OCHO
El abuelo David era una fortaleza venida a menos. Hasta los ochenta había sido un roble. Después de la operación de próstata ya no. Se vino abajo y con él toda su dinámica personal, su indomable carácter, aquel temple del que su nieta se sentía tan orgullosa. La abuela Natalia, por su parte, era el complemento perfecto; menuda, callada y discreta, a veces hasta la exageración, pero no por ello exenta también de su propio carácter, del que sólo hacía gala cuando era estrictamente necesario. Los dos formaban un equipo. Llevaban juntos cincuenta y cinco años, más de medio siglo. Ya ni siquiera necesitaban hablar para comunicarse. Les bastaba una mirada, un gesto, un suspiro o un lamento. Para Cecilia eran un milagro. Se preguntaba a veces qué clase de persona podía pasar cinco décadas y media al lado de otra, especialmente en el cambiante mundo en que vivían.
O sería que ellos pertenecían a otro tiempo, otra dimensión del amor, el respeto y la compañía.
Quizás por haber nacido sin padre, en Estados Unidos, y haberlos recuperado diez años antes, como surgidos de la nada, los apreciaba y valoraba mucho más.
Sus abuelos.
La familia terminaba ahí.
—¿Te quedas a comer? —fue lo primero que le preguntó ella nada más darle los dos besos de rigor.
—Claro, abuela.
—No tan claro, no tan claro —se enfurruñó la anciana—. ¿Cuánto hace que no se digna la señorita a quedarse a comer?
—Hoy puedo —lo dijo paciente, alargando la e.
—Tu abuelo está en la sala, viendo no sé qué.
Lo encontró ante el televisor observando atentamente un programa de animales. Le encantaban. Solía decir que se aprendía más de ellos que de las personas. Llegó a su lado y le dio un beso en la mejilla mientras le abrazaba con fuerza.
—¡Vaya, hola! —la saludó lazándole una rápida mirada antes de hacerla regresar a la pantalla.
—Hola, veterinario.
—Ya me habría gustado, ya —asintió el hombre—. En lugar de esa mierda de despacho en el que me consumí tantos años.
—Haberte ido.
—Mira, no me toques lo que no suenea —la reprendió con su habitual cachaza—. ¿Te quedas a comer?
—Sí, me quedo.
—Pues ayuda a tu abuela, venga.
—Ya te dejo con tus bichos, tranquilo.
—¡Que no lo digo por eso, mujer!
Salió de la sala y fue al cuarto de baño. En sus días premenstruales orinaba el doble y no tenía ni idea de por qué. A Rocío le dolía. A Elisa se le ponían los senos muy sensibles. Como si cada una reaccionara de distinta forma para lo mismo. Por lo menos el ginecólogo le había dicho que no pasaba nada. La primera vez se moría de vergüenza, pero decidió visitarse en previsión de que sucediera lo inevitable, tarde o temprano, con Emilio. Después lo hizo por rutina, una vez al año, la tercera muy reciente. Seguía muriéndose de vergüenza, porque el médico era un hombre, pero ya no tenía miedo. Si decidía ser una mujer, deseaba estar preparada, no caer en las estupideces de la mayoría de adolescentes.
Rocío y Elisa no habían ido todavía.
Con la mente envuelta en esos pensamientos, tan vagos como otros muchos que en ocasiones la asaltaban cuando se sentía saturada, no fue consciente de lo que estaba viendo hasta que se le hizo más que presente. Fue al pasar por delante de la habitación que un día muy lejano había sido de su madre, cuando ella vivía allí de joven, antes de irse para decidir su propia vida.
Por la puerta entornada vio la cama hecha.
Se detuvo en seco.
Aquella habitación había estado cerrada, clausurada, con la cama sin hacer y las cosas guardadas año tras año. Un lugar inservible. Ahora de pronto cobraba vida.
La habían arreglado.
Se echó a temblar y se metió en el cuarto de baño antes de que la viera su abuela. Una vez en él cerró la puerta y, ya sin ganas de orinar, se sentó en el inodoro. Todos sabían, y ella la primera, que cuando su madre muriese tendría que ir a vivir con ellos.
Y de pronto la habitación estaba dispuesta.
Sin que les hubiera dicho nada.
¿Lo sabían?
¿Sabían que la muerte de su única hija era ya inminente?
Los viejos tenían esas cosas, un sexto sentido, la experiencia de la edad.
O tal vez fuera prevención, por si acaso. Tenerlo todo a punto por si...
Se sintió desfallecida pero no quiso llorar. Si lo hacía, la abuela se lo notaría al salir. Quería hablar con los dos desde la calma y la serenidad. Aquella habitación ya lista para ser ocupada, sin embargo, acababa de darle el peor de los golpes. Directo a la razón.
—Mamá, no te vayas... —gimió apretando los puños.
Sabía que no permanecería demasiado tiempo en aquella casa, con sus abuelos, que nada más cumplir los dieciocho, si podía, se iría a vivir sola, aunque tuviese que dejar los estudios y trabajar, o compartiendo el piso o lo que pudiese con alguna amiga, quien fuera, tal vez incluso Juancho si tomaban la decisión final, aunque eso equivalía a algo en lo que ni siquiera quería pensar. Irse a vivir con él implicaría algo muy serio, demasiado arriesgado como para tomar semejante iniciativa víctima de la urgencia.
¿Qué haría ella con dos ancianos octogenarios?
Se abrazó a sí misma y bajó la cabeza. Sus abuelos la querían, más aún: la adoraban. A su modo, a veces seco, pero la adoraban. Para ellos era el eslabón vital, incluso el nexo perdido y recuperado después del distanciamiento ocasionado por la marcha de su madre. Nunca le habían perdonado, primero, que se fuera a los Estados Unidos a vivir una vida que no comprendían, con apenas veinte años, y segundo que les tuviera a ellos, nada menos que gemelos, sin estar casada.
Hijos de un padre desconocido, quizás ocasional.
Hijos de una noche loca, o un mal viaje, o lo que fuera.
Aún así, era su hija. Cuando regresó la aceptaron. No la entendieron pero la aceptaron, y más a ella, su nieta. De Simón no quedaba más que el recuerdo y unas pocas fotos en las que se los veía juntos.
El pobre Simón.
—¿Estamos gafados? —le preguntó a su imagen reflejada en el espejo del baño.
Un embarazo, la muerte de su hermano, ahora el cáncer de ella...
—¿Por qué no abortaste? —volvió a dirigirse al espejo.
No, las preguntas no eran esas. Las preguntas seguían siendo las que no se atrevía a formularle a ella, con las respuestas que, por su parte, ella nunca le daba aunque no se las formulase.
—Mierda, mamá, ¡mierda! —se enfureció mientras apretaba los puños hasta hacerse daño.
Buscó la forma de serenarse y contó hasta diez, hasta veinte, hasta cien. Cerró los ojos y recuperó el deseo de orinar. Cuando lo hubo hecho se levantó, se limpió y se apoyó en el lavamanos. Optó por pasarse un poco de agua por la cara, se secó con la toalla y se dispuso a salir de nuevo. Cuando lo hizo no quiso mirar la habitación que parecía estarla esperando igual que un agujero negro capaz de devorarla. Se dirigió directamente a la cocina.
—¿Te ayudo? —le preguntó a su abuela.
—Todavía no, aunque si quieres ir poniendo la mesa...
Regresó a la sala, abrió el aparador y tomó el mantel. Por la televisión una voz en off decía que los peces que se camuflaban con el entorno eran los reyes del mimetismo, un prodigio natural con el cual se autodefendían de los peligros del entorno. Su abuelo no perdía ni una imagen, ni una palabra.
—¿Cómo está tu madre? —le quebró la paz su abuela entrando en la sala.
No supo qué decir.
—Mal —fue sincera.
El abuelo David apartó los ojos del televisor.
—¿Mucho? —la interrogó la abuela Natalia.
—Ahora sí —se liberó por completo.
El hombre y la mujer se miraron. En el rostro de él se dibujó una críptica expresión de tristeza. En los de ella una agotada resignación.
Se decía que eran los hijos los que debían ver morir a los padres, no al revés, que eso era contranatura.
—¿Dónde está?
—En el hospital.
—¿Tan grave?
—Volverá a casa mañana o pasado.
—Siempre tan tozuda —dejó oír su lamento la anciana.
Eso fue todo. No hubo más. Pero ya nada fue igual.
Su abuelo dejó de prestarle atención al televisor, aunque continuó mirando la pantalla. Su abuela perdió la concentración y la coordinación, porque acabó encontrándosela en la cocina con la mirada extraviada dos minutos después. Se les moría la hija díscola, la que se les enfrentó de joven, la que se apartó de su lado para ser libre en el tiempo de la libertad, la que vivió en el lado peligroso, la que había traído al mundo dos hijos envueltos en la vergüenza, aunque fuese la suya, no la de ella.
Esa hija.
Nunca la habían perdonado.
Tolerado, sí. Perdonado no.
Probablemente ahora la estuviesen castigando por morirse, culpándola también de eso.
Cecilia no dijo nada. Comenzó a poner la mesa. Culpable o no, su madre les había dado la nieta que en parte les estaba salvando de morir, porque ellos vivían una prolongación de sus sueños y esperanzas a través suyo.
Y eso contaba, estaba segura.