Está muy apretado

—Está muy apretado —dijo Carmen, forcejeando con el sacacorchos y la botella de vino que Antonio había llevado para la merienda.

Era gratificante comprobar cómo el más nimio de sus gestos, el fruncimiento de las cejas mientras tiraba del sacacorchos en vano, o la marca de palidez de los incisivos sobre su labio inferior, como un secreto código morse, le devolvían los gestos de la muchacha que había conocido hacía trece años, indemne a las claudicaciones de la edad, reconciliándolo con su vida antigua, lavando los últimos residuos del simulacro de vida que todavía trataban de retardar su curación, como lapas adheridas a su alma convaleciente. Unos minutos antes, cuando le abrió la puerta de su modesta vivienda, Carmen lo había abrazado por vez primera; y, al hacerlo, un brusco calor anegó su pecho, como si lo hubieran pinchado con una astilla de fuego.

—Déjamela —solicitó Antonio—. Soy todo un experto en abrir botellas.

Sobre una pequeña mesa rectangular de formica cubierta por un hule, Carmen había dispuesto las viandas de la merienda, muy modestas y campesinas, que para Antonio valían más que manjares regios: una tortilla de patata todavía caliente, tostada por fuera y con escurriduras de huevo por dentro, como a él le gustaba; unos pimientos fritos y empapados de aceite; unas rodajas de un chorizo picante y belicoso, envuelto en tripa cular; unos tacos de queso manchego que sudaban la gota gorda. Se hallaban en la cocina de la casa, que daba a un patio de vecindad lleno de tendederos en el que resonaban, como retazos de una conversación tremebunda, los diálogos de una novela radiofónica. Muchos azulejos de la cocina estaban resquebrajados, con líneas de mugre en las junturas que Carmen había disimulado con pintura blanca. De una alcayata en la pared, colgaba un calendario de Explosivos Río Tinto, con la piconera de Romero de Torres removiendo el cisco y enseñando muslamen. Mientras Antonio descorchaba la botella, Carmen se había quitado los zapatos y puesto unas alpargatas que la hacían inesperadamente más pequeña, infantil, casi indefensa. Se quedó contemplando risueñamente sus maniobras; y, cuando al fin el corcho salió, Carmen pegó saltitos de pájaro, celebrando su maña:

—Estás vivo, todavía no me lo puedo creer —dijo mientras brindaban, con los ojos de ternera abiertos al asombro.

—A veces ni siquiera yo mismo me lo creo, prenda —reconoció Antonio, tomándola de la cintura, en la que ya asomaba tímidamente alguna incipiente lorza o adiposidad que estimuló su ternura o su deseo.

Con frecuencia lo asaltaba, cuando rememoraba los años de cautiverio en Rusia, incluso las peripecias de su simulacro de vida, la impresión de estar evocando una vida que no era la suya, una vida legendaria o improbable que alguien se hubiese inventado, como las vidas rocambolescas de las novelas radiofónicas que crepitaban en el patio de vecindad.

—Te dieron por muerto, Antonio —bisbiseó Carmen, como si le amedrentara que algún vecino metete pudiera estar espiándolos, o como si la alusión a la muerte la contaminase de augurios supersticiosos—. Una vez, pasados algunos años, me atreví a entrar en una comisaría, para preguntar por ti, y me dijeron que habías caído en Rusia; pero que, si por algún acaso resucitabas, te aguardaba una acusación de asesinato.

—Me alisté en la División Azul cuando me vi acorralado. —Le tomó las manos prematuramente envejecidas, cuarteadas por la lejía y el jabón Lagarto—. Pero todo eso ya pasó.

Por la ventana de la cocina se colaba ahora un olor a fritanga, nutritivo y reparador. Carmen perseveraba en el tono clandestino:

—Y por aquel entonces también recuerdo a un tipo que me abordó por la noche y me habló de ti. —Reprimió un repeluzno—. Tenía así como la cara quemada.

Antonio asintió, compungido. Notó que le remordía la conciencia; y lo interpretó como un signo de recuperación.

—Cifuentes. Un tipo estupendo. Desgraciadamente murió.

Se hizo un silencio luctuoso; y en las novelas radiofónicas, solidarizándose con ellos, lloraba una damisela atribulada.

—Empecé a coger miedo, Antonio. Mucho miedo.

Pero las últimas hilachas de ese miedo ya se las llevaba el viento, como vilanos errabundos, ahora que de nuevo estaban juntos. Después de la merienda, Carmen le mostró la habitación donde dormía, empapelada pobremente de amarillo, con una cama de plaza y media de catre niquelado, cubierta por una colcha rosa, en cuyo tejido brillaban algo así como lentejuelas. En la pared del cabecero, un cuadro en bajorrelieve, burilado sobre estaño, representaba la Última Cena. Sobre la mesilla, descansaba un portarretratos con una fotografía borrosa por la excesiva ampliación, en la que Carmen, tres o cuatro años más joven, jugaba con una niña vestida de uniforme.

—Y esa niña supongo que es…

—Mi hija, Carmencita. —Se encogió de hombros, como excusando la falta de originalidad en la elección del nombre—. Es la niña más buena del mundo.

A sus mejillas acudió un trémulo rubor; y sonrió orgullosa.

—Es una preciosidad —concedió Antonio—. Como la madre.

En realidad, en el retrato no se distinguía bien si la niña era preciosa o fea, pero Antonio quería que fuese preciosa, necesitaba que fuese preciosa, porque se había propuesto amarla como si de su propia hija se tratara, incluso había llegado a pensar que esa niña, sobre cuya existencia ya le había advertido Carmen en su primer encuentro, era la oportunidad que la Providencia le concedía para expiar sus crímenes. A Carmen el piropo que Antonio había dirigido a su hija la había puesto de buen humor:

—Oye, tendremos que ponernos un poco al día —propuso, mientras conducía a Antonio otra vez a la cocina.

Él se atrevió por fin a besarla. Lo hizo en el cuello, o en el arranque de la nuca, donde se escondía un leve rastro salado de sudor, haciéndole cosquillas con la barba.

—Será mejor que empieces tú —dijo Antonio—. Mi historia es demasiado larga.

Aunque era exactamente igual de larga que la de Carmen, lo atormentaban algunos de sus particulares, que no sabía todavía si declararle o guardárselos para su coleto, para no ahuyentarla. Después de matar al tiparraco que a punto había estado de apiolarlos a ambos, Carmen se mantuvo quietecita en casa durante unas cuantas semanas, tal como Antonio le había ordenado. Viendo que en la prensa no daban noticia del asesinato, se decidió por fin a visitar a Antonio en su tabuco de la calle del Amparo; pero para entonces Antonio había desaparecido sin dejar ni rastro. Con el dinero que había juntado de los palos en el Retiro, Carmen se animó a viajar a Barcelona, para que le tratara a su madre la esclerosis un médico que, según había oído, hacía milagros; pero ninguno pudo hacer con su madre, que en unos pocos meses se extinguió sin una queja, como la vela que se queda sin mecha. El tratamiento, sin embargo, había consumido más de la mitad de sus ahorros, y Carmen se empleó en una fábrica textil de Tarrasa, donde aprendió a distinguir los tejidos y concibió el sueño de regentar una mercería, invirtiendo el dinero que todavía le restaba. Regresó a Madrid, alquiló un local angosto en las Vistillas y así fue tirando durante dos o tres años, sin conseguir nunca hacer negocio; entonces se enamoriscó del viajante que la aprovisionaba de botones, corchetes y cremalleras, un vivales con mucha labia, embaucador y jaquetón, que terminó por llevarla al catre. Cuando le anunció que estaba embarazada, sin embargo, toda su cháchara y jaquetonería se esfumaron como por arte de ensalmo, y no volvió a saber nunca más de él. Carmen decidió entonces apechugar con el embarazo: no se le escapaba que los hijos bastardos nacían con un baldón debajo del brazo; no se le escapaba que la malicia popular hace a los hijos herederos de los pecados de los padres; no se le escapaba, en fin, que un hijo nacido fuera del matrimonio arrastraría siempre un estigma ante los mojigatos y los chupacirios. Pero deseaba alumbrar y criar a ese hijo, lo sentía como una obligación natural y también como una recompensa, en medio de su soledad y desvalimiento. Para cuando dio a luz, la mercería ya se había probado un negocio ruinoso que sólo le prometía deudas y quebrantos; una tarde cualquiera, el frutero del barrio, que siempre le regalaba las frutas más lustrosas para la papilla de Carmencita, le expuso crudamente que deseaba acostarse con ella; y cuando Carmen, indignada, le sacudió un bofetón, el frutero insistió, añadiendo que estaba dispuesto a pagarle generosamente. Siguió insistiéndole durante meses, mientras crecían las deudas de la mercería y los lloros de Carmencita, cada vez más hambrienta; finalmente Carmen accedió. Para no mitigar la pureza del horror, la coyunda se consumó en la trastienda de la frutería, entre melones podridos y patatas germinadas que extendían sus raicillas rojizas, casi genitales. Mientras el frutero se derramaba dentro de ella, Carmen descubrió que le bastaba cerrar los ojos y transportarse con el pensamiento a muchas leguas de distancia para que aquel asco no le infectase el alma; seguía siendo un asco que le revolvía las tripas, como vaciar las entrañas de un pescado o limpiar una letrina, pero lo remediaban las restregaduras del jabón. El frutero le pidió pronto repetir, y cuando repitió le propuso hacer de aquellas coyundas clandestinas un hábito; y siempre le pagaba puntualmente la cantidad acordada. Entonces Carmen pensó que tal vez hubiese otros hombres apegados al mismo hábito, e incluso más pudientes que el frutero del barrio, dispuestos también a pagarle puntualmente, mientras ella cerraba los ojos y se transportaba con el pensamiento a muchas leguas de distancia. Lo comprobó en el Pasapoga, donde el asco se convirtió en rutina; y donde, para disfrazar el asco, recuperó las mañas que Antonio le había enseñado para engatusar a los ricachos, fingiendo rubor y halagado desconcierto cuando la invitaban a beber una copa, dejando que fuesen ellos quienes tomaran la iniciativa, en lo que a veces se mostraban demasiado expeditivos (y entonces Carmen afectaba una pizca de escándalo, mezclada con una risa nerviosa) y a veces demasiado timoratos (y entonces ella terminaba de vencer sus reticencias con arrumacos y carantoñas). Así los iba poniendo en suerte, pero como el asco la acuciaba, solía acabar los prolegómenos demasiado pronto, al menos conforme le exigían en el Pasapoga, donde le dejaban ejercer su nuevo oficio a cambio de que sus clientes se gastaran el dinero en consumiciones; y como Carmen se negaba a dilatar por más tiempo el merodeo del asco, como se negaba a sacar a bailar a los clientes, y abreviaba los trámites del cortejo mercenario, acabó provocando el enfado de Aguilar, el dueño del Pasapoga; y además, una noche, cuando ya estaba dispuesta a cambiar de aires, la abordó Cifuentes, trayéndole recuerdos de un pasado que creía a buen recaudo, lo que todavía precipitó más su marcha. Durante un tiempo rodó por otros locales semejantes al Pasapoga, aunque concurridos por una clientela menos rumbosa y refinada, y sus ingresos se fueron reduciendo, mientras ella empezaba a convertirse en un trasto viejo, en quien el asco era ya un hábito tan arraigado como la necesidad que padecían aquellos hombres de derramarse en mujeres menos remilgadas o más consentidoras que sus esposas. Para entonces, había matriculado a Carmencita en un colegio de monjas de Alcalá, donde la tenía interna, para evitar que la rozasen los efluvios de su asco, pero pronto descubrió que sus añagazas para engatusar a aquellos marranos eran cada vez menos efectivas, porque la rutina las manchaba de hastío, o aunque las añagazas fuesen igual de efectivas, los marranos preferían derramarse en otras chicas más jóvenes, de carnes más apretadas y actitud más desenvuelta. Consiguió, antes de quedarse arrumbada en la cuneta, como un mueble desencolado, un trabajo de dependienta en el estanco de Becerra, que al principio alternó con sus merodeos, cada vez más displicentes, por los locales de alterne; pero Becerra le fue tomando cariño poco a poco, e inquiriendo las vicisitudes de su vida, que Carmen había procurado escamotearle, aunque no tardó en reconocer que era madre soltera. Becerra se ofreció entonces a sufragar el internado de la niña; y Carmen accedió, suponiendo que Becerra le pediría a cambio que lo dejase derramarse dentro de ella. Pero Becerra no se lo había pedido jamás; en cambio, le había pedido en repetidas ocasiones hacerla su mujer. Se lo había pedido primero con seriedad solemne; después con tozuda persistencia; últimamente con súplicas y gimoteos.

—Me trata como a una reina, en la medida de sus posibilidades —concluyó Carmen, lastimada por los remordimientos—. Me saca de paseo, me lleva al teatro de vez en cuando, a veces vamos juntos a cenar por ahí. Siempre me deja en casa, sin rozarme ni un pelo. Es un poco atosigante, pero buen hombre.

Se había puesto a fregar los platos de la merienda. Vista de espaldas, su opulencia maciza y brava se percibía ya declinante, como la de una fruta que ha sido arrancada del árbol y empieza a arrugarse. Pero esa declinación la hacía aún más apetecible y digna de ser amada a ojos de Antonio, que sin embargo se había propuesto no rozarle tampoco ni un pelo, mientras ella no lo invitase a hacerlo.

—¿Y hasta cuándo dejarás que te atosigue? —preguntó Antonio, un poco mohíno.

La noche ya se derramaba como un frasco de tinta vertida sobre la cocina; en el patio de vecindad, el parte de las noticias había tomado el relevo a las novelas radiofónicas.

—Y yo qué sé, Antonio —dijo ella sin volverse, espantando alguna cavilación presagiosa—. Esta misma noche ha quedado en venir a recogerme, para dar un paseo. —Consultó el reloj, súbitamente inquieta—. Estará a punto de llegar.

—Bueno, mujer, tampoco estamos haciendo nada malo…

Carmen se secó las manos en una bayeta, después de poner a escurrir los platos. Se volvió, con un mohín compungido.

—Anda, si no te importa, súbete al piso de arriba, y cuando oigas que le abro la puerta te bajas. Es que me da reparo que os vayáis a cruzar en la escalera.

La petición se le antojó estrambótica y acaso demasiado humillante; pero la confesión de sus años de sombra y oprobio la había dejado para el arrastre, arañada por el asco que tal vez, después de todo, hubiese infectado su alma, y Antonio no se atrevió a negarse.

—Está bien. —Se levantó de la banqueta y volvió a rodear su cintura—. ¿Cuándo volveremos a vernos?

Probó a besarla con mucho tiento, casi con un beso protocolario, pero Carmen lo atrajo hacia sí y le sorbió el aliento, amordazó sus prevenciones con una lengua que se trabó, a la vez violenta y blanda, con la suya. Antonio la envolvió con sus brazos, para tener siquiera donde sostenerse, mientras el suelo le faltaba bajo los pies.

—Mañana mismo, si tú quieres —le dijo Carmen, bebiendo todavía de su aliento—. Ahora me doy cuenta de lo mucho que te necesito. —Y, en un tono más festivo, agregó—: Además, todavía no me has contado tu historia, Antonio. ¿O debo llamarte Gabriel?

—Llámame Antonio siempre. —Volvió a besarla al modo agreste; y ella dejó vencer todo el peso de su cuerpo sobre él, en una entrega sin paliativos. Y susurró—: Pero, por favor, no me vuelvas a pedir que me esconda en el piso de arriba de la escalera. Me haces sentir ridículo, como si fuera un adúltero.

Carmen le acarició la barba, amoldando el cuenco de su mano al arco de su mandíbula. Los ojos le brillaban, como si ella también avistase una tierra de promisión:

—Tienes que raparte esa barba —dijo, con risueña coquetería; y en seguida—: Te juro que no volverá a suceder, amor mío. ¿Dónde quieres que quedemos?

Estuvo a punto de proponerle que se pasase por su piso de Claudio Coello, pero se arrepintió antes de hacerlo. Su simulacro de vida estaba ya en fase de liquidación; y no deseaba que Carmen participara, ni siquiera de refilón, de sus postrimerías. Aventuró:

—¿Qué te parece que nos veamos a la misma hora en el Retiro?

—¿En el Retiro? —La sacudió un temblor casi religioso—. Nunca he vuelto por allí desde entonces.

—Yo tampoco. Así cerramos definitivamente un capítulo de nuestras vidas —dijo Antonio, deseoso de abrir uno nuevo y definitivo—. Siempre cuentan que el asesino vuelve al lugar del crimen; así nosotros cumplimos con el rito.

Quedó con ella en el paseo que rodea el estanque, acodado sobre la barandilla, exactamente en el mismo lugar desde el que había contemplado, trece años atrás, las labores de limpieza de los empleados municipales en el cieno del fondo, después del vaciamiento de sus aguas, que había sacado a la luz el cadáver del tiparraco. Por el estanque bogaban las parejas de novios, y en torno a sus barcas se arracimaban cardúmenes de peces negruzcos y viscosos que los acompañaban en sus singladuras cursis, reclamando una porción de su merienda. Antonio no había logrado conciliar el sueño durante toda la noche: la saliva que Carmen había dejado en su boca lo quemaba como una úlcera que sólo podría refrescarse cuando su lengua volviese a sanarlo; y se había mezclado con su sangre, como una solución que abrasara a su paso los últimos rescoldos de aquel vacío cósmico que un día se enseñoreó de su alma. Se había debatido en el dilema de contarle los episodios más escabrosos de su simulacro de vida u ocultárselos para siempre; y había resuelto finalmente confiarle una versión rebajada o benigna de los mismos: reconocería que había usurpado la identidad de un compañero divisionario, para zafarse de la justicia; callaría que había trabajado para los soviéticos como informante, a cambio de salvar el pellejo, callaría también la sementera de muertos que su simulacro de vida había dejado tras de sí, en su afán canallesco por mantener la impostura. En el Retiro ya se respiraba el aire tibio de la primavera; y con la inminencia del crepúsculo los paseos arbolados se llenaban de señoritas de buena familia que se dejaban cortejar por los petimetres, mientras en la espesura las criadas retozonas se dejaban sobetear por los tunantes. Carmen llegó presurosa a la cita, algo menos siesa que las señoritas de buena familia y algo menos suelta que las criadas retozonas; los senos le respingaban en el jersey, como declarados en rebeldía contra el sostén, deseosos de refugiarse en el abrazo de Antonio. Pero en la mirada todavía le palpitaba la sombra de una pena.

—Se lo he dicho, Antonio —musitó, mientras él la abrazaba—. Le he dicho a Santiago que teníamos que dejarlo.

La besó repetidamente en la frente y en las mejillas; y cada beso era una muestra de gratitud y un exorcismo contra la flaqueza.

—¿Y él cómo ha reaccionado?

—Ha llorado de rabia, me ha suplicado que lo reconsidere, se ha puesto de rodillas y ha seguido durante un rato así, abrazado a mis piernas y sollozando. Ha sido una experiencia muy dura, Antonio, nunca me había sentido tan miserable en mi vida, ni siquiera la primera vez que me prostituí. —Se alisó la falda y agachó la cabeza, en un puchero que agrietó sus rasgos y exageró las bolsas que abultaban las comisuras de sus labios—. Estuvo un rato así, gimoteando, detrás del mostrador, hasta que entró un cliente, al que atendió como si no hubiera pasado nada. Luego, sin mirarme, me pidió que me fuera y que no volviese por el estanco, que me enviaría el finiquito por carta.

Las carpas del estanque danzaban en corro, en torno a los despojos de una merienda que les habían arrojado desde una barca una pareja de novios ahítos o inapetentes. Danzaban como en un aquelarre, celebrando la aflicción y el desengaño de Becerra.

—El tiempo todo lo cura, Carmen —la consoló, borrando las lágrimas que habían mojado su rostro—. Se repondrá, ya lo verás. Pronto encontrará otra dependienta que lo quiera.

Carmen asintió, decidida a superar el mal trago. Precisó, con un resabio de amargura:

—Pero yo nunca lo quise. Se merece una mujer que lo quiera de verdad.

La tomó de la mano, como un novio indulgente, y dejaron atrás el aquelarre de las carpas, que no cejaban en su celebración. Mientras se adentraban en la espesura, procurando soslayar a las parejas que se magreaban salazmente, Antonio le fue exponiendo la versión rebajada o benigna de su impostura; a veces, Carmen lo interrumpía, incrédula o acechada por una perplejidad demasiado próxima al espanto, y lo asaeteaba con preguntas comprometedoras, o solamente cándidas. El cielo se había puesto de repente borrascoso, como si a Dios le hubiese dado un vahído; y bajo la sombra abovedada de los árboles, se dibujaba la sombra despavorida de las nubes, como una celosía movediza que ensuciaba el rostro de Carmen con una especie de lepra cenicienta.

—Es impresionante —dijo, admirada—. ¿Y nadie se ha dado cuenta hasta ahora de que tú no eres Gabriel?

—Nadie, aunque te parezca increíble.

Se habían adentrado en una zona descuidada por los jardineros, donde crecían las malezas y se refugiaban faunas reptantes que se escabullían de sus pasos, temerosas de que les contagiasen sus pecados.

—No me lo explico. ¿Y cómo has conseguido no meter la pata nunca, ni delatarte?

Antonio recordó una frase de Mendoza:

—La gente cree lo que quiere creer, prenda. A todos nos pasa un poco, ¿no? —la miró de soslayo, buscando su anuencia—. Los familiares y amigos de Mendoza querían verlo vivo de nuevo; y me aceptaron a mí en su lugar. Pero también he tomado mis precauciones, no te creas: he procurado hacer poca vida social y restringir al máximo el círculo de gentes con las que trato. —Calló por un segundo, avergonzado de la frivolidad de sus palabras: lo había restringido, en realidad, hasta diezmarlo—. Antes de ponerme al frente del negocio, estudié la contabilidad, tanteé a los clientes, me aprendí de memoria la frecuencia de las rutas… Te sorprendería lo sencillo que es tomar posesión de otra vida; y cómo los oficios que al principio nos parecen incomprensibles se vuelven fáciles y rutinarios.

Enseguida se avergonzó de su afirmación, que podría haber herido a Carmen, para quien la prostitución llegó a convertirse en una rutina nunca fácil.

—¿Y piensas estar así toda la vida? —preguntó ella, sin mostrarse afectada.

—No, prenda, pienso dejarlo ya. Y fugarme contigo.

Carmen rió, poco dispuesta a tomarse en serio sus planes:

—¿Y seremos prófugos de la justicia? ¿Como los bandoleros?

Llegaron al paraje donde habían matado al tiparraco que descubrió su enredo. Antonio reconoció los arbustos donde solía apostarse, esperando la llegada de Carmen con el ricacho de turno que hubiese mordido el cebo; reconoció el lugar en el que el tiparraco soltó a Carmen un guantazo que la derribó con un ruido de rama tronchada; reconoció el pequeño claro en el que el tiparraco se abalanzó sobre él, descargando sobre su cabeza un pedrisco de puñetazos y más tarde tratando de estrangularlo, hasta que Carmen empezó a acuchillar su pestorejo.

—Prófugos de la justicia no, prófugos del pasado —dijo—. Iniciaremos una nueva vida lejos de aquí.

Carmen se había puesto a hurgar en su bolso, en busca de alguna reliquia.

—Mira, todavía guardo la navaja con la que lo maté. Te la regalo.

Era pequeña como una lima de uñas, pero buida como un estilete. Como trece años atrás, la idea de la complicidad con la mujer amada, el peligro y la responsabilidad compartidos, la posibilidad del mutuo sacrificio, llenaban su corazón de un calor nuevo y tonificante, Antonio creyó escuchar entre la espesura el clamor de la sangre derramada y nunca vindicada, como un magma subterráneo. Se guardó la navaja en un bolsillo y tomó a Carmen, agarrándola esta vez de las nalgas; descubrió que sus manos, aunque no guardaban memoria táctil de su cuerpo, parecían reconocerlo sin dificultad, como si en sueños se hubiesen estado preparando para ser su molde.

—¿Y dónde iniciaremos esa nueva vida, si puede saberse? —inquirió ella, todavía refractaria o escéptica ante sus proyectos, que juzgaba quiméricos.

—Lejos de aquí, cuanto más lejos mejor. Tal vez en México o Argentina. Pero de momento tenemos que salir de España. Me esperarás en Francia con la niña.

Carmen se dejó llevar por la hilaridad; pero había un fondo soliviantado en su risa:

—¿Y de qué esperas que vivamos? ¿Quieres que trabaje en el Moulin Rouge? Te advierto que no nos quieren tan maduritas…

—No volverás a trabajar en toda tu vida, te lo aseguro —dijo Antonio, cortando con dureza sus burlas.

La recordó descompuesta como una bacante, con las manos enguantadas de sangre, mientras descargaba navajazos sobre el pestorejo del tiparraco, que quedó reducido a un picadillo de carne sanguinolenta. Sabía que no le faltarían redaños para acometer lo que le iba a proponer.

—¿Y qué vas a hacer? ¿Me pasarás una pensión mensual, como si fuese tu putita? —se mofó todavía Carmen—. Eso es lo que hacen los ricachones con sus amantes.

—No, Carmen, te voy a pasar veinte millones de pesetas para que cruces con ellos la frontera y me esperes en Francia —dijo Antonio, con una desapasionada frialdad—. Desde allí, cruzaremos el charco como polizones.

De nuevo, el semblante de Carmen palideció de espanto, como cuando lo reconoció en la sala de fiestas de Antón Martín. Miró a derecha e izquierda, como una fiera acorralada.

—¿Qué estás diciendo? Eso es una burrada de dinero.

—Suficiente para nosotros, para nuestros hijos y para nuestros nietos.

Antonio disfrutaba contemplando los efectos de su revelación en el ánimo de Carmen: primero pavor, después extrañeza e incredulidad, poco a poco una tímida y todavía cautelosa codicia.

—¿Cómo lo has conseguido? —inquirió.

—El padre de Mendoza se dedicó a los negocios más turbios, prenda —resumió, sin entrar en detalles—. Esa gentuza maneja unas sumas fabulosas, no podrías creértelo.

El crepúsculo incendiaba la espesura. Carmen parecía arrebolada:

—¿Y te los vas a llevar así, tan campante?

—No, prenda, por desgracia hay unos tipejos que vienen de Rusia, pisándome los talones. —Chasqueó la lengua, contrariado—. Conocen mi verdadera identidad y amenazan con desenmascararme. El típico chantaje de siempre. Por eso te pido que vayas tú por delante con el dinero.

Ahora Carmen parecía abrumada por la carga:

—¿Y qué piensas hacer con ellos?

—Matarlos.

Enmudecieron ambos, mientras la sangre derramada y la sangre por derramar rugían en las entrañas de la tierra. Volvieron tomados de la mano, convertidos de nuevo en compinches —en consortes— de un palo que jamás hubiesen soñado poder realizar en una vida anterior. A partir de aquel día, empezaron a verse con asiduidad, casi siempre en casa de Carmen, en la calle de Leganitos, que Antonio ya nunca más tuvo que abandonar apresuradamente, para esconderse en el piso de arriba; pero, llegada la noche, la abandonaba para ir a dormir a Claudio Coello, como un novio doncel que prefiere dilatar la dicha de la entrega hasta el tálamo; y Carmen participaba con gusto de aquel ritual con una especie de alegría retrospectiva, como si juntos estuviesen recomponiendo un noviazgo que la fatalidad había impedido hasta entonces, un noviazgo tardío que de este modo recuperaba la pureza que podría haber tenido antaño. Cada uno por su lado, con casi una semana de intervalo, solicitaron en la embajada francesa sendos visados para una estancia de tres meses; y Antonio acondicionó con sus propias manos un par de maletas con un doble fondo perfectamente disimulado y cubierto de guata para esconder los fajos de billetes. Una semana antes del día señalado para la partida de Carmen viajaron a Alcalá, para sacar a su hija del internado. Resultó una niña despierta e inquisitiva, mucho más bonita de lo que la fotografía borrosa que su madre guardaba pudiera hacer presumir; en sus facciones perduraban los ojos de ternera y la nariz pugnaz de la madre, y enseguida hizo buenas migas con Antonio.

—¿Y tú quién eres? —le preguntó, todavía medrosa, cuando salían del internado.

—Soy el novio de tu mamá. Me llamo Antonio, y en unas pocas semanas pienso casarme con ella.

Y Carmencita buscó con la mirada una confirmación en su madre; y, apenas la obtuvo, corrió a besar a Antonio, que recibió abrumado aquel regalo imprevisto. De vuelta a Madrid, Carmencita no paró de hacerle preguntas, en una avalancha de curiosidad que, como las cerezas de un cesto, se enredaba en mil preguntas consecutivas o afluentes, una fronda gozosa de preguntas en constante crecimiento en la que Antonio retozaba a placer, aunque muchas de las preguntas de Carmencita desbordasen sus conocimientos, sus intuiciones, su capacidad de inventiva incluso. Pensó entonces Antonio que ante una niña como Carmencita su simulacro de vida no hubiese tardado ni media hora en desmoronarse; porque la inteligencia del niño, al no apoyarse en las muletas de la experiencia, cuestiona todo lo que el adulto da por sobreentendido. Y, al cuestionarlo, somete la vida a constante interrogatorio, como si cada día el mundo se inaugurase otra vez. Si Antonio había logrado sostener su simulacro de vida era porque se había desenvuelto en un mundo, el de los adultos, en el que se aceptaban muchas cosas que Carmencita no hubiese aceptado jamás, en el que cualquier explicación anodina bastaba para salir del paso, en el que las palabras gastadas y las pasiones estereotipadas eran moneda de curso corriente. Antonio prefería el mundo que habitaba Carmencita, donde nada estaba clasificado ni etiquetado; y quería quedarse a vivir allí, quería volver a mirar el mundo como ella lo miraba, creándolo de la nada a cada instante, como el Dios del Génesis.

—Hija, deja de hacerle preguntas a Antonio, que lo vas a marear —la reprendía su madre.

—Que no, mujer, si yo estoy encantado. Déjala que pregunte todo lo que quiera.

E imaginaba una vida colmada de preguntas, atestada de preguntas, una vida de incesantes asombros al lado de ambas, en la que nada estuviese gastado ni repetido, como una resurrección de la carne que lo redimiese de la existencia infernal que hasta entonces había sobrellevado. En esa vida presentida, que ya era su único designio, pensaba mientras agotaba las postrimerías de su simulacro de vida; en esa vida de eterna novedad, como un libro con las páginas en blanco, pensaba mientras extraía los fajos de billetes de los rodapiés del piso del Retiro y los iba disponiendo en el doble fondo de las maletas, como un muro de ladrillos que preservaría su nueva vida incólume. Sólo dejó fuera de las maletas medio millón de pesetas, el tributo que le habían exigido Nina y Camacho a cambio de su silencio; que pretendía ser un silencio a plazos, pero que Antonio esperaba convertir en silencio a perpetuidad. Mientras caminaba hacia la calle de Leganitos, lo sobresaltó, como un latigazo de angustia, la sospecha de que Carmen pudiera traicionarlo; pero enseguida desestimó este pensamiento funesto que, aunque se cumpliese, no cambiaría sus planes. A fin de cuentas, si tal cosa ocurriera todo le importaría un ardite: Carmen lo había resucitado; y si Carmen dejaba de alumbrarlo, prefería la muerte, antes que el simulacro de vida que hasta entonces había mantenido. Pero tal cosa no iba a ocurrir.

Lo supo, con certeza indubitable, cuando Carmencita, vestida ya con el pijama, corrió desde el fondo del pasillo, para arrojarse alborozada a sus brazos, apenas traspuso el umbral de la casa. Dejó las maletas sobre el suelo del vestíbulo y alzó a la niña hasta el techo, columpiándola en el aire.

—¿Sabías que mamá y yo nos vamos mañana a Francia?

Antonio se fingió enfurruñado:

—¡No me digas! ¿En serio que os vais? ¿Y a mí pensáis dejarme aquí solo?

Le buscaba las cosquillas, mientras la columpiaba. Carmencita reía hasta descoyuntarse.

—Dice mamá que tú vendrás pronto a reunirte con nosotras.

La abrazó muy fuertemente, como si fuese carne de su carne. Y así la sentía. Carmen había salido también a recibirlo; el día anterior habían discutido, porque se resistía a dejarlo solo ante los tipejos venidos de Rusia y dispuestos a chantajearlo. Antonio la besó en el cuello y apuntó con la barbilla hacia las maletas donde se guardaba el botín, que Carmen recogió y llevó a la cocina, posándolas sobre la mesa de formica.

—Pues mamá tiene razón, pequeñaja —dijo, mientras la conducía hasta su cuarto, donde como cada noche le contaría un cuento y recitaría con ella las oraciones que ya casi había olvidado—. ¿O es que pensabas que te ibas a librar tan fácilmente de mí?

Carmencita protestó, en un lloriqueo:

—Si yo no quiero librarme de ti, tonto. Yo lo que quiero es que seas mi papá.

Lo golpeó, como una marea impremeditada, una emoción que ni siquiera creía que pudiese albergar.

—Pues, eso está hecho. A partir de hoy mismo seré tu papá.

Y aquella noche, mientras le contaba un cuento, Carmencita lo escuchó con ojos más abiertos, como si la paternidad putativa lo aureolase de una autoridad nueva. Y mientras rezaban las oraciones, Carmencita, escorada ya hacia el sueño, le tendió su manecita, como una pavesa que Antonio guardó entre las suyas, para alimentar su calor. Antes de abandonar su cuarto, le alisó el embozo de las sábanas y la besó en la frente con devoción callada, mientras escuchaba su respiración limpia, que era la respiración de un mundo bien hecho. En el pasillo lo aguardaba Carmen; su respiración, en cambio, era acezante y acongojada:

—Preferiría no tener que llevar esas maletas, Antonio.

Hablaban en un susurro, para no perturbar el descanso de Carmencita.

—¿Por qué, si puede saberse?

—Porque no soporto que pienses que estoy contigo por el dinero.

Antonio tomó su rostro entre las manos, antes de cubrirlo de besos. La noche entraba por la ventana de la cocina, serena y ominosa a un tiempo, como un río de adivinaciones.

—Si pensara eso, caería fulminado aquí mismo, prenda.

Durmieron juntos por primera vez aquella noche, en la cama de plaza y media de Carmen, cuyo catre niquelado crujía como una chalupa a punto de zozobrar. En realidad, no lograron pegar ojo, trémulos y absortos en su amor, como niños en una cueva de tesoros recién inventados. Cuando entró dentro de ella, sintió que un pez de plata palpitaba allá adentro, en lo más hondo de sus entrañas.