1 Un fonendo como Dios manda

Sobresaliente cum laude: uno de los días más felices de mi vida; la exitosa lectura de mi tesis doctoral. ¿Acaso puedo alcanzar mayor dicha académica?

Ahí está mi director, sonriendo ufano, casi complaciente ante la demostración infalible de una hipótesis de trabajo que no es la que él hubiera deseado plantar sobre la mesa de esta aula magistral hispalense, donde otros tantos doctorandos han derramado sus lágrimas. Detrás de mi director, mis amigos, mis contados amigos, que han venido sobre todo a disfrutar del cerveceo que degustaremos dentro de un rato. En la primera fila (no querían perderse ni un detalle), mis padres, que se han ausentado por escaso tiempo de su querido pueblo para comprobar con sus propios ojos cómo su hijo se convierte en doctor. Mi madre me besa, llorando, cuatro o cinco veces, como a un niño chico, deseando volver a Guadalcanal para contarle a las amigas y vecinas de su calle que su hijo es doctor de verdad, y les explicará que no todos los médicos son doctores, aunque se les llame así, porque solo son doctores los que leen la tesis. Mi padre, el fuerte abrazo de mi padre, hombre recio de campo, a quien a lo mejor debería haber hecho caso con sus sabios consejos: «A veces, Diego, es mejor dejar correr la liebre». Y ese sillón vacío, esa presencia invisible, continua, un fantasma al que he dirigido mis ojos durante mi disertación, a hurtadillas del tribunal, receloso de no recibir el anhelado cum laude.

Dejar correr la liebre... ¿no era eso lo que yo tenía que haber hecho cuando comenzó todo aquel domingo en la Alameda?

—Te lo dejo por tres talegos, coleguita.

—No tengo tanto. ¡Uno! —repliqué.

—Ni pa ti ni pa mí, dos y va que chuta —fue la tentadora oferta del pintoresco vendedor, mostrándome con su sonrisa los escasos dientes negros que aún le bailaban en su boca.

Contuve la risa: dos talegos, dos mil pelas. No soy un experto en antigüedades, pero diría que aquel delicado instrumento que entonces reposaba en las palmas de mis manos debía de costar, a buen seguro, varios miles más. Y sin embargo, dos talegos para un estudiante de Medicina en 1986 no era un fácil desembolso. Recordé que había visto antes de salir de casa, dentro de mi cartera, la cara de don Benito Pérez Galdós impresa en un billete; sopesé las pelas que podía llevar mi amigo Rafa, quien me acompañaba, y lancé mi precio definitivo:

—Talego y medio —aseveré rotundo, apretando contra mi pecho lo que ya me pertenecía.

Fue Rafa Montero, mi compañero de piso, quien propuso pasear por el mercadillo de la Alameda de Hércules en Sevilla. No era habitual que me hiciera esa proposición, sobre todo porque los domingos, como buen tuno (o mal tuno, según se mire), no daba señales de vida hasta después del almuerzo. Era entonces cuando se levantaba resacoso, tambaleante, los ojos entrecerrados, como dos puñaladas en un cartón y, aún sin quitarse el pijama, se lanzaba de cabeza sobre el sofá del salón, sin reparar en quién pudiera estar de visita en ese momento. Recuerdo que en una ocasión se llevó a la boca con ansia un trozo de pizza que había quedado huérfano en el centro de la mesa y, antes de comenzar el segundo bocado, las náuseas le empujaron corriendo al baño, donde largó hasta los cubitos de hielo de los cubatas de la noche anterior.

Aquel segundo sábado de enero, las niñas sevillanas no habían requerido la galantería de la tuna de Medicina, vamos, que se quedaron sin ronda, motivo por el que Rafa se había levantado tan despejado como el día que transcurría. «Illo, Diego, ¿por qué no damos un garbeo por la Alameda, a ver si encontramos algún casete de flamenco o de múzica sudaca?», había sido su propuesta.

Todos los sevillanos sabían que cualquier objeto, por inusual que fuera, se podía encontrar en el mercadillo. A espaldas de las estatuas de Hércules y Julio César, presidiendo desde lo alto de sendas columnas romanas la entrada al zoco de la Alameda, se encontraba el albero repleto de mantas cubiertas con los objetos más dispares: libros antiguos y descatalogados, cómics, discos de vinilo de Raphael cuando empezaba a cantar, en pantalones cortos; ruedas de coche o tapacubos, destornilladores, alicates, un gramófono, un ventilador del año catapún, floreros cristalinos de todos los estilos, formas y colores, transistores con las tripas fuera, tulipas de lámparas desparejadas, candelabros decimonónicos, la cabeza de una muñeca Nancy, una botella de sifón La Juncal, la pesa de una olla Magefesa, el cabezal de una botella de butano... Sobre las mantas y sábanas que cubrían el albero, alternaban los puestos de objetos antiguos de colección, a veces de dudoso origen, con porquerías de segunda mano, restos de un naufragio que provocaban el asombro de los paseantes. Incluso, en alguna ocasión, se podía descubrir el radiocasete o la caja de herramientas que te habían robado unos meses atrás de tu coche. Y los médicos encontraban también aquí su bata o el pijama de quirófano de su propio hospital.

Apostaría lo que fuera a que el mellado buhonero no tenía ni idea de lo que me acababa de vender. En mi primera ojeada al destartalado escaparate no me percaté de su presencia, distraído con la escena del vendedor tocándole las palmas por bulerías a otro colega que rasgaba su guitarra sentado sobre una vieja maleta. Segundos después, rememoré la imagen grabada en mi subconsciente (seguro que Rafa podría explicar con detalle todo el proceso, que para eso estudiaba Psicología) y caí en la cuenta de que no era la primera vez que veía aquel cilindro de madera. ¿Dónde había sido...?, ¿en un libro? ¿O quizás en una diapositiva en clase? No lo recordaba. Lo único que podía asegurar es que me encontraba ante un estetoscopio antiguo. O una buena imitación, que también era posible. El objeto en cuestión, de color ámbar (ni idea del tipo de madera), mediría unos treinta centímetros de longitud por cuatro o cinco de diámetro. Estaba compuesto por dos piezas separadas y simétricas que se unían, formando una estructura cilíndrica; en un extremo se insertaba una tercera pieza, parecida a un tapón o embudo pequeño que obturaba el conducto central, mientras que el extremo contrario mostraba un pequeño orificio. Al tenerlo entre mis manos, Rafa me preguntó si aquello era un catalejo y pensé que no iba mal desencaminado en el parecido, con la salvedad de que el instrumento en cuestión carecía de lentes.

—Me debes quinientas pelillas, tío. No zé, pero a mí me parece que eze trasto es tela de viejo, lo digo por los churretes de roña de la madera —dijo Rafa, enarcando las cejas sobre sus ojos claros de torero—. Ahora que, por un poco más, te podías haber comprao un fonendo como Dios manda.

—Ya tengo el fonendoscopio más moderno que hay en el mercado, Rafa —repliqué—. Estaba deseando tener algún instrumental médico antiguo, para cuando monte mi consulta. ¿Qué iluso, no?

—No te desanimes, hombre, que tan zolo te quedan unos meses para ser matazanos. Que la cosa está chunga ya lo zabemos, mucha gente con carrera trabajando de camarero. Pero tú eres un tío listo, hombre, y te colocarás de médico.

—Bueno, Felipe González dijo que iba a crear ochocientos mil puestos de trabajo.

—No, pánfilo, no dijo ochocientos mil; dijo ochocientos o mil, y ya ha colocao a zu primo, a zu zobrino... —sonrió Rafa, extrayendo de su cazadora de ante un paquete de Ducados.

Recorrimos la Alameda reconfortándonos con el inusual día de invierno. Rafa se compró la cinta Castillo de arena de Camarón y otra de Los Panchos, en cuya carátula aparecían jovencitos. Rematamos la mañana tapeando al sol, sofisticados lagartos en la terraza de un concurrido bar. El ambiente cambiaría al atardecer y atraería a la otra Sevilla, dispuesta a ver una película menos comercial en el multicines o a pasar un buen ratito en las casas de prostitución y en los bares morunos de las calles colindantes.

Mi vida no se habría complicado sobremanera si hubiera guardado el estetoscopio entre algodones, a salvo, hasta disponer de mi propio despacho médico, donde podría exhibirlo en una ostentosa vitrina: una especie de antigualla de mis antepasados, vana ilusión, puesto que yo iba a convertirme en el primer médico de mi familia. Otra oportunidad para dejar correr la liebre.

Contra todo pronóstico, al día siguiente me llevé mi «nuevo» estetoscopio a las prácticas de Medicina; no por necesidad, más bien por simple curiosidad científica. Mientras conducía mi Seat 124 por la Ronda de Capuchinos, me preguntaba cómo se percibirían los sonidos del cuerpo humano en aquel rudimentario instrumento. Aquel lunes de enero de 1986 no solo me embargaba la ilusión por hacer las prácticas de Medicina (seis años esperando para tener unas míseras horas de contacto directo con los pacientes), también me apremiaba la inquietud de comparar el sonido del cilindro de madera con mi moderno estetoscopio Littmann americano.

En la planta de Medicina Interna del Hospital Universitario me incorporé al grupo de mis compañeros de clase, patitos recién salidos del cascarón que perseguían al doctor Arroyo, uno de los escasos médicos no docentes que nos permitía acompañarlo en su quehacer diario. La situación de nuestras prácticas médicas pasaba por un momento conflictivo, ya que un gran porcentaje de los médicos que hasta entonces las impartían se habían negado a seguir sirviendo de profesores honorarios.

Caminando de una a otra habitación, no sin cierta prisa, el doctor nos explicó por qué se marcaba la huella de nuestro dedo presionando en los tobillos de un paciente con insuficiencia cardiaca, el denominado edema maleolar; en qué consistía el aleteo o asterixis de la palma de las manos en la encefalopatía hepática; percibimos el signo de la oleada en la barriga a rebosar de líquido de una enferma con ascitis; incluso asistimos a la realización de una punción lumbar a través del ínfimo espacio entre dos vértebras (¡menuda estocada!) para diagnosticar una meningitis.

Qué diferente era comprobar in situ (como diría un cátedro) los signos de las enfermedades que los profesores se esmeraban en explicar con miles de palabras en los libros de texto. Quedaba demostrado que el estudio, clavando codos sobre los apuntes, era obligatorio para aprobar y obtener el título, pero la práctica sobre el propio terreno, a pie de cama, era imprescindible para plantarse ante el enfermo con el sano propósito de desentrañar la naturaleza de sus males en un futuro no lejano.

Como me avergonzaba usar el fonendoscopio antiguo ante mis compañeros (y no digamos delante del doctor Arroyo), dejé que transcurriera el pase de sala, de forma que cuando me encontré a solas, volví en busca de mi bolsa de deporte y extraje el cilindro de madera. Lo guardé en la bata y, debido a sus dimensiones, no pude evitar que sobresaliera la mitad por encima del bolsillo. Durante la mañana me había enternecido una anciana con neumonía que agonizaba en su habitación. Me recordó a mi abuela, la pobre, que en paz descanse, con su pelo de plata recogido en un moño; según había pronosticado el doctor Arroyo, padecía una estenosis severa de la válvula aórtica cardiaca, por lo que no viviría más de dos días. Me dirigí de nuevo a la habitación y con el fin de que sus familiares no me vieran trastear con mi rudimentario fonendo, les invité, haciendo gala de mi simpatía, a que salieran durante unos minutos. Al fondo, cerca de la ventana, dormitaba la paciente, ajena a mi presencia. Cuando mi bata ya rozaba las sábanas de su cama pude oír, brotando de su pecho, un ruido similar al de una olla hirviendo, signo inequívoco de que se encontraba en edema pulmonar, «con los pulmones encharcados», explicarían los médicos a sus familiares. A pesar de que se le administraba oxígeno a través de una cánula nasal, tanto sus labios como las orejas y las puntas de los dedos se exhibían azulados. Cada treinta o cuarenta segundos la respiración se enlentecía, para reanudarse poco después, simulando un motor que entrara en ralentí de forma periódica.

Me situé de espaldas a sus dos compañeras de habitación y extraje el cilindro de madera de mi bolsillo. Retiré el obturador y coloqué el extremo ligeramente cóncavo sobre la parte alta del torso, no cubierta por el ajado pijama de hospital; apliqué mi oído al extremo opuesto del estetoscopio y me dejé llevar... Lo primero que percibí fueron unos ruidos de chapoteo o gorgoteo de líquido, sobre todo cuando la enferma exhalaba. Me pareció que los sonidos llegaban menos intensos en comparación con la experiencia acústica de mi Littmann moderno cuando la exploré acompañado del profesor. Cerré los ojos, en un intento de evitar desconcentrarme con la claridad de la habitación. Aún hoy, me resulta difícil explicar lo que ocurrió en ese momento, a pesar de que más tarde experimentaría de nuevo esa sensación. El color rojizo que yo percibía a través de mis párpados cerrados se fue transformando en un tono verdoso y poco a poco asistí a una visión misteriosa, donde no solo veía, también oía sonidos ajenos al cuerpo humano. Era como si estuviera asistiendo a una función de cine, como si frente a mis ojos me hubieran colocado una enorme pantalla. Pude ver la forma difuminada de una cabeza humana, sin edad definida, de rasgos imperceptibles; tenía el cabello largo, a juzgar por los contornos ondulados que caían sobre lo que probablemente serían los hombros. Una voz grave, pero al mismo tiempo reconfortante, asexuada, me habló con parsimonia de esta manera: «Eh, eh, águila, ¿por qué te duermes en tus conocimientos? ¡Libérate de tus dudas! Debes conocer... ¡Levántate y bebe!». A pesar de la experiencia fantástica, en ningún momento pasé miedo, pues mientras aquel espectro luminoso me hablaba, me sentía lleno de paz. Poco después, la imagen se desvaneció, retornando a mis oídos el sonido crepitante del líquido pulmonar.

Abrí los ojos, desconcertado. Para mi sorpresa, nada había cambiado en la habitación. La enferma, ajena a mi experiencia, seguía agonizando mientras sus compañeras dormían, supuse que bajo los efectos de algún somnífero.

¿Qué me había pasado? Según había estudiado en psiquiatría, y aunque yo nunca había tomado drogas (puede que suene raro, pero ni siquiera le había pegado una simple calada a un porro), la visión se asemejaba a una alucinación, ¡parecía tan real...! Tras unos minutos de turbación, mirando a través de la ventana el denso tráfico que circulaba por la avenida Doctor Fedriani, se me ocurrió realizar una nueva auscultación. Retomé el cilindro con la mano derecha, temblorosa, y procedí de idéntica manera. Allí seguían los borboteos de líquido en el pulmón. Cerré los ojos y me concentré en el color rojo de fondo, pero nada nuevo ocurrió. A los dos o tres minutos sentí que me palmeaban el hombro izquierdo:

—Oiga, perdone, ¿tardará usted mucho? Es que ha venido mi familia de Cádiz para estar con mi madre —dijo su hija, que me miraba con cara indulgente.

Me disculpé, consciente de que le estaba robando el poco tiempo de vida que le quedaba junto a ella. Al guardar el cilindro de madera en mi bata, la afectada hija me miró con expresión extraña, preguntándose qué era aquel objeto de madera que yo había puesto sobre el pecho de su madre, en nada parecido al clásico estetoscopio de gomas negras. Sentí su mirada en mi cogote al abandonar la habitación, donde un coro de plañideras se abrió a mi paso como las aguas del mar Rojo ante Moisés.

La tarde transcurrió despacio, eterna, inmóvil. Intenté concentrarme estudiando, fue imposible; no paraba de darle vueltas al asunto. Experimentar una visión con un instrumento destinado a oír, no a ver, ya era fantástico, pero más lo era que la visión me hablara. Si al menos me hubiera dicho algo coherente. No hacía más que intentar descifrar aquella frase. ¿Qué significaba? Me llamaba águila, me invitaba a disipar mis dudas y me impulsaba a levantarme y beber. ¿Qué me quería decir? ¿Quizás que tenía que dedicar más tiempo al aprendizaje y al estudio? Sentí ganas de contarle lo ocurrido a Rafa, pero ya lo veía diciéndome que me estaba quedando abombao de tanto estudiar. Me engañé a mí mismo argumentándome que todo había sido una ilusión pasajera y no merecía la pena concederle más importancia a lo ocurrido.

Volví a mi sesión de prácticas de Medicina Interna a la mañana siguiente, deseoso de conocer el desenlace de la abuelita del moño. Cuando entramos en su habitación, guardando las espaldas del doctor Arroyo, me quedé atónito ante la escena: la enferma nos contemplaba extrañada por encima de sus gafas de pasta, sentada en la cama, al tiempo que intentaba llevarse con torpeza una cuchara llena de sopa a la boca, que se estrellaba contra su mentón. El doctor nos dirigió una mirada recriminatoria, como si nosotros, unos simples estudiantes de Medicina, fuéramos los culpables del renacer de la paciente. Cualquiera diría que le había contrariado la mejoría, pero claro, su pronóstico del día anterior había quedado a la altura de la suela de una alpargata. El maestro alzó el estetoscopio de sus hombros por encima de su cabeza medio calva, realizó una auscultación pormenorizada del tórax, arriba y abajo, comparando un hemitórax con el contrario, enarcando las cejas en señal de desconcierto. Después, sin mediar palabra, con la palma de su mano señalando a la enferma, nos invitó a auscultarla. A través de las patillas de mi Littmann escuché perfectamente el murmullo vesicular, el suave sonido del aire entrando y saliendo sin interferencias de sus bronquios y alvéolos. Por supuesto, no quedaba ni una gota de líquido en los pulmones, la evolución clínica fue prodigiosa. Todos los familiares congregados en la puerta de la habitación saltaban de alegría, repartiendo besos y abrazos, cuando el internista les anunció que la abuela se salvaría. «Para que luego digan que la Medicina es una ciencia exacta», farfulló con cara de perros ya de camino a la siguiente visita. Quise suponer que al final, contra todo pronóstico, los diuréticos que se le habían administrado a la enferma para forzar la orina lograron su efecto y consiguieron salvarla. Después de todo, nosotros solo éramos médicos, profesionales con estudios avanzados en biología humana que nos conferían un mayor grado de información acerca del desenlace de las enfermedades, aunque no una predicción segura: hombres del tiempo con bata y fonendo.

Al final de la mañana, cuando mis compañeros y el profesor se habían marchado a casa, se me ocurrió la idea de volver sobre mis pasos y probar de nuevo el estetoscopio de madera en un varón de treinta años con neumonía leve. El médico de guardia lo ingresó con buen criterio porque vomitaba todo lo que ingería, incluyendo los antibióticos, así que la única manera de administrarlos era a través de una vía intravenosa en el brazo. Estuve a punto de no tocar el estetoscopio cuando descorrí la cremallera de mi bolsa de deportes, pero una fuerza irracional me impulsaba a tomarlo entre mis manos.

Para que el chico, quien se mostró sorprendido al verme de nuevo, no observara cómo le aplicaba el cilindro, le animé a que se sentara en la cama y se levantara el pijama, lo que me permitió auscultarle la espalda. Al igual que con el Littmann con el que lo había examinado una hora antes, percibí al momento un ruido de crepitar que se correspondía con la neumonía, algo más seco que en el edema de la anciana. Cerré los ojos, la luz rojiza de mis párpados se fue oscureciendo y esperé la tonalidad verde. De pronto todo era negro, de un negro infinito como jamás había percibido. Empecé a sudar y a sentirme inquieto. Poco a poco, en la negrura de mi pantalla, aparecieron unas sombras grisáceas, nubes cargadas de tormenta, que giraban y formaban algo parecido a un remolino. Entonces lo oí: eran gritos de personas, hombres, mujeres, niños, que crecían en intensidad, al unísono, gritos desgarrados que parecían clamar amparo. En pocos segundos los alaridos me provocaron un enorme dolor punzante en el oído, chillé y el cilindro resbaló de mis manos. «¿Te encuentras bien?», me preguntó el paciente. Durante un momento no supe cómo reaccionar. Estaba asustado, tembloroso, el sudor me empapaba de arriba abajo. «No es nada. Es que... tengo una otitis, estoy con fiebre y me he dañado el oído al colocarme el fonendo», argumenté con precipitación, esperando que no me hiciera más preguntas.

Guardé el cilindro en la bata y salí pitando de allí. No sabía qué hacer, ni si debía acudir a alguien, pero ¿quién me iba a creer? Recordaba haber sentido un pánico similar cuando asistí años atrás al estreno en el cine de Aquella casa al lado del cementerio. Me encerré en un aseo público, me senté encima de la tapa del inodoro y allí estuve con la mirada perdida en la pared unos veinte minutos, hasta que las risotadas de dos médicos que hablaban de lo buena que estaba una enfermera me sacaron de mi aturdimiento.

Por la forma en que me recibió Rafa cuando llegué al piso, debió notar que algo no iba bien: «Illo, Diego, tienes más mala cara que los pollos de Simago. ¿Qué te ha dao?». Le mentí, le conté la trola de que había cogido un virus en el hospital y le dejé tirado el plato de habas con choco al que me invitaba y que con esmero había preparado su madre en Huelva. Lo único que me apetecía era encerrarme en mi cuarto y no pensar demasiado. Conseguí quedarme dormido después de innumerables vueltas en la cama, para despertarme empapado en sudor, dejando atrás la peor pesadilla de mi vida. En ella, yo intentaba reanimar de una parada cardiorrespiratoria al joven de la neumonía que yacía sobre la mesa del aula magna de la facultad, donde cientos de miradas de estudiantes me observaban desde sus butacas. Después de un largo periodo de infructuosos golpes en su pecho e insuflaciones con mi boca en sus labios, el chico fallecía, y los profesores que me rodeaban y asistían al desafortunado espectáculo me daban la espalda, abandonando el hemiciclo.

Estuve dos días sin aparecer por el hospital, pero el viernes decidí que ya era hora de enfrentarme a mis miedos. En la planta de Medicina Interna me dirigí a la habitación del paciente con neumonía: no se encontraba allí. Una simpática enfermera me informó de que había empeorado el miércoles anterior y lo habían trasladado a la uci, donde por desgracia moría el jueves. «Ha sido una tragedia para los padres», afirmó.

Mi pesadilla se había confirmado. Las preguntas se agolparon en mi cabeza: ¿Qué poder mágico escondía el estetoscopio de madera? ¿Por qué parecía predecir el desenlace de los pacientes? ¿Quién había fabricado aquel artilugio tan poderoso? Y, ¿cómo había llegado hasta aquel mercadillo sevillano?