LA VULVA SIBILINA

Desde mi nacimiento, cuando resultaron inadvertidos, al bautismo, cuando eclipsaron la actuación del cura, pasando por mi atribulada adolescencia, cuando no ejercieron mucha actividad y de pronto lo hicieron todo a la vez, mis genitales han sido lo más importante de mi vida. Algunos heredan casas; otros, cuadros o arcos de violín asegurados en enormes sumas. Y otros, en fin, reciben un tansu japonés o un apellido célebre. A mí me tocó un gen recesivo en el quinto cromosoma y unas joyas de la familia verdaderamente raras.
Al principio mis padres se negaron a creer lo que los médicos de la sala de urgencias afirmaban sobre mi anatomía. El diagnóstico, comunicado por teléfono a un Milton considerablemente perplejo y luego, debidamente expurgado, a Tessie, se reducía a una vaga inquietud por la formación de mi tracto urinario junto a una posible deficiencia hormonal. El médico de Petoskey no había efectuado un cariotipo. Su tarea consistía en tratarme la conmoción cerebral y las contusiones, y cuando la concluyó, me dio el alta.
Mis padres querían una segunda opinión. Ante la insistencia de Milton, me llevaron por última vez a ver al doctor Phil.
En 1974, el doctor Nishan Philobosian había cumplido ochenta y ocho años. Seguía llevando pajarita, pero el cuello de la camisa le venía grande. Su cuerpo, liofilizado, había encogido por todas partes. Sin embargo, por el borde de su bata blanca asomaban unos pantalones de color verde botella, y de su cráneo calvo, sobresalían unas gafas con montura de aviador y cristales oscuros.
—Hola, Callie, ¿cómo te encuentras?
—Muy bien, doctor Phil.
—¿Empiezas pronto el curso? ¿En cuál estás?
—Este año estaré en noveno. Bachillerato.
—¿Bachillerato? ¿Ya? Debo de estar haciéndome viejo.
Sus modales distinguidos no habían cambiado lo más mínimo. El acento extranjero que aún conservaba y la marca del Viejo Mundo en la dentadura, me tranquilizaron un poco. Me había pasado la vida siendo acariciada y mimada por elegantes extranjeros. Los tiernos afectos levantinos eran mi debilidad. De niña me había sentado en las rodillas del doctor Phil mientras sus dedos ascendían por mi columna vertebral, contándome las vértebras. Ahora era una adolescente de extraña melena, larguirucha, más alta que él, que estaba sentada en bata, sostén y bragas en el borde de una anticuada camilla de reconocimiento con escalones de caucho vulcanizado. Me auscultó el corazón y los pulmones, la cabeza calva suspendida del largo cuello, como un brontosaurio comiscando hojas de los árboles.
—¿Cómo está tu padre, Callie?
—Estupendamente.
—¿Cómo van los perritos calientes?
—Bien.
—¿Cuántos puestos tiene tu padre ya?
—Unos cincuenta o así.
—Hay uno no muy lejos de donde la enfermera Rosalee y yo vamos en invierno. Playa Pompano.
Me examinó los ojos y los oídos y luego me pidió cortésmente que me pusiera de pie y me bajara las bragas. Cincuenta años antes, el doctor Philobosian se ganaba la vida tratando a señoras otomanas en Esmirna. En él, el decoro era una vieja costumbre.
Yo no estaba atontada, como en Petoskey. Era plenamente consciente de lo que ocurría y del punto donde se centraba el reconocimiento médico. Después de bajarme las bragas hasta las rodillas, me invadió una oleada de vergüenza y, con un movimiento reflejo, me cubrí con la mano. El doctor Philobosian, sin muchas contemplaciones, me la apartó a un lado. En ese gesto había algo de la impaciencia del anciano. Olvidó por un momento sus modales y, tras las gafas de aviador, sus ojos destellaron. Pero seguía sin mirarme. Desvió galantemente la vista a la pared mientras me examinaba con las manos. Podíamos estar bailando, de lo cerca que nos encontrábamos. El doctor Phil respiraba ruidosamente; le temblaban las manos. Bajé la cabeza y me miré, sólo una vez. La vergüenza se retrajo. Desde mi punto de vista era de nuevo una chica, vientre blanco, triángulo oscuro, piernas arqueadas y bien depiladas. El sujetador me cruzaba el pecho.
Sólo tardó un minuto. El viejo armenio, agachado, apergaminado como un lagarto, me pasó los amarillentos dedos por mis partes. No era de extrañar que nunca hubiese observado nada anormal. Incluso ahora, alertado por la posibilidad, parecía no querer saberlo.
—Ya puedes vestirte —fue todo lo que dijo.
Dio media vuelta y, con toda precaución, se encaminó al lavabo. Abrió el grifo y puso las manos bajo el chorro de agua. Parecía que le temblaban más que nunca. Se echó abundante jabón desinfectante.
—Saluda a tu padre de mi parte —me encomendó antes de que saliera de la consulta.
El doctor Phil me recomendó a un endocrinólogo del Hospital Henry Ford. El endocrinólogo me sacó sangre de una vena del brazo, llenando un alarmante número de frascos. No dijo para qué se necesitaba tal cantidad de sangre. Yo estaba demasiado asustada para preguntarlo. Aquella noche, sin embargo, pegué la oreja a la pared de mi habitación con la esperanza de averiguar lo que pasaba.
—Bueno, pero ¿qué ha dicho el médico? —quería saber Milton.
—Ha dicho que el doctor Phil tenía que haberse dado cuenta cuando Callie nació —contestó Tessie—. Y todo esto podría haberse arreglado entonces.
—Es increíble que se le pasara por alto una cosa así. —Milton, otra vez.
(¿Qué cosa?, pregunté silenciosamente a la pared, que no me dio explicaciones).
Tres días después llegamos a Nueva York.
Milton había reservado habitación en el hotel Lochmoor, en la calle Treinta y tantos Este. Se había alojado allí veintitrés años antes, cuando era alférez de marina. Siempre ahorrativo en los viajes, Milton también se sintió atraído por las tarifas del hotel. Nuestra estancia en Nueva York iba a ser de duración indefinida. El médico con quien había hablado Milton —el especialista— se negaba a discutir los detalles antes de haber tenido ocasión de reconocerme.
—Os gustará el hotel —aseguró Milton—. Tiene mucho estilo, según recuerdo.
No tenía ninguno. En La Guardia cogimos un taxi hasta el Lochmoor, que se encontraba en plena decadencia de su antigua gloria. La moqueta vienesa estaba húmeda bajo los sudorosos radiadores y, como habían quitado los espejos, habitaban la pared rectángulos fantasmales y alcayatas de adorno. El ascensor era de antes de la guerra, con rejas curvas y doradas, y parecía una jaula. En otros tiempos lo manejaba un ascensorista; pero ya no había. Apiñamos las maletas en el comprimido espacio e intentamos cerrar la puerta metálica, que era corredera y se salía del carril. Tuve que cerrarla tres veces antes de que hiciera contacto y se estableciera la corriente. Por fin se elevó aquel cacharro y, entre las rejas pintadas con pulverizador, vimos pasar los pisos, todos en penumbra e idénticos salvo por alguna variante, como una camarera uniformada, alguna bandeja del servicio de habitaciones depositada en el suelo o un par de zapatos. Sin embargo, aquella caja vieja transmitía bien el sentido de ascensión, de subir hacia la salida de un pozo, y fue una decepción salir en nuestro piso, el octavo, y comprobar que era tan soso como el vestíbulo.
La habitación no era mejor. La habían hecho quitando espacio a una suite grande, de manera que las paredes se unían en un ángulo oblicuo. Incluso Tessie, tan menudita, se sentía comprimida. Por la razón que fuese, el baño era casi tan grande como la habitación. La taza del inodoro parecía perdida entre las baldosas sueltas y la cisterna se salía continuamente. La bañera tenía unas sucias marcas en el desagüe.
Había una cama de matrimonio para mis padres y, en el rincón, una cama supletoria para mí. Con esfuerzo, llevé la maleta hasta allí y la puse encima. La maleta era como una manzana de la discordia entre Tessie y yo. Me la había comprado para el viaje a Chipre. Tenía un dibujo floral de color turquesa y verde que a mí me parecía horroroso. Desde que empecé a ir al colegio privado —y a rondar al Objeto—, mis gustos habían cambiado, haciéndose más refinados, o eso creía yo. La pobre Tessie ya no sabía qué comprarme. Todo lo que elegía era recibido con horrorizados lamentos. Yo me oponía categóricamente a la más leve pizca de poliéster en las sábanas o las camisas. Mis padres encontraban divertido aquel prurito de pureza. Mi padre solía cogerme la blusa entre el pulgar y el índice y, frotándola, preguntaba:
—¿Es de niña bien?
Tessie no había tenido tiempo de consultarme acerca de la maleta, así que allí estaba, parecida a un mantel con aquel dibujito. Al abrir la cremallera y levantar la tapa, me sentí mejor. Dentro había cosas que había elegido yo misma: los cuellos redondos de niña pija, de colores simples, los polos de Lacoste, los pantalones de pana de canutillo ancho. Llevaba un abrigo de Papagayo, verde limón con botones de hueso en forma de cuerno.
—¿Tenemos que colocar la ropa o dejamos las maletas sin deshacer? —pregunté.
—Será mejor que la coloquemos y metamos las maletas en el armario —contestó Milton—. Así tendremos un poco más de sitio.
Coloqué cuidadosamente mis jerséis en los cajones de la cómoda, junto a los calcetines y las bragas, y colgué los pantalones en el armario. Cogí el neceser y lo dejé en la repisa del baño. Me había llevado brillo de los labios y perfume. No estaba segura de que siguieran de moda.
Cerré la puerta del baño, eché el pestillo y me acerqué al espejo para examinarme la cara. Se me veían dos pelos negros, aún cortos, encima del labio superior. Saqué las pinzas del estuche y me los arranqué. Se me saltaron las lágrimas del escozor. Sentía que me apretaba la ropa. Las mangas del jersey me quedaban cortas. Empecé a peinarme y, con mucho optimismo, desesperadamente, me sonreí a mí misma.
No cabía duda de que mi situación, fuera cual fuese, era crítica en algún sentido. Lo sabía por la actitud falsamente risueña de mis padres y por la rápida salida de casa. Sin embargo, a mí nadie me había dicho una palabra todavía.
Milton y Tessie me trataban exactamente igual que siempre: es decir, como a su hija. Se comportaban como si mi problema fuese estrictamente médico y, por tanto, susceptible de arreglarse. Así que yo también empecé a albergar esperanzas. Como quien tiene una enfermedad terminal, estaba deseosa de olvidarme de los síntomas inmediatos para pensar en un remedio de última hora. Pasaba de un extremo a otro, de la esperanza a su contrario, con la creciente certeza de que algo horrible me ocurría. Pero nada me desesperaba más que mirarme al espejo.
Abrí la puerta del baño y volví a la habitación.
—Odio este hotel —declaré—. Es asqueroso.
—No es muy bonito —admitió Tessie.
—Antes estaba mejor —informó Milton—, no sé qué habrá pasado.
—La alfombra huele mal.
—Vamos a abrir la ventana.
—A lo mejor no tenemos que estar mucho tiempo aquí —sugirió Tessie, esperanzada, cansinamente.
Al anochecer nos atrevimos a salir en busca de un sitio para comer algo, y luego volvimos a la habitación a ver la tele. Después, cuando apagamos la luz, dije desde mi cama supletoria:
—¿Qué vamos a hacer mañana?
—Por la mañana tenemos que ir al médico —contestó Tessie.
—Y después sacaremos entradas para algún teatro de Broadway —continuó Milton—. ¿Qué te gustaría ver, Cal?
—Me da igual —dije, con pesimismo.
—Podemos ir a ver un musical —sugirió Tessie.
—Una vez vi a Ethel Merman en Mame —recordó Milton—. Bajaba por una gran escalera, muy larga, cantando. Cuando acabó, el público se volvió loco. Con su canción, el teatro se vino abajo. Así que se dio media vuelta, subió la escalinata y la cantó otra vez.
—¿Te gustaría ver un musical, Callie?
—Cualquier cosa.
—La sala se vino abajo —prosiguió Milton—. Esa Ethel Merman sí que sabe cantar.
Después de aquello, nadie dijo nada. Nos quedamos callados en la oscuridad, en cama extraña, hasta que nos sorprendió el sueño.
A la mañana siguiente, después de desayunar, salimos hacia la consulta del especialista. Mis padres hacían lo posible por manifestar entusiasmo, señalando sitios interesantes por la ventanilla del taxi. Milton mostraba la actitud bulliciosa con que se enfrentaba a las situaciones difíciles.
—Menudo sitio —exclamó cuando pasamos frente al Hospital de Nueva York—, ¡con vistas al río! Me dan ganas de que me internen.
Como cualquier adolescente, yo apenas me daba cuenta del ridículo aspecto que ofrecía. Mis movimientos de cigüeña, los brazos aleteantes, las largas piernas que arrastraban los pies, más pequeños de lo normal y calzados con sus mocasines de ante: todo ese mecanismo rechinaba bajo la torre de observación de mi cabeza, pero yo estaba demasiado cerca para advertirlo. Mis padres sí lo veían. Se afligían al verme cruzar la acera hacia la entrada de la clínica. Era aterrador ver a su hija presa de fuerzas desconocidas. Llevaban un año negando la forma en que cambiaba, achacándolo a la edad difícil.
—Cuando crezca se le pasará —repetía Milton a mi madre.
Pero ahora los atenazaba el miedo de que el proceso de mi crecimiento no se pudiera controlar.
Encontramos el ascensor y subimos a la cuarta planta, siguiendo luego las flechas hasta un letrero que decía: Servicio Psicohormonal. Milton tenía escrito el número de la consulta en una tarjeta. Finalmente, encontramos la sala. En la puerta, de color gris, no había nada especial salvo un letrero muy pequeño, apenas visible en la parte de abajo, que decía:
Clínica de Trastornos Sexuales e Identidad Sexual
Si mis padres leyeron el letrero, fingieron no haberlo visto. Milton agachó la cabeza, como un toro, y abrió la puerta.
La recepcionista nos hizo pasar, diciendo que tomáramos asiento. Había sillas pegadas a las paredes, separadas entre sí por mesitas con revistas, aparte de la clásica planta artificial que agonizaba en un rincón. La moqueta era como la de todos los centros públicos, con un dibujo caótico, apropiado para camuflar las manchas. En el ambiente flotaba un tranquilizador efluvio a medicinas. Una vez que mi madre rellenó los formularios del seguro, nos hicieron pasar a la consulta del médico. Aquella sala también inspiraba confianza. Tras el escritorio, había un sillón Eames. Frente a la ventana, una silla Le Corbusier de cromo y piel de vaca. Las estanterías estaban llenas de libros y revistas de medicina; en las paredes, cuadros eclécticos. Refinamiento de gran ciudad adaptado a la sensibilidad europea. El marco de una triunfante visión psicoanalítica del mundo. Por no mencionar el panorama del río Este desde las ventanas. Estábamos muy lejos de la consulta del doctor Phil, con sus ungüentos de aficionado y sus pacientes de la seguridad social.
Pasaron dos o tres minutos antes de que notáramos algo raro. Al principio, los objetos curiosos y los grabados parecían difuminados entre el revoltijo intelectual de la habitación. Pero mientras esperábamos al médico, sentimos una silenciosa conmoción a nuestro alrededor. Era como estar mirando al suelo y descubrir, de pronto, que hay un nido de hormigas. El apacible despacho del doctor bullía de actividad. El pisapapeles de su mesa, por ejemplo, no era una piedra inerte, normal y corriente, sino un pequeño Príapo. Sometidas a una observación atenta, las miniaturas de las paredes revelaban su tema principal. Al amparo de tiendas de campaña, bajo sedas amarillas y sobre almohadas de cachemira, príncipes mongoles copulaban acrobáticamente con múltiples parejas, manteniendo el turbante en su sitio en todo momento. Mientras mirábamos, Tessie se ruborizó, Milton entornó los ojos y yo, como de costumbre, me escondí detrás del pelo. Intentamos desviar la vista a otro sitio, y por eso nos fijamos en las estanterías. Pero ahí tampoco se estaba a salvo. Entre un anodino marco de ejemplares del Boletín del Colegio de Médicos y la Revista de Medicina de Nueva Inglaterra, los ojos se nos salían de las órbitas al leer algunos títulos. Había uno, con dos serpientes enroscadas en el lomo, que se titulaba Vinculación erótico sexual en la pareja. Y uno púrpura, en forma de panfleto, llevaba el título de Homosexualidad ritual: tres estudios de campo. Encima de la mesa, con una señal de lectura en el interior, había un manual titulado Pene oculto: técnicas quirúrgicas para la reasignación sexual de hembra a varón. Si el letrero de la puerta no lo había hecho ya, la consulta de Luce dejaba claro a qué clase de especialista me habían llevado a ver. (Peor aún: a que me viese a mí). También había esculturas. Reproducciones del templo de Kujaraho ocupaban los rincones de la habitación junto a crecidas plantas de color jade. Frente al pálido verde de las hojas, mujeres hindúes de enormes y redondos pechos se doblaban por la cintura ofreciendo orificios como plegarias que unos hombres bien dotados se encargaban inmediatamente de atender. Todo estaba muy sobrecargado, y había conexiones pornográficas adondequiera que se mirase.
—Pero ¿te has fijado en este sitio? —musitó Tessie.
—Una decoración poco corriente, la verdad —observó Milton.
Y yo:
—¿Qué hacemos aquí?
En ese preciso momento se abrió la puerta y el doctor Luce se presentó.
En aquella época, yo desconocía su condición de eminencia en la especialidad. No tenía idea de la frecuencia con que su nombre aparecía en las revistas y publicaciones pertinentes. Pero enseguida comprendí que Luce no era un médico normal y corriente. En lugar de bata blanca, llevaba una chaqueta de ante con flecos. El cabello plateado le llegaba al borde del jersey de cuello alto. Los pantalones acampanados le caían sobre unas botas hasta el tobillo, con cremallera a los lados. Y también llevaba gafas, con fina montura de plata, y bigote gris.
—Bienvenidos a Nueva York —dijo—. Soy el doctor Luce.
Estrechó la mano de mi padre, luego la de mi madre y, finalmente, se acercó a mí.
—Tú debes de ser Calíope. —Sonreía, muy a gusto—. Vamos a ver si me acuerdo bien de la mitología. Calíope era una de las musas, ¿verdad?
—Verdad.
—¿De qué se ocupaba?
—De la poesía épica.
—No hay nada superior a eso —afirmó Luce.
Intentaba comportarse con la mayor naturalidad, pero se le veía entusiasmado. Al fin y al cabo, se encontraba ante un caso extraordinario. Se estaba tomando su tiempo, saboreándome. Para un científico como Luce, yo no era menos que un Kaspar Hauser sexual o genético. Él era un sexólogo famoso, invitado del programa de Dick Cavet, colaborador habitual de Playboy, y de pronto se presentaba a su puerta, salida de las profundidades de Detroit igual que el Niño Salvaje de Aveyron, Calíope Stephanides, de catorce años de edad. Yo era un experimento viviente con pantalones de pana blancos y un suéter Fair Isle. Aquel jersey, amarillo pálido, con un dibujo floral en el cuello, comunicó a Luce que yo refutaba la naturaleza exactamente como pronosticaba su teoría. Debía de estar ansioso por conocerme, devorado por la impaciencia. Tras su escritorio, parecía un hombre inteligente, encantador, obsesionado por el trabajo, y me observaba con ojos atentos. Mientras charlaba, dirigiéndose sobre todo a mis padres, ganándose su confianza, Luce no dejaba de tomar notas mentales. Registró mi voz de tenor. Observó que me sentaba sobre la pierna doblada. Veía cómo me examinaba las uñas. Se fijaba en la forma en que tosía, me reía, me rascaba la cabeza, hablaba; en suma, todas las manifestaciones externas de lo que él denominaba identidad sexual.
Mantuvo una actitud tranquila, como si yo no hubiera ido a la clínica con otra cosa que una luxación de tobillo.
—Antes de nada, me gustaría hacer un breve reconocimiento a Calíope. Si no les importa, señor y señora Stephanides, pueden esperar aquí, en mi despacho. —Se puso en pie—. ¿Querrías venir un momento, Calíope, por favor?
Me levanté de la silla. Luce me observó mientras los diversos segmentos de mi cuerpo, como los de una regla articulada, se iban desplegando hasta erguirme en toda mi estatura: dos centímetros y medio por encima de él.
—Aquí te esperamos, cariño —dijo Tessie.
—No vamos a movernos de aquí —confirmó Milton.
Peter Luce estaba considerado como la mayor autoridad mundial en hermafroditismo humano. La Clínica de Trastornos Sexuales e Identidad Sexual, fundada por él en 1968, se había convertido en el principal centro del mundo para el estudio y tratamiento de las afecciones del sexo ambiguo. Era autor de una importante obra de sexología, La vulva sibilina, que había marcado la pauta en una serie de disciplinas que iban desde la genética y la pediatría a la psicología. Desde agosto de 1969 a diciembre de 1973, había escrito una columna del mismo título en Playboy, cuya idea consistía en que unas partes pudendas femeninas, personificadas y omniscientes, contestaban las preguntas de lectores masculinos con respuestas ingeniosas y a veces sibilinas. Hugh Hefner había conocido a Peter Luce por la prensa, cuando su nombre salió relacionado con una manifestación en pro de la libertad sexual. Seis estudiantes de Columbia habían escenificado una orgía —abortada por las fuerzas del orden— en una tienda de campaña instalada en el campus de la universidad, y cuando le pidieron su opinión sobre la realización de dicha actividad en el recinto universitario, el profesor Peter Luce, de cuarenta y seis años, dijo, al parecer, lo siguiente: «Estoy a favor de las orgías en cualquier parte que se produzcan». Eso llamó la atención de Hefner. No queriendo repetir en Playboy la columna de Xaviera Hollander en Penthouse, «Llámeme Madame», Hefner pensó que la colaboración de Luce podía centrarse en el aspecto científico e histórico de la sexualidad. Así, en sus tres primeras apariciones, «La vulva sibilina» se extendió en disquisiciones sobre el arte erótico del pintor japonés Hiroshi Yamamoto, la epidemiología de la sífilis y la vida sexual de San Agustín. La columna se hizo popular, pese a que no le presentaban preguntas inteligentes, habida cuenta de que el interés de los lectores se dirigía más bien a las sugerencias prácticas sobre el cunnilingus del «Consejero Playboy» o a los remedios contra la eyaculación precoz. Hefner acabó sugiriéndole que escribiera él mismo las preguntas, a lo que Luce se prestó muy gustosamente.
Peter Luce había aparecido en Phil Donahue junto a dos hermafroditas y un transexual para discutir los aspectos médicos y psicológicos de sus respectivas afecciones. En aquel programa, Phil Donahue dijo: «Al nacer, Lynn Harris era una niña, y fue educada como tal. En 1964 ganaste el concurso de Miss Playa Newport en Orange County, ¿no es así? Vaya, espera a que oigan esto: viviste como mujer hasta los veintinueve años, cuando empezaste a vivir como hombre. Tiene las características anatómicas tanto de hombre como de mujer. Que me caiga redondo, si miento».
Y también dijo: «Y esto es lo que no resulta tan divertido. Estos hijos de Dios, tan vivos e irreemplazables, seres humanos todos ellos, quieren que ustedes sepan, entre otras cosas, que eso es exactamente lo que son, seres humanos». Debido a determinadas circunstancias genéticas y hormonales, a veces resultaba muy difícil determinar el sexo de un recién nacido. Cuando se enfrentaban a un caso así, los espartanos cogían al recién nacido y lo llevaban a una colina rocosa para dejarlo morir allí. Los propios antepasados de Luce, los ingleses, ni siquiera se dignaban mencionar el tema, y tal vez no lo hubieran hecho jamás si el fastidio de unos genitales misteriosos no hubiese puesto trabas al buen funcionamiento de la ley de sucesiones. Lord Coke, el gran jurista británico del siglo XVI, trató de aclarar el asunto de a quién irían a parar los bienes raíces declarando que una persona debía ser «ora varón, ora hembra, y recibirá la herencia con arreglo al sexo que deba prevalecer». Claro que no especificaba método preciso alguno para determinar el sexo que debía prevalecer. Durante la mayor parte del siglo XX, la medicina ha estado utilizando el mismo criterio primitivo de asignación sexual que ya había formulado Klebs en 1876. Klebs mantenía que las gónadas de una persona determinaban su sexo. En caso de genitales ambiguos, se examinaba con el microscopio el tejido gonadal. Si dicho tejido era testicular, la persona era hombre; si ovárico, mujer. Se creía que las gónadas orientaban el desarrollo sexual de una persona, sobre todo en la pubertad. Pero resultó que las cosas eran más complicadas. Klebs inició la tarea, pero el mundo tendría que esperar otros cien años a que Peter Luce apareciese y la llevase a buen término.
En 1955, Luce publicó un artículo titulado «Todos los caminos llevan a Roma: conceptos sexuales del hermafroditismo humano». En veinticinco páginas, escritas en estilo directo y tono elevado, Luce sostenía que el sexo viene determinado por una serie de influencias: cromosomas, gónadas, hormonas, estructuras genitales internas, genitales externos y, lo más importante, el sentido masculino o femenino de la educación. Basándose en estudios de pacientes de los servicios de endocrinología pediátrica del Hospital de Nueva York, Luce estuvo en condiciones de recopilar cuadros clínicos que mostraban el funcionamiento de esos diversos factores, poniendo de relieve que el sexo gonadal de un paciente no siempre determinaba su identidad sexual. El artículo tuvo una gran repercusión. Al cabo de unos meses, casi todo el mundo había abandonado el criterio de Klebs en favor de los criterios de Luce.
Amparado por su éxito, Luce se vio ante la posibilidad de abrir el Servicio Psicohormonal del Hospital de Nueva York. En aquellos días examinaba sobre todo a chicas con síndrome adrenogenital, la forma más común de hermafroditismo femenino. Se había descubierto que la hormona cortisol, recientemente sintetizada en laboratorio, detenía la virilización que aquellas chicas solían experimentar, posibilitando su desarrollo como mujeres normales. Los endocrinólogos les administraron cortisol y Luce supervisó su desarrollo psicosexual. Aprendió mucho. En diez años de una investigación sólida y original, Luce realizó su segundo gran descubrimiento: la identidad sexual se establece en una etapa muy temprana de la vida, hacia los dos años de edad. El sexo era como la lengua materna; no existía antes del nacimiento, sino que durante la infancia se grababa en el cerebro de forma permanente. Los niños aprendían a ser hombre o mujer de la misma forma que aprendían a hablar inglés o francés.
Publicó esa teoría en 1967, en un artículo de la Revista de Medicina de Nueva Inglaterra titulado «Determinación precoz de la identidad sexual: la edad crucial de los dos años». A raíz de eso, su reputación subió por las nubes. Le empezaron a llover fondos, de la Fundación Rockefeller, de la Fundación Ford y el Instituto Nacional de Investigación. Había llegado la hora de convertirse en sexólogo. La revolución sexual facilitaba nuevas oportunidades para un investigador con sentido de la iniciativa. Durante unos años, llegar al fondo del misterio del orgasmo femenino fue una cuestión de interés nacional. O dilucidar los motivos psicológicos por los cuales determinados hombres se exhibían por la calle. En 1968, el doctor Luce abrió la Clínica de Trastornos Sexuales e Identidad Sexual. Pronto se convirtió en el principal centro dedicado a la reasignación sexual. Luce trataba todo tipo de casos: adolescentes de cuello palmeado con síndrome de Turner que sólo tenían un cromosoma sexual, un solitario X; zanquilargas bellezas con insensibilidad a los andrógenos; o muchachos XYY, que tendían a ser soñadores y solitarios. Cuando en el hospital nacían niños con genitales ambiguos, se pedía al doctor Luce que hablara del asunto con los perplejos padres. Luce también recibía a transexuales. Todo el mundo iba a la clínica, con el resultado de que Luce tenía a su disposición un cúmulo de material de investigación —especímenes vivitos y coleando— que ningún científico había tenido jamás.
Y ahora Luce me tenía a mí. En la sala de consulta, me dijo que me desnudara y me pusiera una bata de papel. Tras extraerme un poco de sangre (sólo un frasco esta vez), hizo que me tumbara en una camilla con las piernas en alto y los pies en unos estribos. Había una cortina verde pálido, del mismo color que la bata, que podía correrse sobre la camilla para separar las dos mitades del cuerpo. Luce no echó la cortina el primer día. Lo hizo en sesiones posteriores, cuando tenía público.
—Esto no te va a doler, pero te va a producir una sensación extraña.
Alcé la vista al círculo luminoso del techo. Luce se servía de otra luz, una lámpara de pie que podía mover según le conviniera. Noté el calor de la bombilla entre las piernas mientras él realizaba sus palpaciones.
Durante los primeros minutos me concentré en el anillo de luz pero, finalmente, metiendo la barbilla, miré hacia abajo y vi que Luce tenía el croco entre el pulgar y el índice. Lo estiraba con una mano mientras lo medía con la otra. Luego dejó la regla y tomó unas notas. No parecía escandalizado ni perplejo. En realidad, me examinó con mucha consideración, casi con aprecio. Había un elemento de respeto o estimación en su rostro. Tomó unas cuantas notas mientras siguió con la exploración, pero no trató de entablar conversación. Estaba muy atento a lo que hacía.
Al cabo de un rato, aún agachado entre mis piernas, Luce volvió la cabeza para buscar un instrumento. Entre el marco visual que me ofrecían las rodillas levantadas apareció su oreja, un órgano por derecho propio, sorprendente, lleno de espirales y rebordes, traslúcido bajo las brillantes luces. Casi me tocaba con ella. Por un momento pareció que Luce tratara de escuchar mis orígenes. Como si entre mis piernas se le hubiera planteado alguna adivinanza. Pero entonces encontró lo que estaba buscando y volvió a su quehacer.
Empezó a explorar por dentro.
—Relájate —ordenó.
Me puso un lubricante, arrimándose aún más.
—Relájate.
Había un matiz de fastidio, de mando, en su voz. Respiré hondo e hice lo que pude. Luce escarbó por allí dentro. Por un momento sentí una extraña sensación, tal como me había advertido él. Pero luego tuve un súbito dolor, agudo. Grité, dando una sacudida.
—Lo siento.
Pero siguió adelante. Me puso una mano en la pelvis para sujetarme. Sondeó más adentro, si bien evitando la zona dolorosa. Los ojos se me llenaron de lágrimas.
—Casi hemos terminado —anunció.
Pero apenas había empezado.
Lo fundamental en casos como el mío era no manifestar duda alguna con respecto al sexo del hijo en cuestión. A los padres de un recién nacido no se les decía: «Su hijo es hermafrodita», sino: «Su hija ha nacido con un clítoris mayor de lo normal. Tendremos que recurrir a la cirugía para reducirlo a la talla normal». Luce consideraba que los padres eran incapaces de asimilar una asignación de sexo ambiguo. Era preciso decirles si habían tenido niño o niña. Lo que significaba que, antes de decir nada, había que estar seguro del sexo que iba a prevalecer.
Luce aún no podía hacer eso conmigo. Había recibido los resultados de los análisis endocrinológicos realizados en el Hospital Henry Ford, de modo que conocía mi cariotipo XY, mis elevados niveles de testosterona en plasma y la ausencia en sangre de dihidrotestosterona. En otras palabras, antes de verme, Luce, considerando la información de que disponía, se habría atrevido a diagnosticar que yo era un pseudohermafrodita masculino —genéticamente hombre pero con apariencia de lo contrario— con un síndrome de deficiencia de 5-alfa reductasa. Pero eso, según las teorías de Luce, no significaba que tuviera una identidad sexual masculina.
El hecho de que fuese adolescente complicaba las cosas. Además de los factores cromosomáticos y hormonales, Luce debía considerar que me habían educado en sentido femenino. Sospechaba que la masa de tejido que había palpado en mi interior era testicular. Sin embargo, no podía estar seguro hasta que hubiera examinado una muestra al microscopio.
Todo eso debió de pasarle a Luce por la cabeza mientras me acompañaba de vuelta a la sala de espera. Me dijo que quería hablar con mis padres, y que los mandaría salir cuando hubiese terminado. Su aire grave había desaparecido y de nuevo se mostraba simpático, sonriendo y dándome palmaditas en la espalda.
En su despacho, Luce se sentó en su butaca Eames, alzó la cabeza, miró a Milton y a Tessie y se ajustó las gafas.
—Señor Stephanides, señora Stephanides, seré franco con ustedes. Éste es un caso complicado. Por complicado no quiero decir irremediable. Disponemos de una serie de tratamientos eficaces para estas afecciones. Pero antes de pensar en el tratamiento, hay una serie de interrogantes que necesito aclarar.
Durante ese discurso, a mi madre y mi padre sólo los separaba una distancia de treinta centímetros, pero cada uno de ellos escuchó algo diferente. Milton había oído palabras realmente dichas, como «tratamiento» y «eficaz». Tessie, en cambio, había oído palabras no expresadas. El médico no había pronunciado mi nombre, por ejemplo. No había dicho «Calíope» ni «Callie». Ni «hija», tampoco. No utilizó pronombre alguno.
—Necesito hacer más pruebas —proseguía Luce—. Tengo que hacer una evaluación psicológica completa. Una vez que disponga de la información necesaria, podremos discutir en detalle el curso adecuado del tratamiento.
Milton ya estaba asintiendo con la cabeza.
—¿Cuánto tiempo podría durar todo eso, doctor?
Con aire pensativo, Luce proyectó hacia fuera el labio inferior.
—Quiero repetir las pruebas de laboratorio, sólo para estar seguro. Tendré los resultados mañana. La evaluación psicológica requerirá más tiempo. Necesitaré ver a su bebé todos los días durante una semana por lo menos, quizá dos. Y también me sería útil que me trajeran algunas fotografías de su infancia o películas familiares, lo que tengan.
Milton se volvió a Tessie.
—¿Cuándo empezó Callie a ir al colegio?
Tessie no le oyó. Estaba pensando en la expresión de Luce: «su bebé».
—¿Qué clase de información está buscando, doctor? —preguntó Tessie.
—Los análisis de sangre nos dirán los niveles hormonales. La evaluación psicológica es habitual en estos casos.
—¿Cree que puede ser algo de hormonas? —preguntó Milton—. ¿Un desequilibrio hormonal?
—Lo sabremos cuando haya tenido tiempo de hacer todo lo necesario —concluyó Luce.
Milton se levantó y tendió la mano al doctor. La visita había terminado.
Téngase presente: hacía años que ni Milton ni Tessie me habían visto desnuda. ¿Cómo iban a saberlo? Y si no lo sabían, ¿cómo iban a imaginárselo? Los datos de que disponían eran de importancia secundaria —mi voz ronca, mi pecho plano—, y distaban mucho de ser convincentes. Hormonas. A lo mejor todo se reducía a algo de hormonas. Eso creía mi padre, o deseaba creer, y de eso era de lo que quería convencer a Tessie.
Yo manifestaba una resistencia particular.
—¿Por qué tiene que hacerme una evaluación psicológica? —pregunté—. Como si estuviera loca.
—El doctor ha dicho que es algo habitual.
—Pero ¿por qué?
Con esa pregunta había entrado de lleno en el quid de la cuestión. Mi madre me dijo después que ella intuía la verdadera razón de la evaluación psicológica, pero que prefirió no mencionarla. Más bien dejó que Milton hablara por ella. Y Milton decidió abordar el problema de manera pragmática. No tenía sentido preocuparse por una evaluación psicológica que sólo podía confirmar lo evidente: que yo era una chica normal y equilibrada.
—A lo mejor cobra más al seguro por el examen psicológico —aventuró Milton—. Lo siento, Cal, pero no tendrás más remedio que pasar por ello. A lo mejor te cura las neurosis. ¿Tienes alguna? Pues es el momento de sacarlas a la luz —me rodeó con los brazos, me dio un buen apretón y me besó en la sien.
Milton estaba tan convencido de que todo iba a salir bien, que el martes por la mañana voló a Florida para rematar un negocio.
—No tiene sentido que me quede plantado en este hotel, sin hacer nada.
—Tú lo que quieres es salir de este agujero —repuse.
—Os compensaré con una cena. ¿Por qué no salís esta noche tu madre y tú a cenar a un sitio elegante? A donde queráis. Como nos ahorramos unos dólares con esta habitación, podéis hacer un pequeño derroche. ¿Por qué no llevas a Callie a Delmonico’s, Tess?
—¿Qué es Delmonico’s? —pregunté.
—Un sitio donde dan filetes.
—Yo quiero langosta. Y tarta Alaska, con helado y merengue.
—¡Tarta Alaska! A lo mejor tienen también.
Milton se marchó y mi madre procuró gastar dinero. Fuimos a comprar a los almacenes Bloomingdale’s. A tomar el té al Plaza. Pero no a Delmonico’s; preferimos un restaurante italiano de precio medio que había cerca del Lochmoor, donde nos sentíamos, más cómodas. Cenamos allí todas las noches, haciendo cuanto podíamos para convencernos de que aquello era un viaje de verdad, de que estábamos de vacaciones. Tessie bebía más vino que de costumbre y se achispaba un poco, y cuando se iba al baño, yo me bebía su copa.
Normalmente, el rasgo más expresivo de la cara de mi madre era el hueco que tenía en los dientes. Cuando me escuchaba, Tessie solía taparse con la lengua aquella falla, aquel pasaje. Era señal de que me estaba atendiendo. Mi madre siempre prestaba mucha atención a todo lo que yo decía. Y si le contaba algo gracioso, retiraba la lengua, echaba hacia atrás la cabeza, abría mucho la boca y entonces aparecían los dientes, separados y hacia arriba.
Todas las noches, en el restaurante italiano, me esforzaba para que lo hiciera.
Por la mañana, Tessie me llevaba a la clínica para mis consultas.
—¿Qué aficiones tienes, Callie?
—¿Aficiones?
—¿Hay algo que te guste hacer especialmente?
—En realidad no soy de esas personas que tienen aficiones.
—¿Y los deportes? ¿Te gusta alguno?
—¿Cuenta el ping-pong?
—Lo anotaré. —Luce sonrió desde detrás del escritorio.
Yo estaba en el diván Le Corbusier, al otro extremo de la habitación, arrellanada sobre el cuero.
—¿Y los chicos?
—¿Qué pasa con los chicos?
—¿Hay algún chico de tu colegio que te guste?
—Se ve que nunca ha estado en mi colegio, doctor.
Comprobó los datos de su expediente.
—Ah, es un colegio de chicas, ¿verdad?
—Sí.
—¿Te sientes sexualmente atraída hacia las chicas? —preguntó Luce con toda rapidez. Fue como un golpe con un martillo de goma. Pero contuve el reflejo.
Dejó la pluma sobre la mesa y entrelazó los dedos. Se inclinó hacia delante y habló despacio.
—Quiero que sepas, Callie, que esto es entre tú y yo. A tus padres no les voy a contar nada de lo que me digas aquí.
Me encontraba en un dilema. Luce, sentado en su butaca de cuero, con su cabello largo y sus botas hasta los tobillos, era la clase de adulto a la que una chica podía confiarse. Tan mayor como mi padre, pero aliado de la nueva generación. Deseaba contarle lo del Objeto. Ansiaba contárselo a alguien, a cualquiera. Los sentimientos que me inspiraba seguían siendo tan fuertes que se me subían a la garganta. Pero me contuve, por precaución. No creía que aquella entrevista fuese tan privada.
—Me ha dicho tu madre que mantienes una relación muy estrecha con una amiga tuya —continuó Luce. Pronunció el nombre del Objeto—. ¿Te sientes sexualmente atraída hacia ella? ¿O has mantenido relaciones sexuales con ella?
—Sólo somos amigas —insistí, alzando un poco la voz. Y proseguí, en tono más bajo—: Es mi mejor amiga.
Como respuesta, la ceja derecha de Luce se enarcó tras las gafas. Salió de su escondite como si ella también quisiera echarme una buena ojeada. Y entonces encontré una salida.
—He mantenido relaciones sexuales con su hermano —confesé—. Está en tercero de carrera.
Una vez más. Luce no expresó sorpresa, desaprobación ni interés. Escribió una nota en el cuaderno, asintiendo brevemente con la cabeza.
—¿Y te gustó?
En eso podía decir la verdad.
—Me dolió. Y además estaba asustada por si me quedaba embarazada.
Luce sonrió para sí, anotando algo en el cuaderno.
—No te preocupes por eso —me dijo.
Así eran aquellas sesiones. Todos los días me pasaba una hora en la consulta hablando de mi vida y mis sentimientos, de lo que me gustaba y no me gustaba. Luce me hacía toda clase de preguntas. A veces las respuestas que le daba no eran tan importantes como la manera de contestar. Él observaba la expresión de mi rostro; tomaba nota de la forma en que me justificaba. Las mujeres tienden a sonreír a sus interlocutores más que los hombres. Hacen una pausa y miran en busca de señales de asentimiento antes de continuar. Los hombres se limitan a mirar a un segundo plano mientras sueltan una perorata. Las mujeres prefieren lo anecdótico. Los hombres, lo deductivo. Era imposible trabajar en el ámbito de Luce sin caer en tales estereotipos. Pero él conocía sus limitaciones. Y le resultaban útiles desde el punto de vista clínico.
Cuando no hablaba sobre mi vida y mis sentimientos, respondía por escrito a sus preguntas. Muchos días me ponía a escribir a máquina lo que Luce denominaba «Historia psicológica». Aquella temprana autobiografía no empezaba: «Nací dos veces». Aún no me había dado por los comienzos ostentosos y retóricos. Empecé, sencillamente, con las siguientes palabras: «Me llamo Calíope Stephanides. Tengo catorce años, camino de los quince». Comencé con los hechos y así seguí mientras pude.
¡Háblame, Musa, de aquella ingeniosa Calíope que escribía en la destartalada Smith Corona! ¡Háblame del murmullo y el temblor de la máquina ante sus revelaciones psiquiátricas! Háblame de las dos franjas de la cinta, una para escribir y otra para corregir, que tan elocuentemente representaban su apurada situación, suspendida entre la impronta de la genética y la cirugía, que limpia de toda culpa. Háblame del extraño olor de la máquina, entre salchichón y tres en uno, y de la calcomanía de una flor que había pegado su último usuario, y también de la F rota, que sobresalía. En aquella moderna pero pronto anticuada máquina no escribí como correspondía a una chica del Medio Oeste, sino a la hija de un clérigo de Shropshire. Todavía conservo en alguna parte una copia de mi historia psicológica. Luce la publicó en sus obras completas, omitiendo mi nombre. «Me gustaría hablar de mi vida», dice en un pasaje, «y de las múltiples experiencias que conforman las penas y alegrías que siento en este planeta que llamamos Tierra». Al describir a mi madre, digo: «Su belleza es de esas que parecen ajadas por el dolor». Unas páginas más adelante se llega al capítulo titulado: «Cáusticas y Caquécticas Calumnias de Callie». La mitad de la historia estaba escrita al estilo George Eliot en malo, y la otra, al estilo de Salinger en malo. «Si hay algo que aborrezco es la televisión». No era cierto. ¡Me encantaba la televisión! Pero en aquella Smith Corona descubrí enseguida que era más divertido inventarse las cosas que decir la verdad. También tenía presente que escribía para un público —el doctor Luce— y que, si manifestaba una actitud lo suficientemente normal, me mandaría a casa. Eso explica los pasajes sobre el amor a los gatos («afecto felino»), las recetas de pasteles y mi profundo apego a la naturaleza.
Luce se lo tragaba todo. Es cierto; tengo que reconocer los méritos de alguien cuando los tiene. Luce fue la primera persona que me animó a escribir. Todas las noches se leía lo que yo había escrito durante el día. Lo que no sabía, desde luego, era que me estaba inventando la mayoría de las cosas, haciéndome pasar por la hija que mis padres querían que fuese, una chica americana normal. Novelé un «juego sexual» a temprana edad y luego diversos enamoramientos con chicos; trasladé a Jerome mis sentimientos por el Objeto y los resultados fueron sorprendentes: el más leve retazo de verdad daba verosimilitud a las mayores mentiras.
A Luce le interesaban todos aquellos aspectos de mi prosa que denotaban identidad sexual. Medía mi jouissance frente a mi linealidad. Retenía mis florituras victorianas, mi lenguaje anticuado, mi decoro de colegiala. Todo eso tuvo un gran peso en su evaluación final.
También estaba la pornografía como instrumento de diagnóstico. Una tarde, cuando llegué a la sesión, había un proyector cinematográfico en la consulta. Habían echado las cortinas e instalado una pantalla frente a las estanterías. Bajo una luz melosa, el doctor Luce encajaba el celuloide en los dientes de las ruedas.
—¿Va a enseñarme otra vez la película de mi padre? ¿De cuando era pequeña?
—Hoy he traído algo diferente —repuso Luce.
Adopté mi postura habitual, apoyándome en el diván de cuero con los brazos detrás de la cabeza. El doctor apagó las luces y la película empezó enseguida.
Trataba sobre una repartidora de pizzas. Se titulaba Annie te lo trae a casa. En la primera escena, Annie, con vaqueros cortados por el muslo y enseñando el estómago bajo una blusa Ellie-May, desciende del coche frente a una casa al borde del mar. Llama al timbre. No hay nadie. No queriendo que la pizza se eche a perder, se sienta junto a la piscina y empieza a comérsela.
Los criterios de producción no eran muy elevados. La escena de cuando aparecía el encargado de la piscina estaba mal iluminada. Resultaba difícil oír lo que decían. Pero al cabo de poco dejaron de hablar. Annie había empezado a quitarse la ropa. Se puso de rodillas. El encargado también se había desnudado, y luego se les veía en los escalones de la piscina, dentro del agua, en el trampolín, zarandeándose, contorsionándose. Cerré los ojos. No me gustaban los crudos colores carne de la película. A diferencia de las pinturas del despacho de Luce, no era nada bonito.
En tono directo, Luce me preguntó desde la penumbra:
—¿Cuál de los dos te excita?
—¿Cómo dice?
—¿Cuál te excita de los dos? ¿La mujer o el hombre?
La verdad era que ninguno. Pero la verdad no servía.
Sin apartarme de mi ficticia historia, logré salir del paso con toda tranquilidad.
—El chico.
—¿El encargado de la piscina? Eso está bien. A mí me va la chica de la pizza. Tiene un cuerpazo.
Niño protegido que fue, procedente de una reservada familia presbiteriana, Luce estaba ahora liberado, libre de antisexualidad.
—Tiene unas peras increíbles —afirmó—. ¿No te gustan las tetas que tiene? ¿Te excitan?
—No.
—La polla del tío, ¿eso es lo que te excita?
Asentí brevemente con la cabeza, deseando que se acabara la sesión. Pero aún duraría un poco más. Annie tenía más pizzas que repartir. Luce quería verlas todas.
A veces llevaba a otros médicos para que me viesen. Una exhibición normal se desarrollaba del siguiente modo. Me llamaban al gabinete en que escribía, en la parte de atrás de la clínica. En el despacho de Luce esperaban dos hombres con traje de calle. Se ponían en pie cuando yo entraba. Luce hacía las presentaciones.
—Callie, quiero presentarte al doctor Craig y al doctor Winters.
Los médicos me estrecharon la mano. Era el primer dato que registraban: mi apretón de manos. El doctor Craig apretaba mucho. El doctor Winters, menos. Como si acabaran de conocer a una modelo, desviaron con esfuerzo la vista de mi cuerpo y pretendieron interesarse en mí como persona.
—Callie ya lleva una semana viniendo a la clínica —anunció Luce.
—¿Te gusta Nueva York? —preguntó el doctor Craig.
—Casi no he visto nada.
Los médicos me sugirieron algunos monumentos dignos de ver. El ambiente era relajado, amistoso. Luce me puso la mano en la rabadilla. En los hombres resulta un gesto molesto. Te tocan la espalda como si tuvieras una manivela para dirigirte donde ellos quieren. Cuando no te colocan la mano en la coronilla, paternalmente. Los hombres y sus manos. No se les puede perder de vista un momento. La mano de Luce proclamaba ahora: Aquí la tenéis. Mi atracción principal. Lo tremendo era que yo respondía a eso; me gustaba la sensación que me producía la mano de Luce en la espalda. Me complacía la atención que despertaba. Ahí estaba toda esa gente que quería conocerme.
Al cabo de poco, la mano de Luce me escoltaba por el pasillo hacia la sala de reconocimiento. Yo ya sabía lo que había que hacer. Me desnudé detrás del biombo, mientras los médicos esperaban. La bata de papel verde estaba doblada sobre la silla.
—¿De dónde procede la familia, Peter?
—De Turquía. Originariamente.
—Yo sólo conozco el estudio de Papúa Nueva Guinea —dijo Craig.
—Sobre los sambia, ¿no?
—Sí, exacto —contestó Luce—, allí también hay una elevada incidencia de la mutación. Los sambia también son interesantes desde un punto de vista sexológico. Practican la homosexualidad ritual. Los varones sambia consideran que el contacto con las hembras es contaminante. De manera que han organizado estructuras sociales para limitar en lo posible el contacto. Los hombres y los niños duermen en una parte del poblado, las mujeres y las niñas en otra. Los hombres sólo van al pabellón de las mujeres para procrear. Entran y salen. De hecho, la traducción literal de la palabra que utilizan los sambia para designar la vagina es «esa cosa que en realidad no es nada buena».
Unas risitas quedas llegaron hasta mí desde el otro lado del biombo.
Salí, sintiéndome incómoda. Era más alta que los médicos, aunque pesaba mucho menos. Descalza, sentía el suelo frío bajo las plantas de los pies mientras me dirigía a la camilla. Me senté en ella de un salto y luego me tumbé.
Sin que me dijeran nada, levanté las piernas y encajé los talones en los estribos ginecológicos. En la sala se había hecho un ominoso silencio. Los tres médicos se acercaron. Miraron hacia abajo. Sus cabezas formaban una trinidad inclinada sobre mí. Luce echó la cortina a lo ancho de la camilla.
Se agacharon, examinando mis partes, mientras Luce les brindaba una visita guiada. Yo desconocía el significado de la mayoría de los términos que empleaba, pero a la tercera o cuarta vez podía recitar la lista de memoria: «Complexión musculosa… no hay ginocomastia… hipospadias… seno urogenital… bolsa vaginal ciega…». Esas palabras constituían mi derecho a la fama. Pero no me sentía famosa. En realidad, detrás de la cortina era como si no me encontrase en la misma habitación.
—¿Qué edad tienes? —preguntó el doctor Winters.
—Catorce —contestó Luce—. En enero cumplirá los quince.
—De manera que tu punto de vista es que su condición cromosomática ha quedado completamente anulada por la educación, ¿no es así?
—Me parece absolutamente evidente.
Y ahí tumbada, dejando que Luce, con sus guantes de goma, hiciera lo que tuviese que hacer, intuí lo que pasaba. Luce quería impresionarlos con la importancia de su trabajo. Necesitaba fondos para mantener la clínica en funcionamiento. La cirugía que realizaba a transexuales no constituía un mérito a ojos de Don Dinero. Para despertar su interés había que tocarles la fibra sensible. Había que poner cara de sufrimiento. Eso es lo que Luce intentaba hacer conmigo. Yo era perfecta, tan educada, tan del Medio Oeste. En mi ambiente no había nada indecoroso, ni menciones de bares de travestidos ni anuncios en la parte de atrás de revistas dudosas.
El doctor Craig no estaba convencido.
—Un caso fascinante, Peter. No hay duda. Pero mi gente querrá conocer sus aplicaciones prácticas.
—Es una afección muy poco común —admitió Luce—, sumamente rara. Pero desde el punto de vista de la investigación, su importancia no puede menospreciarse. Por las razones que os he mencionado en mi despacho.
Luce se expresó en términos imprecisos, para que yo no me enterase, pero en el mismo tono persuasivo, para convencerlos a ellos. No había llegado hasta donde estaba sin poseer determinadas capacidades para el cabildeo. Entretanto, yo estaba allí sin estarlo verdaderamente, encogiéndome a cada palpación de Luce, con carne de gallina y preocupada por si no me había lavado bien.
También recuerdo esto. Una sala alargada y estrecha en otra planta del hospital. Una pequeña plataforma en un extremo frente a un foco. El fotógrafo, cargando la cámara.
—Vale, estoy preparado —dijo.
Me quité la bata. Casi acostumbrada ya, subí a la plataforma, situándome delante de un indicador de estatura.
—Abre un poco los brazos.
—¿Así?
—Eso es. No hagas sombras.
No me dijo que sonriera. La editorial del libro se ocuparía de taparme la cara. El rectángulo negro: una hoja de parra que oculta la identidad y airea la vergüenza.
Cuando hablaba conmigo. Pero yo aprovechaba la ocasión para lloriquear y quejarme.
—Estoy harta de este hotel. ¿Cuándo nos vamos a casa?
—En cuanto estés mejor —contestó Milton.
Cuando nos íbamos a dormir, echábamos las cortinas y apagábamos la luz.
—Buenas noches, cariño. Hasta mañana.
—Buenas noches.
Pero yo no podía dormir. No dejaba de pensar en aquella palabra: «mejor». ¿Qué habría querido decir mi padre? ¿Qué me iban a hacer? Los ruidos de la calle llegaban a la habitación con una extraña nitidez, resonando en el edificio de piedra de enfrente. Oí las sirenas de la policía, los airados pitidos de los coches. Mi almohada era estrecha. Olía a tabaco. Al otro lado de la alfombra, mi madre ya estaba dormida. Antes de que me concibiera, se había plegado al estrafalario plan de mi padre para determinar mi sexo. Lo había hecho así para no estar sola, para tener a una amiga en casa. Y yo había sido aquella amiga. Siempre había estado muy unida a mi madre. Teníamos un carácter parecido. Nada nos gustaba más que sentarnos en el banco de un parque y mirar el rostro de la gente que pasaba. Ahora, la cara que veía era la de Tessie, en la otra cama. Estaba pálida, sin expresión, como si la crema que se daba por la noche le hubiera quitado no sólo el maquillaje sino la personalidad. Pero Tessie movía los ojos; bajo los párpados, los desplazaba de un sitio a otro. Callie no podía imaginar las cosas que Tessie veía entonces en sueños. Pero yo sí. Tessie tenía un sueño recurrente. Una versión de las pesadillas que asaltaban a Desdémona tras escuchar los sermones de Fard. Soñaba con gérmenes de niños que burbujeaban, dividiéndose. De criaturas horribles que nacían de una pálida espuma. Tessie no se permitía pensar en esas cosas durante el día, de modo que las imágenes la asaltaban por la noche. ¿Era culpa suya? ¿Debía haberse resistido cuando Milton intentaba doblegar la naturaleza a su voluntad? ¿Acaso había un Dios, después de todo, que castigaba a la gente aquí en la Tierra? Esas supersticiones del Viejo Mundo habían desaparecido de la mente consciente de mi madre, pero seguían actuando mientras dormía. Desde la otra cama yo veía la actividad de aquellas fuerzas oscuras en el rostro de mi madre dormida.