2 Casa okupada
Me pasé el fin de semana intentando aclarar el misterio del cilindro, pero no encontré ninguna respuesta satisfactoria; me sentía pequeño ante el problema, desvalido, inútil. En el momento de mayor desazón, pensé otra vez en pedir ayuda, pero... ¿a quién iba a contar que poseía un estetoscopio de madera, que hacía las veces de bola de cristal, sin que me tomara por loco? «Seguro que existe una explicación lógica para este embrollo», me decía, pero la solución se me antojaba tan difícil como la resolución del cubo de Rubik, rompecabezas de colores que nunca llegué a completar.
Tan preocupado estaba que ni siquiera disfruté del estreno en Televisión Española, el viernes de madrugada y tras la carta de ajuste, de un hito del cine erótico: El imperio de los sentidos, del japonés Nagisa Oshima. Era la primera vez que se emitía en España una película con escenas de sexo sin cortes de censura. Le arruiné la noche de presunta lujuria a Rafa, que había invitado a dos amigas a ver la peli en nuestro maravilloso televisor en blanco y negro, pero con la pantalla más grande del mercado:
—Hemos quedado como dos pardillos, tío —me amonestó Rafa mientras enrollaba una boquilla de cartón para prepararse un porro—. Mira qué era fácil que cayeran estas dos, las teníamos a huevo. ¿No te fijaste que, cuando la china ze escarranchaba encima del nota, la Zilvia ze relamía? Yo creo que lo estaba deseando, tío. Zolo tenías que haberte ligado a zu amiga, la Toñi, que es más paraíta, para que tirara de la otra. Podías haber estado algo más zimpático, hombre. —Me miró con cara de perros—. Y ahora qué, ¿a mano?
—Tú lo ves muy fácil, pero yo no tengo tu físico, Lorenzo Lamas. La culpa no ha sido mía —dije para disimular—. Yo creo que se han espantado cuando han visto a la japonesa con el pene de su amante corriendo por las calles. Era japonesa, no china.
—¡Qué más da, china o japonesa, yo no las distingo! Todas tienen los ojos estiraos, parece que estén estreñidas.
—La escena no puede ser más repugnante, hasta me ha dolido, imaginándome que me hicieran algo parecido —comenté mientras me levantaba del sofá.
—Bueno, tío, la cuestión es que esta noche tampoco mojamos. Y tú ya llevas unos pocos meses de zequía —aseveró Rafa, a quien dejé en el comedor envuelto en una nube de hachís.
Por si no tuviera bastantes preocupaciones, mi compañero de piso tuvo la sensibilidad de un cactus recordándome mi ruptura con Laura un año atrás. Entonces yo vivía en un piso de la barriada El Cerezo, a dos pasos de la facultad, que compartía con otros dos estudiantes: Antonio Lineros, del que conservo un gran recuerdo, y Adolfo León, el mamón que pillé acostado con Laura un domingo por la mañana que se me ocurrió regresar antes de mi pueblo. Una semana después leía en los tablones de la facultad de Medicina el anuncio de un estudiante que buscaba compañero. Rafa Montero, que estudiaba Psicología de rebote (no pudo entrar en Medicina porque no obtuvo la nota suficiente, conformándose con pertenecer a su real, pontificia, ilustre, andariega y muy terapéutica tuna), vivía en un piso, que compraron sus padres como inversión, en el ostentoso barrio de Los Remedios, destinando las doce mil pesetas que yo le iba a pagar cada mes a partir de entonces a sus gastos personales.
Bien, creo que lo mejor será guardar el estetoscopio de madera en el fondo de un cajón y dejarlo allí hasta que me convenza de que solo he tenido un mal sueño, pensé. Fue entonces cuando, al disponerme a extraer el instrumento de mi bolsa de deporte, reparé en los detalles del estuche que lo contenía. Era de piel marrón oscura, ajada, de unos treinta y cinco centímetros de longitud; en un lateral, a ambos lados del asa, disponía de dos cierres metálicos cromados. Al levantar la tapa, su interior estaba recubierto de terciopelo burdeos con tres hendiduras donde se situaban las partes del fonendo; sin embargo, la cavidad donde se alojaba el obturador era más larga que la pieza en sí. Recorriendo la cubierta de lado a lado, se podía observar otra más estrecha que las anteriores, que se encontraba vacía. Parecía como si aquella caja no estuviera destinada a contener el fonendo, sino más bien un instrumento musical. En el surco de la tapadera podría encajarse la varilla para limpiar una flauta, pensé. Si aquel estuche no se diseñó para contener el estetoscopio, ¿qué más sorpresas podría ocultar? Mi intuición me llevó a levantar el molde recubierto de terciopelo de la parte inferior, donde encontré una cartulina blanca similar a una tarjeta de visita, escrita a pluma y con tinta azul, en la que pude leer la siguiente dedicatoria:
Para mi gran colega Ana Acevedo, esperando que hagas de él un buen uso. Dios te bendiga.
D. Eduardo Sanz.
Le di la vuelta a la tarjeta, deseando encontrar algún otro dato, pero no contenía inscripción ni fecha alguna. Deduje que el doctor don Eduardo Sanz entregó el estetoscopio a su colega doña Ana Acevedo y, al desearle que lo usara para hacer el bien, de forma tácita me informaba de que no solo era consciente del maravilloso poder del mismo sino que, mal empleado, podía convertirse en un arma nefasta para los enfermos. Pero entonces, ¿por qué el cilindro fue a parar al cementerio de elefantes que representaba el mercadillo de la Alameda? ¿Qué llevó a la doctora Acevedo a desprenderse de él? Incluso, aunque no tuviera ningún poder implícito, aquella talla de madera era toda una obra de arte digna de exhibirse tras los pulcros cristales de la vitrina de un gran museo. No me quedaba otro remedio que averiguar quién era y dónde vivía la doctora Ana Acevedo. Por un momento, mientras guardaba la tarjeta en mi billetera, sentí que abarcaba entre mis manos el plano de la isla del tesoro. De momento, el estuche con su maravilloso artilugio no podía ser relegado al fondo del cajón: la investigación debía seguir su curso.
Mientras me afeitaba el lunes, preparándome para ir a la facultad, y me organizaba el día en mi cabeza, me estremecí al oír en la radio la noticia de la muerte de Enrique Tierno Galván, el alcalde de Madrid, con el que compartía algunas reflexiones morales y filosóficas, además de su segundo apellido. El «viejo profesor» era de esos hombres honestos, fiel a sus ideas socialistas, alineado con los más desfavorecidos. Fuera del color de sus siglas políticas, todos los madrileños le profesaban una gran admiración por su entrega al pueblo, por su sencillez, por su saber estar. Era, por otro lado, un sabio en el sentido estricto de la palabra. Unos pocos años atrás, cuando comenzaba mi carrera y aún me preguntaba en mis clases de anatomía si aquellos despojos amorfos con los que aprendíamos conservarían algún resto de su alma, me abrió los ojos con la lectura de su libro Qué es ser agnóstico; más tarde comprendí que la vida era finita y que resultaba imposible demostrar que existiera algo más allá de la muerte.
A media mañana falté a la tercera clase, y mientras me tomaba un café en el bar Los Varales, hojeé la guía telefónica hasta encontrar el número del Colegio de Médicos. Supuse que allí me podrían facilitar los datos de la doctora Acevedo, siempre y cuando estuviera colegiada en Sevilla, que por otro lado parecía lo evidente. Poco después, con los duros que me dieron de vuelta del café, telefoneaba desde la cabina de la esquina del Instituto Anatómico Forense, frente a cuyas puertas se asentaba una legión de gitanos compungidos; sobre el césped aún quedaban restos de la hoguera de la noche anterior. Otra muerte a navajazos, pensé.
—¿Sí, dígame? —me preguntó una cálida voz femenina al otro lado del auricular.
—Hola, buenos días. —Engolé la voz—. Llamaba para ver si me podían facilitar la dirección de la doctora Ana Acevedo.
—¿Me podría decir quién es usted y para qué desea dicha dirección?
Por un momento, pensé que no iba a ser tarea fácil, puesto que aquella secretaria habría recibido la orden de no facilitar los datos de ningún colegiado a cualquier persona; improvisé como pude.
—Verá, soy estudiante de sexto de Medicina, casi médico, vaya. Me llamo Diego Galván y estoy haciendo mi tesis doctoral sobre un tema en el que la doctora Acevedo es una experta. He leído algunos de sus libros y necesito resolver algunas cuestiones que me han surgido.
Mentí y di por supuesto que mi interlocutora no tenía por qué saber nada del currículo de la doctora Acevedo, y menos sobre si había publicado tal o cual libro, de lo contrario se iría todo al garete.
—Muy bien, espere un momento, por favor; debo mirarlo en nuestros archivos.
Suspiré aliviado comprobando que había colado mi trola. De la puerta del Instituto Anatómico salían llorando dos almas enlutadas: una gitana mayor y un gitano que la abrazaba, ataviado con sombrero de fieltro de ala ancha y vara colgada del brazo; supuse que sería el patriarca. Los que esperaban sentados se levantaron de golpe y se dirigieron hacia ellos, arropándolos.
—Tome nota, por favor —me respondió la secretaria un minuto después—. Como ya sabrá, la doctora Acevedo trabaja en el hospital El Tomillar. Vive en el número veintisiete de la calle Marqués de Nervión. Me dijo usted que era el doctor...
—Mi nombre es Diego Galván, soy estudiante de sexto de Medicina.
—Perdone, me había parecido oírle decir que era usted médico —replicó con tono resignado—. En ese caso, como comprenderá, el teléfono personal no puedo facilitárselo; son las normas —añadió con retintín.
Le di las gracias por duplicado. El resto de la mañana se me hizo interminable: intenté atender en clase, pero mi mente se debatía entre visitar a la doctora Acevedo en su domicilio y hablarle del estetoscopio o dejar las cosas como estaban, y eso que la clase de Medicina Legal transcurría de lo más animada, con cientos de estudiantes atestando los pasillos; tenía más morbo asistir a una conferencia del doctor Frontela que a la proyección de cualquier película de terror macabra. Don Eduardo se había acreditado como uno de los forenses españoles de mayor reputación y no pasaba una semana en que su nombre no figurara en los titulares de los periódicos protagonizando algún caso escabroso. La gente de la calle lo conocía, sobre todo, por sus investigaciones del múltiple asesinato de «Los Galindos» en 1975, aunque también por su opinión contraria a la causa del llamado «síndrome del aceite de colza». Se trataba de una intoxicación masiva que había tenido lugar en España en 1981 y que causó la muerte de medio millar de personas. La versión oficial promulgaba que la causa era la ingesta de un aceite desnaturalizado procedente de Francia para uso industrial, destinado finalmente a uso doméstico; Frontela, sin embargo, defendía que el origen era un pesticida organofosforado. Pero para nosotros, los estudiantes de Medicina sevillanos, el doctor era un tipo extravagante; los nuevos licenciados comentaban que parecía sentirse importante haciendo que todos sus alumnos estuvieran pendientes de la nota final de la asignatura que publicaba en el tablón de madrugada, cuando ya se conocían de sobra las notas del resto de materias. Se contaban por centenas los estudiantes que se quedaban colgados con Medicina Legal en el último año de la carrera y pedían convocatorias de gracia para una asignatura que en otras facultades era una maría. En esta ocasión la lección versaba sobre la muerte por estrangulamiento, y la primera diapositiva proyectada en la pantalla, la imagen de un joven colgando del cuello por una cuerda, arrancó el murmullo general habitual entre los asistentes. A continuación, el profesor nos explicó cómo podía determinarse el objeto utilizado como arma del crimen según la forma, profundidad y extensión de las diversas señales que provocaba en el cuello. Si los productores norteamericanos hubieran sabido de la existencia del macabro profesor, con las cajas de diapositivas que atesoraba, podrían haber filmado la mejor serie negra de la televisión.
Almorcé en el bar Pablo, cerca de la facultad, donde te llenaban el estómago por un módico precio, y poco después me dirigí en mi Seat 124 hacia el barrio de Nervión. A la media hora, me encontraba aparcando delante de la fachada de preferencia del estadio Ramón Sánchez Pizjuán; mientras cerraba mi coche, me quedé contemplando el maravilloso mosaico inaugurado cuatro años atrás, con motivo del Mundial de fútbol, con el enorme símbolo del Sevilla Fútbol Club en el centro, rodeado de numerosos escudos de equipos andaluces, españoles e internacionales: los planetas alrededor del sol. En el momento en que subía por la calle Padre Coloma comenzó a llover, no muy fuerte, pero con la suficiente intensidad como para que deseara no haber olvidado el paraguas en casa. No sé quién dijo aquello de «la lluvia en Sevilla es una maravilla» cuando la auténtica realidad es que la lluvia en Sevilla cala como en Castilla.
Apresuré el paso y en unas pocas zancadas me planté delante del número veintisiete de la calle Marqués de Nervión, en el centro del barrio cuadrangular levantado en los terrenos del susodicho marqués en 1911, a imitación del estilo de la ciudad jardín que por entonces se construía en Inglaterra. Era una casa de dos plantas con fachada de ladrillo visto, de las primeras que se hacían; delante de la misma se disponía un jardín abandonado, a juzgar por la maleza que crecía sin control, privado a su pesar de las buganvillas y del aroma de la dama de noche en las cálidas noches de verano. Una pequeña cancela de hierro, con la pintura negra desconchada, daba paso al mismo; de las cristaleras de ambas ventanas de la planta baja tan solo quedaban algunos cuchillos de cristal adheridos al marco. Antes de que se me empañaran mis gafas de pasta marrón, aún pude distinguir en la fachada tres balcones con ventanas de madera pintadas en aguamarina en el piso superior, una cenefa color albero por encima de las mismas de lado a lado de la casa y una azotea cuya barandilla adornaban cuatro jarrones añiles de loza.
Como la lluvia apremiaba y la verja se encontraba abierta, atravesé el jardín hasta la puerta de madera de la casa, para mi sorpresa también entreabierta. Pulsé el timbre varias veces, sin que yo pudiera escucharlo, no sé si porque no funcionaba o por el repiqueteo de la lluvia en el zaguán. Tras dos o tres minutos de espera, nadie acudió a mi encuentro. En otras circunstancias esto hubiera bastado para volver sobre mis pasos, pero con el aguacero que caía me pareció que lo mejor era acceder al interior. «¡Hola, hola! ¡Doctora Acevedo! ¿Hay alguien?», grité desde el recibidor.
No había luz alguna encendida, lo que, unido al tormentoso día que se había presentado, confería cierto aspecto siniestro a la casa. Me quité las gafas y las sequé con un pañuelo de papel de un paquete que compré a un parado en un semáforo a «cuatro por veinte duros»; tras ponérmelas, pegué un pequeño respingo al verme reflejado en el espejo de un mueble paragüero: el pelo castaño empapado, sin señal de la raya que solía perfilarme a la izquierda, la cara delgaducha y la piel blanca como un queso fresco, me conferían un aspecto poco atractivo.
En la penumbra, y por intuición, avancé a través del recibidor, dejando a los lados dos puertas blancas cubiertas de arañazos que supuse comunicarían con sendas habitaciones. El suelo crujía a mi paso, como si pisara hojas secas, olía a moho, a rata muerta y a comida descompuesta; se escuchaba música al final del pasillo central, una guitarra eléctrica estridente por encima de la cual sobresalía la voz afeminada y chillona de un solista, rock duro sin duda, quizás Iron Maiden, y de pronto pensé que no era la música que más armonizaba con la inquilina de la casa. Entornando los ojos, apenas divisé a unos tres o cuatro metros, en lo que parecía el salón, una larga mesa rectangular cuyo color era imposible de precisar por el polvo acumulado. Mi corazón se puso a ritmo de fibrilación auricular, a paso de legionario. Sigiloso, me acerqué hacia el centro de la habitación y cuando me disponía a vociferar por segunda vez el nombre de la doctora, rápido como un felino, hube de taparme la boca con la mano ante la inesperada visión: desparramada en un roído sofá de escay, una joven pareja jugaba con la amapola de la muerte. Un chico de largos y descuidados cabellos, el antebrazo izquierdo extendido, gomilla presionando en el brazo, la mirada concentrada en la flexura del codo, se disponía a inyectarse un pico con una jeringuilla de cristal; la chica agitanada recostada a su lado, la cabeza apoyada sobre el respaldo y la mirada perdida en el techo, volaba ya lejos de allí. Su cara me resultaba conocida. ¿No la había visto acompañando al mellado buhonero en el mercadillo de la Alameda...? Me delató el tintineo de mi inoportuna patada a una botella de cerveza.
—¡Eh, qué pasa, qué pasa, colega! ¿Quién te ha invitao a esta fiesta? —gritó el drogadicto con los ojos entornados.
—¿Qué disse canijo? ¿Qué fiesta ni fiesta? —preguntó la yonqui, despertando de su letargo.
De pronto, el toxicómano se levantó raudo de su asiento, tirando al pegajoso suelo el radiocasete colocado sobre el respaldo del sofá y, aún con la jeringuilla insertada en su vena, intentó agredirme tambaleante con una navaja automática que apareció de la nada en su mano derecha. Con la torta que llevaba encima, el navajero no habría sido capaz ni de pegar un puntazo a una rueda de tractor, pero no me apetecía comprobar su puntería. Salí corriendo por patas, escuchando tras de mí los improperios de la pareja de yonquis, y en un instante estaba otra vez empapándome en la acera; miré hacia atrás, pero el toxicómano no me perseguía, probablemente en su tambaleante carrera habría ido a parar con su escurrido cuerpo a las mugrientas baldosas.
—¡Oye, muchacho, muchacho! —me increpó una voz de mujer.
Una señora de unos cincuenta y tantos años, algo entradita en carnes, con gafas de culo de botella y bata de boatiné me llamaba desde la puerta de la casa contigua.
—¿Es a mí? —pregunté por preguntar, en la acera no había nadie más.
—Sí, a ti, a ti. ¿Buscas a alguien? Te he visto salir de la casa, bueno, te observé antes cuando entrabas, porque... tú sabes, en esa casa entra mucha gente, pero cuando te he visto, he pensado: este muchacho no va mal vestido, no es como los otros, y como mirabas la casa como si nunca hubieras estado... seguramente sea porque estás buscando a alguien.
—Buscaba a la doctora Acevedo, doña Ana Acevedo. ¿La conoce usted?
—Anita, claro que la conozco. Pero ya no vive ahí. La casa está abandonada desde que se la llevaron; después empezaron a entrar los golfos esos para drogarse, salen gritando y como borrachos. Están todo el santo día ahí. Las jeringuillas ya llegan hasta la calle, las tiran en cualquier sitio. Algún día se va a pinchar alguna criaturita. Ya hemos llamado a la policía, pero...
—Ya, comprendo. —Tuve que interrumpirla porque parecía que le habían dado cuerda—. ¿Sabe usted dónde vive ahora la doctora Acevedo?
—Pues ya te lo he dicho, se la llevaron y desde entonces esto no hay quien lo aguante, porque la policía no hace nada, ya la hemos llamado, vienen, los echan, clavan unas tablas en la puerta, pero es lo mismo; luego vienen ellos con unos ganchos y las quitan y, hala, para dentro otra vez. La culpa la tiene el gobierno que no hace nada. ¡Tanta libertad!... antes estábamos mejor. ¡Ay, señor, no sé adónde vamos a llegar! Yo paso un miedo que pa qué...
—Ya, pero ¿le importaría decirme adónde se llevaron a la doctora?
—Pues adónde va a ser, al manicomio. Se volvió loca, la pobre, ¿no se lo he dicho ya? Pa mí que se lo había dicho.