24

UNA estrellada oscuridad sobre la casa, el bosque, el mar; retirada la cena, apagada la lámpara. Me había tendido en la tumbona. Conchis dejó que la noche nos envolviera y poseyera silenciosamente, que el tiempo transcurriera; luego me llevó a cosas ocurridas muchas décadas atrás.

—Abril de 1915. Regresé sin dificultades a Inglaterra. No sabía en qué iba a convertirme. Sólo sabía que en cierto modo tenía que justificar lo que había hecho. A los diecinueve años no basta con hacer las cosas. Necesitas que estén justificadas. Mi madre se desmayó en cuanto me vio. Por primera y última vez en mi vida, vi llorar a mi padre. Hasta el momento de hacerles frente había decidido contar la verdad. No podía engañarles. Pero en presencia de ellos…, quizás fuera pura cobardía, no soy quién para juzgarlo. Pero hay algunas verdades demasiado crueles; tanto, que ante determinados rostros no puedes decirlas. De modo que les conté que había tenido suerte en el sorteo de los permisos, y que como Montague había muerto, ahora tenía que incorporarme al batallón al que había sido originalmente destinado. Me poseía la locura de engañar.

Y no de un modo económico, sino con todo lujo de detalles. Inventé una nueva batalla de Neuve Chapelle, como si la original no hubiera sido ya bastante horrible. Les dije incluso que me habían citado como candidato a un ascenso.

»Al principio me acompañó la suerte. Dos días después de mi regreso llegó la notificación oficial diciendo que se me había dado por desaparecido y que se creía que había muerto en acción. Estos errores ocurrían con la suficiente frecuencia para que mis padres no sospecharan nada. Rompieron la carta alegremente.

»Y Lily. Quizás lo que había ocurrido le había permitido ver más claramente cuáles eran sus verdaderos sentimientos hacia mí. Fuera cual fuese la razón, ya no podía seguir quejándome de que me tratara más como a un hermano que como a un amante. Ya sabes, Nicholas, que por mucho que la Gran Guerra trajera consigo muchas miserias, también sirvió para destruir gran parte de los enfermizos obstáculos que se oponían entre uno y otro sexo. Por primera vez en todo un siglo la mujer descubrió que los hombres querían encontrar en ellas algo más humano que una castidad monjil y un idealismo bien pensant. No quiero decir que Lily perdiera inmediatamente toda su reserva. O que se me entregara. Pero me daba todo lo que ella creía que podía darme. El tiempo que pasé a solas con ella…, aquellas horas me permitieron cobrar fuerzas para continuar con mi engaño. Al mismo tiempo hicieron que fuera más terrible. Una y otra vez me sentía poseído por el deseo de contárselo todo a ella, antes de que la justicia me atrapara. Cada vez que regresaba a casa temía encontrarme a la policía esperándome. A mi padre enfurecido y escandalizado. Y, lo peor, los ojos de Lily fijos en los míos. Pero cuando estaba con ella, me negaba a hablar de la guerra. Ella no interpretó bien mi nerviosismo. La conmovía profundamente y provocaba en ella grandes ataques de amabilidad. De ternura. Y yo chupé su amor como una sanguijuela. Una sanguijuela muy sensual. Lily se había convertido en una mujer muy guapa.

»Un día nos fuimos a pasear por los bosques del Norte de Londres, cerca de Barnet, me parece. No recuerdo ya el nombre, sólo que en aquel entonces había allí unos bosques asombrosamente bellos y solitarios para tratarse de un sitio próximo a Londres.

»Nos tendimos en tierra y nos besamos. Quizás sonrías, Nicholas, por el hecho de que nos tendiéramos y nos besáramos. Ahora los jóvenes podéis prestar vuestro cuerpo, jugar con él, entregarlo de un modo que a nosotros nos estaba vedado. Pero recuerda que habéis pagado un precio: el de un mundo lleno de misterio y de emociones delicadas. No solamente mueren algunas especies de animales, también mueren especies enteras de sentimientos. Y si eres listo, jamás comprenderás al pasado por haberse perdido lo que no llegó a conocer, sino que te compadecerás a ti mismo por no haber vivido aquel mundo.

»Aquella tarde Lily me dijo que quería casarse conmigo. Casarme con un permiso especial e incluso sin la autorización de sus padres si era necesario, para que antes de que yo me fuera otra vez tuviéramos la oportunidad de llegar a ser un solo cuerpo del mismo modo que habíamos llegado a convertirnos en, si no un solo espíritu, sí al menos una sola mente. Yo ansiaba acostarme con ella, ansiaba unirme a ella. Pero mi horrible secreto se interponía siempre entre los dos, como la espada entre Tristán e Isolda. De modo que tuve que asumir, rodeado de flores, de pájaros y árboles inocentes, una nobleza más falsa incluso. ¿Cómo podía rechazarla si no era diciendo que mi muerte era tan probable que no podía permitirle que hiciera un sacrificio tan grande? Lily discutió, lloró, interpretó mis tartamudeantes y atormentadas negativas por algo más bello de lo que eran en realidad. Al final de esa tarde, antes de irnos del bosque, y con una solemnidad y una sincera y completa entrega que no puedo describir porque esa clase de compromisos sin condiciones también constituyen otro de esos misterios extinguidos…, me dijo: “Pase lo que pase, jamás me casaré con nadie que no seas tú”.

Por un momento, Conchis dejó de hablar, de la misma manera que el hombre que se acerca al borde de un acantilado deja de caminar; quizás fuera una habilidosa pausa, pero hizo que las estrellas, la noche, parecieran esperar; como si el relato, la narración, la historia, estuvieran imbricados en la naturaleza de las cosas, y el cosmos estuviese allí para la historia en lugar de la historia para el cosmos.

—La quincena de supuesto permiso llegó a su fin. No me había trazado ningún plan, o más bien había trazado cientos, que es peor que no tener ninguno. A veces se me ocurría regresar a Francia. Pero en seguida veía horribles figuras amarillas tambaleándose como borrachos y saliendo de un muro de humo. Vi la guerra y el mundo y supe por qué me encontraba en él. Traté de ser ciego, pero no pude.

»Me puse el uniforme y dejé que mi padre, mi madre y Lily fueran a despedirme a la estación Victoria. Ellos creían que tenía que presentarme en un campamento cercano a Dover. El tren iba lleno de soldados. Inmediatamente sentí que la fuerza de la corriente bélica, el deseo de muerte que sentía Europa, me empujaban. Cuando el tren se detuvo en una población del condado de Kent, me bajé. Pasé dos o tres días allí, hospedado en un hotel de viajantes de comercio. No me quedaban esperanzas. Ni objetivos. Era imposible escabullirse de la guerra. No se veía ni oía más que guerra. Al final regresé a Londres, a la única persona de toda Inglaterra que yo creía que podía cobijarme: mi abuelo; bueno, de hecho mi tío-abuelo. Yo sabía que él era griego, que me quería porque yo era hijo de mi madre, y que para los griegos la familia está por encima de todo lo demás. Él me escuchó. Luego se puso en pie y se me acercó. Yo ya sabía lo que iba hacer. Me golpeó fuerte, muy fuerte, tan fuerte que todavía me duele ahora, en plena cara. Luego dijo: «Esto es lo que yo opino.»

Yo sabía que era cierto que su opinión era esa, pero también que pese a lo que opinaba, me ayudaría. Estaba enfurecido conmigo, me dirigió todos los insultos de la lengua griega. Pero me escondió. Quizás porque le dije que si regresaba al frente ahora me fusilarían por desertor de todos modos. Al día siguiente fue a ver a mi madre. Ella vino a verme, y la ausencia de reproches verbales fue peor que la ira de o Pappous. Yo sabía lo que ella sufriría cuando mi padre supiera la verdad. Ella y o Pappous acordaron un plan. Me sacarían de Inglaterra en secreto, para enviarme a nuestros parientes de Argentina. Por suerte, o Pappous tenía el suficiente dinero y los imprescindibles amigos en el mundo de las navieras. Se hicieron todos los preparativos. Fijaron la fecha.

»Viví en esa casa durante tres semanas, incapaz de salir, sintiendo tanta repugnancia de mí mismo y tanto miedo, que a veces me entraban ganas de entregarme. Lo que más me torturaba era pensar en Lily. Le había prometido que le escribiría todos los días. Y naturalmente, no podía hacerlo. No me importaban las demás personas que también pudieron pensar en mí. Pero sentía unos deseos desesperados de convencerla de que yo estaba cuerdo y el mundo estaba loco. Sé que es algo que no tiene ninguna relación con el saber, aunque quizás la tenga en cierto modo con la inteligencia; quiero decir que hay personas que poseen un juicio moral instintivo y sin embargo perfecto, que son capaces de realizar los más complejos cálculos éticos con la misma facilidad con que algunos campesinos indios pueden realizar asombrosas hazañas matemáticas en cuestión de segundos. Lily era una de esas personas. Y yo ansiaba su aprobación.

»Una noche no pude soportarlo más. Me escapé de mi escondrijo y me fui a St John’s Wood. Sabía que aquella noche Lily iba a coser a un círculo patriótico de costureras en una parroquia cercana. Esperé en la calle que sabía que tendría que tomar. Era un templado atardecer de mayo. Tuve suerte. Venía ella sola. De repente salté del portal en el que me había escondido y me planté en su camino. Ella se quedó pálida del susto. Mi expresión, mi ropa de paisano, le bastaron para imaginar que había ocurrido algo horrible. En cuanto la vi, mi amor por ella me dejó abrumado, y me hizo olvidar lo que había pensado decirle. Ahora no recuerdo qué le dije. Sólo que caminé a su lado bajo el crepúsculo en dirección a Regent’s Park, porque los dos buscábamos la oscuridad, y la soledad. Lily no discutió, no dijo nada, durante mucho rato ni siquiera me miró. Nos sentamos en un banco junto al sombrío canal qué atraviesa la mitad norte del parque. Ella empezó a llorar. Yo no estaba autorizado para consolarla. La había engañado. Eso era lo imperdonable; más que mi deserción, lo grave era el engaño. Durante un rato ella mantuvo la vista fija en el canal, de espaldas a mí. Luego apoyó su mano sobre la mía y me impidió que siguiera hablando. Por fin me rodeó con sus brazos, aunque seguía sin decir palabra. Y sentí que yo, que era lo peor de Europa, estaba en brazos de ella, que representaba todo lo mejor.

»Pero entre nosotros reinaba una tremenda incomprensión. Es posible, y hasta lógico, sentirse justificado ante la historia y en cambio muy injustificado ante la persona amada. Al cabo de un rato Lily empezó a hablar, y comprendí que no había entendido nada de lo que yo le había dicho sobre la guerra. Que no se veía a sí misma en el papel que yo quería, el de mi ángel del perdón, sino en el de ángel de mi salvación. Me rogó que regresara al frente. En su opinión, yo me sentiría espiritualmente muerto hasta que regresara. Usó repetidas veces la palabra «resurrección». Y repetidas veces yo le pregunté qué iba a ser de nosotros. Y al final me dijo, como juicio definitivo, que el precio de su amor era que regresara al frente: no por ella, sino por mí mismo. Para que volviese a encontrar mi verdadero yo. Y añadió que la realidad de su amor seguía siendo la misma que aquel día en el bosque: que, pasara lo que pasase, jamás se casaría con otro.

»Finalmente nos quedamos callados. Seguro que lo has entendido. El amor no es la identidad de dos personas, sino el misterio en el que se unen. Nos encontrábamos en polos opuestos de lo humano. Lily representaba la humanidad atada por el deber, incapaz de elección, la humanidad sufriente a merced de los ideales sociales. La humanidad crucificada y, a la vez, avanzando hacia la cruz. Yo era en cambio libre, era Pedro que niega tres veces a Cristo: el hombre decidido a sobrevivir a cualquier precio. Todavía puedo ver el rostro de Lily. Su rostro que mira fijamente, que mira hacia las tinieblas, tratando de verse a sí misma en otro mundo. Era como si nos hubieran encerrado en una cámara de torturas. Seguíamos enamorados, pero estábamos encadenados a paredes distintas, enfrentadas, mirándonos por toda la eternidad, y condenados por toda la eternidad a no poder tocarnos.

»Naturalmente, al igual que harán siempre los seres humanos, todavía traté de arrancarle alguna esperanza. Que me esperaría, que no me juzgaría precipitadamente…, cosas así. Pero con una mirada me impidió proseguir. Una mirada que no olvidaré nunca; pero fue una mirada casi de odio, y el odio en su rostro era como el despecho en el de la Virgen María: transgredía totalmente el orden de la naturaleza.

»Regresé caminando a su lado, en silencio. Le dije adiós bajo una farola. Junto a un jardín de lilas. No nos tocamos. Ni una sola palabra. Dos rostros jóvenes, envejecidos repentinamente, mirándose. El momento que sigue vivo cuando todos los demás ruidos, objetos, toda aquella calle gris, han desaparecido en el polvo y el olvido. Dos rostros blancos. El aroma de las lilas. Y una oscuridad sin fondo.

Conchis hizo una pausa. Su voz hablaba sin emoción; pero yo pensaba en Alison, en la última mirada que me había dirigido.

—Y esto es todo. Al cabo de cuatro días pasé doce horas muy desagradables encogido en el pantoque de un mercante griego en las dársenas de Liverpool.

Hubo un silencio.

—¿Volvió a verla?

Un murciélago chilló sobre nuestras cabezas.

—Murió.

Tuve que animarle a seguir.

—¿Fue poco después?

—La madrugada del diecinueve de febrero de 1916. —Traté de ver la expresión de su rostro, pero no había luz suficiente—. Hubo una epidemia de fiebre tifoidea. Ella trabajaba en un hospital.

—¡Pobre muchacha!

—Todo queda en el pasado.

—Al contarlo usted parece pertenecer al presente. —Conchis ladeó la cabeza—. El aroma de las lilas.

—Sentimentalismos de anciano. Discúlpeme.

Conchis miraba la noche. El murciélago aleteó tan bajo que durante un breve instante vi su silueta recortándose contra la Vía Láctea.

—¿Es por eso que no llegó a casarse?

—Los muertos viven.

La negrura de los árboles. Estaba atento por si se oían pasos, pero no percibí nada. Todo en suspenso.

—¿Cómo viven?

Sin embargo, él dejó que reinara de nuevo el silencio, como si el silencio pudiera contestar mejor que él a mis preguntas; pero justo cuando yo había supuesto que no respondería, me dijo:

—Gracias al amor.

Era como si no me lo hubiera dicho a mí solamente, sino también a todo lo que nos rodeaba; como si ella estuviera escuchando, en las oscuras sombras junto a la puerta; como si al contarme su pasado hubiera recordado algún principio esencial que ahora estaba viendo en su frescor primitivo. Me sentí conmovido, y esta vez dejé que reinara el silencio.

Al cabo de un minuto se volvió hacia mí.

—Me gustaría que vinieses la semana próxima. Si tus deberes te lo permiten.

—Si me invita, nada podría impedirme venir.

—Bien. Me alegro. —Pero su alegría parecía ahora simple cortesía. La perentoriedad había recobrado el mando. Se puso en pie—. A la cama. Es tarde.

Le seguí a través de mi habitación. Él se inclinó para encender la lámpara.

—No quiero que nadie hable de mi vida al otro lado de la isla.

—Naturalmente.

Se enderezó, y me miró.

—Bien. ¿Nos veremos el sábado próximo?

Sonreí:

—Ya sabe que sí. Nunca olvidaré estos dos últimos días. Incluso a pesar de que no sé por qué soy un elegido. O por qué me han elegido.

—Quizás el motivo sea tu ignorancia.

—Cuando uno se siente elegido, tiene la sensación de ser un privilegiado.

Buscó mi mirada, y luego hizo una cosa extraña: extendió el brazo, como había hecho en el bote, y me tocó paternalmente el hombro. Al parecer, yo había superado alguna prueba.

—Bien. María te tendrá preparado un poco de desayuno. Hasta la semana que viene.

Y desapareció. Entré en el baño, cerré la puerta, apagué la lámpara. Pero no me desnudé. Me quedé junto a la ventana esperando.