CAPITULO 14

Dos de los mercenarios de Roux se situaron de espaldas a la pared con fusiles Armalite. Stavrou empujó a Villiers hacia el medio de la sala y le arrojó la Walther PPK a Donner, quien la atrapó con pericia.

—La tenía oculta en la pierna, sujeta con tela adhesiva.

Donner se volvió hacia Montero.

—Lo ve, un auténtico profesional. Como usted comprenderá, comodoro, esto suscitó una serie de dudas en cuanto al papel de la bella Gabrielle en este asunto. Tengo la sensación de que ella no ha sido enteramente franca con usted. La única explicación posible es que sea una abnegada agente del otro bando.

—¿Es verdad? —le preguntó Montero serenamente.

—Sí —replicó Gabrielle.

—¡Virgen santísima! Ahora comprendo. La cosa empezó en Londres. Todo estaba perfectamente calculado. Y luego París v el Bois.

Los ojos ae Gabrielle ardían. Quería hablar pero no podía. Simplemente lo miraba. Abrió la boca, pero no pudo decir ni una palabra. Villiers habló por ella.

—Trate de comprenderla, Montero. Su hermanastro era piloto de helicóptero y murió en una incursión a Stanley.

Gabrielle sólo atinaba a clavarse las uñas en las palmas de las manos y a temblar convulsivamente. Entonces Raúl Montero tuvo un gesto maravilloso. La tomó de las manos, se las estrechó, la ayudó a ponerse de pie.

—Está bien —dijo—. Tranquila.

Le habló como si se hallaran solos y le rodeó los hombros con el brazo.

—Qué escena tan conmovedora —dijo Donner. Cruzó el cuarto y abrió una puerta forrada de tela verde—. Llévela allá, comodoro. Hagan las paces, o lo que quieran. Necesito hablar con este gallardo espía.

En París, Nikolai Belov estaba a punto de acostarse a dormir cuando sonó el teléfono. Irana contestó.

—Te llama Donner.

Belov tomó el auricular.

—¿Cómo va todo por allá?

—La situación es muy interesante. Deja que te cuente. —Le hizo una breve síntesis de los acontecimientos del día, y al concluir preguntó—: ¿Has investigado el asunto con tu gente en la Inteligencia francesa?

A pesar de que la mayoría de los agentes de la KGB infiltrados en la Inteligencia francesa habían quedado al descubierto tras el escándalo provocado por el asunto Sapphire, todavía quedaban agentes de Belov en algunos de los puestos más importantes.

—Hemos verificado todo hasta el último detalle y estamos al corriente. Recibí el último informe hace una hora. Pensaba llamarte por la mañana. Nadie sabe nada de tus actividades. No hay agentes esperándote ni trampas.

—Pero la Inteligencia británica estaba al corriente. Me pregunto cómo me descubrieron.

—Quizás a través de la mujer y su relación con Montero. El es el eslabón perdido. Lo conoció en Londres y luego se reunieron en París, aparentemente por casualidad. Pero ahora sabemos que no hubo casualidad. La Inteligencia británica conocía el viaje de él. Si nos han traicionado, yo diría que eso debió ocurrir en la Argentina.

—Parece lógico.

—¿Seguirás adelante de todas maneras?

—No hay razón para no hacerlo.

—Perfecto. ¿Puedo ayudarte en algo?

—Ya lo creo. Me parece que es hora de volver a la patria, por si este asunto trae cola. El Chief tain puede llegar a Finlandia sin dificultades. ¿Puedes recomendarme alguna pista aérea adecuada?

—Por supuesto. La de Perinó. La usamos con frecuencia. Yo mismo me ocuparé del traslado a Moscú. ¡Ah!, hay otra noticia interesante. Encontraron el cadáver del profesor Paul Bernard en un almacén cerca del Sena, con un balazo en la cabeza.

—¿No me digas? ¿Conoces los detalles?

—La policía investiga. ¿Tú sabes qué ocurrió?

—Claro que sí. Te llamaré más tarde.

Belov cortó la comunicación y se sentó al borde de la cama, pensativo.

—¿Qué pasa? —preguntó Irana.

El sonrió y le tomó la mano.

—Ahora que lo pienso, no me he tomado vacaciones este año, ni tú tampoco. ¿Te gustaría un viaje a Moscú?

—¿Cuándo?

—Ahora mismo. Podemos tomar el vuelo de Aeroflot de las siete de la mañana.

—Esto te huele mal, ¿verdad?

—Algo extraño está sucediendo, pero soy demasiado viejo para arriesgarme. —Sonrió nuevamente—. Reserva los pasajes ahora mismo. *

La habitación en la que Donner había encerrado a Montero y Gabrielle parecía una combinación de alacena y bodega, con barrotes pesados en la ventana. Ella se sentó sobre un cajón. Montero encendió un cigarrillo y esperó.

Ella tomó aliento y lo miró.

—¿Me permites que te lo explique?

—Creo que sería lo mejor.

—Tony y yo estuvimos casados durante cinco años. El divorcio fue hace seis meses. Todo lo demás es la pura verdad. Sólo omití decirte que mi madre es inglesa y, cuando yo era niña, se casó por segunda vez; su marido actual es inglés.

—Lo que explica la existencia de un hermanastro.

—Sí. Soy periodista, tal como te dije, pero tengo facilidad para los idiomas. Tony trabajaba con el Grupo Cuatro, el departamento antiterrorista de la Inteligencia británica. El jefe del departamento es el brigadier Ferguson, quien me pidió que colaborara con ellos en una serie de ocasiones. No era trabajo sucio. Todo se debía a mi facilidad para los idiomas.

—¿Yo fui una de esas ocasiones?

—Así es —dijo ella llanamente—. Tenía que averiguar si vosotros pensabais atacar las Falklands.

El lanzó una carcajada.

—Por Dios, no tenía la menor idea. —Meneó la cabeza—. Es el serendipity. Un acontecimiento inesperado y absolutamente feliz.

—Eso fue lo que arruinó todos los planes. Yo nunca había conocido el amor. Hasta esa nocne en que entré en la sala de la Embajada Argentina y te vi.

—Sí, fue una ocasión inolvidable.

—Cuando te fuiste no podía dejar de pensar en ti. Estaba angustiada aunque no sabía que pilotabas un jet. Y entonces empezó este horrible asunto de los Exocets y Ferguson me mandó llamar. Me dijo que eras el enemigo.

—Tenía razón.

—Yo quería abandonar este asunto, no me sentía capaz de seguir mintiendo y engañándote después de que me diste el anillo.

—Y fue entonces cuando supiste lo de tu hermano.

—Quiero que esto termine, Raúl, las muertes de ambos bandos... Si llevas esos Exocets a la Argentina mañana, habrá más derramamiento de sangre.

El suspiró y meneó la cabeza.

—Estamos perdiendo la guerra, Gabrielle. Sólo nos queda el Exocet. ¿Qué quieres que haga? Soy argentino. Tu brigadier Ferguson tiene razón. Soy el enemigo.

Gabrielle se le acercó, él le rodeó la cintura con el brazo.

—Estoy cansada, Raúl, muy cansada. Sólo sé con certeza que te amo.

Ella apoyó la cabeza sobre su hombro y él besó la dorada cabellera, en silencio.

—Y ahora, ¿qué? —preguntó Villiers cuando Donner volvió a la sala—. ¿Quiere divertirse un rato más con el jueguecito de los cigarrillos?

—No es necesario —dijo Donner—. Mis informantes en París dicen que puedo proceder de acuerdo con el plan. Dicho sea de paso, ¿fue usted el responsable de la despedida del viejo Bernard?

—No sé de quién me habla —dijo Villiers.

—Ya me parecía —sonrió Donner—. ¿De qué le habló? ¿De los convoyes que van a St.-Martin? ¿Una emboscada al amanecer? Tonterías, se lo aseguro. Mi plan es mucho mejor. —Se sirvió un whisky—. Además, ni soñaría con hacerle daño a esta altura del partido, mayor. El cuartel general de la KGB en Moscú lo querrá intacto. Usted será una extraordinaria fuente de información, y no me diga que no podrán hacerlo hablar. Últimamente han descubierto unas drogas maravillosas. —Le hizo una señal a Stavrou—. Trae a los otros.

Stavrou abrió la puerta de la alacena y momentos más tarde salieron Montero y Gabrielle.

—¿Qué hará con ellos? —preguntó Montero.

—Lo más importante es lo que haré con usted, comodoro.

Se produjo una pausa.

—Sí —dijo Montero serenamente—, debí haber sospechado de un tipo como usted.

—Claro que sí. El mayor Villiers pensaba que yo obtendría los Exocets mediante una emboscada al convoy de Aerospatiale que llega a St.-Martin mañana. De allí transbordan los misiles a la Ile de Roe, que se utiliza para pruebas.

—¿Y bien?

—Y usted espera que mañana aterrice en Lancy un avión de transporte Hércules proveniente de Italia, cargado con diez Exocets, cortesía del coronel Kadhafi y los libios. —Sonrió—. Pero los dos se equivocan.

Fue a una puerta en el otro extremo de la sala, la abrió y salió de la habitación. Al volver, minutos más tarde, vestía un uniforme de oficial del ejército francés.

—Me sienta bien, ¿verdad? Permítanme presentarme. Capitán Henri Leclerc, al mando de un pelotón de nueve hombres del regimiento 23 de misiles teledirigidos, quien mañana por la mañana se dirigirá a St.-Martin por carretera para ser transportado en una lancha a la Ile de Roe.

—El resto puedo adivinarlo —dijo Villiers—. Ni siquiera llegarán a St.-Martin. Usted los reemplazará.

—Los desviaremos hacia este lugar y ocuparemos sus lugares.

—Y luego proseguirán hacia la Ile de Roe.

—Hay sólo treinta y ocho hombres en esa isla. No creo que haya problemas. Los caballeros alojados en el establo son capaces de manejar situaciones de ese tipo.

—¿Y usted piensa robar los Exocets almacenados para las pruebas? No se saldrá con la suya.

—¿Por qué no? Una vez controlado todo, bastará un par de horas. Cuando enviemos la señal, vendrá a buscarnos un pesquero de alta mar, que se irá con los misiles y los hombres. Bandera panameña. Una vez hecho a la mar, será uno más entre los cientos de pesqueros que navegan por el Atlántico.

Villiers trataba de encontrarle un fallo al plan.

—Seguramente, el cuartel general de armas teledirigidas del ejército francés debe efectuar controles de rutina a sus bases. Si la Ile de Roe mantiene silencio radiofónico, querrán averiguar la razón.

—No habrá silencio radiofónico —dijo Donner, gozando con su propia actuación—. Mantendremos un contacto mínimo. Para eso cuento con un veterano de comunicaciones del ejército. Además, la emergencia se declara después de tres horas de silencio. Tenemos tiempo de sobra.

Raúl Montero, que había escuchado en silencio, lo miró con ira.

—Es un plan canallesco.

—Efectivamente. La opinión pública mundial reaccionará con horror ante semejante acción por parte del gobierno argentino. Imagine el escándalo en las Naciones Unidas. Y Dios sabe qué harán los franceses.

—Pero el gobierno argentino nada tiene que ver con esto...

—Claro que no, pero todo el mundo creerá lo contrario. Sobre todo cuando se descubra el cadáver de un as de la aviación argentina. Un accidente, una bala perdida, ya sabe. —Se sirvió otro trago—. ¿Por qué cree que exigí que su gobierno enviara a un tipo como usted?

Montero conservó el dominio de sí mismo.

—Lo que no comprendo es por qué se toma tantas molestias.

—Le explicaré. Ustedes han perdido la guerra, amigo mío. Si hubiera escuchado el noticiario de esta noche, sabría que los paracaidistas británicos acaban de obtener una victoria impresionante en un lugar que se llama Goose Green. El resto de las tropas ha iniciado la larga marcha hacia Puerto Stanley. Son las mejores tropas del mundo, hay que reconocerlo. Galtieri cometió un error. Su gobierno hubiera caído de todas maneras, pero con el escándalo que estoy contemplando, Argentina entera estallará.

—Pánico, caos e incertidumbre —dijo Villiers—, el tipo de situación que ustedes necesitan para asumir el control.

—Dicho de otra manera, la idea de que las unidades de la flota rusa puedan operar en el Atlántico Sur desde bases instaladas en territorio argentino, es muy atractiva.

—Usted sí que piensa en todo, ¿verdad? —dijo Gabrielle.

—Sabía que acabaría por impresionarla.

—¿Qué sucederá después? —preguntó Villiers.

—Muy sencillo. El comandante de la Ile de Roe posee una lancha a motor muy veloz, que Stavrouy yo utilizaremos para volver a St.-Martin. De aquí saldremos en el Chieftain. Primero a Finlandia y luego a mi querida patria. Hace años que no voy. Usted vendrá conmigo. Causará sensación en Moscú. Usted también, desde luego —le dijo a Gabrielle—. Comprenderá que no puedo abandonarla, y sería lamentable matarla.

Montero perdió el control de sí mismo. Dio un paso adelante, preparado para atacar a Donner, pero Stavrou le dio un culatazo en el estómago con un rifle. Montero cayó al suelo.

Gabrielle se precipitó hacia él y se arrodilló a su lado.

Donner rió.

—Nadie sospecharía la cantidad de sótanos que hay en esta casa, para no hablar de sus sólidas puertas y ventanas con barrotes. Lamentablemente, hace un poco de frío allá abajo. —Se volvió hacia Stavrou—: Enciérralos en el mismo cuarto. Una situación interesante. Tal vez tengan que acurrucarse los tres juntos.

Oculta en la oscuridad del rellano sobre la sala principal, Wanda había escuchado la mayor parte de la conversación. Vio cómo Stavrou y los dos centinelas conducían a Villiers, Montero y Gabrielle a la puerta que iba al sótano. Momentos después reapareció Stavrou con uno de los hombres. Cuando éste salió, Donner entró en la sala.

—¿Todo en orden?

—Sí —dijo Stavrou—. Las puertas de esas celdas son muy sólidas. Con cerrojos de más de una pulgada de espesor. Aposté un centinela en el corredor.

—Perfecto —dijo Donner—. Diles a los muchachos que partimos a las seis y asegúrate de que Rabier se mantenga sobrio.

—Muy bien. ¿Qué haremos con Wanda?

—Ah, sí, Wanda —dijo Donner—. Le prometí un obsequio especial. Tú serás ese obsequio.

—¿Lo dice en serio?

—Por supuesto. Es toda tuya.

Donner volvió a la sala.

Wanda sintió náuseas y comenzó a temblar. Cuando Stavrou empezó a subir por la escalera, se puso de pie y cruzó el rellano en la oscuridad, recorrió un estrecho corredor tropezando hasta llegar a la puerta que daba a la escalera trasera. Al abrirla entró la luz y Stavrou la vio desde el otro extremo del rellano.

—¡Wanda! —gritó.

Ella cerró la puerta con violencia, se quitó los zapatos de tacón alto y bajó corriendo la escalera. Abrió la puerta trasera y salió, y cuando él llegó hasta allá, ella ya cruzaba el parque hacia la arboleda.

Se internó en el bosque, aterrada, con la cabeza gacha y un brazo elevado para protegerse de las ramas que le azotaban el rostro. Se detuvo un instante a escuchar. El avanzaba a tropezones entre los árboles y la llamaba con furia. Entonces se alejó sin hacer ruido.

Minutos más tarde se encontró frente a unos edificios y cayó en la cuenta de que había caminado en círculo hasta llegar a la pared trasera del establo. Una escalera apoyada contra la pared conducía a un desván. Trepó, tratando de no hacer ruido. Podía oír un murmullo de voces desde el establo.

Al entrar en el desván dio un empujón a la escalera que cayó sin ruido sobre la hierba mojada. Cerró la puerta.

Un rayo de luz se filtraba por las grietas entre los tablones. Encontró una vieja manta, se acurrucó con ella en un rincón y se cubrió con el heno enmohecido. No podía controlar su temblor al pensar en Stavrou. Pero poco a poco recuperó el dominio de sí misma y se durmió.

—Dios sabe dónde estará. Me fue imposible hallarla —dijo Stavrou.

Donner rió despectivamente.

—No hay nada que temer, no tiene dónde ir. Conozco a Wanda. Esa perrita idiota volverá arrastrándose cuando se canse de la lluvia. Ve a ver a los muchachos.

Stavrou salió y Donner se puso la chaqueta. Le sentaba a la perfección. Su grado oficial en la KGB era de coronel. En Moscú probablemente lo ascenderían a general por los servicios prestados. Se preguntó cómo le sentaría ese uniforme.

Gabrielle dormitaba en un rincón, los hombros cubiertos con la chaqueta de Villiers. Montero sacó el paquete de cigarrillos del bolsillo, pero estaba vacío. Villiers le ofreció uno de los suyos y se lo encendió.

—Usted me recuerda un anuncio publicitario que yo veía cuando era niño. Mostraba a un hombre fumando en pipa, rodeado de hermosas mujeres. La leyenda decía: «¿Qué tiene él que no tengan los demás hombres?» La respuesta era la marca del tabaco. ¿Cuál es su secreto?

—No hay ningún secreto —dijo Montero—. Una relación puede funcionar o no. Desde el momento en que uno tiene que esforzarse para que funcione, se acabó.

—Entonces la mía se acabó desde el comienzo —reconoció Villiers—. No hacía más que esforzarme. —Miró a Gabrielle—: Es una muchacha extraordinaria.

—Lo sé —dijo Montero.

—¿Verdad que sí? —dijo Villiers con amargura.

Se sentó en un banco, las rodillas contra el pecho para protegerse del frío. Después de un rato se durmió.

Se despertó al escuchar ruido de pasos en el patio. Fue a la ventana justo a tiempo para ver un Landrover que salía del garaje. Stavrou conducía y Donner iba a su lado. Montero se acercó a la ventana cuando el Landrover salía por el portón.

—Comienza la función —dijo el argentino.

Gabrielle se despertó y se puso la chaqueta de Villiers sobre sus hombros.

—¿Qué haremos?

—Por el momento, nada —dijo Villiers—. No hay nada que podamos hacer.

El pelotón del Regimiento de Misiles Teledirigidos 23 viajaba en un camión militar pesado. El oficial al mando estaba en la cabina junto al conductor. Eran más de las seis de la mañana y soportaban una fuerte lluvia. Al tomar una curva cerca de Lancy se encontraron con un Landrover que bloqueaba el paso. Donner, que vestía un impermeable militar, corrió hacia el camión, agitando los brazos. El oficial bajó la ventanilla y se asomó.

—¿Qué sucede?

—¿Capitán Leclerc?

—Soy yo.

—Soy el mayor Dubois, en comisión en la Ile de Roe. Crucé a St.-Martin anoche para que la lancha estuviera lista en cuanto usted llegara, pero esta lluvia torrencial nos ha causado problemas. El camino principal está inundado. Vine a guiarlo por otra ruta.

—Muy amable —dijo Leclerc.

—De nada. Siga el Landrover, llegaremos enseguida.

Montero miraba entre los barrotes de la ventana cuando entró el Landrover, seguido por el camión.

Villiers y Gabrielle fueron a mirar por encima de su hombro.

Donner y Stavrou bajaron del Landrover y un capitán francés del camión. Era un joven rubio a quien la lluvia le impedía ver bien porque llevaba gafas.

—¿Dónde estamos? —preguntó.

En ese instante se abrieron las puertas del establo y los hombres de Roux irrumpieron en el patio, todos de uniforme y portando un fusil o una ametralladora. Todo concluyó en cuestión de minutos. Los soldados del pelotón fueron obligados a bajar del camión a punta de pistola y unirse a Leclerc.

—El hijo de puta es astuto —dijo Villiers a Montero.

Oyeron ruidos de botas en la escalera de piedra, puertas que se abrían y cerraban y cerrojos que se corrían. Entonces se abrió la puerta de la celda y en ella apareció Stavrou seguido por dos hombres.

—Salga, comodoro.

Montero vaciló. Tomó la mano de Gabrielle, la estrechó un instante y salió. Ella no dijo nada cuando la puerta se cerró. Villiers le rodeó los hombros con el brazo.

Los pasos se alejaron por el corredor y la escalera. Villiers fue a la ventanilla de la puerta y vio al joven oficial francés que había visto en el patio, mirándolo desde la ventanilla de la puerta de enfrente.

—¿Quién es usted? —preguntó Villiers.

—Capitán Henri Leclerc, 23 de Misiles Teledirigidos. ¿Qué diablos pasa aquí?

—Creo que piensan hacerse pasar por usted para desembarcar en la Ile de Roe.

—¡Dios mío! —dijo Leclerc—. ¿Para qué?

Villiers lo puso al corriente.

—¿Y cómo piensan escapar de aquí luego? —preguntó Leclerc.

—Los espera un avión en la vieja pista de Lancy. Un Navajo Chieftain.

—Pensó en todo.

—Y no hay nada que podamos hacer al respecto. Aunque salgamos de aquí y demos el alerta, llegaríamos demasiado tarde. Los aviones no pueden aterrizar en la Ile de Roe. Hasta los helicópteros tienen problemas para descender allá.

—No es del todo cierto —dijo Leclerc—. Cuando recibí esta comisión me dieron todos los informes sobre la isla. Me interesó la cuestión de las condiciones de vuelo porque soy piloto. Hice un curso de aviones ligeros con la aviación militar. El año pasado trataron de aterrizar con aparatos pequeños en el extremo norte de la isla.

—Creía que había acantilados en esa zona.

—Los hay, pero cuando baja la marea queda al descubierto una buena playa de arena firme. Se puede aterrizar muy bien. No resulta práctico porque la bajamar dura muy poco.

—Y menos para nosotros, aquí encerrados —masculló Villiers, pateando la puerta con furia impotente.

Aún envuelta en la manta, Wanda fue hasta la ventana y vio que los hombres sobre cuyas cabezas había dormido toda la noche salían del establo y subían a un camión.

Donner, Stavrou y Rabier, el piloto, se encontraban al pie de la escalera. Stavrou le ataba las manos a Montero con una media de mujer.

—Seremos muy suaves con usted —dijo Donner—. No quiero que encuentren marcas en sus muñecas cuando descubran su cadáver, porque podría despertar sospechas.

—Es usted un caballero —dijo Montero.

Stavrou le metió un pañuelo en la boca y una tira de cinta adhesiva encima.

—Usted se quedará aquí —dijo Donner a Rabier—. Esos sótanos son más inviolables que la Bastilla pero, de todas maneras, vigílelos. Volveremos en cinco o seis horas.

—Muy bien, Monsieur, no tema.

—Si encuentra a esa perra de Wanda, enciérrela también.

Stavrou se sentó al volante.

—Listo, señor.

Donner subió al camión y partieron. Rabier entró en la casa. No se oía otro ruido que el repiqueteo de la lluvia en el patio. Wanda se acurrucó contra la ventana y esperó.

No se atrevió a moverse.