21 El laboratorio de datación

El mismo día que el dictador filipino Ferdinand Marcos abandonaba el país, camino del exilio, yo me dirigía a la facultad de Medicina para presentarme al examen parcial de Medicina Legal, que entregaría casi en blanco apenas veinte minutos después de iniciada la prueba. ¿Qué se podía esperar de mí?

Años atrás, durante parte de las Navidades y el mes de enero sobrellevé una carrera de frenético estudio que me permitió presentarme a los exámenes de febrero holgado, seguro de que los notables y sobresalientes no escasearían en mi expediente. Nada que ver con la experiencia de este año en el que las circunstancias me habían convertido en una especie de médico arqueólogo, y debo confesar que disfrutaba con la novedosa experiencia, hasta tal punto que no me remordía en exceso jugarme casi todas las asignaturas en los finales de junio. Estaba deseando poner al día al profesor Hidalgo, a quién no veía desde la semana anterior. Lo encontré ojeando un libro sobre la mesa de su despacho.

—Hola, profesor —saludé efusivo; me miró por encima de sus gafas de présbita.

—Hombre, pase, pase, ya le echaba yo de menos. Pensé que le habría pasado algo. Mire lo que me acaban de traer, joven —dijo entusiasmado, haciéndome señas con la mano para que pasara. Cerró el libro con la intención de que yo apreciara su aspecto externo—. Es el álbum de asistentes al primer Congreso Nacional de Sanidad de España que se celebró en Madrid en el treinta y cuatro, dos años antes de la guerra. Fíjese qué confección: las pastas en piel, el escudo de sanidad y los cantos en dorado; ya no hacen libros de congreso así. —Abrió las primeras páginas; en una de ellas aparecía sentado en un sillón de terciopelo rojo un señor vestido de etiqueta, con los cabellos y el bigote plateados, sosteniendo entre sus manos unos guantes blancos—. Aquí tenemos una fotografía en color del presidente de la República Española, don Niceto Alcalá Zamora, y en la página posterior, como ves, las caricaturas del comité organizador, ¿grotescos, no? Este es el presidente del Comité de Honor, don Alejandro Lerroux —pasaba las páginas nervioso mientras explicaba a quién pertenecían aquellos rostros en blanco y negro—, el resto de vicepresidentes, incluyendo, por supuesto, a don Santiago Ramón y Cajal, y ¡mire, mire! la única mujer vocal del Comité de Honor, doña Clara Campoamor, directora general de beneficencia, la mujer que consiguió el voto femenino. ¡Qué mujer tan interesante y tan injustamente olvidada!

Aunque aquel libro para mí no tenía ningún interés especial, disfruté observando el temblor de sus dedos, emocionado con la antigualla entre las manos, un niño con su juguete de Reyes Magos. Pasaba las páginas despacio, temiendo estropearlas, recreándose en las imágenes.

—Después siguen los ponentes oficiales —continuó, estos aparecían en color sepia—, las mesas presidenciales, con la crème de la crème de España y, por último, todos los congresistas.

Como en las orlas de los licenciados, cada página estaba repleta de rostros ataviados con pajarita, gafas redondas al estilo Harold Lloyd, cabellos engominados, algún oficial con sombrero militar y mujeres, estas últimas por supuesto en menor proporción, el cabello corto peinado en redondo, pegado a la cabeza, rostros que me recordaron a algunas actrices de las películas antiguas. Tras pasar varias páginas, el profesor situó su índice sobre una imagen.

—No va usted a dar crédito al personaje que tenemos aquí fotografiado —dijo retirando la yema—. Me ha costado encontrarlo, pero aquí está.

Mirando a la cámara desafiante, con aire molesto, obligado a posar sin ganas, vestido con chaqueta, camisa de rayas y corbata de nudo fino, aparecía un señor de rostro limpio, ojos algo asimétricos, sin duda claros, apreciables incluso en una fotografía de color sepia, y pelo brillante repeinado hacia atrás. Bajo el retrato figuraba el nombre y apellido: Salvador Baldo. Su frente había aumentado respecto a la fotografía en la que aparecía junto a Gramsci. No pude evitar repetir, sorprendido y alegre por el hallazgo, el nombre en voz alta.

—¿No es maravilloso, Diego? Salvador Baldo asistió al primer Congreso de Sanidad en España. Aunque ya nos lo refirió su hijo; no me cabe la menor duda de que debió de ser un brillante médico. Pero, perdóneme, Diego, le estoy entreteniendo, con la de novedades que tendrá usted que contarme. Siéntese, por favor.

Martín Hidalgo se quitó las gafas, cerró el libro, tomó su habitual cigarrillo que mantendría apagado entre los dedos y me dedicó toda su atención. En los minutos siguientes le relaté cómo había descubierto que el grupo que seguía el rastro del cilindro de madera era una Orden Martinista y hube de explicarle los pormenores de dicha organización (por cierto, me sorprendió que no conociera a Papus). Al final, le describí nuestro encuentro con el director del hospital El Tomillar.

—Pero todo esto es fantástico, Diego, me deja sin palabras. Ha resuelto usted solo el eslabón que nos faltaba —dijo con voz trémula—. De modo que ahora, no solo podemos intuir que Papus entregó el cilindro a un soldado médico en la Primera Guerra Mundial, quien lo llevó consigo hasta Italia, sino que se corrobora nuestra hipótesis de que el estetoscopio procede directamente de Renato Teófilo Jacinto Laennec. Es fabuloso.

El profesor se levantó, dio la vuelta a la mesa y, antes de que pudiera reaccionar, me zarandeaba con energía. Me sentí algo azarado.

—Y lo mejor de todo, querido amigo, es que Lucía ya podrá regresar a Sevilla. Por cierto, ¿cómo está?

—Se encuentra bien, en una casa de retiro espiritual en algún lugar de la provincia de Huelva. Aún no sabe nada de los últimos acontecimientos, no quiso facilitarme su teléfono, así que no he podido informarla.

—Me alegro de que no sufriera daño alguno.

—Profesor, la policía me ha solicitado que devuelva el estetoscopio para entregárselo a la doctora Acevedo, su legítima dueña.

—Vaya, así que al final nos quedaremos sin el valioso instrumento. Es una lástima, no obstante el mérito de averiguar la magnífica historia que se esconde detrás del mismo nos pertenece, nadie podrá afirmar lo contrario. Y ahora que usted me lo recuerda, voy a telefonear a Granada para ver si ya tienen los resultados del análisis de la incrustación.

Descolgó el auricular de su teléfono gris y marcó los números en la rueda giratoria. Mientras esperaba la contestación al otro lado del hilo, me sonreía ufano, gozoso, juvenil.

—Hola, Gonzalo, buenas tardes. Soy el profesor Martín Hidalgo... Bien, bien, está muy bien, ¿y tu señora?... Me alegro, hombre, dale un beso de mi parte. ¿Tenemos ya los resultados?... ¡Excelente, te escucho!

El profesor agachó la cabeza, cerró los ojos y se concentró en las noticias que le trasmitían desde el laboratorio de datación. Durante unos minutos percibí el monótono golpeteo de la boquilla de su pitillo virgen sobre una pila de revistas médicas. De pronto paralizó la muñeca, saltó del sillón, pareciera que hubiera entrado en su despacho un espectro, se quedó tieso, lívido, dejando caer el cigarrillo al suelo.

—¿Qué margen de error has dicho? —dijo el profesor—. Ya, ya, comprendo. ¿Cómo? No, no sabemos por qué, cómo vamos a saberlo. Sí, claro, te mantendremos informado cuando averigüemos por qué está ese hueso ahí. Oye, Gonzalo, no hace falta que te recuerde que este asunto queda entre nosotros... Bueno, ya sé que tienes colaboradores pero, por favor, que no salga de ahí. Si publicamos algún artículo cuenta con vuestra autoría. Oye, un millón de gracias. Un abrazo... Adiós, adiós.

—Profesor, ¿qué pasa?

—La incrustación del estetoscopio no es de marfil, es un fragmento de hueso humano, del siglo xvii, ¿me ha escuchado? Del siglo xvii —repitió remarcando las sílabas; tomó asiento y guardó silencio unos segundos antes de continuar—. Me han preguntado qué pinta ese hueso ahí. Ya ha oído mi respuesta.

—Un fragmento de hueso humano —repetí asombrado—. Lucía tenía razón. ¿Cree usted que también estará en lo cierto con su idea de que podría tratarse de la reliquia de un santo?

—Sea la reliquia de un santo o un fragmento de cualquier otro mortal, saber a quién perteneció será como buscar una peseta en la arena de la playa —respondió el profesor—. ¡Qué locura, incrustar un fragmento de hueso humano en un estetoscopio! En qué estaría pensando Laennec para perpetrar algo tan atrevido.

—O sea, que usted cree que Laennec incrustó el fragmento de hueso con algún propósito. Si tenemos en cuenta que el hueso puede corresponder a un santo y que Laennec era un ferviente religioso, podríamos llegar a la conclusión, nada descabellada, de que el médico francés iba buscando el milagro.

—Los milagros no pueden fabricarse —aseguró mi profesor—, ocurren sin más, sin la intención humana; suponiendo que existan.

—Estoy de acuerdo con usted, pero ¿de qué otra manera podemos denominar al fenómeno que obra en quien usa el estetoscopio? ¿Acaso no es milagroso poder saber con absoluta certeza quién morirá y quién vivirá en el transcurso de unos pocos días?

—Efectivamente, la capacidad que confiere el antiguo estetoscopio de predecir el futuro no es explicable mediante las leyes naturales, y si atribuimos al fenómeno una intervención de origen divino, no podemos denominar al hecho de otra manera salvo «milagro». —El profesor se acariciaba su barba—. Sin embargo, es tan difícil para una mente científica creer en los milagros, que me cuesta aceptarlo. Ahora comprendo cómo debió sentirse el doctor Alexis Carrel. La historia del doctor Carrel es una de las más intrigantes y subyugantes que ha dado la ciencia. Si usted me permite que se la relate. —Cómo decirle que no cuando ya notaba que se estremecía pensando en ella—. Siendo todavía un joven médico, el doctor Carrel acompañó en tren a una mujer de veinticuatro años enferma de tuberculosis peritoneal, para la cual la Medicina no tenía curación, que se dirigía a Lourdes buscando el último recurso para su salvación. Era normal que los enfermos, una vez llegaban al santo lugar, se bañaran en las prodigiosas aguas donde recibirían el beneficio del milagro. Nuestra damisela se encontraba en tan deplorable estado, moribunda, terminal, que en lugar de recibir un baño, vertieron una jarra del agua del manantial de Lourdes directamente sobre su abdomen. Con el primer contacto del agua, la muchacha sintió un fuerte dolor. A la tercera aplicación, el vientre, que se encontraba abultado como si padeciera un tumor, comenzó a deshincharse y a los treinta minutos se había aplanado por completo. Para conformidad de los creyentes y escepticismo de la comunidad médica, la enferma sanó. Alexis Carrel asistió a este hecho cuaderno en mano, tomando nota de todo cuanto oía y veía: la temperatura, la frecuencia cardiaca, la respiración de la joven... Más tarde, otros médicos tuvieron la ocasión de comprobar que la chica tísica se había curado. Toda su experiencia de Lourdes se encuentra recogida en un libro publicado tras su muerte, titulado Viaje a Lourdes: seguido de fragmentos del diario y meditaciones. Pero cuando el doctor Carrel comunicó a la comunidad científica los hechos tal y como acontecieron, los sabios profesores médicos lo tomaron por un visionario y no dieron crédito a lo que ellos consideraron patrañas. Todos sus compañeros le auguraron un gris futuro y le animaban a que no diera rienda suelta a su imaginación y olvidara el asunto. El doctor Carrel huyó de su patria, molesto con las opiniones de sus colegas, y acabó trabajando en el Instituto de Fisiología Stewart de Chicago. Fue allí donde se dedicó a estudiar el problema de las suturas de los vasos sanguíneos. En 1912 recibiría el premio Nobel de Medicina en reconocimiento a su trabajo acerca de las suturas vasculares y los trasplantes de vasos sanguíneos y órganos.

—¿Me está usted diciendo que un premio Nobel de Medicina fue testigo de una curación milagrosa en Lourdes?

—Le estoy intentando explicar que la ciencia y la fe siguen caminos muy distintos. La experiencia de Lourdes marcó para siempre la vida de Carrel, pues a pesar de ser un reconocido científico, siempre trató de buscar una explicación que contentara a la comunidad científica sin herir a los creyentes. En numerosas ocasiones viajó de nuevo a Lourdes para estudiar otros milagros, persiguiendo una explicación científica para el problema. Al final de su vida regresó a su país; mantenía relaciones amistosas con un monje trapense que consiguió convertirlo. Carrel creía que una gran parte de los milagros podía explicarse por el poder psicológico de la oración, lo que le llevó a escribir en 1944 un curioso libro titulado La oración, su poder y efectos curativos vistos por un fisiólogo. En él nos da instrucciones sobre la forma de orar, dónde, cuándo hacerlo y cuáles son sus efectos psicofisiológicos y curativos.

El profesor Hidalgo era la segunda persona que me hablaba en la última semana de la oración; recordé los consejos de Lucía.

—Ya sabe, profesor, que yo soy agnóstico. Sin embargo, debo reconocer que el poder del estetoscopio hace tambalear los cimientos de mis creencias. Y le confieso que me alegro al saber que médicos de gran prestigio se han encontrado ante el mismo dilema. Por cierto, ¿sabe qué ocurrió con la enferma a la que asistió el doctor Carrel en Lourdes?

—Se ordenó Hermana de la Caridad para dedicar su vida al cuidado de enfermos. Murió treinta y cinco años después de su curación. Su caso, denominado Dossier 54, fue uno de los tantos expedientes de la Oficina de Constataciones Médicas, que junto con el Comité Médico Internacional tienen la responsabilidad de declarar los casos milagrosos. Y ya llevan reconocidos sesenta y cinco casos de curación sin explicación médica.

—Entonces, profesor, ¿cuál es su opinión respecto a las intenciones de Laennec con nuestro cilindro de madera?

—Mi opinión, querido amigo, es que a pesar de que Laennec fuera un médico piadoso, y asumiendo que el fragmento de hueso corresponde a un santo, en ningún momento se planteó que pudiera obrar algún milagro al incrustarlo en el estetoscopio. Más bien creo que su intención no era otra que sentirse, por decirlo de alguna manera, arropado por Dios en su trabajo, sin esperar los efectos proféticos que le iba a conferir, a los que probablemente asistió boquiabierto como nosotros. Hay quien lleva una cruz en el pecho, quien clava un Corazón de Jesús en la puerta de entrada de su casa, y quien pega en su automóvil un imán con la imagen de san Cristóbal para que le proteja en sus viajes. Y a Laennec se le ocurrió incrustar un hueso de santo en su herramienta de trabajo más preciada. —No pude evitar sonreír ante la ocurrencia del profesor—. Por cierto, desde que usted me visitó hace un mes, me propuse revisar toda la bibliografía documentada en mis archivos sobre la vida de Laennec. He repasado los libros de la biblioteca y he solicitado varios artículos recientes publicados en revistas médicas y, ¿sabe?, en ningún párrafo he visto nada reflejado sobre la confección de un estetoscopio de madera con incrustaciones. De modo que, aun sin saber por qué lo hizo, con los datos de que disponemos ya podríamos incluso redactar un artículo científico y publicarlo en la revista médica que nos plazca.

—¿Quiere decir que vamos a publicar nuestros descubrimientos en una revista médica?

—En el Boletín de Historia de la Medicina de Estados Unidos, si le parece bien. Y usted firmando de segundo autor, aunque para ser justos, debería ser el primer firmante. ¿Tiene algo publicado, Diego?

Me dejó sin palabras. Por un momento pensé que estaba de coña. ¿Cómo iba a tener algo publicado siendo estudiante? Ya veía mi nombre escrito en la revista y mis padres enseñándosela a sus amigos.

—No sé si debo avergonzarme, pero no he publicado nada aún. Aunque tampoco tengo ningún compañero de clase que haya escrito nada. Le recuerdo que sigo siendo estudiante.

—Lleva usted razón; en España llevamos un atraso monumental en el tema de las publicaciones médicas. No se sienta en inferioridad: la mayoría de los médicos de nuestro país morirán sin haber publicado ni siquiera una carta al director en el periódico de su pueblo en toda su carrera profesional. En cambio los americanos, ¡qué diferencia! Ahí tiene usted a Best que, siendo estudiante de primero de Medicina, ayudó a Banting en 1921 a descubrir la insulina. Y les valió el Nobel. —El profesor levantó su índice—. La cuestión es que nosotros sí publicaremos nuestros hallazgos, no lo dude. Yo escribiré el artículo y lo firmaré como primer autor. No me considere un vanidoso; los editores de las revistas médicas son crueles, de manera que si el primer firmante no ha publicado nada, no le aceptan el artículo. Es la pescadilla que se muerde la cola. De todas formas, deberíamos seguir profundizando y llegar hasta el final de este embrollo. Necesitamos un documento que avale nuestra hipótesis de que Laennec incrustó o mandó incrustar el fragmento de hueso humano en su estetoscopio.

—¿Y cómo vamos a conseguirlo?

—No veo otra manera que recurriendo a las fuentes originales —dijo solemne el profesor.

—¿Fuentes originales?

—Me refiero a Francia.

—¿Está usted hablando de viajar a Francia? —pregunté.

—Me consta que algunos médicos franceses han trabajado recopilando datos sobre la vida de Laennec, incluso creo que se han realizado estudios acerca de los contenidos de la correspondencia que el gran médico mantuvo con sus familiares y amigos. Es posible que se les haya pasado desapercibido algún dato que pueda orientarnos. Lo primero, por tanto, será contactar por teléfono con estos autores. Más tarde, quizás, debamos trasladarnos para ver los documentos originales, ya que dudo que quieran enviarnos ninguna copia. Por cierto, ¿y esos exámenes, cómo van?

—Mal, solo me he presentado a Medicina Legal y he dejado la mayoría de las preguntas en blanco.

—Bueno, joven, mi impresión es que le ha dedicado usted demasiado tiempo al cilindro de madera. Sin embargo, no ha sido un tiempo baladí. A partir de ahora, creo que el peso de la investigación recaerá sobre todo en mí, así que dedíquese a estudiar. Yo me encargo del resto; ya le avisaré cuando tenga más datos —dijo levantándose de su asiento.

—Gracias, profesor, muchas gracias. No sé cómo voy a agradecerle su ayuda.

—Apruebe el curso, obtenga la licenciatura y luego..., ya veremos. Es posible que pueda serme más útil en mi departamento de lo que usted cree —me dijo, mientras me acompañaba a la puerta de su despacho con su brazo sobre mi hombro.