LA CUCHARA DE PLATA

Nací dos veces: Fui niña primero, en un increíble día sin niebla tóxica de Detroit, en enero de 1960; y chico después, en una sala de urgencias cerca de Petoskey, Michigan, en agosto de 1974. Los lectores de publicaciones especializadas quizá se hayan topado conmigo en el artículo «Identidad sexual en los pseudohermafroditas con deficiencia de 5-alfa reductasa», del doctor Peter Luce, publicado en la Revista de Endocrinología Pediátrica en 1975. O puede que hayan visto mi fotografía en el capítulo dieciséis del ya tristemente anticuado Genética y herencia. Ahí salgo yo, en la página 578, desnudo, de pie junto a un indicador de estatura, con un rectángulo negro velándome los ojos.

En mi partida de nacimiento, mi nombre figura como Calíope Helen Stephanides. En mi último carné de conducir (de la República Federal de Alemania), mi nombre de pila es simplemente Cal. He sido guardameta de hockey sobre hierba, miembro durante mucho tiempo de la Fundación para Salvar al Manatí, esporádico asistente a la misa ortodoxa griega y, durante la mayor parte de mi vida adulta, funcionario del Ministerio de Asuntos Exteriores de Estados Unidos. Como Tiresias, primero fui una cosa y luego otra. Fui ridiculizado por mis compañeros de clase, convertido en conejillo de Indias por los médicos, palpado por especialistas y calibrado por Don Dinero. Una pelirroja de Grosse Pointe se enamoró de mí, sin saber lo que era. (También le gusté a su hermano). Un carro blindado me condujo a una batalla urbana; una piscina me convirtió en mito; abandoné mi cuerpo para tomar posesión de otros: y todo eso ocurrió antes de que cumpliera dieciséis años.

Pero ahora, que tengo cuarenta y uno, siento que se acerca otro nacimiento. Tras decenios de despreocupación, de pronto pienso en tíos abuelos fallecidos, en abuelos olvidados mucho tiempo atrás, en desconocidos primos de quinto grado, o bien, tratándose de una familia endogámica como la mía, en todo eso a la vez. De manera que, antes de que sea demasiado tarde, quiero ponerlo por escrito de una vez: ese viaje en montaña rusa de un solo gen a través del tiempo. ¡Háblame, Musa, de la mutación recesiva ligada a mi quinto cromosoma! Háblame de cómo prosperó dos siglos y medio atrás en la falda del Monte Olimpo, mientras las cabras balaban y las aceitunas caían al suelo. Háblame de cómo se transmitió a lo largo de nueve generaciones, invisible y agazapado en el contaminado seno de la familia Stephanides. Y háblame de cómo la Providencia, amparándose en una matanza, aventó de nuevo el gen; háblame de cómo lo lanzó cual semilla al otro lado del océano hasta América, donde empujado por el viento atravesó nuestras lluvias industriales hasta caer en el terreno fértil del vientre de mi madre, en plena región central del país.

Si a veces me pongo un poco homérico, lo siento. También es algo genético.

Tres meses antes de mi nacimiento, al término de una de nuestras elaboradas comidas de los domingos, mi abuela, Desdémona Stephanides, ordenó a mi hermano que le trajera su caja de gusanos de seda. Capítulo Once se encaminaba a la cocina con intención de servirse otro plato de arroz con leche, cuando ella le cortó el paso. A los cincuenta y siete años, con su corpulencia y su baja estatura, por no mencionar su intimidante redecilla, mi abuela estaba perfectamente configurada para interponerse en el camino de la gente. Tras ella, en la cocina, se había congregado el amplio contingente femenino de la jornada, riendo a carcajadas y hablando en murmullos. Intrigado, Capítulo Once se inclinó a un lado para ver lo que pasaba, pero Desdémona alzó la mano y, con pulso firme y aire hegemónico, le dio un pellizco en el carrillo. Tras lograr que le prestara atención, trazó un rectángulo en el aire y señaló al techo. Luego, a través de su mal ajustada dentadura postiza, le dijo:

—Tráeselo a la yiayiá, cariño mu.

Capítulo Once sabía qué hacer. Corrió por el pasillo hacia el salón. Subió a gatas la escalera hasta el segundo piso. Pasó corriendo frente a las habitaciones. Al fondo del pasillo del piso de arriba había una puerta casi invisible, cubierta con papel pintado como si fuera una entrada secreta. Capítulo Once localizó el picaporte con la cabeza y, empleando todas sus fuerzas, abrió la puerta. Detrás había más escaleras. Durante un largo rato mi hermano escrutó la oscuridad que se cernía sobre él, antes de subir, muy despacio ahora, al desván donde vivían mis abuelos.

Calzado con sus playeras, pasó bajo las doce jaulas, alfombradas con húmedas hojas de periódico, que colgaban de las vigas. Armándose de valor, se sumió en el acre olor de los periquitos y en el aroma particular de mis abuelos, una mezcla de hachís y bolas de naftalina. Le costó pasar frente a la mesa atestada de libros de mi abuelo y su colección de discos de rebétiko. Al fin, tropezando con la otomana de cuero y la mesita redonda de cobre, encontró la cama de los abuelos y, debajo, la caja de gusanos de seda.

Tallada en madera de olivo, algo mayor que una caja de zapatos y llena de diminutos agujeros, tenía un icono de un santo irreconocible en la tapadera de hojalata. La cara del santo estaba borrosa, pero los dedos de su mano derecha se alzaban para bendecir una morera achaparrada, de color púrpura, con exagerados aires de autosuficiencia. Tras contemplar durante un rato aquella vívida presencia botánica, Capítulo Once sacó la caja de debajo de la cama y la abrió. Dentro había dos coronas nupciales hechas con unos cabos de cuerda y, enroscadas como serpientes, dos largas trenzas de pelo, atadas con sendas cintas negras en franco estado de deterioro. Tocó una de las trenzas con el dedo y, en aquel preciso momento, gritó un periquito. Mi hermano, sobresaltándose, cerró la caja, se la puso bajo el brazo y descendió apresuradamente la escalera.

Desdémona seguía esperando en el umbral. Tras cogerle la caja, volvió a la cocina. En ese momento, Capítulo Once pudo echar un vistazo a la estancia, donde todas las mujeres se habían quedado calladas de pronto. Se apartaron para dejar paso a Desdémona y allí, en medio del linóleo, apareció mi madre. Tessie Stephanides estaba reclinada en una silla de cocina, inmóvil bajo el globo enorme de su vientre, tenso como la piel de un tambor. Tenía una expresión feliz e indefensa en el rostro, encendido y rubicundo. Desdémona dejó la caja de los gusanos en la mesa de la cocina y abrió la tapa. Hurgó bajo las coronas nupciales y las trenzas y sacó algo que Capítulo Once no había visto: una cuchara de plata. Ató un cordel al extremo de la cuchara y luego, inclinándose, la balanceó sobre el vientre de mi madre. Y, por extensión, sobre mi cabeza.

Hasta entonces Desdémona había tenido un historial perfecto: veintitrés estimaciones acertadas. Había adivinado que Tessie iba a ser Tessie. Predijo el sexo de mi hermano y el de todos los niños de sus amigas de la iglesia. Las únicas criaturas cuyo sexo no había adivinado eran sus hijos, porque sondear los misterios de su propio vientre traía mala suerte a la madre. No obstante, exploraba sin miedo los de su hija. Tras algunos titubeos iniciales, la cuchara osciló de norte a sur, lo que significaba que yo iba a ser varón.

Despatarrada en la silla, mi madre intentó sonreír. No quería un chico. Ya tenía uno. En realidad, estaba tan segura de que yo iba a ser niña que sólo tenía pensado un nombre para mí: Calíope. Pero cuando mi abuela gritó en griego: «¡Es niño!», el grito resonó por la cocina, salió al pasillo y su eco llegó al salón, donde los hombres estaban discutiendo de política, y mi madre, al oírlo repetido tantas veces, empezó a creer que podía ser verdad.

Pero en cuanto mi padre lo oyó, se dirigió resueltamente a la cocina y le dijo a su madre que, al menos aquella vez, su cuchara se equivocaba.

—¿Y tú cómo lo sabes? —inquirió Desdémona.

A lo que él replicó con las mismas palabras que habrían empleado muchos norteamericanos de su generación.

—Es un hecho científico, mamá.

Desde que decidieron tener otro hijo —el restaurante marchaba bien y hacía tiempo que Capítulo Once ya no llevaba pañales—, el deseo de Milton y Tessie era que fuese niña. Capítulo Once acababa de cumplir cinco años. Poco tiempo atrás había encontrado un pájaro muerto en el jardín, y se lo llevó a casa para enseñárselo a su madre. Le gustaba disparar, dar martillazos, machacar cosas y luchar con su padre. En una familia tan masculina, Tessie empezaba a sentir que sobraba y se veía al cabo de diez años aprisionada en un universo de hernias y tapacubos. Mi madre imaginaba una hija que participara en su descontento: una compañera de aficiones, a quien le gustaran los perritos falderos, que secundara sus propuestas de ir a ver el patinaje sobre hielo. En la primavera de 1959, cuando comenzaron las deliberaciones sobre mi fertilización, mi madre no estaba en condiciones de prever que miles y miles de mujeres pronto empezarían a quemar el sujetador. El suyo era rígido, con relleno, ignífugo. Por mucho que Tessie quisiera a su hijo, era consciente de que había ciertas cosas que sólo podría compartir con una hija.

Cuando iba en el coche a trabajar por la mañana, mi padre tenía visiones de una niñita de ojos oscuros, irresistiblemente dulce. A su lado, en el asiento del pasajero —sobre todo en los semáforos en rojo—, dirigía preguntas a sus pacientes y omniscientes oídos: «¿Cómo se llama eso, papá?». «¿Esto? El emblema del Cadillac». «¿Qué es el emblema del Cadillac?». «Pues, bueno, hace mucho tiempo existió un explorador francés llamado Cadillac, que fue quien descubrió Detroit. Y ese emblema era el sello de su familia, que procedía de Francia». «¿Qué es Francia?». «Francia es un país de Europa». «¿Qué es Europa?». «Un continente, que es una tierra muy grande, mucho, mucho más grande que un país. Pero los Cadillac ya no vienen de Francia, kukla. Son de aquí, de los mismísimos Estados Unidos de América». El semáforo se ponía verde y mi padre seguía adelante. Pero mi prototipo no desaparecía. Allí estaba de nuevo en el siguiente semáforo y en el otro. Tan agradable era su compañía que mi padre, un hombre rebosante de iniciativa, decidió ver cómo aquel sueño podía hacerse realidad.

Por tanto: en el salón donde los hombres discutían de política ya hacía algún tiempo que también se hablaba de la velocidad del espermatozoo. Peter Tatakis, «tío Pete», como lo llamábamos nosotros, era un destacado miembro del círculo de debates que todas las semanas se formaba en torno a los confidentes tapizados de negro. Soltero de toda la vida y sin familia en Norteamérica, había cobrado apego a la nuestra. Todos los domingos venía en su Buick color burdeos, un individuo alto, con la cara como una pasa, aire melancólico y una incongruente y vigorosa mata de pelo rizado. No le interesaban los niños. Entusiasta de la colección de los Grandes Clásicos —que había leído dos veces—, tío Pete se dedicaba a la meditación y a la ópera italiana. Sentía pasión, en historia, por Edward Gibbon, y, en literatura, por Madame de Staël. Le gustaba citar la opinión de aquella ingeniosa dama a propósito de la lengua alemana, según la cual el alemán no se prestaba al arte de la conversación porque había que esperar hasta el final de la frase para escuchar el verbo, con lo que uno no podía interrumpir a su interlocutor. Tío Pete había querido ser médico, pero «el desastre» acabó con ese sueño. En Estados Unidos, había hecho dos cursos de quiropráctica y por aquel entonces tenía una pequeña consulta en Birmingham con un esqueleto humano que seguía pagando a plazos. En aquella época, los quiroprácticos tenían una reputación un tanto dudosa. Pero la gente no iba a la consulta de tío Pete para liberar su kundalini. Él sólo hacía crujir cogotes, enderezar columnas vertebrales y fabricar collarines caseros con gomaespuma. Era, con todo, lo más parecido a un médico que teníamos en casa aquellos domingos por la tarde. De joven le habían extirpado medio estómago, y después de comer siempre se bebía una Pepsi-Cola porque le ayudaba a hacer la digestión. Aquel refresco debía su nombre a la enzima digestiva pepsina, según nos explicó sabiamente, de manera que le venía muy bien para eso.

Esa clase de conocimientos era lo que inducía a mi padre a confiar en lo que decía tío Pete en lo tocante al calendario de la reproducción. Con la cabeza apoyada en un cojín, los zapatos quitados, Madama Butterfly sonando suavemente en el tocadiscos estereofónico de mis padres, tío Pete explicó que, con ayuda del microscopio, se había observado que el espermatozoide que contenía la dotación cromosómica masculina era más rápido que los que llevaban los cromosomas femeninos. Aquella afirmación produjo un júbilo inmediato entre los dueños de restaurantes y peleteros reunidos en nuestro salón. Mi padre, sin embargo, adoptó la pose de su escultura favorita, El pensador, de la cual había una miniatura en la mesita del teléfono al otro extremo de la estancia. Aunque la cuestión se había suscitado en el ambiente de foro abierto que sucedía a la comida de aquellos domingos, era evidente que, pese al tono impersonal del debate, el esperma del que hablaban era el de mi padre. Tío Pete lo había dejado claro: para engendrar una niña, la pareja debía «mantener relaciones sexuales veinticuatro horas antes de la ovulación». De ese modo, el veloz espermatozoide masculino se precipitaría a lo largo de su curso y moriría antes de alcanzar su destino. El espermatozoide de dotación femenina, lento pero más fiable, llegaría justo cuando cayera el huevo.

A mi padre le había costado trabajo convencer a mi madre para que aceptara el plan. Tessie Zizmo era virgen cuando se casó a los veintidós años con Milton Stephanides. Su noviazgo, que coincidió con la Segunda Guerra Mundial, discurrió por la senda de la castidad. Mi madre se sentía orgullosa de la forma en que había logrado avivar y apagar simultáneamente la llama de mi padre, manteniéndolo a fuego lento mientras duró el cataclismo universal. Lo que después de todo no fue tan difícil, habida cuenta de que ella estaba en Detroit y Milton en Annapolis, en la Academia Naval. Tessie pasó más de un año encendiendo velas en la iglesia griega por su prometido, mientras Milton contemplaba fotografías de ella clavadas sobre su litera. Le gustaba que Tessie posara al estilo de las revistas cinematográficas, de perfil y cuerpo entero, con tacón alto y un pie alzado sobre un escalón, dejando ver una buena cantidad de media negra. Mi madre tiene un aire sorprendentemente maleable en esas viejas instantáneas, como si nada en el mundo le gustara tanto como que su novio de uniforme la hiciera colocarse frente a los porches y farolas de su modesta barriada.

No se rindió hasta después de que lo hiciera Japón. Entonces, desde su noche de bodas en adelante (según lo que mi hermano me contó pese a que yo me tapé los oídos), mis padres hicieron el amor de manera periódica y placentera. A la hora de tener hijos, sin embargo, mi madre hizo gala de ideas propias. Estaba convencida de que el embrión era capaz de notar la cantidad de amor con que había sido creado. Por ese motivo, la sugerencia de mi padre no le cayó muy bien.

—¿Qué te has creído que es esto, Milt, las Olimpiadas?

—Sólo hablábamos desde el punto de vista teórico —explicó mi padre.

—¿Y qué sabrá tío Pete de tener hijos?

—Ha leído un artículo sobre ese tema en la Scientific American —repuso Milton, que para reforzar su argumento añadió—: Está suscrito.

—Oye, si me duele la espalda, voy a ver a tío Pete. Si tuviera pies planos, como tú, también iría. Pero de ahí no paso.

—Es un hecho comprobado. Con el microscopio. El espermatozoide masculino es más rápido.

—Y seguro que más tonto, también.

—Venga. Levanta las calumnias que quieras contra el espermatozoide masculino. Todo lo que se te antoje. No nos hace falta para nada. Lo que necesitamos es un buen espermatozoide femenino, lento y que no falle.

—Aunque sea cierto, no deja de ser ridículo. Yo no soy un reloj, Milt.

—A mí me resultará más difícil que a ti.

—No quiero ni oír hablar de eso.

—Creí que querías una niña.

—Así es.

—Bueno —concluyó mi padre—, pues ésa es la forma de tenerla.

Tessie desechó la sugerencia con una carcajada. Pero detrás de su sarcasmo había una seria reserva moral. Forzar algo tan misterioso y milagroso como el nacimiento de un hijo era un acto de orgullo desmedido. En primer lugar, Tessie no lo creía posible. Y aunque lo fuera, no creía que debiera hacerse.

Desde luego, cualquier narrador que se encuentre en mi posición (prefetal en aquellos momentos) no podrá estar completamente seguro de nada de esto. Yo sólo estoy en condiciones de explicar la manía científica que se apoderó de mi padre en aquella primavera de 1959 como un síntoma de la fe en el progreso que dominaba la mentalidad de aquella época. No hay que olvidar que sólo hacía dos años del lanzamiento del Sputnik. La polio, que había tenido en cuarentena a mis padres en los veranos de su infancia, había desaparecido con la vacuna de Salk. La gente, ignorando que los virus eran más listos que los seres humanos, creía que pronto serían cosa del pasado. Como en aquella optimista Norteamérica de la posguerra, cuyas postrimerías conocí, todo el mundo era dueño de su propio destino, no es difícil deducir que mi padre intentaba ser dueño del suyo.

Unos días después de esbozar su plan a Tessie, Milton volvió una tarde a casa con un regalo. Era un estuche atado con una cinta.

—¿A qué viene esto? —inquirió Tessie, con cierto recelo.

—¡Cómo! ¿Qué quieres decir?

—No es mi cumpleaños. Ni nuestro aniversario. Así que, ¿por qué me haces un regalo?

—¿Es que tengo que tener un motivo para regalarte algo? Venga, ábrelo.

Tessie arrugó un extremo de la boca, no muy convencida. Pero era difícil tener el estuche en las manos sin abrirlo. De modo que quitó la cinta y abrió la tapa de golpe.

Dentro, reposando en terciopelo negro, había un termómetro.

—Un termómetro —exclamó mi madre.

—No es un termómetro normal y corriente —informó Milton—. He tenido que recorrer tres farmacias diferentes para encontrar éste.

—¿Es un modelo de lujo?

—Eso es —confirmó Milton—, es lo que llaman termómetro basal. Indica la temperatura hasta una décima de grado. —Enarcó las cejas y prosiguió—: Los termómetros normales sólo indican hasta dos décimas. Éste llega a una décima. Pruébalo. Póntelo en la boca.

—No tengo fiebre —protestó Tessie.

—No tiene nada que ver con la fiebre. Se utiliza para saber cuál es la temperatura básica. Es más preciso y acertado que un termómetro normal, de los que indican la fiebre.

—La próxima vez tráeme un collar.

Pero Milton insistió:

—Tu temperatura corporal cambia continuamente, Tess. Tú no lo notarás, pero así es. Te encuentras en un estado de cambio constante, en lo que a temperatura se refiere. Mira, resulta que, por ejemplo —una tosecita—, estás ovulando. Entonces te sube la temperatura. Seis décimas de grado, en la mayoría de los casos. Bueno —prosiguió mi padre, animándose cada vez más, sin darse cuenta de que su mujer lo miraba con el ceño fruncido—, mira, si fuéramos a aplicar el sistema que comentamos el otro día, sólo estoy poniendo un ejemplo, ¿sabes?, lo primero que haríamos sería establecer tu temperatura básica. A lo mejor no es treinta y seis y medio. En cada persona es un poco diferente. Ésa es otra cosa que he aprendido de tío Pete. En cualquier caso, una vez establecida tu temperatura básica, hay que estar pendiente de esas seis décimas de más. Y en ese momento, si fuéramos a seguir adelante con esto, es cuando podríamos, ya sabes, hacer el cóctel.

Mi madre no dijo nada. Se limitó a guardar el termómetro en el estuche, lo cerró y se lo devolvió a su marido.

—Vale —sentenció él—. Muy bien. Como quieras. A lo mejor tenemos otro chico. El segundo. Si eso es lo que quieres, así será.

—No estoy muy segura de que vayamos a tener algo de momento —replicó mi madre.

Entretanto, en la antesala del universo, yo esperaba. Nada aún, ni siquiera un destello en la pupila de mi padre (miraba con aire melancólico la caja del estuche que descansaba sobre sus piernas). Mi madre se levanta entonces del confidente. Se dirige a la escalera, llevándose una mano a la frente, y las probabilidades de mi venida al mundo parecen cada vez más remotas. Mi padre se pone en pie para hacer su ronda nocturna, apagando luces, cerrando puertas con llave. Mientras sube la escalera, vuelve a haber esperanza para mí. El momento elegido para el asunto ha de ser el preciso para que yo me convierta en la persona que soy. Posponer el acto durante una hora supondría modificar la selección genética. Mi concepción aún estaba a semanas de distancia, pero mis padres ya habían iniciado su elaborado encuentro amoroso. En el corredor del piso de arriba, la lamparilla de la Acrópolis está encendida; era un regalo de Jackie Halas, dueña de una tienda de recuerdos. Mi madre está frente al tocador cuando mi padre entra en la alcoba. Con dos dedos, se extiende Noxzema en la cara, limpiándosela con un pañuelo de papel. Mi padre sólo tenía que decir una palabra cariñosa para que mi madre le perdonase. No yo, sino alguien parecido a mí, hubiera sido engendrado aquella noche. Un número infinito de personas se iba agolpando en el umbral —y yo entre ellas, aunque sin entrada garantizada—, mientras las horas pasaban despacio, los planetas giraban a su ritmo habitual en el firmamento y las condiciones atmosféricas entraban en juego, porque a mi madre le daban miedo las tormentas eléctricas y se habría acurrucado junto a mi padre si aquella noche hubiera llovido. Pero no, el cielo claro se mantuvo, como la testarudez de mis padres. Se apagó la luz de la habitación. Permanecieron cada uno en su lado de la cama. Finalmente, mi madre dijo: «Buenas noches». Y mi padre: «Hasta mañana». Los momentos que conducían hasta mí se iban sucediendo como ordenados por el destino. Por eso, supongo, es por lo que ahora pienso tanto en ellos.

Al domingo siguiente, mi madre fue a la iglesia con Desdémona y mi hermano. Mi padre nunca los acompañaba, pues se había hecho apóstata a los ocho años debido al exorbitante precio de las velas. Asimismo, mi abuelo prefería pasar la mañana trabajando en una traducción griega moderna de los poemas «restaurados» de Safo. Durante los siete años siguientes, pese a repetidos ataques, mi abuelo trabajó en un pequeño escritorio, agrupando los legendarios fragmentos en un mosaico más amplio, añadiendo una estrofa aquí, un colofón allá, soldando un anapesto o un yambo. Por la tarde escuchaba su música de burdel, fumando un narguile.

En 1959, la iglesia ortodoxa griega de la Asunción estaba en Charlevoix. Allí me bautizarían menos de un año después, para luego educarme en la fe ortodoxa. La iglesia de la Asunción, con sus párrocos rotatorios, que nos enviaba el Patriarcado de Constantinopla y que llegaban imponiendo su autoridad con sus grandes barbas, su santidad con las vestimentas bordadas, pero que se cansaban al cabo de un tiempo —seis meses por lo general— debido a las peleas de la parroquia, los ataques personales sobre su manera de cantar, la continua necesidad de acallar a los feligreses, que iban a la iglesia como a las tribunas del estadio de los Tigers, y, por último, el esfuerzo de pronunciar un sermón dos veces por semana, primero en griego y luego en inglés. La Asunción, con sus animadas meriendas parroquiales, sus malos cimientos y sus goteras, sus lamentables festividades étnicas y sus clases de catecismo, donde nuestro patrimonio cultural permanecía vivo durante un tiempo en nosotros antes de que lo dejáramos agonizar en la gran diáspora. Tessie y compañía avanzaban por el pasillo central, frente a las bandejas rellenas de arena donde ardían las velas. En lo alto, tan grande como una carroza de los almacenes Macy’s en el desfile del Día de Acción de Gracias, estaba el Cristo Pantocrátor. Se combaba a través de la bóveda como si sólo fuera espacio. A diferencia de los Cristos sufrientes y prosaicos representados a la altura del ojo en los muros de las iglesias, nuestro Pantocrátor era sin duda trascendente y todopoderoso, tenía ya un pie en el cielo. Se dirigía a los apóstoles que estaban sobre el altar, para presentarles las cuatro pieles de borrego enrolladas de los Evangelios. Y mi madre, que se ha pasado la vida entera tratando de creer en Dios sin lograrlo nunca del todo, alzó la cabeza buscando consejo.

Los ojos del Cristo Pantocrátor destellaron en la penumbra. Parecían arrastrar a Tessie hacia lo alto. Entre el remolino de incienso, los ojos del Salvador brillaban como televisiones que transmitieran imágenes de acontecimientos recientes…

Primero fue Desdémona, la semana anterior, aconsejando a su nuera:

—¿Para qué quieres más hijos, Tessie? —le había preguntado con estudiada indiferencia.

Agachándose para mirar el horno, ocultando la alarma que invadía sus facciones (alarma que quedó sin explicación durante dieciséis años), Desdémona desechó la idea con un ademán.

—Más hijos, más problemas…

Luego fue el doctor Philobosian, nuestro médico de cabecera. Con sus viejos diplomas a la espalda, el venerable médico emitió su dictamen:

—Tonterías. ¿Que el espermatozoide masculino es más veloz? Escucha una cosa. El primero que vio espermatozoos con el microscopio fue Leeuwenhoek. ¿Y sabes lo que le parecieron? ¡Lombrices…!

Y entonces Desdémona volvió al ataque, desde otra perspectiva.

—Dios es quien decide si será niño o niña. No tú…

Esas escenas pasaban por la imaginación de mi madre durante el interminable servicio dominical. Los feligreses se levantaban y se sentaban. En el primer banco se removían inquietos mis cuatro primos: Sócrates, Platón, Aristóteles y Cleopatra. El padre Mike apareció por detrás del icono de la mampara y balanceó el incensario. Mi madre intentó rezar, pero fue inútil. A duras penas sobrevivió hasta la hora del café.

Desde la tierna edad de doce años, mi madre era incapaz de empezar el día sin la ayuda de al menos dos tazas de café muy fuerte, negro como la brea y sin nada de azúcar, un gusto que había adquirido de los viejos capitanes de remolcadores y presumidos solteros que pululaban en la pensión donde se había criado. Cuando iba al instituto y no medía más de metro y medio, se sentaba junto a los obreros de las fábricas de automóviles en un rincón de la cafetería para tomar un café antes de irse a clase. Mientras ellos escudriñaban los resultados de las carreras, Tessie terminaba los deberes. Ahora, en el sótano de la iglesia, dijo a Capítulo Once que fuera a jugar con los demás niños mientras ella se tomaba una taza de café para recobrar energías.

Iba por la segunda taza cuando una voz suave y amanerada le susurró al oído:

—Buenos días, Tessie.

Era su cuñado, el padre Michael Antoniou.

—Hola, padre Mike. Bonita misa la de hoy —dijo Tessie, lamentándolo inmediatamente.

El padre Mike era el ayudante del párroco de la Asunción. Cuando se marchó el último párroco, destinado de nuevo a Atenas al cabo de sólo tres meses, la familia albergó la esperanza de que ascendieran al padre Mike. Pero al final dieron el puesto al padre Gregorios, otro sacerdote nuevo, nacido en el extranjero. En una comida familiar, tía Zo, que nunca desperdiciaba la ocasión de lamentarse de su matrimonio, había observado con su voz de actriz cómica:

—Ése es mi marido. Siempre se queda de segundo plato.

Con su alabanza del servicio dominical, Tessie no había pretendido felicitar al padre Greg. La situación se hizo aún más delicada por el hecho de que, años atrás, Tessie y Michael Antoniou habían estado comprometidos para casarse. Ahora ella estaba casada con Milton y el padre Mike con la hermana de su marido. Tessie había bajado para aclararse las ideas y tomar café, pero aquel día las cosas no hacían más que complicarse.

El padre Mike, sin embargo, no pareció percatarse del desliz. Siguió sonriente, la mirada dulce sobre la rugiente catarata de la barba. El padre Mike, persona de carácter afable, era popular entre las viudas de la parroquia. Les gustaba apiñarse a su alrededor, ofreciéndole galletitas y disfrutando de su esencia beatífica. Esa esencia irradiaba en parte de la absoluta conformidad del padre Mike con su corta estatura. Su metro sesenta y cinco le daba un aspecto benévolo, como si hubiera regalado parte de su talla. Parecía haber perdonado a Tessie por la ruptura de su compromiso, pero eso era algo que cuando estaban juntos siempre se respiraba en el ambiente, como los polvos de talco que a veces se le desprendían del alzacuello.

Sonriente, sujetando con cuidado la taza y el platillo, el padre Mike preguntó:

—Dime, Tessie, ¿cómo van las cosas en casa?

Mi madre sabía, desde luego, que como invitado dominical en nuestra casa, el padre Mike estaba plenamente informado sobre el plan del termómetro. Al mirarlo a los ojos, creyó observar un destello de regocijo.

—Hoy vas a venir a casa —repuso ella en tono despreocupado—. Ya lo verás por ti mismo.

—Lo estoy deseando —dijo el padre Mike—. En tu casa nunca faltan conversaciones interesantes.

Tessie volvió a examinar los ojos del padre Mike, pero ahora parecían llenos de auténtica ternura. Y entonces ocurrió algo que apartó completamente su atención del sacerdote.

Al otro extremo de la habitación, Capítulo Once se había subido a una silla para alcanzar la espita de la cafetera. Intentaba llenar una taza, pero después de abrir la llave, no podía cerrarla. Sobre la mesa empezó a derramarse café hirviendo, salpicando a una niña que había por allí cerca. La niña saltó hacia atrás. Abrió la boca, pero no emitió sonido alguno. A todo correr, mi madre cruzó la habitación y se llevó a la niña al servicio de señoras.

Nadie recuerda el nombre de la niña. No era de ninguno de los feligreses asiduos. Ni siquiera era griega. Se presentó en la iglesia aquel día y nunca volvió, y su existencia parece debida al único designio de hacer que mi madre cambiara de opinión. En el servicio, la niña se apartaba la humeante camiseta del cuerpo mientras Tessie empapaba de agua unas toallas.

—¿Estás bien, bonita? ¿Te has quemado?

—Qué torpe es ese niño —observó la niña.

—A veces, sí. Todo tiene que tocarlo.

—Los chicos son muy escandalosos.

Tessie sonrió.

—Vaya vocabulario tienes.

Ante ese cumplido, la niña esbozó una amplia sonrisa.

—«Escandaloso» es mi palabra favorita. Mi hermano es muy escandaloso. El mes pasado mi palabra favorita era «ampuloso». Pero «ampuloso» no se puede utilizar mucho. Bien pensado, no hay muchas cosas que sean ampulosas.

—En eso tienes razón —convino Tessie, riendo—. Pero escandalosos hay en todos los sitios.

—No puedo estar más de acuerdo con usted —aseguró la niña.

Dos semanas después. Domingo de Pascua de 1959. La observancia del calendario juliano en nuestra religión nos aleja una vez más del ritmo vital del vecindario. Hace dos domingos, mi hermano vio que los chicos del bloque buscaban huevos multicolores por los arbustos cercanos. Vio cómo sus amigos devoraban cabezas de conejos de chocolate y cómo se introducían en las cariadas bocas puñados de gominolas. (De pie frente a la ventana, mi hermano deseaba más que nada creer en el Dios norteamericano, que murió el día en que debía morir). Hasta ayer no se le permitió a Capítulo Once pintar huevos, y sólo de un color: rojo. Los huevos rojos, a la luz de los días cada vez más largos del solsticio, relucen por toda la casa. En la mesa del comedor, los fruteros rebosan de huevos rojos. Sobre las puertas cuelgan bolsas llenas de huevos rojos. En la repisa de la chimenea los hay a montones, y en el horno se meten hogazas de tsureki en forma de cruz y rellenas de huevos rojos.

Pero ahora la tarde toca a su fin; la comida ha terminado. Y mi hermano sonríe. Porque ya viene esa parte de la Pascua griega que prefiere a lo de buscar huevos y engullir gominolas: el juego de cascar huevos. Todo el mundo se congrega en torno a la mesa del comedor. Mordiéndose el labio, Capítulo Once elige un huevo del frutero, lo estudia, lo vuelve a poner donde estaba. Se decide por otro.

—Éste tiene buena pinta —dice Milton, eligiendo el suyo y examinándolo en el aire—. Por la forma, parece un camión Brinks.

Capítulo Once se prepara para atacar. En ese preciso momento, mi madre da unos golpecitos en la espalda a mi padre.

—Un momento, Tessie. ¿No ves que estamos cascando huevos?

Ella le da más fuerte.

—¿Qué pasa?

—Mi temperatura. —Tessie hace una pausa—. Ha subido seis décimas.

Se ha puesto el termómetro. Es la primera vez que mi padre tiene noticia de ello.

—¿Ahora? —dice mi padre en un murmullo—. Joder, Tessie, ¿estás segura?

—Me dijiste que estuviera atenta a la menor subida de temperatura, y yo te digo que me acaba de subir seis décimas. —Y, bajando la voz, añadió—: Además, hace trece días desde mi última ya sabes qué.

—Vamos, papá —suplica Capítulo Once.

—Tiempo —pide mi padre, dejando su huevo en el cenicero—. Este huevo es mío. Que no lo toque nadie hasta que yo vuelva.

Arriba, en la alcoba matrimonial, mis padres llevan a cabo el acto. El natural decoro propio de la infancia me impide imaginar la escena con mucho detalle. Sólo esto: cuando acaban, como si hubiera echado gasolina al depósito, mi padre dice:

—Con eso vale.

Resulta que tiene razón. En mayo, Tessie comprueba que está embarazada. Y comienza la espera.

A las seis semanas, tengo ojos y orejas. A las siete, orificios nasales, incluso labios. Mis genitales empiezan a formarse. Las hormonas fetales, respondiendo a señales cromosómicas, inhiben estructuras müllerianas, favorecen los conductos wolffianos. Mis veintitrés pares de cromosomas se han acoplado y cruzado, haciendo girar la rueda de la ruleta, cuando el papú pone la mano sobre el vientre de mi madre y dice:

—¡Qué suerte tenéis los dos!

Alineados en sus respectivos regimientos, mis genes ejecutan sus órdenes. Todos menos dos, una pareja de bellacos —o revolucionarios, según se mire— que se ocultan en el cromosoma número cinco. Entre los dos se atiborran de una enzima, lo que detiene la producción de una determinada hormona. Eso es lo que me complica la vida.

En el salón, los hombres han dejado de hablar de política y, en cambio, hacen apuestas sobre si el hijo de Milt será chico o chica. Mi padre está completamente seguro. Veinticuatro horas después del acto, a mi madre le subió la temperatura otras dos décimas, confirmando la ovulación. Para entonces, el espermatozoide masculino, exhausto, había abandonado la partida. El espermatozoide femenino, como las tortugas, ganó la carrera. (En ese momento Tessie entregó el termómetro a Milton diciéndole que no quería volver a verlo nunca más).

Todo eso nos lleva al día en que Desdémona balanceó un cubierto sobre el vientre de mi madre. En aquella época no existía la ecografía; la cuchara era el mejor método. Desdémona se puso en cuclillas. En la cocina se hizo el silencio. Las demás mujeres se mordían el labio, observando, esperando. Durante el primer minuto, la cuchara no se movió en absoluto. A Desdémona le temblaba la mano y, al cabo de largos segundos, tía Lina se la sujetó. La cuchara giró bruscamente; yo solté una patada; mi madre dio un grito. Y entonces, muy despacio, mecida por un viento que nadie notaba, en aquel fantasmagórico tablero de ouija, la cuchara de plata empezó a moverse, a oscilar, primero en un reducido círculo pero describiendo en cada órbita una elipse más amplia hasta que su trayectoria se convirtió en una línea recta que apuntaba del horno al banco. En otras palabras, de norte a sur.

Kóros! —exclamó Desdémona.

Kóros, kóros —resonaron los gritos por la cocina.

Aquella noche aseguró mi padre:

—Ya van veintitrés veces seguidas, seguro que se equivoca. Esta vez ha fallado. Créeme.

—No me importa que sea niño —anunció mi madre—. De verdad que no. Con tal de que nazca sano, diez dedos en las manos, diez dedos en los pies.

—¿Cómo que «sano»? Estás hablando de mi hija.

Nací una semana después de Año Nuevo, el 8 de enero de 1960. En la sala de espera, provisto únicamente de puros con vitola rosada, mi padre gritó:

—¡Bieeen!

Era niña. Cuarenta y ocho centímetros de largo. Tres kilos y ciento treinta gramos.

Aquel mismo 8 de enero, mi abuelo sufrió el primero de sus trece ataques. Despertado por mis padres cuando se marcharon a toda prisa al hospital, se levantó de la cama y bajó a hacerse un café. Una hora después, Desdémona lo encontró en el suelo de la cocina. Aunque mantuvo intactas las facultades mentales, aquella mañana, mientras yo lanzaba mi primer grito en el Hospital de Mujeres, mi papú perdió el habla. Según Desdémona, se derrumbó justo después de volcar la taza para leer su destino en los restos del café.

Cuando se enteró de la noticia sobre mi sexo, tío Pete se negó a recibir la enhorabuena. Aquello no era cosa de magia.

—Además —bromeó—, todo el mérito es de Milt.

Desdémona se volvió huraña. Su hijo nacido en América había tenido razón, y con aquella nueva derrota, la vieja patria, en la que seguía intentando creer pese a estar a más de seis mil kilómetros y treinta y ocho años de distancia, retrocedía un paso más. Mi llegada marcó el final de sus dotes adivinatorias y el comienzo del largo declive de su marido. Aunque la caja de gusanos de seda reapareció de vez en cuando, ya no guardaba la cuchara de plata entre sus tesoros.

Me sacaron, me dieron un cachete en el trasero y me lavaron con un chorro de agua; por ese orden. Me envolvieron en una mantilla y me expusieron junto a otros seis recién nacidos, cuatro niños y dos niñas, todos ellos, a diferencia de mí, correctamente etiquetados.

Esto no puede ser cierto pero lo recuerdo: chispas que iban llenando despacio una pantalla oscura.

Me habían abierto los ojos.