LA ÚLTIMA PARADA

Sigue siendo válido, más o menos —dijo Julie Kikuchi.
—No lo es —objeté.
—Viene a ser lo mismo.
—Lo que te he contado de mí mismo no tiene nada que ver en absoluto con ser homosexual, a las claras o de tapadillo. A mí siempre me han gustado las chicas. Ya me gustaban cuando era chica.
—¿Y yo no sería una especie de última parada para ti?
—Más bien la primera parada.
Julie se echó a reír. Aún no había tomado una decisión. Esperé. Entonces, al cabo de unos momentos, dijo:
—De acuerdo.
—¿De acuerdo? —repetí.
Ella asintió con la cabeza.
—De acuerdo.
Así que nos marchamos del museo y fuimos a mi apartamento. Tomamos otra copa; bailamos una melodía lenta en el salón. Y luego conduje a Julie a la habitación, adonde no llevaba a nadie desde hacía mucho tiempo.
Ella apagó la luz.
—Espera un momento —dije—. ¿Apagas la luz por mí o por ti?
—Por mí.
—¿Por qué?
—Porque soy oriental, una señora tímida y modesta. No esperarás que te dé un baño.
—¿No me vas a dar un baño?
—No, a menos que me bailes el sirtaki de Zorba.
—Pero ¿dónde habré metido mi buzuqui?
Yo trataba de seguir la broma. También me estaba desnudando. Igual que Julie. Era como zambullirse en agua fría. Había que hacerlo sin pensarlo dos veces. Nos metimos entre las sábanas y nos abrazamos, petrificados, felices.
—Yo también podría ser tu última parada —le dije, aferrándome a ella—. ¿Has pensado en eso alguna vez?
Y Julie Kikuchi contestó:
—Se me ha pasado por la cabeza.

Capítulo Once voló a San Francisco para sacarme de la cárcel. Mi madre había tenido que firmar una declaración en la que pedía a la policía que me liberase y me pusiese bajo la custodia de mi hermano. En un futuro próximo se fijaría fecha para el juicio, pero como delincuente juvenil sin antecedentes era probable que saliera en libertad condicional. (El delito no llegó a constituir un antecedente penal, por lo que no obstaculizó luego mis perspectivas de trabajo en el Ministerio de Asuntos Exteriores. No es que en aquellos momentos me preocuparan mucho esos detalles. Estaba anonadado, envenenado de dolor, y quería volver a casa).
Cuando salí de los calabozos, mi hermano estaba solo, sentado en uno de los bancos de madera de la comisaría. Me miró sin expresión, parpadeando. Ése era el estilo de Capítulo Once. Todo le ocurría por dentro. Antes de dar formalmente una respuesta, todo un cúmulo de sensaciones era examinado y evaluado en el interior de su cráneo. Yo estaba acostumbrado a todo eso, desde luego. ¿Qué puede haber de más natural que los gestos y hábitos de los parientes próximos? Años atrás, Capítulo Once me había obligado a bajarme las bragas para echarme un vistazo. Ahora tenía la vista levantada, pero no menos clavada en mí. Observaba mi cabeza desforestada. Se fijaba en el traje fúnebre y en los zapatos de puntera cuadrada llenos de rozaduras. Era una suerte que mi hermano hubiera tomado tanto LSD. Capítulo Once se había iniciado pronto en la expansión de la mente. Contemplaba el velo de Maya, la existencia de diversos planos del ser. Para una personalidad así preparada, resultaba algo más fácil enfrentarse al hecho de que la hermana se había convertido en hermano. Desde el comienzo del mundo había habido hermafroditas como yo. Pero en la época en que yo salía del talego, era posible que no hubiera existido una generación tan dispuesta a aceptarme como la de mi hermano. Sin embargo, un cambio tan profundo no era cosa de nada. Al verme, se le pusieron los ojos como platos.
Hacía más de un año que no nos veíamos. Capítulo Once también había cambiado. Llevaba el pelo más corto. Tenía la frente más despejada. La amiga de su novia le había hecho una permanente casera. Antes tenía el pelo lacio; ahora, con grandes entradas, lo llevaba rizado y abundante en la nuca. Ya no se parecía a John Lennon. Habían desaparecido sus pantalones de campana desvaídos, sus anticuadas gafas. Ahora llevaba pantalones de tiro corto. Su camisa de cuello amplio resplandecía bajo las luces fluorescentes. Los sesenta nunca se han extinguido del todo. Ahora mismo siguen vigentes en Goa. Pero en 1975 se habían acabado del todo para mi hermano.
En cualquier otro momento, nos habríamos entretenido un rato con esos pormenores. Pero ahora no nos podíamos permitir ese lujo. Capítulo Once se puso en pie y, un instante después, nos abrazamos, vacilantes.
—Papá está muerto —me repetía mi hermano al oído—. Está muerto.
Le pregunté qué había pasado y me lo contó. Milton se había saltado la aduana. El padre Mike también estaba en el puente. Ahora se encontraba en el hospital. Habían encontrado el viejo maletín de Milton entre los restos del Gremlin, lleno de dinero. El padre Mike lo había confesado todo a la policía, la argucia del secuestro, el rescate.
Cuando asimilé todo eso, le pregunté:
—¿Cómo está mamá?
—Está bien. Aguanta. Está cabreada con Milt.
—¿Cabreada?
—Por haberse marchado así. Sin decírselo. Se alegra de que vuelvas a casa. En eso es en lo que procura pensar. Que vuelves para el funeral. Así que, muy bien.
Teníamos que coger el vuelo nocturno. El funeral era a la mañana siguiente. Capítulo Once se había ocupado de los aspectos burocráticos, sacando el certificado de defunción y poniendo las esquelas. No me preguntó nada sobre lo que había estado haciendo en San Francisco ni por qué me habían detenido. Sólo cuando estábamos en el avión, después de haberse tomado unas cervezas, aludió a mi condición.
—Bueno, supongo que ya no podré llamarte Callie.
—Llámame como quieras.
—¿Qué te parece «hermano»?
—Me parece muy bien.
Se quedó callado, pestañeando. Hubo la pausa habitual de cuando pensaba.
—No me enteré bien de lo que ocurrió en aquella clínica. Estaba en Marquette. Entonces no hablaba mucho con papá y mamá.
—Me fugué.
—¿Por qué?
—Iban a amputarme.
Sentí sus ojos clavados en mí, con aquella mirada vidriosa que ocultaba una considerable actividad mental.
—Me resulta un poco raro —confesó.
—También me resulta raro a mí.
Un momento después soltó una carcajada.
—¡Ja! ¡Sí que es raro! ¡Pero que muy raro, joder!
Yo sacudía la cabeza, en cómica desesperación.
—Y que lo digas, hermano.
Enfrentados a lo imposible, no quedaba otro remedio que considerarlo mentalmente concebible. No disponíamos de un registro superior, por decirlo así, sino sólo el denominador común de las experiencias compartidas y nuestra manera de comportarnos, de bromear. Pero nos sirvió para seguir adelante.
—Pero hay un lado positivo en esto que tengo —le dije.
—¿Qué?
—Que no me quedaré calvo.
—¿Por qué no?
—Quedarse calvo es cuestión de hormonas.
—¿Cómo? —dijo Capítulo Once, tanteándose el cuero cabelludo, allí donde se iba quedando sin pelo—. Entonces es que yo tengo un montón de hormonas. Seré rico en hormonas, supongo.
Llegamos a Detroit un poco después de las seis de la mañana. Habían remolcado el destrozado Cadillac a un depósito de la policía. Esperando en el aparcamiento del aeropuerto estaba el coche de nuestra madre, el Florida Special. El Cadillac amarillo limón era todo lo que nos quedaba de Milton. Ya había empezado a cobrar atributos de reliquia. El asiento del conductor estaba hundido por el peso de su cuerpo. Se notaba la hendidura de su trasero en la tapicería de cuero. Tessie rellenaba el hueco con cojines para alzar la cabeza por encima del volante. Capítulo Once echó los cojines al asiento trasero.
En aquel coche tan extemporáneo, con el potente aire acondicionado apagado y el techo corredizo echado, emprendimos el camino a casa. Pasamos frente al gigantesco neumático de Uniroyal y la uniforme arboleda de Inkster.
—¿A qué hora es el funeral? —pregunté.
—A las once.
Estaba amaneciendo. El sol salía por donde siempre, por detrás de las lejanas fábricas, quizá, o al otro lado del indiferente río. La creciente luminosidad parecía un escape o una inundación, permeando la tierra.
—Ve por el centro —dije a mi hermano.
—Tardaremos mucho.
—Tenemos tiempo. Quiero verlo.
Capítulo Once se plegó a mis deseos. Tomamos la I-94 por detrás del río Rouge y el estadio Olympia y luego doblamos hacia el río por la Autopista Lodge, entrando en la ciudad por el norte. Si uno se ha criado en Detroit, enseguida ve cómo van las cosas. Porque desde muy temprano se adquiere un gran sentido de la entropía. Al remontar el valle y salir de la autopista, surgieron a la vista las casas ruinosas, muchas reducidas a cenizas, así como la agreste belleza de los solares, grises y llenos de escarcha. Junto a los desguaces de automóviles se alzaban edificios de apartamentos elegantes en otro tiempo, y donde había habido peleteros y grandes cines se veían ahora bancos de sangre, clínicas de metadona y hasta la Misión Perpetua de la Madre Waddles. Volver a Detroit desde climas cálidos siempre es un hecho deprimente. Pero entonces lo acogí con agrado. Aquellas zonas urbanas abandonadas, aliviaron el dolor por la muerte de mi padre, haciéndolo partícipe del estado general de las cosas. Al menos la ciudad no se mofaba de mi dolor mostrando un aspecto deslumbrante o encantador.
El centro seguía lo mismo, sólo que más vacío. Los rascacielos no se podían demoler cuando se marchaban los inquilinos, así que se tapaban con tablas puertas y ventanas y se cerraban los grandes comercios. En la orilla del río construían el Renaissance Center, inaugurando un renacimiento que nunca llegó.
—Pasemos por el barrio griego —sugerí.
Una vez más, mi hermano accedió a complacerme. Pronto llegamos a la manzana de restaurantes y tiendas de recuerdos. Entre el kitsch étnico aún quedaban unos cuantos cafés auténticos, frecuentados por ancianos de hasta ochenta y tantos años. Algunos ya se habían levantado aquella mañana, y estaban tomando el café, jugando al backgammon y leyendo los periódicos griegos o norteamericanos. Cuando aquellos ancianos muriesen, los cafés acusarían el golpe y acabarían cerrando. Poco a poco, los restaurantes del barrio también sufrirían las consecuencias, los toldos se desgarrarían, las grandes bombillas amarillas de la marquesina del Laikon se quemarían, la panadería griega de la esquina sería comprada por yemeníes del sur venidos de Dearborn. Pero todo eso no había pasado todavía. En la calle Monroe, pasamos el Grecian Gardens, donde habíamos celebrado la makaria por Lefty.
—¿Vamos a hacer una makaria a papá? —pregunté.
—Sí. Al completo.
—¿Dónde? ¿En el Grecian Gardens?
Capítulo Once soltó una carcajada.
—¿Estás de broma? Nadie quiere ir ahí.
—A mí me gusta. Me encanta Detroit.
—Ah, ¿sí? Pues bienvenido a casa.
Había torcido para entrar en Jefferson, por donde atravesaríamos los largos kilómetros de la deprimida Zona Este. Una tienda de pelucas. Vanity Dancing, el viejo club, estaba en alquiler. Una tienda de discos usados con un letrero pintado a mano que mostraba a un grupo de gente divirtiéndose bajo una explosión de notas musicales. Las tiendas de baratillo y las pastelerías estaban cerradas: Kresge’s, Woolworth’s, la heladería Sanders. Hacía frío. Había poca gente en la calle. Un hombre permanecía impasible en una esquina, su silueta espléndidamente recortada sobre el cielo invernal. El abrigo de cuero le llegaba a los tobillos. Unas enormes gafas espaciales en su fino rostro de largas mandíbulas, sobre las cuales llevaba —o navegaba, en realidad— un sombrero de terciopelo granate semejante a un galeón español. No formaba parte de mi mundo suburbano, por eso resultaba exótico. Y sin embargo era un personaje familiar, representativo de la peculiar energía creativa de mi ciudad natal. En cualquier caso, me alegré de verlo. No podía apartar los ojos de él.
Cuando era pequeña, ciertos individuos parados en las esquinas, como aquél, se quitaban las gafas para guiñarme un ojo, burlándose al paso de la niña blanca que los miraba desde el asiento trasero del coche. Pero ahora, aquel tipo me lanzó una mirada completamente distinta. No se quitó las gafas, pero con la boca, las aletas de la nariz y la inclinación de la cabeza, me transmitió desafío e incluso odio. Entonces fue cuando me di cuenta de algo horroroso. No podría ser un hombre sin ser todo un Hombre. Aunque no quisiera serlo.
Dije a Capítulo Once que pasara por Pueblo Indio, para ver nuestra antigua casa. Quería darme un chapuzón de nostalgia para calmar los nervios antes de ver a mi madre. En invierno, los árboles de la calle estaban pelados de hojas, de manera que durante todo el camino pudimos ver el río helado. Pensé en el hecho asombroso de que el mundo contuviera tantas vidas, En aquellas calles, la gente se veía envuelta en mil asuntos, problemas de dinero, problemas amorosos, problemas con los estudios. Había quienes se enamoraban, se casaban, iban a rehabilitación de alguna drogodependencia, aprendían a patinar sobre hielo, se habituaban a llevar bifocales, estudiaban para los exámenes, se probaban ropa, se cortaban el pelo. Nacían niños. Y en algunas casas había personas que envejecían, enfermaban y morían, dejando que otros llorasen su muerte. Eso pasaba de continuo, inadvertidamente, y eso era lo que realmente importaba. Lo que verdaderamente tenía importancia en la vida, lo que le daba peso específico, era la muerte. Vista de ese modo, mi metamorfosis era un acontecimiento de escasa significación. Sólo al chulo de antes le habría interesado.
Pronto llegamos a Grosse Pointe. Los olmos extendían sus ramas desnudas sobre la calle desde ambas aceras, tocándose las puntas, y una costra de nieve cubría los macizos de flores frente a las caldeadas casas en hibernación. Mi organismo reaccionaba ante la visión del hogar. Chispas de felicidad estallaban en mi interior. Era una sensación canina, llena de ávido amor, indiferente a la tragedia. Ahí estaba mi casa, Middlesex. Allá arriba, en aquella ventana, en el poyete de baldosines, solía leer durante horas, comiendo moras de la morera del jardín.
No habían quitado la nieve del camino de entrada. Nadie había tenido tiempo de pensar en eso. Capítulo Once entró un poco deprisa y saltamos sobre los asientos, el tubo de escape golpeando en el suelo. Tras salir del coche, mi hermano abrió el maletero y llevó mi maleta hacia la casa. Pero se detuvo a medio camino.
—Oye, hermano —me dijo—. La maleta la puedes llevar tu solo.
Sonreía malévolamente. Estaba claro que disfrutaba con el cambio de paradigma. Tomaba mi metamorfosis como un rompecabezas, semejante a los de la contraportada de sus revistas de ficción científica.
—No nos precipitemos —repuse—. Puedes llevarme el equipaje siempre que quieras.
—¡Cógela! —gritó Capítulo Once, levantando la maleta del suelo.
Se la cogí, tambaleándome. Justo entonces se abrió la puerta de la casa y mi madre, en zapatillas, salió al aire lleno de polvo de escarcha.
Tessie Stephanides, que en otra vida diferente, cuando los viajes espaciales eran una novedad, decidió seguir la corriente a su marido y concebir una niña por medios dudosos, veía ahora frente a ella, en el camino nevado, el fruto de aquella maquinación. Nada de niña ya, sino, a juzgar por su aspecto, un hijo mayor. Estaba cansada y abatida y no tenía fuerzas para enfrentarse a ese nuevo hecho. No era aceptable que estuviese viviendo ahora como varón. Tessie consideraba que yo no era quién para decidir eso. Ella me había traído al mundo, me había criado y educado. Me conocía antes de que yo empezara a conocerme a mí mismo, y ahora ella no tenía ni voz ni voto en el asunto. La vida empezaba siendo una cosa y luego, al doblar la esquina, se convertía de pronto en otra cosa. Tessie no sabía cómo había ocurrido aquello. Aunque en mi rostro seguía viendo a Calíope, cada uno de mis rasgos parecía cambiado, más acusado, y me crecía pelo en la barbilla y encima del labio superior. A ojos de Tessie, había algo criminal en mi apariencia. No podía dejar de pensar que mi llegada formaba parte de algún ajuste de cuentas, que Milton había recibido un castigo y que la sanción que a ella le correspondía acababa de empezar. Por todos esos motivos, mirándome con ojos enrojecidos, no se movió del umbral.
—Hola, mamá —le dije—. Ya estoy en casa.
Me adelanté para ir a su encuentro. Dejé la maleta en el suelo y, cuando volví a incorporarme, la cara de Tessie se había alterado. Llevaba meses preparándose para ese momento. Ahora enarcó las finas cejas, movió la comisura de la boca, arrugando las pálidas mejillas. Su expresión era la de una madre que observa cómo el médico va quitando el vendaje a un niño con graves quemaduras. Un rostro optimista, nada honrado con el paciente. Pero me dijo todo lo que necesitaba saber. Tessie procuraría habituarse a la situación. Estaba machacada por lo que había pasado conmigo, pero intentaría soportarlo por mi bien.
Nos abrazamos. Dada mi estatura, apoyé la cabeza en su hombro, y ella me pasó la mano por el pelo mientras yo sollozaba.
—¿Por qué? —siguió llorando sin ruido, sacudiendo la cabeza—. ¿Por qué? —Pensé que estaba hablando de Milton. Pero entonces aclaró—: ¿Por qué te escapaste, cariño?
—Tenía que hacerlo.
—¿No crees que habría sido más fácil seguir siendo lo que eras?
Alcé la cabeza y miré a mi madre a los ojos. Y se lo dije.
—Es que era así.
Querrás saberlo, lector: ¿Cómo nos adaptamos a la nueva situación? ¿Qué ocurrió con nuestros recuerdos? ¿Tuvo que morir Calíope para dejar sitio a Cal? A todas esas preguntas contestaré con el mismo lugar común: la capacidad de adaptación del ser humano es asombrosa. Cuando volví de San Francisco y empecé a llevar vida de hombre, mi familia descubrió que, contrariamente a la opinión popular, la identidad sexual no es tan importante. Mi cambio de chica a chico era menos dramático que la distancia que todo el mundo recorre de la infancia a la edad adulta. En muchos aspectos seguía siendo la persona que siempre había sido. Incluso ahora, que vivo como hombre, en lo esencial continúo siendo la hija de Tessie. Soy yo quien se acuerda de llamarla todos los domingos. Es a mí a quien ella cuenta la creciente lista de sus dolencias. Como toda buena hija, seré yo quien la cuide en su vejez. Seguimos hablando de lo malo que tienen los hombres; cuando voy a verla a su casa, vamos juntas a que nos arreglen el pelo. Inclinándose a las mudanzas del tiempo, El Vellocino de Oro corta ahora el pelo tanto a las mujeres como a los hombres. (Y por fin he permitido a la querida Sophie que me corte el pelo muy corto, tal como ella siempre había querido).
Pero todo eso vino después. Entonces teníamos prisa. Eran casi las diez. El coche fúnebre vendría a recogernos al cabo de veinticinco minutos.
—Será mejor que te arregles un poco —me dijo Tessie.
El funeral produjo el efecto que han de tener todos los funerales: no nos dio tiempo para detenernos en nuestros sentimientos. Llevándome del brazo, Tessie me hizo entrar en la casa. Middlesex también estaba de luto. El espejo del estudio estaba tapado con un paño negro. En las puertas correderas había cintas negras. Todos los viejos detalles de la inmigración. Aparte de eso, el silencio y la penumbra que reinaban en la casa no eran naturales. Como siempre, los enormes ventanales incorporaban lo de fuera al interior de la casa, de modo que en la sala de estar era invierno; estábamos rodeados de nieve.
—Supongo que puedes ir con ese traje —me dijo Capítulo Once—. Es de lo más apropiado.
—Seguro que tú no tienes traje.
—No. Yo no fui a uno de esos pretenciosos colegios privados. Pero ¿de dónde lo has sacado, de todos modos? Huele que apesta.
—Por lo menos es un traje.
Mientras mi hermano y yo nos tomábamos mutuamente el pelo, Tessie no nos quitaba ojo. Estaba fijándose en la forma que mi hermano tenía de tratar a la ligera lo que me había pasado. No estaba segura de que ella pudiera hacer lo mismo, pero estaba viendo cómo lo hacía la joven generación.
De pronto hubo un ruido extraño, como el grito de un águila. El interfono crepitó en la pared de la sala de estar.
Una voz gritó:
—¡Yuu huuu! ¡Tessie, cariño!
Los viejos detalles de la inmigración, desde luego, no eran obra de Tessie. Quien gritaba por el interfono no era otra que Desdémona.
Te habrás estado preguntando, paciente lector, lo que había ocurrido con mi abuela. Habrás notado que, poco después de que se metiera en la cama para siempre, Desdémona empezó a desaparecer de escena. Pero ha sido adrede. Permití que saliera del relato porque, para ser francos, en los dramáticos años de mi transformación Desdémona no entraba para nada en el ámbito de mis preocupaciones. Durante los últimos cinco años había permanecido en la cama en el pabellón de invitados. En la época del Baker e Inglis, cuando me estaba enamorando del Objeto, mi abuela sólo aparecía en mis pensamientos de la manera más vaga. Veía cómo Tessie le preparaba la comida y se la llevaba al pabellón en una bandeja. Todas las noches veía cómo mi padre, consciente de sus deberes, iba a la habitación de la perpetua enferma con medicinas y botellas de agua caliente. En aquella época, Milton hablaba en griego con su madre, cada vez con mayor dificultad. Durante la guerra, Desdémona no había conseguido que su hijo aprendiera a escribir en su lengua materna. Ahora, ya anciana, reconocía horrorizada que también se le estaba olvidando hablarla. De cuando en cuando, era yo quien le llevaba la bandeja de la comida y durante unos minutos volvía a familiarizarme con aquella vida suya, semejante a una cápsula del tiempo. Aún tenía en la mesilla, para su tranquilidad, la fotografía enmarcada de su sepultura.
Tessie se acercó al interfono.
—Sí, yiayiá —dijo—. ¿Necesitas algo?
—Hoy me duelen mucho los pies. ¿Me has comprado el sulfato de magnesio?
—Sí. Ahora te lo llevo.
—¿Por qué no permite Dios que la yiayiá se muera, Tessie? ¡Todo el mundo se muere! ¡Todos menos la yiayiá! Ya soy muy vieja para vivir. ¿Y qué hace Dios? Nada.
—¿Has terminado el desayuno?
—Sí, gracias, cariño. Pero hoy las ciruelas pasas no estaban tan buenas.
—Pues son las mismas de siempre.
—Les habrá ocurrido algo, a lo mejor. Trae otras, por favor, Tessie. Las Sunkist.
—Muy bien.
—Vale, cariño mu. Gracias, cielo.
Mi madre apagó el interfono y se volvió hacia mí.
—La yiayiá no está muy bien. Se le va la cabeza. Desde que te fuiste, ha ido cuesta abajo. Le hemos dicho lo de Milt. —Se le entrecortó la voz, al borde de las lágrimas—. Lo que ha pasado. No podía dejar de llorar. Creí que se iba a morir allí mismo. Y entonces, unas horas después, me preguntó dónde estaba su hijo. Se le había olvidado todo. Quizá sea mejor así.
—¿Va a asistir al funeral?
—Casi no puede andar. La señora Papanikolas va a venir a cuidarla. La mitad de las veces no sabe ni dónde está. —Tessie sonrió tristemente, sacudiendo la cabeza—. ¿Quién habría pensado que sobreviviría a Milt?
De nuevo se le llenaron los ojos de lágrimas, pero las contuvo.
—¿Puedo ir a verla?
—¿Quieres verla?
—Sí.
Tessie pareció inquietarse.
—¿Qué vas a decirle?
—¿Qué tengo que decirle?
Durante unos segundos mi madre permaneció muda, pensando. Luego se encogió de hombros.
—No importa. Digas lo que digas, no lo recordará. Llévale esto. Querrá darse un baño de pies.
Llevando el sulfato de magnesio y un pastelito de baklava envuelto en celofán, salí de la casa y caminé por el porche, rodeando el patio, hasta el pabellón de invitados, detrás de la caseta del baño. La puerta no estaba cerrada con llave. La abrí y entré. La única luz del cuarto venía de la televisión, que casi estaba a todo volumen. Nada más entrar vi el viejo retrato del patriarca Atenágoras, que años atrás Desdémona había salvado de la almoneda doméstica. En una jaula frente a la ventana, un periquito verde, último superviviente de la antigua pajarera de mis abuelos, se movía de un lado para otro en su percha de madera de balsa. Aún estaban presentes algunos objetos y muebles familiares, los discos de rebétiko de Lefty, la mesita redonda de cobre y, por supuesto, justo en medio del tablero grabado, la caja de gusanos de seda. La caja estaba ahora tan llena de recuerdos que no se podía cerrar. Contenía fotos, cartas viejas, botones preciosos, piezas de sartas de cuentas. En el fondo de la caja, según sabía yo, había dos largas trenzas de pelo atadas con deterioradas cintas negras y una corona nupcial hecha con cuerda de barco. Sentí deseos de mirar todo aquello, pero al adentrarme en el cuarto mi atención se quedó prendida en el gran espectáculo que ofrecía la cama.
Desdémona estaba recostada, majestuosamente, en un almohadón de pana beige denominado «marido». El artefacto estaba provisto de bolsillos elásticos, de uno de los cuales sobresalía un nebulizador y dos o tres frascos de pastillas. Tapada hasta la cintura, Desdémona llevaba un camisón blanco y tenía en el regazo uno de sus abanicos de atrocidades turcas. Nada de aquello era sorprendente. Lo que me dejó estupefacta fue lo que Desdémona se había hecho en el pelo. Al enterarse de la muerte de Milton, se había quitado la redecilla de la cabeza, liberando verdaderas masas de pelo alborotado. Tenía los cabellos completamente grises pero muy bien conservados, y a la luz de la televisión casi parecían rubios. El pelo le caía sobre los hombros y se le derramaba sobre el cuerpo como el de la Venus de Botticelli. El rostro enmarcado por aquella asombrosa cascada no era, sin embargo, el de una hermosa joven sino el de una anciana viuda de cabeza cuadrada y labios resecos. En el aire quieto de la habitación, el olor a medicinas y bálsamos para la piel dejaba sentir el peso del tiempo que se había pasado en la cama esperando y deseando la muerte. No estoy seguro de que, con una abuela como la mía, pueda llegarse alguna vez a ser un verdadero norteamericano en el sentido de creer que la vida es una búsqueda de la felicidad. La enseñanza que podía extraerse del sufrimiento y el rechazo de la vida de Desdémona era que la vejez no proseguía los múltiples placeres de la juventud sino que era una larga prueba que poco a poco iba robando intensidad a las más pequeñas y sencillas alegrías. Todo el mundo lucha contra la desesperación, pero lo que siempre triunfa al final es eso. Tiene que triunfar. Es lo que nos permite decir adiós.
Mientras estaba allí parado observándola, mi abuela torció de pronto la cabeza y me vio. Se llevó la mano al pecho. Con expresión atemorizada se echó hacia atrás en los almohadones y gritó:
—¡Lefty!
Ahora era yo la horrorizada.
—No, yiayiá. No soy el papú. Soy yo. Cal.
—¿Quién?
—Cal. —Hice una pausa—. Tu nieto.
No era justo, desde luego. La memoria de Desdémona ya no era firme. Pero yo no la estaba ayudando mucho.
—¿Cal?
—Me llamaban Calíope, cuando era pequeña.
—Te pareces a mi Lefty —observó.
—¿En serio?
—Creí que eras mi marido, que venía a llevarme al cielo.
Rió por primera vez.
—Soy el hijo de Milt y Tessie.
En cuanto oyó esas palabras, el humor desapareció de los rasgos de Desdémona, que cobraron una expresión de disculpa y tristeza.
—Lo siento, no me acuerdo de ti, cariño.
—Te he traído esto —dije, mostrándole el sulfato de magnesio y el baklava.
—¿Por qué no ha venido Tessie?
—Tiene que vestirse.
—¿Vestirse? ¿Para qué?
—Para el entierro.
Desdémona dio un grito y volvió a llevarse la mano al pecho.
—¿Quién ha muerto?
No contesté. En cambio, bajé el volumen del televisor. Luego, señalando a la jaula, dije:
—Me acuerdo de cuando teníais veinte pájaros.
Miró a la jaula, pero no dijo nada.
—Vivíais en el desván. En Seminole. ¿Recuerdas? Cuando teníais todos aquellos pájaros. Decías que te recordaba a Bursa.
Al oír aquel nombre, Desdémona volvió a sonreír.
—En Bursa teníamos toda clase de pájaros. Verdes. Amarillos. Rojos. De todas clases. Pajaritos pequeños, pero muy bonitos. Parecían de cristal.
—Quiero ir allí. ¿Te acuerdas de aquella iglesia? Quiero ir y arreglarla algún día.
—Milton va a ir a arreglarla. No hago más que repetírselo.
—Si él no lo hace, lo haré yo.
Desdémona me miró un momento, como calibrando mi capacidad de cumplir esa promesa.
—No me acuerdo de ti, cariño, pero ¿puedes preparar a la yiayiá el sulfato de magnesio?
Fui por la palangana y la llené de agua caliente en el grifo de la bañera. Rocié la superficie con sulfato de magnesio y lo llevé a la habitación.
—Ponlo frente a la butaca, cariño mu.
Así lo hice.
—Ahora ayuda a la yiayiá a levantarse de la cama.
Me acerqué a la cama y me agaché. Le saqué las piernas de entre las sábanas, primero una y luego otra, al tiempo que la ponía de lado. Pasándole el brazo sobre mi hombro, la puse en pie y la ayudé a cruzar la escasa distancia que la separaba de la butaca.
—Ya no puedo hacer nada sola —se lamentó por el camino—. Soy muy vieja, cariño.
—Estás muy bien.
—No, ya no me acuerdo de nada. Tengo dolores y achaques. El corazón no me funciona bien.
Ya habíamos llegado a la butaca. Me puse detrás de ella para ayudarla a sentarse. Volviendo a ponerme delante de ella, le metí los pies hinchados, surcados de venas azuladas, en el agua jabonosa. Desdémona murmuró de placer. Cerró los ojos.
Durante los siguientes minutos Desdémona se quedó silenciosa, disfrutando del cálido baño de pies. El color le volvió a los tobillos y le subió por las piernas. El tono sonrosado desapareció bajo el dobladillo del camisón pero, un momento después, le asomó por encima del cuello. El arrebato se le extendió por la cara, y cuando abrió los ojos había en ellos una claridad que antes estaba ausente. Me miró fijamente. Y entonces gritó.
—¡Calíope! —Se llevó la mano a los labios—. !Mana! ¿Qué te ha pasado?
—He crecido —fue toda mi explicación.
No había tenido intención de contárselo, pero ahora no había ni que pensarlo. Tenía la impresión de que daba lo mismo. Aquella conversación no se le iba a quedar en la memoria.
Seguía examinándome, los cristales de las gafas aumentándole el tamaño de los ojos. De haber estado en posesión de todas sus facultades, Desdémona no habría comprendido ni una palabra de lo que le hubiera dicho. Pero en su senilidad se las apañó para asimilar la información. Vivía ahora en un mundo de recuerdos y sueños, y en aquel estado las viejas historias del pueblo volvían a hacerse cercanas.
—¿Ahora eres un chico, Calíope?
—Más o menos.
Lo pensó un poco.
—Mi madre me contaba una historia curiosa. En el pueblo, hace mucho tiempo, había niños que parecían niñas. Y luego… a los quince, dieciséis… ¡se convertían en chicos! Mi madre lo dice, pero yo no lo creo.
—Es una cuestión genética. El médico que me vio dijo que pasa en los pueblos pequeños. Donde todos se casan entre sí.
—El doctor Phil también me hablaba de eso.
—¿Ah, sí?
—Todo es culpa mía.
Sacudió la cabeza, tristemente.
—¿Qué es culpa tuya?
No lloraba exactamente. Tenía los lagrimales secos, y en las mejillas no se apreciaban huellas de humedad. Pero tenía el rostro contraído, y sus hombros se estremecían.
—Los curas dicen que los primos carnales no deben casarse —dijo—. Los primos segundos, vale; pero antes hay que preguntar al arzobispo. —Miraba a otra parte ahora, tratando de recordarlo todo—. Aunque quieras casarte con el hijo de tus padrinos, no puedes. Yo pensaba que sólo era un asunto de la Iglesia. No creía que fuese otra cosa, porque a los niños no puede pasarles nada. Sólo era una estúpida chica de pueblo.
En ese tono prosiguió durante un buen rato, torturándose. De pronto se había olvidado de mi presencia, o de que ella estaba hablando en voz alta.
—Y luego el doctor Phil me dijo unas cosas tan horribles que me operé. ¡No más niños! Luego, cuando Milton tuvo hijos suyos, me asusté. Pero no pasa nada. Así que, después de mucho tiempo, pienso que todo va bien.
—¿Qué has dicho, yiayiá? ¿Que el papú era tu primo?
—Primo segundo.
—Eso no es problema.
—No sólo primo segundo. También hermano.
Me dio un vuelco el corazón.
—¿El papú era tu hermano?
—Sí, cariño —afirmó Desdémona con un cansancio infinito—. Hace mucho tiempo. En otro país.
En aquel preciso momento sonó el interfono:
—¿Callie? —Tessie emitió una tosecita, corrigiéndose—: ¿Cal?
—Sí.
—Será mejor que te arregles un poco. El coche viene dentro de diez minutos.
—No voy a ir. —Hice una pausa—. Me quedo aquí con la yiayiá.
—Tienes que venir, cariño —insistió Tessie.
Me acerqué más y, pegando los labios al interfono, anuncié con voz grave:
—A esa iglesia yo no voy.
—¿Por qué no?
—¿Es que no te has fijado lo que cobran por esas puñeteras velas?
Tessie rió. Lo necesitaba. De modo que seguí adelante, imitando la voz de mi padre.
—¿Dos machacantes por una vela? ¡Menuda estafa! A lo mejor se puede convencer a alguien del pueblo para que afloje la mosca por algo así, ¡pero no aquí, en los Estados Unidos de América!
Imitar a Milton era algo infeccioso. Ahora Tessie puso la voz grave y dijo por el interfono:
—¡Una auténtica estafa!
Rió de nuevo. Entonces comprendimos cómo íbamos a hacerlo. Así era como íbamos a mantener vivo a Milton.
—¿Estás seguro de que no quieres venir? —me preguntó.
—Sería muy complicado, mamá. No quiero tener que explicárselo a todo el mundo. Todavía no. Me convertiría en una distracción demasiado grande. Es mejor que no vaya.
En su fuero interno, Tessie estaba de acuerdo conmigo, de modo que cedió pronto.
—Le diré a la señora Papanikolas que no hace falta que venga a quedarse con la yiayiá.
Desdémona seguía mirándome, pero tenía una expresión soñadora en los ojos. Sonreía. Y entonces me dijo:
—Mi cuchara tenía razón.
—Supongo que sí.
—Lo siento, cariño. Lamento que te ocurriera a ti.
—No pasa nada.
—Lo siento, cariño mu.
—Me gusta como soy —aseguré—. Va a ser muy interesante.
Como no se le quitaba la expresión apenada, la cogí de la mano.
—No te preocupes, yiayiá. No se lo diré a nadie.
—¿Y a quién se lo vas a decir? Se han muerto todos.
—Tú no. Esperaré hasta que tú no estés.
—Vale. Cuando me muera, se lo podrás contar a todo el mundo.
—Lo haré.
—Bravo, cariño mu. Bravo.
En la iglesia de la Asunción, sin duda en contra de sus deseos, Milton Stephanides era objeto de todo un funeral ortodoxo. El padre Greg ofició el servicio. En cuanto al padre Michael Antoniou, fue acusado de robo de mayor cuantía y condenado a dos años de cárcel. La tía Zo se divorció de él y se fue a Florida con Desdémona. ¿Adonde exactamente? A Playa Nueva Esmirna. ¿Dónde, si no? Unos años después, cuando mi madre se vio obligada a vender la casa, también se mudó a Florida y allí vivieron las tres juntas igual que lo habían hecho en la calle Hurlbut, hasta la muerte de Desdémona, en 1980. Tessie y Zoë siguen en Florida, viviendo solas.
El féretro de Milton permaneció cerrado durante toda la ceremonia. Tessie había entregado a Georgie Pappas, el dueño de la funeraria, la corona nupcial de su marido, para que la metiera en el ataúd. Cuando llegó el momento de dar el último beso al difunto, los acompañantes pasaron en fila junto al féretro de Milton y lo besaron en la tapa. Al funeral de mi padre asistió menos gente de lo que pensábamos. No apareció ninguno de los gerentes de los puestos de salchichas, ninguna de las personas con las que Milton había tenido trato durante años y años; y así comprendimos que, pese a su cordialidad, Milton nunca había tenido amigos, sino sólo socios en los negocios. En cambio, asistieron todos los miembros de la familia. Peter Tatakis, el quiropráctico, llegó en su Buick color burdeos, y Bart Skiotis presentó sus respetos en la iglesia cuyos cimientos se había encargado de poner con materiales de inferior calidad. También asistieron Gus y Helen Panos, y como se trataba de un funeral, la traqueotomía de Gus hizo que su voz se pareciese aún más a la llamada de la muerte. Tía Zo y los primos no se sentaron en primera fila. El banco estaba reservado para mi madre y mi hermano.
Así que fui yo quien, manteniendo una antigua costumbre griega que ya nadie recordaba, me quedé en Middlesex, bloqueando la puerta para que el espíritu de Milton no entrara de nuevo en la casa. Debía hacerlo un hombre, y ahora yo estaba facultado para ello. Con mi traje negro y mis zapatos de puntera cuadrada, me quedé en el umbral de la puerta, abierta al viento de invierno. Los sauces llorones, desprovistos de hojas, extendían las ramas retorcidas como almas en pena. El cubo amarillo pastel que era nuestra casa modernista resaltaba limpiamente entre la blancura de la nieve. Middlesex ya tenía casi setenta años. Aunque la habíamos estropeado con nuestros muebles coloniales, seguía siendo el faro que había pretendido ser, un lugar con pocas particiones interiores, despojado de las formalidades de la vida burguesa, un sitio concebido para un nuevo tipo de ser humano, que habitaría un mundo nuevo. No pude dejar de tener la sensación, como es natural, de que aquella persona era yo. Yo y todos los seres que eran como yo.
Después del funeral en la iglesia, todo el mundo subió a los coches para dirigirse al cementerio. Cintas de color púrpura ondeaban en las antenas mientras el cortejo avanzaba lentamente por las calles de la vieja Zona Este, donde se había criado mi padre, donde en otro tiempo había dado serenatas a mi madre desde la ventana de su habitación. La caravana de vehículos desembocó en la Avenida Mack y, al pasar por la calle Hurlbut, Tessie miró por la ventanilla de la limusina para ver la vieja casa. Pero no la encontró. Habían crecido matorrales por todas partes, los jardines estaban llenos de basura y las decrépitas casas, ofrecían todas, el mismo aspecto. Poco después, el coche fúnebre y las limusinas se encontraron con una fila de motocicletas y mi madre observó que los conductores iban tocados con un fez. Eran miembros del Santuario Místico que habían ido a la ciudad para un congreso. Respetuosamente, se hicieron a un lado para dejar pasar al cortejo funerario.
En Middlesex, yo seguí en la puerta principal. Me tomé en serio la misión y no me moví, pese al viento glacial. El escepticismo de Milton, el hijo apóstata, se vio confirmado aquel día porque su espíritu no volvió, no intentó entrar en casa. La morera no tenía hojas. El viento barría la nieve endurecida y azotaba mis rasgos bizantinos, que eran los mismos de mi padre y de la niña americana que yo había sido tiempo atrás. Permanecí en la puerta una hora, tal vez dos. Perdí la cuenta al cabo de un rato, feliz de estar en casa, llorando a mi padre, y pensando en lo que vendría después.