Capítulo 3

A TRAVÉS DEL OCÉANO, CAMINO DE BRASIL.

Según la Relación de Andrés de Urdaneta zarpamos de La Coruña el 24 de julio del 1524, sería la media tarde, impulsados por un suave céfiro que hizo muy grata la partida, y de gente en la bocana del puerto no se diga la que había para despedir a los que marchaban, algunos muy doloridos por ser mujer e hijos, pero los más festivos flameando pañuelos como es costumbre en estos casos, pues ni les iba ni les venía lo que estaba sucediendo, pero por nada querían perderse el alarde de ver salir de puerto siete navíos de tal porte, en suma más de mil doscientas toneladas, estas cuentas las echaba el Urdaneta, y con los ojos encendidos decía que nunca se había visto cosa igual, pues las expediciones que partían hacia las Indias nunca pasaban de los tres navíos, y nunca con tanta dotación de artillería, de suerte que con aquella armada podríamos conquistar no sólo las Molucas, sino el mismo Cipango [1] si preciso fuera. Esto último lo decía porque a nuestro señor Elcano se le hacía poco lo de las Molucas, bien conocidas por él, y andaba con el pío de llegarse a Cipango del que se tenía noticia y de cuyas tierras se loaba que, pese a ser islas de paganos, no iban a la zaga en riquezas a otras más cristianas. Don Juan Sebastián bien sabía lo que había de hacer para llegar a las costas de (apango, pero se murió sin poder tentarlo, y los que le sucedieron en el mando se conformaron con llegar a las Molucas, que no fue cosa de poco.

Este modesto escribano, apenas repuesto de noche que tan bien comenzara y tan mal terminara, se agarraba a un bauprés procurando no apartarme del Urdaneta que, a su vez, cuidaba de estar cerca de don Juan Sebastián para no perderse nada de lo que pudiera salir de aquellos labios, como los discípulos estaban atentos a lo que saliera de la boca de Nuestro Señor Jesucristo, valga la comparanza con el debido respeto; con los aires de la mar mi cabeza recobró su ser natural y no podía por menos de admirarme viendo aquel desfile de navíos, que con sus velas y banderolas al viento semejaba a un dragón cuando se despereza a la salida del sol.

Dispuso el señor Elcano que navegáramos en conserva, los navíos emparejados para que cada uno pudiera ayudar al otro, cada pareja siguiendo la estela de la precedente, cuidando los más veleros de no tomar ventaja para que ninguno quedara rezagado. Pese a ser esta cosía brava, y no lejos de allá estar la que es nombrada como costa de la muerte, los dos primeros días la mar se mostró muy apacible. Sólo nuestra nao, la Sancti Spiritus, marchaba sin emparejar, a la cabeza de las demás como señalando el rumbo, y donjuán Sebastián no cabía en sí de gozo pues aun sin palabras de todo él rezumaba la alegría de saber que aquel alarde era gracias a que acertó a ir a las Molucas por un camino y volver por otro y digo yo que pensaría que si sólo con un navío maltrecho, la Victoria, que apenas desplazaba los ochenta toneles, alcanzó tanto, qué no conseguiría con tan cumplida armada. ¿Quién le iba a decir que encontraría la muerte en una parte perdida del Pacífico, y su cuerpo arrojado a la mar para ser pasto de los tiburones, que no digo que sea mal destino para quien por encima de todo ama la mar? ¿Y quién nos iba a decir a los que no fuimos pasto de los tiburones, que no había de pasar mucho tiempo sin que, desarbolada la escuadra, acabáramos navegando en las mismas rústicas embarcaciones de las que se sirven los salvajes de aquellas islas? ¡Ay, si lleváramos un profeta en ancas cuántas cosas dejaríamos de hacer! Pero está de Dios que no sea así y gracias a esa ignorancia se acometen hazañas que no son de imaginar cuando se discurre sentado junto a un buen fuego con buenas sopas de vino caliente.

Con mejor pie no pudo comenzar la navegación para mi persona, porque a la segunda noche el señor Elcano requirió la presencia del Urdaneta en su cámara, para que tomara nota de lo sucedido en cada singladura, con mucho detalle de grados, alturas, rumbos y corrientes, que el Urdaneta bebía y por ahí le comenzó la ciencia de cosmógrafo por la que es conocido, con el añadido de que su memoria era tan prodigiosa que decir una cosa donjuán Sebastián y él ya nunca la olvidaba. Yo tomaba nota de cuanto me decía uno y otro, ésa era mi suerte que mientras la marinería hacía trabajos tan esforzados como los que son precisos para que la nao navegue yo holgaba a la sombra de Urdaneta en la cámara del señor capitán, que tenía la buena costumbre de que así que terminábamos nuestro quehacer, miraba lo que había escrito y si había algo que corregir, se corregía, y luego de un barrilito que guardaba en una alacena sacaba unos cacillos y de ellos bebíamos de un vino que se hace en nuestra tierra, con la manzana, aunque también lo tenía del que se hace con uvas. Hay que conocer lo que es un navío en medio de la mar, siempre con grandes trabajos de aprovechar los vientos, cuando no de baldear la cubierta, o perseguir las ratas de la sentina, para apercibirse del regalo que era sólo atender a la Relación de lo sucedido, que es la que escribió el Urdaneta —que siguió con ella cuando fue muerto el señor Elcano— aunque el amanuense fuera yo.

No habría pasado una semana cuando a la altura de Trafalgar se levantó el aquilón, y las naos comenzaron a danzar sobre la mar encrespada, y a separarse unas de otras, y yo me sentí morir y el poco alimento que alcanzaba a trasegar se me iba por arriba y por abajo, y entonces fue cuando el señor Elcano nos dijo en euskaldun: «Ugoibe txitxi erkatu kin uste izan», que en el habla castellana quiere decir que aquella marejada era cosa de nada comparada con las que nos esperaban más adelante. Entonces fue cuando determiné abandonar la escuadra en el primer puerto del Caribe en el que hiciéramos arribada, mas luego lo pensé mejor y me dije que por qué no hacerlo en las islas Canarias hacia las que nos dirigíamos. El Urdaneta también padeció de vómitos con aquel aquilón, pero bien que lo disimuló y procuraba que nadie le viera en aquellas vergüenzas que le parecían impropias de quien por encima de todo quería ser marino.

¿Por qué no me aparté en las islas Canarias? Porque vinimos a dar en la isla de la Gomera muy buena para repostar agua, leña, carnaje y atavíos, como así hicimos durante doce días, en una rada muy resguardada que está al oeste de la isla, pero tan mísera en lo demás que en ella sólo vivían los que comerciaban con los navíos que iban camino de las Indias y mal se podía ganar en ella la vida quien soñaba con encomiendas en feraces tierras, atendidas por indígenas que tenían a gran honra ser súbditos de Su Majestad el emperador Carlos V, con su señal a hierro y fuego marcada en un brazo para que se supiera a quién se debían. Sobre esto de herrar a los indígenas ya me tenía advertido el maestro de novicios que no debía hacerse, pero otros decían que se hacía por su bien, pues era preferible estar herrados al servicio de los cristianos, que sin hierros como paganos de infames costumbres. Digo que ésos eran mis sueños, por lo que oía contar a quienes ya habían estado en las Indias y se me hace a mí que más de uno de la marinería, al igual que yo, pensaba dejar la escuadra en cuanto llegáramos a aquellos paraísos, sin tentar de atravesar el estrecho de Magallanes que trago más amargo no lo hay, y los que lo habían padecido no se cansaban de decírnoslo. El contador de nuestra nao, por nombre Hernando de Bustamante, natural de Mérida, que primero fue barbero, luego cirujano y por gracia del señor Elcano que le tenía en mucho por haber sido de los que concluyó con él la hazaña de la Victoria, acabó de contador, aunque con pocos números para acertar, nos narraba de cuánto habían padecido para poder con el estrecho, y cuántos habían dejado la vida entre sus riscos, y así como al Urdaneta se le encendían los ojos soñando en que nosotros habíamos de hacer otro tanto, a mí se me apagaban y todo era discurrir sobre cómo librarme del trance. Sobre este Hernando de Bustamante habrá ocasión de volver, pues fue de los que tentó de hacerse con el mando de toda la escuadra cuando fueron muertos el almirante Loaysa y nuestro don Juan Sebastián Elcano; por fortuna no lo consiguió pues cómo se entiende que un barbero de Mérida pudiera acabar de almirante de una flota. Si ya digo que no servía ni para contador, cuánto menos para general.

¡Cuán pronto se acabaron mis sueños! A la salida de la lomera, durante una singladura en que la mar se mostraba muy calma, dispuso nuestro señor Elcano que se reuniese la Junta de capitanes, lo que tuvo lugar en la nao capitana y allá nos fuimos; digo fue el Urdaneta patroneando una barquilla que teníamos para estos menesteres de ir de un navío a otro, porque allá donde fuera donjuán Sebastián se llevaba consigo al Urdaneta, y yo tras él de suerte que nuestro señor capitán decía bromeando, «soka ondotik pazi», que es un dicho de nuestra tierra que se dice cuando uno va tras otro como la soga tras el caldero, aunque también lo he visto usar en tierras de Castilla.

No digo que nosotros entráramos en la junta de capitanes, pero por las escotillas oíamos las voces que daban unos y otros pues no se ponían de acuerdo sobre el rumbo a seguir y al fin, para mi desgracia, prevaleció el parecer de donjuán Sebastián que de ningún modo quería demoras en la navegación, ni detenerse en islas de La Española, sino atravesar la mar océana de manera que fuéramos a dar a la Tierra de Verzin [2], y desde allá bajar costeando hasta encontrar el estrecho. Luego todo esto lo pusimos por escrito en la Relación de Urdaneta y allí consta cómo el señor Elcano se salió con la suya. Mientras hacíamos la Relación en la cámara del señor capitán —no digo que siempre la escribiera yo, pues otras veces lo hacía el Urdaneta de su puño y letra— preguntaba yo sobre cómo eran las tierras de Verzin como si mi curiosidad fuera la de quien gusta saber cómo es el mundo, cuando lo que mi mente urdía era desembarcarme en Verzin y desde allí alcanzar el paraíso soñado. ¿Por qué discurría así? Porque en mi ignorancia desconocía la inmensidad de aquellos espacios y el tiempo que lleva de ir de un sitio a otro, a veces toda una vida y, a veces, ésta se acaba antes de alcanzar lo que se busca.

La prueba de que en la tripulación iban otros de mí mismo parecer fue que cuando estábamos apartándonos de la Gomera cuatro soldados faltaron a lista, y con ellos una de las barquillas de la nave, por lo que de haber sido presos hubieran sido ahorcados, pues al mal de desertar añadían el de llevarse consigo uno de los pertrechos más precisos del navío; pero donjuán Sebastián no quiso volver por ellos pues todo su afán era alcanzar el temible estrecho antes de que llegara el invierno, que en aquellas latitudes es al contrario que en la nuestra, por eso cuando allá llegamos era noviembre entrado, que es cuando comienza la primavera, digo por ajustarme al calendario porque aquella primavera es como el más crudo de nuestros inviernos.

Antes de alcanzar Verzin hubimos de aprovisionarnos en una isla que nos tomó de camino y que por ser desconocida la bautizamos como isla de San Mateo, por ser el santo del día, aunque no era desconocido para todos los cristianos pues con no poco espanto nos topamos con dos cabezas de hombre, bien peladas, y un letrero clavado en un árbol que decía: «Aquí moren el desditado Juan Ruyz, porque lo mereszao.» Este desdichado Juan Ruyz sería algún marinero, o quién sabe si oficial, que se alzaría contra el capitán del navío en unión del otro muerto y, no prosperando su tropelía, fueron abandonados a su suerte en aquella isla desierta, que es costumbre piadosa si se la compara con la de la horca, degollamiento o amputación de brazos y piernas, pues siempre es preferible morir cuando lo demanda natura, que a manos del verdugo. Juan Ruyz parece que murió con cristiana resignación pues en su escrito deja dicho que se lo merecía.

Esto de abandonar gente hubo que hacerlo también en nuestra escuadra y todavía estábamos en San Mateo cuando faltó poco para que empezáramos con ese son, pues algunos pilotos comenzaron a urdir y murmurar y al poco propusieron que en lugar de seguir hacia el estrecho, convenía ir a las Molucas por el sitio más conocido del cabo de Buena Esperanza, el que está en la punta de África, y don Juan Sebastián con el apoyo del almirante Loaysa se opuso con todas sus fuerzas, y a los otros no les quedó más remedio que avenirse, que de no haberlo hecho tengo para mí que los hubiéramos abandonado en aquella isla para hacer compañía al desdichado Juan Ruyz.

Salimos con tanta fortuna de la isla de San Mateo que nos tomó un viento que soplaba SO y con gran regalo nos llevó por una ruta en la que topamos con muchas pesquerías, como jamás habíamos visto, con peces más grandes que sardinas, que se llaman voladores porque vuelan como aves como a un tiro de pasamuros, con sus alas del tamaño del murciélago, perseguidos por otros peces grandes como toninos que también saltan, aunque sin alas, y apañan a los primeros, pero en sus saltos unos y otros venían a dar a las naves porque fuera del agua son cegatos, y así a unos y otros los apañábamos nosotros, pues en tocando en seco sus alas no les sirven de nada y no pueden levantar el vuelo; y de los que son como toninos no se diga pues éstos no tienen alas, y es de admirar cómo pueden subir tan alto sin tenerlas. En tantos años como he navegado por todos los mares del mundo, nunca he visto semejante regalo de que la comida viniera a nuestras manos sin buscarla, y por eso digo la fortuna que tuvimos en aquellas singladuras. Luego un cocinero que traíamos de la parte de Elgoibar se daba mucha gracia en guisar aquel pescado, de suerte que aun siendo siempre el mismo, parecía distinto por la maña que se daba en hacerlo unas veces sólo con sal, otras con clavo, o con diversas hortalizas, según le diera, pero siempre muy rico; esto en lo que atañe a la mesa de los capitanes en la que tomaba parte el Urdaneta en su condición de paje del segundo almirante, y yo con él como la soga tras el caldero. En cuanto a la tropa y la marinería lo tomaban siempre cocido, o crudo secado al sol con un poco de sal, y no siempre les caía bien y acababan con vómitos y a este respecto tuvimos algún alboroto. Esto sucedía a los comienzos de nuestra navegación, pues luego se hicieron a comer ratas y trozos de cuero, qué remedio.

En la mar bien se ve cuáles son las verdaderas necesidades del hombre, y a mi parecer por su orden son las siguientes: la primera de todas es la de conservar la vida y por lograrlo se acometen hazañas que honran a la criatura, de soportar terribles fríos o tórridos calores, o de luchar contra muchos, siendo pocos, y también se cometen traiciones de vender amigos y hasta seres más allegados; la segunda, sobre todo para los que no son muy cristianos, es la de yacer con mujer, que los hay que miran poco cómo sea ésta con tal de satisfacer su torpe pasión; y luego viene la tercera, que si bien se mira a veces está antes que la segunda y también que la primera, digo la de comer y beber, pues en faltando la man tenencia parece que todo nos falta, y esto bien lo sabemos los que hemos hecho largas singladuras sin avistar tierras, y cuando dábamos con una isla todo era lanzarnos en pos de lo que pudiéramos comer, y no digo beber, que hasta que no está satisfecha esa necesidad no tenemos ojos para ninguna mujer por hermosa que sea ésta. Y digo más, que por comer cuando la necesidad es extrema sacrificamos al amigo, pues esto del canibalismo no es sólo propio de los salvajes, o todos nos tornamos salvajes cuando la necesidad aprieta. Sobre esto si ha lugar contaré las medidas que hubo de tomar el capitán Carquizano para que no nos comiéramos a los salvajes so pretexto de que eran esclavos nuestros.

Perdóneseme semejante digresión, mas la hazaña que estábamos acometiendo de conquistar nuevas tierras para Sus Majestades Católicas, atravesando mares ignotos, parecía olvidarse y en el día a día parecía que la mayor de las hazañas era conseguir de qué comer, y cuando lo conseguíamos nos considerábamos los seres más felices de la tierra. Por eso me recreo en el recuerdo de aquella parte de la travesía en la que nos visitaban con tanta generosidad los peces voladores y los toninos, cuyo verdadero nombre es el de albacoros.

Llevaríamos cuatro meses de navegación cuando por el vuelo de las aves adivinamos que la tierra firme no podía andar lejos y era grande la emoción de los que nunca habíamos estado en ella, y mayor aún la de quienes queríamos quedarnos allá.

Los que habían estado en el nuevo continente, bien que presumían; uno de ellos, como queda dicho, era nuestro contador Hernando de Bustamante, quien contaba y no acababa sobre los embrujos de la Tierra de Verzin a la que nos dirigíamos, de la riqueza de sus mares y de la feracidad de sus tierras. Decía que en los árboles hay frutos en toda época del año y que bastaba alargar la mano para tomarlas; y otro tanto podía decirse de los peces en la mar. También decía que por allí debió de estar el Paraíso Terrenal en el que Adán y Eva, para nuestra desgracia, pecaron, y que una de las huellas de ese pecado era que los indígenas se mostraban muy desprendidos de sus mujeres y por un hacha de las pequeñas entregaban a una o dos de sus hijas como esclavas, porque entre ellos la esclavitud de mujeres no se tenía a desdoro. Huella sería del pecado original, pero el Hernando de Bustamante lo contaba entre risas, no poco procaces, de suerte que podía entenderse que él hizo algún trato de mujeres. El Urdaneta, que como queda dicho era muy limpio de este mal, no hacía buena cara a estas bromas y yo callaba, pero me imaginaba lo que no debía.

Por fin avistamos la Tierra de Verzin por una parte que es toda verdor con unas calas muy abiertas, en las que las olas van a morir suavemente dejando un ribete de espumas que en la distancia semejan los encajes del vestido de una dama de alto copete. ¿Qué siente el pobre marinero quien después de meses de ver sólo mar y cielo, se encuentra con semejante prodigio? El corazón le brinca de alegría, para a continuación llevarse el más grande de los desengaños, pues nuestro señor Elcano determinó que el invierno austral estaba por llegar y que de ningún modo podíamos perder el tiempo en estadías que no fueran del todo obligadas, y que procedía seguir costa abajo hasta dar con el río de Santa Cruz, que ya está en tierras de la Patagonia, y que allí habría ocasión de repostar. Del mismo parecer fue el almirante general, García de Loaysa, que estaba muy poseído de su cargo y quería alcanzar la hazaña de llegar a las Molucas a través del estrecho, pero otros capitanes se le enfrentaron y consintió, a lo último, en desembarcar en un lugar que llaman el Río Grande, aunque no hay ninguno que justifique ese nombre, sobre todo si lo comparamos con los que habíamos de ver luego, pero en lo demás era tal como nos lo había narrado el Hernando de Bustamante.

Bajar a tierra y sentirme vivo como no me había sentido en aquellos meses en la mar, todo fue uno. Las arenas de la playa se parecían por su finura a las de Ipuzcoa, pero las aguas de la mar no eran profundas como las nuestras, digo en aquellas calas, sino transparente dejando ver un fondo en el que, ciertamente, se podían tomar moluscos y pececillos con sólo extender la mano. Y las aguas tanto de la mar, como de los arroyos que van a dar al Río Grande, tan cálidas que no daba reparo meterse en ellas desnudos para quitarnos la pelagra que es mal que hiere a la gente de la mar, dicen que por no lavarse. Si es pelagra o roña no lo alcanzo a determinar, pero hay algunos que se hacen a ella y entienden que esa costra les protege de otros males y por nada de este mundo quieren meterse en el agua para quitársela. Los que no somos de ese parecer bien que disfrutamos con aquel regalo y Urdaneta el que más y en un arroyo que terminaba en un lago muy hermoso se zambullía de cabeza y, cuando los que no conocían su arte creían que se había ahogado, reaparecía como treinta brazadas más lejos. Digo que se lanzaba en el arroyo y bajo el agua se dejaba llevar por la corriente hasta alcanzar el lago. Aunque era muy sesudo y por el modo de discurrir parecía en todo mayor, cuando se trataba de estos juegos se advertía que era mozo que estaba por cumplir los dieciocho años, y no le fatigaba entrar y salir del agua cuantas veces fuera menester, y también de hacer carreras con otros, pero ninguno a aventajarle. Yo que bien sabía la gracia que se daba en el agua, apostaba por él y siempre ganaba. Esto de jugar y apostar por todo fue mal que habían de pasar años antes de que me librara de él.

En este lugar habían recalado los portugueses, pero de eso hacía años y la única huella que habían dejado de su paso fue un fortín medio derruido y abandonado, pues los indígenas para nada lo querían ya que gustaban de vivir en sus chozas que estaban hechas de caña y unos arbustos que son como nuestros sarmientos. Estas chozas estaban deshabitadas el primer día que desembarcamos, pero al otro día fueron apareciendo los salvajes que se mostraban muy pacíficos y las mujeres muy desenvueltas, pues sin ningún recato se ponían a mirar cómo nos bañábamos, dándosele poco de que estuviéramos desnudos, aunque entre ellos eso de estar desnudos no es como entre nosotros. De todas maneras el almirante Loaysa, que todo lo que tenía de corto como navegante, lo tenía de buen católico, advirtió que ningún soldado tuviera relación con mujeres bajo severas penas de castigo. Estas mujeres eran menguadas de tamaño, el color de la cara bazo, y a menos que fueran muy jóvenes parecían muy viejas, pero no estaba de sobra la advertencia por lo que queda dicho de que cuando la pasión aprieta nada se respeta, y al marinero rijoso se le da poco de que sea de este color o del otro.

Yo no tenía ojos para nada que no fuera el modo de quedarme allá, y no embarcar en una escuadra empeñada en acometer la misma locura que acometiera nuestro señor Elcano con tanta fortuna para él, y tan poca para los demás. ¿No le había oído yo contar de sus propios labios que los que partieron de Sanlúcar de Barrameda fueron doscientos sesenta y cinco, y sólo dieciocho los que regresaron? ¿Por qué habíamos de tener nosotros mejor fortuna? ¿Porque nuestras naves desplazaban más toneles? Poco se le da a la mar de los toneles de un navío cuando se pone fiera, que lo mismo se va a pique el que tiene ochenta que el que tiene cien. Así discurría yo y comencé a andarme por las afueras del poblado buscando dónde esconderme, y también me traía tratos de amistad con los salvajes y a las mujeres les regalé algunas baratijas de las que ellas gustan, sin ninguna torpe intención, sólo buscando su amistad, y al que me parecía el jefe le regalé un cuchillo. Así mismo les hice juegos con los naipes y los colorines de éstos les atraían tanto que a nada que me descuidara me los querían quitar, porque también son un poco ladrones, aunque no tanto como los que luego encontramos en la isla que con toda justicia el señor Magallanes bautizó como de los Ladrones y con ese infame nombre se ha quedado.

Hacia todo esto porque presto me di cuenta de que yo solo no podría valerme y que precisaría de la ayuda de los salvajes, ya que el poblado —si es que merecía ese nombre— estaba como el calvero de una selva que se encontraba a sus espaldas y era inmensa, y muy tupida, de suerte que el sol no podía penetrar hasta sus entrañas, pero yo discurría que algún sendero habrían hecho para ir de un lugar a otro o, si no, me serviría de sus embarcaciones para subir por la costa. Éstas estaban hechas con un tronco de árbol ahuecado al fuego.

Así discurría y preparaba mi escapada bien seguro de que cuando me escondiera en la selva el señor Elcano no dispondría ir en mi busca, por la premura que tenía de zarpar para que no nos pillara el invierno austral antes de alcanzar la Patagonia.

Sería como el séptimo día de nuestra estancia en aquel lugar cuando el almirante Loaysa dispuso la partida, y yo hice como que embarcaba, para luego desembarcar cuando no era visto por nadie, o de ser visto, pasar por uno más de los que andaban en la estiba de los frutos y el carnaje. Me encaminé al lugar de la selva que había elegido para esconderme y con no poco asombro sentí unos pasos que me seguían y pensé que serían de algún salvaje, quién sabe si de una mujer pues cuando anduve con el juego de cartas alguna no me miró con malos ojos, mas por si acaso monté la chispa del arcabuz que había tomado conmigo y cuál no sería mi pasmo cuando apareció ante mis ojos el Andrés de Urdaneta quien con gran decisión se fue a por mí, me quitó la escopeta y me golpeó con ella en el estómago. Cuando estaba tendido en el suelo, me dijo muy sosegado: «¿Qué ocurre, Andonegui, crees que son buenas horas éstas para pasear?» Comencé a maldecir e hice intención de levantarme del suelo para pelear con él, pero de poco me sirvió porque me derribó de nuevo, esta vez jadeante y con el rostro nublado como no lo viera nunca antes.

¿Es que, acaso, el Urdaneta tenía el poder de adivinación y, por eso, conociendo mis intenciones de escapar había venido tras mis pasos? No tal, sino que yo había llevado mi negocio con gran secreto, pero no tanto que no lo comentara con otro marinero, también de Zumaia, de nombre Ermualdo, a quien también veía muy a disgusto en la escuadra y le tenté para que escapara conmigo discurriendo que siendo dos, nos podríamos ayudar el uno al otro. Este Ermualdo era corto de entendimiento, pero de buen natural y pensó que la forma de ayudarme era contándoselo al Urdaneta, para que éste pusiera remedio pues sabía la amistad que nos unía.

Tirado como estaba en el suelo, humillado, el Urdaneta comenzó a hablarme como si me fuera a llevar consigo, preso, y de allí a la horca que merecía en primer lugar como desertor, causa sobrada, y en segundo lugar por robar un arcabuz de la cámara de nuestro señor capitán, arma muy apreciada al extremo de que cada noche el maestro armero tenía que dar cuenta de todas las que había en cada navío.

Cuando advirtió que no había de intentar huir, me razonó, como pueda hacerlo un padre con un hijo descarriado, de esta suerte: ¿a dónde pensaba huir? Cuando le dije mis intenciones fue de reír, y en la arena comenzóme a dibujar cómo era el mundo, digo por la parte en la que nos encontrábamos. Tomó un palo y trazó la Tierra de Verzin, y como por arriba había otras muchas tierras antes de alcanzar el Caribe o cualesquiera otro lugar de la Corona de Castilla en el que pudiera ganarme la vida y hacerme rico. Habían de pasar los años para que apreciara la ciencia que desde su juventud tenía el Urdaneta para saber cómo era el mundo, no porque lo hubiera visto con sus propios ojos, sino por lo atento que siempre estaba a lo que contara el señor Elcano, o cualesquiera otro que supiera más que él, y sin necesidad de apuntarlo, sólo fiado en su memoria, luego decía dónde estaban los ríos o los mares, y qué parte de la costa era de una manera o de otra, y aquí viene a colación algo que sucedió de allí a pocos días, cuando bajamos por la costa camino del estrecho ya para entrar en él, y don Juan Sebastián erró y mandó avanzar por la embocadura de un río que hay poco antes, y que estando el tiempo fosco se confunde con el de las Once Mil Vírgenes, que es la verdadera entrada; en tal momento el Urdaneta, con gran respeto, pero no menos determinación, díjole a tan gran capitán que la orden estaba errada y que por allá no habíamos de atravesar el estrecho. Don Juan Sebastián, pese a su natural sencillo, se encrespó y le preguntó al Urdaneta que de dónde le venía ese saber, y que si acaso había estado antes por allá, a lo que el interpelado respondió: «No he sido yo, sino su señoría quien ha estado por estos pagos, y quien nos dejó dicho que el fondo del cabo de las Once Mil Vírgenes es de cascajo y arena gruesa, mientras que el de este cabo es de fango.» Calló donjuán Sebastián, calló el Urdaneta, pero al tercero de los días se supo quién llevaba razón pues la nave que iba en descubierta encalló en el fango y nos costó Dios y ayuda sacarla de allá, menos mal que era el patache que desplazaba tan sólo sesenta toneles. Cuando salimos del apuro el señor Elcano se quedó mirando muy fijo al Urdaneta y le dijo: «Demoniyo mutil», que en el habla castellana quiere decir de alguien que es un demonio, pero como un halago a su sabiduría porque en nuestra tierra se le tiene al demonio por muy sabio, y hasta hay quienes le rinden culto por tal motivo, aunque no digo, líbreme Dios, que don Juan Sebastián fuera de ellos. Desde ese día el señor Elcano tenía aún en más al Urdaneta.

Mas volviendo a lo que nos ocupa, en aquella oportunidad, como queda dicho, me dibujó sobre la arena la Tierra de Verzin que llegaba hasta lo que es conocido como la Tierra Firme o costa de Cumaná, y luego venían las tierras descubiertas por Núñez de Balboa, pero que todavía seguían sin explorar, y más islas y más mares, de suerte que echó cuentas y ni con media vida tendría para alcanzar, bien la isla de Cuba, bien La Española, eso andando a buen paso, porque si fuera en una de las canoas de los salvajes al primer tifón daría con mis huesos en el fondo de la mar. Y me explicó cómo eran los tifones en aquellas costas, y cómo las corrientes tan adversas para subir hacia arriba, a menos que se fuera en una nave bien guarnida para luchar contra los vientos. ¿Es de admirar que quien tanto sabía cuando no tenía razones para saber, acabara siendo más grande de los cosmógrafos?

Como por entonces yo no lo tenía en tanto, haciendo caso omiso de sus reflexiones, dijele que prefería tentar suerte por aquellos pagos, que no condenarme a navegar por meses o años sin término, eso si no moría en el paso del estrecho; entonces el Urdaneta, con gran amor, me tomó del suelo y me condujo a una cabaña apartada, a la que yo no había prestado atención pero él sí, como muy curioso que era para todo lo que atañera a costumbres y ritos de las tierras por donde pasábamos, y esta cabaña era la más grande de todo el poblado y en vez de estar hecha de cañas y sarmiento, se alzaba sobre un basamento de piedras, con un barro rojizo cubriendo sus paredes que serían también de un vegetal, pero más tupido. Digo que en las otras cabañas cuidaban poco de que hubiera rendijas, ni de que se viera lo que sucediera en su interior, pero en ésta sí. El entrar en esta cabaña producía espanto pues estaba toda ella llena de huesos, muy ordenados y apilados y aunque no tenían raspa de carne, despedían un olor un poco agrio, y sobre cada apilamiento de huesos había una calavera que debió de pertenecer al dueño de los huesos. «Son caníbales —me dijo por toda explicación— y tan pronto la escuadra levante amarras y te quedes solo con ellos, ya sabes dónde acabarán tus huesos.»

Así me habló el mejor de los amigos, que tanto velaba por mi vida, y que no tuvo más reproches para la traición que pensaba hacer. Desde ese día siempre le estuve muy sumiso como más que yo que era en todo.