2. La quimera del oro

1

El conde de Fleury se hizo conducir por dos criados de absoluta confianza a la recóndita estancia del primer piso del palacio, donde estaba situado su laboratorio privado. Recorrieron largos pasillos, alzaron la silla de ruedas para pasar algún desnivel y finalmente, llegaron a la pesada puerta que se abría al conjunto de habitaciones unidas que componían los recintos donde el conde había transcurrido muchas horas escrutando los secretos de la naturaleza.

Sacó una llave y abrió.

—Os llamaré —dijo a los criados—. Estad atentos a la campanilla.

Y entró, empujando vigorosamente la parte superior de las ruedas de su silla de inválido.

La sala general del laboratorio estaba iluminada por la suave luz del otoño parisiense tamizada aún más por unos vidrios translúcidos.

Cagliostro se volvió y saludó ceremoniosamente.

—Señor conde… ¡Qué placer veros por aquí!

—Lo mismo digo, conde de Cagliostro.

Los dos se miraron fijamente. El conde de Cagliostro era altísimo y muy delgado; su tez era sumamente morena, fruto tanto de su nacimiento siciliano como de sus viajes por Oriente. Vestía una levita de trabajo, color verde oscuro, con alguna mancha de reactivos químicos. Pelo negrísimo, con algún desorden. Pero su rostro denotaba una expresión sugerente, casi hipnótica. Ejercía un indiscutible aire de dominio, de posesión humana o diabólica, y lo sabía. Sobre todo brillaban sus ojos, reflejando el sol como pequeñas chispas.

—¿Y bien? ¿Cómo van vuestras experiencias?

Cagliostro adoptó un aire profesional.

—Señor conde, puedo deciros que en pequeña escala el problema está resuelto. Hemos logrado la precipitación del oro.

El conde de Fleury se animó considerablemente.

—¿Es cierto eso? ¿Podemos comprobarlo?

—Desde luego. Permitidme que os acerque, por favor.

Empujó al conde de Fleury junto a una gran mesa. Comenzó a manipular mientras le explicaba lo que iba haciendo.

—Preparo primero el del vaso de precipitados con esta solución. Coloco en la probeta este otro líquido cuya composición permitiréis que mantenga por ahora en secreto. Vierto el líquido de la probeta sobre el del vaso de precipitados. Ahora mirad, ¿qué veis?

Al volcar un líquido sobre el otro se habían producido unos humos espesos. El conde de Fleury miraba insistentemente. En el vaso comenzaba a producirse un precipitado blanquecino.

—Veo unas masas blancas que caen al fondo.

—En efecto, señor. Pero seguid mirando.

Bajo la mirada hipnótica de Cagliostro, el conde de Fleury siguió mirando atentamente el precipitado. Y de pronto los vio. Pequeños, pequeñísimos puntos dorados comenzaban a formarse sobre la masa. Eran microscópicos, pero repartían en torno suyo la luz que les llegaba formando una aureola dorada.

—¡Es cierto! —dijo entusiasmado—. ¡Lo hemos conseguido! ¡Podemos obtener oro!

Cagliostro sonrió, con modestia.

—Puedo deciros, señor conde, que he dedicado toda mi vida al estudio de la transmutación de los elementos. Conozco bien las obras de Hermes Trimegisto, Alberto el Grande, Roger Bacon, Arnaldo de Villanova, Valentino, Agrícola y Paracelso. He hecho numerosas experiencias, y cuando os solicité me albergarais en vuestro castillo para tratar de separar el oro, estaba seguro de conseguirlo.

—Siempre lo creí. Tened la seguridad que desde el primer momento supe que podríais hacerlo. Y, bueno, si ya se consigue en pequeñas cantidades, ¿cuándo podríamos…?

Cagliostro atajó:

—En grandes cantidades, en verdad… Sabéis, conde, que tengo tanto interés como Vos en la obtención de grandes cantidades. Porque ya sabemos, ¿no?, que de la ganancia que se obtenga participamos al cincuenta por ciento.

—Desde luego. Así lo prometí y así lo cumpliré. Un Fleury nunca ha sido infiel a su palabra.

—Y un Cagliostro tampoco, señor conde. Sin embargo el problema es complejo. Pasar de un trabajo en laboratorio a una producción digamos industrial, requiere un tiempo. Necesitamos más espacio, y una forma disimulada de fabricar los ingredientes en grandes cantidades.

—De todo eso me encargaré yo, una vez pasada esa absurda reunión de sabios que ha organizado mi hijo… La ciencia, dicen. Concedo que tienen algunas experiencias interesantes, pero intentar derruir todo el edificio de la ciencia clásica… Conceptos tan claros como el flogisto, el éter, la piedra filosofal, la generación espontánea.

—Comprendo, señor conde. Puedo emplear estos días de pausa forzada en perfeccionar el método para hacerlo aún más simple que en la actualidad.

—Por cierto, conde Alessandro… ¿Qué opináis vos sobre la ciencia moderna?

Los ojos de Cagliostro refulgieron de nuevo.

—Concedo —admitió— como Vos, que tiene ciertos aspectos de interés. Pero lo que más me irrita de estos innovadores es su orgullosa pedantería. Dicen que la base de todo conocimiento debe ser el método experimental, y que sólo se debe aceptar lo que se observa o lo que se experimenta.

—En efecto, eso dicen.

—Y yo pregunto, señor conde, ¿cómo observamos el amor? ¿Cómo explicamos las pasiones? Supongamos una pareja, un hombre y una mujer, que experimentan esa tremenda atracción mutua que les lleva a compartir la vida, e incluso a la muerte si es necesaria para el otro. ¿Cómo explicarían esta conducta con sus expresiones matemáticas, sus leyes físicas o su atracción y repulsión electrostática? ¿Reducirían a una simple ecuación, a una reacción química, la relación entre Abelardo y Eloisia o entre Romeo y Julieta?

—No, desde luego. Pero dirían que lo que no se puede observar o experimentar no debe considerarse científicamente.

—Y yo digo, ante eso, que sólo consideran un aspecto muy parcial de la naturaleza. Señor conde, llevo toda la vida trabajando en laboratorios y haciendo, entre otras cosas, maravillosos elixires para los enfermos. Y lo he percibido: hay poderes sobrenaturales que actúan, hay fuerzas que nunca podrán describir esos científicos, que gobiernan la naturaleza. Ellos han descubierto que hay dos clases de electricidad, y que cargas de distinto signo se atraen mientras que las del mismo se repelen. ¿Lo admiten, verdad? Pues eso no actúa solamente a nivel de la electricidad, sino en toda la naturaleza. Vivimos en un torbellino de fuerzas, unas positivas y otras negativas, unas propicias y otras adversas. Y hay que saberlas captar y dominar.

—Lo mismo pensaba yo, conde de Cagliostro. Pero cuando hablan de la experiencia como base de toda la ciencia…

—¿Y qué más experiencia que lo que conocemos desde siempre? ¿No ha actuado recientemente en París el barón de Messmer y ha curado miles de enfermos con su prodigioso magnetismo animal? ¿No lo hago yo también, si bien en menor escala, imponiendo mis propias manos? Y además le diré una cosa: hablan de experiencia, pero no analizan el hecho de que siempre existe una postura personal del experimentador.

—Dicen que la experiencia debe ser objetiva, repetible, comprobable.

—Eso es ignorar completamente los mecanismos de la naturaleza. Hay personas dotadas y personas no dotadas. Eso lo admiten para el arte, ¿verdad? Se nace —no se hace— pintor, escultor, músico, poeta… Sin embargo, no admiten lo mismo para la química, la física, la matemática, la medicina. Yo le digo, señor conde, que el espíritu del experimentador también puede influir sobre la materia. Porque en último extremo —y sus ojos volvieron a brillar—, ¿qué es lo que mueve todos los seres, desde los hombres hasta los más minúsculos átomos del Universo? Una fuerza arrasadora, del amor. Todo gira, todo se mueve, todo actúa por el amor. Como dijo el Dante, «l’amor qui muove el sole e l’alte stelle».

—Y por amor se transmutan los elementos y se convierten en oro.

—En efecto, señor conde. Hay que buscar las condiciones favorables para que esto se realice, y sobre todo hay que lograr la necesaria concentración espiritual. Todo se mueve hacia el amor, y el oro es el mayor símbolo del amor, como metal preciosísimo que es. Debemos encauzar la naturaleza hacia el amor, como los metales a su conversión en oro.

—Bien, conde de Cagliostro. Siempre es un placer conversar con usted. Procure no mezclarse mucho con los invitados, que profesan un sentido de la ciencia muy distinto al suyo. Y dentro de unos días, cuando quedemos libres de ellos, trataremos ya de poner en marcha el proceso en gran escala. Y por cierto, conde, ¿qué va a hacer usted con su dinero?

Cagliostro se frotó las manos y adoptó un aire humilde.

—Es una pregunta que aún me estoy haciendo. En realidad yo soy un hombre sencillo, que ha llevado una vida difícil. Suntuosa, dicen algunos; puede ser verdad. Fastuosa, dicen otros. Esto ya no es cierto. He llevado una vida viajera y complicada, y, la verdad, estoy cansado. Con el dinero que obtenga quiero comprarme una pequeña propiedad en esta tierra francesa tan acogedora, y dedicarme al estudio y a la meditación, a la vez que procuro extender esta hermandad universal de la Masonería que Dios me ha confiado.

—Muy interesante, señor conde. Contad con mi apoyo para lo que necesitéis.

—Os lo agradezco. Y si no es indiscreción, señor conde de Fleury, ¿qué pensáis hacer con vuestro oro, si ya poseéis una de las mayores fortunas de Francia y se pudiera decir que no necesitáis más de la que tenéis?

El conde de Fleury se entristeció.

—Ah, Cagliostro. Tengo una enorme necesidad de ese dinero. Como sabéis, la Nación está prácticamente al borde de la bancarrota, y nadie parece darse cuenta. Siguen las reuniones en los salones, siguen las sesiones de las Academias, siguen los espectáculos… y estamos al borde del caos. Nuestro Rey Luis XVI, que está adornado de tantas virtudes humanas, no controla el poder, y está dedicado a la caza y a su pasatiempo favorito, la cerrajería, sin tomarse la molestia de gobernar, cuando en este momento lo que necesitamos es un soberano enérgico. Los burgueses y los campesinos rehúsan pagar los impuestos, y, lo que es peor, circulan entre ellos ideas insanas sobre lo que llaman la soberanía popular, olvidando que los reyes son de derecho divino.

»Por eso, Alessandro, la única posibilidad de salvar este país es obtener rápidamente todo el dinero necesario para proporcionarle un rápido bienestar. Si mejora la situación social que a pesar de sus discursos no han remediado esos economistas de pacotilla que se llaman fisiócratas, podremos detener la revuelta del pueblo.

—¿Hasta ahí se podría llegar? Parece increíble.

—Los ánimos están muy excitados y, si no actuamos a tiempo, se avecinan tiempos catastróficos. Por eso le ruego, en interés de esta Francia que tanto amamos, que busque un método sencillo de obtener oro y tendrá todo lo que necesite, hasta el poder político.

—No, señor conde, no es algo que me tiente. Pero le agradezco que me haya comunicado sus temores. No quisiera que le ocurriera nada a este hermoso país.

El conde de Fleury se despidió. Cagliostro, a contraluz de los cristales translúcidos de las ventanas, mostraba oscuramente su rostro mágico con los ojos resplandecientes. ¿Ángel o diablo? ¿Genio protector, o genio maléfico?, pensaba el conde de Fleury, empujando las ruedas de su silla. De todos modos, había que intentarlo. Era la última esperanza.

Tiró del cordón de la campanilla y sus dos fieles criados abrieron la puerta. Le llevaron a sus habitaciones.

2

Sin duda las figuras más populares de la reunión eran Voltaire y Franklin. El primero, con sus admirativos oyentes, recorría con pasitos breves los jardines o, más frecuentemente, se sentaba en un cómodo sillón y se lanzaba a los brillantes juegos de espíritu que tanto le gustaban, costumbre adquirida durante los años que frecuentó los salones de madame du Deffand. Aunque aludía con frecuencia a los achaques de la edad —y en efecto, de vez en cuando un súbito ataque de tos cortaba su débil voz—, se le notaba rejuvenecer en compañía de aquellos académicos jóvenes.

Franklin se encontraba en la biblioteca cumpliendo uno de sus más gustosos deberes: rodeado de un grupo de periodistas, contestaba todas sus preguntas con una desenfadada ironía y un agudo sentido común.

Mister Franklin —se identificó uno de ellos—, soy corresponsal del Morning Post, de Londres. Con base a su experiencia sobre la revolución americana, ¿qué opina usted sobre una posible revolución en Francia?

Franklin se tomó unos momentos para contestar.

—Su pregunta —dijo—, es muy delicada, y yo me pregunto si como representante de una nación extranjera en este país estoy autorizado a dar juicios sobre su política interior…

—Seremos discretos, mister Franklin.

—¿Será posible? —dijo, recordando sus tiempos de impresor y periodista—. La mejor forma de que se guarde un secreto es no decirlo, ¡je, je! Bien, les daré una respuesta oficial y una opinión particular. ¿De acuerdo?

Los periodistas asintieron.

—Excelente. Respuesta oficial: no creo que haya una revolución en Francia siempre que el Gobierno acoja y resuelva los principales problemas planteados por el pueblo; me consta que tanto el Rey como sus Ministros están haciendo lo posible por solucionarlos.

—¿Y la opinión particular? —preguntó ahora un redactor de Le Journal de Genéve.

—Francamente preocupante —dijo tristemente Franklin—. Parece que Francia no se da cuenta que un Gobierno, cualquier Gobierno, tiene que dar cabida a las inquietudes sociales de cada momento, y adaptarse a ellas. No se puede gobernar contra la historia, sino sobre la historia, amoldándose a la historia. Ésta ha sido la gran virtud de nuestros amigos los ingleses. Ellos han realizado ya su revolución, pero de forma pacífica. Han transformado por completo su Gobierno, pero sin luchas. Han conservado un Rey que reina, pero no gobierna. La burguesía ha accedido al poder, sin estridencias. Los aristócratas han visto disminuir su influjo, gracias a lo cual no han visto disminuir sus cabezas.

»Los ingleses sólo tuvieron un error: no aplicar a las colonias americanas lo que aplicaron a la metrópoli. Por eso los Estados Unidos tuvimos que independizarnos. Ahora ya han aprendido; son muy empíricos los ingleses, y van a conceder una relativa independencia al Canadá, antes de que la pida.

»En los Estados Unidos estamos redactando, como saben, una Constitución en la que yo mismo intervengo. Es un documento fundamentalmente práctico, y sobre todo, amoldable. Prevemos la posibilidad de cambio social. Nuestro texto podrá tener enmiendas sucesivas y adaptarse así a la historia, pues es inútil pretender que la historia se adapte a la Constitución.

—¿Y en cuanto a Francia? —preguntó ahora un redactor de Lettres de París.

—En cuanto a Francia veo, por una parte, un Gobierno que no piensa, y por otra unos pensadores que no gobiernan. Y esta situación es peligrosísima. Existe un Rey absoluto que no hace uso de sus prerrogativas, y unos Ministros que emplean fórmulas pasadas y persiguen a los pensadores —enciclopedistas, les llaman ustedes—. Y veo a esos pensadores en academias, en salones y en tertulias, explicando los derechos del pueblo y comentando lo que harían si ocuparan el poder, pero sin la menor experiencia en el ejercicio práctico del mismo. Yo escribí una vez que «los hombres de la Antigüedad nos dicen lo que es más acertado, pero debemos aprender de los modernos lo que es más adecuado». Y éste es el problema francés. ¿Llegarán los ilustrados al poder? ¿Tendrá la monarquía la habilidad suficiente para irlos incorporando a las tareas públicas? De ser así, y si no es demasiado tarde, aún podría evitarse esta revolución violenta, aceptando una revolución pacífica. Por desgracia, veo unas actividades muy contradictorias entre un Gobierno que no quiere intromisiones y unos pensadores que no quieren compromisos parciales, sino la totalidad de un poder que no saben manejar.

Un cierto dejo de pesimismo se había introducido en el grupo.

—¿Y una vuelta al autoritarismo, mister Franklin?

—No lo creo posible. El pueblo ya ha aprendido que, por expresarlo con una comparación, un campesino en pie es más alto que un caballero arrodillado. Y la historia avanza inexorable. Ha pasado el momento de la aristocracia y nos encontramos en el de la burguesía. Si no se le cede pacíficamente el poder, lo tomará violentamente.

»Y ahora, señores, si me lo permiten, voy a saludar a nuestro amable anfitrión.

Se alejó, con su pequeño trote de burgués satisfecho.

3

Pero cuando Franklin cruzaba el patio se le adelantó Adolphe.

—Si me permite un momento, mister Franklin…

Franklin sonrió.

—No será periodista, supongo.

—No, soy académico. Científico. Bueno, en realidad científico aficionado. Mi verdadera profesión es la Banca y los negocios.

—Es lo correcto. Científicos puros —es decir, científicos que vivan con lo que la ciencia les produce—, se podrán contar con los dedos de una mano. Y de algo hay que vivir. Sir Isaac Newton fue Lord Canciller del Tesoro. Y vuestro Lavoisier creo que es recaudador de impuestos.

—En efecto, mister Franklin. Yo sólo quería plantearle una pregunta científica relacionada con la electricidad, y en especial con el pararrayos.

—Vamos a ver.

—Es muy sencillo. El pararrayos es, en esencia, una varilla metálica que capta la electricidad y la conduce a tierra. Según esto, ¿cree usted que se podría conseguir el efecto contrario?

—No entiendo muy bien a qué se refiere.

—Sí —continuó Adolphe—. Supongamos que disponemos de una máquina de producir electricidad de la suficiente potencia, y que la conectáramos a un cable metálico y una varilla terminal. ¿Sería posible producir un rayo?

—Ulm —meditó Franklin—. La respuesta no es fácil. Le podría dar la hábil solución anglosajona: tendríamos que probarlo. En principio, supongo que sí. ¿No producimos chispas en los extremos de nuestras máquinas electrostáticas? Luego si la electricidad aplicada fuera lo suficientemente potente, quizá se pudiera obtener un rayo dirigido.

Y, tras un momento de silencio, dijo:

—Lo cual constituiría un arma muy peligrosa para quien la poseyera…

Adolphe lo confirmó con la expresión.

—Exactamente, mister Franklin.

Saludó, inclinando la cabeza, y siguió su camino.

Franklin se le quedó mirando curioso.

4

Marcos y Melania paseaban por los jardines del palacio, ordenados, racionalistas, geométricos, como el espíritu de Descartes. Oían a lo lejos la orquesta del salón y veían entrar y salir grupos por la balconada que se abría a los jardines.

—Tenemos que informarnos, Marcos. Adolphe prepara alguna maniobra, como las otras veces.

—¿Qué es eso de como las otras veces?

—¿No te das cuenta, Marcos? No lo hemos soñado, lo hemos vivido. Es cierto que en otras ocasiones hemos luchado contra él. No te puedo precisar cómo. Lo veo todo confuso, pero lo veo. Y, ¿será posible, cabezota, que tú no notes nada?

—En alguna ocasión, Melania, he sentido algo parecido a lo que dices. Pero procuro racionalizar. Ya sabes que en la vida lo más importante es aplicar a todo la razón. La Enciclopedia dice…

—Al diablo la Enciclopedia, Marcos. Sé tú mismo por una vez en la vida, y deja de repetir lo que escriben otros. Dime sinceramente, ¿no sientes como si ya hubieras vivido antes esta situación?

—Sí, yo también lo siento. No sé dónde ni cuándo, pero parece como si nos conociéramos los tres —tú, yo y Adolphe— desde siempre, desde hace milenios.

—Entonces —dijo Melania, asustada—, podemos llegar a una conclusión. Que Adolphe también lo sabe.

—¿También sabe qué?

—Lo mismo. Lo que siempre ocurre. Que en principio nos necesita para construir sus aparatos, para desarrollar sus ideas…

—Y, según tú, también sabe que por nuestra culpa todo le saldrá mal.

—Desde luego, también lo sabe.

—Entonces, ¿por qué nos deja en libertad?

—¡Ah! Adolphe es astuto, extraordinariamente astuto. No quiere dar ninguna impresión de vigilancia. Pero estoy segura de que cuando llegue el momento… de lo que sea, nos tendrá bien vigilados.

—Entonces, Melania, nos tenemos que enterar de lo que planea.

—Sí, pero a lo mejor tú ya lo sabes.

—¿Cómo lo voy a saber?

—Claro que sí… repasa tu trabajo. ¿Qué has ido haciendo? Una máquina electrostática de enorme potencia. Unos conductores especiales que no pierden nada de fluido. Unas experiencias sobre cómo matar pequeños animales con la descarga del fluido eléctrico.

—Un conejo no es tan pequeño.

—Por supuesto. Y además Adolphe pregunta si esa misma descarga podría matar un cerdo o un caballo. —Melania dio un grito—. ¡Pero no lo comprendes! Si puede matar un cerdo o un caballo, también puede matar una persona.

—En efecto —dijo Marcos, asombrado—, podría matar una persona.

—Y, ¿a quién querría matar?

—Eso ya no lo sé —dijo Marcos—, Adolphe se mueve por una enorme pasión de poder, pero yo sólo le he ayudado en el aspecto científico. Desconozco quien pueda ser la presunta víctima.

—Porque no cabe duda que se encuentra aquí, en esta reunión —insistió Melania—. Tiene que ser alguien que obstaculice su promoción política. Alguien cuya desaparición le suponga avanzar en su carrera hacia el poder.

—Tendremos que averiguarlo. Lo mejor sería pasear entre los grupos para tratar de oír algo.

Circularon entre los grupos espiando a los científicos, buscando la presunta víctima. Todo parecía absurdo en aquel ambiente. Se hablaba de la ciencia, del fluido eléctrico, de las elecciones para puestos de la Academia, de la Enciclopedia, de filosofía, de arte. Era una reunión de amantes de la sabiduría, de académicos, de sabios. Voltaire comentaba con su grupo de admiradores; Franklin explicaba a un grupo de pensativos académicos cómo se autogobernarían los Estados Unidos; Marat argüía que quizá el desequilibrio de la electricidad orgánica fuera causa de numerosas enfermedades. El abate Nollet contaba, sonriente, cómo con la descarga de una máquina electrostática hizo dar un salto a toda una compañía de Guardias Reales. Volta comentaba que pronto se podría fabricar electricidad por medios químicos. Guillotin dibujaba el esquema de una máquina de ajusticiar que liberaría de los sufrimientos de última hora. El marqués de Bonvivant trataba, con el mayordomo, de los detalles de la cena.

¿Quién podría ser la víctima?