Capítulo 27

—¿Dónde está? —preguntó Lucas, hablando por el transmisor mientras se acercaba al bordillo de la acera a una manzana de distancia del apartamento de Perro rabioso.

El Ford Escort de cinco años de antigüedad encajaba a la perfección con el barrio.

—Cruzando el puente en dirección sur. Parece que va a la galería comercial de Burnsville. Ahora nos encontramos al norte de allí.

Una red de seis automóviles de la policía rodeaba a Perro rabioso, con siete mujeres y cinco hombres en el interior de los vehículos. Le habían seguido desde su apartamento hasta un garaje cercano a su despacho. Le observaron en el despacho y mientras almorzaba solo en una charcutería del centro de la ciudad. Cojeaba un poco, decían, y apoyaba el peso del cuerpo preferentemente en una pierna. ¿A causa de la caída en la zanja? Le vieron regresar al despacho, ir a los juzgados, subir al despacho de los juzgados y regresar a su lugar de trabajo.

Mientras Perro rabioso trabajaba por la tarde, un técnico en electrónica instaló un pequeño pero potente radiotransmisor bajo el guardabarros de su automóvil.

Cuando Perro rabioso salió del despacho, le siguieron hasta su automóvil. Perro rabioso regresó a su apartamento, donde debió de cenar, y luego volvió a salir. Se dirigía al sur.

Había entrado en el aparcamiento de las galerías comerciales.

Lucas consultó su reloj. Si Perro rabioso regresara a la mayor rapidez posible a su apartamento, tardaría veinte minutos. Tiempo suficiente.

—Baja del coche y entra en la galería —dijo la radio.

La red ya le estaría cercando.

Lucas apagó el transmisor y se lo guardó en el bolsillo de la chaqueta. No quería que las llamadas de la policía surgieran de su bolsillo en un momento inoportuno. La ganzúa electrónica y la linterna desechable estaban debajo del asiento. Las tomó, se guardó la linterna en el otro bolsillo y se colocó la ganzúa bajo el brazo por la parte interior de la chaqueta.

Descendió del vehículo, se subió el cuello de la chaqueta y bajó apresuradamente por la acera con el viento de espalda mientras las últimas hojas secas del otoño se arremolinaban alrededor de sus tobillos.

Perro rabioso vivía en un edificio de estilo Victoriano de cuatro viviendas de dos plantas y una buhardilla. Cada una de las viviendas disponía de un pequeño garaje de una sola plaza y un pequeño porche frontal con una corta barandilla para macetas de petunias y geranios. Las frías macetas estaban vacías.

Lucas se acercó al apartamento de Perro rabioso, se adentró en la calzada particular y subió a toda prisa los peldaños. Llamó una, dos veces al timbre, oyó sonar el teléfono. Miró a su alrededor, sacó la ganzúa electrónica y la introdujo en la cerradura. Emitía demasiado ruido, pero fue muy eficaz. La puerta se abrió, pero quedó trabada por una cadena de seguridad. Perro rabioso había salido por el garaje y aquella puerta estaría automáticamente cerrada.

Lucas soltó una maldición, buscó en su bolsillo y sacó una cartulina de chinchetas y un par de anillas elásticas. Comprobó que en la calle no había nadie y empujó la puerta todo lo que le permitió la cadena. Estirando la mano lo más posible, clavó una tachuela en la parte posterior de la puerta, con la anilla elástica debajo. Estiró la anilla hasta pasarla alrededor del tirador de la cadena. Luego cerró la puerta y la anilla elástica se contrajo, empujando el tirador de la cadena hasta el fondo de la ranura. Con un par de sacudidas, la anilla se desprendió.

—Hola, Louis, ¿dónde estás? —preguntó Lucas mientras empujaba la puerta.

No hubo respuesta. Silbó por si hubiera algún perro. Nada. Volvió a cerrar la puerta, encendió la luz del recibidor y arrancó la chincheta de la puerta. El orificio era imperceptible. Encendió el transmisor y llamó al equipo de vigilancia.

—¿Dónde está?

—Acaba de entrar en una tienda de artículos deportivos. Está mirando las chaquetas.

Lucas colocó el aparato en posición de monitor y registró rápidamente el apartamento en busca de alguna prueba de que Vullion era Perro rabioso. Al pasar por delante del teléfono, que no cesaba de sonar, lo descolgó y lo colgó para que se callara.

Registró rápidamente la planta baja y encontró un cuarto de servicio con el calentador de agua, la lavadora y la secadora y un pequeño banco de trabajo empotrado con un cajón medio lleno de herramientas baratas. Una puerta daba acceso al garaje. La abrió, encendió la luz y miró a su alrededor. Un pequeño soplete, dos palas quitanieves y un montón de periódicos para tirar, colocados en unas bolsas marrones. Si le diera tiempo, echaría un vistazo a los periódicos. Con un poco de suerte, tal vez encontraría alguno con las letras recortadas para hacer los mensajes que Perro rabioso dejaba sobre los cuerpos de sus víctimas. No había nada más de interés.

Cerró la puerta del garaje, cruzó la pequeña cocina, abrió y cerró las puertas de los armarios al pasar, asomó la cabeza por la puerta del salón, examinó un pequeño baño-aseo y un estudio ligeramente más grande con un ordenador IBM y unos cuantos textos legales.

En la segunda planta había dos dormitorios y un cuarto de baño más grande. Uno de los dormitorios estaba amueblado y el otro se utilizaba como trastero. Lucas encontró las maletas vacías de Perro rabioso, un piano electrónico prácticamente sin estrenar y un barato banco de pesos de gimnasia con un juego de pesos de aficionado. Examinó los bordes de los pesos. Como el piano electrónico, estaban casi intactos. Vullion era un hombre de intereses fugaces…

En un rincón había un viejo sofá con tres cajas llenas de revistas y una colección de Playboys que parecía remontarse a doce años o más. Dejó el trastero y entró en el dormitorio.

En el techo, a medio camino entre las dos habitaciones, había un panel de entrada a la buhardilla con una manija de acero. Lucas tiró de la manija y una escalera de mano plegable descendió al pasillo. Lucas subió unos peldaños, asomó la cabeza por la abertura de la buhardilla y la iluminó con la linterna. La buhardilla era común a las cuatro viviendas, con unos delgados tabiques divisorios de chapa de madera. El espacio de Vullion estaba vacío. Bajó, empujó la escalera plegable hacia arriba y tomó el transmisor.

—¿Dónde está?

—Todavía en la tienda.

Ya era hora de empezar a trabajar.

Lucas se guardó el transmisor en el bolsillo, se sacó una diminuta grabadora del otro, la puso en marcha y entró en el dormitorio.

«—Dormitorio —dijo—. Armario. Chaqueta deportiva, talla cuarenta y ocho. Traje, talla cuarenta y ocho. Pantalones, cintura noventa. Zapatos. Nicke Airs, azules con una burbuja en la parte lateral de la suela. No hay Reeboks…

»Cómoda del dormitorio…, preservativos Trojan lubricados, caja de doce, faltan siete…

»Despacho —añadió—. Recibo de la Asociación de Ex Alumnos de la Facultad de Derecho de la Universidad de Minnesota. Impresos de la declaración de la renta, ocho años. Minnesota, Minnesota, Minnesota, Minnesota, Minnesota, Texas, Texas, Texas. Dirección en Houston, Texas, bajo el nombre de Louis Vullion.

»Fichas de ordenador, todo cosas legales y correspondencia; abro correspondencia, cosas comerciales…

»Cocina. Debajo del fregadero, bolsa de cebollas, no hay patatas…».

Lucas registró metódicamente la vivienda, buscando algo que pudiera asociar directamente a Vullion con los asesinatos. A excepción de las Nike Airs, no había nada. Pero las pruebas indirectas eran casa vez más numerosas: la vida en Texas antes del curso en la facultad de derecho de la Universidad de Minnesota, las prendas de vestir con la talla correspondiente, los preservativos…

—¿Dónde está?

—Examinando zapatos.

La ausencia de pruebas directas eran exasperante. Si Vullion hubiera guardado algún recuerdo de los asesinatos, si Lucas hubiera encontrado una caja de guantes quirúrgicos con una caja de Kotex y un rollo de cinta adhesiva al lado… o si en la mesa de la cocina hubiera habido trozos de periódicos para elaborar los mensajes…

Si hubiera habido algo de eso, habría encontrado algún medio de conseguir un mandamiento judicial y detenerle. Pero no había nada. Con los brazos en jarras, contempló el ordenado salón y entonces lo comprendió: no era normal que estuviera tan impecablemente ordenado.

—El muy cerdo se ha asustado y lo ha limpiado todo —dijo en voz alta.

Si hubiera hablado con Nester la semana anterior, antes de que fallara la operación McGowan… pero de nada servían las conjeturas. Estaba a punto de abandonar el salón cuando, de pronto, le llamó la atención el vídeo. No había ninguna cinta a la vista, pero sí un estuche vacío al lado del televisor. Se inclinó, pulsó el botón de eject y el vídeo expulsó una cinta.

—¿Dónde está?

—Saliendo de la zapatería.

Lucas encendió el televisor y puso la cinta. Estaba en blanco. La detuvo, pulsó rew, luego play, y se quedó de una pieza al ver su propio rostro en la pantalla.

—Maldita sea, la entrevista —musitó ahora para sus adentros.

La cámara enfocó a Carla. Vio la entrevista hasta el final, luego apagó el vídeo y el televisor.

Las pocas dudas que le quedaban se habían disipado con aquella grabación. Regresó al dormitorio, levantó la colcha e introdujo el brazo entre el colchón y el somier. Nada.

Se metió la mano en el bolsillo, extrajo un sobre y sacó las fotografías que contenía. Lewis, Brown, Wheatcroft, las demás. Tomándolas por los bordes, las empujó todo lo que pudo debajo del colchón. Un registro exhaustivo las encontraría.

Cuando terminó, alisó la colcha e inició la salida de la vivienda, moviéndose tan metódicamente como a la entrada. Todo en su sitio. Todo comprobado. Todas las luces apagadas. Asomó la cabeza por la puerta. No había nadie en la acera. Volvió a colocar la cadena en la puerta principal y fue al garaje. Tardó diez minutos en examinar los periódicos. No había cortes en ninguno. Los dejó como los había encontrado y salió por la puerta del garaje.

Una vez en la acera, se alejó apurando el paso. Ya casi había llegado al Ford Escort cuando empezó a sonar el monitor.

«—Ha salido de la galería comercial y se dirige a su automóvil. Tres y cinco se quedan en el terreno, los que van en cabeza se ponen en marcha…».

Lucas y Daniel estaban solos en el despacho de Daniel, mirándose el uno al otro a través del haz de amarilla luz que arrojaba una lámpara de sobremesa.

—O sea que, aunque entráramos, no encontraríamos nada —concluyó Daniel.

—No podría jurarlo, pero me parece que lo ha limpiado todo. Puede que haya escondido alguna cosa…, no he tenido tiempo de hacer un registro a fondo —contestó Lucas—. Pero no he encontrado ninguna prueba fehaciente. Las Nike concuerdan, los preservativos, su estatura y su automóvil también. Pero usted sabe tan bien como yo que podríamos encontrar esta misma combinación en cincuenta personas distintas.

—¿Cincuenta personas que también ejercen la abogacía y frecuentan los juzgados y hablan con acento de Texas y le compraron una pistola a Rice?

—Pero es que no tenemos ninguna prueba directa de que él le comprara la pistola a Rice. Y las demás pruebas son muy endebles. Tiene que pensar que se buscaría el mejor abogado que hubiera, y un buen abogado nos haría picadillo.

—¿Y qué me dice de los análisis de las voces de las cintas?

—Ya sabe usted lo que piensan de eso los tribunales.

—Pero ya es algo.

—Sí, lo sé. Es tentador…

—¿Pero?

—Pero, si le seguimos vigilando, conseguiremos pillarle. No consiguió su objetivo. Está asustado, pero, si vuelve a sentir el impulso de matar, tarde o temprano lo intentará de nuevo. Apuesto a que lo intentará la semana que viene. Esta vez no se nos escapará. Le sorprenderemos entrando en algún sitio y le encontraremos encima toda esta basura, el Kotex, la patata y los guantes. Podremos detenerle de inmediato.

—Hablaré con el fiscal del condado. Le explicaré lo que tenemos y lo que podríamos conseguir. A ver qué dice. En el fondo, tiene usted razón. La situación es demasiado delicada como para que corramos el riesgo.

Los puestos de vigilancia se montaron en un apartamento de la acera de enfrente de Perro rabioso y una casa más abajo; y dos casas más abajo en la parte de atrás.

—Es lo mejor que podemos hacer, y no está nada mal —dijo el jefe de vigilancia—. Controlamos las dos puertas y todas las ventanas. Puesto que la autovía queda al sur, solo puede salir del barrio en dirección norte y nosotros estamos más al norte que él. Además, no puede vernos.

—¿Qué es esa luz? ¿Lee en la cama?

—Una luz piloto nocturna, creemos —contestó el jefe de vigilancia.

Lucas recordaba haber visto una en el dormitorio, pero no podía asegurarlo.

—Quiere ahuyentar las pesadillas —dijo en su lugar.

—Si alguien tiene pesadillas, ese es él —dijo el jefe de vigilancia—. ¿Trabajará con nosotros todo el rato?

—Estaré aquí todas las noches —contestó Lucas—. Si modifica sus pautas habituales durante el día, avisadme. Vendré en seguida. Nunca ha atacado a nadie a primera hora de la mañana, por consiguiente, me iré a casa cuando se vaya a la cama. Dormiré un poco y por la mañana me pondré en contacto con ustedes.

—No se aleje mucho. Las cosas se podrían precipitar con mucha rapidez.

—Sí. Estuve en el fiasco, ¿no se acuerda?

Lucas contempló a través de la ventana el débil resplandor del primer piso de la vivienda de Perro rabioso. Esta vez no habría ningún fiasco.