Capítulo 1

El anuncio luminoso del tejado de un edificio arrojaba una intermitente luz azulada que penetraba por las ventanas del estudio. La luz rebotaba sobre superficies de cristal y acero inoxidable: un jarrón de cristal vacío con el borde cubierto de polvo, un sacapuntas, un horno microondas, unos tarros de crema de cacahuete llenos de lapiceros, pinceles y lápices de colores. Un cenicero con varias monedas y clips. Botes de pintura. Cuchillos.

Las siluetas rectangulares de un estéreo resultaban vagamente visibles en la repisa de la ventana. Un reloj digital taladraba el silencio con sus rojos minutos electrónicos.

Perro rabioso aguardaba en la oscuridad.

Oía su propia respiración. Sentía que el sudor le brotaba de las axilas. Saboreaba los restos de la cena. Advertía el vello rasurado de la ingle. Aspiraba el olor del cuerpo de la elegida.

Jamás estaba tan vivo como en los últimos momentos de un prolongado acecho. Algunas personas, por ejemplo, personas como su padre, se sentían así, minuto a minuto a cada hora: una vida en un plano superior de existencia.

Perro rabioso vigilaba la calle. La elegida era una artista. Tenía una suave piel aceitunada y unos acuosos ojos castaños, un busto considerable y una fina cintura. Vivía clandestinamente en el almacén, se bañaba a última hora de la noche en el cuarto de baño del fondo del pasillo, cocinaba furtivamente en el horno microondas cuando el encargado del edificio se marchaba al término de la jornada. Dormía en una estrecha cama de un cuarto de almacenamiento bajo un crucifijo art-decó, inmersa en los vapores del aguarrás y la linaza. Ahora había salido a comprar la cena que guisaría en el microondas. La basura del microondas la mataría si él no lo hiciera, pensó Perro rabioso. Probablemente le haría un favor. Sonrió.

La artista sería su tercera víctima urbana y la quinta de su vida.

La primera fue la chica de un rancho. Cabalgaba desde sus pastizales hacia las boscosas colinas de piedra caliza del este de Texas. Vestía pantalones vaqueros, una camisa a cuadros blancos y rojos y botas vaqueras. Permanecía sentada muy erguida sobre la silla, montando más con las rodillas y la cabeza que con las riendas que sostenía en la mano. Se acercó directamente a él, con la rubia trenza brincando a su espalda.

Perro rabioso llevaba un rifle, un Remington modelo 700 ADL Winchester del 270. Apoyó el antebrazo en un tronco y disparó cuando ella se encontraba a cuarenta metros de distancia. La bala le entró por el esternón y la derribó del caballo.

Aquel había sido un asesinato distinto. La chica no era una elegida; se lo había buscado. Tres años antes del asesinato había dicho, en presencia de Perro rabioso, que los labios de este parecían lombrices rojas. Como las serpenteantes lombrices rojas que hay debajo de las rocas de los ríos. Lo dijo en la sala del instituto, rodeada de un grupo de amigos. Algunos miraron por encima del hombro a Perro rabioso, que se encontraba solo, como siempre, a unos cuatro metros, guardando los libros en el estante superior de su armario, pero él no dio la menor señal de haberse enterado. Siempre supo disimular muy bien, incluso de pequeño, aunque a la chica del rancho le daba igual una cosa que otra. Perro rabioso era una nulidad social.

Pero la chica pagó muy caro su imprudente comentario. Él se lo guardó dentro tres años, sabiendo que ya llegaría la ocasión. Y llegó. La chica cayó de su montura, muerta en el acto por un proyectil de caza revestido de cobre que la desgarró con su instantáneo poder expansivo.

Perro rabioso atravesó corriendo los bosques y una breve extensión de pradera pantanosa. Arrojó el arma debajo de una herrumbrosa cañería de hierro en el punto en que un sendero cruzaba la ciénaga. La cañería confundiría a cualquier detector de metales utilizado en la búsqueda del arma, aunque Perro rabioso no esperaba que se llevara a cabo ninguna búsqueda…, era la temporada de caza de venados y los bosques estaban llenos de maníacos de las ciudades, armados hasta los dientes y dispuestos a matar a cualquier cosa que se les pusiera a tiro. La temporada, el escondrijo del arma, todo había sido previsto. Ya en su segundo año de estudios universitarios, Perro rabioso era un planificador nato.

Asistió al funeral de la chica. Su rostro estaba intacto y habían dejado abierta la mitad superior del féretro. Él se sentó lo más cerca que pudo, vestido con traje oscuro, contempló su rostro y sintió crecer su poder. Solo lamentaba que ella no hubiera conocido la inminencia de la muerte para poder saborear su dolor; y que él no hubiera tenido tiempo de disfrutar de aquella transición.

El segundo asesinato fue el primero de los auténticamente elegidos, aunque ya no lo consideraba una obra de madurez. Fue más bien… ¿un experimento? Sí. En el segundo asesinato corrigió los errores del primero.

Era una prostituta. Sucedió durante las vacaciones de primavera de ese segundo año en la facultad de derecho, el año de la crisis. Lo necesitaba desde hacía tiempo, pensó. La presión intelectual de los estudios de derecho intensificaba su desazón. Una fría noche de Dallas, armado con una navaja, halló provisionalmente alivio en el pálido cuerpo blanco de una pobre chica de Mississippi llegada a la ciudad para hacer fortuna.

El asesinato de la chica del rancho fue considerado un accidente de caza. Sus padres la lloraron y pronto la olvidaron. Dos años más tarde, Perro rabioso vio a la madre de la chica, riendo a carcajadas en la entrada de una sala de conciertos.

La policía de Dallas atribuyó la muerte de la prostituta a una riña callejera relacionada con el tráfico de droga. Encontraron en su bolso unas pastillas narcóticas y fue más que suficiente. Solo conocían su apodo. La enterraron en una sepultura de pobre y pusieron aquel nombre que no era el suyo en una pequeña lápida. Nunca llegó a cumplir los dieciséis años.

Ambos asesinatos fueron satisfactorios, pero no plenamente calculados. Los asesinatos de las ciudades fueron distintos. Los planeó basando las tácticas en un estudio profesional de una docena de investigaciones de asesinato. Perro rabioso era inteligente. Pertenecía al colegio de abogados. Se impuso ciertas normas:

No matar jamás a nadie a quien se conozca.

No tener nunca un motivo.

No seguir jamás una pauta identificable.

No llevar jamás un arma que se haya usado.

Alejarse de los descubrimientos fortuitos.

No dejar pruebas.

Estaba loco, por supuesto. Y lo sabía, evidentemente.

En el mejor de los mundos, hubiera preferido estar cuerdo. La locura aparejaba una considerable dosis de tensión. Ahora tomaba píldoras. Las negras para la hipertensión, las rojas para conciliar el sueño. Hubiera preferido estar cuerdo, pero cada cual jugaba la carta que le tocaba en suerte. Así lo decía su padre. Era el rasgo distintivo de un hombre.

O sea que estaba loco.

Pero no exactamente como pensaba la policía.

Ataba, amordazaba y violaba a las mujeres.

La policía le consideraba un maníaco sexual. Un maníaco que asesinaba a sangre fría. Se tomaba los asesinatos y las violaciones con mucha calma. Imaginaban que hablaba con sus víctimas y las engatusaba. Usaba cuidadosamente preservativos. Preservativos lubricados. Los exámenes vaginales practicados en la autopsia de las dos primeras víctimas de las ciudades permitieron descubrir restos de lubricante. Puesto que la policía jamás encontró los preservativos, pensaron que los guardaba.

Los psiquiatras designados para trazar un perfil psicológico opinaban que Perro rabioso temía a las mujeres. Posiblemente como consecuencia de una juventud con una madre dominante, decían, una madre alternativamente tiránica y afectuosa, con ciertos matices sexuales. Posiblemente Perro rabioso tenía miedo del SIDA y posiblemente (hablaban de posibilidades infinitas) era fundamentalmente homosexual.

Posiblemente, decían, haría algo con el semen que guardaba en los preservativos. Cuando los psiquiatras dijeron eso, los policías intercambiaron miradas. ¿Hacer algo? ¿Hacer qué? ¿Cucuruchos de helado? ¿Qué podía hacer?

Los psiquiatras estaban equivocados. Con respecto a todo. Él no engatusaba a sus víctimas sino que las consolaba, les ayudaba a participar. No utilizaba las gomas para protegerse de la enfermedad sino para protegerse de la policía. El semen es una prueba, cuidadosamente recogida, examinada y clasificada por los investigadores médicos. Perro rabioso sabía de un caso en el que una mujer había sido atacada, violada y asesinada por uno de los dos mendigos a los que detuvieron. Cada mendigo acusaba al otro. El análisis del semen fue esencial para la identificación del asesino.

Perro rabioso no guardaba las gomas. No hacía algo con ellas. Las arrojaba, junto con su delator contenido, al lavabo de sus víctimas.

Y su madre tampoco era una tirana.

Era una pequeña y desdichada mujer morena que en verano lucía vestidos de percal y sombreros de paja de ala ancha. Murió cuando él estaba en el penúltimo curso de bachillerato. Apenas recordaba su rostro, aunque una vez en que examinaba distraídamente unas cajas de recuerdos familiares, encontró un montón de cartas dirigidas a su padre y atadas con una cinta. Sin saber muy bien por qué, olfateó los sobres y se sintió abrumado por un ligero aroma como de pétalos marchitos de escaramujos y lilas de Pascua. Pero ella no era nada. Nunca aportó nada. No ganó nada ni hizo nada. Era un estorbo para su padre. Su padre y sus fascinantes juegos en los que ella tanto le estorbaba. Recordaba a su padre, gritándole en cierta ocasión: «Estoy trabajando, estoy trabajando y tú no tienes por qué entrar en esta habitación cuando trabajo, tengo que concentrarme y no puedo hacerlo si vienes aquí a gimotear». Los fascinantes juegos que se jugaban en las salas de justicia y las cárceles.

Perro rabioso no era homosexual. Solo le atraían las mujeres. Aquello era lo único que un hombre podía hacer con las mujeres. Las ansiaba, contemplaba su muerte y estallaba de gozo en aquel momento trascendental.

En momentos de introspección, Perro rabioso había indagado en su mente, buscando la génesis de su locura. Llegó a la conclusión de que no se había producido de repente sino que se había desarrollado. Recordaba aquellas solitarias semanas de aislamiento en el rancho con su madre mientras su padre estaba en Dallas, entregado a sus juegos. Perro rabioso utilizaba el rifle del 22 para disparar contra las ardillas listadas. Cuando alcanzaba bien a una, le daba en los cuartos traseros, la sacaba de su escondrijo y el animalillo se retorcía, chillaba y trataba de regresar a su madriguera, arrastrándose sobre las patas delanteras.

Desde los escondrijos adyacentes, las demás ardillas listadas contemplaban la escena, encaramadas en lo alto de los montículos de arena que habían excavado en sus madrigueras.

Hería a seis o siete, disparando desde una posición agachada, y después se levantaba, se acercaba a las madrigueras y las remataba con la navaja. A veces las desollaba vivas, arrancándoles el pellejo mientras se agitaban en sus manos. Al cabo de un rato, ensartaba las orejas y las guardaba en el altillo de un cobertizo de maquinaria. Al finalizar el verano, tenía más de trescientos pares de orejas.

Tuvo el primer orgasmo de su juventud cuando permanecía agachado junto al seto de un henar, disparando contra las ardillas listadas. El prolongado espasmo fue como una muerte. Después, se desabrochó los vaqueros y separó los calzoncillos para contemplar las húmedas manchas de semen, y dijo para sus adentros:

«Bueno, chico, ya está… ya está, chico». Lo repitió varias veces y, a partir de entonces, la pasión le vino cada vez con más frecuencia mientras cazaba en el rancho.

Supongamos, pensó, que hubiera sido distinto. Supongamos que hubiera tenido compañeros de juego, niñas con las que jugar a los médicos en uno de los cobertizos. Tú me enseñas el tuyo y yo te enseño el mío… ¿Hubiera cambiado la situación? No lo sabía. Cuando cumplió los catorce años, ya era demasiado tarde. En su mente se produjo una modificación.

Había una chica que vivía a un kilómetro y medio de distancia carretera abajo. Le llevaba cinco o seis años. Era hija de un auténtico ranchero. Una vez pasó sentada en un montón de heno del que su madre tiraba con un tractor. La chica llevaba una camiseta sudada que marcaba el perfil de su busto contra la sucia tela. Perro rabioso tenía catorce años, sintió agitarse dentro de sí un poderoso deseo y dijo en voz alta:

—Me gustaría amarla y matarla.

Estaba loco.

Cuando estudiaba en la facultad de derecho, leyó cosas sobre otros hombres como él y se emocionó al saber que formaba parte de una comunidad. La consideraba una comunidad de hombres que comprendían la poderosa exaltación de aquel momento de eyaculación y muerte.

Pero no era solo el asesinato. Ya no. Ahora era también la emoción intelectual.

A Perro rabioso siempre le habían gustado los juegos. Los juegos a que jugaba su padre, los juegos a que él jugaba en solitario en su habitación. Juegos de fantasía, juegos en los que desempeñaba un papel. Jugaba muy bien al ajedrez. Había ganado tres años consecutivos el torneo de ajedrez del instituto, aunque raras veces jugaba con otros contrincantes fuera de los torneos.

Pero había otros juegos mejores. Como los que jugaba su padre. Pero incluso su padre no era más que un sucedáneo del jugador verdadero, el otro hombre de la mesa, el acusado. Los verdaderos jugadores eran los acusados y los policías. Perro rabioso sabía que jamás podría ser policía. Pero, aun así, podría ser jugador.

Y ahora, a los veintisiete años, se estaba acercando a su destino. Jugaba y mataba, y la emoción de aquel acto le hacía vibrar el cuerpo de placer.

El juego definitivo. La apuesta definitiva.

Apostaba su vida a que no podrían atraparle. Y ganaba vidas de mujeres como si fueran fichas de póquer. Los hombres siempre jugaban por mujeres; esa era su teoría. Ellas eran el trofeo de los mejores juegos.

Naturalmente, los policías no estaban interesados en jugar. De hecho, los policías eran aburridos.

Para ayudarles a captar el concepto del juego, en cada asesinato les dejaba una regla. Con palabras cuidadosamente recortadas del periódico de Minneapolis, una frase corta pegada con cinta adhesiva a una hoja de cuaderno de notas. En el primer asesinato de las ciudades, la norma fue Nunca asesines a nadie a quien conozcas.

Eso los desconcertó totalmente. Colocó el papel sobre el pecho de la víctima para que no hubiera ninguna duda sobre quién lo había dejado allí. Casi como si la divertida idea se le hubiera ocurrido de repente, firmó: Perro rabioso.

El segundo asesinato correspondió a la regla Nunca tengas un motivo. Con eso ya podrían saber que estaban tratando con un hombre de principios.

Aunque seguramente se devanaban los sesos, los policías ocultaron este detalle a los periódicos. A Perro rabioso le encantaba la prensa. Le encantaba ver que sus colegas de profesión seguían el curso de las pesquisas por los noticieros. Saber que hablaban con él sobre él sin saber que era él.

Estaba extasiado. A la tercera cita, iría la vencida. La policía no podría ocultar el detalle eternamente. Por regla general, los departamentos de policía goteaban como coladores. Se sorprendía de que hubieran logrado guardar el secreto tanto tiempo.

El tercer asesinato iría acompañado de la norma No sigas jamás una pauta identificable. Dejó la hoja en un telar.

Aquí había una contradicción, por supuesto. Perro rabioso era un intelectual y lo había pensado mucho. Sus precauciones bordeaban el fanatismo: no quería dejar ninguna pista. Sin embargo, las creaba deliberadamente. La policía y sus psiquiatras podrían deducir ciertos rasgos de su personalidad a través de las palabras elegidas, o por las normas que exponía, como, por ejemplo, su inclinación a jugar.

Pero eso no podía evitarlo.

Si lo único importante era el asesinato no le cabía la menor duda de que podría hacerlo impunemente. Dallas se lo había demostrado. Podría hacerlo docenas de veces. Cientos. Volar a Los Ángeles, comprar una navaja en una tienda de rebajas, matar a una prostituta y regresar a casa esa misma noche. Jamás llegarían a saberlo.

La idea le atraía, pero en último extremo era intelectualmente estéril. Se estaba desarrollando. Quería una contienda. La necesitaba.

Perro rabioso sacudió la cabeza en la oscuridad y miró desde la alta ventana. Los automóviles circulaban sobre el húmedo asfalto. Se oyó un sordo fragor desde la I-94 que discurría dos manzanas al norte. No circulaba nadie a pie. Nadie que llevara bolsas.

Esperó, paseando junto a las ventanas, vigilando la calle. Ocho minutos. Diez minutos. ¿Dónde estaría? La necesitaba.

Al final, la vio cruzar la calle de abajo, con su cabello oscuro agitándose bajo las farolas de vapor de mercurio. Iba sola y llevaba una bolsa de comestibles. Cuando la perdió de vista directamente debajo de donde él se encontraba, se desplazó hacia la columna central y se pegó a ella.

Perro rabioso llevaba pantalones vaqueros, camiseta negra, guantes de cirujano de látex y una máscara de esquí de seda azul. Cuando la tuviera atada a la cama y él se hubiera desnudado, la mujer descubriría que su atacante iba rasurado: estaba tan limpio de vello púbico como un niño de cinco años. No porque fuera un tipo raro, aunque resultaba… interesante. En cierta ocasión supo de un caso en que los especialistas de laboratorio habían recuperado media docena de pelos púbicos de la cama de una mujer y los habían comparado con muestras del atacante obtenidas gracias a una orden judicial. Bonito detalle. Pendiente de apelación.

Se estremeció. Hacía frío. Deseó llevar chaqueta. Cuando salió de su apartamento, la temperatura era de veinte grados. Debía de haber bajado unos cinco grados al anochecer. Maldita Minnesota.

Perro rabioso no era fornido ni especialmente atlético. Durante un breve período de tiempo en su adolescencia se consideró delgado, aunque su padre le calificaba de flaco. Ahora hubiera confesado ante un espejo que estaba un poco grueso. Metro setenta y cinco de estatura, ensortijado cabello pelirrojo, papada naciente, redondez en el bajo vientre…, labios como lombrices rojas…

El ascensor era viejo y estaba destinado a carga. Crujió una vez, dos veces, y se puso en marcha. Perro rabioso comprobó su equipo: el Kotex que utilizaría como mordaza estaba en el bolsillo derecho del pantalón. La cinta adhesiva para fijar la mordaza estaba en el bolsillo izquierdo. El arma la llevaba en el cinturón, debajo de la camiseta. Era un arma pequeña, pero fea: un revólver Smith and Wesson modelo 15. Se lo había comprado a un hombre moribundo. Antes de morir, cuando se lo ofreció, el moribundo le dijo que su mujer quería que lo conservara como protección y le pidió que no revelara a nadie que lo había comprado. Sería su secreto.

Le pareció muy bien. Nadie sabía que tenía el arma. Si alguna vez tuviera que utilizarla, no le podrían seguir la pista y, aunque se la siguieran, descubrirían que pertenecía a un muerto.

Extrajo el arma, la sostuvo de lado y repasó la secuencia: agarrar con el arma junto al rostro, derribar al suelo, golpear con el arma, arrodillarse sobre la espalda, echar la cabeza hacia atrás, introducir el Kotex en la boca, aplicar la cinta adhesiva, arrastrar a la cama, atar los brazos a la cabecera y las piernas a los pies de la cama.

Después, tranquilizarse y sacar la navaja.

El ascensor se detuvo y se abrieron las puertas. A Perro rabioso se le encogió el estómago. Estaba acostumbrado a la sensación. Le resultaba incluso agradable. Pisadas. Llave en la cerradura. El corazón le latía apresuradamente. Puerta abierta. Luces. Puerta cerrada. El arma estaba caliente en su mano y la superficie era áspera al tacto. La mujer entró…

Perro rabioso saltó desde su escondrijo.

Vio en un instante que estaba sola.

La agarró y le acercó el arma al rostro.

La bolsa de la compra se rompió y varias latas rojas y blancas de sopa Campbell rodaron ruidosamente por el entarimado como si fueran dados, junto con varios paquetes de bocaditos de pollo y una lasaña para microondas aplastada bajo los pies.

—Si gritas —dijo Perro rabioso con su voz más temible, practicada largamente en la grabadora—, te mato.

Inesperadamente, la mujer se relajó contra él y Perro rabioso bajó la guardia involuntariamente. Un instante después, el tacón del zapato de la mujer se hundió en su empeine. El dolor fue insoportable y, cuando estaba a punto de gritar, ella se revolvió en sus brazos sin prestar atención al revólver.

—Aaayyy —exclamó ella en un amortiguado chillido de temor.

Fue como si el tiempo se detuviera y los segundos se fragmentaran en minutos. La mano de la mujer se levantaba, le pareció que empuñaba un arma y advirtió que la mano en la que él sostenía el arma se apartaba del cuerpo de la mujer y pensó «No». Se percató, en el siguiente y cristalino fragmento de tiempo, de que ella no empuñaba un arma sino un cilindro plateado.

Le atacó con un chorro de aerosol y la corriente del tiempo experimentó una brusca sacudida y aceleró. Perro rabioso soltó un gruñido, la golpeó con el Smith y lo perdió simultáneamente. Levantó la otra mano y, más por pura suerte que por habilidad, alcanzó la mandíbula de la mujer, que se desplomó rodando por el suelo.

Perro rabioso buscó el revólver medio a ciegas y cubriéndose el rostro con las manos. Los pulmones no le respondían como debieran… padecía de asma y el aerosol le estaba penetrando a través de la máscara de esquí… La mujer se acercó de nuevo, arrastrándose por el suelo con el aerosol en la mano y gritó:

—¡Hijo de puta! ¡Hijo de puta!

Él le lanzó un puntapié, pero falló. La mujer le roció repetidamente con el aerosol, él volvió a lanzarle un puntapié y la mujer se apartó, todavía con el aerosol en la mano, mientras él buscaba el revólver y le daba otro puntapié. Tuvo suerte y le alcanzó la mano en la que sostenía el aerosol. El pequeño cilindro salió volando. La sangre brotaba de la frente de la víctima en el punto en que había sido golpeada por el revólver, manaba desde el mellado corte hasta los ojos y la boca, y le empapaba los dientes mientras ella gritaba:

¡Hijo de puta! ¡Hijo de puta!

Antes de que Perro rabioso pudiera reanudar el ataque, ella tomó una reluciente tubería de acero inoxidable y la blandió como si hubiera pasado toda su vida practicando béisbol. Perro rabioso la esquivó y retrocedió, buscando el arma, pero no pudo encontrarla. La mujer se le acercó y Perro rabioso tomó la decisión que ya estaba acostumbrado a tomar.

Echó a correr.

Corrió y ella le persiguió y le golpeó una vez más en la espalda, haciéndole tambalear. Perro rabioso se volvió, le dio un puñetazo en la mandíbula, pero fue un golpe débil e ineficaz. Ella se acercó de nuevo blandiendo la tubería, mostrando los dientes y escupiendo saliva y sangre mientras gritaba. Él cruzó el umbral y la puerta se cerró a su espalda.

… de puta…

Corrió por el pasillo hasta la escalera, casi asfixiándose con la máscara. Ella no le persiguió, pero permaneció de pie junto a la puerta cerrada, profiriendo el grito más penetrante que él jamás hubiera oído. Se abrió otra puerta mientras bajaba a ciegas por la escalera. Al llegar abajo, se quitó la máscara, se la guardó en el bolsillo y salió a la calle.

«Camina despacio —pensó—. Como si pasearas». Hacía frío. Maldita Minnesota. Estaban en agosto, pero él se moría de frío. La oyó gritar. Al principio débilmente y después más fuerte. La muy bruja había abierto la ventana. La policía se encontraba muy cerca de allí. Perro rabioso encorvó los hombros y apuró un poco más el paso en dirección a su vehículo, subió y se alejó. A medio camino de Minneapolis, presa todavía de un temor mortal, recordó que los automóviles tienen calefacción, y la encendió.

Ya se encontraba en Minneapolis cuando se dio cuenta de que estaba herido. La maldita tubería. Le quedarían grandes magulladuras en los hombros y la espalda, pensó. Bruja. El arma no sería problema porque no se podría localizar su origen.

Santo cielo, cuánto le dolía.