TREINTA Y UNO
El hombre, enlutado, grave, se acercó a ella con aire solemne y se inclinó hasta que la mitad superior de su cuerpo formó un ángulo casi imposible de cuarenta y cinco grados.
—¿Desea verla por última vez?
Cecilia negó con la cabeza.
El hombre se retiró, despacio. Tendría como doscientos años y probablemente habría hecho un pacto con el diablo para seguir vivo. Eso o el contacto diario con la muerte lo estaba convirtiendo en un cadáver con piernas.
Se hizo el silencio.
Luego apareció la música.
A todos les había parecido extraño. Más adecuado un canon. Sin embargo la decisión era suya, y ella sabía que a su madre le habría gustado.
Sonaron las notas de «Puente sobre aguas turbulentas» a cargo de Simon & Garfunkel.
Y el ataúd empezó a rodar hacia el crematorio.
«Polvo al polvo. Ceniza a las cenizas».
Cecilia susurró algunos de los haikus escritos por su madre. Hacían mención de la vida y la muerte.
Todo este tiempo,
que fugaz se me escapa,
no lo retengo.
El tiempo pasa
y tras él sólo queda
la eternidad.
Hoy me he caído.
Estaré levantada
mañana al alba.
Su abuela le cogió la mano. Debió de creer que rezaba. Tanto ella como el abuelo miraban fijamente el ataúd en el que su hija emprendía el último viaje al Más Allá. Ellos también habían sucumbido al tiempo y ya tenían doscientos años a sus espaldas. Aún no se habían desmoronado, pero lo harían. Quizás cayeran juntos en unos meses. Al término de su existencia se enfrentaban al mayor de los dolores: enterrar a quien un día dieron la vida.
Cecilia volvió un poco la cabeza, sólo para sentir su presencia.
Se encontró con los ojos de Juancho, en el banco de atrás, mirándola fijamente.
Son ya las doce.
Esta última hora,
fue la más breve.
¡Qué rapidez!
Se marchó ese minuto.
Ni lo aprecié.
Un parpadeo.
Cierro y abro los ojos.
Todo es distinto.
La muerte era así, un parpadeo, lo mismo que el minuto o la hora a que se refería en los dos haikus anteriores, de una precisa concreción.
Sólo faltaban Rocío y Elisa, de vacaciones. El resto de las personas que se habían acercado para despedir a su madre eran amigas, vecinas, algunas primas muy, muy lejanas...
El ataúd acabó de penetrar en el horno crematorio.
La puerta se cerró automáticamente.
Y Cecilia se estremeció.
Art Garfunkel cantaba el estribillo de la canción compuesta por Paul Simon, el artista que un día le dio su nombre a su hermano.
Dejó de recitar los haikus y recordó lo que decía la letra en español:
Cuando llegue la oscuridad
y te rodee el dolor,
yo me tenderé
como un puente sobre aguas turbulentas.
Navega muchacha de plata, sigue navegando.
Tu tiempo ha empezado a brillar.
Todos tus sueños están en marcha.
Mira cómo resplandecen.
Si necesitas un amigo,
estoy navegando detrás de ti.
Como un puente sobre aguas turbulentas.
Yo apaciguaré tu espíritu.