4. El fluido que mata
1
La sesión de la mañana del tercero y último día de la reunión había resultado de gran interés. Expuestos ya anteriormente los conocimientos sobre el fluido eléctrico, los científicos habían tratado de sus posibilidades de utilización futuras. Y allí sus imaginaciones se habían desbocado. La electricidad, decían, facilitaría la transmisión de energía de un lugar a otro, accionaría motores, movería vehículos por tierra y por mar, serviría para la transmisión de información y hasta —aventuraban los más osados— llegaría a iluminar casas y calles. Fuera cual fuera el grado de predicción aceptable, se vislumbraba que la electricidad constituía una de las mayores fuerzas que la humanidad tenía a su alcance.
Pero con la fantasía de la predicción se apreciaba la amargura de la realidad. Para llegar a todas esas conquistas había que solucionar aún muchos problemas, y uno de los más importantes era la producción masiva de electricidad. Los medios existentes eran aún demasiado primitivos. Se debía investigar mucho más. Y eso era tarea de los sabios, pero también de los gobiernos. No había que perder de vista que quien controlara la producción de la energía eléctrica dominaría el mundo.
Adolphe escuchó muy atento todas las intervenciones.
Las discusiones finalizaron. Quedaba sólo la sesión de tarde, dedicada a las experiencias sobre el fluido eléctrico, y la cena final de despedida. El día siguiente volverían a sus casas, a sus oficios, nobles o rutinarios, y a continuar investigando en sus ratos libres para presentar nuevas experiencias en las próximas reuniones de la Academia. La actividad de la institución, desligada de los diarios acontecimientos mundanos, seguiría, impasible, su camino en la adquisición de conocimientos.
2
En el sótano, los distintos demostradores preparaban sus experiencias. En una larga mesa, Marcos y Melania, atareados y sudorosos, colocaban los terminales de los aparatos de Adolphe que conectarían con cables conductores a las grandes máquinas productoras de electricidad que, con los enormes condensadores que almacenarían el fluido eléctrico permanecían aún en la habitación adjunta.
Adolphe se presentó para revisar el montaje. Le gustaba cuidar hasta el último detalle.
—¿Todo preparado? —preguntó.
—Sí, señor —contestó Marcos—, todo en orden.
—Vamos a comprobarlo.
Revisaron, de nuevo, toda la instalación. Parecía funcionar perfectamente. En la habitación Adolphe miró, orgulloso, sus grandes monstruos.
—Bien, bien… —exclamó satisfecho—. Va llegando la hora. Vamos a cargar los condensadores. Se acerca el momento de la demostración y quiero tenerlo todo preparado.
Comenzaron a girar la pesada rueda de las máquinas de electrización por frotamiento. Empujaban los tres, fuertemente. Al principio costaba gran esfuerzo, por la enorme inercia; luego la rueda giraba más rápidamente. Se veían pequeñas chispas en los espinterómetros de control, advirtiendo que los grandes condensadores se iban cargando de fluido.
Siguieron girando. Marcos tuvo un cierto sobresalto. Estaban llegando a un grado de carga eléctrica que nunca habían alcanzado.
—¿No es demasiado, señor? —preguntó, inquieto.
—No —dijo Adolphe—, debemos cargar al máximo. La experiencia debe ser concluyente.
Marcos imaginaba la experiencia, pero desconocía los detalles.
—¿No creéis —aventuró— que para matar un pájaro…?
—¡Calla! —dijo fríamente Adolphe—. ¡Sigue girando!
Las botellas condensadoras mostraban ya una extraña luminosidad azulada. Adolphe las observó, con delectación.
—Podemos parar —dijo, secándose el sudor con el pañuelo.
—¿Puedo preguntaros, señor —dijo Marcos—, qué experimento pretendéis hacer?
—Sí —contestó Adolphe—. Comenzaremos produciendo el arco eléctrico; para eso hemos cargado tanto las botellas condensadoras. Quiero que hoy se vea el arco más largo y más luminoso que jamás se haya podido ver en ninguna experiencia anterior.
Marcos le miraba con incredulidad.
—Ya tenemos la carga preparada —seguía Adolphe—. Cuando cerremos el interruptor, y eso lo harás tú, Marcos, cuando yo te lo ordene, se producirá la descarga del fluido eléctrico que a través de los cables irá hasta los terminales metálicos en punta para producir el arco.
Llamaron a la puerta. Adolphe hizo una señal a Melania, quien abrió.
Asomó la cabeza un lacayo preguntando por monsieur Adolphe.
—Pasen, por favor —contestó éste—, se trata de mi encargo, ¿verdad? Déjenlo aquí mismo.
Dos lacayos entraron, con cierto esfuerzo, una gran caja de madera que colocaron en el suelo.
Adolphe la miró con satisfacción.
—¿La abrimos? —preguntó uno de los lacayos.
—Sí, ábranla.
Con martillo y escoplo quitaron rápidamente la tapa y los laterales. Quedó un gran envoltorio de tela, atado con cuerdas.
—¿Quitamos también esta envoltura?
—No, déjenlo ya así. Ya lo haremos nosotros. Pueden marcharse.
Cuando cerraron la puerta, Adolphe expresó su alegría.
—Bien, bien. Todo está en orden. Vamos a tener una sesión memorable, por todos los conceptos… Memorable, memorable.
Se quedó mirando el envoltorio.
—Bien mirado —dijo—, vamos a dejarlo todo preparado.
Abramos el paquete.
Tomaron unas tijeras y comenzaron a quitar las cuerdas y telas que envolvían el ignorado contenido. Progresivamente aparecían diversas partes de metal dorado. Poco a poco se podía ir adivinando… en efecto, una maravillosa silla metálica de ruedas, color dorado, realizada con un gusto exquisito.
Adolphe la miró amorosamente mientras Marcos y Melania la limpiaban.
—Maravillosa —exclamó—, es mi regalo particular a nuestro anfitrión, el conde de Fleury, por su hospitalidad.
—Por cierto, no se ha visto mucho al señor conde por las sesiones —sugirió Marcos.
—El conde de Fleury —explicó Adolphe— no está en muy buenas relaciones personales con su hijo, el marqués de Bonvivant. Lo cual no quita para que opere con mis bancos. Por eso he podido convencerle personalmente para que acuda esta tarde a la demostración práctica, que parece ser lo único que le interesa realmente de todas las sesiones.
—Le quedará muy agradecido por su regalo, señor —exclamó Melania.
—Desde luego. Cuando vi que le habían construido una horrenda silla de madera, pesadísima y difícil de manejar, comprendí que tenía en mi mano hacerle un regalo que agradecería siempre. Mirad, tubos huecos del mejor bronce, para que sea, a la vez, resistente y ligera; fácil de maniobrar. En suma, perfecta.
—Y ¿cuándo se la vais a regalar? —preguntó Marcos.
—Esta misma tarde. Me ha prometido acudir pronto y deseo instalarle en ella cuando llegue.
De pronto, Marcos se sobresaltó. ¿No existiría una intención oculta en el regalo? ¿No había algo que pudiera evitar una silla de madera, y facilitar una silla de metal? ¿No acababan de ver en las sesiones, que la madera aísla el fluido eléctrico, y el metal lo conduce? ¿Sería parte del plan…?
—Bien —dijo Adolphe—. Va siendo hora. Quedaos aquí mientras voy a recibir al conde.
Salió. Marcos y Melania se miraron.
—¡Ya sé lo que pretende! —dijeron casi a la par.
—¿Te lo imaginas?
—¡Claro que sí!
—Por eso la silla metálica…
—… para conducir bien la electricidad.
—Entonces, la experiencia del arco eléctrico…
—Es una tapadera, es un bluf.
—Va a simular un accidente.
—Y nadie le podrá culpar. Ni siquiera sabrán cómo ha sido.
—Pero lo tenemos que impedir.
—Imposible. Ya están entrando.
—Lo advertiremos…
—Nadie nos creería.
En la puerta de la sala, donde ya habían llegado algunos académicos que curioseaban los aparatos, Adolphe recibía al conde de Fleury que no se hacía de rogar para contar, desde su silla de ruedas, los múltiples achaques que le afligían.
Adolphe se inclinó y le susurro su deseo de hacerle un regalo. El conde aceptó, con vivo interés. Adolphe le empujó, en la silla de ruedas, hasta el cuarto donde esperaban Marcos y Melania.
—De modo —dijo el conde al entrar—, que éstos son sus interesantes aparatos, ¿no? —y mirándolos, en tono cascarrabias, preguntó—: ¿Y para qué sirven, si puede saberse?
—Para producir electricidad, señor conde —contestó Adolphe.
—Eso ya lo sé —dijo con impaciencia—, pero, ¿para qué sirve la electricidad?
—Tiene sumo interés, señor conde —dijo Adolphe pacientemente, recordando su condición de académico—. Puede producir chispas, provoca atracciones y repulsiones, puede descomponer el agua…
—¡Valientes tonterías! —replicó el conde con acritud—. Yo pregunto, querido Adolphe, si puede hacer algo útil.
—Esperemos que dentro de poco la electricidad pueda ser de gran utilidad, señor conde. Siempre hay que hacer numerosos estudios teóricos antes de alcanzar resultados prácticos. Mister Franklin ha conseguido atrapar el rayo con un alambre conductor.
—Sí, eso he oído. Y si consigue que colocando pararrayos nos libremos de ese peligro, ya habremos conseguido una aplicación interesante. Me parece que ese hombre tiene más cabeza que todos ustedes juntos. Pero usted, Adolphe, que sabe cuánto le aprecio, acepte la palabra de este viejo que ya ha vivido mucho: lo de antes sí que era ciencia. ¡Qué cabezas! ¡Qué teorías! Newton, Kepler, Copérnico, Descartes, Spallanzani… hombres que investigaban y descubrían por sí solos toda una rama del saber. Pero ahora, eso que llaman ciencia experimental son juegos de salón, ni más ni menos.
—Pero señor conde —protestó Adolphe—, usted no puede decir…
—Pues lo digo —afirmó de nuevo—. Si he venido aquí es para ver qué experiencias nos van a ofrecer estos electricistas, como yo los llamo, y por respeto a usted, Adolphe, que me lo pidió personalmente.
—Y que se lo agradezco. Como prueba de afecto, aquí tiene el regalo que le prometí.
Y giró espectacularmente la silla del conde de Fleury dejándola frente a la silla metálica, que brillaba a la luz de las velas.
—Adolphe, ¡qué maravilla! —se le iluminó la cara—. ¡Es exactamente lo que necesitaba! Venga, pasadme, que la quiero estrenar ahora mismo.
Adolphe y Marcos le levantaron y le trasladaron a la silla metálica. El conde estaba loco de alegría. Comenzó a girar, con las manos, las grandes ruedas delanteras.
Es maravillosa —decía, mientras maniobraba por la habitación—, ligerísima, y tan fácil de dirigir… Me habéis hecho otro hombre.
Salió, excitado, hacia la sala de exhibiciones. Llamó a su hijo, el marqués de Bonvivant, que entraba en ese momento.
—¿Qué te parece? —decía, mientras sorteaba las mesas—. ¿Qué te parece el regalo de monsieur Adolphe?
Giró en torno a una mesa y volvió junto a éste.
—Adolphe, siga mis consejos. Dedíquese a la banca y a los negocios, que es lo suyo. Déjese de estos jueguecitos que no conducen a nada. Usted puede llegar a mucho más.
Adolphe sonreía, complacido.
—Si no le molesta —dijo Adolphe al conde de Fleury—, cuando empiece mi demostración le colocaré aquí, junto a esta puerta —y señalaba la de comunicación con la habitación de los aparatos—. Lo verá todo mucho mejor.
El conde asintió, agradecido.
3
—Y ahora, señores académicos —comenzó el Secretario—, comenzaremos las demostraciones. Algunos de los participantes en las sesiones han traído sus aparatos de experimentación para permitirnos comprobar algunos de los maravillosos efectos del fluido eléctrico.
La sala estaba llena. Franklin, con su aire de viejecito bondadoso y socarrón se limpiaba las gafas para observar con cuidado. Voltaire, sentado en el sillón que le habían bajado en atención a su edad y a su salud, mostraba sus ojos curiosos con la misma vivacidad de siempre. Volta, el abate Nollet, Marat, Adolphe y otros, preparaban sus experiencias.
—Tiene la palabra —dijo solemnemente— nuestro invitado Alessandro Volta, que tanta conmoción ha producido con su comunicación de ayer.
Alessandro Volta saludó, respetuoso, al Presidente de la Academia, y se aproximó a la mesa donde tenía sus dispositivos.
—Señores académicos —comenzó—, el único mérito de mi trabajo consiste en demostrar que el fluido eléctrico puede producirse por métodos distintos al frotamiento. Como relaté en mi intervención, me sentí atraído por las experiencias realizadas por un colega italiano, Giuseppe Galvani, que al colocar un arco de dos metales distintos, cobre y hierro, sobre la pata de una rana, conseguía una contracción muscular, de modo similar a cuando se le aplicaba una chispa eléctrica. La experiencia es totalmente repetible y la vamos a ver inmediatamente.
Tomó una pata de rana que tenía preparada y le aplicó en dos puntos del muslo una especie de compás con un extremo de cada metal. La pata se contrajo.
—Como pueden ver, el experimento descrito por Galvani es correcto, pero no su interpretación. Galvani pensaba que los animales producían electricidad. Es cierto que algunos animales sí que la producen en cantidades apreciables, como la raya, el pez torpedo y otros, pero la mayoría de ellos no lo hacen, al menos en cantidades detectables por nuestros aparatos. Por eso mi interpretación fue otra. Yo pensé que la electricidad se producía por la yuxtaposición de metales distintos. Vamos a comprobarlo con una pequeña experiencia.
»Vean ustedes que he preparado este montón de discos de plata y este otro montón similar de discos de zinc, así como un tercer montón de discos de tela para humedecer en agua. Y ahora vamos a aplicarlos siguiendo este orden, o sea, plata-zinc-tela —los iba colocando—, plata-zinc-tela, plata-zinc-tela, etc.
Los asistentes miraban cómo las manos, casi de malabarista, del noble italiano, amontonaban los discos.
—Y así vamos construyendo una pila de disco. Bien, señores. Si tomamos ahora unos conductores de cada extremo de la pila y los conectamos a un electroscopio —y lo hizo—, ¿qué veremos? Que nos señala la existencia de electricidad, producida por métodos químicos.
Los dos panes de oro del electroscopio se separaban, mostrando que, en efecto, la pila de discos construida por Volta producía electricidad.
Los asistentes prorrumpieron en un entusiasta aplauso. Volta lo agradeció y volvió a su asiento.
El Secretario de la Academia tomó, de nuevo, la palabra.
—Muchas gracias, señor Volta. Ha sido muy necesaria la demostración, pues la novedad de las ideas expresadas en la sesión de ayer precisaba su confirmación experimental. No cabe duda que el descubrimiento de la producción de electricidad por métodos químicos abre unas enormes perspectivas en la utilización futura de esta fuerza.
»Y ahora vamos a ceder el turno al abate Nollet, rogando que mientras tanto se prepare el próximo expositor que será monsieur Adolphe.
El abate Nollet saludó y se dirigió a sus aparatos de producción de fluido eléctrico. Mientras tanto Adolphe se acercó al conde de Fleury, que, a pesar de su prevención inicial, parecía interesado por las experiencias.
—No se vaya de aquí —le susurró.
Empujó a Marcos y Melania, que desde la puerta habían estado viendo la exposición de Volta, y entraron en la habitación.
—Vosotros os quedáis aquí —ordenó Adolphe—, y cuando yo os lo indique, Marcos accionará el conmutador.
De las grandes botellas condensadoras salían dos cables que, tras pasar por el interruptor, se encontraban enrollados.
—Voy a colocar los cables mientras expone el abate Mollet —indicó Adolphe.
—Yo los colocaré —dijo Marcos.
—De ninguna manera —dijo Adolphe—. Lo tengo todo preparado en la mesa, de modo que no necesito vuestra ayuda allí. Sólo preciso que, en el momento oportuno, Marcos accione el conmutador. ¿Está claro?
—Sí, señor —contestó Marcos.
Se oyeron risas en el salón. Se asomaron y vieron que el abate Nollet había formado una serie de diez personas que se daban la mano; la primera de ellas tocaba un terminal del aparato del abate. Cada vez que éste accionaba la manivela, todos saltaban por el efecto de la electricidad.
Adolphe salió con el rollo de cable doble que desenrolló primero por el suelo subiéndolo luego a la mesa donde estaban colocados los aparatos, para conectar finalmente los extremos a unos pivotes metálicos situados sobre una base de madera. Los entendidos proveyeron una demostración de producción de una chispa eléctrica. Adolphe volvió, comprobando el recorrido del cable, hasta llegar cerca de la silla metálica del conde de Fleury. Con disimulo sacó de su bolsillo otro par de cables conductores.
De nuevo unas risas acompañaron a otros saltos dados por un nuevo grupo de voluntarios, que gozaban del cosquilleo de la chispa eléctrica.
Adolphe conectó un extremo de los cables a cada uno de los conductores. Seguidamente se acercó, por detrás, a la silla metálica.
—¿Interesante, señor conde? —preguntó.
—Divertido —dijo éste—, como todo juego de salón, pero totalmente intrascendente.
Adolphe conectó los otros dos terminales de los cables a la silla metálica. Retorció los extremos y los aseguró fuertemente a los barrotes.
—¿Sus experiencias son similares, monsieur Adolphe? —preguntó.
—Me temo que algo más importantes —replicó Adolphe, cautelosamente.
El abate Nollet terminó sus experiencias. El Secretario llamó a Adolphe y le cedió la palabra.
—Señores —dijo éste—. No puedo ocultar la modestia de mi aportación al lado de los grandes descubrimientos de los investigadores que nos han precedido. El único mérito que puedo aportar es el de la potencia. He construido unos aparatos basados en un nuevo principio, que permite obtener energía eléctrica de una potencia hasta ahora increíble. Por ello sus efectos se multiplican y sus posibilidades se amplían extraordinariamente. Quiero mostrarles, de entrada, la producción de una descarga eléctrica de una luminosidad y magnitud tal como hasta ahora no habrán visto.
Franklin consideró los terminales metálicos y encontró que estaban situados a una distancia exagerada. Marat, con ojo crítico, analizaba la conducta de Adolphe. Éste indicó:
—Para mejor apreciar la brillantez de la chispa, ruego que rebajen durante unos momentos la iluminación de la sala.
Los criados apagaron varias de las luces, dejando el recinto en una suave penumbra.
—Bien, señores —siguió Adolphe—, les ruego tengan precaución y no se aproximen demasiado, porque como son experiencias nunca realizadas ante tanto público, y manejamos grandes cantidades de fluido eléctrico, pudiera haber algún accidente.
Hubo un cortés rumor. Sabían que el fluido eléctrico no podía producir accidentes graves. Incluso el conde de Fleury murmuró: «¡Tonterías!»
—Cuando diga: ¡conecten! —anunció Adolphe—, mis ayudantes establecerán la conexión y observarán la chispa más maravillosa que jamás hayan visto. Por favor, preparados.
Todos se fijaron, con expectación en los terminales.
Marcos y Melania se miraron, angustiados. Marcos tenía la mano en el interruptor.
—¡Conecten! —dijo, bruscamente, Adolphe.
No ocurrió nada. Adolphe miró hacia la puerta, con ira.
—¡¡¡He dicho que conecten!!! —repitió, airado.
Marcos miró a Melania.
—Debo hacerlo, Melania. Él lo manda.
Melania le miró, a su vez, angustiada.
—Esta vez —repitió Adolphe, fuertemente—, la conexión no debe fallar. Cuando lo indique debe hacerse la conexión.
Marcos, con la mano en el conmutador, tenía temblores nerviosos.
—¡¡¡Conecten!!! —gritó Adolphe, con voz convulsiva, casi sobrehumana.
Marcos bajó el conmutador de golpe.
Entre los dos terminales metálicos saltó una chispa violenta, blanquísima, luminosa, con ramificaciones arborescentes, como un auténtico rayo, que se mantuvo instantáneamente como un puente luminoso entre las dos puntas. Deslumbró a los asistentes, les mostró, por un instante larguísimo, unas caras espectrales, desarrolló ante ellos, desatados, los poderes elementales de la naturaleza y esparció un fuerte olor a ozono como naciente de las entrañas de la tempestad.
Y en aquel momento se oyó un extraño chillido que heló la sangre. Se volvieron en dirección a él. Era el conde de Fleury, que yacía en la silla de ruedas, con la cabeza ladeada, inmóvil.
Marat saltó a su lado y le abofeteó. Le tomó el pulso, le palpó el cuello. Se levantó silencioso.
—Ha muerto —dijo.
Hubo un silencio total. El marqués de Bonvivant se acercó a la silla donde reposaba su padre, sin comprender aún.
—¿Muerto? —preguntó, con la incredulidad en el rostro.
Adolphe también se acercó. Quedaba un detalle por resolver.
—Llevémosle a su habitación —dijo—. Tomémosle en brazos.
—No —dijo su hijo—, será más fácil trasladarle en su propia silla.
—Creo que debíamos llevarle en brazos —dijo Marat, comprendiendo.
—No, señores —dijo el marqués, empujando la silla—, vamos a trasladarle ya a su habitación.
El cable se desenrollaba a medida que avanzaban. Adolphe intentó soltarlo, pero lo había atado demasiado a conciencia.
De pronto el marqués notó una resistencia al empujar. Miró y vio el cable, en tensión, que partiendo de la silla alcanzaba la habitación de los aparatos.
Inmediatamente comprendió.
—¿De modo que…? —exclamó, mirando a Adolphe.
—No —dijo éste—, ha debido ser un accidente.
Marcos y Melania, desde la puerta de la habitación, miraban la escena. El marqués, con el cadáver de su padre en la silla, señalaba a Adolphe, que procuraba excusarse.
Pero de pronto el marqués no pudo contenerse. Dirigiéndose a Adolphe, gritó, con furia:
—¡¡Has matado a mi padre!! ¡¡Asesino!!
Se produjo un alboroto tremendo. Adolphe se dirigió rápidamente hacía la puerta de salida y escapó. Marcos tomó a Melania de la mano y corrió tras Adolphe.
Los asistentes comenzaron a reaccionar. El marqués, frenético, seguía gritando ¡Asesino! ¡Asesino! Adolphe subía las escaleras ágilmente. Marcos y Melania, aún más ágiles que él, fueron acortando distancias.
—¡Deténgase, señor! ¡Deténgase! —gritaba Marcos.
—¡Imbéciles! —les gritó Adolphe—, ¿no veis que también vienen por vosotros?
Marcos y Melania comprendieron que la persecución también les afectaba a ellos, como criados de Adolphe. Le alcanzaron, y ahora fue el grupo de tres el que subía rápidamente la escalera buscando una salida.
Escalera abajo se oía el rumor del grupo que subía y, sobre él, la voz del marqués repitiendo ¡Asesino! ¡Asesino!