida.

—Esta chica tiene que aprender a controlarse.

—No estoy escuchando lo que quiero oír.

—Venga, Alison —dice papá tanteando el terreno.

—Lárgate —suelta Alison bruscamente.

—Escúchame…

Pero Alison ya está marcando algunos números del teléfono con la misma mano con la que sostiene el auricular. Utiliza el otro brazo para abrazar al bebé. Papá se queda quieto durante un momento, luego se vuelve y sale de la casa. Mi hermana cuelga el teléfono. Se oye el ruido del motor del coche de papá. Alison sigue manteniendo una mano encima del aparato. Se ha puesto de espaldas a mí para que no pueda verla. Levanta al bebé y lo pone delante de su cara. Puede ser que le esté dando un beso. La espalda le tiembla.

Permiso de residencia

Olvidé algo de ropa y también mis casetes de música.

—¿Quieres que vaya yo? —pregunta Alison.

—No. Iré yo.

—¿Quieres que te acompañe en coche?

—No. Quiero hacerlo yo. Puede que sea la idiota, pero él es el cabrón.

Voy para allá. Conduzco la moto de Victor. Pero no está en la casa.

—Ha salido de viaje un par de días —dice Juma con una sonrisa. No sabe nada.

—¿Y su mujer? —le pregunto—. ¿Ya ha llegado?

—¿Su mujer? —dice Juma.

Empalidece de golpe. Está usando la estrategia del «no entiendo». Es un clásico en estas tierras.

—Sí, su mujer y su hijo recién nacido van a venir a vivir aquí.

Obviamente Juma sabe que me he estado acostando con Victor. Es un viejo soldado que sigue estando muy alerta.

—Yo no sé nada de eso.

—Juma —digo y suspiro triste—. Cuéntame.

—Esa mujer vendrá cuando el niño esté un poco más crecido —dice un poco apurado.

—Gracias. Solo tengo que llevarme un par de cosas.

Entro en la casa y cojo el resto de cosas que me faltaban. Cuando vuelvo a casa de Alison y Frans está allí la policía. Dos hombres uniformados.

—¿Qué pasa?

—¿Quién es usted? —me pregunta el mayor de ellos.

—¿Quién es usted? —le digo yo a él.

—Están buscando a papá —explica Alison.

—No tengo ni idea de dónde puede estar.

—Muéstrenos su documentación —dice el policía.

Ya tiene los pasaportes de Alison y Frans en la mano. Rebusco en mi bolso y le doy el mío.

—He llamado a Frans —me dice Alison.

—Su permiso de residencia ha expirado —me dice el policía.

—Se irá del país la semana que viene —argumenta Alison.

—Ya se tendría que haber ido hace dos meses —me dice el policía—. Ahora será un problema.

Devuelve su documentación a Alison. No le preocupa, porque ella tiene un marido que debe de estar por aquí. Ella y yo ya ni siquiera tenemos el mismo apellido.

—¿Y qué podemos hacer al respecto? —pregunto.

—Tendremos que multarla por encontrarse ilegalmente en el país. Tiene que ir al aeropuerto y estar sentada en el asiento de un avión para abandonar Tanzania antes de que hayan pasado 24 horas desde este momento —dice.

Cambio a suajili:

—He vivido aquí los últimos quince años. —Me paro.

¿Qué más puedo decir? He vivido aquí casi toda mi vida. Pero no puedo estar aquí. El policía me ignora por completo. No quiere hablarme en suajili. Se toma mi cambio de idioma como una ofensa y un insulto hacia su inglés, así que continúa hablando en inglés.

—Tiene que acompañarnos a la comisaría —dice con esa mirada mortecina y autosatisfecha que ponen todos los africanos que tienen cierto poder y autoridad. La ensayan sobre todo con personas que están a su merced y que no tienen escapatoria. Esa mirada la han heredado directamente de los funcionarios de la administración pública del dominio colonial inglés.

La puerta se abre y entra Frans. Saluda al policía con sumisión. Propone que vayamos a los despachos de KLM, que él mismo puede prepararme un billete de avión en el acto. Iremos todos y por supuesto pagaré la multa, promete Frans. El policía no quiere que yo les acompañe. Quiere ir a las oficinas de KLM para que Frans le pueda untar la mano sin que nadie vea cuánto dinero cambia de bolsillo durante la transacción.

Estoy metida en mi habitación. Miro fijamente la pared y las manos me tiemblan.

—¿Le has conseguido un billete? —le pregunta Alison cuando llega Frans.

—Tu padre ya le había comprado uno.

Hay tres segundos de silencio.

—¿Cuándo hizo eso? —le pregunta Alison fríamente.

Frans titubea:

—Ayer. Sí, ya lo sé —se excusa agachando la cabeza—. Me pidió que no te dijera nada hasta que pudiera hablarlo contigo. Se disculpó.

La voz de Alison suena durísima:

—Nunca vuelvas a anteponer ese hombre a mí. Jamás. Si lo haces se acabó.

—Sí —dice Frans.

—Y no es contigo con quien se tiene que disculpar. Es con Samantha.

—Sí.

Eso no se lo cree ni ella. Me pongo los cascos y escucho música. Solo tocan canciones de amor. Pero eso del amor no funciona.

Largarse de aquí

Voy a casa de los Norad. Jarno está allí, se vuelve a Finlandia mañana. Christian ha ido a la playa con Shakila; ahora la persigue a ella. Vamos para allá. Christian parece algo confundido cuando me ve llegar. Me da igual. Cambio mi estado de ánimo y le pregunto por sus planes. Va a viajar a Shinyanga para encontrarse con su padre o si no irá a Moshi para verlo allí. Aún no lo tiene claro.

—¿Y tú, Shakila? —le pregunto.

Ella me sonríe.

—Voy a ir a la universidad en Cuba —dice orgullosa.

—¿Conseguiste esa beca?

—Sí. Mi padre operó al embajador de una hernia y además le ha conseguido una casa de verano muy barata en Pangani. Juegan juntos al golf.

—Sonríe de oreja a oreja.

—Eso es genial —le dice Jarno.

—Es lo habitual —explica Shakila—. Si desde Canadá ofrecen veinte becas de estudios como parte de un programa de ayudas a alumnos de un país del tercer mundo, de repente aparecen todos los amigos del ministro de educación en el aeropuerto despidiéndose de sus hijos: todos viajan a Canadá para estudiar. Y a ese ministro le empiezan a salir casas y coches por todos los lados.

Shakila se encoge de hombros.

—¿Cómo es que todo el mundo quiere largarse de aquí? —pregunto.

Todos quieren que sus hijos salgan de Tanzania. Que vayan a Canadá, Estados Unidos, Inglaterra o incluso Australia. Donde sea, pero lejos de África. Los hindúes jovencitos de la escuela estudiaban como locos para conseguir becas de estudios en el extranjero. Y una vez que se han largado ya nunca más vuelven.

—Queremos irnos —dice Shakila— porque Dios ha olvidado África.

—¿Sigues yendo a la iglesia? —le pregunto.

—Sí —contesta.

—¿Por qué?

—Es mejor tener a Dios de mi lado.

—Christian, ¿sabes que Shakila canta como un ángel?

—No. ¿De verdad? —le pregunta a ella.

—Sí. Y Samantha también cantaba como un angelito cuando era más pequeña. Cantábamos en el internado de Arusha.

—¿Ibas al internado de Arusha? —le pregunta Jarno y la mira.

A mí no me pregunta, porque está mosqueado conmigo desde que no le dejo entrar en mi zona caliente.

—Desde primero —responde Shakila.

—¿Cómo es que te mandaron a un internado a los siete años? —interroga Jarno un poco indignado.

—Parece que mi padre no me quería mucho…

—¿Y tú? —me pregunta Christian mirándome detenidamente.

—Dos años con las monjas católicas en Tanga y luego al internado de Arusha desde tercero —le explico.

—¿Recuerdas los uniformes? —me pregunta Shakila sonriendo.

Todos llevábamos uniformes. Ropa interior de color verde botella, calcetines de color verde botella o negros, faldas de color caqui y camisas blancas. Parecíamos pequeños soldaditos. Nos duchaban al atardecer y entrábamos en fila india en las duchas, nos lavábamos, nos cepillábamos los dientes y luego íbamos directos a los dormitorios. Los fines de semana podíamos ir con nuestra ropa de calle excepto cuando acudíamos a misa los domingos por la mañana. Entonces los chicos tenían que ir con camisas blancas, pantalones negros y los zapatos recién pulidos. Las chicas debíamos ir con vestidos y zapatos blancos.

—Los hijos del cura de Makumira eran tremendos… y los profesores que eran misioneros… —explico.

Shakila se ríe:

—No consiguieron que abrazaras la fe cristiana.

Tiene razón. Makumira es un centro de enseñanza teológica con profesores americanos y europeos, cuyos hijos iban a la Arusha School. Básicamente nos enseñábamos a fumar los unos a los otros.

—¿Qué planes tienes tú, Christian? —le pregunto.

—¿Qué quieres decir?

—¿Vuelves a Dinamarca para seguir estudiando o te quedas aquí? Si ese es el caso, ¿de qué vas a vivir?

—Puede que haga un curso de buceo profesional en Dinamarca para poder abrir un centro para turistas aquí en Dar o algún lugar de la costa.

—Aquí no viene nadie. Nosotros ya teníamos un negocio para turistas en Tanga, pero tanto Tanga como Dar están tan lejos de la ruta turística del norte que es imposible hacer funcionar nada aquí. Los que quieren bucear viajan a Mombasa o a las islas Seychelles.

—También he estado pensando en montar una discoteca en Moshi —dice.

—No tienes equipo de música —le corto.

—Sí, tengo uno. Está en Dinamarca. Estoy investigando posibles opciones para traerlo aquí —dice.

No creo que Christian se las apañe solo en este país, pero cierro el pico. No es mi problema. Yo tampoco tengo ni idea de cómo apañármelas sola.

—¿Y qué planes tienes ahora? ¿Estos próximos días?

—Quiero bañarme —dice, se levanta y se mete en el agua.

Shakila y Jarno le siguen detrás. Enciendo un cigarrillo. Se salpican de agua los unos a los otros, están jugando. Shakila sale del agua mojada y su piel negra brilla bajo los rayos del sol. Se estira en la arena y da un par de vueltas en ella. Los finísimos granos de arena blanca se le pegan a la piel.

—¿Te gusto más así? —pregunta.

—¿Qué? —dice Christian.

—Si soy blanca.

—No, joder. Quítatelo.

Se acerca a ella, la coge y la arrastra hacia el borde del agua. Pero ella se le escapa.

—¿Solo te gusto porque soy negra?

—Me gustas tal y como eres —dice y me echa una mirada furtiva.

Es posible que su intención sea la de ponerme celosa. Yo no siento nada.

Subestimada

—Aquí está tu billete de avión —dice papá. Lo pone sobre la mesa del sofá.

Alison no está en casa.

—Quiero quedarme —digo yo.

—Samantha, van a echarme, ¿lo entiendes? Se van a quedar con mis negocios, con el hotel. No puedes quedarte. ¿De qué crees que vas a vivir?

—Me las apañaré sola —contesto.

Me mira. «Venga dilo, viejo loco. Llámame de todo.» Pero no dice nada. Se acerca, se agacha y me coge por la nuca, intenta hacerme cosquillas en la barriga y yo intento escapar. Solíamos jugar a lucha libre cuando era más pequeña.

—No es divertido —digo yo.

Me suelta, camina hasta la ventana, mira fuera.

—No.

—¿Qué pasa con Victor?

—¿Qué pasa con él?

—¿También le van a echar a él?

—No lo conocen —dice papá.

—Él también estaba involucrado en el tema de las islas Seychelles.

—No pasó nada en las Seychelles —me replica.

—¿Que no pasó nada? O sea, ¿no fuimos a las islas para que tú pudieras planificar la toma de posesión del territorio por encargo de un médico de ascendencia árabe que vive en Londres y que quería romper el acuerdo que tienen las islas con Tanzania, el que actualmente garantiza la seguridad del grupo de islas?

Papá me mira:

—Puede ser que te haya subestimado, Samantha.

—Pero volaste allí desde Tanzania y ellos sospecharon. Parece ser que los negros no son tan tontos como crees —añado.

—Tu madre ya te espera en Inglaterra. —Hace un gesto con la cabeza en dirección al billete de avión.

—Pero ¿por qué no puedo quedarme aquí? Con Alison.

Papá suspira.

—Alison tiene marido e hijo. Ya tiene montada su propia vida. No puede cuidar de ti. Debes volver a casa y estudiar algo. Aprender algo.

—¿A casa? —pregunto yo.

El jodido Mick

Voy en taxi hasta el taller donde trabaja Mick. Entro en el gran descampado lleno de camiones abandonados. Desguazan unos para obtener piezas de recambio para otros. Mick tiene medio cuerpo metido en un motor y trabaja hombro con hombro junto a otro mecánico. Un chico joven se fija en mí.

Bwana Mick! —lo llama. Mick levanta la cabeza y gira la cara hacia mí.

—Samantha —dice. Se acerca limpiándose las manos grasientas con un trozo de tela.

—¿Cómo estás? —le pregunto.

Me observa en silencio, luego mira hacia la oficina y luego vuelve a posar su mirada en mí.

—Estoy bien —contesta—. Yo siempre estoy bien. ¿Y tú?

—¿Te gusta tu trabajo? —Hago un gesto hacia los camiones.

—Está bien. Estoy ahorrando para montar mi propio taller en Arusha. Pero ¿tú qué? ¿Estás bien?

—Yo… —Me quedo en silencio.

—¿Cuándo te marchas a Inglaterra?

—¿Inglaterra? —pregunto en tono de burla—. La verdad es que no creo que pueda llegar a… o sea… estar contenta allí.

—¿Acaso estás contenta de estar aquí?

—Bueno, aquí por lo menos tengo amigos. Gente con la que pasar el rato, salir de fiesta y esas cosas…

—Joder, Samantha. La felicidad no se consigue saliendo de marcha por Dar.

—¿Por qué no?

—Porque no estás viviendo tu propia vida. Vives en casa de tu hermana o vives en casa de tu padre. No es algo sobre lo que puedas construir algo.

—Tengo dieciocho años. No tengo prisa por construir nada, solo quiero divertirme un poco.

—¿Te parece divertido tirarte a todos esos idiotas en Dar?

—¿Qué?

Lo observo con detenimiento. Ha engordado desde que estuvo enfermo. Lo miro de arriba a abajo:

—¿Y qué te gustaría que hiciera? ¿Tirarme a un mierda de mecánico gordito como tú?

—¡Eh, eh, eh! —replica Mick y levanta las manos como para defenderse—. Yo no quiero estar contigo.

—Te crees un jodido santo follando agujeros negros a escondidas, como todos los demás. Conmigo no tienes ni una posibilidad.

—Samantha, alguien debería pegarte una buena patada en el culo —dice Mick, se gira y camina hasta la sombra de la marquesina.

Yo me quedo cociéndome bajo el sol. Él se inclina sobre el motor. Joder. Me meto en el taxi, la tapicería de plástico está ardiendo, me siento torpemente en el borde del asiento.

—Vamos —le digo al taxista.

La última opción es Christian. Podría desaparecer, irme con él a Moshi. Seguramente su padre le daría algo de dinero. Así estaría lejos. Me buscarán, estarán preocupados por mí, se darán cuenta de que me tratan como si fuera un mueble, tendrán que buscar una mejor solución. Pero eso solo pospone lo inevitable. Y yo misma rompí la amistad que teníamos. Con sexo y hace dos años y medio en el vestuario del internado de Moshi. Christian solo pensará en meterse en mis bragas. Y no me sirve, viajó a Europa y no supo estar allí. Tampoco sabe estar aquí. Ha vuelto con ideas ridículas para montarse una vida aquí en Tanzania. Pero no está preparado. Es como yo. Él y yo somos iguales.

Huida

El taxi se acerca a Valhalla, la zona de viviendas de los escandinavos. Está rodeada por un muro alto sobre el que hay una serie de planchas en forma de uve que sobresalen medio metro en el aire. Entre ellos hay alambre tensado. Así es ahora y en todas partes en Msasani, donde la criminalidad se ha desbordado desde que era niña. Papá dice que se debe a la invasión de Uganda en 1976, cuando el ejército de Tanzania expulsó del poder a Idi Amin. No pagaban a los soldados y estos comenzaron a robar. Y cuando fueron enviados a casa siguieron con la misma actividad.

Nos acercamos a la puerta y a la caseta del vigilante. Nos deja entrar porque soy blanca. Las calles serpentean entre las viviendas de estilo europeo con jardines enmarcados por arbustos en flor. Me bajo en el número 28, veo a un vigilante uniformado cruzar la calle. Le pido al taxista que espere. Toco el timbre. Abre la sirvienta. En el interior el parqué es oscuro, triste. Christian se acerca por el pasillo. Le han dejado una habitación en casa de un colega del padre, después de que Jarno se largara para cumplir con su condena en prisión.

—Hola —le digo—. Necesito usar tu lavabo un momento.

Allí dentro los azulejos son grises. Todo es muy rígido y frío al auténtico estilo nórdico. Me siento un rato en el lavabo. Tiro de la cadena. Dejo correr el agua. Mojo el jabón. Me seco las manos. Salgo.

—¿Quieres tomar algo? —pregunta Christian con una Carlsberg en la mano.

—Tengo que marcharme enseguida, el taxi me espera —le contesto señalando la calle.

—Ah, pensaba que… —empieza, pero se queda callado.

Cojones. Pero no puedo simplemente…

—Tengo que hacer las maletas y todo eso. No tengo tiempo, Christian.

Él está muy quieto, observándome.

—Lo siento —le digo.

Ya no es tan fácil leerle como antes, pero reconozco la expresión inerte de su mirada porque la he visto en mi propia cara. Detrás de esa fachada que mantiene levantada, realmente está roto en miles de pequeños pedazos.

—Voy a cenar con mi padre esta noche y después me llevará al aeropuerto. Podrías venir a cenar con nosotros…

—¿Crees que le parecerá buena idea a tu padre? —pregunta Christian.

—No, pero ya me ha insultado. ¡Venga! Así no tendrá que repetirse a sí mismo.

—Vale —accede.

—Hotel Oysterbay a las ocho.

Me acerco, le doy un abrazo y un beso en la mejilla. No levanta los brazos, se queda quieto.

—Nos vemos. A las ocho —digo y salgo al coche.

Cosas

¿Por que debería meter toda esta ropa en la maleta? No me va a servir para nada en Inglaterra. La tela es demasiado delgada, frágil, informal y africana. Encuentro un par de kangas que he comprado y los meto en la maleta. ¿Kangas en Inglaterra? Enróllate uno alrededor de la cintura por la mañana, en vez del típico albornoz, y tendrás una neumonía asegurada antes de pasar una semanita. Cojo las esculturas makonde que tenía colocadas en el alféizar de la ventana y las pongo encima de toda la ropa. Necesito tener algo conmigo que me recuerde a mi hogar. Empiezo a llorar en silencio, porque Alison está en el salón y no quiero que me oiga. Pero percibo sus pasos por el pasillo. Se acercan.

—Samantha —dice y me abraza por la espalda—. Pequeña Samantha.

Me mece suavemente entre sus brazos y empiezo a llorar compulsivamente como una niñata.

—No tengas miedo —dice—. Todo irá bien. Mamá te cuidará.

—Ya lo sé.

—Y volverás pronto. En menos de un año vendrás a visitarme. Y si papá no puede pagarte el billete de avión, me encargaré de conseguirte uno yo misma.

—Lo sé.

—¿Quieres que vaya contigo a Oysterbay? ¿Te acompaño? —pregunta.

—No. No te preocupes. Christian también estará. Y tú no puedes dejar solo al peque.

Alison me gira y nos quedamos mirándonos la una a la otra. Me seca las lágrimas de las mejillas. Sus ojos también brillan. Sonreímos un poco.

—Tengo un paquete que quiero que le des a mamá —dice.

—Vale. Tengo que ir acabando porque he quedado con Shakila antes de ir a Oysterbay —miento.

—De acuerdo.

Alison sale y vuelve con un paquete que contiene café, anacardos, una botella de Konyagi y un paquete de Sportsman.

—Es solo para que no olvide Tanzania —dice Alison y me da un sobre—. Y esto es para ti.

—¿Dinero? —le pregunto.

—Muy poco. Es para que te puedas comprar algo de ropa y eso.

Arrastramos mi maleta y mi bolsa al aparcamiento. El chófer lo carga todo en el maletero. Alison me abraza durante un buen rato, pero entonces empieza a llorar el peque desde el carrito y me suelta.

—Tengo que ir a… —dice.

—Nos vemos, hermana.

Me meto dentro del coche. Ella me saluda con la mano y se va. Nos ponemos en marcha. Vamos al hotel Oysterbay. Le digo al chófer que puede marcharse. Dejo mi maleta en la recepción del hotel hasta que lo recojamos para ir al aerpuerto, después de la cena de despedida con papá. Seguro que se quedará mirando el avión hasta que esté volando en el cielo. Para asegurarse de que me he ido.

Despedida

Observo el horizonte del mar. ¿Me baño? Miro las coronas de los cocoteros. Algunos están quemados. Tengo algo de tiempo, así que subo por el camino, cojo un taxi y le pido al chófer que me lleve a la casa de papá. Victor. Todo el mundo lo sabe, excepto su mujer, pero no está aquí. Quiero verlo por última vez. Aunque no seamos… nada, quiero decirle que sigo pensando que es fantástico y que también es un cabrón. Y es todo muy triste pero yo soy capaz de despedirme como una persona educada. No llegaré a la hora que habíamos acordado con papá; que me espere. Yo le he esperado a él durante años. Nos desplazamos por la densa luz del atardecer. Noto el calor que sube de la arena de la carretera. Ha estado calentándose todo el día bajo el sol y ahora atraviesa silenciosamente la carrocería del taxi.

Juma camina pesadamente hacia nosotros y nos abre la verja.

Shikamoo Mzee —digo para preguntar si Victor está en casa.

Sí. Le pago al taxista y cruzo la verja. Incluso antes de abrir la puerta principal oigo a Tom Jones cantando a todo trapo por el radiocasete. Victor no está en el salón. En la mesa del sofá hay un cuenco de metal tapado con un plato. Es el mismo que utilizó para hacer su mezcla el otro día. Él y su ridículo negocio de la cocaína. Eso no es una vida de verdad. Completamente fútil. Victor vende drogas y papá juega a las guerras. ¿Qué tipo de vida es esa? Frans vende billetes de avión y Mick arregla coches. ¿Eso es todo?

—¿Victor? —le llamo pero no contesta nadie. Me quito la ropa hasta quedarme en bragas y camiseta. Y solo me lo dejo puesto porque quiero ver cómo me arranca las bragas con los dientes. Voy a su habitación. Una última vez. ¿Quién sabe cómo será en Inglaterra?

—¿Victor? —vuelvo a gritar.

—¿Qué? —grita Victor al otro lado de la puerta de la habitación.

Ensayo una sonrisa traviesa y abro la puerta. Angela tiene la cabeza apoyada en su torso y me sonríe triunfalmente. Victor se sacude durante un instante. Angela levanta la cabeza un poco y observa la polla húmeda y brillante de Victor con satisfacción. Acaba de hacerle una mamada.

—¿Qué coño haces aquí? —dice Victor.

—Descubrir el tipo de persona que realmente eres.

Me doy la vuelta para que no pueda ver mis ojos.

Un pensamiento me pasa por la cabeza: ¿por qué no me lo advirtió Juma? Pero él no podía saber que… A lo mejor Angela llegó cuando él no estaba y su hija no le dijo que había venido una mujer porque no pensó que era una información importante. Juma me tiene que abrir la verja porque la casa es de mi padre. Y la puerta de la casa estaba abierta.

Exilio

En la mesa del sofá está el cuenco de metal tapado con el plato. Apago el radiocasete. Le doy un manotazo al plato y se hace añicos cuando estalla contra el suelo. Cocaína. Me siento. Con tres dedos de mi mano levanto una buena porción de polvo y lo coloco en la superficie de la mesa.

—¡No lo toques! —grita Victor desde la habitación.

—Que te jodan —digo sin emoción.

Oigo que se mueve dentro de la habitación.

—¡La he vendido entera, joder! —me vuelve a gritar.

—¿Y a mí qué coño me importa? —contesto.

Victor es un perdedor. Ya me he preparado dos grandes rayas sobre la mesa. Veo un billete de cien chelines que ya está enrollado y todo. Esnifo la primera. Siento un fuego helado por detrás de mi frente. ¿Por qué siempre me junto con semejantes cabrones? Oigo que se está poniendo la ropa. Como si nunca lo hubiese visto en pelotas. Hay mucha tensión en su voz:

—Es demasiado fuerte para ti, Samantha —me grita.

—Igual que toda la mierda que me haces vivir tú.

Empiezo a temblar y levanto la mirada. Victor cruza la puerta de la habitación enfundado en una sábana. Angela está justo detrás de él, desnuda, con las manos apoyadas en sus hombros.

—No tomes más —dice Victor con un tono muy autoritario.

—Sí, Samantha, sigue esnifando y así acabarás de quemarte el cerebro —agrega Angela.

—Eso ya lo habéis hecho vosotros.

Me pongo el billete enrollado delante de la cara e inclino la cabeza sobre la segunda raya. Inspiro con fuerza. Chinchetas cortantes me pinchan el cerebro. La garganta se me llena de fuego líquido transparente como cristal que en un momento se solidifica y se convierte en añicos cortantes que explotan a enormes bandadas de aves que chillan. ¿No es… cocaína? Tengo espasmos en el cuello. Heroína. Me recuesto en el sofá. Me sale algo húmedo y caliente por la nariz. Me palpo con la mano. Es líquido. Lo miro. Es rojo: sangre. Se derrama por mis labios. Incorporo la cabeza y las venas de la nariz me estallan en la frente. Debe de haberla cortado con vidrio en polvo para que me esté rasgando de esta manera. Demasiado. Está mal. Fertilizante artificial. Químicos. Una neblina roja me quema los ojos. Los fluidos me salen por las orejas. Cae sobre mis pechos y la tela se me pega a la piel. Cae a raudales y el líquido es absorbido por la tela de las bragas, que ahora se tiñen de rojo.

—No.

El sonido que sale de mi garganta suena grueso y como si me estuviera estrangulando.

—¡Hostia, joder!

El sonido atraviesa una gruesa capa de medusas deshidratadas en la playa. Victor me sacude. Me grita sin sonido. El grito mudo de Angela.

—No tiene pulso —dice Victor muy cerca de mí.

Desplaza mi cuerpo desvencijado y me tumba en el sofá. Pone su boca sobre mi boca, saborea mi sangre y sopla.

—¡Venga! —dice.

No. Antes sí, ahora no. Me golpea en el corazón. Sí. Mi torso convulsiona encima de los cojines del sofá. Y me deshago de la prisión de la carne. Estoy en medio de la sala. ¿Quién encenderá el cigarrillo? ¿Victor o Angela? Yo no puedo. Pero ella ya está medio vestida en la habitación. Intenta ponerse sus sandalias, pero está tan nerviosa que no lo consigue. Les pega una patada y las recoge del suelo con la mano. Sale corriendo por la puerta.

—¿Adónde vas? —le pregunta Victor.

La voz se le quiebra. Angela emite un gimoteo y sale de la casa. Se ha ido.

—Joder —dice Victor.

Creo que no, cariño. Se levanta del sofá, la sábana que le cubría el cuerpo cae al suelo. Mira a su alrededor. Ahora veo mi cadáver. La sangre que sale de mi nariz, mis ojos, mis orejas. Veo el contorno de mis labios, embadurnados de sangre por el contacto con los labios de Victor. Veo la sangre que me cubre los pechos, la barriga y las bragas. Victor agarra mi cadáver por los hombros y me sienta derecha en el sofá. Se levanta, se gira y se marcha por el pasillo. Entra en la habitación, se pone unos calzoncillos, se limpia alrededor de la boca que está manchada con mi sangre y ya se va secando. Pasa a mi lado, se gira y me echa una última mirada. Niega sutilmente con la cabeza y abandona la casa por la puerta trasera. Oigo que quita el candado y unos instantes después enciende el motor de la moto. Se va. Estoy sola. La sangre se solidifica en mi piel, en mis venas. ¿Qué es eso? ¿Es el sonido del motor de un Land Rover? Oigo la voz de Juma en el exterior. Papá. Una llave en la cerradura. Papá entra. Se para.

—¡Samantha! —dice con voz ronca.

Detrás de él está Christian. Mi corazón se tiñe de negro. Me ve y su cuerpo da sacudidas. Papá se me acerca y me busca el pulso. Tiene los dedos calientes. Christian vomita cerca de la puerta.

—Cierra la puerta —le dice papá.

Obedece y la oscuridad invade el salón. Papá se sienta de cuclillas a mi lado, me acaricia la mejilla y me mira a los ojos rojos.

—Samantha. —Niega suavemente con la cabeza.

Humo de cigarrillo. Christian ha encendido uno. Así que al final le ha tocado a él. Pero ahora ya casi no puedo oler nada.

—Intenté denunciarlo a la policía —dice papá.

—¿A quién? —pregunta Christian.

—A Victor. Ha sido Victor —dice papá.

La redada en el hotel Africana, cuando yo estaba tumbada encima de las armas de Victor. No lo arrestaron gracias a mí. Y ahora me mata. Papá se pone de pie. Tiene la cabeza inclinada, los hombros caídos. Aprieta los labios con fuerza, aparta la mesa del sofá y mira la alfombra de fibra de sisal que cubre esa parte del suelo. Entra en la habitación. Trae consigo una sábana, retira la alfombra a un lado y la extiende sobre el suelo. Luego pone la alfombra encima de la sábana. Es mi mortaja. Le lanzo una última mirada a Christian. Parece como si no entendiera nada. Papá me levanta en brazos y me acuesta.

—Te prometo que lo mataré, Samantha —susurra papá.

Es un poco tarde para finalmente querer hacer algo por mí. Y además sospecho que lo hará más por él que por mí. Ahora me enrolla en la alfombra de sisal como si fuera una crisálida, pero no puedo sentir nada contra mi piel fría. Me tapa la vista. Quiero poder ver lo que pasa pero ya no puedo escapar de mi cuerpo.

—Ayúdame a levantarla —dice papá en la lejanía.

Oigo una bofetada.

—Ayúdame a levantarla —repite papá.

Me levantan y me sacan fuera. Soy una novia crisálida a la que llevan en brazos para cruzar el umbral de la muerte. Oigo que Juma abre el maletero del Land Rover.

—Entra —dice papá.

¿Le está hablando a Juma o a Christian? Las puertas del coche se cierran.

—¿Dónde te alojas? —pregunta papá.

—Valhalla —dice Christian.

El motor del coche arranca. Estoy tumbada detrás de ellos. Paramos en Valhalla. Christian coge sus cosas. Seguimos conduciendo. La voz de mi padre suena desde muy lejos:

—Cuando la hayamos enterrado te llevaré a Morogoro. Desde allí podrás coger un bus hasta Moshi. Si algún policía te pregunta le dices que… Simplemente les dices la verdad —dice papá.

¿Y cuál es la verdad? El coche sale de la carretera y avanzamos un buen rato por un camino sin asfaltar. Paramos. Los perros ladran a lo lejos. Sacan unas palas que estaban a mi lado en el maletero del Land Rover. Me sacan del maletero y me tumban sobre la tierra. Papá y Christian cavan mi agujero.

—Tiene que ser más profundo para que no la pillen los perros —dice papá.

¿Es que no se da cuenta de que ya me han pillado los perros? Me meten en el agujero y me cubren con tierra. Silencio.