CAPITULO 8
Debido a la cuestión de las Falklands, grandes multitudes se congregaban en la calle Downing y la policía se había visto obligada a clausurar casi toda la manzana.
Ferguson mostró su credencial, le abrieron paso y se detuvo ante el número 10, cinco minutos antes de su cita con la primera ministra. El policía de guardia le hizo una venia, la puerta se abrió y Ferguson pasó al interior.
Vino a su encuentro el joven edecán:
—Por aquí, brigadier. La primera ministra lo espera.
Ferguson lo siguió por la escalera, donde estaban los retratos de los primeros ministros del pasado: Peel, Wellington, Disraeli, Gladstone. No era la primera vez que subía esas escaleras, y en cada ocasión lo asaltaba una aguda conciencia histórica. Se preguntó si la mujer que detentaba el cargo más encumbrado de la nación también sufría esa sensación. Probablemente, sí. Nadie tenía mayor responsabilidad y conciencia del destino de la nación que ella. Se preguntaba si la recuperación de las Falklands hubiera sido posible sin su fuerza de voluntad y su decisión.
En el rellano alto el joven golpeó a una puerta, la abrió y dio paso a Ferguson.
—El brigadier Ferguson —anunció, y salió cerrando la puerta.
La oficina era elegante, con sus paredes de color verde claro, cortinas doradas y cómodos muebles de excelente gusto. Pero nada era más elegante que la mujer sentada al escritorio, con su traje sastre azul, blusa blanca y el cabello rubio bien peinado. Lo miró serena.
—La última vez que nos vimos, brigadier, fue para analizar un posible atentado contra mi vida.
—Así es, Madam.
—En aquella ocasión, sus afanes no se vieron, digamos, coronados por el éxito. Si el aspirante a asesino no hubiera cambiado su decisión, aquí, en este mismo cuarto...
Se detuvo en medio de la frase, hizo una pausa y siguió.
—Veo que el director general de Inteligencia ha tenido a bien poner en sus manos todos los asuntos relacionados con el problema del Exocet.
—Sí, Madam.
—Supe que los libios pensaban entregar armamento a los argentinos, pero que ello probablemente no sucederá, gracias a las presiones de nuestros amigos en el mundo árabe.
—Exactamente.
—¿Existe la posibilidad de que los peruanos traten de ayudarlos?
—Nos hemos ocupado de ello, Madam. Nosotros...
—Ahórreme los detalles, por favor, brigadier. Sólo quedan los franceses, y Mitterrand me ha asegurado personalmente que mantendrá el embargo.
—Me agrada saberlo, Madam.
Margaret Thatcher se puso de pie, fue a la ventana y miró hacia afuera.
—Brigadier, si un solo Exocet hace blanco en el Hermes o el Invincible, cambiará todo el curso de la contienda. Tendríamos que retirarnos, casi con seguridad. —Se volvió hacia él—. ¿Puede usted asegurarme que no existe la menor posibilidad de que lleguen más Exocets a la Argentina, cualquiera sea su procedencia?
—No, no puedo.
—Entonces le sugiero que haga algo al respecto, brigadier —dijo serenamente—. El Departamento Cuatro posee plenos poderes, respaldados por la autoridad de esta oficina. Úselos, brigadier, a su entero criterio, por el bien de nuestros hombres en el Atlántico Sur, por el bien de todos nosotros.
—Le aseguro que haré todo lo que pueda.
Ferguson se retiró de la oficina. Los ojos de los primeros ministros del pasado parecían contemplarlo. Se preguntó si él mismo dejaría alguna huella para la posteridad, pero de inmediato supo que no. Aunque todo saliera bien, era la clase de operación que sería negada por todost Rió para sus adentros. El edecán lo condujo a la puerta y lo saludó al salir.
Harry Fox y Ferguson subían en el ascensor del edificio en Kensington Palace Gardens.
—Es una pérdida de tiempo, señor —dijo Fox—. Cuando quise hablarle por teléfono me mandó al diablo.
—Veremos —dijo Ferguson.
Abrió la puerta del ascensor, recorrió el pasillo hasta la puerta de Gabrielle y golpeó. La puerta se entreabrió y ella miró hacia afuera.
—¿Qué quiere?
—Hablar contigo.
—Pues yo no quiero hablar con usted. ¡Fuera!
Quiso cerrar la puerta pero él la trabó con el pie.
—¿No quieres hablar de Raúl Montero?
Gabrielle lo miró, anonadada, abrió la puerta y le dio la espalda. Los dos hombres entraron y Fox cerró la puerta.
Ella encendió un cigarrillo. Fumaba poco.
—Bueno, hable de una vez.
La ira la embelleció. Ferguson admiró esos ojos cargados de odio y resolvió lanzarse de cabeza.
—Raúl Montero llega mañana a París a reunirse con un hombre llamado Félix Donner. El gobierno argentino cree que él puede proporcionarles una partida de misiles Exocet. Necesito saber qué están tramando, para detenerlos. Quiero que vayas a París, te reúnas con Montero y hagas lo necesario para que podamos detenerlos.
—Está loco. No volveré a trabajar para usted. Jamás.
—Es tu deber. Eres ciudadana inglesa.
—También soy ciudadana francesa. Soy neutral.
—Imposible —dijo él, serenamente—. Sabes muy bien que tu hermanastro, el subteniente Richard Brindsley, es piloto de helicóptero en el HMS Invincible...
—¡Basta! —dijo, desesperada—. No quiero oír nada más.
—...en el escuadrón 820 —prosiguió Ferguson, implacable—. El escuadrón del príncipe Andrés. Quiero explicarte una de las tareas peligrosas que realiza. Los Sea King suelen servir de señuelo a los misiles Exocet. El príncipe Andrés, tu hermano y sus camaradas creen que el Exocet no puede elevarse a más de ocho metros de altura. Para proteger la nave, se suspenden en el aire y de esa manera sirven de blanco al radar. En el último momento ganan altura y el Exocet les pasa por debajo. Desgraciadamente, se ha descubierto que el Exocet puede seguir una trayectoria rampante y elevarse a mayor altura. Te ahorro los detalles de lo que puede suceder.
Gabrielle estaba enloquecida de furia y pánico.
—No quiero oír más. Déjeme en paz.
—Y también está tu amigo Montero. Es un valiente, si los hay, pero también nuestro enemigo en esta guerra, Gabrielle; no te hagas ilusiones al respecto. Un hombre que vuela en su Skyhawk para lanzar bombas de cinco mil libras sobre la flota británica en la bahía San Carlos. Me pregunto si habrá sido él quien hundió alguna de nuestras fragatas.
Ella le volvió la espalda. Ferguson le hizo una señal a Fox y ambos salieron. Fox cerró la puerta y se reunió con él en el ascensor. El rostro de Ferguson estaba tenso.
—Le dije que perderíamos el tiempo.
—Tonterías —dijo Ferguson—, lo hará. —El ascensor inició el descenso—. Necesita un hombre que la respalde, Harry. Un tipo de absoluta confianza, e implacable además. ¿Dónde está Tony ahora?
—Opera detrás de las líneas argentinas en las Falklands, con el SAS.
—Exactamente. Como sabía que lo necesitaríamos, le envié un mensaje anoche, de la mayor prioridad. Quiero que lo saquen ae allá. Que un submarino lo lleve a Uruguay. El vuelo de Montevideo a París dura apenas catorce horas. Que nuestra gente en la Embajada en Montevideo prepare sus papeles.
Subieron al coche.
—No se moleste en decirlo, Harry. Soy el hijo de puta más grande que ha conocido.
Belov y García conversaban con Donner en su apartamento, mientras Wanda servía café.
—Está bien así, Wanda —dijo Donner—. Si llaman de la corporación en Londres, atiéndelos tú misma. Dile a Yanni que esté alerta. Tal vez lo necesite.
Cuando ella salió, se volvió hacia García.
—De modo que mañana llega el comodoro Montero. ¿Me trajo la carpeta con sus datos, como le pedí? Me gusta saber con quién trabajo.
—Por supuesto.
García abrió su maletín, sacó una carpeta y se la tendió.
Donner la abrió, estudió la foto de Montero y leyó rápidamente los datos.
—Excelente —comentó después de un rato—. ¿Dónde lo alojarán?
—Un hotel no me pareció lo más conveniente —dijo García—, y ni hablar de la Embajada. Le he alquilado un pequeño apartamento con servicio en la Avenue de Neuilly, cerca del Bois de Boulogne. —Le tendió una tarjeta—. Ahí tiene la dirección y el teléfono.
—Muy bien —asintió Donner—. Me pondré en contacto con él cuando llegue.
—Me gustaría conocer algunos detalles de sus intenciones —dijo García, con cierta exasperación—. No nos ha dado el menor indicio acerca de dónde piensa conseguir los Exocets.
—Ni lo haré —dijo Donner—, hasta el último momento. Este asunto requiere la mayor discreción. Cuanto menor sea el número de personas que conozcan mis fuentes, mejor. Lo siento, ése es mi modus operandi. —Se encogió de hombros—. Si no está satisfecho, todavía estamos a tiempo de cancelar todo.
—No, por Dios —dijo García sobresaltado—. De ninguna manera.
—Me alegro. Ahora, si nos disculpa, le pediré que nos deje solos unos momentos. Puede esperar en el otro cuarto. Wanda le servirá café.
García salió.
—Aficionados —dijo Belov—. ¿Qué diablos se hace con ellos?
—Se los mantiene fuera de peligro —dijo Donner—. Ya le he dicho a Paul Bernard que en ninguna circunstancia debe comentarle a García sus conversaciones conmigo.
—Por consiguiente, García no sabe nada de la Ile de Roe.
—Exactamente.
—¿Confías en Bernard?
—Claro que sí. El digno profesor está realmente comprometido. Para él es como una cruzada. Aunque no le he dicho nada, él cree que voy a interceptar uno de esos camiones de Aerospatiale que transportan los Exocets a la isla. Claro, si conociera mis verdaderas intenciones, no le gustaría tanto. Pero me ha resultado muy útil.
—¿Qué le sucederá después?
—Algo muy dramático, a la altura de las circunstancias. Por ejemplo, lo hallarán con un revólver en una mano y una carta en la otra, donde expresa su arrepentimiento por haber participado en una conspiración contra su propia patria, para obtener Exocets para el gobierno argentino. A la Inteligencia francesa no le resultará difícil constatar que brindó ayuda técnica al comienzo de la campaña. Según García, lo llamaron por teléfono varias veces desde Buenos Aires, y respondió sobre distintas cuestiones. Todo saldrá a pedir de boca. Después de todo, Francia es un país democrático. Viva la libertad de prensa.
—Siempre piensas en todos los detalles, ¿no?
—Trato de hacerlo. Ahora necesito tu ayuda. Necesitaré algunos matones.
—¿Cuántos?
—Digamos, ocho. Con Stavrou y yo seremos diez. Para mi plan basta y sobra, si son de los buenos. Verdaderos matones. Que no piensen. Que estén dispuestos a matar si el precio les satisface.
—Podemos recurrir a la Union Corse —dijo Belov.
La Union Corse era la organización criminal más grande de Francia, una organización poderosísima, cuyos tentáculos se extendían hasta el Poder Judicial e incluso al gobierno.
Donner meneó la cabeza.
—No me gusta. Esos tipos son gángsters, pero al mismo tiempo suelen ser patriotas. Ese es el problema con los franceses, Nikolai, ¿sabes? Hasta los comunistas consideran que la patria está antes que el partido.
—De acuerdo —dijo Belov—. Pero tenemos otros contactos. Podrías trabajar con mercenarios en lugar de gángsters.
—O con gángsters que hayan pasado por el ejército. Debe de haber muchos en Francia, después de la guerra de Argelia.
—Déjalo en mis manos.
Donner abrió una gaveta, tomó una hoja de papel y se la tendió.
—Necesito estas cosas.
Belov estudió la lista y arqueó las cejas.
—¿Piensas ir a la guerra?
—Es una manera de decirlo.
En ese momento se abrió la puerta y entró Juan García. Temblaba de emoción, le brillaban los ojos.
—¿Qué te pasa, por el amor de Dios? —preguntó Belov.
—Hoy es 25 de mayo, caballeros. ¿Saben lo que significa eso en la Argentina?
—No tengo la menor idea.
—Es nuestra fecha patria, y un día que pasará a la historia por el golpe terrible que le hemos dado a la Marina británica. Vengan, hay un informativo especial en la televisión.
Se volvió y salió apresuradamente.
En la oficina de Cavendish Place, Ferguson colgó el auricular del teléfono rojo. Su expresión era grave.
—¿Malas noticias, señor? —preguntó Fox.
—Así parece. El destructor HMS Coventry fue atacado por los Skyhawks mientras protegía los buques que descargaban provisiones en San Carlos. Parece que lo tocó un Exocet, pero no estamos seguros. Veinte muertos, por lo menos, y muchos heridos. Se hundió.
—Dios mío —dijo Fox.
—Eso no es lo peor, Harry. El contenedor Atlantic Conveyor, de quince mil toneladas, fue retirado de la acción. Lo tocaron dos Exocets, confirmado. —Meneó la cabeza—. Como aparece tan grande en la pantalla del radar, habrán creído que era uno de los portaaviones.
Se hizo un largo silencio, roto únicamente por el rugir del tráfico en la plaza.
—¿Qué haremos, señor?
—Es obvio, ¿no le parece?
Golpearon a la puerta del apartamento de Kensington Palace Gardens por segunda vez en el día. Luego de unos segundos oyeron pasos que se acercaban lentamente.
La puerta se entreabrió. Gabrielle los contempló por un instante, luego les abrió la puerta y los condujo a la sala. Vestía la vieja bata de baño y su aspecto era horrible. Tenía el pelo revuelto y los ojos hinchados.
—Ya conoces la noticia —dijo Ferguson con suavidad.
—Sí.
—¿Y bien?
Tomó aliento y se cruzó de brazos, como si se acunara a sí misma.
—¿Cuándo debo partir?
—Mañana mismo. ¿Aún tienes tu apartamento en la Avenue Victor Hugo?
—Sí.
—Bien, instálate allí. Nuestro hombre en París te informará de lo que debes hacer y, en caso de necesidad, Harry puede viajar por el puente aéreo. ¡Ah!, un detalle más.
—¿Qué? —preguntó.
Parecía mortalmente cansada.
—Necesitarás un guardaespaldas. Una persona de absoluta confianza que esté siempre cerca de ti en caso de que tengas problemas.
Sus ojos se abrieron horrorizados.
—¿Mandó llamar a Tony?
—Exactamente. Estará aquí dentro de treinta y seis horas, a lo sumo.
Meneó la cabeza, impotente.
—Me gustaría matarlo, Ferguson, verlo muerto, y eso es algo que jamás en mi vida le he deseado a algún ser humano. Mire en lo que me ha convertido. Usted y la gente como usted corrompen todo lo que cae en sus manos.
—Harry se ocupará de todos los trámites de tu viaje. Se mantendrá en contacto conmigo. Ahora toma un par de píldoras y vete a dormir. Te sentirás mejor.
Cuando salieron, llovía. Ferguson se abrochó el abrigo.
—¿Le parece que podrá hacerlo, señor? —preguntó Fox—. Le estarnos exigiendo mucho. Quiero decir, tengo la impresión de que está locamente enamorada de Raúl Montero.
—Sí, es una situación muy peculiar —dijo Ferguson—. Pero, ¿qué otra opción nos queda? —Alzó la vista nacía la lluvia y al bajar los escalones se levantó el cuello del abrigo—. Me siento viejo, Harry. ¿Qué le parece? Me siento muy, pero muy viejo.
En Buenos Aires, una multitud de miles de personas ocupaba la Plaza de Mayo, cientos de banderas celestes y blancas ondeaban al viento.
Las bocinas de los coches se mezclaban con el rugido de la multitud: ¡Argentina, Argentina! El presidente Galtieri estaba en el balcón, vistiendo su uniforme de gala, con el cabello plateado peinado hacia atrás y el brazo alzado como el de un emperador romano, respondiendo eufórico a las aclamaciones de la multitud.
Ferguson tostaba bollos en la chimenea de su apartamento cuando entró Fox con un mensaje cifrado.
—Necesitaba verle, Harry. ¿A quién tenemos en la Embajada en París que no sea un imbécil?
Fox pensó unos instantes.
—Podría ser George Corwin, señor. Era capitán del regimiento Green Howards cuando lo recluíamos. Se desempeñó muy bien en Irlanda. Su madre es francesa, por eso lo enviamos a París.
—Excelente. Que siga a Montero a partir de su llegada desde Buenos Aires. Que descubra su paradero y le informe a Gabrielle hasta que llegue Tony. Hablando de Tony, ¿qué sabes de él?
—Justamente traía este mensaje para mostrarle, señor. Proviene del cuartel general de San Carlos, vía SAS en Hereford.
—¿Qué dice?
—«Confirmado mayor Villiers y sargento Jackson en camino según órdenes.»
—Me pregunto qué habrá pensado Tony cuando lo arrancaron de la acción.
—No creo que le gustara demasiado —dijo Fox.
—Lo cual es lógico, teniendo en cuenta cómo es. No hay otra guerra en el horizonte.