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ESTABA mirando una pared en ruinas. Quedaban algunos fragmentos del enlucido todavía pegados a su superficie, pero casi todo lo que veía eran piedras desnudas. Muchas de ellas habían caído y ahora reposaban en un mar de mortero desmenuzado al pie de la pared. Después oí, muy débilmente, el sonido de unas esquilas. Permanecí un tiempo allí, demasiado afectado todavía por las drogas para hacer el esfuerzo de buscar el sitio por donde se colaba la luz que me permitía ver la pared; por donde me llegaba el sonido de las esquilas, del viento, de los gritos de las golondrinas. Me habían condicionado a ser un prisionero. Por fin moví las muñecas. Estaban libres. Me di la vuelta y miré.

En el techo había puntos de luz. A unos cinco metros vi un portal sin puerta. Fuera, la luz del sol, cegadora. Estaba tendido en un colchón hinchable y me cubría una tosca manta parda. Detrás de mí vi mi maleta, y encima varios objetos: un termo, un paquete envuelto en papel, pitillos y cerillas, una caja negra que parecía un joyero, y un sobre.

Me senté y sacudí la cabeza. Después retiré a un lado la manta y caminé con paso vacilante por el desigual piso hasta la puerta. Me encontraba en la cumbre de una colina. Ante mí se extendía una enorme ladera de ruinas. Cientos de casas de piedra, de las que ni una se tenía en pie y muchas no eran ya más que grises montones de escombros y fragmentos de muros caídos. Aquí y allá destacaban algunas que conservaban todavía un par de paredes, un primer piso con el techo hundido, ventanas que enmarcaban el cielo, negros portales. Pero lo más extraordinario era que esta ciudad de los muertos parecía flotar en el aire, a trescientos metros de altura sobre el mar que la rodeaba. Miré el reloj. Todavía funcionaba; casi las cinco. Trepé a lo alto de un muro y observé a mi alrededor. En la dirección en que se encontraba el sol de la tarde pude ver una masa continental montañosa que se extendía muy lejos por el sur y por el norte. Parecía que me encontrase en la cumbre de un gigantesco promontorio, absolutamente solo, como si íuese el último hombre de la tierra, entre el mar y el cielo, en una Hiroshima medieval.

Y durante un momento no supe a ciencia cierta si habían transcurrido sólo unas horas, o civilizaciones eternas.

Soplaba un fiero viento del Norte.

Regresé al interior de la casa y saqué a la luz del día la maleta y los demás objetos. Ante todo miré el contenido del sobre. Mi pasaporte, unas diez libras en billetes griegos, y una hoja de papel escrita a máquina.

Tres frases. «Esta noche a las 11,30 sale un barco para Phraxos. Se encuentra usted en la Ciudad Vieja de Monemvasia. Para bajar debe tomar el camino que sale de la cumbre en dirección Sudeste.» Sin fecha ni firma. Abrí el termo: café. Me serví un tapón entero y me lo tomé; luego otro. El paquete contenía unos emparedados. Empecé a comer y tuve la misma sensación que aquella reciente mañana: el intenso placer que me proporcionaba el sabor del café, el sabor del pan, el del cordero frío con orégano y zumo de limón.

Pero además tuve otro sentimiento, al que contribuían el ancho y espacioso paisaje: un sentimiento de liberación, de alivio por haber sobrevivido; una sensación de capacidad de resistencia; era única e incomparable, y me convertía a mí en un ser único, que la poseía como un secreto, un viaje a Marte, un premio que nadie aparte de mí había alcanzado. También contemplé mi propio comportamiento; me había despertado viéndolo desde un punto de vista más favorable: el juicio y la desintoxicación eran malvadas fantasías con las que habían puesto a prueba mi normalidad, y mi normalidad había triunfado. Los que habían resultado finalmente humillados eran ellos, y comprendí que quizás aquel asombroso número final había pretendido ser una humillación mutua. Mientras ocurría me pareció un cruel ensañamiento porque la daga cruzaba una herida que ya era lo bastante grande; pero ahora me pareció que también podía ser algo así como una especie de venganza que se me ofrecía para compensar el espionaje al que ellos me habían sometido, para compensar su voyeurismo cuando estuve con Alison.

Contaba con esto: me sentía oscuramente victorioso. Libre de nuevo, pero con una nueva libertad…, en cierto sentido purgado.

Como si sus cálculos hubiesen fallado.

Esta sensación fue adquiriendo más intensidad y acabó por convertirse en una auténtica alegría tocar la piedra sobre la que me había sentado, oír soplar el meltemi, volver a oler el aire griego, encontrarme solo en esta extraña meseta, este Gibraltar perdido que de hecho yo había tenido intención de subir a visitar algún día. Análisis, venganza, recuerdos: todo eso vendría después, como las explicaciones que habría que dar en el colegio, el momento de decidir si me quedaba un año más o no. Lo esencial era que había sobrevivido, que había conseguido superar todas las pruebas.

Posteriormente me di cuenta de que esta alegría, este olvido de todas las indignidades, de la explotación de la muerte de Alison, de las libertades que se habían tomado con mi libertad, eran bastante artificiales, antinaturales; y supuse que también ese estado de ánimo era un efecto que me había sido inculcado por Conchis mientras me tenía hipnotizado. Debía de ser parte del consuelo, como el café y los emparedados.

Abrí la caja negra. En su interior, sobre un fondo de tapete verde, había un revólver sin estrenar, un Smith& Wesson. Lo cogí y lo abrí, y me quedé mirando las bases de seis balas, pequeños círculos de latón con un ojo de gris plomo en el centro de cada uno. Era una invitación muy clara. Con un golpe seco saqué una de las balas. No eran de fogueo. Apunté al mar, en dirección Norte, y apreté el gatillo. La detonación hizo que me silbaran las orejas, y unas golondrinas que recortaban el cielo con sus vuelos encima de mi cabeza se pusieron a gritar desaforadamente.

El último chiste de Conchis.

Escalé unos cien metros hasta llegar a la cumbre de la colina. No muy lejos de allí, hacia el Norte, había una muralla en ruinas, un resto de lo que debió de haber sido una fortificación veneciana u otomana. Desde allí dominé unos veinte o veinticinco kilómetros de costa en dirección Norte. Una alargada playa blanca, un pueblo a unos quince o veinte kilómetros de allí, dos o tres blancas casas de campo esparcidas por el monte, y, más allá, un monte enorme e impasible que supuse sería el monte Parnon, que se veía desde Bourani los días despejados. Phraxos se encontraba a unas treinta millas al Nordeste de allí. Miré hacia abajo. La meseta caía allí en vertical, a una altura de unos doscientos metros. Al pie había un estrecho pedregal, y junto a él una estrecha cinta verde jade donde el furioso mar chocaba con la tierra, y más allá caballos blancos, insondable azul. Mientras me encontraba en el viejo bastión disparé al mar las cinco balas que me quedaban. Sin apuntar. Fue un feu de joie, un rechazo de la muerte. Después de que sonara la última detonación cogí el revólver por el cañón y lo lancé en parábola hacia el cielo. Poco a poco la curva que describía fue haciéndose más pronunciada y al final, lenta, muy lentamente, se precipitó por el abismo del aire; y, tendiéndome boca abajo en el borde mismo, lo vi estrellarse contra las rocas al borde del mar.

Emprendí la marcha. Al cabo de un rato tomé un camino más practicable que pasó dos veces delante de sendas puertas que conducían a pozos secos llenos de piedras. En la parte Sur de la gran mole rocosa vi, mucho más abajo, una vieja población amurallada en un repecho que descendía en pronunciada cuesta hasta el mar. Había muchas casas en ruinas, pero también algunos tejados enteros y ocho, nueve, diez, toda una bandada de iglesias. El camino serpenteaba cuesta abajo a través de las ruinas y luego iba a dar a un portal. Un largo túnel descendente conducía a otro portal cerrado con una valla. Este hecho explicaba la ausencia de rebaños de cabras. Evidentemente, ese camino era el único que subía a la meseta. Salté por encima de la valla y emergí a la luz. Un sendero enlosado con piedras de muchos siglos de antigüedad, grises rectángulos de basalto, descendía hacia la orilla para finalmente torcer hacia los techos rojo-ocre de la ciudad amurallada.

Bajé por callejas cercadas de casas encaladas. Una vieja campesina preparaba en un portal la comida para las gallinas. Mi aspecto, con la maleta, sin afeitar, le llamó la atención.

—Kal’espera.

Pois eisai? —quiso saber—. Pou pas? —Las antiguas preguntas homéricas del campesino griego: ¿Quién eres? ¿Adónde vas?

Le dije que era inglés, parte del equipo que había estado filmando una película, epano.

—¿Una película, allá arriba?

Me despedí con la mano, le dije que no importaba, e ignorando sus indignadas preguntas llegué por fin a una desamparada calle mayor de apenas un par de metros de anchura y casas casi siempre abandonadas o cerradas. Pero en una de ellas había un cartel, y entré. Un anciano con bigote, el tabernero, salió de un oscuro rincón a recibirme.

Mientras compartíamos una jarra de hierro azul con retsina y un platito de aceitunas descubrí todo lo que podía descubrir. En primer lugar, que me había pasado un día entero sin enterarme; el juicio no había sido aquella misma mañana sino la del día anterior; no era domingo, sino lunes. Habían vuelto a drogarme. Veinticuatro horas de sueño…, ¿y cuántas cosas más? ¿Hasta qué recónditas profundidades de mi mente habían penetrado? Por Monemvasia no había pasado ningún equipo de filmación ni tampoco ningún grupo numeroso de turistas; no había pasado por allí ni un solo extranjero desde hacía al menos diez días. Los últimos fueron un profesor francés acompañado de su esposa. ¿Qué aspecto tenía el profesor? Era un hombre muy gordo, que no hablaba griego… No, ni ayer ni hoy había oído a nadie subir a la meseta. Por desgracia, Monemvasia no recibía apenas visitantes. Le pregunté también si sabía de la existencia de grandes criptas con pinturas en las paredes. No, no había por allí nada parecido. Todo eran ruinas. Luego, cuando atravesé la puerta de la vieja muralla y caminé bajo el acantilado, vi un par de muelles medio derruidos en los que sin embargo hubiese podido atracar un barco de pequeñas dimensiones y desembarcar allí, sin que nadie se enterase, un grupo de tres o cuatro hombres con una camilla. Podían haber subido a la meseta sin necesidad de pasar delante del puñado de casas que todavía estaban habitadas. Especialmente si lo habían hecho de noche.

En todo el Peloponeso había numerosos viejos castillos: Korone, Methone, Pylos, Koryphasion, Passava. En todos ellos había grandes criptas; y todos estaban a un día de viaje de Monemvasia. Crucé el ventoso arrecife que conducía al puerto donde paraba el vapor. Comí, muy mal, en una taberna del puerto, me afeité en la cocina —sí, soy un turista— y hablé con el cocinero-camarero. Sabía tan poco como el anciano del pueblo.

Cabeceando y balanceándose, el pequeño vapor, retrasado por el meltemi, llegó a medianoche; como un monstruo surgido de las profundidades marinas, festoneado de glaucas cintas de luz perlada.

Otros dos pasajeros y yo fuimos conducidos a bordo en bote de remos. Pasé un par de horas sentado en el abandonado salón, luchando contra el mareo y también contra los insistentes intentos de conversar que estuvo haciendo un verdulero ateniense que había ido a Monemvasia a comprar tomates. Se quejaba de lo caros que eran los precios. La conversación, en Grecia, siempre acaba tratando de dinero; no suele referirse en cambio a la política, a no ser que sea en los aspectos que tienen que ver con el dinero. Al final se me pasó el mareo y acabé simpatizando con el verdulero. El y su montón de paquetes envueltos en papel de periódico podían ser situados, localizados, y pertenecían sin la menor duda al mundo al que por fin yo había regresado; sin embargo, durante varios días todavía miré con recelo a todos los desconocidos que se cruzaban en mi camino.

Cuando ya estábamos cerca de Phraxos, subí a cubierta. La negra ballena asomaba en medio del negro vendaval. Distinguí el cabo de Bourani, pero no se veía la casa ni había ninguna luz encendida. En la proa, donde me encontraba, había una docena aproximadamente de figuras enroscadas: campesinos pobres con billete de cubierta. El misterio de las otras vidas humanas: me pregunté cuánto había podido costar la mascarada de Conchis; probablemente, cincuenta veces más que todo lo que ganaban aquellos hombres en todo un año de duro trabajo. El precio de toda una de sus vidas.

De Deukans. Mijo. Nabos.

A mi lado había una familia. El padre de espaldas, dos niños apretujados a su lado para vencer el frío, y al otro lado la madre. Se habían cubierto con una delgada manta. La mujer se cubría la cabeza con un pañuelo blanco anudado a la manera medieval, apretado muy fuerte bajo el mentón. José y María; una de las manos de la madre descansaba en el hombro de uno de los niños. Rebusqué en mi bolsillo. Todavía me quedaban siete u ocho libras de lo que me habían dejado en el sobre. Miré a mi alrededor, y luego me agaché rápidamente y dejé el pequeño fajo de billetes en un pliegue de la manta, detrás de la cabeza de la mujer. Luego me fui, furtivamente, como si lo que acababa de hacer fuese vergonzoso.

A las tres menos cuarto subía silenciosamente la escalera del edificio de los profesores del colegio. Mi habitación estaba limpia, todo en orden. Lo único que había cambiado era que los montones de exámenes por corregir habían desaparecido. En su lugar encontré varias cartas.

La primera que decidí abrir era una procedente de Italia, y no se me ocurría quién podía haberme escrito desde allí.

Monasterio de Sacro Specco

Cerca de Subiaco

14 de julio

Querido Mr. Urfe:

Su carta me ha sido finalmente remitida. Al principio decidí no contestarla, pero, tras haber reflexionado, creo que sería más justo por mi parte decirle que no me encuentro en disposición de tratar del asunto que usted quiere que comente. Mi decisión al respecto es definitiva.

Le quedaría muy agradecido si me hiciera el favor de no volver a pedírmelo.

Suyo afmo.

JOHN LEVERRIER

La letra era clara y correcta, aunque un poco apretada en el centro de la hoja. Si no se trataba de una nueva falsificación, quien la había escrito tenía que ser una persona ordenada y algo mezquina. Seguramente vivía retirado: uno de aquellos enjutos jóvenes católicos que pululaban por Oxford cuando yo era universitario, siempre revoloteando en torno a Monseñor Knox y Farm Street[30].

La siguiente carta venía de Londres, y estaba firmada por una persona que afirmaba ser directora del colegio. El papel, muy auténtico, llevaba membrete.

Miss Julie Holmes

Miss Holmes estuvo con nosotros un solo curso, durante el cual dio clases de lenguas clásicas y también de literatura inglesa y Sagrada Escritura a las alumnas de los primeros cursos. Era una joven que prometía llegar a ser una gran maestra, trabajaba concienzuda y responsablemente, y sabía ganarse las simpatías de sus alumnas.

Cuando nos abandonó tenía intención de empezar la carrera de actriz, pero me alegra mucho saber que va a volver a la enseñanza.

Tengo que añadir que dirigió con gran éxito nuestra pequeña representación anual de teatro, y que también ocupó un puesto destacado en la sociedad de Jóvenes cristianas del colegio.

Por todo ello, recomiendo encarecidamente a Miss Holmes.

Muy divertido.

A continuación abrí otro sobre procedente de Londres. Dentro encontré la carta que yo había remitido a la compañía Tavistock. Alguien había cumplido impacientemente pero con exactitud lo que yo le había pedido, y encontré el nombre del agente de June y Julie Holmes al pie de mi carta, escrito con lápiz azul.

Había una carta de Australia. Contenía una tarjeta impresa con el borde negro y un espacio en blanco para poner allí el nombre del remitente; la letra que había rellenado esta tarjeta era patéticamente infantil.

R. I. P.

Mrs. Mary Kelly

le agradece su amable carta

de condolencia con motivo

de su reciente pérdida.

La última carta era de Ann Taylor; dentro del sobre encontré una postal y varias fotografías.

Hemos encontrado todo esto. Pensamos que te gustaría tener copias. He enviado los negativos a Mrs. Kelly. Comprendo lo que dices en tu carta, cada uno de nosotros debe sentirse, a su modo, culpable. Pero creo que a Allie no le hubiera gustado que nos lo tomáramos mal, porque a ella no le sirve ya de nada. Sigo siendo incapaz de creelo. Tuve que recoger todas sus cosas, y ya puedes imaginar lo que sentí.

En esos momentos me pareció tan inútil e innecesario que me puse a llorar otra vez. Bueno, supongo que lo que tenemos que hacer todos nosotros es tratar de superarlo. La semana próxima me voy a Australia, y veré a Mrs. Kelly lo antes posible. Un abrazo,

ANN

Ocho malas instantáneas. Cinco de ellas eran paisajes o fotos mías; Alison salía sólo en tres. En una estaba arrodillada junto a la niña del divieso, en otra en el cruce de Edipo, y en la última salía al lado del mulero del Parnaso. En la del cruce estaba bastante cerca de la cámara, y mostraba esa mueca directa y muchachil que siempre revelaba su especial honestidad… ¿Qué había dicho de sí misma? Que era tosca; el candor de la sal. Recordé que volvimos a subir al coche y yo estuve hablándole de mi padre, y si pude hablar de aquella manera fue gracias a su honestidad. Porque yo sabía que Alison era un espejo que no mentía; que sentía verdadero interés por mí; porque sentía verdadero amor por mí. Esa había sido su principal virtud: la verdad, la realidad constante.

Me senté a la mesa de despacho y me quedé mirando fijamente esa cara, el mechón de pelo que el viento había puesto de través sobre su frente, aquel momento único, el cabello de aquel modo, el viento en aquella dirección y con esa fuerza, presente aún y desaparecido para siempre.

Volvió a invadirme la tristeza. No pude dormir. Metí las cartas y las fotos en un cajón y salí a pasear a la orilla del mar. Por el norte, al otro lado de las aguas, vi un fuego. Quemaban rastrojos. Una irregular línea roja que avanzaba monte arriba consumiéndolo todo con sus llamas. Del mismo modo, una línea de fuego avanzaba también en mi interior, consumiéndolo todo.

¿Qué era yo después de todo? Bastante parecido a lo que Conchis hizo que dijeran de mí: poca cosa más que la suma total de una serie de innumerables cambios erróneos. No hice el menor caso a la jerga freudiana del juicio; pero supe que toda mi vida había estado convirtiendo la vida en ficciones, a fin de mantener alejada la realidad; siempre había actuado como si una tercera persona estuviera observándome y escuchándome y dándome notas según fuera mi comportamiento. Un dios que era como un novelista, al que yo me dirigía como un personaje que podía gustar, que tenía sensibilidad suficiente para sentirse despreciado, y capacidad suficiente para adaptarse a todo lo que creyera que quería el dios-novelista. Esta variante del superyó que actuaba a modo de sanguijuela había sido creada por mí mismo, cuidaba por mí, y por culpa de ella yo había sido siempre incapaz de actuar libremente. No me defendía, sino que me trataba como un déspota trata al último de sus súbditos.

Y ahora lo vi, demasiado tarde, porque ya había provocado una muerte.

Me senté en la orilla y esperé a que amaneciera sobre el gris mar.

Insoportablemente solo.

No sé si debido a la naturaleza de mi propia naturaleza, o a la del optimismo estilo Coué que Conchis me había insuflado durante mi último y prolongado sueño, la cuestión es que a medida que iba amaneciendo fui sintiéndome cada vez más taciturno. Era consciente de que no podía presentar pruebas ni testigos en apoyo de la verdad; y Conchis, un hombre que tenía aquella fe tan firme en la logística, no podía en modo alguno haber emprendido la retirada de forma desorganizada. Seguro que sabía que el riesgo más inmediato que correría era que yo acudiera a la policía; en cuyo caso su forma de defenderse no podía ser más obvia. Tanto él como todos sus «actores» debían de haber abandonado Grecia. Los agentes no podrían interrogar a nadie, como no fuera a gente como Hermes, que probablemente era más inocente incluso de lo que yo había sospechado; o Patarescu, que no admitiría nada.

El único testigo auténtico era Demetríades. Jamás podría arrancarle una confesión, pero recordé su amable inocencia de los primeros días; y que durante una época, antes de mi primera visita a Bourani, él tenía que haber sido su principal fuente de información. Por mis conversaciones con él acerca de los alumnos, yo sabía que era un hombre astuto, especialmente cuando se trataba de separar a los auténticos alumnos estudiosos de los listos pero vagos. Me enfureció pensar en lo que podía haber dicho de mí en sus informes. Necesitaba obtener cierta venganza de tipo físico, descargar a golpes mi ira contra alguien. Y además quería que el colegio entero se enterase del rencor que me poseía.

No fui a dar mi primera clase, pues quería reservar mi espectacular reincorporación a la vida del colegio para la hora del desayuno. Cuando aparecí se produjo ese silencio repentino que oyes cuando tiras una piedra a un estanque lleno de dicharacheras ranas. Algunos de los chicos se reían por lo bajo. Los otros profesores me miraron tan fijamente como si se hubiesen enterado dé que yo había cometido el crimen más abominable. Vi a Demetríades al fondo del comedor. Me dirigí directamente hacia él, tan aprisa que no le di tiempo a reaccionar. Se levantó a medias, supo luego lo que se le venía encima, y, con una cara de susto como las de Peter Lorre, se sentó otra vez. Me puse a su lado.

—¡Levántate, maldito seas!

Trató no muy convencido de sonreír; se encogió de hombros mirando al chico que estaba a su lado. Repetí mi exigencia, en griego y a voz en grito, y añadí un insulto griego.

—¡Levántate, piojo de prostíbulo!

De nuevo hubo un silencio absoluto. Demetríades enrojeció y miró al suelo.

Había delante de él una bandeja de papilla con leche y miel, un plato con el que solía regalarse cada día al desayunar. Lo cogí y se lo aplasté contra la cara. Su contenido se escurrió hacia abajo, manchando su camisa y su caro traje. Se puso en pie, aleteando inútilmente con las manos. Levantó la vista, enfurecido como un niño, y aproveché para darle un puñetazo donde me apetecía, en pleno ojo derecho. No fue un golpe de campeón de los pesados, pero sí bastante fuerte.

Todos se pusieron en pie. Los prefectos gritaron, tratando de restablecer el orden. El profesor de gimnasia corrió hacia mí y me sujetó el brazo, pero me volví y le dije que no se preocupara, que todo había terminado. Demetríades parecía una parodia de Edipo, con las manos en los ojos. Luego, sin previo aviso, se tambaleó hacia mí y empezó a darme patadas y arañazos como una verdulera. El profesor de gimnasia, que sentía por él un inagotable desprecio, me dejó atrás y le refrenó sin apenas esfuerzo.

Me di la vuelta y salí. Demetríades se dedicó a dirigirme petulantes insultos que yo no entendí. Un camarero se dirigía a la puerta, y le dije que me subiera café a mi habitación. Una vez arriba, me senté, dispuesto a esperar.

Como era de suponer, en cuanto empezaron otra vez las clases me avisaron que tenía que ir a presentarme al despacho del director. Estaban el viejo, el subdirector, el jefe de estudios y el profesor de gimnasia. Este último, supuse, por si se me ocurría tratar de atizarle otra vez a alguien. Androutsos, el jefe de estudios, hablaba bien el francés, y su presencia se debía a que tenía que hacer de intérprete en aquel consejo de guerra.

En cuanto me senté, me dieron una carta. Por el membrete supe que era de la dirección general de enseñanza media. Estaba escrita en francés administrativo, y fechada dos días antes.

Después de haber estudiado el informe presentado por el jefe de estudios, la Junta de gobierno del Colegio Lord Byron ha decidido que, lamentándolo mucho, la mencionada Junta no tiene más remedio que dar por terminado el contrato que le unía a usted a nuestro claustro. El motivo, de acuerdo con la cláusula número siete del contrato, es haber demostrado una palmaria incapacidad para ejercer las funciones de profesor.

De acuerdo con lo que dice dicha cláusula, se le pagará su salario completo hasta final de septiembre, así como el precio del billete de regreso a su país.

No iba a haber juicio; sólo la sentencia. Levanté la vista y miré los cuatro rostros. Lo único que mostraban era embarazo, y hasta me pareció detectar cierto pesar en la expresión de Androutsos; pero ni la menor señal de complicidad.

—No sabía que el jefe de estudios estuviera a sueldo de Conchis —dije.

Androutsos no entendía, evidentemente, nada.

A la soldé de qui? —preguntó después de empezar a traducir lo que yo le repetí en tono furioso. Pero nadie entendió a qué me refería. Por otro lado el jefe de estudios, que tenía aspecto de rector de universidad norteamericana, era una persona de enorme dignidad, y era improbable que hubiese estado dispuesto a apoyar un despido que no estuviera plenamente justificado. Demetríades se había merecido mi puñetazo mucho más de lo que yo me había imaginado. Demetríades, Conchis y algún miembro influyente de la Junta de Gobierno. Un informe secreto…

Hubo una breve conversación en voz baja entre el director y Androutsos. Oí el nombre de Conchis un par de veces, pero no logré entender qué decían. Finalmente, Androutsos tradujo:

—El director no entiende su observación.

—¿No?

Hice una mueca amenazadora dirigida al viejo, pero ya estaba totalmente convencido de que no fingía al mostrarse desconcertado.

Androutsos tomó luego un papel y me leyó:

—«Estas son las quejas que han sido presentadas contra usted. Primera: no ha logrado adaptarse a la vida del colegio y, durante este último trimestre, se ha ausentado del mismo prácticamente todos los fines de semana. —Empecé a sonreír—. Segunda: ha sobornado en dos ocasiones a sendos prefectos para que le sustituyesen cuando le correspondían a usted unas horas de supervisión. —Esto era cierto, pero mis sobornos no eran peores que otros pequeños delitos que ellos habían cometido. Lo hice siguiendo una sugerencia de Demetríades; y él era el único que podía haberlos delatado—. Tercera: no ha corregido ni calificado los exámenes de sus alumnos, que es uno de los más importantes deberes de todo profesor. Cuarta:…»

Pero yo ya estaba harto de aquella farsa. Me puse en pie. El director me habló en griego, con gesto muy grave.

—Dice el director —tradujo Androutsos— que el loco ataque de violencia dirigido por usted esta mañana contra uno de sus colegas ha causado daños irreparables al alto concepto en que siempre había tenido a la patria de Byron y Shakespeare.

—¡Por Dios! —me reí a carcajadas, y luego apunté con el dedo a Androutsos. El profesor de gimnasia se preparó para saltarme encima.

—Escúcheme bien. Dígale esto: Me voy a Atenas, voy a ir a la embajada Británica, y al ministerio de Educación, y a la prensa y pienso armar tal jaleo que…

No terminé. Les dirigí una mirada despectiva, y me fui.

Estaba otra vez en mi habitación, y apenas había empezado a hacer las maletas, cuando, unos cinco minutos después, alguien llamó a la puerta. Sonreí de la manera más sombría y abrí de golpe. Pero el hombre que esperaba al otro lado era el miembro del Tribunal que menos esperaba: el subdirector.

Se llamaba Mavromichalis. Dirigía el colegio desde el punto de vista administrativo y también era el principal responsable de la disciplina: un tipo con aspecto de ayudante de campo, flaco, tenso y calvo, casi cincuentón, y de carácter retraído, incluso cuando estaba con sus compatriotas. Apenas había tenido relaciones con él. Daba clases de griego demótico y, como solía ocurrir con los especialistas de esta asignatura, amaba fanáticamente a su país. Durante la Ocupación había dirigido un famoso periódico clandestino; y el pseudónimo clásico que utilizó en aquel entonces, o Bouplix, el Agarrochador, había acabado convirtiéndose en el mote con el que se le conocía. Aunque públicamente siempre dejaba que el director le hiciese sombra, en muchos sentidos era él quien alentaba el colegio; y detestaba la acedía que suele anidar en el fondo del alma griega con más intensidad de lo que pueda hacerlo ningún extranjero.