Ahora empezaba

Ahora empezaba a entenderlo. No era tan sólo que su simulacro de vida hubiese calcinado por completo sus escrúpulos morales, o acallado para siempre su conciencia, sino que lo había vaciado por dentro, de tal modo que su verdadera y más secreta identidad era la ausencia de ser, como un libro sellado con siete sellos que, cuando por fin es descerrajado, nos revela que contiene páginas en blanco. Antonio se veía como una especie de agujero negro o vacío cósmico que engullía entre sus fauces todo lo que quedaba preso de su campo gravitatorio, la encarnación de una angustiosa y absorbente nada que, a la vez que se aniquilaba a sí misma, aniquilaba a quienes a ella se acercaban, aunque fueran, como Consuelo, personas a las que podría haber llegado a querer en una vida anterior, o sobre todo a esas personas precisamente. Del mismo modo que el cero, mediante la multiplicación matemática, destruye cualquier otro número, Antonio engullía en su nada cualquier vestigio de vida próxima, irradiando en su derredor un campo magnético vaciador, una fábrica incesante de nada. Y Consuelo, como la polilla que se muere abrasada por el fuego en torno al cual revolotea, había osado adentrarse en ese vacío devastador.

A la mañana siguiente, Consuelo había desaparecido. Había encerrado en una maleta unos pocos enseres y ropas (no, desde luego, el abrigo de Pertegaz, que quedó en su habitación, arrugado y huérfano como un espantapájaros) y abandonado el piso de Claudio Coello sin dejar ni una nota de despedida, ni una dirección o teléfono donde Antonio pudiera encontrarla, ni ninguna otra seña que permitiera seguir su rastro. Antonio sabía que estaba huyendo, antes que de él, de sí misma; apresuradamente, ciegamente, sin otra brújula ni meta que escapar a la vergüenza, escapar tal vez a su propia conciencia (pero, puesto que la tenía, era un vano empeño), dejando atrás aquel episodio lacerante, pero el veneno del vacío que irradiaba Antonio ya le había sido inoculado, como una lenta e indeleble espina. Aunque intuía que tarde o temprano volvería a verla, Antonio trató de dar con su paradero: sabía que no tenía amigos ni parientes que pudieran alojarla en varios cientos de kilómetros a la redonda; llamó a los estudios Chamartín, donde le confirmaron que había concluido su trabajo y regresado a casa; y tal vez así fuese, pues Margarita, la hermana de Mendoza, no daba señales de vida que revelaran inquietud alguna, lo que le permitía deducir que, o bien Consuelo había, en efecto, retornado a San Sebastián, ocultando a sus padres la razón de su impremeditada y repentina huida de Madrid (pero no parecía muy plausible que Margarita no le telefonease o escribiese, para agradecerle la hospitalidad brindada a su hija durante aquellos meses), o bien que no había retornado pero mantenía a sus padres tranquilos y engañados, llamándolos de vez en cuando, como si aún estuviese con su tío Gabriel. Lo que significaba, en uno u otro caso, que Consuelo al menos no había cometido por el momento ninguna locura, tal como tratar de suicidarse. Por supuesto, Antonio no llamó a la hermana de Mendoza, para no delatarse.

Seguir viviendo en el piso de Claudio Coello se le hizo enseguida intolerable, pues no hallaba cosa en que poner los ojos que no fuese recuerdo de su felonía; y todas las pertenencias que Consuelo había dejado olvidadas en su huida —o de las que, aprovechando tal huida, se había desprendido—, como las cosas que revelaban que ella las había utilizado —cosas tan nimias como una pastilla de jabón o un cazo para calentar la leche— eran dulces prendas para su mal halladas. Así que volvió a instalarse en el piso de Paloma, a quien cada vez veía menos, pues había debido de cogerle gusto a refugiarse en casa de su tía segoviana, y además era muy requerida por los anormales que se disputaban sus servicios (gremio al que acababa de incorporarse, con entusiasmo de neófito, Demetrio) y la llevaban de excursión, siempre a gastos pagos. Y cuando coincidían ambos en el piso, lo hacían como dos inquilinos sonámbulos que fingen no conocerse, o que se conocen tanto que prefieren rehuir el trato, para no despedazarse. La concupiscencia de Antonio, después de haber profanado a Consuelo, parecía tan amordazada o amortizada que ya ni siquiera necesitaba a Paloma para sus sórdidos desahogos venéreos; y Paloma había extremado las precauciones que siempre había adoptado con los hombres, manteniéndose a una cierta distancia de Antonio, pues había avizorado, acaso con mayor clarividencia que nadie, que su vida interior era un vacío demasiado tenebroso. Nunca más se habían repetido episodios tales como el allanamiento del falso fumigador de termitas, y el teléfono había dejado de sonar a horas intempestivas; de lo que Antonio dedujo, confirmando la impresión que siempre había tenido, que la responsable de tales sobresaltos era la propia Paloma, empecinada en ganarse un sobresueldo ordeñando a tipejos de gustos sexuales aberrantes o sólo pintorescos que, allá en las entretelas de su alma, quizá alimentasen a un psicópata, como quien alimenta un jilguero en su jaula.

Había perdido toda esperanza en hallar el pretendido botín que el padre de Mendoza había dejado a su vástago para que lo dilapidase, lo quemase o entregase a los pobres, pues ya no le quedaba recodo alguno que explorar en el piso del Retiro, ni armario que vaciar o desmontar, ni baldosa o pared que auscultar, en busca de alguna oquedad en la que pudiera esconderse un dinero que ya tal vez aquel canalla socarrón hubiese dilapidado o quemado o entregado a los pobres antes de morir; y empezó a pensar que aquella carta póstuma no era sino una trampa o cebo que, en un sibaritismo de la venganza, había tendido a su propio hijo, en un intento de pervertirlo, convirtiéndolo en un afanoso desenterrador de un ficticio dinero ganado marrulleramente, después de que ese mismo hijo hubiese renegado de las marrullerías paternas. Descartado el hallazgo de aquel improbable o fantasmagórico botín, que había sido el objetivo inicial de su simulacro de vida, Antonio decidió que no le restaba otra salida sino hacer mutis por el foro, despojándose de la camisa de Gabriel Mendoza como antes se había despojado de la de Antonio Expósito, para adentrarse en los páramos del anonimato, donde un hombre sin atributos o culebra como él sabría arreglárselas; pero aún confiaba en poder amasar una pequeña fortuna, aunque fuese laborando honradamente, que facilitara su adopción de una nueva identidad (o la adopción de una máscara que disfrazase su verdadera y más secreta identidad, que era la ausencia de ser). Y, para cumplir ese designio más modesto, se empeñó en hacer próspera la compañía de transportes, buscando infatigable nuevos clientes, u ofreciendo a los que ya tenía servicios mejores; y, enfrascado en esta porfía, se pasaba las noches de claro en claro y los días de turbio en turbio en su despacho del garaje del paseo de Extremadura, trabajando con más denuedo del que jamás hubiese empleado en ninguna otra actividad, ni en su simulacro de vida presente ni tampoco en su vida anterior. Allí, en su despacho del paseo de Extremadura, fue donde apareció finalmente Consuelo, una tarde de la última semana de febrero, cuando ya las tinieblas se cernían sobre el crepúsculo.

—¡Consuelo! —exclamó—. ¿Dónde demonios te habías metido?

En otras circunstancias, confundida entre la multitud o vestida con unas ropas que no fuesen las que Antonio conocía, podría haberle pasado inadvertida. Aquella belleza esplendente y pizpireta que la iluminaba se había apagado por completo, o había sido suplantada por otra belleza, más aflictiva y como magullada, que le echaba diez o quince años encima: su mirada había extraviado aquel brillo expectante de antaño, y rodeaban sus ojos cercos de lividez que delataban amargas noches de insomnio; su tez, tan saludablemente nívea, se había tornado macilenta, y sus pómulos patricios, dulcificados por un suave rubor que hacía innecesario el maquillaje, eran ahora tan huesudos y cetrinos que más bien parecían una premonición de la calavera. Su melena castaña, que nunca se cardaba y sin embargo respondía al paso del cepillo cobrando un volumen lustroso, como de bandera al viento, pendía ahora lacia y desarreglada, greñuda y mate. Su vestido era el mismo que llevaba puesto el día en que Antonio fue a buscarla a la estación, pero desarreglado y mugroso; y se cubría con una zamarra llena de tazaduras que borraba por completo sus senos y su talle, una zamarra que nunca antes de suceder lo que sucedió se habría puesto, ni para bajar a comprar el pan.

—Dios santo, qué te has hecho…

Precipitadamente, Antonio corrió a cerrar la puerta del despacho y le acercó una silla, pero Consuelo renunció a sentarse, taladrándolo con sus ojos opacos, de los que había desertado cualquier emoción.

—¿Y a ti qué te importa lo que me haya hecho? —musitó con una voz átona.

—¿Cómo puedes hablar así? —se fingió ofendido—. Llevo meses sin dormir, buscándote.

Era verdad que la vigilia se había apoderado de sus días, aunque no la hubiese empleado en averiguar su paradero. Consuelo sonrió desganadamente.

—¿En serio? Pues no lo parece. Se te ve como un pimpollo.

—No seas injusta conmigo, Consuelo. —La había tomado por los hombros, que tenían aristas desconocidas para él, como si alguien hubiese desordenado sus huesos, colocándolos en ángulos inverosímiles—. He estado noche y día preocupado por ti.

Trató de acariciar su mejilla, escareada por el frío, pero Consuelo volvió el rostro, sacudida por un repeluzno.

—No quiero tu preocupación, no quiero nada de ti.

Le acercó todavía más la silla, hasta rozar sus pantorrillas, en las que no faltaban los arañazos propios de quien camina entre zarzas y abrojos, y la obligó a sentarse, haciendo presión sobre sus hombros.

—Estoy viviendo en Sigüenza, en una pensión —dijo con la misma voz átona, como si estuviera en trance—. Todos los días voy a visitar la capilla del Doncel.

—¿Y qué se te ha perdido en la capilla del Doncel? —preguntó Antonio, algo exasperado.

Al reparar en su mirada perdida y en su voz extrañamente salmódica, Antonio temió que hubiese enloquecido.

—Estoy allí durante unas horas, incluso he conseguido hacerme amiga de un sacristán de la catedral que abre la verja sólo para mí. —Tragó saliva casi con dolor, como si hubiese perdido la costumbre de hacerlo y los conductos de la garganta se le hubiesen sellado—. Hace que me sienta limpia y en paz. Me pongo en presencia de Dios y le pido perdón por mis pecados; y mientras estoy allí estoy a salvo…

Pero ya nada podía alejarla del agujero negro o vacío cósmico en el que había sido engullida. Antonio tabaleaba nervioso con los dedos en el escritorio, y se mordía el labio inferior, hasta probar el sabor de su venenosa sangre.

—Basta, Consuelo —la interrumpió—. ¿Por qué te alejaste de mí?

—No me alejé de ti, Gabi, por desgracia ya nunca podré alejarme de ti. —Por primera vez lo miró, reclamada por su vacío irradiador—. Trataba de huir de mi propia conciencia, pero pronto descubrí que era inútil, porque la conciencia siempre viaja contigo; si es que la tienes, claro. —Antonio entendió que él quedaba, pues, excluido de padecer tan pertinaz compañía—. He rezado mucho en estos días, Gabi, también por ti.

—¿Por mí? —preguntó Antonio con rechazo.

—Sí, Gabi, por ti. Aunque no lo creas, lo necesitas mucho más que yo. —Quiso sonreír, pero las comisuras de sus labios sólo pudieron esbozar un rictus sardónico—. Aunque te parezca increíble, tú eres más débil que yo. Te admiraba mucho, Gabi, mucho más de lo que pueda haber admirado nunca a ninguna otra persona, pero he descubierto que en realidad eres la persona más digna de compasión del mundo, porque no tienes otro recurso contra tu debilidad que hacer a los demás también débiles, ni otro remedio contra tu propia degeneración que corromper a los otros. —Antonio quiso hablar, pero Consuelo se lo impidió—: No, no pretendo culparte por lo que ocurrió aquella noche; cada uno tiene que responder de sus propios actos, y yo tengo desde luego que responder de los míos, que fueron lamentables. Pero tú también tendrás que apechugar con los tuyos, Gabi, cosa que no has hecho hasta ahora. Tal vez lo que vengo a decirte te obligue a reaccionar.

Hablaba con una calma que era más bien impasibilidad. La impasibilidad de quien, habiendo sufrido mucho, ya sólo espera seguir sufriendo. Antonio no conseguía reprimir su desasosiego:

—¿Qué vienes a decirme, Consuelo?

—Que estoy embarazada, Gabi, eso vengo a decirte. Lo sospechaba desde hace casi un mes, pero ya no me queda ninguna duda: el médico de Sigüenza me lo ha confirmado. —No había subrayado la revelación de énfasis alguno, como si estuviera enunciando el castigo inexorable que correspondía a su pecado—. Te follaste a tu sobrina y la dejaste embarazada. Yo me entregué a ti en una noche de debilidad en la que perdí todo sentido de la decencia, pero tú fuiste preparando el camino para que eso ocurriera, ¿verdad que sí, tiíto? —La recuperación de aquel apelativo familiar resultaba entonces más hiriente que nunca—. Y, cuando después de una primera intentona, fracasaste, volviste a hacerlo después de que yo saliera del baño. No podías dejar escapar la presa que habías merodeado durante meses…

Antonio trató de romper su salmodia:

—Consuelo, te equivocas si…

—¡Cállate, maldita sea! —gritó, en un estallido impremeditado de rabia que alteró por completo su expresión—. ¿No te paraste a pensar que después de aquello ya nunca podría ser la misma? ¿Que ya nunca podría vivir conmigo misma? Por supuesto que no. Sólo querías satisfacer tu apetito; y todo lo demás te importaba un comino. Por eso te dedicaste a aturdirme con tus cortesías, a confundirme con tus encantadoras palabras, hasta que hiciste de mí una marioneta que se movía al dictado de tus manos. ¡Imagino que estarás orgulloso de ti mismo, Gabriel Mendoza!

Se entregó a un llanto convulsivo, al que sin embargo no acudían las lágrimas, un llanto seco que tenía algo de arcada. Antonio se puso en cuclillas y volvió a tomarla de los hombros desmoronados:

—Consuelo… tranquilízate. Encontraremos la manera de salir de ésta.

Ella alzó la cara, azotada por un latigazo de amargura:

—¡Claro, siempre hay alguna manera! Puedo tirarme al río, por ejemplo.

Antonio sabía que lo que iba a decir sonaría cínico; pero el cinismo era ya su rutina, y su única escapatoria:

—Por favor, Consuelo, comportémonos como adultos. Me refiero a alguna manera racional. Simplemente, dame un poco de tiempo.

Por «adulto» y «racional» quería decir canalla y canallesco; pero Consuelo aún no lo captaba:

—Tienes todo el tiempo del mundo, Gabi. Todo el resto de tu vida. Como yo…

Le alzó la barbilla con la mano mutilada que en otro tiempo Consuelo había mirado con acendrada piedad, casi con dulzura. Procuró aliviar de truculencias sus palabras, para que todo resultase más adulto y racional:

—No tenemos por qué arrastrar el error de una noche de por vida, Consuelo. Afortunadamente, existen métodos…

Consuelo seguía sin comprender:

—No existen métodos que puedan dormir la conciencia.

—No me estaba refiriendo a tu conciencia, Consuelo —dijo, con fatigada condescendencia—. Me refería a algo mucho más eficaz e inmediato. ¿Lo dejarás en mis manos?

—¿Por qué no? —se encogió de hombros, sarcásticamente—. Nada tengo que perder ya. ¿Qué piensas hacer? ¿Dejar al niño en el torno de un convento? ¿O tal vez hipnotizarme, para convencerme de que no estoy preñada?

Antonio ni siquiera atendía a las mofas de Consuelo. Le urgía mucho más aclarar si su remedio eficaz e inmediato no llegaba demasiado tarde:

—¿Has dicho algo de esto a tus padres, o a cualquier otra persona?

—Eso es lo único que te preocupa, ¿verdad? No quieres que nadie conozca tu verdadera catadura.

La acarició, renunciando a desmentir aquellas imputaciones, por lo demás rigurosamente ciertas:

—Lo que quiero, Consuelo, es que no te preocupes más, porque voy a solucionar de inmediato este problema. —No desdeñó la hipocresía—: Que es tuyo y mío, de los dos por igual, chiquilla. Déjame un poco de tiempo y te aseguro que… rectificaremos esta situación.

Consuelo se levantó de la silla y se volvió hacia la puerta. Cargaba sobre sus espaldas el peso grávido de la muerte, mucho más grávido que la vida que palpitaba en su vientre.

—Haz lo que te dé la gana. A fin de cuentas, sólo soy una marioneta en tus manos. —Todavía en el umbral, le escupió—: Me has matado entera, Gabi, has matado todo lo que tenía, empezando por mi voluntad.

No hizo ademán de acompañarla, pues ante todo deseaba que nadie supiese lo ocurrido e imaginaba que Consuelo no se ahorraría lanzarle reproches ante sus empleados y quién sabe si incluso gritaría a los cuatro vientos la razón de sus cuitas, a poco que Antonio se esforzara en brindarle consuelo. Había cometido un gravísimo error, enardecido por el deseo y por esa grata impresión de poder e impunidad que le transmitía su simulacro de vida, desde que comprobara que nadie sospechaba siquiera su impostura: nunca debería haberse permitido aquel desliz, ni siquiera iniciado aquel juego de seducción con quien, ante los ojos del mundo, era a fin de cuentas su sobrina. Pero lamentarse por un pasado irremediable carecía de sentido; y, además, Antonio seguía creyendo —con la fe cada vez más escarmentada del carbonero— que de un mal podía redundar a la postre un bien mayor. Había sido débil, ciertamente, pero ni toda la fortaleza del hombre más remiso o abstinente habría bastado para resistir la tentación de morder aquella fruta prohibida que se le había ofrecido (porque Consuelo, se repetía Antonio sin sombra de remordimiento, se le había ofrecido); y ahora lo que convenía hacer era borrar las huellas de ese mordisco. La fruta tal vez no quedase del todo reparada, pero por desgracia Antonio no tenía la potestad omnímoda de restaurar lo que había sido roto. Consuelo tendría que resignarse a vivir con las cicatrices de su mordisco; pero los jóvenes saben sobreponerse a las heridas, se tranquilizó.

Habían transcurrido dos meses ya desde la concepción; y el uso de sustancias químicas para malograr el embarazo era ya inútil. No existía otra solución, pues, que el aborto quirúrgico. A Antonio no se le escapaban, sin embargo, los riesgos que para la salud de Consuelo tendría acudir a uno de esos curanderos o comadronas renegadas de su oficio que practicaban abortos en la clandestinidad; tampoco los riesgos mucho más temibles (para él, especialmente) de recurrir a un médico que pudiera denunciarlos. Necesitaba a alguien en quien pudiera confiar plenamente, en la seguridad de que jamás lo delataría; y que, al mismo tiempo, le mereciera todo el crédito como médico respetable, aunque lo que iba a pedirle fuera lo menos respetable que se puede pedir a un médico. Y Cifuentes era esa persona, incuestionablemente: tal vez se negara a perpetrar un aborto, pero al menos estaba seguro de que no divulgaría la historia que había empezado a pergeñar (porque, por supuesto, no pensaba reconocer la completa verdad de los hechos, demasiado sórdidos para un hombre de principios arraigados como Cifuentes, a quien iba a suplicarle que, por una vez, conculcase tales principios). Le diría que su sobrina se había metido en un lío, como consecuencia de sus insensatos flirteos con gentes de la farándula; le diría que precisaba los servicios de un ginecólogo capaz y discreto; le diría que estaba desesperado, y que sólo un amigo tan fiel como él podía sacarlo del atolladero; le diría que su sobrina era una muchacha impulsiva y desequilibrada que se había sumido en un estado de depresión y melancolía desde que se quedase embarazada, y que ya había amenazado en varias ocasiones con suicidarse si no la desembarazaban de aquella vida —tan diminuta, tan insignificante, tan… ¿fútil?— que se gestaba en sus entrañas. Antonio estaba seguro de que una fábula tan patética y tremebunda lograría ablandar la renuencia de Cifuentes; y, si no lo lograba, sabría cómo aderezarla de gimoteos y plañidos convincentes, pues no en vano era un actor sobrado de dotes, como había afirmado el gitano de Villa Romana. Y, aunque sus dotes histriónicas no fueran suficientes, no le faltarían otros recursos, acaso más repugnantes todavía, para torcer la voluntad de Cifuentes.

No pegó ojo en toda la noche, recreando obsesivamente los argumentos que desplegaría ante un Cifuentes remiso o inexpugnable, anticipando los reparos y objeciones que tendría que vencer, calibrando el tono humillado de sus súplicas, y también el tono firme de sus exigencias. Desde que se fuera a Valladolid, Cifuentes le había escrito en varias ocasiones, antes y después de su boda, siempre con un estilo entusiástico y agradecido que había llegado a resultarle cargante y aborrecible. A la postre, su destierro a la parda provincia castellana, alejado de las intrigas de la corte, alejado de los cambalaches de los chupópteros del Régimen que habían hecho de la Universidad Complutense su feudo, había propiciado en él una suerte de resurgimiento espiritual: no sólo porque el amor culpable que durante tantos años había tributado a Amparo se había hecho al fin amor bendito y próvido que colmaría de felicidad su vida entera, sino porque al alejarse de Madrid había descubierto que subsistía otra España que, según sus irreductibles esperanzas de regeneración, aún no había sido sobornada por las dádivas de los dimisionarios que habían desvirtuado el legado de José Antonio, una «España fuerte, laboriosa y unida» —eran los epítetos que empleaba—, impermeable a la España «holgazana, delicuescente y a la greña» de los vividores y los logreros. Cifuentes y Amparo habían adquirido una casa en el campo, entre Valladolid y Laguna de Duero, donde esperaban ser pronto recompensados por una copiosa prole, a la que por supuesto transmitirían los principios utópicos o insensatos que los habían llevado a afiliarse a la Falange originaria y pionera y después a abandonar la Falange sucedánea y terminal; casa que, naturalmente, lo era también de sus amigos, y en la que Gabi sería siempre bien recibido.

A esta casa, perdida en un camino vecinal, se dirigió Antonio, muy de madrugada, tomando la misma carretera que, casi un año atrás, lo había conducido hasta Arquillinos, donde celebró con Vidal la festividad de San Isidro. Atrás volvieron a quedar aldeas arrugadas, inmóviles en el tiempo y en su animal aislamiento, pueblos de adobe azotados de intemperie que parecían esconder un muerto en cada casa, una sementera de muertos que esperaban tranquilamente la resurrección de la carne mientras los devoraban los gusanos, custodiados por mujerucas enlutadas que madrugaban más que el sol. Pero tal vez aquella mañana el sol hubiese decidido quedarse en la cama, para no alumbrar la vileza de Antonio, para no ser también devorado por su agujero negro o vacío cósmico, como una astronomía yerta en perpetua expansión. Como aún no había mejorado su sentido de la orientación, Antonio se perdió varias veces antes de encontrar la casa de Cifuentes y Amparo, que no era como él había supuesto una construcción nueva, erigida al abrigo de algún chanchullo urbanístico, sino auténtica casa de labranza, con su huerto y corral adyacentes, que habrían habitado sucesivas generaciones de labriegos, antes de que los chupópteros del Régimen los convencieran de las ventajas del éxodo rural, para abastecer sus fábricas con mano de obra mendicante y dispuesta a deslomarse por cuatro perras. No eran aún las diez de la mañana cuando Antonio aparcó el Pegaso ante el portalón del corral; por el postigo de la puerta principal se asomó Cifuentes, recién desayunado y en bata, para comprobar quién era el visitante. Sus facciones, atribuladas siempre por la mancha cárdena que se había traído como recuerdo de Rusia, se esponjaron de una alegría perpleja:

—¿Será posible que hayas venido? —Y, volviéndose al interior del zaguán, voceó—: ¡Amparo, mira a quién tenemos aquí!

Apareció al poco de nuevo, esta vez acompañado de Amparo, que le pareció que había engordado un poco, a la vez que su piel había cobrado un aspecto más terso y juvenil, como si la virgen pánfila se hubiese quedado rezagada en aquel Madrid plebeyo y galdosiano que ambos detestaban.

—¡Qué placer más grande volver a verte, amigo! —dijo Cifuentes, a modo de salutación, saliendo al camino con los brazos extendidos en actitud hospitalaria—. Y de veras que se te ve en buena forma.

Se abrazaron con una cordialidad que Antonio exageró hasta hacerla parecer casi verídica. Amparo se limpió las manos repentinamente callosas o enrojecidas de sabañones en el mandil, y corrió también a besarlo con sendos besos cohibidos en las mejillas.

—Para buena forma la vuestra. Se nota que los aires del campo os han beneficiado —mintió Antonio—. Estáis hechos unos chavales.

Pero pensó que los aires del campo más bien los habían convertido en apenas unos meses en una pareja de atónitos palurdos, con ese toque de ranciedad que tienen los encurtidos. Por un momento se hizo un silencio aturullado o vergonzante entre los tres.

—¿Te quedarás unos días con nosotros? —preguntó Amparo, con una suerte de temerosa candidez—. ¿O sólo has venido a comer?

—Ni una cosa ni la otra, chicos. En realidad, iba camino de Bilbao, donde tengo que reunirme con unos almacenistas, y pensé: «Vamos a hacer una visita relámpago a mis amigos» —dijo, para ir entrenando sus dotes actorales—. Pero no os preocupéis, porque en un par de meses, cuando llegue la primavera, tenía previsto venir a veros en condiciones.

Cifuentes se rascó el cogote, contrariado.

—Déjanos al menos que te enseñemos la casa. Estamos todavía de reformas, pero…

—Pues razón de más para que me la enseñéis cuando las reformas estén terminadas —se zafó Antonio y, para no resultar demasiado expeditivo o intemperante, ponderó—: Pero ya veo que es una casona en condiciones, casi casi una casa solariega.

Amparo y Cifuentes se intercambiaron una mirada satisfecha. Él le frotó muy someramente el vientre.

—Este Gabi siempre tan exagerado —bromeó—. Es la casa de una familia de labradores; de cierta posición, pero nada más. En cualquier caso, para nosotros, como si fuese un palacio. Fresca en verano y cálida en invierno, no como esos cuchitriles que levantan en las ciudades. Y con habitaciones de sobra para los niños que vengan. —Volvió a mirar a Amparo con acendrado embeleso—. Bueno, y para los amigos como tú. Pero, anda, hombre, pasa…

Los vencejos raseaban por los alrededores, en bandadas que se disgregaban para después arreciar juntos otra vez, como una lluvia de flechas. Antonio se resistió, en esta ocasión más terminantemente:

—De veras que no puedo, Pacorris. Antes de la hora de comer tengo que estar en Bilbao. —Dirigió a Amparo un ademán compungido, antes de tomarla del cuello y darle otro par de besos como lanzados al desgaire—. Pero me gustaría charlar contigo un momento a solas.

Cifuentes vaciló, como si la petición de Antonio agitara en él una invisible, intangible pululación; y buscó en Amparo un signo de connivencia, que obtuvo de inmediato. Echaron a andar hacia el poniente, dejando a la espalda al medroso sol, por la vera del camino. Antonio observó que habían roturado el huerto.

—No me digas que os vais a dedicar de lleno a las faenas agrícolas… —dijo, para romper el hielo.

—¡Tanto como de lleno! —rió con timidez Cifuentes—. Por la mañana tengo que atender mis clases y mis horas de hospital, pero hemos decidido que trataremos de vivir de lo que nosotros mismos cultivemos. Y hemos comprado también unas cuantas gallinas y conejos.

Le daba un poco de grima o alipori verlos tan felices en su utopía silvestre. Cifuentes, sin embargo, no había abandonado todos sus vicios; enseguida prendió un cigarrillo, haciendo pantalla con las manos, para que el viento no le apagase la cerilla.

—Qué envidia me dais, Pacorris —lo aduló, conteniendo el asco que le daban las boñigas de vaca que salpicaban a modo de mojones intermitentes el camino—. Ésta es la vida que todos hemos soñado alguna vez. Pero ¿no piensas abrir consulta particular en Valladolid?

—De momento, mientras pueda permitírmelo, no —dijo Cifuentes, resolutivo—. La vida aquí es mucho más barata que en Madrid, porque se vive con menos cosas. Y prefiero tener tiempo libre, para dedicárselo a Amparo y a los niños que vengan. De momento ya estamos esperando el primero, no sé si te habrás fijado.

A ambos lados del camino, tras los ribazos, algunos destripaterrones andaban afanados en la siembra. A lo lejos, como un poblachón aplastado por el tedio, se extendía la ciudad de Valladolid.

—Claro que me fijé, está visto que donde pones el ojo pones la bala —repuso Antonio, en un tono acaso excesivamente encomiástico.

Siguieron caminando un poco, llenándose los zapatos de un polvo grisáceo, como si por aquellos lares abonasen la tierra con urnas cinerarias.

—Venga, Gabi, desembucha, que te conozco como si te hubiera parido y sé que no has venido a hacerme una visita de cortesía. ¿Cuál es el problema?

Antonio se rió para sus adentros, fastidiado por aquel alarde presuntuoso de Cifuentes, que no sabía nada de él.

—Sí, Pacorris… lo cierto es que no sé por dónde empezar. Aunque el problema no lo tengo yo, sino mi sobrina.

—¿La hija de tu hermana Margarita? —preguntó, golpeando un canto de una patada—. Pero viven en San Sebastián, ¿no?

—Bueno, allí viven, sí. Pero mi sobrina, Consuelito, se ha metido a actriz y ha estado rodando una película en Madrid, a las órdenes de Rafael Gil, no sé si te suena.

Cifuentes fumaba con la vista clavada en el suelo. El humo del cigarrillo le emboscaba la mancha de la cara.

—¿El director de La guerra de Dios? Joder, cómo no va a sonarme. Es de los pocos que todavía no se ha vendido al cine merengoso que quieren los democristianos. —Por un momento parecía que fuese a lanzar otra filípica contra los chupópteros del Régimen, pero se contuvo—. ¿Y qué le ha sucedido a tu sobrina?

Antonio narró la fábula que había urdido la noche anterior, sin recatarse de introducir detalles escabrosos o lacrimógenos que pudieran conmover a Cifuentes. En realidad, la historia no difería en demasía, en sus episodios y circunstancias, del alevoso juego de seducción que había mantenido con Consuelo en los últimos meses, con la identidad del seductor cambiada. Cifuentes apretaba los labios hasta reducirlos a una línea sin volumen, y mordía el cigarrillo, contrito o atribulado.

—Total, que ahora me veo con que está embarazada de dos meses —concluyó.

Cifuentes se detuvo, como dispuesto a darse de puñetazos con el responsable.

—¿Y no sabes quién es el padre?

—No. Consuelito se niega a decírmelo. —Como Cifuentes seguía parado y en actitud expectante, añadió—: Pero eso nada cambia, el daño ya está hecho.

—¿Cómo que nada cambia? Si tu sobrina se entregó de esa manera, será porque está enamorada de él; y si está enamorada de él podrán casarse, digo yo —dijo Cifuentes, con ingenuidad o cazurrería.

Antonio decidió que pronto tendría que demostrar sus recursos interpretativos:

—Ahí está la madre del cordero, Pacorris. Resulta que el tipejo ya está casado.

Cifuentes inclinó la cabeza, hundiendo la barbilla en el pecho. Luego escudriñó en el cielo algún augurio halagüeño o funesto, pero el cielo era tan sólo un decorado vacío de Dios y de nubes.

—¿Y qué puedo hacer yo por ella, Gabi? No creo que pueda seros de mucha ayuda…

—Claro que puedes, amigo. —Buscó un eufemismo ridículo, pero que sonaba muy tranquilizadoramente aséptico—: Podrías… interrumpir su embarazo.

Un silencio incrédulo y horrorizado siguió a las palabras de Antonio. Pensó que Cifuentes podría descargar contra él los puñetazos que estaba reservando para el ilusorio seductor de Consuelo.

—¿Qué bestialidad me estás diciendo? Un embarazo no se puede interrumpir. —Acostumbrado a un lenguaje crespo y sin circunloquios, el eufemismo de Antonio, tan ladino, lo había sublevado—. ¿Es que has perdido el juicio, Gabi? Yo me dedico a traer niños al mundo, no a matarlos por el camino. —Se enrabietó—: Acabo de decirte que Amparo está embarazada. ¿Crees que tengo estómago para matar niños?

Antonio desplegó entonces todo su repertorio: atipló la voz, respiró como entre estertores, dejó que sus súplicas se anegasen de un remedo de angustia:

—Pacorris, estoy entre la espada y la pared. Estamos hablando de mi única sobrina, la quiero como si fuese una hija. Me ha asegurado que, si no consigue un médico que le practique un aborto, tirará por la calle de en medio y se pegará un tiro. —Y lo ametralló con toda la munición sentimentaloide—: ¿No te parece injusto que una muchacha en la flor de la vida tenga que pagar hasta los restos el error de un instante? Es humana, como tú y como yo; y los humanos cometemos errores. Nunca podría perdonarme si cumpliera su amenaza, amigo, nunca jamás… —Cifuentes apretaba la mandíbula, y la mancha de su cara adquiría una tonalidad gangrenosa, pero su dureza no se resquebrajaba—. ¿Y qué sería de mi hermana? Consuelito es la ilusión de su vida y, si supiera lo ocurrido, se moriría del disgusto. —Empezaba a creerse sus propias mentiras, porque un amago de sollozo se coló entre sus ternurismos canallescos—. ¿Cuántas vidas vamos a sacrificar, a cambio de salvar una que tal vez sólo encuentre sufrimientos en el mundo?

Cifuentes trató de oponer razones sosegadas a las arterías emotivas de Antonio, que no lo escuchaba y repetía sin descanso, como si ladrase:

—¿Cuántas, amigo? ¿Cuántas? ¿También quieres la mía?

—Ninguna vida vale más que otra, Gabi; pero ni todas las vidas del mundo justifican la muerte de ese niño. No confundas el beneficio personal con una justificación moral. —Pero le abrumaba la desesperación de quien creía su amigo—. En el juramento hipocrático me comprometí a salvar vidas, Gabi, no a borrarlas del mapa, lo siento. No creas que temo el castigo de las leyes humanas…

Habían alcanzado un arroyo cuyas aguas bajaban turbias y malolientes, como si en ellas vertieran residuos fecales o cadáveres de niños muertos.

—¿Qué temes entonces, Pacorris? —preguntó como si lo increpase—. ¿Qué cojones temes entonces?

—Lo mismo que tú cuando decidiste romper con tu padre: el juicio de Dios —repuso Cifuentes, con cierta aspereza. Pero enseguida cambió su táctica—: Mira, Gabi, sabes de sobra que eres mi mejor amigo, aunque últimamente nos hayamos distanciado algo; y sabes que haría cualquier cosa por ti, cualquier sacrificio, cualquier renuncia. Pero lo que me pides va más allá de lo que un amigo puede reclamar. Nunca en mi vida he hecho algo tan deshonroso, y no lo voy a hacer tampoco ahora.

Habían dejado atrás el arroyo contaminado, pero su pestilencia los perseguía como un enjambre de avispas irritadas. Antonio recurrió por última vez al tono implorante:

—Pero, Pacorris, se trata de aliviar el sufrimiento de una criatura que apenas tiene veinte años, a la que puedes librar de un peso que arruinará su vida. —Se dejó caer sobre el camino, se rebozó en aquel polvo cinerario—: ¿Es que vas a dejar que se amustie hasta morir?

Cifuentes lo alzó sin contemplaciones y le sacudió el polvo como si lo estuviese apalizando:

—Tal vez ese hijo sea su mayor alegría, el día de mañana. Puede que la haga sentirse orgullosa de él como nunca lo ha estado de nadie, ni de ella misma.

Y arrancó a caminar, casi a la carrera, como huyendo despavorido del vacío que había sorprendido en la mirada de Antonio, que berreó a sus espaldas:

—¡Corre, hombre, corre! ¿Conque nunca has hecho nada tan deshonroso en tu vida? ¿Y cómo llamas, entonces, a robarle la novia a tu mejor amigo, mientras él se está pudriendo en un campo de concentración? —Sabía que aquella bajeza lo golpearía allá donde su herida más sangraba—. ¿A eso lo llamas obra de caridad? ¿Dónde se quedaba el juicio de Dios cuando cortejabas a Amparo, haciéndote el amiguito comprensivo? ¡Eres un maldito hijo de puta! ¡Todo lo que tienes me lo debes a mí, Francisco Cifuentes! ¡Me lo debes porque me lo robaste!

Cifuentes se volvió, devastado. La mancha de la cara era ahora un borrón que anulaba las otras circunstancias de su rostro. Se rindió:

—Está bien, Gabi. ¿Sabes que voy a matar a un niño?

Antonio no se arredró:

—Sí, amigo, pero de la otra manera estarías matando a la madre y a todos los que la queremos. —Y, como en un bisbiseo, recuperó el tono suplicante—: No tengo a nadie más a quien acudir, a nadie más a quien pedirle este favor.

Antonio se llevó las manos a la cara, como si quisiera ocultar su llanto; pero entre los intersticios de los dedos, espiaba la reacción de Cifuentes, que había iniciado el camino de regreso a casa, con la barbilla de nuevo hundida en el pecho.

—Lo haré, pero no aquí —dijo, con tétrica indolencia.

—Por supuesto, no se me había pasado por la cabeza siquiera —convino Antonio, que lo había dejado marchar delante y pisaba casi sus talones—. Mi padre me dejó un piso en el Retiro que está desocupado. ¿Qué necesitas para… hacerlo?

La voz de Cifuentes sonaba sojuzgada:

—Yo llevaré mi propio instrumental. Pero antes tendré que conocer si tu sobrina padece alguna enfermedad; dile que tiene que hacerse un análisis de sangre.

—Mañana mismo se lo hará, descuida. ¿Algo más?

El sol era una vejiga blanquinosa a lo lejos, un planeta sin luz ni calor, como tallado en piedra pómez.

—Anestesia, desinfectantes, analgésicos… Yo no puedo robarlos del hospital.

Antonio recordó el botiquín inmenso del piso del Retiro, que se había preocupado de desbrozar de fármacos caducados.

—Todo lo tendrás a tu disposición.

Cruzaron otra vez el arroyo pestilente. Al refresco de sus aguas, con gran chapoteo y retozo, copulaban dos ratas peludas y gordas como gatos, o tal vez se estuviesen despedazando entre sí entre dentelladas y chillidos. Cifuentes habló con una pesadumbre milenaria, en la que se condensaban todos los pecados que claman al cielo:

—Lo haré, Gabi. Sé que con esto me condeno, pero, como bien has dicho, te lo debo todo. Y te lo pago con mi condena. Pero no olvides lo que una vez te dije: de un mal nunca se puede sacar un bien.