25

Me dirigí hacia la puerta con la punta del rifle conminándome a avanzar mediante ligeros toquecitos en la espalda.

—Ábrala despacio y con cuidado —me ordenó Carmichael—. Mantenga las manos sobre la cabeza y mire hacia delante.

Le obedecí con mano temblorosa y oí el rumor de la cortina al correrse y la voz de Nona.

—¿Qué necesidad hay de hacerle daño, Doug?

—Vuelve dentro y deja que yo me encargue de esto.

—Pero ¿y si resulta que tiene razón? Woody está muy mal; está ardiendo…

—¡Te he dicho que de esto me encargo yo! —replicó él perdiendo repentinamente la paciencia.

La respuesta de ella, invisible para mí, le hizo suavizar el tono.

—Lo siento, hermana. Ha sido muy duro y estamos todos muy tensos. Cuando acabe, nos relajaremos y tomaremos un poco de B12. Luego te enseñaré cómo hacer que le baje la fiebre al chavalín. Dentro de dos semanas se habrá repuesto y nos largaremos. El mes que viene te estaré enseñando a dominar las olas.

—Doug, yo… —comenzó a decir. Rogué para que siguiera pidiendo clemencia por mí y lo distrajera lo justo para poder echar a correr. Pero se interrumpió a media frase. A sus sordas pisadas siguió el susurro de la cortina.

—Camine —dijo Carmichael, que, molesto por aquella muestra de rebeldía, expresó su enfado clavándome el frío acero en el riñón.

Abrí la puerta y salí a la oscuridad. El hedor químico que flotaba en el aire me pareció más intenso y más pronunciada la desolación de aquel llano. Los oxidados armazones de las máquinas abandonadas, pasivos y silenciosos, parecían gigantescos esqueletos desperdigados por aquella devastada extensión. Era un lugar demasiado feo para morir.

Carmichael me obligó a avanzar por el corredor formado por las hileras de bidones. Mi vista saltaba de un lado a otro buscando un resquicio por donde escapar, pero las elevadas barricadas de metal eran despiadadamente compactas.

A poca distancia del final del pasillo mi verdugo comenzó a ofrecerme opciones.

—Puedo matarlo estando usted de pie, arrodillado o tendido en el suelo, como hice con los Swope. O, si quedarse quieto le parece excesivo, puede ponerse a correr y hacer un poco de ejercicio para no pensar en lo que le espera. No voy a decirle cuántos pasos le daré de margen y así podrá imaginarse que es una carrera normal y corriente, que está corriendo una maratón. A mí correr me coloca; a lo mejor a usted también le pasa ahora. Esto que tengo en las manos es de mucho calibre, de modo que no se preocupe, no sentirá nada, sólo una especie de embestida.

Se me doblaron las rodillas.

—Vamos, hombre, no se derrumbe —dijo—. Un poco de elegancia.

—Matarme no le servirá de nada. La policía sabe que estoy aquí. Si no vuelvo, vendrán a cientos.

—Que vengan. En cuanto lo haya quitado a usted de en medio nos iremos.

—El niño no puede viajar en esas condiciones. Va usted a matarlo.

Me clavó el rifle con fuerza.

—No me hacen ninguna falta sus consejos. Sé decidir por mí mismo.

Caminamos en silencio hasta alcanzar la boca del pasadizo metálico.

—Bueno, ¿cómo lo prefiere? —preguntó—. ¿Quieto o corriendo?

Frente a mí se abría una extensión de cien metros de terreno llano y vacío. La oscuridad me proporcionaría cierta protección si salía a todo correr, pero no la suficiente como para impedir que se me distinguiera. Más allá se veían montones de chatarra, bobinas de cable y la torre tras la que había ocultado el Seville. Magro refugio, pero si lograba ponerme a cubierto entre los desechos, obtendría algo de tiempo para pensar…

—No tenga prisa —dijo Carmichael, magnánimo, saboreando su protagonismo.

Él ya había representado aquella escena anteriormente y se esforzaba por mostrarse frío y no perder el dominio de la situación. Pero yo sabía que era tan inestable como la nitroglicerina y que podía explotar si lo provocaba. La cuestión era distraerlo lo suficiente como para que bajara la guardia y entonces salir volando. O atacar. Era una jugada a vida o muerte, porque un súbito arrebato de ira podía fácilmente hacerle tirar del gatillo. Pero, tal como estaban las cosas, no había mucho que perder y la idea de ofrecerme sumisamente a ser sacrificado me resultaba condenadamente desagradable.

—¿Se ha decidido?

—Este jueguecito es una gilipollada, Doug, y usted es consciente de ello.

—¿Qué?

—Digo que es usted un gilipollas.

Me hizo girar en redondo al tiempo que emitía un gruñido, arrojó el rifle a un lado y me agarró con fuerza de la camisa, a la altura del pecho. Entonces alzó el hacha y la mantuvo suspendida en el aire.

—Si se mueve lo corto a rebanadas. —Resollaba de ira y tenía el rostro reluciente de sudor. De su cuerpo emanaba un olor animal, felino.

Le golpeé con la rodilla en la ingle. Él dejó escapar un grito de dolor y aflojó el puño automáticamente. Yo me solté de un tirón, caí al suelo y corrí a gatas hacia atrás, lastimándome las palmas y las rodillas. Al tratar de levantarme, apoyé el pie en algo cilíndrico. Un gran muelle metálico. Me bamboleé, me erguí y caí de espaldas.

Carmichael arremetió contra mí jadeando como un chiquillo en pleno berrinche. El filo del hacha emitió un destello a la luz de la luna. Al recortarse contra la negrura del cielo parecía inmensa, ficticia.

Me giré hacia un lado y me aparté de él.

—Es usted un bocazas —dijo entre jadeos—. Y no tiene la menor elegancia. Le estaba ofreciendo la oportunidad de acabar de la forma más simple. Quería portarme bien con usted, pero no ha sabido apreciarlo. Ahora le va a doler, porque voy a usar esto —recalcó su amenaza agitando el hacha—. Voy a hacerle pedazos poco a poco. Al final me suplicará que le meta una bala en la cabeza.

Una figura surgió de detrás de los bidones.

—Deja eso, Doug.

El sheriff Houten, elegante y apuesto, se plantó en el claro con el Colt 45 extendido hacia adelante.

—Déjalo —repitió alzando el arma hasta la altura del pecho de Carmichael.

—No te metas, Ray —repuso el rubio—. Tengo que acabar lo que empezamos.

—De esta forma no.

—Es la única forma de hacerlo.

El policía negó con la cabeza.

—Acabo de hablar con un colega mío llamado Sturgis, de la Brigada de Homicidios de Los Ángeles. Está haciendo averiguaciones sobre el doctor. Parece ser que alguien quiso dispararle ayer por la noche y se equivocó de hombre. Al día siguiente el doctor desapareció. Están removiendo cielo y tierra para encontrarlo. Se me ocurrió que quizá podría haber acabado viniendo aquí.

—Quiere dividir mi familia, Ray. Tú mismo me advertiste que tuviera cuidado con él.

—Estás confundido, muchacho. Te dije que había preguntado por la carretera para que buscarais otro sitio en donde esconderos, pero no para incitarte a matarlo. Ahora tira ese hacha y hablaremos de ello con calma.

El sheriff mantuvo firme la pistola y bajó la vista hacia mí.

—Eso de ponerse a husmear por estos alrededores ha sido una estupidez, doctor.

—Me pareció mejor que quedarme esperando a que me mataran. Y, además, en ese remolque hay un niño que necesita asistencia médica.

Negó de nuevo, agitando la cabeza con furia esta vez.

—Ese niño va a morir.

—No es cierto, sheriff. Puede curarse.

—Lo mismo dijeron de mi mujer. Les dejé que la llenaran de veneno y el cáncer la devoró igualmente. —Volvió su atención hacia Carmichael.

—Te apoyé hasta cierto punto, Doug, pero esto ha ido demasiado lejos.

Se miraron fijamente durante unos instantes. Yo aproveché para rodar sobre mí mismo y ponerme fuera del alcance del hacha.

Carmichael me vio y blandió su arma.

El cañón del 45 escupió un fogonazo y Carmichael saltó hacia atrás gritando de dolor. Se llevó una mano al costado y de entre sus dedos comenzaron a brotar regueros de sangre. Lo insólito era que la otra mano continuaba asiendo el hacha.

—Me… me has hecho daño —balbuceó, incrédulo.

—Sólo es una rozadura —repuso Houten sin alterarse lo más mínimo—. No te vas a morir de esto. Y ahora suelta esa puñetera hacha de una vez, muchacho.

Yo me puse en pie y traté de acercarme muy lentamente al rifle, manteniéndome siempre a distancia del rubio.

La puerta del remolque se abrió, inundando el sendero de luz blanca y fría, y Nona salió de él y echó a correr hacia nosotros llamando a gritos a Carmichael.

—¡Coge el rifle, hermana! —gritó a su vez el herido apretando las mandíbulas para resistir el dolor. La mano que sujetaba el hacha le temblaba con violencia. La que mantenía a su costado estaba cubierta de rojo brillante desde la muñeca hasta las yemas de los dedos. La sangre le corría viscosa sobre los nudillos y caía al suelo en gruesas gotas.

La muchacha se detuvo junto a Carmichael y observó atónita la flor encarnada que había brotado y crecía a ojos vistas a los pies de este.

—¡Lo has matado! —chilló, y se echó sobre Houten soltando golpes a diestro y siniestro. Él la contuvo con el brazo extendido y sin dejar de apuntar a su oponente. Nona seguía golpeando con rabia ciega, pero no lograba infligir el menor daño al policía. Finalmente, Houten se la quitó de encima de un empujón y ella perdió el equilibrio y cayó.

Yo avancé un poco más hacia el rifle.

Nona se puso de pie.

—¡Cabronazo asqueroso! —gritó—. ¡Tenías que ayudarnos y ahora lo has matado! —Houten, impertérrito, siguió sin prestarle atención. Ella se arrojó de súbito a los pies de Carmichael—. No te mueras, Doug, por favor. Te necesito tanto…

—¡Coge el rifle! —exclamó él por toda respuesta.

Ella levantó la vista hacia él con rostro inexpresivo, asintió y se dirigió hacia el arma. La tenía más cerca que yo; no había tiempo que perder. Cuando se agachó para recogerla, yo me lancé de cabeza para adelantarme a ella.

Carmichael me vio por el rabillo del ojo, giró sobre sí mismo y trató de alcanzarme el brazo con el hacha. Yo salté hacia atrás. Él dejó escapar un quejido y, con la herida sangrándole copiosamente, descargó otro golpe que no acertó por centímetros.

Houten se encorvó, sujetó el revólver con las dos manos y disparó a Carmichael en la nuca. La bala le salió por la garganta. Él se agarró el cuello con una mano, aspiró una bocanada de aire, emitió un gorgoteo y se desplomó.

La muchacha levantó el rifle del suelo, lo sostuvo en sus brazos con destreza y se quedó mirando fijamente el cuerpo que yacía en el suelo. Los miembros de Carmichael se agitaron espasmódicamente. Paralizada por el horror, ella observó las convulsiones hasta que cesaron. Su cabello, suelto ahora, ondeaba impulsado por la brisa nocturna; tenía los ojos asustados y llorosos.

Los intestinos de Carmichael se abrieron con una ventosidad. Sus hermosos rasgos se endurecieron. Ella alzó la vista, me apuntó con el arma, negó con la cabeza y giró hasta encañonar al sheriff.

—Eres como los demás —le espetó con desprecio.

Antes de que el otro pudiera responder, ella volvió su atención hacia el cadáver y comenzó a hablar con vocecita aguda y monótona.

—Es como los demás, Doug. No nos ayudaba por bondad, porque estuviera de nuestro lado, como tú creías, sino porque el muy cabrón es un cobarde. Tenía miedo de que yo contara sus sucios secretos.

—Calla, niña —advirtió el sheriff, pero ella no le hizo caso.

—Me follaba, Doug, como todos esos otros viejos asquerosos con sus pollas repugnantes y sus huevos caídos, cuando yo no era más que una niña, después de que el monstruo me desvirgara. El recto e incorruptible brazo de la ley —añadió con una sonrisa burlona—. Le ofrecí una pequeña muestra de lo que sabía hacer y se le hizo la boca agua. No podía pasar un sólo día sin hacerlo, en su casa, en el coche… Me recogía cuando volvía de la escuela y me llevaba al bosque. ¿Qué opinas ahora de nuestro viejo amigo, Doug?

Houten le gritó que se callara, pero su voz carecía de convicción y él parecía haberse venido abajo, pues, a pesar de la enorme pistola que empuñaba, tenía aspecto desvalido.

Ella continuó dirigiéndose entre sollozos al cadáver.

—Tú eras tan bueno y confiado, Doug… Creías que era amigo nuestro, que nos ayudaba a escondernos porque tampoco le gustaban los médicos… Porque nos comprendía. Pero no era así, en absoluto. Nos habría abandonado al momento, pero yo le amenacé con contarlo todo, con decirle a todo el mundo que me follaba. Y que me dejó preñada.

Houten bajó la vista hacia el Colt y por unos instantes su mente albergó un pensamiento terrible, pero lo rechazó.

—Nona, no…

—Cree ser el padre de Woody, porque eso le he estado diciendo todos estos años. —Acarició el rifle y dejó escapar una risita—. Claro que puede que le estuviera diciendo la verdad y puede que no. Puede incluso que yo ni siquiera lo sepa. Nunca nos hemos hecho análisis de sangre para averiguarlo, ¿verdad, Ray?

—Estás loca —repuso el sheriff—. Te van a encerrar. —A mí—: Está loca. Se da cuenta ¿no?

—¿Sí? —Nona apoyó el dedo en el gatillo y sonrió—. Supongo que de eso sabes mucho, de niñas locas como la gorda y chalada de María, siempre sola, sentada en un rincón, balanceándose y escribiendo poemas estúpidos y sin sentido. Hablando sola y meándose en las bragas como si fuera una niña de teta. Ella sí que estaba loca, ¿eh, Ray? Gorda, fea y como una verdadera cabra.

—Cierra la boca.

—¡Cierra tú la tuya, hijo de puta! —replicó ella a gritos—. ¿Quién coño eres tú para decirme lo que tengo que hacer? Me follabas cada día y sin darte ninguna prisa, bien despacito. Me metiste tu asquerosa leche dentro y me preñaste. Quizás —añadió con una sonrisa y enarcando las cejas al mismo tiempo—. Al menos, eso es lo que le dije a la loca de María. Tenías que haber visto cómo me miró con esos ojitos de cerdita que tenía. Se lo expliqué con todo detalle; le conté cómo te ponías cuando perdías la cabeza y me pedías más. A la pobre debió de afectarla, porque al día siguiente cogió una cuerda y…

Houten profirió un alarido y se abalanzó sobre ella.

Nona se rio de él y le disparó en la cara.

Se arrugó como papel mojado. Ella se le acercó y volvió a tirar del gatillo. Se preparó para el retroceso y le metió otra bala en el cuerpo.

Yo le separé los dedos del rifle y lo dejé caer entre los dos cadáveres. No opuso resistencia. Apoyó la cabeza en mi hombro y me dedicó una encantadora sonrisa.

La rodeé con el brazo y me puse a buscar el todo terreno del sheriff. No me costó encontrarlo. Houten lo había dejado junto al agujero de la valla. Sin quitarle la vista de encima a ella, me serví de la radio para efectuar las correspondientes llamadas.