42
NOS despertaron los golpes con que alguien llamaba a la puerta, y la luz que entró cuando la abrió. El sol nos lanzó una puñalada. El que llamaba se retiró cuando vio que todavía estábamos en las literas. Mire el reloj. Eran las diez. Cogí mi ropa y salí. Un pastor. Oí a lo lejos las esquilas del rebaño. Apartó con su cayado a los dos perros que ya estaban enseñándome los dientes, y se sacó de un bolsillo de su chaquetón un queso envuelto en hojas de acedera que nos había traído para desayunar. Al cabo de unos minutos salió Alison, metiéndose todavía la camisa en los tejanos y frotándose los ojos cegados por el sol. Compartimos con el pastor los bizcochos y naranjas que nos habían quedado, gastamos el resto de película. Me alegró que hubiese venido aquel hombre. Leí en los ojos de Alison, tan claramente como si estuviera escrito en letra impresa sobre ellos, que habíamos vuelto a nuestra antigua relación. Ella había roto el hielo; pero ahora hacía falta que yo me echara al agua.
El pastor se puso en pie, nos estrechó la mano, se fue a grandes zancadas con sus dos fieros perros, y nos dejó solos. Alison se desperezó al sol en una gran piedra que habíamos utilizado como mesa para el desayuno. Hacía una mañana mucho menos ventosa, templada, como si estuviésemos en abril, y el cielo estaba deslumbrantemente azul. Sonaban a lo lejos las esquilas y un pájaro parecido a una alondra cantó desde lo alto de la cuesta que había a nuestra espalda.
—Ojalá pudiéramos quedarnos aquí toda la vida.
—Tengo que devolver el coche.
—No era más que un deseo. —Me miró—. Ven a sentarte a mi lado —dijo dándole golpecitos a la piedra donde estaba. Sus ojos grises se alzaron hasta mí, más sinceros que nunca—. ¿Me perdonas?
Me incliné y le besé la mejilla, y ella me rodeó entonces con los brazos, obligándome a quedarme tendido sobre ella, y así mantuvimos una conversación susurrada directamente de los labios de uno a la oreja del otro.
—Di que querías.
—Quería.
—Di que todavía me amas un poco.
—Todavía te amo un poco. —Me pellizcó la espalda—. Un poco mucho.
—Y que te pondrás bueno.
—Mmmm.
—Y que no volverás a ir nunca con esas mujeres horribles.
—Nunca.
—Es una tontería, pudiéndolo hacer gratis. Con amor.
—Ya lo sé.
Yo miraba las puntas de sus cabellos sobre la piedra, a cinco o seis centímetros de mis ojos, y trataba de reunir fuerzas para confesarlo todo. Pero era como pisar una flor por no tomarte la molestia de desviar el pie a un lado. Me incorporé, pero ella me retuvo por los hombros, para que tuviera que mirarla a los ojos. Sostuve su mirada, su honestidad, durante un momento, y luego me giré y me senté de espaldas a ella.
—¿Qué pasa?
—Nada. Me preguntaba qué dios puede haber hecho que una buena chica como tú le encuentre algún atractivo a una mierda de tipo como yo.
—Esto me recuerda una cosa. Un crucigrama que vi hace algunos meses. ¿Preparado? —Asentí con la cabeza—. «Está hecha un lío, pero constituye la mejor parte de Nicholas»… Seis letras.
Lo adiviné[21], y le dirigí una sonrisa.
—¿Estaba esa clave del crucigrama entre interrogantes?
—No había interrogantes. Sólo lágrimas mías. Como siempre.
Y el pájaro que estaba encima de nosotros cantó en el silencio.
Iniciamos el descenso. A medida que bajábamos, el calor se iba haciendo más intenso. El verano subía a darnos la bienvenida.
Alison caminaba delante, de modo que no veía mi cara casi nunca. Traté de averiguar qué sentía por ella. Seguía irritándome que ella confiara hasta tal punto en lo corporal, en el orgasmo compartido. Que creyera que eso era amor, que no comprendiera que el amor es otra cosa…, el misterio de la distancia, la reserva, alejarse a través de un bosque, apartar los labios en el último momento. Se me ocurrió que su falta de sutileza, su incapacidad para ocultarse tras la metáfora, y todo ello nada menos que en el monte Parnaso, hubieran debido ofenderme; aburrirme, como me aburría todo poema que careciera de complejidad. Pero en cierto sentido, que me sentía incapaz de definir, Alison seguía poseyendo, como siempre había poseído, aquella secreta habilidad de sortear cuantos obstáculos pudiera yo interponer entre los dos: como si fuese mi hermana en realidad y tuviera acceso a formas injustas de forzarme, y pudiera siempre evocar profundas similaridades que anulaban las diferencias de gusto o sensibilidad, o conseguían al menos que pareciesen carecer de importancia.
Se puso a hablar de su trabajo de azafata; de sí misma.
—¡Excitación, Dios, excitación! Apenas dura los dos primeros días. Caras nuevas, ciudades nuevas, aventuras nuevas con pilotos guapos. La mayor parte de los pilotos creen que formamos parte de los entretenimientos que se reservan a la tripulación. Que nos basta hacer cola para ser bendecidas por sus tristes pollas de veteranos de la Batalla de Inglaterra.
Me reí.
—No tiene ninguna gracia, Nicko. Esa vida acaba destruyéndote. Y toda esa libertad, todo ese espacio a tu alrededor. A veces te entran ganas de tirar de la palanca y dejar que el cielo se te lleve. Dejarte caer, simplemente, disfrutar durante un minuto de una caída libre, y libre de pasajeros…
—No hablas en serio.
—Más de lo que crees. Lo llamamos síndrome de las encantadoras. Es una depresión que sobreviene cuando llevas tanto tiempo convertida en una máquina tragaperras que regala sonrisas maravillosas, que al final dejas de ser una persona. Es como… A veces estamos tan atareadas en el momento del despegue, que ni nos damos cuenta de cuánto está subiendo el avión. Entonces miras por la ventanilla y te llevas un susto… Ocurre exactamente así, de repente te das cuenta de lo lejos que estás de lo que eres en realidad. O de lo que fuiste, o lo que sea. No sé explicarlo bien.
—Al contrario, lo explicas muy bien.
—Empiezas a notar que en realidad ya no tienes raíces en ninguna parte. Ya te lo puedes imaginar. Como si yo no tuviera ya bastantes problemas precisamente sobre esa cuestión. Quiero decir que Inglaterra es un lugar imposible. Cada día me resulta más honi soit qui[22], bragas malolientes por todas partes. Es una tumba. Mientras que Australia…, Australia. Dios mío, cómo odio a mi propio país. El más mezquino y estúpido y ciego…
Se interrumpió.
Seguimos caminando un rato, y luego dijo:
—Ya no tengo raíces en ningún sitio. No soy de ningún lugar. Voy de un sitio a otro, paso por encima de muchos sitios, pero no soy de ninguno. No me queda más que la gente que me gusta, o la gente a la que amo. Ellos son la única patria que me queda.
Miró atrás, con timidez, como si hasta entonces se hubiera reservado esta verdad acerca de sí misma, su falta de raíces, de patria. Y ella sabía que a mí me ocurría lo mismo.
—Al menos nos hemos librado de un montón de ilusiones inútiles y engañosas.
—Qué listos somos.
Se quedó en silencio y encajé su reproche. A pesar de su superficial independencia, su necesidad fundamental era la de aferrarse a algo o a alguien. Toda su vida era un intento de demostrar que eso no era cierto; y, de este modo, demostraba que lo era. Como una anémona de mar: bastaba que algo la tocase para que se quedara adherida a lo que fuera.
Se detuvo. Los dos nos dimos cuenta al mismo tiempo. Debajo de nosotros, a la derecha, se oía ruido de agua, una cascada.
—Me encantaría bañarme los pies. ¿Bajamos?
Abandonamos el sendero introduciéndonos en un bosque, y al cabo de un rato encontramos una pista semiborrada. Bajamos por ella y finalmente desembocamos en un claro. En una de la esquinas caía una cascada de unos tres metros de altura. En su base se había formado un estanque de agua cristalina. El claro estaba lleno de flores y mariposas, y era como una pequeña depresión verde y dorada cuya exuberancia contrastaba con el oscuro bosque por el que habíamos estado caminando. En el borde superior del claro había una pequeña peña con una cueva no muy profunda, delante de la cual algún pastor había construido un tosco cobertizo de ramas de abeto. En tierra había excrementos de ovejas, pero no eran recientes. Seguramente nadie había pisado aquel lugar durante aquel verano.
—Nademos.
—Está helada.
—No importa.
Se quitó la camisa por la cabeza, desabrochó su sujetador y me sonrió con el rostro salpicado de las irregulares sombras del cobertizo.
—Seguro que está lleno de serpientes
—Como el Jardín del Edén.
Se quitó los tejanos y las bragas. Levantó el brazo, cogió una piña seca de una de las ramas del cobertizo y me la ofreció. La vi correr desnuda por entre las altas hierbas hasta la orilla del estanque, probar el agua, y gruñir. Luego entró y se deslizó por ella como un cisne, soltando un grito. El agua era de color verde jade, nieve recién derretida que hizo que mi corazón se sobresaltara cuando me zambullí a su lado. Pero todo era bellísimo, desde las sombras de los árboles y la luz solar cayendo en el claro hasta el blanco estruendo de la pequeña cascada, el frío, la soledad, las risas, la desnudez; momentos que sabes que sólo la muerte podrá borrar.
Sentados en la hierba junto al cobertizo, dejamos que el sol y la leve brisa nos secaran, y comimos el resto de chocolate que nos quedaba. Luego Alison se tendió de espaldas con los brazos abiertos y las piernas entreabiertas, abandonada al sol…, y —lo supe— a mí.
Durante un rato me tendí igual que ella, con los ojos cerrados.
Luego ella dijo:
—Soy la reina de las fiestas de mayo.
Se sentó mirándome a mí, apoyada en un brazo. Había trenzado con margaritas y clavellinas una tosca corona que ahora adornaba, algo ladeada, su despeinado cabello; y su sonrisa tenía una inocencia conmovedora. Ella no lo supo, pero para mí fue un momento de intensas resonancias literarias. Podía situarla sin dudarlo: era el helicón inglés. Había olvidado que hay metáforas y metáforas, y que los poetas líricos más grandes son casi siempre directos y poco metafísicos. De repente Alison era como uno de esos poemas, y me sentí arrastrado por una apasionada ola de deseo por ella. No era sólo un deseo lujurioso, ni lo suscitaba solamente el hecho de que, como ocurría de vez en cuando, estuviera inquietantemente preciosa con sus pechos pequeños, su pequeña cintura, primero con unos hoyuelos, luego seria; no tanto una joven de veinticuatro años como una muchacha de dieciséis; sino que la deseaba porque, más allá de los feos y antipoéticos aditamentos de la vida moderna, pude ver directamente su yo desnudo y verdadero; porque la vi tan desnuda como desnudo estaba su cuerpo: Eva redescubierta a través de diez mil generaciones.
Me sobrevino, simplemente, mi amor por ella, y quise retenerla y, al mismo tiempo, retener —o encontrar— a Julie. No quería a una más que a la otra, sino a ambas a la vez. Necesitaba poseerlas a las dos, sin que ello supusiera la menor deshonestidad emotiva. Lo único deshonesto era que yo me sentía deshonesto, por el hecho de haberle ocultado… Y fue finalmente el amor lo que me impulsó a decirle la verdad; el amor, y no la crueldad ni el deseo de permanecer libre, de mostrarme implacable. Creo que, durante aquellos largos instantes, Alison lo comprendió. Debió ver el desgarramiento y la tristeza en mi rostro porque, con mucha amabilidad, me dijo:
—¿Ocurre algo?
—No he tenido sífilis. Era una mentira.
Me miró intensamente, y luego se hundió en la hierba.
—Oh Nicholas.
—Quiero explicarte…
—Ahora no. Por favor, ahora no. Da igual lo que haya ocurrido. Ven y hazme el amor.
E hicimos el amor; no fue un acto sexual, sino de amor; aunque hubiera sido más prudente limitarse a la sexualidad.
Tendido al lado de ella, hice un esfuerzo por explicarle lo ocurrido en Bourani. Decían los antiguos griegos que quien dormía una noche en el Parnaso se empapaba de inspiración, o se volvía loco, y no me cupo la menor duda de cuál de las dos cosas me había ocurrido a mí; en el mismo momento en que estaba contándoselo todo, supe que hubiera sido mucho mejor no decirle nada, haber inventado cualquier cosa… Pero el amor, esa necesidad de desnudarme… Había elegido para ser honesto el peor momento posible, y al igual que la mayoría de las personas que han pasado la mayor parte de su vida de adultos en un estado de deshonestidad emocional, confié obtener mucha más simpatía por mi acto de honestidad que la que hubiera debido esperar… Pero el amor, esa necesidad de ser comprendido… También tenía la culpa el Parnaso, por ser tan griego, por hacer que toda la insinceridad se convirtiera en una dolorosa inflamación mental.
Naturalmente, lo primero que quiso saber era por qué había elegido un pretexto tan poco corriente, pero yo quería que, antes de mencionar el principal de los atractivos de Bourani, Alison comprendiera cuán extraño era todo lo relacionado con aquel lugar. No le oculté prácticamente nada sobre Conchis, pero me salté muchos detalles.
—No es que yo crea ninguna de esas cosas de la forma que él parece querer que las crea. Pero incluso así…, desde el día en que me hipnotizó ya no estoy seguro de nada. Sencillamente, ocurre que siempre que estoy con él tengo la sensación de que tiene acceso a cierto oscuro poder. No se trata de un poder oculto. Pero no sé tampoco cómo explicarlo.
—Seguro que no son más que patrañas.
—Sin duda. Pero ¿por qué me eligió a mí? ¿Cómo sabía que iba a ir allí? Yo no represento nada para él, y es evidente que apenas si piensa en mí, como persona. Siempre está riéndose de mí.
—De todos modos no entiendo… —pero luego lo entendió. Me miró—. Además de él, en esa villa hay otra persona. ¿Cierto?
—Alison, por Dios, trata de comprenderlo. Escúchame.
—Te escucho —pero había desviado el rostro.
De modo que finalmente se lo dije. Se lo conté como si fuese una cosa asexual, una fascinación mental.
—Pero ella te atrae también en el otro sentido.
—Allie, no sabes cuánto me he odiado a mí mismo todo este fin de semana. Y he intentado una docena de veces contártelo todo. No quiero sentirme atraído por ella. En ningún sentido. Hace un mes, hace sólo tres semanas no hubiera creído que pudiera ocurrirme esto. Todavía no sé, honestamente, qué clase de atracción ejerce sobre mí. Sólo sé que estoy hechizado, poseído por todo lo de allí. No sólo por ella. Lo que está pasando es muy raro. Y yo…, yo estoy metido en ello. —No parecía impresionarle en lo más mínimo—. Tengo que regresar a la isla. Por el trabajo. En muchísimos sentidos, carezco de libertad.
—Pero esa chica…
Alison miraba al suelo, recogía semillas de las espigas.
—Ella carece de importancia. En serio. No es más que una pequeñísima parte de todo aquello.
—Entonces, ¿a qué viene toda tu actuación?
—No lo comprendes. Estoy partido en dos.
—¿Es guapa?
—Si no fuera porque tú todavía me importas tantísimo, todo hubiera sido más fácil.
—¿Es guapa?
—Sí.
—Muy guapa.
No dije nada. Ella sepultó el rostro en sus manos. Acaricié su cálido hombro.
—No se te parece en nada. No se parece a ninguna chica moderna. No sé cómo explicarlo. —Ella apartó la cabeza—. Alison.
—Debo de parecerte… —Pero no terminó la frase.
—No seas ridicula.
—¿Lo soy?
Hubo un tenso silencio.
—Mira, Alison, por una vez en mi vida estoy tratando, con todas mis fuerzas, de ser honesto. No puedo dar ninguna excusa. Si me encontrase mañana con esa chica por primera vez, muy bien, no habría problemas. Le diría, amo a Alison, y Alison me ama a mí, no hay nada que hacer. Pero la conocí hace quince días. Y tengo que volver a verla.
—Y además, tampoco amas a Alison. —Desvió la mirada—. O sólo me amas hasta que ves a otra chica que está más buena.
—No seas grosera.
—Lo soy. Así pienso. Así hablo. Soy una grosera. —Se puso de rodillas, inspiró—. ¿Y ahora qué? ¿Saludo y hago mutis?
—Me gustaría no ser un tipo tan complicado…
—¡Complicado! —dijo ella en son de burla.
—Egoísta.
—Eso ya es más exacto.
Nos quedamos callados. Un par de mariposas acopladas pasaron delante de nosotros, volando pesadamente.
—Lo único que quería es que supieras qué soy.
—Ya sé lo que eres.
—Si lo hubieras sabido, me hubieses interrumpido al principio.
—De todos modos, ya sé qué eres.
Y sus fríos ojos grises penetraron hasta el fondo de mi ser, obligándome a bajar la mirada. Se puso en pie y fue a lavarse. No había modo. No podía recuperar el control de la situación, no podía explicárselo, y ella no lo comprendería nunca. Me puse la ropa y me volví de espaldas mientras ella se vestía en silencio.
Cuando terminó, me dijo:
—Y, por Dios, no digas una sola palabra más. No lo soporto.
Llegamos a Arachova a eso de las cinco y emprendimos el regreso a Atenas en coche. Intenté dos veces discutirlo todo otra vez, pero ella no me lo permitió. Habíamos dicho cuanto podía decirse; y ella permaneció pensativa y muda durante todo el viaje.
Llegamos al cruce de Daphni a las ocho y media aproximadamente, cuando la última luz rozaba todavía la población rosada y ambarina, mientras que los primeros anuncios de neón en Syntagma y Ommonia parecían, en la distancia, brillantes joyas. Recordé la calle que habíamos recorrido juntos la primera noche en Atenas, y miré de soslayo a Alison. Se estaba pintando los labios. Quizás hubiera, al fin y al cabo, una solución; llevarla al hotel, hacerle el amor, demostrarle con mis riñones que la amaba…, y, por qué no, permitirle que comprobara que seguramente valía la pena sufrir por mí, como antes, y quizás como en el futuro. Empecé a hablar de cosas intrascendentes, anécdotas y curiosidades de Atenas; pero había tan poco interés en sus respuestas, que todo sonaba ridículo, todo lo ridículo que en realidad era, y volví a quedarme en silencio. El rosa se convirtió en violeta, y en seguida se hizo de noche.
Llegamos al hotel de El Pireo, donde había reservado las mismas habitaciones. Mientras yo llevaba el coche al garage, Alison subió a su cuarto. De regreso al hotel vi a un vendedor de flores y compré una docena de claveles. Fui directo a la habitación de ella, y llamé a la puerta. Tuve que hacerlo tres veces antes de que abriese. Había estado llorando.
—Te he traído unas flores.
—¡No quiero tus malditas flores!
—Mira, Alison, esto no es el fin del mundo.
—No, sólo el fin de la aventura.
Fui yo quien rompió el silencio.
—¿No me invitas a entrar?
—¿Por qué tendría que hacerlo?
Mantenía la puerta medio cerrada. Tras ella, la habitación estaba a oscuras. Tenía la cara horrible, hinchada y con una expresión que decía que no pensaba perdonarme, desnudamente herida.
—Déjame pasar y hablar contigo.
—¡No!
—Por favor…
—¡Vete!
Empujé la puerta y entré, y luego cerré. Ella se quedó de espaldas a la pared, mirándome fijamente. Subía un poco de luz de las farolas de la calle, y pude verle los ojos. Le ofrecí las flores. Me las arrancó de la mano, fue a la ventana y las arrojó: pétalos rojos y tallos verdes volando hacia la noche; y se quedó allí, dándome la espalda.
—Esa experiencia… Es como estar a mitad de un libro. No puedo tirarlo a la papelera y olvidarlo.
—Y por eso lo que haces es tirarme a mí.
Me acerqué hacia ella e intenté ponerle las manos en los hombros, pero de una furiosa sacudida se libró de mí.
—¡Vete a tomar por el culo!
Me senté en la cama y encendí un pitillo. En la calle sonaba a través de un altavoz música popular macedónica; pero nosotros nos encontrábamos en un capullo cerrado, y distante incluso de las cosas más cercanas del exterior.
—Vine a Atenas a sabiendas de que no debía verte. La primera noche y ayer hice los más condenados esfuerzos por demostrarme a mí mismo que ya no sentía nada especial por ti. Pero no sirvieron de nada. Por eso te lo he contado. Tan mal. Y en tan mal momento. —Ella no dio señales de estar escuchándome; entonces utilicé mi triunfo—. Te lo conté, a pesar de que hubiera podido callar, seguir engañándote.
—No soy yo la engañada.
—Mira…
—¿Y qué diablos quiere decir eso de «Sentir algo especial»? —Guardé silencio—. Antes te daba miedo amar. Ahora te da miedo incluso usar esa palabra.
—No sé qué es el amor.
Dio media vuelta, bruscamente:
—Pues permíteme que te lo explique. El amor es algo más que lo que te dije en aquella carta. Eso de no volverse a mirar. El amor consiste en fingir que vas a trabajar cuando en realidad te vas a la estación Victoria. Para darte una última sorpresa, un último beso… Qué más da. Te vi comprando revistas. Aquella mañana yo hubiera sido incapaz de reír por nada. Y en cambio tú te reiste. Te vi con un mozo, riendo vete a saber de qué. Fue entonces cuando averigüé qué es el amor. Es ver a la persona con la que querrías vivir sentirse feliz de haberte abandonado.
—Pero ¿por qué no te acercaste…?
—¿Sabes lo que hice? Me fui sin que me vieras. Y me pasé todo aquel maldito día enroscada en nuestra cama. Pero no lo hice porque te amaba. Lo hice porque estaba loca de furia y de vergüenza, porque me enfurecía y me avergonzaba amarte.
—Y yo no debía enterarme.
Alison se volvió hacia otro lado.
—«Yo no debía enterarme.» ¡Dios! —Flotaba en el aire la violencia, como si fuera electricidad estática—. Otra cosa. Tú crees que el amor es lo mismo que la sexualidad. Pues permíteme que te diga una cosa: si te hubiese querido sólo por eso, te hubiera dejado inmediatamente después de esa primera noche.
—Mil perdones.
Me miró, inspiró, y me dirigió una sonrisa amarga.
—Vaya por Dios, ahora el pobre chico se siente ofendido. Estaba tratando de decirte que te amaba por ti mismo, y no por tu jodida polla. —Se quedó mirando hacia la noche—. Naturalmente que funcionabas bien en la cama. Pero no eres él…
Silencio.
—El mejor de todos los que se han acostado contigo.
—No era eso lo que importaba. —Se acercó a los pies de la cama y se apoyó allí, mirándome desde arriba—. Me parece que eres tan ciego que ni siquiera sabes que no me amas. Ni siquiera sabes que eres un repugnante y egoísta hijo puta que no soportaría la idea de ser impotente, que sólo concibe la posibilidad de ser el mejor. Porque a ti no te hace daño nada, Nicko. Nada te llega al fondo, al único sitio que cuenta. Te das cuenta. Te has organizado la vida de manera que nada te afecte. Así que, digas lo que digas, yo no podría hacer nada. Nunca pierdes. Siempre te queda la posibilidad de tu siguiente aventura. Tu siguiente aventura de mierda.
—Siempre le das la vuelta a lo que…
—¡Que yo le doy vueltas! Santo Dios, pero si tú eres incapaz de contar una sola cosa lisa y llanamente.
Me volví hacia ella.
—¿A qué te refieres en concreto?
—A todas esas mandagas del misterio. ¿Crees que me he tragado esa mentira? En esa isla tuya hay una chica, y lo que tú quieres es tirártela, y nada más. Pero claro, dicho así queda feo, y lo arreglas muy bien. Como siempre. Lo arreglas tan bien que parece que tú seas la persona más inocente del mundo, el gran intelectual que ha de tener su gran experiencia. Siempre nadando y guardando la ropa. Siempre…
—Te juro…
Pero el impaciente ademán de Alison me hizo callar. Se puso a recorrer la habitación de un lado para otro. Intenté presentar otra excusa.
—El hecho de que no quiera casarme contigo, ni con nadie, no significa que no te ame.
—Por cierto. Esa cría. La cría del divieso. Te puso furioso. Pensaste «ya está Alison demostrándome lo bien que sabe tratar a los niños, haciendo el numerito de la buena madre». ¿Quieres que te diga una cosa? Es verdad, hacía el numerito de la buena madre. Fue durante un momento, al sonreír ella, cuando me di cuenta. Me di cuenta de que me gustaría tener hijos tuyos y…, rodearles con el brazo y tenerte a ti a mi lado. ¿No es terrible? Es terrible que tenga este repugnante y asqueroso sentimiento que se llama amor… Dios, la sífilis parece encantadora comparada con el amor…, y además soy una chica depravada, colonial y degenerada, y lo soy hasta tal punto que tengo la desfachatez de mostrarte…
—Alison.
Inspiró, estremecida, a punto de llorar.
—Lo comprendí el jueves, desde el mismo momento en que te vi por primera vez. Para ti seré siempre Alison, la que se acostaba con cualquiera. La australiana que abortó. El bumeran humano. Puedes arrojarla todo lo lejos que quieras, que siempre regresará para ofrecerte otro fin de semana de polvos baratos.
—Esto es un golpe muy bajo.
Encendió un pitillo. Me fui a la ventana y ella siguió hablando desde la puerta, a mi espalda.
—Durante aquella época, en otoño pasado… Entonces no supe comprenderlo. No comprendí que a veces te ablandas. Pensé que te ibas endureciendo cada vez más. No sé por qué, aquellos días me sentí muy cerca de ti, más de lo que me haya sentido de cualquier otro hombre, vete tú a saber por qué. Y a pesar de todos tus trucos de inglés despectivo. De tu maldita manía de creer que eres de clase alta. Y por eso no logré superar que te fueras. Lo intenté, primero con Pete, después con otro, pero no funcionaba. Siempre seguía teniendo este estúpido sueño. Soñaba que algún día me escribirías… Y al venir traté con todas mis fuerzas de hacer que estos tres días salieran a las mil maravillas. Todo me lo jugaba a lo que ocurriera. Y eso que veía perfectamente que te aburrías.
—No es cierto. No me he aburrido.
—Estabas pensando en lo de la isla.
—También yo te eché de menos. Los primeros meses fue infernal.
De repente, Alison encendió la luz.
—Vuélvete y mírame.
Lo hice. Estaba junto a la puerta, con los tejanos y la camisa azul marino; y su cara era una máscara blanca y gris.
—He ahorrado algún dinero. Y seguro que tú tienes algo también. Basta con que digas lo que deseo oír para que mañana mismo deje mi trabajo. Iré contigo a tu isla y viviré contigo. Antes hablaba de una casita en Irlanda. Pero me irá igual una casita en Phraxos. Te hago este ofrecimiento. El de la responsabilidad de vivir con una persona que te ama.
Fue una vileza por mi parte, pero lo cierto es que cuando dijo «una casita en Phraxos» mi única reacción consistió en sentir un gran alivio por no haberle hablado de la oferta que me había hecho Conchis.
—¿De lo contrario?
—Puedes decir que no.
—Es un ultimátum.
—No escurras el bulto. Sí o no.
—Alison, si…
—Sí o no.
—No se puede decidir una cosa así…
Su voz repitió las mismas palabras en un tono agudísimo:
—Sí o no.
La miré fijamente. Se mordió el labio, me miró sin humor, y contesto en mi nombre.
—No.
—Sólo porque…
Se fue corriendo a la puerta y la abrió. Yo me sentía furioso, atrapado en esta absurda alternativa que me ponía entre la espada y la pared, ante su brutal exigencia de compromiso total. Rodeé la cama, me fui hacia ella, le arrebaté de un tirón el control de la puerta y cerré de un portazo brutal; luego la abracé e intenté besarla mientras con una mano trataba de apagar la luz. La habitación quedó de nuevo sumida en tinieblas, pero ella se defendió salvajemente girando la cabeza a uno y otro lado para evitarme. La empujé hacia la cama y caí con ella de través sobre el colchón. La cama se deslizó un poco, golpeó la mesita de noche y cayeron la lámpara y el cenicero. Pensé que cedería, creí que no le quedaba otro remedio que ceder, pero de repente se puso a chillar, tan fuerte que sus gritos debieron de atravesar todo el hotel y llegar retumbando hasta el otro extremo del puerto.
—¡DEJAME!
Me eché un poco atrás y ella me pegó con los puños cerrados. La sujeté por las muñecas.
—Quieta por Dios.
—¡TE ODIO!
—¡Cállate!
La obligué a tenderse de costado. Oí unos golpes en la pared, desde la habitación de al lado. Soltó otro grito ensordecedor.
—¡TE ODIO!
Le di una bofetada en la mejilla. Ella se puso a sollozar violentamente, se retorció tratando de escaparse por los pies de la cama, y siguió aullando fragmentos de insultos entre jadeos y lágrimas.
—Déjame…, déjame en paz…, mierda de tío…, jodido egoísta…
Y hubo un renovado estallido de sollozos. Todo su cuerpo se estremecía. Me puse en pie y fui a la ventana.
Empezó a golpear con los puños el metal de los pies de la cama como si las palabras ya no le sirvieran para expresar lo que sentía. En aquel momento la odié; odié su falta de control, su histeria. Recordé que abajo, en mi habitación, había una botella de whisky. Me la había regalado ella el primer día.
—Escúchame. Voy a prepararte una copa. Deja de dar alaridos.
Me levanté. Ella no me hizo caso y siguió dando golpes. Fui a la puerta, vacilé un momento, miré atrás, y luego salí. Dos puertas más allá había tres griegos, un hombre, una mujer y un anciano, mirándome como si fuera un asesino. Bajé, abrí la botella, pegué un buen trago a morro, y luego subí de nuevo.
La puerta estaba cerrada. Los tres espectadores seguían mirándome fijamente; vieron cómo trataba de abrir, llamaba, lo intentaba otra vez, y luego decía su nombre.
El viejo vino a mi encuentro.
Me preguntó si ocurría algo.
Hice una mueca y murmuré que era cosa del calor.
Él se lo repitió, como si hiciera alguna falta, a los otros dos. Ah, el calor, dijo la mujer, como si eso lo explicara todo. Pero no se fueron.
Lo intenté una vez más; pronuncié su nombre en voz alta. No logré oír nada. Me encogí de hombros para que lo vieran los griegos, y bajé a mi cuarto. Al cabo de diez minutos regresé; regresé otras tres o cuatro veces durante la siguiente hora; y siempre encontré la puerta cerrada. Y eso, secretamente, me resultó un alivio.
Pedí que me llamaran a las ocho, y así lo hicieron. Me vestí inmediatamente y fui a su habitación. Llamé; no hubo respuesta. Cuando traté de abrir, lo conseguí sin esfuerzo. Alison había dormido en la cama, pero tanto ella como todas sus cosas ya habían desaparecido. Corrí directamente a la recepción. Un viejo conejil con gafas, padre del dueño, estaba sentado allí. Había vivido en los Estados Unidos y hablaba inglés bastante bien.
¿Sabe si esa chica con la que estaba yo ayer noche…, se ha ido esta mañana?
—Sí, se fue.
—¿Cuándo?
Levantó la mirada hacia el reloj.
—Hace una hora. Le ha dejado esto. Dijo que se lo diese a usted cuando bajara.
Un sobre. N. Urfe garabateado en él.
—¿No ha dicho a dónde iba?
—Pagó la cuenta y se fue. Nada más.
Por su forma de mirarme supe que había oído el escándalo de la noche anterior, o que al menos se lo habían contado.
—Yo había dicho que la factura corría de mi cuenta.
—Ya se lo he dicho a ella.
—Maldita sea.
Cuando me daba media vuelta para irme, añadió:
—Eh, ¿sabe lo que suele decirse en América? Que en el mar quedan todavía muchos peces. ¿No había oído decirlo? Muchos peces.
Regresé a mi habitación y abrí la carta de Alison. Estaba garabateada a toda prisa, una decisión de último momento que la había inducido a no irse sin decir una última palabra.
Imagina lo que sentirías si al regresar a tu isla no encontraras al viejo ni a la chica. Si se hubieran acabado las misteriosas diversiones y los juegos. Si la villa estuviera cerrada para siempre.
Se acabó, se acabó, se acabó.
Telefoneé al aeropuerto a eso de las diez. Alison no había regresado y no tenía que presentarse hasta las cinco de la tarde, para su vuelo a Londres. Volví a intentarlo a las once y media, justo antes de que zarpara el vapor; idéntica respuesta. Cuando el vapor, que estaba atestado de colegiales, empezaba a separarse del muelle, miré la muchedumbre de padres y parientes y haraganes. Se me había metido en la cabeza la idea de que ella debía de estar entre ellos, mirándome; pero si estaba, era invisible.
La fea fachada de mar de El Pireo, un paisaje industrial, fue alejándose y el vapor tomó rumbo sur hacia el esbelto pico azul de Aegina. Fui al bar y pedí un ouzo doble; era el único sitio donde no estaba autorizada la presencia de los chicos. Bebí un buen trago de golpe e hice interiormente un amargado brindis. Había decidido seguir mi propio camino; el difícil y azaroso y poético camino personal; me lo jugaba todo a una sola carta; no obstante, incluso entonces pude oír a Alison lanzar contra mí aquellas dos últimas palabras.
Alguien se sentó en el taburete que estaba a mi lado. Era Demetríades. Dio una palmada para llamar la atención del camarero.
—Invítame a un trago, pervertido inglés. Y te contaré cómo han trascurrido las horas de este divertidísimo puente.