Capítulo Diez

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Al igual que en el resto del hotel, a Ryan también le conocen en el restaurante. Nada más entrar por la puerta se nos acerca un hombre de aspecto distinguido con las sienes plateadas y un porte perfecto.

El lugar en sí es bonito, como todas las demás partes del hotel que he visto. El revestimiento de madera es de caoba oscura y las mesas están cubiertas con mantelerías de un blanco inmaculado. Unas sillas de aspecto robusto y cómodo, tapizadas de cuero de un cálido tono rojo, rodean las mesas.

De las paredes cuelgan atractivas pinturas hiperrealistas que representan botellas de vino y copas, todas ellas enormes y llenas de colorido. La iluminación es tenue pero no demasiado oscura, y la acústica es lo suficientemente buena como para oír a tus compañeros de mesa, pero no tan buena como para poder escuchar lo que dicen en la mesa de al lado. Y lo mejor de todo es que huele increíblemente bien.

—Señor Hunter, me alegro de verle de nuevo. ¿Su mesa de siempre?

—Esta noche no, Stephen. La señora y yo desearíamos un poco de intimidad. ¿Está libre la mesa doce?

—Sí, señor —contesta Stephen, guiándonos hasta una mesa situada en la parte trasera del restaurante desde la que se puede ver el resto de la sala, pero que ofrece una buena dosis de intimidad. Me parece una mesa perfecta para una cita.

Ryan pide vino y ostras abiertas en su concha y Stephen asiente con la cabeza antes de dejarnos solos.

—Si esta no es tu mesa —empiezo a decir en cuanto Stephen está fuera del alcance del oído—, ¿dónde sueles sentarte con tus mujeres? —le añado a mi voz un tono burlón, pero la verdad es que quiero saberlo. No estoy celosa, la verdad, pero sí siento gran curiosidad.

—Nunca he traído a ninguna mujer aquí —dice.

— ¿Porque siempre estás trabajando cuando vienes a Starfire?

—No, puedo utilizar la suite siempre que quiera —responde.

—¡Ah! — exclamo, porque este dato me parece sumamente fascinante.

Se inclina y me besa suavemente en los labios.

—Nunca he traído a ninguna mujer —explica— porque nunca ha habido ninguna mujer a la que quisiera traer.

Hago un esfuerzo para no sonreír como una tonta. Después de todo, el historial amoroso de Ryan no debería interesarme en lo más mínimo, no ahora, no cuando voy a regresar a Texas dentro de pocos días.

Todo esto es verdad, pero no puedo negar la sensación de deleite que me recorre la espalda y me hace sentir un cosquilleo en todo el cuerpo al saber que, al menos en lo que a esta pequeña cosa se refiere, para él yo soy única y especial.

Carraspeo para no mostrar mi deleite.

—No me había dado cuenta de que antes de mí habías sido célibe —le tomo el pelo.

— ¿Busca usted cumplidos, señorita Archer? —pregunta— ¿Debería sentirme halagado?

— ¿Halagado? —pregunto, frunciendo el ceño.

Me pasa la mano por la pierna y eso hace que la seda del vestido me roce provocativamente la piel.

—Porque estás celosa de las demás mujeres con las que he salido.

Me paso la lengua por los labios. Siento las piernas calientes y cosquilleos en mi sexo.

—No estamos saliendo.

—Tienes razón. Déjame que reformule la frase. ¿Estás celosa de las demás mujeres a las que me he tirado?

¿Qué demonios? pienso, y entonces contesto:

—Sí —digo con audacia—, lo estoy.

—Bien —sonríe triunfante, me aprieta el muslo con los dedos, se inclina y me besa en la mejilla—. Te voy a decir un secreto, gatita. He estado con muchas mujeres, pero tú eres la primera que ha logrado calarme hondo.

Siento una oleada de frío al oír sus palabras, como una víctima al entrar en estado de shock, pero no creo que esto sea miedo, sino dulce, deliciosa y aterradora esperanza.

—Ten cuidado —le digo rápidamente, antes de que tenga la oportunidad de estudiar mi silencio— o vas a romper las reglas y vas a descentrarme.

—De ninguna de las maneras —dice—, pero me pregunto si no debería ser yo quien esté celoso.

—Tal vez sí —replico en tono frívolo—, me he tirado a un montón de hombres.

Las palabras me salen con facilidad. Demonios, con él todo resulta fácil. Tal vez sea porque sé que se trata de algo temporal que acabará en cuanto lleguemos a Dallas, o tal vez sea porque se trata de Ryan. Tal vez sea porque empezamos como amigos, aunque en algún rincón secreto de mi ser quisiera que fuéramos mucho más que eso, pero solo sé que me siento muy cómoda con él.

Ryan estudia mi cara con expresión inquisidora.

— ¿Y cuántos de ellos han significado algo para ti? Me refiero a esos hombres que te has tirado.

—Tres —digo con ligereza—, el primero porque era un verdadero amigo y jamás deberíamos haber sido tan tontos. El segundo pensé que iba en serio, pero me equivoqué. Pensé que me había partido el corazón, pero todo lo que hizo fue herir mi orgullo.

—Tu amigo Ollie —dice Ryan—. ¿Y el segundo es el actor de cine gilipollas?

—Sí, Bryan Raine, extraordinariamente repugnante.

— ¿Y el tercero?

Le miro sin contestar. En su lugar, me limito a sonreír y tomo un sorbo de vino. Creo que me ha entendido, pero casi tiene una expresión triste al decirme:

—Quemas hombres como si fueran cerillas, gatita. ¿Qué esperas encontrar?

—No lo sé —respondo meneando la cabeza, pero lo que hubiera querido decir es “a ti”.

Llega una camarera con una botella de vino y después de que Ryan lo prueba, nos sirve una copa a cada uno. Me muero de ganas de tomar un sorbo, pero antes de que pueda hacerlo, Ryan entrelaza sus dedos con los míos.

—Tal vez no necesites ir a Texas, ni tu plan. Tal vez lo único que necesites es encontrar a un hombre que te motive.

—Tal vez —digo, encogiéndome de hombros—, no lo sé. Tomo decisiones equivocadas.

—Antes sí —replica—, pero, ¿cuánto tiempo vas a seguir utilizando esta excusa como escudo para tus miedos?

—Yo no tengo miedo.

—Y tanto que lo tienes. Tienes miedo de mí. Tienes miedo de quedarte.

Desvío la mirada porque tiene razón.

—Eso es otra cosa.

No me contesta, probablemente porque sabe que tiene razón y que mi excusa no es más que eso, una excusa.

Retiro la mano para soltarme y bebo un sorbo de vino.

—Mi aspecto es lo que más miedo me da —digo. No es el tipo de cosa que suelo compartir, pero tengo muchas ganas de sentirme cerca de este hombre, lo cual es una tontería, porque estoy a punto de dejarle, pero no puedo negar que eso es lo que quiero.

Me dedica una sonrisa dulce y sincera.

—Tu aspecto no tiene nada de espantoso, gatita.

Le devuelvo la sonrisa porque sé que está intentando tranquilizarme.

—Ya sé que me encuentras mona —digo.

—Hermosa —me corrige.

—Bueno, no importa, porque creo que de verdad me ves así, pero la mayoría de la gente… —mi voz se apaga y me encojo de hombros— Siempre tenía miedo de que nadie se diera cuenta de que existía, de que solo vieran la parafernalia —añado tomando otro sorbo de vino—. Muchos chicos me han hecho daño una vez que me daba cuenta de que no les importaba un comino lo que tenía en la cabeza. Solo les interesaban mi cara, mis tetas y mi cuerpo colgado de su brazo.

Ryan me coge la mano y me la estrecha.

Me encojo de hombros.

—No importa. Me di cuenta muy pronto y entonces le di la vuelta al asunto y lo convertí en un arma. De todos modos nunca llegaron a conocerme de verdad, así que al final decidí que si yo tenía eso, lo mejor que podía hacer era aprovecharlo —digo con una leve sonrisa—. Creo que es mejor ser pragmática.

—Quizá sí, pero no se puede negar la verdad, y la verdad es que eres hermosa. Eso no es ninguna maldición, ni es ninguna arma. He visto algunas de las fotos que te ha sacado Nikki y captada por una cámara eres verdaderamente excepcional. Pero no porque tengas esos increíbles pómulos o el tipo de boca que un hombre querría ver alrededor de su polla —dice Ryan, haciéndome sonreír—. Tú tienes brillo y luz propia, Jamie, cuando entras en una habitación, tú…

— ¿Cómo lo haces? —le pregunto.

— ¿El qué?

—Hacerme sentir especial.

Su sonrisa es tan dulce que hace que se me ensanche el corazón.

—Quizá tú seas especial.

Levanta la mano y Stephen se acerca, esta vez llevando una caja plana y cuadrada envuelta en papel plateado.

—Te he comprado una cosa —me dice Ryan. Coge la caja de manos de Stephen y la coloca frente a mí—. Ábrela.

—Ryan… —Parece como si no pudiera dejar de sonreír. Cojo la caja y la acerco a mí. Es un estuche de joyería, con la tapa envuelta por separado respecto a la parte inferior. Solo tengo que deshacer el lazo y levantar la tapa. En su interior, encima de un lecho de papel de seda, está el impresionante collar de plata, y de la anilla del centro cuelga ahora un precioso candado de plata.

Ryan acaricia el candado con la yema del dedo.

—Porque quiero encerrarte y quedarme contigo. Porque siempre voy a tenerte bien guardada en mi corazón. Elige lo que quieras, Jamie, ambas cosas son igualmente ciertas.

Sus palabras hacen que las lágrimas asomen a mis ojos, así que intento concentrarme únicamente en el regalo.

—Es increíble, gracias.

— ¿Vas a ponértelo?

Me acuerdo de lo que hemos dicho en la tienda, que llevarlo significa que le pertenezco.

—Sí, me lo voy a poner.

Me ayuda a abrochármelo. Al principio tengo una sensación rara. Tengo unas cuantas gargantillas, aunque no las llevo muy a menudo, pero sé que voy a acostumbrarme a esta. Es más, casi casi me gusta sentirla en contacto con mi piel. Me recuerda lo que soy, a quién pertenezco.

— ¿Te gusta?

No tengo espejo, me he dejado el bolso en la habitación, pero lo toco con la mano y me imagino cómo me queda. De todos modos, no es eso lo que importa, y al darme la vuelta para mirarle sonrío.

—Pues claro que sí —contesto—, me convierte en tuya.

Veo el calor que se agolpa en sus ojos al acariciarme la mejilla.

—Sí, así es —me dice.

Me inclino para besarle, pero me interrumpe la llegada de la camarera con las ostras. Ryan me mira y el brillo que hay en sus ojos solo podría describirse como diabólico.

—No pensé en preguntártelo —dice—. ¿Te gustan las ostras?

—En realidad nunca las he probado —reconozco—, en todo caso, nunca crudas.

— ¿De veras?

—Es triste, ¿no? —digo con tono afligido— ¡He vivido un vida tan protegida y poco aventurera!

—Muy pura y protegida —dice.

Sonrío.

—En cualquier caso, ya es hora de añadirle un poco de aventura, y estoy seguro de que te van a gustar. ¿Confías en mí?

—Ya sabes que sí —replico en tono absolutamente serio.

Clava sus ojos en los míos y lo que veo en ese azul tan brillante me da calor.

—Me alegro mucho de oírte decir eso —dice.

Las doce ostras están artísticamente dispuestas en una bandeja, rodeando una media concha llena de salsa roja.

—Abre la boca —ordena, hundiendo una cucharita en la salsa y luego mojando ligeramente la ostra con ella—. Cuentan que Casanova comía cincuenta de estas para desayunar todos los días —añade en voz baja y firme.

Hago lo que me dice y abro la boca, pese a que la verdad es que no sé lo que me espera. Sin embargo confío en él, es más, deseo este momento.

Sus ojos nunca se apartan de los míos mientras levanta la concha hasta mis labios.

—Eso es. Ahora sórbela y limítate a dejar que se deslice por tu garganta. Oh, Dios mío, Jamie, me vas a matar —añade cuando hago lo que me pide y luego uso la punta de la lengua para lamer hasta la última gota de salsa.

—Deliciosa —susurro, pero ni yo estoy segura de si me refiero a la ostra, o a la situación.

— ¿Sabes lo que dicen de las ostras? —Pregunta Ryan mientras se lleva otra ostra a la boca—. ¿Por qué un hombre como Casanova comía tantas?

— ¿Por qué no me lo dices? —replico, aunque lo sé perfectamente.

—Dicen que las ostras son afrodisíacas —responde, cogiendo otra.

— ¿Eso dicen? —Cojo otra ostra y le pongo salsa. Me la llevo a la boca y la sorbo despacio, mientras me mira con un deseo tan intenso reflejado en el rostro que es un milagro que no me haga pedazos.

Trago la ostra y sonrío con dulzura, indicándole la bandeja.

—No estoy segura de si debería sentirme halagada porque quieras seducirme, o insultada porque necesites tanta ayuda para intentarlo.

—Créeme —dice Ryan—, no hay nada que pueda hacer por mí un afrodisíaco a estas alturas que no esté haciendo mejor el hecho de tenerte a mi lado.

Capto la nota de malicia en su voz y eso hace que un escalofrío me recorra la columna vertebral.

—Me alegro mucho de oír eso —le digo.

Toma un sorbo de vino.

—Ahora quiero que hagas algo por mí.

Entorno los ojos con cautela.

— ¿Qué?

—Quítate las bragas.

Arqueo las cejas.

—Hum, no.

Ladea la cabeza con expresión severa.

—Creo recordar que habíamos llegado a un acuerdo en cuanto a las normas.

—Mi respuesta sigue siendo no —insisto—, no porque me sienta rebelde, sino porque no llevo.

Veo un destello en su mirada que me indica que le he sorprendido.

—Oh, ¿de veras? Bueno, en ese caso…

La mano que estaba en mi muslo se mueve hacia arriba y sus dedos se deslizan hacia el interior del bolsillo secreto. Sin embargo, jadeo al sentir el tacto tibio de las yemas de sus dedos en mi muslo desnudo.

Me vuelvo sorprendida.

— ¿Qué… cómo…?

—La verdad es que no le encontraba razón de ser a un bolsillo, cuando era mucho más cómodo sin esa costura —explica con una sonrisa pícara—. Acceso libre.

—Pero…

Con la otra mano me hace callar apoyándome un dedo en los labios.

—Separa las piernas —me dice.

—Estamos en un restaurante.

—Entonces espero que cuando te corras puedas abstenerte de gritar.

—Ryan… —digo, pero pese a que mi tono es de protesta, mis actos no lo son. Separo las piernas y cuando su mano se desliza hacia abajo y se encuentra con que ya estoy húmeda y excitada, Ryan emite un silbido quedo.

—A ti te gusta esto tanto como a mí —afirma—, correrte en público, saber que eres mía, que puedo tocarte en cualquier lugar y hacer que te corras para mí en cualquier lugar.

Sus dedos se deslizan por mi cuerpo, estoy húmeda… tan húmeda que no puedo negar la veracidad de sus palabras.

Se acerca una camarera a comprobar cómo va con el vino y nos pregunta si queremos pedir la cena. Me las arreglo para sonreír educadamente y mientras tanto los dedos de Ryan no dejan de acariciarme, de penetrarme y de llevarme más alto, más alto.

Como para atormentarme, le pide que nos diga cuáles son los platos especiales, y mientras lo hace meto la mano debajo de la mesa y me agarro la rodilla, intentando reprimir el impulso de retorcerme, de obligarle a mover la mano más de prisa, de apretar más y de llevarme más allá.

En cuanto se marcha la camarera, me dirijo a él y le espeto: “¡Cabrón!”, pero él captura mis labios en un beso y me susurra: “Córrete, córrete ahora, gatita,” empujando los dedos muy hondo dentro de mí.

Agarro el borde de la mesa y miro fijamente al vacío, esperando que mi cuerpo no se mueva mientras las oleadas del orgasmo me sacuden. Es como si toda esa energía, toda esa explosión, se quedara centrada en mi coño, y mi cuerpo se contrae una y otra vez en torno a sus dedos, que están dentro de mí, en secreto, ocultos debajo de mi falda y debajo del mantel de este restaurante tan elegante de cinco estrellas.

—Te odio —le digo cuando bajo de las alturas.

—No, no me odias —replica, y tras una pausa saca la mano de debajo de mi vestido—. Tengo otro regalo para ti —añade.

Decido que es más seguro no preguntar. Se mete la mano en el bolsillo y saca un rollo de cinta con un gancho en un extremo.

— ¿Qué es eso?

—Una correa —contesta con un brillo en la mirada—. Pasará por esa anilla aunque lleves el colgante del candado en el collar.

—De acuerdo —digo con una sonrisa audaz—, átala y luego condúceme de vuelta a la habitación y fóllame como Dios manda. Pero tú trabajas aquí, Ryan. Me pregunto qué pensará la gente.

—Probablemente que soy el hombre más afortunado de Las Vegas, pero está bien lo que has dicho. —Extiende la mano y engancha la cinta en el collar y la deja colgando, metiéndome el extremo en el escote para que quede escondido debajo de la falda.

—Aun así, la gente se dará cuenta —digo, arqueando una ceja.

—Deja que se den cuenta.

Me paso la lengua por los labios, todavía excitada y más que dispuesta a seguir adelante.

—Ryan, ¿qué te parecería si nos saltáramos la cena?

—Cariño, no me importaría en absoluto —contesta riendo.

Espera hasta que salimos del ascensor y recorremos el pasillo hasta el ático para sacar la correa, pero cuando lo hace me gusta. La idea de pertenecerle me causa placer, y me reconforta saber que él está ahí, que puedo confiar en él, acudir a él, hablar con él.

Siento una punzada de pesar al recordar que esto solo es algo temporal, pero la aparto resueltamente. Ahora mismo solo vivo el momento, solo vivo nuestro acuerdo.

Me detengo en el umbral pese al tirón de la correa. Se vuelve a mirarme con una burlona expresión de desaprobación reflejada en la cara y sonrío.

—Por favor, señor —le digo, mirando cómo dibujan sus labios una sonrisa divertida—, ¿me lleva a la ventana?

Lo hace y nos quedamos juntos mirando el horizonte de Las Vegas brillantemente iluminado.

—Todas las mujeres del mundo —empiezo a decir—, podrías tenerlas a todas y lo sabes.

—A todas no —replica—, probablemente solo al noventa por ciento, al noventa y cinco por ciento como máximo.

Sonrío y a continuación me pongo seria.

—Y me elegiste a mí.

Se sitúa detrás de mí, me pone las manos en los hombros y me besa en la parte superior de la cabeza.

—No, gatita, nos hemos elegido el uno al otro.

Me doy la vuelta y vuelvo a mirar por la ventana.

—Sí, es verdad —digo, mirando nuestra imagen reflejada en el cristal.

Ladeo la cabeza y le sonrío, deslizando mis dedos por la gargantilla y la correa hasta su mano.

—Bueno, y ahora que me has traído aquí, ¿qué piensas hacer conmigo?

—Oh, creo que ya se nos ocurrirá algo —dice, desabrochándome el cuello del vestido y bajándome la cremallera de la espalda. Cae a mis pies como una telaraña de gasa, dejándome desnuda salvo por el collar de plata, el candado, la correa de cinta roja y las sandalias de tacón de siete centímetros.

—Esta sí que es una imagen preciosa —exclama.

Tira de la correa y me atrae hacia sí. Caigo en sus brazos riéndome y me quito los zapatos de una patada.

—Tal vez solo voy a hacer que me sirvas vino y queso así.

—Lo haría, pero creo que puedes hacer algo mejor.

—Oh, yo también lo creo —dice, y desengancha la correa. Coge la cinta y la enrolla en sus manos.

—Date la vuelta, Jamie —me ordena, y obedezco gustosa—. Ahora cierra los ojos.

Lo hago, y entonces siento el suave roce de la cinta al enrollarla en torno a mis ojos: una, dos, tres veces, hasta que es por lo menos tan efectiva como una venda tradicional. Luego tira de mí hacia abajo y me hace tumbar en una suave alfombra de piel.

Espero que me toque, pero no lo hace, o al menos no al principio. Luego noto un movimiento sutil en el aire y oigo tintinear el hielo en un vaso.

— ¿Te gusta el bourbon, gatita? —pregunta, y cuando asiento me encuentro con su dedo en el labio. Lo chupo y lo succiono, y oigo cómo cambia el ritmo de su respiración al aumentar su excitación.

Extrae el dedo con delicadeza y me lo pasa por el estómago, bajando hacia el vientre. Cuando llega al ombligo arqueo la espalda, sorprendida por el rápido y frío sobresalto de un cubito de hielo.

—Eres deliciosa —dice, y me echo a temblar, sensibilizada, mientras se abre paso a lametones y besos y me chupa el ombligo, y la sensación me hace perder la cabeza.

—Quiero hacerte el amor —me dice, y hay tanta dulzura en su voz que es como si me llegara al corazón y me lo estrechara.

Le busco con las manos, pero simplemente dice “No” y retiro los brazos.

—Todavía no, no hasta estar seguro de que tú estás lista.

—Estoy lista. Siempre estoy lista para ti.

Su respuesta es un murmullo y en seguida le tengo encima. Suavemente, dulcemente. Con las manos, con la boca. Me acaricia, juega conmigo, me toca y me provoca. Si su objetivo consiste en convertirme en nada más que en pura sensación, en pura necesidad, lo ha conseguido plenamente.

Me estoy derritiendo, muerta de ganas, y quiero más.

—Por favor —le suplico—, si no puedo verte, al menos deja que te toque.

Toma mi mano con cuidado y la aprieta contra su pecho desnudo. Le acaricio ligeramente el vello que tiene ahí, mientras le paso la otra mano por la espalda y la voy bajando hasta deleitarme al sentir la firmeza de su apretado culo desnudo bajo mis dedos.

—No puedo esperar —dice—, te deseo, gatita, y te voy hacer mía ahora.

—Sí —le susurro, levantando las caderas y separando las piernas. Quiero tenerle dentro de mí, encima de mí. Quiero perderme bajo su peso, sentirme consumida por él.

Primero me acaricia, preparándome con sus dedos, y gimo de placer y anticipación. Luego siento el capullo de su polla en mi sexo, la presión de entrada y luego la dulce emoción cuando llega a la meta.

Nos movemos juntos, anticipando toques, compartiendo besos. Es sensual, romántico, suave y fácil. Tiene razón: estamos haciendo el amor, y esa dulce realidad hace que me entren ganas de llorar de alegría, aunque al mismo tiempo me asuste.

Me acaricia y me lleva a cimas cada vez más altas, cada vez más altas, hasta que tiemblo en sus brazos, en un orgasmo que me invade, esta vez con oleadas, como en un estanque iluminado por el sol.

Su clímax es mucho más intenso y grita mi nombre al correrse. Me aferro a él instándole a que se hunda más y más en mi cuerpo, quiero tener hasta el último milímetro de él dentro de mí.

Nos quedamos tendidos juntos, me quita la venda y me sonríe. Luego me estrecha entre sus brazos y me sostiene.

Suspiro con deleite, satisfecha, y mientras me acurruco a su lado intento no pensar en lo mucho que deseo quedarme con él, y en que todo esto va a llevar a la única conclusión inevitable: yo en Texas y Ryan en California.