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El Hospital Pediátrico del Oeste ocupa todo el solar de una gran manzana cuadrada del centro de Hollywood, en un barrio que antaño fue distinguido pero que actualmente es predio de drogatas, camellos, furcias, macarras y bailarines de cabaré. Temprano le daban al negocio las chicas esa mañana, pensé mientras circulando hacia el este por Sunset Boulevard las veía salir de callejones y umbríos portales con andares procaces, hombros desnudos, vendiendo con roncas voces su mercancía. Las putas eran un elemento de Hollywood tan característico como las estrellas de latón incrustadas en las aceras, y juraría haber reconocido entre aquellos rostros maquillados a varias habituales del barrio tres años atrás. Las que hacían las esquinas parecían corresponder a dos categoría bien diferenciadas: pueblerinas de buen ver, con cara de pan bendito, fugitivas de Bakersfield, Fresno y comarcas rurales adyacentes, y negras enjutas, piernilargas, desgastadas dependientas de los centros comerciales de Los Ángeles. Todas ansiosas por comenzar a las nueve menos cuarto de la mañana. Si todo el país se mostrase tan industrioso, los japoneses no tendrían nada que hacer.

El hospital era un imponente edificio, o mejor dicho un imponente conjunto de vetustos edificios de piedra renegrida, entre los que destacaba una torre de hormigón y cristal de reciente construcción. Estacioné el Seville en la zona reservada al personal facultativo y me dirigí al Pabellón Prinzley, el edificio de arquitectura contemporánea.

El Servicio de Oncología estaba situado en la quinta planta y los despachos de los médicos eran unos funcionales recintos cúbicos dispuestos en forma de U en torno a un sector central que agrupaba a las secretarias. En su calidad de jefe del servicio, Raúl disfrutaba de un espacio cuatro veces superior al de los restantes especialistas y también de mayor silencio. Su despacho se encontraba al extremo de uno de los brazos del pasillo, aislado del bullicio exterior por unas dobles puertas de vidrio. Las crucé y entré en una pequeña antesala y ante la ausencia de cualquier recepcionista proseguí mi avance, hasta entrar en el despacho abriendo una puerta señalada con un rótulo que indicaba: PRIVADO.

Podía haberse dado el gusto de impresionar con un ostentoso salón de ejecutivo pero había preferido dedicar a laboratorio la mayor parte del espacio, reservándose un exiguo recinto no mayor de tres metros por cuatro. La habitación estaba tal cual yo la recordaba: la mesa atestada de correspondencia, revistas y notas de llamadas nunca contestadas, todo en montones meticulosamente ordenados y escrupulosamente clasificados. Había demasiados libros para las estanterías que cubrían las paredes hasta el techo y los volúmenes sobrantes aparecían en el suelo, apilados con igual esmero. Uno de los estantes estaba repleto de frascos de Maalox. En la perpendicular de la mesa, unas desteñidas cortinas de color beige ocultaban la única ventana de la estancia y el panorama que se divisaba sobre las sucesivas cadenas de colinas.

Qué bien conocía yo aquel paisaje. En el transcurso de los años que trabajé en el Pediátrico, no pocas serían las horas que debí pasar contemplando las deslucidas letras del cartel que señalaba HOLLYWOOD mientras esperaba a que apareciera Raúl para iniciar reuniones por él mismo convocadas pero inevitablemente demoradas u olvidadas, o consumido de impaciencia durante sus interminables conversaciones telefónicas con distantes puntos del país.

Buscando señales de vida recorrí con la mirada la habitación descubriendo un vaso de plástico con dos dedos de café ya frío y una americana de seda crema pulcramente colocada sobre el respaldo de la silla perteneciente al propietario del despacho. Los golpes con que llamé a la puerta que conducía al laboratorio no obtuvieron respuesta y la tentativa de abrirla me reveló que estaba cerrada con llave. Descorrí las cortinas, aguardé un rato y traté luego, en vano, de localizarle por teléfono. Eran las nueve y diez. Mis bien conocidos sentimientos de impaciencia y rencor comenzaban a aflorar a la superficie.

Le doy un cuarto de hora más, me dije, y me marcho. Ya está bien.

Un minuto y medio antes de que finalizara el plazo entró en el despacho como una exhalación.

—¡Alex, Alex! —exclamó estrechándome la mano con vigor—. Gracias por haber venido.

Había envejecido. El estómago, aumentado considerablemente de volumen, se había convertido en una protuberancia ovoide que sufría la opresión de los botones de la camisa. Las pocas ondas de pelo que le quedaban en la coronilla habían desaparecido y los negros rizos de las sienes y la nuca bordeaban un cráneo prominente, abultado y reluciente. El espeso bigote, antaño de ébano, aparecía jaspeado de negro, blanco y gris. Sólo los ojos, pequeños y negros como granos de café, siempre vivos, incansablemente alertas, parecían no acusar el paso de los años revelando la potencia del fuego que los animaba. Era un hombre de baja estatura, propenso a la obesidad, y aunque vestía prendas de calidad, su guardarropa no parecía elegido con intención de disimular la tendencia a la redondez de su complexión. Esa mañana llevaba una camisa rosa pálido, corbata de fondo negro con rombos fucsia y unos pantalones color crema a juego con la americana que pendía de la silla. Calzaba unos puntiagudos zapatos de cuero marrón oscuro, adornados con motivos perforados y que brillaban como espejos. La larga bata blanca, impoluta y almidonada, era de una talla superior a la que en realidad necesitaba. Llevaba al cuello un estetoscopio y los bolsillos atestados de rotuladores, bolígrafos y documentos que los abultaban.

—Buenos días, Raúl.

—¿Has desayunado? —Me dio la espalda y recorrió los montones de la mesa repiqueteándolos con aquellos dedos rechonchos a igual velocidad que un ciego leyendo en sistema Braille.

—¿Te parece que bajemos al comedor de residentes? Invita el servicio.

—Como quieras —contesté con un suspiro.

—Perfecto, perfecto —comentó. Se dio unas palmadas en los bolsillos, rebuscó entre su contenido y masculló una blasfemia en español, añadiendo—: Permíteme que haga un par de llamadas y nos vamos…

—Raúl, ando algo escaso de tiempo. Te agradecería que dejases las llamadas para luego.

Se dio media vuelta y me miró perplejo.

—¿Cómo? ¿Para luego? Claro, claro, tienes toda la razón.

Una última mirada a la mesa, un gesto de comprobación al ejemplar en curso de una revista científica y salimos del despacho.

A pesar de que las piernas de Raúl eran notablemente más cortas que las mías, tuve que apresurarme para que no se me adelantase mientras cruzábamos a paso vivo el puente acristalado que comunicaba el Pabellón Prinzley con el edificio principal. Y como que mientras caminaba iba hablando, mantenernos de lado resultaba esencial.

—La familia que te mencioné se llama Swope —me dijo deletreando el apellido—. El niño se llama Heywood, pero todos le llaman Woody. Tiene cinco años y sufre un linfoma no de Hodkin, localizado, situado originalmente en el tracto gastrointestinal y acompañado de un ganglio regional. El resultado de la exploración metastática mediante rayos gamma fue precioso, limpísimo. La histología revela ausencia de linfoblastos, lo cual es excelente porque el tratamiento para dolencias no linfoblásticas nos es perfectamente conocido.

Llegamos al ascensor. Daba la impresión de haberse quedado sin aliento porque se aflojó la corbata y se desabrochó el cuello de la camisa. Las puertas se abrieron y descendimos a la planta baja en silencio. En silencio pero no en paz, ya que no podía estarse quieto: tan pronto tamborileaba con los dedos la pared del ascensor, como se atusaba el bigote, como oprimía repetidamente el resorte de un bolígrafo con incesantes chasquidos.

El corredor de la planta baja era un túnel de ruido atestado de médicos, enfermeras, personal auxiliar y pacientes. Él, sin embargo, continuaba hablando, hasta que en determinado momento le di unas palmadas en el hombro y le advertí a gritos que no me enteraba de nada. Asintió con una rígida y breve inclinación de cabeza y apresuró el paso. A toda velocidad atravesamos la cafetería y entramos en el refinado ambiente del comedor privado de los médicos, amplio salón de confortable mobiliario y suave iluminación.

En torno a una mesa redonda había un grupo de cirujanos que comían y fumaban; vestían batas verdes y los gorros que les pendían sobre el pecho parecían baberos. A excepción de esa mesa, el comedor estaba vacío.

Raúl me condujo a una mesa situada en una esquina, llamó por señas a la camarera y desdoblando la servilleta de lino se la colocó en las rodillas. Tomó luego un sobrecito de sacarina, dispuesto con otros edulcorantes en un azucarero, y sujetándolo entre los dedos lo colocó boca abajo, y el polvo cayó con el seco susurro de la arena de un antiguo reloj. Tras repetir ese gesto al menos media docena de veces, reanudó la conversación, interrumpiéndose solamente al llegar la camarera para tomar nuestro encargo.

—¿Recuerdas el tratamiento COMP, Alex?

—Vagamente. Ciclofosfamida, ah…, methotrexato y prednisona, ¿no es así? La O no recuerdo qué significa.

—Muy bien, muy bien. La O significa oncovin. Hemos mejorado la proporción para el tratamiento de los linfomas, y combinado con methotrexato intratecal y radiación produce resultados extraordinarios. Al cabo de tres años, el ochenta y uno por ciento de los pacientes no presenta recidivas. La cifra que acabo de darte corresponde a estadísticas a escala nacional; las que yo obtengo son aún mejores; el porcentaje supera el noventa por ciento. Sigo de cerca a un grupo de niños de edades comprendidas entre los cinco y siete años, sin el menor problema. ¿Te das cuenta, Alex? Una enfermedad que hace sólo diez años mataba virtualmente a toda criatura que la contrajera, hoy es prácticamente curable.

La luz que animaba sus ojos aumentó de intensidad.

—Fantástico —comenté.

—Exactamente. Esa es la palabra: fantástico. Y todo basado en lo que llamamos quimioterapia multifactorial: más y mejores sustancias químicas administradas en la combinación adecuada.

Llegó el desayuno. Colocó dos panecillos en su plato, los cortó en trozos pequeños y empezó a engullirlos uno a uno, terminándolos antes de que yo hubiese conseguido dar cuenta de la mitad de mi bollo.

—Habrás observado que he empleado la palabra curable, porque no se trata de tímidas alusiones a haber prolongado el período de remisión. Hemos vencido el tumor de Wilms, hemos vencido la enfermedad de Hodgkin. El próximo paso son los linfomas, Alex. Escucha bien lo que te digo: en un futuro próximo serán curables.

Un tercer panecillo fue seccionado y prestamente despachado. Llamó a la camarera y encargó más café. Luego, cuando ella se hubo alejado, sentenció:

—Esto no tiene nada de café, amigo mío. Esto no es más que una taza de agua sucia. Mi madre sí sabía preparar un café como Dios manda. Allá en Cuba nos reservábamos la parte más selecta de la cosecha del café. Uno de los criados, un viejo mulato llamado José, molía a mano los granos triturándolos muy finos, la textura del polvo es esencial, ¿sabes?, y aquello sí que era café —declaró. Bebió unos pocos sorbos; apartó la taza, la sustituyó por un vaso de agua y lo vació de un trago—. Ven a verme a mi casa y te invitaré a un verdadero café.

Entonces pensé que aunque había trabajado con aquel hombre durante tres años y hacía seis que lo conocía, jamás había estado en su domicilio.

—Igual un día de estos acepto tu invitación. ¿Dónde vives ahora?

—Cerca de aquí. Tengo un apartamento en Los Feliz. Pequeño, un único dormitorio, pero suficiente para mis necesidades. Cuando uno vive solo, lo mejor es limitarse a lo sencillo, ¿no te parece?

—Supongo que sí.

—Tú vives solo, ¿verdad?

—Antes sí. Ahora vivo con una mujer extraordinaria.

—Bien, bien —comentó. Los ojos oscuros parecieron ensombrecerse—. Las mujeres. Han enriquecido mi vida y la han desgarrado. Mi última esposa, Paula, se ha quedado con la casa grande de Flintridge. Otra está en Miami, y las dos restantes, no tengo ni idea. Jorge, mi segundo hijo, el que tuve con Nina, me ha dicho que su madre está en París, pero ella nunca se instala demasiado tiempo en un mismo sitio.

Inclinó la cabeza y empezó a tamborilear la mesa con la cuchara. Luego se le ocurrió una idea que le iluminó la cara.

—Jorge empieza la carrera de medicina el año que viene, en Hopkins.

—Felicidades.

—Gracias. Siempre ha sido un chico listo. En verano, cuando venía a pasar las vacaciones conmigo, me ayudaba en el laboratorio. Estoy muy orgulloso de que quiera seguir mis pasos. Mis otros hijos no saben demasiado lo que quieren, pero sus madres no eran como Nina. Ella era una violoncelista célebre.

—No lo sabía.

Tomó otro panecillo y lo sopesó.

—¿Vas a beberte el agua? —me preguntó.

—No. Toda para ti.

Se la bebió.

—Háblame de los Swope. ¿Qué clase de problemas te están causando?

—Los peores que puedas imaginarte, Alex. Se niegan a que el niño reciba tratamiento. Quieren llevárselo a casa y someterlo a sabrá Dios qué manejos.

—¿Crees que son naturistas o adeptos a las doctrinas deístas?

—Es posible —concedió, aunque alzándose de hombros—. Son gente del campo, viven en La Vista, una pequeña población próxima a la frontera mexicana.

—Conozco la comarca. Zona rural.

—Sí, eso creo, y vecina a la región de Laetrile, detalle significativo. Según tengo entendido, el padre es granjero u horticultor. Es un individuo zafio y bastante grosero, que no pretende más que impresionar. Debió de cursar estudios en algún que otro momento de su vida, porque le encanta acomplejar a todo el mundo empleando términos científicos a troche y moche. Es un tipo alto y fornido, de unos cincuenta y pocos años.

—Viejo ya para tener un hijo de cinco.

—Sí. La madre ronda los cuarenta y tantos, lo cual hace pensar que el niño pudo ser un accidente fortuito. A lo mejor lo que les está volviendo locos son los sentimientos de culpabilidad. Ya sabes a qué me refiero: quizá se culpen de ser ellos mismos la causa del cáncer y todo eso.

—Reacción absolutamente normal —declaré.

Pocas son las pesadillas cuyo horror pueda compararse al hecho de descubrir que un hijo propio padece un cáncer. Y uno de los factores más importantes de dicho horror es el sentimiento de culpa que angustia a los padres cuando tratan de hallar respuesta a una pregunta que no la tiene: ¿Por qué me ha tocado a mí? Me apresuro a precisar que no se trata de un proceso racional, puesto que se da igualmente entre médicos, biólogos y científicos, individuos cuya formación debería salvaguardarles contra la congoja, las autoflagelaciones mentales, los si hubiera hecho tal cosa, los si hubiera podido hacer tal otra. La mayoría de los padres superan ese estado. Los que no lo consiguen pueden quedar permanentemente traumatizados…

—Claro que en este caso —conjeturó Raúl— parece que existe mayor fundamento para tal tortura. Una mujer biológicamente vieja para la maternidad y etcétera y etcétera. Bueno, basta de hipótesis. Continúo. ¿Dónde estaba? Ah, sí, la señora Swope. Emma. Una apocada, casi servil, diría yo. Allí el que manda es el padre. También hay una hermana, de unos diecinueve años más o menos.

—¿Cuánto tiempo hace del diagnóstico del niño?

—Oficialmente un par de días. El médico del pueblo, al visitar al niño, observó distensión del abdomen. Hacia dos semanas que el niño se quejaba de dolor y cinco días que tenía fiebre. El médico, con mucho acierto para ser de pueblo, se olió algo serio y descartando el hospital comarcal nos lo mandó directamente a nosotros. Lo sometimos a un reconocimiento exhaustivo: pruebas físicas por duplicado, análisis de sangre, nitrógeno de la urea sanguínea, ácido úrico, médula ósea de dos puntos distintos, reacciones de inmunidad, en fin, el procedimiento habitual que se sigue para todos los linfomas. Sólo hace un par de días que obtuvimos los resultados: linfosarcoma localizado, sin metástasis diseminadas. Tuve una entrevista con los padres y les comuniqué que a pesar de la gravedad del diagnóstico, el pronóstico era bueno porque se trataba de un tumor delimitado, sin ramificaciones. Ellos rellenaron los formularios acostumbrados, firmaron el consentimiento y nos dispusimos a trabajar. Como el niño tiene un reciente historial de diversas infecciones y los análisis de sangre revelaban presencia de Pneumocystis, decidimos ingresarlo en Corriente Laminar, mantenerle allí durante la primera etapa de la quimioterapia y luego comprobar qué tal le funcionaba el sistema de inmunidad. Todo parecía andar sobre ruedas cuando de pronto recibí una llamada de Augie Valcroix, mi adjunto, del que ya te hablaré dentro de un minuto, para decirme que los padres se estaban echando atrás, que tenían miedo.

—¿Insinuaron algún tipo de problemas la primera vez que hablaste con ellos?

—Pues, en realidad, no. Ya te he dicho, Alex, que en esa familia el que habla es el padre. La madre no hacía más que llorar y yo hice lo posible por consolarla. Él se dedicó a formular toda clase de preguntas quisquillosas, tratando de impresionar, como ya he mencionado, pero en términos corteses, incluso amistosos, diría yo. La verdad, me parecieron personas inteligentes y serenas.

Contrariado, Raúl agitó la cabeza.

—Después de recibir la llamada de Valcroix —prosiguió—, fui a hablar con ellos creyendo que se trataba de una inquietud pasajera. Ya sabes, a veces los padres oyen hablar de estos tratamientos y se imaginan que nuestro único propósito es torturar a su hijo. Entonces se figuran que no hay nada mejor que una terapéutica natural, a base de cosas sencillas como qué sé yo, huesos de albaricoque, por ejemplo. Si el médico se toma la molestia de explicarles la eficacia de la quimioterapia, generalmente vuelven al redil. Pero en el caso de los Swope no ocurrió así. Habían tomado una decisión irrevocable. Permanecí con ellos, tomé tiza y pizarra, les dibujé el gráfico de las estadísticas de curaciones con las cifras que te di. Ese ochenta y uno por ciento se refiere a tumores localizados; cuando se extienden, el porcentaje cae en picado, a cuarenta y seis. Mis palabras no parecieron surtir efecto alguno. Insistí que en el caso de su hijo la rapidez era esencial. Traté de persuadirles con todos mis recursos: los halagué, los llené de lisonjas, les supliqué, les grité, todo en vano. Ni siquiera discutieron. Simplemente se negaron. Dijeron que querían llevarse el niño a casa.

Partió un panecillo desmigándolo y dispuso los fragmentos en semicírculo siguiendo el borde curvo del plato.

—Voy a tomarme unos huevos —anunció.

Llamó una vez más a la camarera. Ella anotó el encargo y me lanzó una furtiva mirada que proclamaba a voces: «Ya estoy acostumbrada».

—¿Tienes idea de cuál ha sido la causa del cambio de actitud? —le pregunté.

—Sí. Tengo dos teorías. La primera, quien ha liado el asunto ha sido Augie Valcroix. La segunda, que esos malditos Acariciadores han envenenado la mente de los padres.

—¿Quiénes has dicho?

Los Acariciadores. Así los llamo yo. Miembros de una condenada secta cuyo cuartel general se halla en las inmediaciones del domicilio de esta familia. Veneran y obedecen a un gurú llamado el Noble Matías y a la comunidad que forman se la conoce por el nombre de La Caricia. Toda esta información la obtuve de la asistenta social —declaró. La voz de Raúl se tiñó de menosprecio al exclamar—: ¡Madre de Dios, Alex, California se ha convertido en asilo y santuario de todos los neuróticos del mundo!

—¿Y esos son naturistas o adeptos a las doctrinas deístas?

—Según la asistenta social, sí. Qué gran sorpresa, ¿verdad? ¡Naturistas! ¡Gilipollas, más bien! ¡Curar las enfermedades con jugo de zanahorias, sopas de salvado y cataplasmas de hierbas hediondas que sólo surten efecto si se aplican a las doce en punto de la noche en que cae la luna nueva! ¿Te das cuenta? La culminación de siglos de progreso científico ¿a dónde nos ha llevado? ¡A la regresión cultural voluntaria!

—Y esos Acariciadores, ¿qué hicieron exactamente?

—En realidad, nada que pueda demostrarse. Lo único que sé es que todo iba sobre ruedas, los padres habían firmado el consentimiento y entonces dos adeptos, un hombre y una mujer, les hicieron una visita y a partir de ahí ocurrió el desastre.

Llegó un plato que contenía un apetitoso revoltillo de huevos acompañado de un bol de salsa amarilla. Recordé la afición de Raúl por la salsa holandesa. Vertió unas cucharadas de salsa sobre los huevos y con el tenedor dividió la ración en tres secciones. Consumió en primer lugar el sector central, luego dio cuenta del derecho y por último desapareció el izquierdo. A continuación, nuevos desmenuzamientos, nueva distribución de las migas.

—¿Y qué tiene que ver tu adjunto en todo esto?

—¿Valcroix? Seguramente más de lo que a primera vista parece. Permíteme que te hable de este personaje. Sobre el papel su historial era realmente convincente: doctorado en medicina por McGill, porque es canadiense francófono, interno durante un largo período de prácticas en la Clínica Mayo, un año de investigación en Michigan. Brillante, como ves. Se aproxima a los cuarenta años, edad superior a la de otros solicitantes para el puesto, y eso me hizo pensar que estaría más maduro. ¡Ya, ya! En la primera entrevista que mantuve con él me causó buena impresión. Me pareció un individuo inteligente, pulcro y aseado. Seis meses después resultó un hippy entrado en años, un niño de las flores trasnochado. No digo que sea tonto, pero profesionalmente es una nulidad. Viste y se expresa como un adolescente procurando ponerse al nivel de los pacientes. Los padres tienen dificultad en comunicar con él y al final los niños se dan cuenta. Además, hay otros problemas. Sé que se ha acostado al menos con la madre de un paciente; de un caso tengo la certeza, y sospecho que ha habido otros más. Tuve que llamarle la atención y cuando le reprendía por su conducta, me miraba como si me hubiera vuelto majareta por censurar semejante insignificancia.

—Un tanto relajado en lo que a ética se refiere.

—Carece de las más elementales normas éticas. A veces estoy convencido de que ha bebido de más o que se droga, pero nunca he podido atraparle. Siempre está preparado, siempre tiene una respuesta a mano. De todos modos, de médico no tiene nada. No es más que un hippy con carrera.

—¿Qué tal se llevaba con los Swope? —pregunté.

—Demasiado bien, diría yo. Era muy amigo de la madre y con el padre tenía la difícil relación que teníamos todos los demás —contestó contemplando la vacía taza de café—. No me extrañaría que quisiera acostarse con la hermana. Es una preciosidad. Pero eso no es lo que más me preocupa —añadió entrecerrando los ojos—. Creo que el doctor August Valcroix en el fondo tiene una debilidad por los curanderos. En las reuniones que celebramos periódicamente los miembros del servicio ha mencionado varias veces que deberíamos mostrarnos más tolerantes con lo que él denomina enfoques alternativos de la asistencia sanitaria tradicional. Creo que pasó cierto tiempo en una reserva india y le impresionaron mucho los hechiceros. El resto del servicio nos guiamos por los avances que publica el New England Journal y él anda haciendo propaganda de la eficacia de los brujos y de los remedios a base de polvo de serpiente. Increíble —declaró subrayando el comentario con una mueca de desagrado—. Cuando me comunicó que los padres habían decidido llevarse al niño para evitar el tratamiento, noté que le producía una perversa satisfacción.

—¿Crees que intervino de algún modo saboteando tus indicaciones?

—¿El enemigo dentro de mis propias filas? —replicó. Reflexionó unos instantes y repuso—: No, abiertamente no creo que lo hiciera. Lo que sí creo es que no apoyó debidamente la necesidad y eficacia del tratamiento. Pero, Alex, yo no dirijo un seminario de filosofía abstracta. Yo tengo bajo mi responsabilidad a un niño afectado por una grave enfermedad que puede tratarse y curarse, y ellos lo que pretenden es impedirlo a toda costa. ¡Es, es… un asesinato!

—Podrías denunciarles, ¿sabes? —sugerí.

—Ya he consultado el caso con el asesor jurídico del hospital —respondió asintiendo con tristeza— y cree que podríamos ganar. Pero sería una victoria pírrica. ¿Recuerdas lo que ocurrió con el caso de Chad Green? Era un niño que sufría leucemia, los padres lo sacaron del Pediátrico de Boston y huyeron a México en busca de Laetrile. Al final se convirtió en un número de circo. La prensa y los medios de comunicación se apoderaron del caso presentando a los padres como héroes y al hospital y a los médicos como si fueran el lobo feroz. Al final, entre fallos judiciales, sentencias, recursos y aplazamientos, el niño no llegó a recibir tratamiento y murió.

Raúl se oprimió las sienes con los dedos. Le latían las venas y cerró los ojos de dolor.

—¿Jaqueca?

—Empieza. Pero tengo mi propio remedio —añadió conteniendo el aliento. Se le contrajo el estómago y tras expulsar el aire dijo—: quizá tenga que acabar por denunciarles, pero quiero evitarlo como sea. Por eso te he llamado, amigo mío —se inclino hacia adelante y colocó la mano sobre la mía. La noté inusitadamente caliente y algo húmeda—. Habla con ellos Alex. Emplea todos los recursos que tengas a tu alcance. Ruégales, suplícales, hazles ver las consecuencias de su conducta.

—Tarea difícil —repliqué.

Raúl apartó la mano y sonrió.

—Como todas las que desempeñamos aquí —contestó.