VEINTISEIS

De noche, en su cama, toda la conversación con Rocío y Elisa volvió a ella. Y con cada palabra arrastró igual que un alud sus sentimientos. Sobre todo los de su pasado y su presente, Emilio y Juancho. El futuro tenía que empezar a escribirlo ya.

No tenía sueño, así que acabó incorporándose en la cama sin saber qué hacer. No le apetecía leer un libro, ni poner la televisión de su habitación sólo para sentirse acompañada. Tampoco quería pensar en Juancho, y menos en la búsqueda de su padre. Así pues, no le quedaba demasiado en perspectiva.

Los diarios de su madre seguían sobre su mesa.

Aquella puerta abierta al corazón.

Ya tenía partes señaladas, hundidas en su corazón. Fragmentos arrancados del tiempo y convertidos ahora, años después, en revelaciones inesperadas o maravillosas declaraciones de principios. Descripciones, confesiones... Un cúmulo de pinceladas cuya suma total equivalía al alma de su madre.

Se levantó de la cama, tomó las libretas y regresó a ella.

Abrió el primero al azar, por uno de sus muchos puntos, y se encontró con aquel breve pero sustancial texto:

«El amor no siempre es como lo soñamos, lo imaginamos o lo esperamos. El amor tiene muchas formas, y es, ante todo, un sentimiento, por más que nos esforcemos en convertirlo en imagen. De joven me gustaban las chicas con el cabello muy largo, labios grandes y sensuales, bastante pecho, ojos claros. Y Eileen no tiene nada de todo esto, el pelo corto, los labios delgados, poco pecho y los ojos tan marrones como los míos. Pero es ella. La quiero. Es lo que tiene dentro, lo que transmite, lo que hace que me sienta viva, feliz y en plenitud. Eso es el amor. Por esta razón hay tantas clases de amor como de edades, porque no es igual el de la adolescencia al de la juventud, ni el de la juventud al de la madurez. Pero siempre, al reconocerlo, el amor se hace milagro. Está ahí, y es nuestro instinto, como el de cualquier animal cuando echa a andar o aprende a amamantarse, el que nos grita y nos paraliza al encontrarlo.»

Lo que más le gustaba eran los haikus, aquellos breves poemas de tres líneas formados por cinco sílabas en la primera, siete en la segunda y de nuevo cinco en la tercera, aunque sin corsés. Su madre los había escrito a cientos, en muchos rincones, salpicando la narración o como resumen de un día o un sentimiento. Cada haiku era una unidad en sí mismo, un breve, brevísimo poema único. Algunos ya los había memorizado. Como aquel, que tan bien definía a su autora:

Mis sueños pasan.

Mis esperanzas quedan.

Todo se mueve.

Y también los que estaban tan y tan llenos de ternuras, reflexiones, pinceladas de amor:

La luz enciendo.

Oscuridad en quiebra.

Y tú eres real.

Acariciame.

Toca todo mi cuerpo.

Rompe tus dedos.

Hoy amanezco

con la primera arruga

de este mañana.

Buscó el diario en el que su madre se despedía de Simón y se dejó arrastrar por la hermosa fuerza de aquel párrafo que decía:

«Hijo mío, me gustaría haberte dicho tantas cosas. Ya no te veré crecer, no cuidaré de ti, no serás mi luz junto a tu hermana. La vida es hermosa pero imperfecta. Sólo así se entiende que tu oportunidad apenas haya llegado, aunque tu huella será siempre firme e indeleble en mi corazón. Apenas si te has dado cuenta de lo que ha sido tu existencia. Pero yo sí. Y yo guardaré tus sonrisas, el eco de tu voz, las caricias de tus manitas de ángel en mi piel, los besos y los abrazos de cada noche. No sé cómo expresar mi dolor, como no sea a través de la felicidad de haberte tenido. No hay dolor sin amor previo. Quizás este sea el sentido. Quizás...»

El párrafo terminaba así, abruptamente, tal vez porque su madre se hubiera puesto a llorar o porque en aquel momento se quedó sin fuerzas y sin aliento. Pero la forma en que describía en tan pocas líneas aquel sentimiento la tenía arrebatada. Tanto como la manera en que su madre la veía a ella apenas tres años antes, cuando cumplió los catorce:

«Cecilia. Catorce años. Parece un sueño. Un soplo de tiempo. Ha sido hermoso verte crecer, pero hoy siento como si ya empezaras a escaparte de mis manos. Cada segundo que no recuperaremos, desde aquellos días en que estabas indefensa, a hoy en que lo estoy yo. Eres mi dulce fantasía, el límite de mis sueños, cuerpo de mujer atrapado en la frontera, burlándole a la vida tu energía. Te queda casi todo y no lo sabes. Lo tienes casi todo y eres libre. Quisiera creer que te enseñé a reír. Quisiera pensar que te di un motivo. En sólo catorce años, la felicidad forma arrugas en mis manos. Debo de estar haciéndome vieja. Y al verte no me importa. Y si me importa no lo siento.»

Junto a ese pequeño regalo, escrito en el mismo día de su cumpleaños, destacaba otro más, hacia el final, poco antes de la última frase del último diario, anunciando su muerte. Su madre hablaba de cómo la veía:

«Cecilia es fuerte, más de lo que sabe ella misma. Tiene las dudas de su edad, las vacilaciones propias de la inestabilidad de estos años, agravada por lo que le ha sucedido con Emilio, pero sin duda es muy, muy fuerte. Ahora se mueve por un campo de minas. El desamor es así. Cuando comprenda que cada día caminamos por campos de minas, de uno u otro tipo, será una mujer esplendida. Tiene tanta capacidad de amar, tanto potencial, tanta energía, que en el momento en que sepa dominarla y canalizarla no habrá quien la detenga. Estoy orgullosa de ella. Tantas veces me ha resarcido de las mareas negras del pasado. Tantas veces la he mirado y me ha hecho sentir en paz conmigo misma y con la vida. Cuanto hice, de bien y de mal, está ahí, concretado en su ser. El día que dependa de sí misma tendrá que echar mano de todo su carácter, y eso es esencial. Espero que el amor, tal vez su punto débil, su flaqueza, como lo ha sido en mí misma, no estropee su futuro ni le arruine la existencia. Le entregó su amor a Emilio. Y deberá entregárselo a quien ame después, sin miedos, sin recelos, porque el amor es así y porque ella es así, como yo. Nunca sabremos actuar a medias. Eso nos hace vulnerables, pero auténticas. Cecilia es auténtica y sé que aunque pase momentos muy duros, lo conseguirá, precisamente porque el amor mata y cura a la vez.»

Podía pasarse la noche entera leyendo aquellas páginas una y otra vez, y no quería caer en esa tentación. A veces reía, a veces lloraba, porque su madre era tan payasa en ocasiones contando detalles hilarantes de su relación con Eileen, como intensa en otras, expresando sus pasiones o emociones ante hechos determinados, importantes o no. Los diarios estaban llenos de su amor por aquella mujer, y de su amor por ellos desde el mismo instante de ser concebidos.

Volvió a los haikus, los de amor y los de desamor tras la marcha de Eileen:

¿De cuántas formas,

y que parezca cierto,

se dice te amo?

Jaula abierta.

¿Dónde has puesto mi amor?

Se nos escapa.

Dulce cariño,

¿quien asfaltó tu senda

con piedras negras?

Quitaste el cuadro.

Una grieta en el muro.

Te vas de casa.

Haz la maleta.

No te lo lleves todo.

Déjate el alma.

Cecilia pensó en el dolor de su madre al quedarse sola, con ellos dos, pero sin Eileen. De hecho la perdió por darles la vida, por su maternidad. Su compañera no soportó el cambio, el adiós de la inocencia, el choque de la nueva realidad. Un egoísmo que acabó con su amor y su relación.

Cerró los ojos.

Apoyó el diario en su pecho.

Ni siquiera se dio cuenta de que se quedaba dormida en unos pocos segundos.