CAPITULO 16

Doña Elena Llorca de Montero tejía en la terraza de la gran casa junto al Río de la Plata, sentada en un sillón de mimbre. No lo hacía desde niña, pero últimamente trabajar con las manos le resultaba tranquilizante.

Se le acercó una criada que venía de la sala.

—Una persona quiere verla, doña Elena. Es una dama.

La señora la miró con expresión interrogativa.

—¿Una dama?

—Una dama francesa. Su nombres es Legrand.

—Dile que pase —dijo Elena de Montero serenamente.

Gabrielle se detuvo ante la puerta ventana y entró lentamente.

—¿Doña Elena?

La anciana la miró, inexpresiva, y luego asintió.

—Sí, ahora comprendo todo. Comprendo perfectamente.

—¿Dónde está? —preguntó Gabrielle—. Debo verlo. Es de vital importancia para ambos.

—Imposible, querida. Raúl está en Río Gallegos con su escuadrón. O lo que queda de su escuadrón.

Gabrielle se dejó caer, abatida, sobre una silla en el otro extremo de la mesa.

—¿Su nieta está aquí? Me habló mucho de usted y de ella.

—Está en casa de unos amigos, en el campo. Me pareció lo mejor, dadas las circunstancias.

—Significa que usted espera recibir la noticia de su muerte en cualquier momento.

—Así es. —Encendió un cigarrillo y le tendió el paquete a Gabrielle—. Cuando Raúl volvió de Francia, me lo contó todo, simplemente porque ya nada le importaba. Aún te ama, querida.

—Lo sé.

—Tanto que considera que tu trabajo para la Inteligencia británica no tiene la menor importancia, opinión que nuestro querido presidente seguramente no compartiría. Pero quedó muy afectado por la muerte de tu hermano. Cree que eso siempre se interpondrá entre vosotros dos.

—¡Pero es mentira! —exclamó Gabrielle, abriendo las manos—. ¡Mi jefe mintió para evitar que yo desertara! Richard está bien, sigue en su helicóptero en el Invincible, sano y salvo.

—Virgen santísima.

Elena de Montero se cubrió el rostro con las manos por un instante. Luego la miró.

—¿Sabías que mi hijo pintó tu nombre en el morro de su avión?

—Sí.

—Tengo amigos, allá en el sur, que me mantienen al corriente de sus andanzas. Dicen que agregó otra palabra cuando volvió. Ahora dice Gabrielle Perdida.

Gabrielle tomó aliento y se aferró al borde de la mesa.

—Debo verlo. Iré a Río Gallegos.

—Querida, no podrías ni acercarte. Es zona de guerra, de acceso restringido. De todos modos, el brigadier Lami Dozo, comandante de nuestra Fuerza Aérea, es un viejo amigo. Lo llamaré.

—¿Podrá conseguir algo? —preguntó Gabrielle.

—Querida, es fácil manejar a los hombres. Basta saber halagarlos. —Tendió una mano a Gabrielle y cruzaron juntas la terraza—. Se te ve cansada. Le diré a Rosa que te prepare una taza de té. Tomas té, ¿verdad?

Gabrielle no pudo reprimir una sonrisa.

Poco antes de las cuatro de la mañana, Raúl Montero estaba en la sala de operaciones del aeropuerto de Río Gallegos. Echó un vistazo fuera. Una lluvia torrencial caía sobre la pista donde esperaban los tres Skyhawk. Las tripulaciones de tierra los acondicionaban, a la luz de los reflectores.

Vio a los jóvenes pilotos que lo acompañarían en esa misión, y bebió el último sorbo de té. En la sala sólo quedaban las sillas, los mapas de las Malvinas y un acre olor a cigarrillo. Alguien había dejado uno encendido en un cenicero. Lo apagó cuidadosamente y salió.

Se sentía más cansado que nunca. Tomó aliento y se encaminó a su avión. Un coche oficial apareció en la pista y se detuvo junto a él. Se abrió la puerta y bajó Lamí Dozo, con un capote echado sobre los hombros.

—¿Cómo está, Montero?

—Ayer perdimos tres. Los últimos que nos quedaban.

Lamí Dozo le ofreció un cigarrillo.

—¿En San Carlos?

—Sí

—Quizás ésta sea su última misión. Los ingleses se han atrincherado alrededor de Puerto Stanley. Aparentemente nos han tomado por lo menos cuatrocientos prisioneros. Menéndez tendrá que capitular.

—Entonces, ¿para qué sirvió todo esto?

—No lo sé —dijo Lami Dozo—. Algunos pensaban que se necesitaba una guerra para probarnos. Espero que esa gente esté dispuesta a luchar por una nueva Argentina.

—Pero seguimos en el baile.

—Sí, es irremediable.

—Últimamente pienso mucho en aquel pariente de mi madre, torero y vergüenza de la familia. Cuando yo era joven, recuerdo, lo imaginaba con su traje de luces, esperando salir al ruedo en alguna plaza de México. —Montero sonrió—: Ahora entiendo lo que sentiría él. Cada vez que subo al avión es como si la bestia estuviera esperándome, allá afuera. Soy igual que aquel personaje de mi familia, nunca sabremos decir basta.

Lami Dozo lo miró con preocupación.

—Usted no está bien, Montero. No se arriesgue inútilmente.

—Todo lo contrario, señor. Ese es el gran secreto. Ya no me importa vivir o morir. Precisamente por eso, ellos no saben cómo atacarme cuando estoy allá arriba, quienesquiera que puedan ser ellos.

—No hable así.

—No se preocupe.

Se abrazaron, palmeándose las espaldas.

—Hay alguien que quiere verlo antes de partir —dijo Lami Dozo—. Allí, junto a la alambrada. Apresúrese, queda poco tiempo.

Al encaminarse Montero hacia allí, un chófer bajó del coche y abrió la portezuela trasera, para que bajara doña Elena.

—Mamá —dijo Montero, estupefacto.

Ella sonrió.

—Pareces cansado.

—Estoy cansado. —Sonrió con tristeza—. Habrás venido a decirme que soy un hombre grande para estos juegos.

—No hay tiempo para eso. Te he traído un regalo.

Se volvió hacia el coche. Gabrielle bajó y lo miró, pálida bajo la luz amarilla de los reflectores, los hombros cubiertos con un capote militar que alguien le había dado. Por un instante, Montero quedó anonadado. Luego sonrió con esa expresión inimitable que ella conocía tan bien.

—Estás bellísima. ¿Te lo habían dicho últimamente?

—No me lo había dicho nadie que me importe.

Gabrielle se acercó, observándolo con detalle: el uniforme de vuelo, el casco en la mano izquierda, el pelo revuelto y húmedo bajo la lluvia.

—Esto no está bien —dijo él, gravemente—. No deberías estar aquí.

—No hay otro lugar en el mundo donde debería estar. No soy Gabrielle Perdida, Raúl, soy Gabrielle aquí presente. Richard no murió. El brigadier Ferguson mintió. Para que yo no desertara, ¿comprendes?

El la miró fijamente, con expresión torva.

—Malditos hijos de puta —susurró—, que mueven a los seres humanos de una casilla a otra, como piezas de ajedrez, para sus propios fines. —Entonces rió y su mano cogió la de ella, aferrada a la alambrada—: Volveré, ¿me oyes? Te amo y volveré.

Le besó la mano y corrió hacia los Skyhawk. Doña Elena bajó del coche y junto con Gabrielle contemplaron el paso de los Skyhawk que circulaban en fila india. Se inició el despegue y pronto sólo quedó el eco de los motores que se perdía en la distancia.

Cruzaron las montañas de la isla Soledad al alba, volando muy bajo para evitar los radares, y entraron en el Valle de la Muerte a veinte metros sobre la superficie del mar.

Como siempre, todo fue sumamente rápido. Primero las montañas, fuego la bahía, las naves de la Task Forcé y el resto de la flota en San Carlos. De pronto el Skyhawk a la derecha de Montero trató de alzarse, desesperado, perseguido por un misil Rapier. Se produjo una explosión seguida de una bola de ruego.

Montero viró y atravesó la cortina de fuego, mientras la artillería naval disparaba todas sus armas. El Skyhawk se estremeció bajo los impactos de la metralla en el fuselaje. Se acercó rápidamente a una fragata, soltó las bombas, viró y se elevó, mientras contemplaba si su proyectil hacía blanco. No hubo explosión. Soltó una carcajada de resignación ante el absurdo.

—Dios mío, todavía no han arreglado los detonadores.

Doña Elena y Gabrielle estaban sentadas junto a la estufa, en la sala de operaciones en Río Gallegos, mientras Lami Dozo contemplaba el cielo lluvioso a la pálida luz del amanecer y bebía café. Entró un joven teniente, se cuadró y le entregó un cable. El brigadier lo leyó, asintió y el teniente salió.

—No parecen buenas noticias —dijo doña Elena.

—Llegaron al blanco. Cayó un Skyhawk.

—¿El de Raúl? —preguntó Gabrielle.

—No, no es el de Montero. Informan que él y otro piloto han emprendido el regreso.

Raúl Montero salió de una nube a mil metros de altura y descendió, siguiendo al otro Skyhawk, que caía rápidamente, echando una estela de humo por la cola.

Haciendo caso omiso de las normas, Montero se comunicó por la radio.

—Adelante, Enrique. ¿Perdió el control?

No hubo respuesta. Un misil Sidewinder apareció de algún lado. Se produjo una enome llamarada que se convirtió en una bola de fuego y el Skyhawk se desintegró.

Sólo podía ser un Harrier. Maldita mala suerte, ya estaban casi en el límite del radio de acción del Harrier en combate aéreo. Se dejó caer en tirabuzón y vio que otro Sidewinder giraba en espiral hacia su derecha y caía al mar. Le habría fallado el equipo direccional, un golpe de suerte. Los Harriers llevaban dos Sidewinder, por lo que Montero supo que a su rival sólo, le quedaban los cañones Aden de treinta milímetros.

El Harrier se le colocó detrás y su Skyhawk se estremeció bajo el impacto de las granadas. La capota de la carlinga se desintegró y Montero sintió un golpe violento en el brazo izquierdo y la pierna derecha.

El Harrier se acercó otra vez, como en aquella pesadilla: el águila de afiladas garras que bajaba a destrozarlo. Nuevamente se estremeció bajo el impacto de los proyectiles. El Harrier pasó, viró a estribor y se colocó detrás para liquidarlo.

Ya había bajado a trescientos metros. Sólo podía oír la voz de Gabrielle que le susurraba: «Baja los alerones. El águila se estrellará.»

Eso fue precisamente lo que hizo Montero. Sintió un violento impacto, como si se hubiera estrellado contra una pared, y por un instante creyó que perdería el control. El piloto del Harrier tuvo que esforzarse para evitar el choque; se alzó violentamente y Montero aprovechó para reducir la altura. Nunca se había arriesgado tanto. Niveló el avión a treinta y cinco metros por encima del mar; el viento era tan fuerte que las olas se alzaban hasta diez metros.

Alzó la vista en busca del oponente y lo vio pasar muy alto. Su radio crepitó y Montero oyó una voz que le decía en inglés: «Buena suerte, quienquiera que seas. Te la mereces.» Llegado al límite de su radio de acción, el Harrier viró y volvió hacia las Falklands.

Gabrielle dormitaba intermitentemente. Junto a la ventana, doña Elena y Lamí Dozo fumaban un cigarrillo tras otro.

—Mi hijo es un idiota, ¿no le parece?

—Sí, pero gracias a Dios que existen idiotas como él.

Se abrió la puerta y entró el teniente con otro cable. Lamí Dozo se lo arrancó de la mano y lo leyó.

—Cayó otro Skyhawk, pero Montero está vivo. A unos setenta kilómetros de aquí.

Gabrielle se irguió, frotándose los ojos.

—¿Alguna novedad?

—Sí —dijo doña Elena.

Lami Dozo abrió la puerta y salió.

El Skyhawk apareció desde el mar, a ciento cincuenta metros de altura. El viento silbaba en la carlinga acribillada. Raúl Montero tenía el rostro cubierto de sangre y una manga y una pierna del uniforme teñidos de rojo. Sus manos se aferraban a la palanca y una sonrisa rígida se pintó en su rostro cuando avistó la base de Río Gallegos.

—Gabrielle —rogó en voz alta—, no me abandones ahora.

Al aparecer la pista, los reflectores encendidos contribuyeron a intensificar la exánime luz del amanecer. Lami Dozo miraba con sus prismáticos desde la torre de control.

Se oyó la voz fatigada de Raúl Montero en el receptor.

—Voy a bajar directamente. No puedo seguir las normas.

El Styhawk rozó los edificios en el extremo norte de la pista. Montero vio los vehículos que salían a su encuentro desde la torre de control. El Skyhawk casi entró en pérdida. Aceleró por última vez y entonces efectuó el peor aterrizaje de toda su carrera, rebotó dos veces y al detenerse giró en trompo, alzando un gran chorro de espuma en la pista anegada.

Con la cabeza gacha oyó voces y sintió que varias manos lo sacaban cuidadosamente de la carlinga. Abrió los ojos y vio muchos rostros, entre ellos el de Lami Dozo. Sonrió.

—Todo en orden, señor —dijo, y se desmayó.

Al día siguiente terminó todo. En Puerto Stanley, los soldados argentinos entregaron las armas. El mismo día, en el Westminster de Londres, la primera ministra británica se puso de pie para informar al Parlamento acerca del éxito de una de las hazañas militares más asombrosas realizadas después de la segunda guerra mundial.

Gabrielle y doña Elena esperaban en el pasillo del Hospital Aeronáutico de Buenos Aires frente a la habitación de Montero. El jefe de cirugía salió de la habitación y fue a su encuentro.

—¿Y bien? —preguntó doña Elena.

—No está muy bien, pero sobrevivirá. Se acabaron estos juegos, claro. Jamás volverá a pilotar. Pueden pasar un momento.

Gabrielle miró a doña Elena interrogativa. Ella sonrió.

—Me han devuelto a mi hijo. Tengo todo el tiempo del mundo. Entra tú, yo esperaré.

Gabrielle abrió la puerta y lo vio apoyado sobre varias almohadas, las heridas del rostro cubiertas de algún antiséptico de color violáceo, el brazo izquierdo enyesado y la pierna derecha protegida del roce de las sábanas por una armazón plástica.

Se paró junto a la cama en silencio, pero él percibió sus presencia, abrió los ojos v sonrió.

—Estás horrible —dijo ella.

—No te preocupes, me curaré. El cirujano me ha dicho que podré seguir tocando el violín, lo cual es muy gracioso porque yo no toco el violín.

Entonces ella se arrodilló junto a la cama y dejó caer su rostro contra las sábanas junto a su mano sana, riendo y llorando al mismo tiempo.