Capítulo 8

URDANETA, CONDENADO A MUERTE.

Ahora viene una parte que no es de creer, que nuestro capitán general que en tanto tenía al Urdaneta, lo condenase a muerte por una fechoría que no era del todo su culpa, mas buenos apuros pasamos como se verá. Sucedió de esta manera:

Guerras con los portugueses teníamos muchas, mayormente con los indígenas que les eran aliados, y ellos con los nuestros, mas los capitanes cuidaban de no enfrentarse, nosotros porque temíamos su poderío de naves, y ellos porque temían nuestra bravura. En esas guerras nunca faltaba el Urdaneta, capitán de una tropilla muy peleadora, y quien esto escribe como la soga tras el caldero, sin que pudiera excusarme de ir con él, pues don Íñigo Cortés de Perea, contador de Su Majestad, era muerto y por tanto no podía alegar que precisaba mis servicios como escribano; su muerte no fue en guerra sino natural, si natural es morir de un mal de pecho en el que algo tuvo que ver la ingestión del aguardiente que se hacía en su alambique. Yo no tenía la misma disposición que el Urdaneta a pelear, ni me consideraba obligado a servir a la Corona a los extremos a los que llegaba él, de suerte que procuraba estar durante los combates en lugar retirado, so pretexto de que tenía que tomar distancia para acertar con el arcabuz.

Esta excursión fue aquella en la que nuestro capitán general nos mandó con tres paraos a la por ver si era cierta la nueva de que se habían divisado unos navíos, pues aún teníamos la esperanza de que fueran los de nuestra escuadra; como no había navíos ni traza de ellos, nos dimos la vuelta que se nos hizo muy penosa por sernos los vientos adversos y acabamos con el mal de siempre; quedarnos sin nada de comer ni de beber y, por tanto sin otro remedio que abastecernos en la primera isla que topáramos que fue la de Guacea, también nombrada de Tabelica. Fondeamos en la playa con buenas intenciones de hacer trueque, como acostumbrábamos y hete aquí que aquellos salvajes se niegan a todo trato y comienzan a tirarnos piedras y luego flechas, poniéndonos en retirada para volver al poco porque aquello no se podía consentir, amén de que nuestra necesidad no admitía demoras. Con una culebrina que tomamos de uno de los paraos comenzamos a lanzarles tiros y los salvajes se fueron a refugiar a su poblado, que estaba muy bien pensado pues las casas las habían levantado sobre largos postes, y desde aquella altura nos flechaban con gran soltura. Así nos estuvimos cosa de medio día hasta que el Urdaneta se puso a la cabeza de un grupillo de indígenas y, con no poco riesgo de su persona, se acercaron a las casas y comenzaron a tirarles tizones encendidos sobre los maderos que las sostenían, y cuando éstos prendieron y los indígenas se vieron precisados a salir los íbamos matando, aunque no a todos, pues a unos cientos los tomamos prisioneros; los muertos fueron cosa de cincuenta. Entre los prisioneros que hicimos había muchas mujeres hermosas y buena parte de ellas se las vendimos al rey de Tidor. Con estas hazañas el Urdaneta iba cobrando fama de gran capitán, y su nombre se pronunciaba con respeto entre las islas, mas quede claro que pese a decirse tan buen cristiano tampoco estuvo el Urdaneta libre del mal de hacer esclavos a los que tenía por enemigos. Luego vino a saber que los de aquella isla eran deudos de la de Terrenate y, por ende, de los portugueses, y le pareció justo lo que había hecho, mas cuando comenzó a combatirlos no sabía si eran de Juan o de Pedro.

Ahora caigo en la cuenta de que lo que he empezado a contar no viene tan de seguido, como yo creía, digo la fechoría por la que el Carquizano lo condenó a muerte, pues entremedias hubo un sucedido que bien merece ser conocido.

El gobernador Henríquez tenía un lugarteniente, de nombre que fingía ser hombre muy pacífico y cada poco venía por nuestro real para decirnos que debíamos de concertarnos en que hubiera paz, a lo que todos decíamos que sí, mas luego no hacíamos. A nuestro capitán general le parecía que le hacía de menos que el gobernador le mandara un vocero en lugar de venir en persona; el Carquizano tenía en mucho ser capitán del emperador más grande de la tierra, y decía que no era por su persona sino por la dignidad que representaba, y en eso no le faltaba razón.

Al fin un día se presentó el gobernador Henríquez en un navío muy bien armado, en son de paz, que poco faltó para que no terminara en guerra allí mismo, pues el portugués puso en duda los poderes que decía tener nuestro capitán general y el Carquizano, muy encendido, díjole: «¿Acaso ponéis en entredicho que yo sea oficial de Su Majestad Imperial, Carlos V?» A lo que el portugués, muy altivo como era, le replicó que él no había visto tales credenciales, ni el famoso documento de la Provisión que le mandaba fundar, y Carquizano, demudado el rostro, díjole: «En tal caso, ¿piensa Su Excelencia que soy un pirata que me traigo este negocio por cuenta propia y no de Su Majestad?», a lo que el portugués calló, y como el que calla otorga, el Carquizano se sacó el guante de la mano derecha y se lo lanzó a modo de desafío, diciéndole que la ofensa era a su persona y, por ende, quería reparación. El gobernador Henríquez, que traía fama de buen tirador de espada, aceptó el duelo, mas no llegó a tener lugar pues los oficiales de uno y otro bando mediaron para hacerles desistir. Y no sólo desistieron sino que se amigaron pues el portugués le pidió disculpas, que el Carquizano aceptó y le presentó las suyas, y al otro día firmaron un documento que se llama de armisticio, por el que las partes renuncian a hacerse la guerra en tanto autoridades superiores no resuelvan el litigio.

Y ahora sí que viene lo de la fechoría que le imputaron al Urdaneta, por la que se rompió el armisticio tan arduamente conseguido.

Andaba el rey de Gilolo muy quejoso de que los portugueses siguieran hostigándole, y de que el general castellano no le defendiera conforme le había prometido, por lo que el Carquizano nos mandó a los de siempre para que le explicáramos lo del armisticio y cómo de allí en adelante podrían estar en paz. ¿Paz? Palabra vana cuando la codicia anda por medio. Estábamos llegando a Gilolo cuando avistamos dos canoas, como las que usan los nativos de aquella isla para sus tareas de pesca, volcadas, y cadáveres flotando en su derredor y a alguno que no estaba muerto, lo alzamos en nuestro parao y díjonos que el mal lo habían hecho los portugueses desde un navío de los suyos, tomando a unos como esclavos y matando a los otros. Ésta es la codicia que antes decía; los había de uno y otro bando que para nada querían la paz, pues se les acababa el negocio de hacer esclavos. Los portugueses lo tenían muy bien armado, como más antiguos que eran en aquellas islas, y una vez que los hacían presos los llevaban a una isla, que la nombraban así, «la isla de los esclavos», en espera de que llegaran los mercaderes de Quinsay a quienes se los vendían. El gobernador Henríquez decía no saber nada de esto, mas consentía porque alguna satisfacción había de dar a la tropa que se ganaba la vida tan lejos de su patria y de sus seres queridos; otros decían que también llevaba su parte en este negocio.

Era a la sazón Urdaneta un joven muy hermoso, con el temperamento muy subido, y cuando montaba en cólera con el rostro purpúreo nada era a detenerle, y en aquella ocasión bramó que quienes tal habían hecho eran unos felones que no habían respetado el pacto de armisticio y que él sabía bien dónde encontrarles, pues no podían andar lejos de allí ya que a los cadáveres les salía sangre, como los que son recién muertos. En eso acertaba, pues el Urdaneta parecía tener un pliego en la cabeza, con el detalle de todas las islas o calas por donde hubiera pasado alguna vez, y como por aquellos pagos no era la primera vez que navegábamos sabía por dónde andarían, y bogando con furia los remeros, más la vela bien hinchada, dimos con ellos que navegaban muy pacíficos y cuando vieron aparecer nuestro parao no largaron velas, pensando que éramos indígenas y que todavía podían sacar más provecho para su negocio. El Urdaneta, muy hermoso como digo, puesto en pie en lo alto de la proa, les gritó: «¡Alto ahí, señores portugueses, que mucho me placería pasar a su navío para que me den cuenta de un daño muy grande que han hecho a quienes son nuestros amigos, en contra de lo convenido por quienes pueden hacerlo!»

Los de la nao se quedaron admirados del requerimiento y decían excusas de no creer, tal como que no habían sido ellos, pero al tiempo procuraban tensar las velas y poner la artillería enfilada hacia nuestro parao, de manera que nuestros remeros por nada querían acercarse a él pues sabían el gran daño que hacían aquellos cañones. El Urdaneta, con aquella determinación que ponía espanto en el alma, vestido como estaba, se lanzó al agua y a grandes brazadas se fue nadando al navío y les demandó vina escala para subir a él, mas los portugueses en lugar de obedecerle le apuntaban con sus arcabuces para que desistiera de esa intención. Yo hacía otro tanto con el mío, desde la popa de nuestra embarcación, mas de poco hubiera servido mi tiro siendo ellos tantos. Viendo que comenzaban a largar velas, el Urdaneta desde el agua les dijo que se había fijado en cada uno de ellos y que sus nombres los iba a escribir en una hoja de palmera, para que recibieran el castigo que merecían.

Estas hazañas de Urdaneta se corrían de isla en isla y había quienes le tenían por un dios; cuando alcanzamos Gilolo la majestad de aquel reino le recibió con grandes muestras de alegría y de agradecimiento por las muestras de valor que había dado frente a los farangüis, mas le dijo que aquella fechoría no podía quedar sin venganza y que demandaba su ayuda para acometerla, a lo que Urdaneta accedió.

Ésta tuvo lugar ocho días después cuando el rey de Gilolo tuvo noticia que de Terrenate salía una expedición de paraos, no menos de doce, bien cargados de víveres y sin protección de naos portuguesas, por lo que la ocasión era llegada. Allá nos fuimos llevando con nosotros a su majestad, y poco nos costó hacernos con los paraos enemigos, y una vez en nuestro poder el rey de Gilolo mandó cortar la cabeza a cuarenta, que era lo que ellos habían hecho con otros tantos pescadores gilolenses; a los otros tomó como esclavos, y así vengamos la injuria pasada. Ya digo que tratándose de salvajes se hacía menos aprecio de la vida, porque entre cristianos nunca se cortaba la cabeza a cuarenta de una vez, uno detrás de otro, al punto que el agua se teñía de rojo y allá era de ver cómo se arremolinaban los tiburones, que tanto abundan en aquellas aguas, para luego comerse los cuerpos a los que no se les da sepultura. Entre cristianos cuando podíamos matábamos a nuestros enemigos, mas no con esa desmesura, y siempre dando ocasión a que luego recibieran cristiana sepultura.

La noticia de esta matanza llegó hasta nuestro capitán general de manera torticera como si hubiera sido un capricho del Urdaneta el matar a tantos. Esto fue así porque ya no estaba de gobernador portugués el García Henríquez; muy a su pesar había sido cambiado por otro de nombre Jorge de Meneses (digo que el García Henríquez no quería irse por los buenos negocios que tenía en el Moluco, pero hubo de partir porque el Meneses venía con cartas a su favor del Serenísimo Rey de Portugal) , y el nuevo gobernador, cuando se enteró de lo sucedido en Gilolo, para nada quiso saber de la fechoría que habían hecho antes los de su nación, sino que acusó a Urdaneta ante el Carquizano y le amenazó que si no hacía justicia daba la tregua por rota. Nuestro capitán general montó en cólera y prometió que de ser así había de dar muerte al Urdaneta.

La noticia de esta determinación nos llegó cuando navegábamos con nuestro parao camino de la fortaleza castellana; unos indios devotos del Urdaneta nos la trajeron con no poca compunción. El Urdaneta no salía de su pasmo y no era a creer que capitán al que había servido con tanta fidelidad, lo condenase a muerte. Bien pensado lo que el Carquizano había dicho era que de ser cierto el desaguisado le daría muerte, mas los indios, más simples dijeron lo que habían oído de que ya estaba condenado a la horca. El Urdaneta, con lágrimas en los ojos, dijo: «Sea; yo le explicaré a Su Señoría cómo han sido las cosas, y si no me cree, bienvenida sea la muerte.» Mas como yo no fuera del mismo parecer, le dije que no haría tal, y que no olvidara que el Carquizano era de Elgoibar, muy terco como lo son los de esa villa, y si había dicho muerte, muerte le daría, y con las mismas ordené a Fernando el Gapi que estaba al timón, que nos apartáramos de aquella ruta. El Urdaneta protestó y dijo que si huía quedaba su honor en entredicho, a lo que yo le repliqué que estaba dispuesto a matarlo de un tiro de escopeta, antes que verlo colgado de una cuerda, como un malhechor. Esto se lo decía con la mecha prendida y por fin entró en razón, que no podía ser otra que la de que nos buscáramos embajadores que le contasen al Carquizano lo sucedido, antes de aparecer nosotros. Como esos embajadores sólo los podíamos encontrar en Gilolo, hacia esa isla encaminamos el rumbo, con tan mala fortuna, que en el camino nos topamos con unos paraos de Terrenate, armados por los portugueses, que por ser más creían que habían de poder con nosotros y este encuentro algo animó al Urdaneta, que se encontraba acongojado por la sentencia de muerte, tumbado en el fondo de nuestra nao, como si se le diera poco de lo que sucedía en su derredor. Mas al oír los tiros le volvió en algo el ardor que llevaba dentro y dispuso la retirada por ser las fuerzas enemigas superiores, pero ordenando tiros de lombarda, y en uno de ellos, por descuido de los indígenas que cargaban la pieza, cayó una chispa en un barril de pólvora, y bien que lo pagaron los imprudentes pues saltó el barril por los aires y con él los que la atendían, no menos de seis, pero el fuego le alcanzó también al Urdaneta que no tuvo otro remedio que lanzarse al agua para sofocar las llamas que habían prendido en sus vestiduras y en buena parte de su carne.

En el fragor de la batalla, con el espanto de la explosión, hacíamos cuanto estaba en nuestra mano para que la nao no se fuera a pique, y para nada advertimos que el Urdaneta era ido al agua, o viendo a los indios que habían salido destrozados por los aires, pensamos que el Urdaneta había salido con ellos, eso no lo recuerdo, digo que no es fácil recordar lo sucedido cuando crees que de un momento a otro vas a dejar esta vida. Tampoco digo que estés preparándote para la otra vida, la eterna, sino que sólo discurres lo que crees que te va a sacar del apuro, bien sea de achicar agua, bien de remar, bien de enfilar las culebrinas contra los que te persiguen.

Díjonos el Urdaneta que a los comienzos sintió un gran alivio con el frescor de las aguas y que el dolor de las quemazones no le impidió nadar con todas sus fuerzas y, como era buen nadador (eso nos lo repitió en más de una ocasión para que tomáramos conciencia de que andando por aquellas islas y mares, de un navío para otro, era de necios el no saber nadar), se empinaba sobre las aguas para que le viéramos, mas a todo esto ya venían los portugueses sobre él tirándole bersazos y escopetazos y, cuando los veía apuntar, se sumergía y aguantaba cuanto podía y cuando salía lo hacía por donde no lo esperaban y plugo a Dios que cuando ya le fallaba el resuello acertó a pasar uno de nuestros paraos, que lo alzó en alto y así logró salir con vida. Bien claro está que el Señor le tenía reservado para más grandes hazañas.

Veamos ahora lo que sucedió en Gilolo que fue a donde nos refugiamos. ¿Se puede decir eso de que no hay mal que por bien no venga, o lo de que Dios escribe derecho con renglones torcidos? Lo digo porque el Urdaneta peor no se podía encontrar, condenado a muerte, proscrito por los suyos, y con todo el cuerpo quemado con grandes dolores y calenturas que se le presentaron en cuanto puso el pie en tierra; no soportaba sobre su cuerpo ni una camisola de lino y había de estar desnudo como vino al mundo, salvado un trapo sobre sus partes pudendas, que también las tenía dañadas. Y, sin embargo, le esperaban días de gran dicha.

Cuando el rey de Gilolo tuvo noticia de nuestra arribada y del mal que padecía el Urdaneta, mucho se condolió y nos mandó a sus cirujanos, que no son tales, sino hechiceros o brujos que pretenden curar con sus sortilegios, aunque por fortuna también entienden de hierbas y éstas fueron las que le aplicaron al herido con no poco provecho, mas el mayor de todos los provechos fue que en aquella parte de la isla residía una sobrina de su majestad, de nombre Paulina, que era una suerte de vestal consagrada a uno de sus dioses, aunque luego se consagró al Urdaneta como se verá. De edad sería como de quince años, núbil a todas luces, y sobre los cabellos, bien negros, que le llegaban hasta la cintura y aún más, se colocaba con mucha gracia una de sus guirnaldas de sampaguitas, como homenaje a su dios, y por eso yo la llamaba la Canéfora, que es como se decía en la Antigüedad de las doncellas que llevaban en la cabeza un canastillo con flores. Lo de la edad no lo puedo saber con verdad del todo, mas lo de núbil sí pues lucía unos pechos menguados, pero suficientes para lo que demanda la maternidad, aunque no recuerdo si esas vestales eran de las de no casar; de rostro agraciado en extremo y la figura muy gentil.

Con qué intención no lo sé, pero el rey de Gilolo dispuso que Paulina la Canéfora había de cuidar día y noche al Urdaneta, que al principio estaba fuera de su ser, delirando, al extremo de que temimos por su vida, y yo no me apartaba de él por ver lo que hacían los hechiceros, no fuera a ser que no acertaran con sus embrujos y terminaran con su vida. Presto advertí que éstos ningún mal podían hacerle, porque todo era mover unas ramas y decir letanías, mas luego le embadurnaban con un aceite que sacan del coco, con unas hierbecillas muy frescas, que le hacían mucho bien; éste era el quehacer de la Canéfora, quitarle cada poco esas hierbecillas cuando ya estaban calientes, y ponerle otras más frescas. Lo hacía con mucho esmero, cuidando de no rozarle la piel, aunque a veces le tentaba con los dedos con no poca suavidad, por quitarle unas escamas que le estaban saliendo, lo cual, según los hechiceros, era muestra de curación. Más tarde le vinieron los picores, que todavía era mejor señal, mas muy enojosos, y el trabajo de la Canéfora era aliviárselos. Bien pronto advertí que el Urdaneta la miraba como quien mira a un ángel, y cada poco le daba las gracias; esto fue cuando salió del pasmo de los delirios, como a los cinco o seis días, y sólo comía o bebía si se lo daba la Canéfora. Mejor dicho, comer le llevó más tiempo, mas los hechiceros dijeron que beber debía de hacerlo sin parar, para que el líquido se fuera a las partes de la piel más quemadas y era la doncella la que se lo daba al principio gota a gota, y luego en un cuenco.

Estos hechiceros eran muy sabios para las cosas de natura —no digo de sortilegios— y dispusieron que convenía para su curación el que estuviera en un lugar apartado, y no en medio del bullicio del poblado, pues creo que queda dicho que estos gilolenses son muy dados a festejos y a la noche beben de un licor que sacan de las palmeras, y no son pocos los que acaban rodando por los suelos; también son muy dados a bailes con mujeres, con mucho estruendo de tambores que es el único instrumento musical que ellos conocen. A tal fin dispusieron llevarlo a una isleta que está como a media legua de la principal, y que no encuentro palabras para describirla: de tamaño es como para recorrerla de parte a parte, a buen paso, en no más de dos días; verdor no falta y árboles y arbustos olorosos, tampoco; la rodea un arrecife de coral del color del berilo de manera que el mar por aquella parte tiene el tono de las aguamarinas. De los sitios hermosos que he conocido en mí ya larga vida, es de los más señalados, porque a esa belleza se unía un vientecillo que venía del arrecife a partir de la media mañana, lo cual es muy de agradecer cuando la calor es grande, aunque nosotros ya estábamos hechos a ella. En cuanto el Urdaneta pudo ponerse en pie, venía cada mañana a darse un baño en aquellas aguas transparentes, siempre en compañía de la Canéfora y comenzaban con los juegos a los que son tan dados, y no hacía falta ser profeta para darse cuenta de cómo acabaría todo ello. ¿No eran ambos, acaso, jóvenes y hermosos? (Después de la tremenda quemazón, en algo quedó marchita la piel del Urdaneta, y en la faz le quedó una señal del fuego, que no creo que le afease; las heridas en el rostro de un capitán son más bien tinte de gloria y muestra de que nunca ha rehuido el peligro.)

En aquel regalado retiro estuvimos como cosa de un mes y el Urdaneta más cambiado no podía estar; fue la única vez en aquellos años que no le vi tomar notas de cómo eran las mareas, o si las estrellas lucían así o asao, o si el viento soplaba de poniente o de saliente; sólo estaba pendiente de la Canéfora, y yo veía y callaba, hasta que un atardecer comenzó a hacerme reflexiones sobre la vida, para terminar preguntándome: «¿Dónde piensas que está la felicidad, Martín Andonegui?», y sin aguardar a mi respuesta púsose a recitar unas cantigas, no recuerdo si del Infante Arnaldos, en la que se cantaba a la vida pacífica y sosegada, lo cual mucho me admiró por ser el Urdaneta poco dado a poesías, aunque bien es cierto que gracias a su memoria prodigiosa las pocas que sabía nunca las olvidaba. Y, por fin, me contó la desazón que bullía en su alma, que no era otra que la de quedarse para siempre allá, apartado de las intrigas de corte de las que tan mal parado podías salir; esto lo decía porque seguía pesando sobre su persona una condena a muerte y, también, por el mucho amor que había despertado en él la Canéfora. Y yo no supe qué contestarle, pues mi ánimo andaba muy decaído y tampoco las tenía todas conmigo de lo que nos podía suceder de retornarnos a la fortaleza de Castilla, pues la amenaza del Carquizano podía alcanzar no sólo al Urdaneta, sino a los que íbamos tras él, como la soga tras el caldero.

De estas dudas nos vino a sacar, quién lo iba a decir, el rey de Gilolo, quien nos mandó llamar a la isla principal y nos dijo que si el Urdaneta estaba ya curado, era el momento de ir a presentar nuestros respetos al capitán general, y a darle cuenta de cómo fueron las cosas, mas que esto no lo había de hacer el Urdaneta, sino un embajador suyo muy principal, su sobrino Quichiltidore, a quien todos tenían por su heredero por las muchas luces que tenía. Esto estaba muy bien discurrido pues de ningún modo era de prever que el Carquizano hiciera ofensa a un aliado tan notable como era el rey de Gilolo. Al paso, como algo que es sobradamente conocido, dijo al Urdaneta que se podía llevar consigo a la Paulina la Canéfora, que desde ese momento quedaba dispensada de seguir siendo doncella al servicio de su dios, que no acierto a recordar cómo lo llamaban; esto lo dijo en medio de risas, coreadas por los de su corte, como si se dudara de que siguiera siendo doncella.

El viaje a Tidor lo hicimos rodeados de paraos engalanados, para que se supiera que era una embajada muy principal la que mandaba el rey de Gilolo y el Quichiltidore iba revestido de un manto con adornos de oro. Cuando llegamos al fortín se hizo anunciar como quien venía en nombre de quien había restaurado el honor de Su Majestad el emperador Carlos V, y esto estuvo muy bien pensado, como se verá. Salió el Carquizano a la explanada que había enfrente del fortín, con el aire adusto, los brazos cruzados sobre el pecho, como quien está dispuesto a escuchar, pero bien rodeado de gente armada, para que se entendiera que de no satisfacerle las explicaciones procedería de inmediato; y a sus espaldas se alzaba la horca que siempre estaba dispuesta y bien visible para que nadie se llamara a engaño.

El Quichiltidore, que entre sus luces estaba la de servirse no mal del habla castellana —también de la portuguesa— díjole cómo los de Terrenate, con no poca desvergüenza, fueron los primeros en romper la tregua matando a cuarenta pescadores de Gilolo y ¿a quién habían ofendido con semejante felonía? ¿No eran, acaso, los de Gilolo devotísimos vasallos de Su Majestad Católica? ¿Y podía consentir tan grande Majestad semejante oprobio sin vengar el agravio? Continuó: el rey de Gilolo, con la ayuda del heroico Andrés de Urdaneta, cuidaron de restaurar la ofensa que habían hecho al emperador, ítem, el Andrés de Urdaneta había tomado el nombre de los que cometieron la primera fechoría para que el general de los portugueses les castigase como merecían.

Este discurso duró cosa de una hora, que es la costumbre que hay entre ellos de decir muchas veces las cosas, y así, usando palabras distintas, repetía una y otra vez lo del agravio que había recibido el emperador de las Españas y de cómo Urdaneta y el rey de Gilolo lo habían vengado. El Carquizano, como hecho que estaba a esas costumbres, escuchaba en silencio, hasta que por fin levantó un brazo, como quien quiere hablar a su vez, mas no hizo tal sino que se encaminó hacia donde aguardaba Urdaneta con la cabeza baja, como quien espera sentencia, y ésta fue que nuestro capitán general lo tomó entre sus brazos y le dijo cuánto había sufrido pensando que lo tenía que ahorcar y qué grande era su alegría de saber que lo había hecho por restaurar el honor del emperador, y que por ello había de recompensarle. Al Urdaneta, pese a ser tan recio, se le saltaron las lágrimas ante tan hermosas palabras, y juró una vez más la fidelidad que le debía a Su Majestad y a nuestro capitán general.