Capítulo 22

Lucas se quitó la chaqueta y la arrojó sobre el colchón.

Los dos policías, uno alto y otro bajo, estaban sentados en sillas plegables frente a frente y con una silla en medio. Jugaban al gin, con las cartas sobre la silla de en medio. Uno de los agentes vigilaba la ventana mientras el otro estudiaba sus cartas. Eran muy hábiles en tal menester. Su turno cubría el mejor período del día.

—¿Nada? —preguntó Lucas.

—Nada —contestó el más alto.

—¿Algo desde los coches?

—Absolutamente nada.

—¿Quién está en ellos?

—Davey Johnson y York en el norte, detrás de la casa de McGowan; Sally Johnson y Sickles en el este; Blaney está en el oeste con un tipo nuevo, Cochrane. No le conozco.

—Cochrane es ese muchacho alto y rubio que juega al baloncesto en la liga —terció el policía bajo. Después, abrió en abanico las cartas, las dejó sobre el asiento de la silla de en medio y dijo—: Gin.

Una radio adosada a la pared emitía una vieja melodía de rock. A su lado, la radio de la policía permanecía en silencio.

—Está a punto de atacar —dijo Lucas, mirando hacia la calle.

—Esta semana —convino el bajito—. Lo cual es muy raro si bien se mira.

—Raro, ¿por qué?

—Bueno, en una de las notas que dejó decía algo así como «No marques una pauta». ¿Y qué hace? Pues matar alguien cada dos semanas. A mi modo de ver, eso es una pauta.

—Mata cuando lo necesita —dijo Lucas—. La necesidad se desarrolla, y al final no puede resistirlo.

—¿Y tarda dos semanas en desarrollarse?

—Eso parece.

La radio de la policía sonó y los tres se volvieron a mirarla.

—Automóvil —dijo—. Aquí Cochrane —añadió un momento después—. Un Pontiac Bonneville rojo.

—Vigílalo. El tamaño es adecuado aunque el color no corresponde.

—Va hacia vosotros —explicó Cochrane—. Tenemos la matrícula, ya la investigaremos.

Lucas y los policías vieron bajar el vehículo por la calle y detenerse junto al bordillo dos casas más allá. El automóvil permaneció estacionado un par de minutos con los faros encendidos.

—Voy a bajar —dijo Lucas.

Ya estaba en la escalera cuando el policía alto le gritó:

—Espera.

—¿Qué hay?

—Es la chica.

—La estudiante que vive dos puertas más abajo —explicó el policía bajito—. Ahora está subiendo los peldaños. Habrá salido con alguien.

Lucas regresó a tiempo para verla entrar por la puerta del porche. El automóvil se alejó.

—Puede que ocurra algo en los teléfonos —dijo el policía bajito al cabo de un rato.

El monitor telefónico se encontraba en el otro puesto de vigilancia, detrás de la casa de McGowan.

—¿Cómo? ¿Te refieres a los de McGowan?

—La semana pasada y durante todo el fin de semana hubo un montón de llamadas, con un intervalo aproximado de media hora entre llamada. Pero quienquiera que sea no dejó ningún mensaje en el contestador automático. El aparato contestaba y el comunicante colgaba.

—Eso lo hace mucha gente…, colgar cuando responde un contestador automático —señaló Lucas.

—Sí, pero en este caso es un poco distinto. En primer lugar, es la primera vez que se producen tantas llamadas. Y el número de McGowan no figura en la guía. Si fuera algún amigo, lo más lógico sería que dejara un mensaje en lugar de llamar tantas veces.

—Es como si alguien intentara controlarla —dijo el policía alto.

—¿No se puede localizar el origen?

—Dos timbrazos y cuelga.

—Podríamos modificar el aparato —dijo Lucas.

—Tal vez. Ella regresará a casa dentro de una hora y media, ¿no?

—Más o menos.

—Podríamos hacerlo entonces. Modificarlo para que sonara cinco veces.

Lucas regresó al colchón y los dos agentes iniciaron otra partida de gin.

—¿Qué te debo? —preguntó el policía alto.

—Ciento cincuenta mil —contestó el bajo.

—¿Otra partida a doble o nada?

Lucas sonrió, cerró los ojos y trató de pensar en Alan Nester. Allí había algo. Tal vez el temor de que se descubriera la compra de los netsukes y lo interrogaran. La compra lindaba con el fraude. De eso no cabía duda. Maldita sea. ¿Qué otra cosa podía haber?

Media hora más tarde, la radio de la policía sonó nuevamente.

—Aquí Davey —dijo una voz ligeramente excitada—. Ya empieza el espectáculo, chicos.

Lucas se levantó mientras el policía alto extendía la mano y tomaba el micrófono.

—¿Qué ocurre, Davey?

—Un varón blanco vestido con pantalones oscuros, chaqueta oscura, guantes oscuros, gorra oscura, zapatos oscuros, acercándose a pie —contestó Davey Johnson, quien llevaba muchos años en la calle y no se excitaba sin motivo—. Se dirige a la casa de McGowan, lo veréis en la parte trasera dentro de un minuto. Este tipo tiene un propósito determinado, os lo digo yo, no ha salido a dar un paseo por el campo.

—¿York está contigo?

—Ha bajado para seguir discretamente a pie al individuo. Yo me he quedado aquí con la unidad. Caray, ya viene, ahora cruza la calle; vosotros, los de los lados, ya podéis empezar a moveros, maldita sea…

—Le vemos por las ventanas laterales —dijo otra voz.

—Ese es Kennedy, el del otro puesto —le explicó el policía alto a Lucas.

Lucas se volvió para dirigirse hacia la escalera.

—Voy allá.

—Entra en la calleja —oyó que decía Kennedy mientras él bajaba a toda prisa los primeros peldaños—. Está en el patio de McGowan. A ver si os movéis…

Lucas bajó corriendo los tres tramos de escalera, se dirigió a la puerta principal, pasó por delante del canoso arquitecto que se encontraba de pie en el vestíbulo con un periódico y una pipa y salió al patio.

Perro rabioso aparcó a cinco manzanas de la casa de McGowan, de cara a la Interestatal. Estudió la señalización de la calle. El aparcamiento era correcto. Había muchos automóviles en el mismo lado de la calle.

El tiempo había empeorado a primera hora de la mañana. Por la tarde cayó un fría lluvia, cesó, volvió a caer y ahora había dejado de llover y parecía que iba a nevar. Perro rabioso no cerró la portezuela de su automóvil. Aquel barrio no era muy peligroso.

La acera aún estaba mojada y él caminaba de prisa, balanceando un brazo y sosteniendo con el otro una corta y ancha palanca de hierro pegada a su cuerpo. Lo más adecuado para una puerta posterior.

Una manzana, dos, tres, cuatro, ya estaba en la de McGowan. Un vehículo se puso en marcha y Perro rabioso se volvió hacia aquella dirección y aminoró el paso. Nada más. Miró rápidamente a su alrededor una sola vez, sabiendo que el disimulo llama por sí solo la atención. La excitación previa estaba empezando a provocarle un hormigueo en la ingle. Aquella sería su obra maestra. Causaría sensación en la ciudad. Sería más famoso que Sam, más famoso que Manson.

Más que Manson tal vez no.

Se adentró en la calleja. Otro motor de automóvil. ¿Dos automóviles? Bajó por la calleja, llegó al patio de McGowan, miró otra vez a su alrededor y avanzó una media docena de pasos en el patio. La rueda de un vehículo chirrió a una manzana de distancia en el otro extremo de la calleja.

Policías.

En el instante en que las ruedas chirriaron sobre el asfalto, comprendió que le habían atrapado.

Lo supo. Policías.

Retrocedió corriendo por donde había venido.

Otro vehículo, bajando por la manzana. Un tremendo fragor a su espalda; uno de los automóviles había chocado contra algo. Más policías. Una portezuela se cerró de golpe al otro lado de la calle. Y otra se cerró detrás de la casa de McGowan.

Salió de la calleja, la palanca le resbaló y cayó sobre la hierba; cruzó el patio de una casa más abajo, atravesando la guirnalda de un festín nupcial, corrió en la noche, chocó contra un arbusto de lilas y cayó; alguien gritaba:

—Alto ahí, deténgase…

Perro rabioso siguió corriendo.

El novato Cochrane iba al volante. Los neumáticos chirriaron cuando aminoró la velocidad y se desvió hacia la izquierda de la calleja.

—¡Demonios! —exclamó su compañero, molesto por el chirrido.

Por delante de ellos vieron correr a Perro rabioso como una rata perseguida. Cochrane situó el vehículo en el centro de la calleja, chocó con dos cubos de la basura vacíos y siguió al fugitivo.

Perro rabioso corría entre las casas cuando el automóvil del otro lado irrumpió en la calleja; Cochrane estuvo a punto de chocar con él. Se abrieron las portezuelas del otro vehículo, y dos policías saltaron de él en persecución de Perro rabioso. Blaney, el compañero de Cochrane, gritó:

—Da la vuelta y sal a la calle…

Cochrane viró, pasando junto a la otra unidad, para salir a la calle situada al final de la calleja.

Sally Johnson saltó de su automóvil y vio a Lucas en mangas de camisa cruzando velozmente la calle. Se volvió y siguió a su compañero Sickles entre las casas mientras el automóvil de Cochrane pasaba junto al suyo en dirección a la calle.

Perro rabioso ya había cruzado la calle siguiente. Sally Johnson se sacó la radio del cinturón y trató de transmitir, pero no le salieron las palabras; estaba corriendo a tres metros de distancia de Sickles, que ya había desenfundado la pistola. Otro policía, York, apareció por un lado y echó a correr detrás de ella revólver en mano. Sally Johnson trató de sacar el suyo y vio a Perro rabioso saltando una valla de estacas de madera al otro lado de la calle.

Perro rabioso, aterrorizado por cualquier cosa que no fuera el túnel de espacio sin policías que tenía delante, cruzó la calle corriendo, chocó contra la valla y la saltó de un solo impulso. No hubiera podido hacerlo de haberse detenido a pensarlo, la valla debía de medir un metro veinte de altura y le llegaba al nivel del pecho, pero la superó como un atleta olímpico y aterrizó en un patio con una piscina vacía, un pequeño bote envuelto en una lona y una caseta de perro.

La caseta tenía dos compartimientos con alfombras en lugar de puertas. En el interior de cada compartimiento había un doberman negro y rubio, uno llamado July y el otro llamado August.

August oyó el alboroto, enderezó las orejas y asomó la cabeza en el momento en que Perro rabioso saltaba la valla, se tambaleaba y cruzaba el patio corriendo en dirección a la valla de atrás. Cualquiera de los dos perros hubiera podido atraparle si hubiera advertido que se acercaba. July salió sorpresivamente de la caseta, le apresó la pierna un instante, la husmeó y la soltó. Pero el número aún no había terminado. July acababa de perder a uno cuando otro saltó por la valla anterior.

Perro rabioso no vio al doberman hasta que este se le acercó por un lado. Mejor así, ya que de lo contrario hubiera podido vacilar. Vio una sombra oscura a sus pies y sintió un intenso dolor en la pantorrilla mientras saltaba la valla posterior de la casa.

Carl Werschel y su mujer Lois estaban a punto de irse a la cama cuando los perros se volvieron locos en el patio de atrás.

—¿Qué es eso? —preguntó Lois, una mujer muy nerviosa. Temía que alguna banda de motoristas negros la violara en una apartada carretera de los North Woods a pesar de que ni ella ni nadie habían visto jamás ninguna banda de motoristas negros en los North Woods. Sin embargo, Lois veía claramente en sus sueños a los motoristas negros inclinados sobre ella mientras unos cuernos sobrevolaban en círculo la terrible escena en lo que parecía la cubierta del motor de un Cadillac modelo 1947—. Parece como si…

—Espera aquí —dijo Carl.

Era un hombre muy grueso que también estaba preocupado por las bandas de negros en moto y tenía almacenada una gran reserva de municiones y de prendas de camuflaje por si alguna vez llegaba el momento. Sacó una Remington del doce de debajo de la cabecera de la cama y se dirigió a la puerta de atrás, introduciendo una bala en la recámara.

Por un instante, Siekles, que tenía cuarenta y cinco años, experimentó una oleada de júbilo al saltar la valla. Se encontraba a doce metros y una valla de distancia de Perro rabioso, estaba en plena forma física y, con un poco de suerte, siempre y cuando los otros se acercaran por los lados…

Los perros se le echaron encima como un huracán y le derribaron al suelo, pero él no soltó el arma aunque perdió la linterna que sostenía en la otra mano. Los perros le mordían los hombros y la espalda, ladraban enfurecidos, gruñían, le desgarraban las manos y la nuca…

Sally Johnson saltó la valla y estuvo a punto de aterrizar encima de la apretada bola de furia que rodeaba a Siekles. Uno de los perros se volvió hacia ella, soltando espumarajos por la boca. Sally Johnson disparó dos veces mientras el otro perro se acercaba. La oficial se volvió, apuntó y, al ver que disponía de suficiente espacio porque Siekles se encontraba a gatas en el suelo a su izquierda, apretó el gatillo una, dos veces…

Carl Werschel salió por la puerta lateral con el rifle del doce y vio a un joven punk vestido con pantalones vaqueros y chaqueta negra, disparando y abatiendo a sus perros.

—¡Alto! —gritó, pero, en realidad, no quería decir «¡Alto!» sino «Muérete» y, con un atávico alborozo de guerrero prusiano, disparó su rifle desde nueve metros de distancia contra la cabeza de Sally Johnson. Lo último que vio Sally fue el largo cañón del arma, apuntándole, y lo último que pensó fue decir algo por la radio para impedir que se disparara.

Sickles advirtió que los perros se retiraban y empezó a rodar por el suelo justo en el instante en que un largo dedo de fuego atravesaba el aire y alcanzaba a la compañera que acababa de salvarle del ataque de los perros. Acababan de salvarle, era lo único que sabía. El dedo volvió a encenderse y Sally cayó. Sickles tuvo tiempo de pensar «rifle de caza» y musitar para sus adentros un axioma policial mientras rodaba por el suelo medio cegado por la sangre que le cubría los ojos: «Dos en el vientre y uno en la cabeza derriban a un hombre y lo matan instantáneamente». Disparó tres veces. Un disparo atravesó el vientre de Werschel, destrozándole el hígado y derribándolo hacia atrás; el segundo disparo le atravesó el corazón. Werschel ya estaba muerto antes de caer al asuelo, aunque se mente funcionó unos cuantos segundos más. El tercer disparo de Sickles atravesó el muro de la casa y entró en el comedor, atravesó una vitrina con varios platos de porcelana en su interior, perforó la pared del otro lado y salió al exterior tal como comprobaron más tarde los policías que investigaron el caso. La bala jamás se encontró.

Cuando Werschel abrió fuego con su rifle de caza, Perro rabioso ya había cruzado la calle y se había ocultado en una zanja cavada para sustituir las conducciones de desagüe. La zanja estaba llena de arcilla húmeda. Trepó por el otro lado, convertido en una bola de fango, sin comprender por qué razón todavía no le habían atrapado.

Le hubieran atrapado si el vehículo del norte, con Davey Johnson al volante, no se hubiera acercado a la manzana cuando el disparo del rifle retumbó en el barrio. Johnson abandonó el vehículo y corrió hacia el lugar de donde procedían los disparos. Su compañero York, a pie, se encontraba a media manzana cuando Perro rabioso cambió de dirección, no le vio y acabó corriendo detrás de Siekles y Sally Johnson y un poco por delante de Lucas, que había atravesado el patio de McGowan.

Cochrane y Blaney habían salido de la calleja con la idea de girar al norte en la dirección que había tomado Perro rabioso cuando empezó el tiroteo. El tiroteo tenía prioridad sobre cualquier otra cosa. Pensaron que Siekles y Sally Johnson habían acorralado a Perro rabioso y se había iniciado el tiroteo. Cuando un asesino dispara un rifle de caza…

Al igual que hiciera Davey Johnson, se apearon del vehículo y siguieron a pie.

Lucas acababa de saltar la valla pistola en mano, pidiendo a gritos que alguien solicitara una ambulancia y el envío de refuerzos, cuando Perro rabioso salió de la zanja, atravesó otro patio a oscuras, una calleja, otro patio y así sucesivamente. En cuarenta segundos llegó a su automóvil. Y en un minuto llegó a la Interestatal. No vio ningún faro a su espalda. Algo había ocurrido, pero ¿qué?

En el patio de los Werschel, Lucas taponaba con su camisa el enorme agujero del cuello de Sally Johnson, sabiendo que era inútil, mientras Siekles repetía sin cesar: «Oh, maldita sea, oh, maldita sea» y Cochrane saltaba la valla pistola en mano y gritaba «¿Qué ha pasado?, ¿qué ha pasado?», señalando el cuerpo de Werschel y preguntando: «¿Es él?».

Lois Werschel salió por la puerta lateral de la casa y llamó:

—¿Carl?

Blaney pidió refuerzos a los pocos minutos de iniciarse el tiroteo. La grabación de la radio, dada a conocer posteriormente a los medios de difusión, indicaba que seis minutos más tarde Lucas pidió a través de la radio de Aichrane que se detuviera a todos los Thunderbird último modelo de color oscuro en la zona sur de Minneapolis y se verificaran las señas de sus ocupantes.

La receptora del mensaje se sorprendió momentáneamente al oír que un policía había sido abatido y preguntó quién era y cómo estaba, luego avisó a las ambulancias y solicitó el envío de refuerzos a la zona. No volvió a repetir la petición de que se detuviera a todos los Thunderbird hasta pasados dos minutos, suponiendo que lo otro tenía prioridad. Para entonces, Perro rabioso ya estaba cruzando el centro de Minneapolis. Dos minutos más tarde ya se encontraba en la salida, y menos de un minuto después llegó a la calzada particular y esperó a que se abriera automáticamente la puerta de su garaje.

La asistencia sanitaria llegó a la casa de los Werschel antes de que Perro rabioso llegara a la suya, pero ya era demasiado tarde para Sally Johnson y Carl Werschel. Los enfermeros echaron un vistazo a Werschel y lo declararon muerto, pero a Sally aún le latía levemente el pulso, por lo que empezaron a administrarle suero salino y le taponaron la herida del cuello, aunque no podían hacer nada con la herida de la cabeza. La introdujeron en la ambulancia y allí perdió el pulso, le inyectaron un estimulante y se dirigieron al centro médico de Hannepin, pero sus pupilas estaban fijas y dilatadas; lo siguieron intentando por todos los medios disponibles hasta que comprendieron que había muerto.

Lucas intuyó que había muerto. Cuando la sacaron, permaneció de pie frente a la casa de los Werschel y contempló las luces intermitentes del vehículo hasta que las perdió de vista. Después regresó al patio vallado donde otros dos enfermeros estaban atendiendo a Lois Werschel y a Sickles, ambos a punto de sufrir un shock. Carl Werschel, como una ballena varada, yacía boca arriba en medio de un parterre de pardas caléndulas quemadas por la escarcha.

—¿Quién hizo chirriar los neumáticos? —preguntó Lucas en voz baja.

Blaney miró a Cochrane, Lucas captó su mirada, Cochrane abrió la boca para dar una explicación pero Lucas le dio un puñetazo directamente en la nariz. Cochrane se desplomó al suelo. La luz los iluminó y Lucas asió a Cochrane por la pechera de la camisa, medio lo levantó del suelo y le propinó otro puñetazo, esta vez en la boca, mientras York lo agarraba por detrás, tratando de apartarle.

—Maldito bastardo, has matado a Sally —gritó Lucas.

—Ya basta, ya basta —gritó York mientras Cochrane se cubría la cara con una mano y trataba de levantarse del suelo con la otra, estirando el cuello hacia Lucas al tiempo que le miraba con ojos aterrorizados.

Lucas forcejeó unos segundos con York, pero al final se sosegó, se distendió y York lo apartó. Al volverse, Lucas vio la cámara y los focos de la televisión iluminando la valla y enfocando al grupo del patio. Las figuras situadas detrás de los focos eran irreconocibles; Lucas se acercó a ellas con ánimo de derribar los focos, pero entonces Annie McGowan emergió de entre ellas y le preguntó:

—¿Lucas? ¿Lo habéis atrapado?

La luz diurna se filtraba a través de las ventanas del despacho cuando comenzó la reunión. El rostro de Daniel estaba tenso. El jefe no se había afeitado y no llevaba corbata. Lucas jamás le había visto en el despacho sin la corbata. Los dos subjefes parecían aturdidos y se agitaban nerviosos en sus asientos.

—… No comprendo por qué no detuvimos automáticamente a todos los Thunderbird en el instante en que empezó el jaleo —decía Daniel.

—Hubiéramos tenido que hacerlo, pero nadie decidió quién iba a llamar. Cuando empezó el tiroteo y Blaney solicitó refuerzos y ambulancias, lo perdimos —contestó el supervisor del equipo de vigilancia—, lucas transmitió en seguida, seis minutos…

—Maldita sea, seis minutos —exclamó Daniel, reclinándose en su asiento con los ojos cerrados. Hablaba con calma, pero le temblaba la voz—. Si alguien hubiera avisado en cuanto empezó el tiroteo, los coches se hubieran puesto en camino antes de que Blaney transmitiera la petición. Eso hubiera eliminado la confusión de la receptora del mensaje. Hubiéramos ganado ocho o nueve minutos. Si Lucas está en lo cierto y ese individuo aparcó cerca del acceso de la Interestatal, cuando empezamos a buscar su coche él ya estaba en el centro de la ciudad tomándose una copa.

Se produjo una prolongada pausa.

—¿Y qué hacemos con ese Werschel? —preguntó uno de los subjefes.

Daniel abrió un ojo y miró a un auxiliar del abogado municipal, sentado al fondo de la estancia con una cartera de documentos entre los pies.

—Aún no hemos estudiado el caso —dijo el abogado—, probablemente habrá una querella, pero nosotros estábamos en nuestro derecho cuando entramos en su patio persiguiendo al sospechoso. Técnicamente, los perros hubieran tenido que estar atados, por muy alta que fuera la valla. Y cuando Werschel salió y abrió fuego, Sickles obró en legítima defensa. Hizo lo que tenía que hacer.

—Por consiguiente, en eso no habrá ningún problema —dijo uno de los subjefes.

—Puede que un jurado le conceda a la esposa unos cuantos dólares de indemnización, pero yo no me preocuparía por eso —añadió el abogado.

—Nuestro problema —dijo Daniel con voz distinta— consiste en que ese asesino todavía anda suelto por ahí y nosotros parecemos unos payasos, matando a ciudadanos y matándonos unos a otros. Por no decir nada de la paliza que nos hemos pegado al final. Bueno, volvamos al trabajo —añadió tras una pausa—. Lucas; quiero hablar con usted.

—¿Qué más tenemos? —preguntó el jefe cuando se quedaron solos.

—Nada. Tuve… una corazonada con respecto a McGowan.

—Eso no es cierto, Lucas, usted se la ofreció en bandeja y lo sabe muy bien, y yo también lo sé. Que Dios me perdone, pero su pudiéramos volver a hacerlo, daría mi visto bueno. Hubiera tenido que dar resultado. Maldito hijo de puta. —Daniel descargó un puñetazo sobre el escritorio—. Le teníamos en la palma de la mano. Teníamos a ese hijo de puta.

—Yo lo estropeé —dijo Lucas con tristeza—. Oí el tiroteo y salté la valla. Werschel estaba tendido allí y supe que no era Perro rabioso, pues este iba enteramente vestido de negro. Pero Sally estaba en el suelo aún con vida y Sickles y los demás intentaban ayudarla. Yo debí seguir adelante. Debí saltar la valla posterior y seguir a Perro rabioso, dejando a Sally y a los demás. Lo pensé. Sentí el Impulso de seguir adelante, pero Sally se estaba muriendo y nadie hacía nada…

—Hizo lo que debía —dijo Daniel, interrumpiendo la letanía—. Un policía estaba malherido. Era humano que se detuviera.

—Lo estropeé —repitió Lucas—. Y ahora no tengo nada que me pueda ser útil en la investigación.

—Uñas —dijo Daniel.

—¿Cómo?

—Ya imagino a los medios de difusión, sacando las uñas. Nos van a crucificar.

—A estas alturas, todo eso me importa un bledo —dijo Lucas.

—Espere un par de días. Ya verá cómo le importa un bledo. —Daniel vaciló un instante—. ¿Dice que el Canal Ocho le filmó mientras agredía a Cochrane?

—Sí. Lo siento de veras. Es un novato. Perdí los estribos.

—Por lo que he oído, resultará un poco difícil retirar lo que dijo. Casi todos los policías que estaban allí piensan que hizo bien. Y Sally tenía varios años de experiencia. Si Cochrane se hubiera tomado las cosas con un poco más de calma, habría llegado al fondo de la calleja sin que Perro rabioso advirtiese que lo seguían. Lo hubieran acorralado por ambos lados y no hubiera podido saltar al maldito patio de los perros.

—De nada sirve saber que estuvimos a punto de conseguirlo —dijo Lucas.

—Vaya a dormir un poco y vuelva esta tarde —dijo Daniel—, para entonces, esto ya habrá empezado a surtir efecto y sabremos lo que nos preparan los medios de difusión. Y podremos decidir lo que vamos a hacer.

—Yo no puedo decirle lo que hay que hacer —dijo Lucas—. Estoy completamente vacío.