1. Conferencia electoral
1
EL Vicepresidente del Club «Democracia Abierta» excusó la incomparecencia del Presidente del Club, por causas, desde luego, ajenas a su voluntad, y presentó brevemente —no necesitaba presentación, por supuesto— al conferenciante invitado, Adolf Sturm, Jefe del Partido de la Nacional Democracia y candidato a las elecciones presidenciales de los Estados Unidos.
A lo lejos se oía aún el dístico «¡A-dolf! ¡A-dolf!», de los seguidores que habían aguardado pacientemente en la calle la llegada de su Jefe de Partido y Líder indiscutible.
Adolf Sturm se puso en pie, se acercó al podio y miró desafiante la sala.
—Nos encontramos —comenzó— en uno de los momentos más críticos de nuestra historia. En plena degeneración. En plena corrupción. No se puede definir de otra forma nuestra situación actual.
Hizo una pausa muy efectista.
—Y hace falta una política decidida y enérgica para salvar el país, para salvar la nación. En suma, para salvarnos a nosotros mismos. Esa es la línea de acción que propugna nuestro partido.
Los monitores de televisión le enfocaron la cara en un plano de progresiva aproximación. Los espectadores de todo el país —se calculaba la audiencia en el 80% de la población— pudieron apreciar con todo detalle, en sus pantallas murales, el rostro de mandíbula desafiante, que los psicólogos de la campaña procuraban disimular con el maquillaje (demasiada impresión de energía podría resultar contraproducente).
Adolf Sturm insistió en el tema.
—Resulta interesante repasar lo que nuestros inmediatos antecesores, los hombres del siglo XX, predecían sobre la ciudad de nuestro siglo XXI. Hay un filón inagotable en lo que se llamaron obras de Ciencia Ficción. Y bien, ¿qué imaginaban? Un mundo estructurado, disciplinado y trabajador, con un socialismo de estado avanzado e incluso —ahí estaba su crítica— con un control absoluto de todas las actividades humanas. Un mundo donde la técnica privaría al hombre de libertad.
De uno de los monitores de televisión cayó una torreta de objetivos que se estrelló en el suelo con gran estrépito. El cámara se agachó a recogerla y desconectó unos focos. Los telespectadores vieron oscurecerse momentáneamente la imagen de Adolf Sturm y escucharon su voz, ahora distorsionada, extraña, con un fondo de zumbidos.
—Es importante que nos demos cuenta —proseguía éste— de la progresiva sensación de temor que la humanidad ha adquirido frente a la técnica. En el siglo XVIII se piensa en ella como liberadora de las tareas más pesadas de la humanidad y prometedora de un mundo sin fatiga y sin trabajos rudos. En el XIX, al descubrirse nuevas formas de energía —el vapor, la electricidad— se va alcanzando este sueño, pero se ve que no proporciona la supuesta felicidad. En el siglo XX, con la introducción masiva del petróleo, así como los inicios de la energía atómica y de la solar, el hombre comienza a asustarse al pensar que la técnica le va a dominar a él en vez de ser él el dominador de la técnica. Este hecho genera unos movimientos de protesta —naturalistas, ecologistas y similares— que pretenden imponer sus ideas al poder político.
»Y en suma, ¿qué ha ocurrido en lo que llevamos de siglo XXI? Que el miedo a la tiranía de la técnica ha producido, como contrapartida, la tiranía de la libertad. Frente a todas las predicciones pasadas, hemos llegado a tal desarrollo de las libertades individuales que se ha producido el colapso de la vida social y ciudadana. La productividad ha descendido, así como la calidad de los productos; constantemente oímos quejas de automóviles que no funcionan al mes de estrenados; de casas con tabiques que se agrietan; de alimentos conservados que provocan intoxicaciones; de televisores que distorsionan la imagen…
(Millones de espectadores asentían a estas afirmaciones. Como confirmándolo, la imagen de Adolf Sturm transmitida por los televisores viró bruscamente a un tono verdoso —parecía Adolf en marciano—. Luego se estiró hacia arriba, como un asombroso De Gaulle, redivivo, e inmediatamente se esfumó. «Rogamos a los televidentes que permanezcan atentos a la pantalla.» Música de fondo de circunstancias. Minutos después reapareció la imagen de Adolf Sturm, ahora en un tono rojo subido, mientras su voz sonaba extrañamente baja y profunda, como grabada en un disco antiguo.)
—… Nuestra sociedad está inerme, la dejadez es general, el gobierno no actúa. Este país, que ha sido un ejemplo de orden y eficacia, se encuentra corrompido por el exceso de libertad. Hace falta, en suma, la política que yo y mi partido, la Nacional Democracia, propugnamos.
El tono era cada vez más enérgico; el mentón se acentuó. El psicólogo de la campaña, sentado en primera fila, sintió una punzada de preocupación: no era conveniente. Demostrar energía, sí; pero no excesiva. Ninguna impresión dictatorial. Podría restar votos.
Cuando Adolf abordó el párrafo final, el psicólogo pudo dar un respiro. Había escrito al margen, muy destacado, «tono persuasivo». Y Adolf, cuando quería, se mostraba extrañamente seductor.
—Por todo ello, repito, por una política de orden, de trabajo, de producción; en suma, por una política de paz, os pido vuestro voto. Es más, en nombre del presente y sobre todo del porvenir de nuestro país, de nuestra sociedad, os exijo, os reclamo vuestro voto.
La imagen mostró a Adolf Sturm en alejamiento mientras el público de la sala aplaudía fuertemente. Unas rayas onduladas produjeron un fuerte parpadeo en las pantallas hasta que la imagen finalmente se eclipsó.
Por la puerta de la sala de conferencias entró, decidido e indignado, un caballero de traje elegante, pero arrugado y sucio. Sudaba copiosamente. Se acercó a Adolf:
—¡Señor Presidente! —le saludó éste—. Ya me informó el Vicepresidente de su percance y de la imposibilidad de realizar la presentación…
—El ascensor, el maldito ascensor. Parado entre dos pisos. Tuvieron que avisar a los bomberos, y luego volverlos a avisar porque al parecer alguien dio mal la dirección y se presentaron en el Ayuntamiento. Luego parece que en vez de la escalera trajeron la motobomba…
Salieron unos electricistas que intentaban arreglar una deficiencia en la iluminación del pasillo. Habían terminado los últimos empalmes y conectaron para realizar una prueba. Súbitamente se apagaron todas las luces quedando sólo encendidas las de emergencia.
Hubo que salir casi a tientas, pisando los cables.
—Como usted bien decía —comentaba adulador el Vicepresidente a Adolf Sturm— ni Veme, ni Wells, ni Huxley, ni Asimov previeron un desastre semejante…
En la acera inmediata a la entrada, un grupo de jóvenes, con el uniforme paramilitar de las juventudes adolfianas y las letras N.D, en el brazalete vitorearon de nuevo —«¡A-dolf! ¡A-dolf!»— a su Jefe. Éste los saludó, antes de subir al coche, con la V de la victoria. A lo lejos, grupos aislados de oponentes políticos silbaron a Adolf, quien les hizo un gesto despectivo.
—¡Por la Presidencia! —gritó a los suyos—. ¡Por una política de Nacional Democracia!
Se alejó, veloz, en su coche.
2
Llegó al edificio central del Partido. Sobre la puerta campeaba la inscripción «Nacional Democracia». Los guardianes paramilitares saludaron marcialmente. En la Sala de Juntas le esperaba el Consejo de la campaña electoral. Al entrar Adolf, los integrantes se pusieron en pie. Adolf se sentó y, mientras los demás lo hacían, consultó sus notas.
—Les he reunido —comenzó— para ultimar los detalles de nuestra campaña electoral. Todos ustedes fueron elegidos tanto por su demostrada capacidad profesional como por su identificación con las ideas que sobre la nueva democracia propugna el partido. Queremos acabar con esta situación de anarquía, de libertinaje, de desorden. No creo preciso extenderme en detalles.
»Bien, vamos a concretar. Estamos ya a pocos días de las elecciones. En su momento preparamos la campaña con todo cuidado, y ahora las circunstancias nos son singularmente propicias. El partido del poder está totalmente debilitado, y la oposición mayoritaria no goza de credibilidad. Aunque nosotros seamos un grupo minoritario defendemos lo que en este momento quiere la mayoría del país. Por eso yo les prometo —subrayó— que en estas elecciones barreremos, que ganaremos mayoritariamente.
Y miró desafiante a los congregados.
Estos se mostraron perplejos. ¿Cómo podía estar el Jefe tan seguro de lo que decía? Se atrevieron a preguntar.
—Pero Jefe, tal suposición es imposible. En las pasadas elecciones sólo obtuvimos el cinco por ciento de los votos.
Adolf parecía encantado con la objeción.
—Siga, siga —animó—. Un cinco por ciento…
—Y nuestras mejores perspectivas consisten en formar un grupo parlamentario pequeño, pero necesario para las decisiones a tomar por cualquiera de los grandes bloques. Ése era nuestro objetivo para la campaña.
—Si sólo consiguiéramos eso —añadió otro— nuestra capacidad de actuación política sería ya muy grande.
—En efecto —indicó Adolf— eso pensábamos hasta ahora.
Pero les he reunido para cambiar inmediatamente los objetivos de la campaña. Es cierto que planeábamos conseguir un grupo minoritario importante. Pero ahora es distinto: vamos a ganar las elecciones. Tal como suena: a ganar. A obtener la mayoría parlamentaria. Y, además, abrumadoramente.
Los gestos de los asistentes denotaban, a pesar suyo, su incredulidad. Por mucho que admiraran, respetaran y veneraran al Jefe, y aun admitiendo su obediencia ciega a los postulados de la Nacional Democracia, ¿cómo se podían hacer semejantes afirmaciones? En algunos se inició una aguda sospecha: ¿estaría transtornándose? ¿Le habría afectado la tensión de los últimos meses, la excesiva prueba a que había sometido su vitalidad, organizándolo y controlándolo todo personalmente?
—Comprendo —seguía Adolf— que les parecerá, por mi parte, una afirmación terriblemente comprometida. Pero recuerden que nunca, en nuestro pasado político, prometí nada de una manera tan rotunda. Si lo hago, es porque tengo razones suficientes para hacerlo.
La mirada y la actitud de Adolf (Jefe, Líder, Caudillo, Conductor, César, Kaiser) era tan extraordinariamente persuasiva que sus partidarios sintieron renacer aquella confianza generada en las conversaciones privadas, en las reuniones del pequeño grupo inicial de la Nacional Democracia, en su indiscutible carisma de Líder en los momentos de crisis.
—Para ello —continuaba Adolf— debemos considerar el cambio de la situación nacional. Es cierto que en las pasadas elecciones obtuvimos un porcentaje de votos digamos… minoritario. Pero desde entonces la situación del país ha empeorado considerablemente, las continuas huelgas paralizan la producción, los servicios públicos no funcionan, los accidentes se multiplican, la inseguridad ciudadana aumenta.
Esto ha hecho aumentar el número de nuestros afiliados. El partido Nacional Democracia es conocido, admirado y respetado. En las Juventudes Adolfianas se gestan las generaciones futuras.
»Pero, por otra parte, disponemos de nuevos recursos. No puedo decirles más sobre el tema —abrió los brazos con pesar—; no, no puedo. Quisiera hacerlo, pero aún es un alto secreto. Sólo puedo indicarles las consecuencias: vamos a ganar las elecciones mayoritariamente. Y con esta afirmación mía deben ustedes trabajar intensamente y dar a la campaña electoral el giro necesario. Sabiendo por anticipado que vamos a ganar, y que lo único que harán las votaciones será darnos la confirmación a esta noticia, multipliquen la publicidad, gasten lo que quieran, prometan lo imposible. Porque —y esto es lo único importante— tengan la absoluta seguridad de que vamos a ganar.
Sin embargo, el Jefe de Propaganda insistió.
—Díganos algo, Jefe. Adelántenos algo de su nueva arma para este refuerzo final de la campaña. Necesitamos el impulso de última hora para captar los votos indecisos.
—No, lo siento pero no puedo dar detalles. Lo que les he dicho, además, debe quedar limitado a ustedes. Redoblen sus esfuerzos sobre los defectos y la debilidad del actual Presidente Donovan, así como sobre las incongruencias de la oposición mayoritaria. Den un toque de mesianismo a nuestras promesas, muéstrenos como los únicos capaces de salvar el país. Prometan lo que quieran.
»Porque yo les aseguro de nuevo, señores, que ganaremos, y de forma aplastante.
Se levantó, recogiendo los papeles en el portafolios. Miró de nuevo los rostros, en los que aún se manifestaba el asombro, y les repitió:
—Una victoria aplastante. Y dentro de un mes, a gobernar.
Salió murmurando:
—Por fin, dentro de un mes…
Fuera, las Juventudes Adolfianas aclamaron a su Jefe cantando la canción de la campaña: La victoria está segura. Comenzó a caer una ligera llovizna.
3
Sobre la mesa del Presidente de los Estados Unidos, Samuel Donovan, se amontonaban los informes y los telegramas. A aquella hora de la tarde ya se encontraba cansado. De todo el país sólo llegaban noticias conflictivas.
«Pensilvania: Huelga indefinida de la industria maderera. Exigencia: reducción de veinticuatro a veinte horas de trabajo semanal. Tres meses completos vacaciones. Mejoras sociales.»
«Ohio: Fallo simultáneo de dos motores reactor Jumbo. Muerte doscientos pasajeros. Se supone debido a errores equipo revisión. Comisión investigadora declarada en huelga.»
«Houston, Texas: Intoxicación masiva cien niños por contaminación alimentos infantiles con insecticidas. Fallo controles en fábrica por huelga de celo.»
«California: Declaración numerosos embarazos. Confusión envasadora fábrica píldoras anticonceptivas con tranquilizantes.»
—Al menos no se lo tomarán demasiado a mal —pensó el Presidente—. Sigamos.
«Indiana: Avería total instalaciones distribución eléctrica todo el Estado.
Presunta duración: dos semanas.»
«Nevada: Choque múltiple autopista nacional por descontrol semáforos.
Más de cien muertos y heridos.»
La secretaria, una joven y esbelta negra, pasó al despacho del Presidente y le dejó sobre la mesa otro montón de telegramas. El Presidente los repasó rápidamente: todos contenían noticias semejantes.
—¿Pero es que nada funciona bien en este país? —preguntó.
—No, señor —afirmó con desparpajo la secretaria, saliendo.
El Presidente recordó que en la solapa de la blusa llevaba prendida la insignia de Nacional Democracia.
4
Adolf llegó a su villa de las afueras de Washington. La guardia paramilitar de la puerta le saludó. El automóvil recorrió el sendero enarenado.
Subió a sus habitaciones privadas, en el primer piso. Era su refugio secreto, al que prácticamente nadie tenía acceso, y del que poquísimas personas sabían siquiera que existía.
—¡Celia! —llamó— ¡Celia!
Celia se encontraba en un sillón, frente al televisor mural. En aquel momento estaba contemplando el final de una película romántica que se había programado en el video-tape. La princesa Sissí paseaba por los jardines de los maravillosos palacios bávaros, en un derroche de color, hermosura y sentimentalismo.
—Hola, Adolf —dijo, y le ofreció un bombón—. Es maravilloso, me he pasado llorando toda la tarde.
—Pero, ¿sigues romántica? Ven Celia, acércate.
Celia se levantó. Su espléndida belleza rubia se realzaba con el traje estilo Imperio. Llevaba un diminuto ramillete de violetas y, en la mano, un delicado pañuelo de encaje aún empapado por las lágrimas. Una mujer de otra época recreada en las habitaciones privadas de Adolf. Se acercó a él.
—Estás preciosa, Celia. Sencillamente preciosa.
—¿De verdad? —se le iluminó la cara—. ¡Cómo me alegra que me lo digas, Adolf!. ¿No es verdad que el amor es lo fundamental de la vida? ¿No es un sentimiento maravilloso?
Adolf la besó apasionadamente. Ella se dejó, pasiva, con aire de Margarita Gautier, de amante abandonada al abrazo del seductor. Adolf aspiró el perfume de las violetas. Y pensó en las elecciones.
La besó otra vez. Su pulgar tocó levemente el cuello de Celia.
De improviso, ésta cambió completamente.
—Adolf —exclamó, dinámica—, ¿qué tal tu trabajo?, ¿cómo va la campaña?
Él la miró con orgullo.
—De eso quería hablarte. Aún queda mucho por organizar.
Celia se miró, de pronto, el traje con disgusto. Parecía una secretaria eficaz que se diera cuenta de que estaba haciendo el ridículo en un baile de disfraces.
—Perdona, Adolf. Quisiera cambiarme. No sé lo que hago con estas ropas.
—Como quieras, querida. Espero. Iré tomando una copa.
Celia desapareció en el dormitorio. Adolf se preparó un whisky. Se sentó, abrió el portafolios y buscó entre los papeles.
Sacó el telegrama recibido por la mañana:
«Industrias Para a Adolf Sturm. Experiencia Santa Clara obtuvo éxito completo. Total seguridad plan trazado. Niedrig.»
—El eficaz Niedrig —pensó Adolf— hemos conseguido la clave para el triunfo en las elecciones, y para el dominio del país. Gracias a Niedrig y gracias a Marcos.
Celia salió del dormitorio. Parecía otra. Era ahora la profesora de instituto, o la secretaria eficiente. Traje sencillo, oscuro, gafas de montura discreta, pelo liso, sin maquillaje, zapatos planos. Sólo un discreto broche. Llevaba block de notas y bolígrafo preparado. Se sentó.
—Cuéntame, querido —dijo—. En nuestra última conversación hablamos de un posible acontecimiento que daría un giro inesperado a la campaña.
—En efecto —dijo Adolf— y el acontecimiento se ha producido. Tenemos ya la posibilidad de obtener la mayoría absoluta de modo arrollador.
—¿De veras? —Celia le creía a pie juntillas, pero comenzó a repasar datos—. Sin embargo, en las últimas elecciones no ganamos en ningún estado; y la media de votos obtenidos…
—En efecto, Celia; no dejan de repetírmelo todo el día. Apenas un cinco por ciento…
—Entonces, ¿qué posibilidades…?
—Te lo explicaré, querida. Siempre es bueno contárselo a alguien.
Tomó un largo sorbo y comenzó a encender un habano. Aspiró una larga bocanada. Se sentía muy bien.
Y en tono profesoral, mientras Celia anotaba, comenzó a repasar toda la historia.