Capítulo 4
LA TRAVESÍA DEL ESTRECHO.
¿Qué decir de lo que fue el paso del estrecho? Baste considerar que todavía no estábamos dentro de él, y ya perdimos una nave, y no una cualquiera, sino de las más principales, la Sancti Spiritus, la segunda en mando y en la que navegábamos nosotros, no sin correr grave peligro de muerte como se verá.
Embocamos, por fin, el estrecho de Magallanes y dispuso el señor Elcano que ancláramos al abrigo de las Once Mil Vírgenes, esto sucedía por la mañana y a la noche se levantó una tempestad tan fiera que de poco sirviera el que las cuatro anclas estuvieran bien hincadas en la arena, pues comenzaron a garrear digo yo que porque aquella arena no era firme, sino de cascajo, y de haber continuado en el navío todos hubiéramos sido muertos. Fue tal el pánico de la tripulación viendo cómo el terrible viento zarandeaba la nao que algunos pensaron que no había remedio y traía más cuenta alcanzar la costa a nado y se tiraron al agua. Esto creo que ya lo he contado, pero lo repito porque fue cuando el Andrés de Urdaneta dijo que era gran necedad abandonar un navío mandado por tan buen capitán, y mayor necedad aún sin saber nadar, pues de los doce que saltaron sólo uno logró salvarse, no porque alcanzara la costa sino porque le tiramos un cabo al que pudo agarrarse. En cuanto a los otros once, ¿cómo habían de salvarse si ni tan siquiera sabían mantenerse sobre el agua? Nosotros los veíamos ahogarse, con gran dolor, que no digo que no lo compartiera el Urdaneta, pero eso no le quitó de decir: «Bien merecido se lo tienen por sinsorgos.»
El frío no es para descrito y las manos nos las teníamos que poner en las partes pudendas para que se calentaran y poder servirnos de ellas. ¿Cómo no acordarme en tales momentos de las dulzuras de la Tierra de Verzin, por muchos peligros que me acecharan en ellas?
Donjuán Sebastián, como gran capitán que era, no perdió la compostura y con determinación ordenó levar anclas y alzar la vela del trinquete, ¡qué sabiduría!, pues cuando todos pensábamos ser locura dar velas al viento, acertó con alzar sólo aquélla que nos había de llevar a una playita que había no lejos de allí, donde encalló y ahí estuvo nuestra salvación. Pese a lo mucho que nuestro señor Elcano amaba a los navíos, que veces había que los acariciaba como se acaricia a la mujer amada, digo por las noches cuando hacía su cuarto de guardia, le veíamos pasar la mano sobre las amuras con mucha ternura, pues pese a ello se le dio poco de destrozar el Sancii por salvar a los que íbamos dentro, que salimos con la ayuda de Dios con harto trabajo y peligro, bien mojados y en camisa, a un lugar tan maldito que no había en él otra cosa que guijarros, con tanto frío que parecía que allí íbamos a perecer, pues ni ramas había para encender una hoguera, y el remedio fue ponernos a correr de una parte a otra para calentarnos. Luego comenzamos a traer a tierra lo que pudiera sacarse del navío escorado, y con los maderos hicimos fuegos que es de las cosas hermosas que recuerdo de aquel tiempo de tanto dolor, el calor que se desprendía de las hogueras, pues si hay algo ingrato para el pobre marinero es el daño tan grande que hace el frío cuando se viste poca ropa y está mojada.
Los otros navíos corrieron mejor suerte y el señor almirante Loaysa dispuso que don Juan Sebastián y los de su corte pasáramos a la Anunciada, y ésta en cabeza siguiera tentando de encontrar el mejor paso para atravesar el estrecho, como así se hizo durante cosa de quince días, siempre con grandes peligros mayormente por ser muy bravas las corrientes y muy altos los acantilados contra los que parecía que habían de estrellarse los navíos, hasta que nuestro capitán encontró un resguardo para las naos y tomó una determinación que fue de admirar: los restos del naufragio de la Sancti habían quedado en su lugar al cuido de unos marineros a los que don Juan Sebastián había prometido que tan pronto que encontrara refugio mandaría en su busca, y entendió que era llegado el momento de cumplir lo prometido, mas no enviando un navío pues mucho nos había costado llegar hasta allá como para desandar lo andado, sino que dispuso que se fuera a por ellos por tierra y aquí viene lo que es de admirar pues acordó que fueran media docena de hombres al mando del Andrés de Urdaneta. ¿Cuándo se ha visto que hombres tan fornidos como aquéllos, todos con barbas bien crecidas, y arrugas en el rostro, y heridas en el cuerpo, tuvieran que ponerse a las órdenes de quien apenas estaba saliendo de la mocedad? Pero así lo determinó don Juan Sebastián y nada de lo que él dijera se discutía por la gran autoridad de que gozaba entre la marinería y la tropa, y más aún desde que entramos en el estrecho, todos sabedores que nuestras vidas dependían de su sabiduría en aquel laberinto de perdición. Digo no que no lo discutieron al principio, que luego sí lo hicieron por lo siguiente: Los designados para acompañar a Urdaneta fueron seis, entre los que no me encontraba yo, hasta que Urdaneta dijo: «Si su señoría no lo tiene a mal gustaría que el Andonegui viniera en la tropa.» El señor Elcano echóse a reír y repitió lo de la soga tras el caldero, y le advirtió a Urdaneta que no creía que en semejante trance le sirviera de mucho el Latino, que era como me nombraba, pero consintió. Bien claro está que don Juan Sebastián no me tenía en mucho como hombre de acción, y no puedo reprochárselo, aunque en aquella ocasión algún servicio pude prestarle a mi principal.
¿Es de imaginar lo que debe caminarse para cubrir por tierra, lo que un buen navío había navegado durante quince días con el viento a favor, aunque no siempre? Echamos a andar y causaba espanto la desolación que nos rodeaba, con acantilados por doquier, todos muy secos sin que corriera por ellos ni un hilillo de agua, y a los pocos días aparecieron los patagones que es como se llaman los salvajes de aquellas tierras, que más salvajes no los hay y es de asombrar que puedan vivir donde no hay vida, ni el sol se deja ver, al menos nosotros no lo vimos nunca. Van vestidos con unas pieles como las de nuestras cabras, y para mí sigue siendo un misterio de dónde las sacan pues nunca vimos un animal de cuatro patas que se semejara a ellas; en la cabeza se adornan de plumas y eso se comprende mejor porque aves sí vimos, aunque siempre en la distancia; y traen con ellos arcos y flechas y eso es común a todos los pueblos salvajes que, por muy salvajes que sean, ese ingenio se lo tienen aprendido de tensar arcos que se hacen con ramas de árbol y tripas de animales, para lanzar flechas a ser posible con veneno en su punta, que suele ser de espina de pescado, bien para cazar animales, bien para matar enemigos que son todos los que no pertenecen a su tribu. Donjuán Sebastián ya nos había advertido acerca de ellos, pues los conocía de la otra vez, y nos dijo que no tuviéramos cuidado pues nos mirarían y nos seguirían, pero siempre manteniéndose a distancia, y ahí estuvo el mal de Urdaneta. De raciones íbamos bien provistos, no digo que sobradas para tan camino, pero sí suficientes hasta que el Urdaneta tuvo la ocurrencia de darles a los que nos seguían de nuestro tasajo y pan cazabe y ya no nos los podíamos apartar de nosotros y hasta tuvimos que lanzar tiros al aire para que vieran de nuestro poderío; mas una noche nos tomaron descuidados y nos robaron algunos zurrones, dejándonos en la indigencia. Y ahí es donde pude salir en defensa del Urdaneta pues cuando los hombres se vieron robados, echaron cuenta de los zurrones que nos quedaban, no más de tres, y uno mal encarado y colérico, nombrado el Cortado por un chirlo que tenía en la cara, dijo que la culpa era de Urdaneta por la torpeza de dar de comer al salvaje, y que de lo que restaba no lo había de catar así se muriera de hambre. Escopetas llevábamos dos, una siempre conmigo como de la confianza que era de nuestro principal, y con la chispa montada le hice ver al Cortado que pusiera a mi disposición los tres zurrones y que se repartiría como era de justicia entre buenos cristianos. También le hice ver que el Andrés de Urdaneta era nuestro capitán por designación de quien podía hacerlo, y que el que se alzase contra él merecía la muerte y yo estaba dispuesto a dársela.
Se repartieron los zurrones, mas poco nos duraron, sobre todo el agua y al final nos tuvimos que beber los orines, creo que ya lo he contado, y ni recordarlo quiero pues me vienen bascas al estómago, pero entonces no tuvimos otro remedio. Cuando ya estábamos para morir dimos con un charco de agua y con unas matas de apio que fueron nuestra salvación y, por fin, con una marisma en la que había patos y yo pude apañar algunos con mi escopeta, loado sea Dios, que cerca estuvimos en aquella ocasión de dejar la vida, que morir nunca es grato, pero menos en aquella desolación en la que quedarían nuestros cadáveres al raso para ser devorados por los patagones que por todas las trazas también se apreciaba ser caníbales. A estos patagones seguíamos viéndolos, mas siempre en la distancia, y si tentaban de acercarse les tirábamos tiros a dar; eran todos de buen tamaño y los pies muy grandes, de ahí que por las huellas de sus pisadas les llamáramos patagones; ellas muy rollizas, de suerte que bien se colegía que aquellas carnes sólo podían lucir comiéndose los unos a los otros.
A partir de ese día comida no nos faltó, pues de lo que cazábamos guardábamos para cuando no había caza, y en cuanto al agua discurrimos arrancar la tierra que estaba helada y dejarla escurrir y así nos arreglábamos aunque su sabor fuera como de hierbas podridas, pero mejor que los orines ya era.
Aquí se vio el acierto que tuvo el señor Elcano nombrando como jefe de la expedición al Andrés de Urdaneta, pues el camino, a los comienzos, parecía que sólo era caminar orilla del estrecho, pero esto no era siempre posible ya que se levantaban tales acantilados que ni las cabras podrían atravesar, lo que nos obligaba a meternos tierra adentro, a veces varias leguas hasta vernos perdidos en aquella desolación, pero el Urdaneta con ese saber que tenía para todo lo que atañía a la geografía, siempre nos sacaba con bien porque acertaba con lo que más nos convenía, bien por el vuelo de las aves o la dirección de los vientos, o la forma de este acantilado o del otro, o la situación de las estrellas las pocas veces que se dejaban ver, y de no haber tenido ese jefe nos hubiéramos puesto a discutir los unos con los otros y otro hubiera sido nuestro final. Cuando por fin alcanzamos el lugar en el que se encontraban los restos de la Sancti se lo hice ver al Cortado que agachó la cabeza. La alegría de los que nos esperaban es de imaginar pues ya temían que las otras naves, al igual que la Sancti habrían naufragado y se sentían abandonados a su suerte hasta que el Señor se apiadara de sus almas.
De lo que fue el paso del estrecho baste considerar que nos llevó cosa de dos meses, según las cuentas de Urdaneta cincuenta días que para el caso da igual, y de las siete naves que entramos sólo salieron cuatro y todas muy maltrechas, y la peor de todas la nao capitana, la Santa María de la Victoria, con todo el codaste roto más tres brazas de la quilla. Con ser grande la contrariedad que sentía nuestro almirante, señor Loayza, viendo tan malparado navío en el que tanto confiaba, mayor dolor le produjo la deserción de los capitanes de la Anunciada y la San Gabriel que dieron la media vuelta cuando las cosas se pusieron bravas.
El capitán de la San Gabriel era don Rodrigo de Acuña, de noble cuna, pero en extremo orgulloso y poco dado a obedecer. Este Acuña, cuando todavía andábamos por el golfo de Guinea, tuvo un enfrentamiento con otro de los capitanes, don Santiago de Guevara, al extremo de que se desafiaron en duelo, lo cual no podía consentir el almirante general que castigó a uno y a otro, al Acuña a dos meses de arresto en la nao capitana, cumplido el cual y recuperado el mando de su navío, sólo pensaba en resarcirse de aquella afrenta y el modo fue abandonándonos cuando más podíamos precisar de su navío. días antes de su deserción, en presencia de donjuán Sebastián, el almirante general le dio orden de ir en busca del patache que andaba en apuros, a lo que el Acuña se negó alegando que estaba mala la mar, como si algún día estuviera buena; ante la insistencia del señor Loayza el Acuña le replicó de manera descomedida que no le mandara ir donde el señor almirante no quisiera hallarse. Terció donjuán Sebastián diciendo que en la mar no se podía consentir semejante desobediencia y tal descomedimiento, y que el Acuña merecía ir al cepo, pero el almirante se limitó a dar unas voces y de ahí no pasó.
Don Pedro de la Vera, el capitán de la Anunciada, se largó por su conveniencia ya que los navíos que desertaban de las escuadras españolas eran bien recibidos por los portugueses, con los que siempre andábamos en pugna, o por los franceses que acostumbraban a darles una corso, que era negocio muy provechoso. Tengo para mí que todos estos señores y grandes capitanes a la hora de tomar el mando, hacían grandes loas a cómo se debían al servicio de Sus Majestades Católicas, los reyes de España, pero cuando se les presentaba la ocasión presto se pasaban al servicio de majestades que no eran tan católicas, pero que les pagaban mejor; digo que los hubo que se pusieron al servicio de las majestades de Inglaterra, de los más contrarios a la fe católica, y de los que más daño hacían a la Corona de Castilla con sus piraterías polla ruta del Caribe. No digo que todos fueran así y nunca se le pasó por mientes semejante tropelía a nuestro señor Elcano, aunque los portugueses le hubieran pagado su peso en oro por lo mucho que sabía de la mar océana.
Con esta tristeza acometimos el último intento de salir de aquel infierno y creo que de no haberlo conseguido, allí nos hubiéramos dejado morir, pues la mar gruesa y el viento huracanado nos traía en un baile que sólo podía ser el de la muerte, y menos mal que del condumio sin estar sobrado no nos faltaba gracias a que acertamos a matar una foca que cuando se las ve en la distancia se muestran como animales muy pacíficos, pero así a que te vas a por ellos se enfurecen y con destreza impropia de sus carnes dan saltos y con los dientes quiebran toda clase de armas, tanto las lanzas como las alabardas, y hasta los arcabuzazos parece que no les hacen daño, pero ya digo que entre varios, a palos, pudimos con uno de ellos y su carne la pusimos en salmuera. También nos Ilici con pájaros bobos que, como su nombre indica, se dejan coger con sólo alargar la mano. Las avestruces con las que topamos son más fieras, pero logramos hacernos con huevos de sus nidos que son como diez veces los de una gallina, pero más salitrosos.
Cuando don Juan Sebastián porfiaba que estábamos ya por salir, y nadie se lo creía, comenzó a nevar y a depositarse la nieve en las angosturas que nos circundaban, poniéndose de un color azulado; el Urdaneta decía que la nieve blanca seguía siendo y que lo de la color azul era por el efecto de la luna, pero ¿qué luna, le decíamos nosotros, si no la veíamos nunca? Entonces Urdaneta daba otras razones, que no son del caso, y aquellas angosturas las bautizamos como el estrecho de las Nieves. Pero no era el único mal aquel meteorito, pues los patagones, como si creyeran que nos dábamos a la huida espantados y maltrechos, comenzaron a flecharnos desde las orillas, mas no a la luz del día, sino a la caída de la tarde para lo que encendían hogueras en las orillas para vernos mejor y una de esas noches se atrevieron a tentar de abordarnos subidos en dos de sus canoas, portando en las manos tizones encendidos, con gran griterío en son de amenaza, pero nada pudieron frente a nuestras culebrinas y les forzamos a volverse. Que no habían de poder con nosotros bien claro estaba, pero la marinería, de suyo supersticiosa, temblaba ante las hogueras que flanqueaban el estrecho, pensando que habían de servirse de alguna brujería para acabar con nosotros. Y llegaron a pensar que una de esas brujerías fue enviarnos una plaga de piojos como no se había visto cosa igual; el marinero está hecho a tener consigo a los piojos pero no hasta aquel extremo pues un marinero gallego murió ahogado por la plaga o, a lo menos, encontramos su cadáver tan lleno de ellos que ponía espanto verlos. De día se podían soportar, con no poca molestia, pero llegada la noche se enfurecían los asquerosos animalitos y era un no vivir. El gallego murió una de esas noches, y no es cierto lo que se dice de que los piojos sólo se ensañan con los seres vivos, pues muerto estaba el hombre y allí seguían cebándose con él, y cuando por fin le dimos sepultura en la mar, se fueron tras de él.
La salida del estrecho parecía no ser cosa de este mundo; el frío era tan glacial que no había ropa que pudiera protegernos de él; el estruendo que producían las aguas de un océano y otro al encontrarse nos aturdían, aunque el Urdaneta decía que ese ruido era la mejor muestra de que nos encontrábamos a las puertas del océano; don Juan Sebastián nada decía, sólo atento a los instrumentos de navegar y tomando muchas veces él mismo la rueda del timón; las montañas a ambos lados se mostraban más azules que nunca y Urdaneta cambió de parecer y dijo que cuando las nieves llevan siglos en un mismo lugar, se ponen de ese color; y los patagones seguían con sus hogueras, muy furiosos lanzándonos flechas aunque ninguna nos llegó a herir. Pese a tanta adversidad en algunos momentos me sentí prendido por la belleza de aquel discurrir por canales sobre cuyas nieves azuladas se reflejaba el vivo fulgor de las hogueras patagonas, y con aquella música de la mar embravecida que al Urdaneta le ponía en éxtasis y me susurraba: «Andonegui ¿has visto la grandeza de la creación?» Otras veces se admiraba de que unos seres insignificantes como nosotros pudiéramos dominar tanta grandeza, aunque yo le hacía ver que no la habíamos dominado del todo, pues eran muchos los que se habían muerto por el camino, y más de uno los navíos que llevábamos perdidos.
Que fue hazaña y grande no se puede discutir, pues son pasados más de cuarenta años y pocos son los que han podido acometer otro tanto. La última ocasión en que lo tentaron, según consta en los archivos de la ciudad de México, lo hizo un navegante de nombre Ladrilleros que se internó en el estrecho con tres navíos, y sólo cuatro hombres salieron con vida. ¿Cómo no sentirse ufano de aquella hazaña? ¿Cómo no dar gracias continuas a Dios por la benevolencia que tuvo con nosotros?
Todos soñábamos que una vez que alcanzáramos el océano Pacífico se terminarían nuestras penas y al principio fue así, pues las aguas se mostraban más calmas y por ellas se movían bancos de sardinas que con redes muy rústicas se dejaban coger y otro tanto puede decirse de los toninos, que tienen más aprovechamiento que las sardinas pues de ellos se saca una grasa buena para alumbrar en los candiles, pero cuán poco nos duró esa dicha ya que cuando menos lo pensábamos se levantó una tormenta, tan grande que maravillaba, pero tan malvada que puso fin a la escuadra de frey García Jofre de Loaysa, causándole tanta pena que el almirante de allí a poco murió, aunque si bien se mira lo que le mató no fue la pena, sino el mal de encías [3], aunque algunos pensamos que cuando le entró ese mal poco hizo por luchar contra él y prefirió dejarse morir pese a ser tan buen católico.
Pasados los años algo supimos de lo que fue de cada uno de los navíos que la componían, pero entonces sólo padecíamos los que navegábamos en la Santa María de la Victoria, que nos habíamos quedado solos y todo hacía suponer que los otros navíos eran idos a pique. No hay cosa más deseada en la mar que navegar en conserva, muy cerca unas naves de las otras, de suerte que si a una se le rompe el palo mayor, o hay que achicarle el agua, las otras son prestas a ayudarla; en conserva sólo acertamos a navegar cuando atravesamos la mar atlántica, porque en llegando al estrecho, que es como un laberinto, días había que no nos veíamos de unos navíos a otros, y hasta de los que desertaron confiábamos que estarían perdidos en alguna cala oculta, pero que acabarían por aparecer. Mas la tormenta que nos pilló a la salida del estrecho fue por demás, y si nosotros salimos con bien, aunque con la nave más herida, fue porque don Juan Sebastián dispuso que sólo habíamos de navegar con el papahígo del trinquete que es como se deben bandear estos temporales. Cuando tras la tempestad vino la calma, que es un dicho muy marinero, nos pasamos cosa de quince días, o más, quizá un mes, dando vueltas por ver de encontrar a los otros navíos, y a lo más encontramos restos del naufragio del patache, por lo que le dimos por perdido, y con él a los demás, y emprendimos la ruta de la isla de los Ladrones que según donjuán Sebastián era la más próxima, pese a que eran muchas las leguas que nos separaban de ella, cosa de más de dos mil. Esto lo dijo porque ya le había entrado el mal de las encías y no estaba en su ser natural, pues ya queda dicho que por su gusto nos hubiéramos encaminado hacia las costas de Cipango ya que desde que hablara de ella un italiano, de nombre Marco Polo, todos los navegantes de este siglo la tenían por el paraíso de la felicidad. ¡Ay, locura la del hombre, buscando siempre paraísos en este mundo para nunca dar con ellos! ¡Cuántas tierras no habré recorrido en mí ya larga vida, moviéndome por islas y mares, tan benéficos, que de primeras nos parecían el paraíso, para pronto acabar cansado de ellos! Y en esta ancianidad de mi vida, tan regalada en esta región de Ávalos de la Nueva España, discurro que el verdadero paraíso estaba en nuestro caserío de Zumaia, cuando el otoño llama a las puertas con su colorido tan hermoso de árboles fugaces, y junto al fuego de una buena chimenea se asan las manzanas en sus brasas. ¡Ah, el olor de la manzana tierna cuando se tuesta al fuego de ramas secas de haya! ¡Cuán poco necesita el hombre para ser feliz, y cuánto lucha por conseguirlo por caminos extraños, a veces de perdición, para nunca conseguirlo!
Volviendo a lo que nos ocupa, la soledad de sabernos solos en la inmensidad del océano Pacífico no es para descrita; siempre soñábamos que, en cualquier momento, veríamos asomar la vela de alguno de los otros navíos, y no cejábamos en esta esperanza. Un día muy calmo uno de los vigías, que era del mismo Sanlúcar de Barrameda, de no mucha edad, comenzó a clamar que en la distancia se divisaba no una, sino varias velas, y nos dimos cuenta de cuál era el mal que padecía cuando comenzó a contarlas y le salía más de una docena, y todo con gritos tan desaforados que bien a las claras estaba la locura que le había entrado que, además, resultó ser contagiosa pues otros marineros también decían que veían lo que sólo estaba en su imaginación.
Donjuán Sebastián, como siempre, dando muestras de gran serenidad, nos dijo que mejor era navegar en conserva con otros navíos, pero que él se había navegado con una nao más menguada que la Santa María de la Victoria, todo el océano índico más el Pacífico y buena parte del Atlántico, y allí estaba para contarlo. ¡Quién le iba a decir en tales momentos cuán poco tiempo le quedaba para seguir contándolo! También nos dijo que si la nao estaba maltrecha, en nuestra mano estaba el remendarla que medios teníamos para ello.
Ahora viene a cuento que relate lo que pasados los años, más de once, vine a saber de las naos que diéramos por perdidas, y que no lo fueron del todo aunque a alguna más le hubiera valido que fuera así.
El patache Santiago, al mando del capitán Guevara, de los buenos y honrados, logró salir con bien de la tempestad y también anduvo de un lado para otro tentando de reunir los navíos dispersos, hasta que perdida toda esperanza tomó el rumbo de la Nueva España porque su piloto, muy versado en cosas de la mar, de nombre Arango, le hizo ver que sin apenas provisiones de boca era impensable que pudieran alcanzar la isla de los Ladrones y, por contra, aunque con esfuerzo, podrían llegar a las costas de México que, según sus cuentas, se encontraban a menos de mil leguas, y así lo hicieron con tan mala fortuna que cuando estaba a su vista saltó la calma y si se alzaba un poco de viento era más bien para apartarlos de la costa, con no poca desesperación pues se veían morir sin fuerzas para hacerse con el navío. Y entonces es de admirar la hazaña que acometió un santo varón bien conocido de mí, ya que aunque nacido en Cestona, de Ipuzcoa, había estado de cura párroco en Zumaia, hasta que se enroló como capellán en nuestra escuadra; digo santo varón en aquella ocasión que, en otras, pese a su hábito sagrado se mostraba muy revoltoso y era de los que discutía las órdenes que emanaban bien del almirante, bien de donjuán Sebastián, y este último, con el debido respeto, no tuvo otro remedio que ponerlo en el cepo para que se le sosegase el ánimo. Mas esa misma impetuosidad de mucho les sirvió en tan apurado trance, pues no teniendo el patache batel del que servirse, se las apañó con un cajón de madera que lo embreó con un poco de brea que les quedaba, y valiéndose de unos remos, también muy rústicos, logró alcanzar la costa de Nueva España; los indígenas que lo vieron lo tomaron por una aparición, mas cuando vieron que no era espíritu avisaron a unos castellanos que había no lejos de allí y así fue como se pudo rescatar el patache Santiago con todos sus tripulantes medio muertos, aunque no del todo. El capitán general de México, que lo era el notable Hernán Cortés, recibió a donjuán de Areyzaga, que tal era el nombre del capellán, con grandes muestras de admiración, y le dio un puesto no sé si de obispo o de administrador apostólico en su demarcación.
Sigamos ahora con la San Lesmes de la que menos se sabe, sólo que los del patache dicen que acertaron a verla después de la terrible tempestad, pero no aseguran si en trance de irse a pique o de seguir navegando, y también han llegado noticias de otros navegantes que pasados los años, navegando por islas del Pacifico, dicen que encontraron un crucifijo alzado que por las trazas tenía que haber pertenecido a un navío de Castilla y que éste podía haber sido el San Lemes, eso nunca se sabrá, pero lo que sí se sabe es que los marineros que alzaron aquel crucifijo murieron todos en aquella isla, que era de las más míseras y abandonadas del Pacífico, que las hay muy hermosas y ricas, digo islas, pero también otras que son de roca con algún volcán que no deja prosperar nada de lo que hay en su derredor. Con ser malo el destino de estos marineros, peor fue el que les cupo a los del último navío de nuestra escuadra, la Santa María del Parral, y por eso decíamos a los comienzos de esta parte del relato, que más le hubiera valido irse a pique.
Esta nao era la que mandaba caballero tan cumplido como don Jorge Manrique de Nájera, de noble cuna y bien mandado pues nunca discutió las órdenes que recibía, y en cuanto a su talante sólo diré que fue aquel que cuando le levanté un buen puñado de doblones en la partida que hubimos en La Coruña, la víspera de la partida, supo hacer buena cara y retirarse sin un mal gesto, pese al afán que había puesto en ganarme unos zarcillos que yo había apostado, que deseaba que lucieran en las orejas de una dama cuyo nombre no podía pronunciar. ¿Qué mal pudo hacer tan cumplido caballero para recibir acerba muerte de manos de quienes le debían estar sujetos? 1,1 mal estuvo en que en su tripulación figuraba el sujeto del chirlo en el rostro, el Cortado, el mismo que ya tentó de sublevarse contra el Urdaneta cuando íbamos en busca de los náufragos del Sancti y yo le paré amenazándole de muerte con la escopeta y si hubiera cumplido mi amenaza, otra hubiera sido la suerte de aquellos desgraciados que, como se verá, para todos fue ingrata.
La Santa María del Parral salió con bien aunque como todas muy herida de la terrible tormenta, y su capitán determinó seguir hacia la isla de los Ladrones según la hoja de ruta convenida para caso de dispersión, a lo que se opusieron algunos de la tripulación al principio con buenas razones por mor de la distancia y carencia de munición de boca, hasta que intervino el Cortado y unos malvados que le eran fieles, y querían hacer de la Santa María del Parral un barco pirata y zanjaron toda discusión dando muerte por sorpresa y a traición al noble don Jorge Manrique de Nájera, a un hermano de éste y a los otros oficiales. ¿De qué les sirvió? ¿De qué sirve un navío si no hay dentro de él quien sepa pilotarlo? Muerta la oficialidad, la nao en manos de aquellos truhanes fue dando tumbos hasta venir a recalar a una isla que no soy a nombrarla, aunque dicen que era la de Sanguin [4], muy poblada y cuyos habitantes estaban hechos a pelear con los portugueses y, por eso hicieron otro tanto con los de la Santa María del Parral a los que dieron muerte, salvados tres que se refugiaron en una isla vecina y con sus arcabuces se hicieron fuertes, y luego lograron la amistad de los indígenas ayudándoles a matar a sus enemigos. El Cortado murió en el primer envite con los indígenas, y puede que los tres que salieron con vida no fueran de los más culpables de la rebelión, pero lo pagaron por todos, por lo siguiente: pasaron los años, según mis cuentas no menos de cuatro, y de México, y por orden del gran Hernán Cortés que ya sabía de nuestra suerte gracias a donjuán de Areyzaga, salió una escuadra en nuestra busca al mando del caballero extremeño don Alvaro de Saavedra, creo que los navíos eran tres, pero que llegara hasta nosotros sólo La Florida, pero a su paso por esa isla que puede ser la de Sanguin, aparecieron los tres desertores muy ufanos creyendo que nada se sabía de su fechoría y que eran salvos con la llegada de aquel navío que les retornaría a Castilla. No acierto a saber si esto sucedió en el viaje de ida o en el de vuelta, pero lo que sí sé es que don Alvaro de Saavedra tenía noticia de aquellos malvados a los que hizo presos, juzgó y mandó ajusticiar en la isla de Tidor. Y, después de hacerlos ahorcar, los despedazó como es costumbre en los crímenes abominables, y pocos los hay tanto como alzarse en la mar contra quienes traen su autoridad de Sus Majestades Reales.
Aclarado lo que fue de cada una de las naves de tan cumplida armada, volvamos a las desgracias que nos tocaba padecer en la nao capitana, y la primera de todas fue la muerte de nuestro capitán general frey García Jofre de Loaysa muy sentida, pues lo que le faltaba de buen marino lo tenía de trato afable con los que estaban bajo su mando, aunque a veces no se hiciera respetar por gente tan levantisca como suelen serlo los marineros en la mar. Según la Relación de Urdaneta esto sucedió el 30 de julio del 1526 y tan pronto le dimos sepultura en la mar, procedía abrir ante el Contador de Su Majestad, don Iñigo Cortés de Perea, una Instrucción secreta que traíamos de la cesárea Majestad de Carlos V en la que se disponía quién había de sucederle. ¿Cabía duda que éste no podía ser otro que donjuán Sebastián Elcano, segundo en el mando en vida del señor Loaysa? Cabía, puesto que Su Majestad cesárea era muy dado a conceder los cargos por nobleza de la sangre y la de donjuán Sebastián era mediana, y había capitanes de otros navíos de más alcurnia y así podía seguir el señor Elcano segundo en el mando con otro por encima de él. (Que los otros navíos estaban desaparecidos no lo sabía Su Majestad cuando redactó la Instrucción.)
Esta Instrucción había de abrirse con gran solemnidad delante de toda la tripulación, a la hora del mediodía después de rezar una Salve a la Virgen María, y de buena mañana yo me hice con ella pues el Urdaneta no cabía en sí de inquietud temiendo que se pudiera hacer semejante afrenta a su principal, digo que no se le nombraba como capitán general. Poco costóme hacerme con ella porque en mi condición de escribano estaba a las órdenes del Contador de Su Majestad, caballero de avanzada edad que tenía un mal en el pecho —no el mal de encías, sino otro que decía él—, que sólo se lo curaba bebiendo a todas horas un aguardiente que cuando no lo había en el barco, se lo hacía él mismo, pues por nada le podía faltar y, por eso, yo podía entrar en su cámara sin que lo advirtiera dormido como estaba, siempre con la boca abierta y muy desaseado. Abrí la Instrucción y cuando me confirmé que los temores del Urdaneta eran vanos la volví a lacrar poniendo cuidado que coincidiera el sello, pero sin mucho apuro pues sabía que el Íñigo Cortés me ordenaría que la abriera yo, pues él gustaba dárselas de gran señor, servido en todo, amén del mareo que se traía con el mal del pecho y el remedio que le aplicaba.
Tan pronto hube la noticia fui a darle cuenta al Urdaneta, que se encontraba al cuido de don Juan Sebastián que ya comenzaba con el dichoso mal de las encías, pero nada hacía suponer que seguiría presto los pasos de don frey García; este mal es muy súbito y casos hay que comienza por la mañana y a la noche muerto es el desgraciado, aunque no siempre; y también otros en que comienza el mal y luego desaparece, y eso confiábamos que le pasaría a nuestro señor Elcano, vigoroso como era ya que nunca se sabía que hubiera estado enfermo. ¡Cuánta desgracia lleva esta peste, que otro nombre no merece, a los navíos! Comienza con un dolor en las encías, cosa de nada, hasta que se dan a crecer y crecer, y yo vide de sacar a un marinero tanto grosor de carne de las encías, como un dedo, y al otro día tenerlas de nuevo crecidas como si no le hubieran arrancado nada; luego se pone un dolor muy grande en el pecho y es cuando unos mueren y otros no. En la Santa María de la Victoria, desde que dejáramos el estrecho de Magallanes, de este mal murieron treinta hombres. Yo nunca lo he padecido, loado sea Dios.
Donjuán Sebastián se encontraba con una hinchazón en las encías, el rostro algo arrebolado como cuando se tiene calentura, pero por todo lo demás en su ser natural, y al darle yo la noticia de que ya era capitán general y el modo cómo lo había sabido, fingió un gesto de enfado con la mano, y díjome: «Latina zimarkun!», que en el habla castellana quiere decir que era un latino tramposo, pero bien contento que se le veía, aunque algo se lamentó de que el nombramiento pensado para siete navíos le viniera para mandar sólo sobre uno, a lo que el Urdaneta, que se mostraba más ufano que su principal, le replicó que todavía estaba por ver si no aparecería alguna de las naos perdidas, o nos las toparíamos en la ruta de los Ladrones, mas donjuán Sebastián movió la cabeza con gesto de desánimo, y en eso acertó.
Al mediodía, como previsto, procedí en presencia del Contador Real y de toda la tripulación a la apertura de la Instrucción real y, como quien nada sabe, leí su contenido que fue recibido con gritos de júbilo por la marinería por el mucho amor y respeto que sentían por nuestro señor Elcano, y el artillero mayor, que era de Cetaria, dispuso por su cuenta tiros de culebrina, que mandó cesar el nuevo capitán general alegando que esa pólvora podíamos precisarla para menesteres más graves. Esto lo dijo con buenos modos, contento como se le veía y ataviado con el mejor de sus trajes, el del jubón de tafetán plateado que había de dejar en herencia al Urdaneta; luego dispuso que cada uno volviera a su quehacer que era mucho el que teníamos, no sin antes acordar que se repartiera una ración de aguardiente por cabeza, para festejar el nombramiento. El día más hermoso no podía estar, pues habíamos dejado a nuestras espaldas los fríos glaciales del estrecho y todavía no éramos entrado en los calores del Pacífico que son con mucho mejor que los fríos para los pobres marineros, pero que llegan a asfixiar.
Cuán poco pudo disfrutar don Juan Sebastián de su nombramiento, aunque algo lo disfrutó, pues mientras conservó fuerzas subía a la cubierta para dar órdenes, y fue de las veces que le vimos acariciar las amuradas, como se acaricia la piel de la mujer amada; esto lo hacía cuando salía de noche y creía que no era visto por nadie.
Cuando nos encontrábamos a un grado de la equinoccial se sintió morir y, como buen cristiano que era, hizo testamento muy sentido ante don Íñigo Cortés de Perea, sirviéndole yo de amanuense, y el Urdaneta, entre otros, de testigo. Fue de llorar ver el cuidado que ponía para todo lo que atañía a su alma, invocando la preciosa sangre de Cristo en la Cruz y la intercesión de la Santísima Virgen María para que cuidara de él en aquel trance, mostrándose muy compungido por no haber podido desposar a la María Dernialde a la que dejaba una manda de cien ducados de oro, más otras rentas que le debía el emperador, parte de las cuales debían emplearse en misas por su alma diciendo dónde habían de celebrarse éstas, a saber, en la iglesia de San Salvador, en la de la Magdalena y en la de San Sebastián, todas de Zumaia, y quería que las oficiara un hermano que tenía sacerdote, de nombre don Domingo, por el que sentía gran devoción y, en ocasiones, solía decir que había acertado mejor que él en el camino que había tomado. Luego venían otras mandas y al Urdaneta, además del traje de tafetán, le dejó una arroba de aceite que guardaba en su cámara y treinta y tres quesos. Oyéndole hablar así, era de ver cómo lloraba el Urdaneta viendo que se le moría quien había sido para él más que un padre.
Al otro día la calentura no le dejaba estar y deliraba con cosas de la mar, y otras veces con los amores de su juventud, y cuando recobraba el juicio se lamentaba una y otra vez «¡Ay, ay, ay! ¿Qué ha sido de mi vida?», y por el modo en que lo decía parece que se le daba poco de las hazañas tan cumplidas que había acometido, tal como la de ser el primero que diera la vuelta al mundo, y se dolía del desperdicio de su vida pasada. El Urdaneta, que no se apartaba de él ni de día ni de noche, le consolaba y le recordaba cuán gran capitán había sido y cuántos caminos nuevos había abierto para otros en la mar, a lo que el moribundo negaba con la cabeza y seguía con sus lamentaciones. A lo último se quedó muy sosegado y, según la Relación de Urdaneta, entregó su alma a Dios el día 6 de agosto del 1526, festividad de Justo y Pastor, hermanos mártires en la ciudad de Alcalá de Henares. Le dimos sepultura en la mar que tanto había amado, esta vez también con disparos de culebrina.