Capítulo 2
CUATRO AÑOS, SIETE MESES, QUINCE DÍAS Y CINCO HORAS antes de que se presente en casa de los Chase para comunicarles la increíble noticia, Melissa se encuentra sentada en el mullido antepecho de la ventana de su dormitorio, mirando y esperando a que doble la esquina la limusina blanca que lleva a Ronnie. En esa cálida noche de junio es todavía una recién graduada, es todavía una ingenua adolescente con el mismo rostro limpio e inocente que se ve en las chicas de los catálogos de los grandes almacenes que acompañan al periódico de los domingos. Naturalmente, Melissa no lo sabe aún, pero esa será la última noche que tenga esa cara. Por el momento está feliz, vestida con su traje de encaje color perla de Gunne Sax. Es un vestido antiguo que ha comprado por veintinueve dólares en el Rusty Zipper de Filadelfia, ya que, teniendo en cuenta lo ajustado que es el presupuesto de cincuenta dólares que han establecido sus severos padres, no ha podido encontrar nada decente en el centro comercial King of Prusia. Melissa está tan agradecida de que a ella y a su hermana les hayan permitido ir a la fiesta de graduación, que no se ha atrevido a decir una palabra de queja.
Al final del pasillo oye a Stacy preparándose. Un secador de pelo se enciende y se apaga intermitentemente. Un cepillo golpea la cómoda. El armarito de las medicinas se abre y se cierra.
Stacy ha optado por un vestido verde esmeralda procedente de la sección de rebajas de Filene que su madre ha puesto en la máquina de coser. Melissa la previno de que se equivocaba, pero Stacy no la escuchó y en este instante lo lamenta porque... Bueno, porque parece simplemente eso: un vestido sacado de la sección de rebajas que su madre ha arreglado con la máquina de coser.
—¡Missy! —grita Stacy con una voz tipo «uñas arañando una pizarra»—. ¡Por favor, ven a salvarme de esta pesadilla de vestido!
—Te ayudaré en un minuto —responde Melissa lanzando otra mirada al final de la calle, más allá de la blanca iglesia de madera de la esquina. La limusina no aparece por ninguna parte. Todo lo que ve es un grupo de chicas patinando cerca de la señal de «Stop». Han construido una rampa improvisada con unas planchas de madera y dos grandes piedras del muro de un vecino. Hasta el momento ninguna ha logrado saltar sin estrellarse en el suelo. «Yo hacía de canguro de esas chicas —piensa Melissa—, y ahora aquí estoy, a punto de ir a mi fiesta de graduación.» Por primera vez en su vida se siente mayor y libre —o al menos casi— de la cárcel que son para ella las normas paternas. Buena parte de esos sentimientos tienen que ver con Ronnie y los planes que han hecho para sus vidas después de la graduación.
—¡Missy! ¡Ronnie y Chaz llegarán en cualquier momento y yo estoy que parezco una sirena!
Melissa no puede evitar reírse.
—Estoy segura de que Chaz te querrá igual como sirena. Será como esa película que siempre dan en la TBS, esa de Darryl no sé qué y Tom Hanks.
—¡Muy graciosa! —responde Stacy abriendo la puerta del cuarto de baño y blandiendo el cepillo del pelo ante ella como si fuera una pequeña espada—. Lo digo en serio. Necesito tu ayuda.
—No me dirás que no te avisé.
—De acuerdo. Me avisaste. Lo reconozco. A partir de ahora te declaro oficialmente la Diosa de la Sabiduría de los Vestidos de Gala. ¿Puedes bajar ya de tu trono y decirme qué debo hacer?
Stacy se apoya la mano en la cadera, una cadera que Melissa no puede evitar pensar que parece tener el doble de su tamaño habitual por culpa del vestido, que le cae igual que las fundas que su madre hizo en el sótano de la iglesia para unas sillas que iban a donar: estrecho en los sitios donde no debe y ancho en todos los demás. Además, el color hace daño con solo mirarlo.
—¿No tiene un reostato en alguna parte para apagarlo un poco? —pregunta Melissa cubriéndose los ojos con la mano.
Su hermana suelta un bufido.
—Ríete todo lo que quieras, pero con ese modelito del siglo pasado tú tampoco pareces recién salida de las páginas de Seventeen.
—Es un modelito de hace veinte años.
—Lo que sea. Bueno, ¿vas a ayudarme o no?
Melissa sabe que debería dejar de tomar el pelo a Stacy, pero es demasiado divertido. Va a su cómoda y abre el cajón de arriba. Enterradas bajo sus calcetines, su ropa interior y lo que ella considera su diario-señuelo hay unas gafas. Las saca y se las entrega a su hermana.
—No te entiendo —comenta Stacy.
—Di a Chaz que se las ponga para protegerse de los rayos ultravioleta mientras estéis bailando.
—¡Que te jodan! —chilla Stacy arrojándole el cepillo y las gafas, que pasan rozando el rostro de Melissa antes de caer al suelo de madera y deslizarse bajo la cama.
—¡Niñas! —truena su padre desde el piso de abajo con su vozarrón de sermón de los domingos.
Melissa y Stacy saben lo que llega a continuación y dicen las palabras en silencio al mismo tiempo que él.
«Ya sabéis lo que pienso acerca de blasfemar.»
—Stacy, dile que lo sientes antes de que cambie de opinión sobre dejarnos salir.
Su hermana se mira en todo su esplendor de volantes verdes.
—Teniendo en cuenta mi situación, casi me haría un favor.
—¡Venga ya, Stace! No voy a permitir que me estropees esta noche. Dile que lo sientes.
—Si lo hago, ¿dejarás de burlarte de mi vestido?
—Trato hecho.
—¡Lo siento, papá! —dice Stacy por el hueco de la escalera. Luego, plantea a su hermana la misma pregunta que lleva semanas haciéndole—: ¿Debería recogerme el pelo o llevarlo suelto?
Melissa lanza una mirada de refilón por la ventana hacia la señal de «Stop» de la esquina, cerca de la iglesia. Una de las patinadoras —Wendy Dugas se llama— intenta un salto y resbala. La limusina sigue sin aparecer, así que vuelve su atención hacia el espejo que es su hermana. Melissa solía disfrutar con todo lo que tuviera que ver con tener una hermana gemela, desde los vestidos a juego que su madre les compraba mientras crecían hasta las preguntas que la gente les hacía inevitablemente: «¿Nunca habéis tenido una experiencia paranormal?» «¿Nunca os habéis suplantado la una a la otra?» «¿Cómo os distinguían vuestros padres de pequeñas?» Solo por saber que había una copia de sí misma por el mundo, Melissa se sentía especial. Sin embargo, ese sentimiento ha cambiado, y cuando mira a Stacy se concentra más en las diferencias que en las similitudes. Para empezar, está el modo en que la boca de su hermana adopta siempre un mohín de niña malcriada, cómo su rostro parece elástico y estirado cuando ríe. Luego, está la risa en sí, que es mucho más áspera y ruidosa que la suya. Ronnie ha sido el primero en señalarle las pequeñas diferencias mientras le hacía una lista de las razones por las que se había sentido atraído por ella y no por Stacy. También fue el primero que la vio como un ser independiente de su hermana gemela, motivo por el cual lo quiere todavía más.
—La Tierra llamando a Missy —está diciendo Stacy—. Hola, ¿estás ahí?
—Aquí estoy.
—Bueno, pues ¿qué opinas de mi pelo?
—¿De tu pelo? Pensaba que era el vestido lo que necesitaba un arreglo.
—Es el vestido, pero estoy intentando concentrarme en cosas que pueda solucionar en los próximos cinco minutos. ¿Qué me dices? ¿Suelto o recogido? —Stacy hace una demostración, como si fuera la primera, sujetándose el cabello sobre la nuca y después dejándoselo caer sobre los hombros.
—Suelto —le contesta Melissa porque ella lo lleva recogido y desea diferenciarse de su hermana, especialmente esa noche.
Stacy se dispone a hacerle otra pregunta, pero sus ojos se desvían hacia la ventana.
—¡Oh, Dios mío! ¡Ya están aquí!
Melissa se da la vuelta y ve la blanca limusina pasar ante el césped de la esquina del jardín y enfilar por el camino de acceso. Los últimos rayos del sol poniente brillan en su alargado capó; sus cristales son negros, como en las películas. Cruzan la habitación y ven que el vehículo se detiene tras el Geo dorado de sus padres. Se abre una puerta, y Chaz se apea. A la edad de diecisiete años ya muestra el principio de una tripa cervecera. Su piel es del color del jamón hervido, y lleva el pelo tan corto que resulta imposible determinar su color exacto. Chaz ingresará en las Fuerzas Aéreas una semana después de la graduación, pero en este momento, de pie en el camino de acceso y vestido con su esmoquin alquilado, a Melissa no le cuesta ningún trabajo imaginárselo de uniforme. Chaz y Ronnie son amigos porque están juntos en los equipos de fútbol, baloncesto, lucha y atletismo. Sin embargo, Melissa tiene que recordárselo constantemente para tranquilizarse, no se parecen en nada. Chaz está siempre toqueteando a su hermana en las taquillas del colegio, algo realmente peligroso si sus padres llegaran a enterarse; y en las clases de álgebra tiene la costumbre de escribir a Melissa notas obscenas en las páginas de su libro, algo del todo inconveniente si Stacy llegara a enterarse. Lo peor de todo son las patéticas bromas del estilo «la hija del pastor» que hace cuando están juntos los cuatro.
«Es la hija del pastor, pero yo no la pondría a pastar.»
«Es la hija del pastor, pero sabe cardar la lana.»
Melissa siempre está tentada de contestarle: «Tú no eres hijo de un pastor, pero desde luego eres gilipollas».
—¿Dónde está Ronnie? —pregunta Stacy porque Chaz lleva en el camino de pie más de un minuto, ajustándose la entrepierna del pantalón.
Otra cosa que Melissa odia de Chaz es que siempre se está ajustando la entrepierna.
A Melissa empieza a preocuparle que algo haya salido mal, que quizá Ronnie haya cambiado de opinión sobre lo de esa noche; pero justo en ese instante el techo de la limusina se abre y el metro ochenta y los anchos hombros de Ronnie surgen del coche igual que un hermoso girasol rubio. Mira hacia la ventana del dormitorio, y cuando sus ojos se encuentran con los de Melissa levanta su cámara y toma una fotografía. A continuación sonríe y extiende los brazos teatralmente.
—Julieta, Julieta. ¿Dónde estás, mi Julieta?
Melissa abre la ventana completamente.
—¡Mira que eres burro! Te estás confundiendo. Esa parte del «¿dónde estás?» se supone que la tiene que decir Julieta.
—¡Vaya! —exclama Ronnie—. Entonces, ¿qué dice Romeo?
—No lo sé. Qué te parece: «Suelta tus cabellos, Rapunzel». En cualquier caso, esa historia me gusta más.
—¿Y qué tal si vosotras dos bajáis vuestros traseros hasta aquí? —interviene Chaz.
Stacy se lleva un dedo a los labios para que se calle; acto seguido señala la puerta de entrada indicándole que debe cerrar la boca no sea que sus padres lo oigan.
—Lo siento —contesta Chaz haciendo la señal de la cruz—. Bueno, ¿bajáis o qué?
—No hasta que llames al timbre y causes a nuestro papá y nuestra mamá la impresión de que eres un caballero —le contesta Stacy.
Chaz se rasca la entrepierna.
—Siempre hay una primera vez para todo.
En esas, Ronnie desaparece por la abertura del techo y reaparece por la puerta llevando la cámara en una mano y en la otra una caja de plástico transparente con el rojo ramillete de Melissa. Mientras los muchachos se dirigen hacia la casa, Stacy se pone a cuatro patas y mira debajo de la cama buscando su cepillo para el pelo. Entretanto, Melissa no aparta los ojos de Ronnie. Apenas puede creer que haya encontrado a alguien como él entre todos los payasos del colegio que son iguales a Chaz. Todo en él le gusta. Todo. El sudoroso olor de su piel tras los entrenamientos. Su culo, tan redondo y pellizcable bajo el ceñido pantalón del fútbol. Sus brillantes y azules ojos. Sus musculosos hombros. Su ligero prognatismo. Su rápida y animada forma de pasar de un tema a otro cuando hablan. Melissa lo adora porque no teme comportarse torpemente, como acaba de hacer con el discurso de Romeo. Le encanta el modo en que se hace la raya en el rubio cabello, no en medio, sino ligeramente a un lado, de forma que le cuelgan siempre sobre la frente unos cuantos mechones, que él suele intentar apartar sin éxito. Melissa incluso adora su costumbre de pasarse la lengua por los labios cuando habla porque hace que desee besarlo siempre que lo tiene a la vista. Y lo cierto es que lo está haciendo en ese instante: echándose el pelo hacia atrás y pasándose la lengua por los labios mientras caminan hacia la puerta principal de los Moody.
Oportunamente, los pensamientos de Melissa se centran en todas las veces en que se han escabullido después del colegio en el cuarto oscuro de la clase de fotografía. Dado que Ronnie es el fotógrafo del anuario, también es el único estudiante que dispone de la llave. Él siempre tiende una manta en el suelo, y allí se quedan durante horas, apretando sus cuerpos el uno contra el otro bajo la débil luz roja del cuarto, mientras el olor de los productos químicos la pone por las nubes. «¿Cuántas veces nos habremos obligado a no ir hasta el final —se pregunta Melissa—. Demasiadas para llevar la cuenta.» Pero está contenta de que hayan esperado porque hará que lo de esa noche sea más especial.
Cuando el timbre suena en el piso de abajo es como si alguien fuera por detrás y le metiera la cabeza en uno de aquellos tanques de revelado del cuarto oscuro, porque se siente sumergida en una especie de nerviosismo tóxico. Se lleva la mano al estómago, que empieza a darle vueltas, y camina hasta la blanca mesilla de noche para tomar un sorbo de agua. Cierra los ojos con fuerza en un intento de apartar de su mente todos esos momentos con Ronnie y lo que han planeado para esa noche, al menos hasta que hayan pasado los próximos minutos con sus padres. Melissa se alisa el vestido y mira una vez más por la ventana. Las patinadoras han arrastrado su improvisada rampa a un lado de la calle y la han dejado allí hasta el día siguiente, cuando volverán a intentarlo. Pero Melissa no tiene pensado quedarse a ver si lo consiguen.
—¡Chicas! —llama su madre en un tono de tan forzada alegría que suena igual que una madre de los años cincuenta en un programa de Nick at Night.
—Vamos —le dice Stacy desde el espejo del tocador, donde se está cepillando el cabello.
—Tengo que hacer pipí —le contesta Melissa—. Ve pasando. Bajaré en un segundo.
Cuando su hermana se ha marchado, Melissa abre la cremallera del enorme bolso que va a llevar con ella, a pesar de las burlas de Stacy sobre su tamaño, y hace un último repaso del contenido: unos pantalones caqui doblados, una camiseta blanca, unas chancletas, una muda, un cepillo de dientes. Envuelto por todo ello hay una bombilla roja de cuarenta vatios que ha comprado hace unos días en CVS a modo de pequeña sorpresa para Ronnie. Si consigue pasar la noche sin romperla, su idea es enroscarla en la lámpara de la mesilla del hotel donde se quedarán. Un gracioso recordatorio de todas las horas vividas en el cuarto oscuro. Hay más cosas que le gustaría llevar, pero eso es todo lo que ha podido meter, y no quiere que sus padres o Stacy sospechen nada. Además, ella y Ronnie planean estar fuera solo unos días. A pesar de que la aventura le costará no salir en todo el verano y que la castiguen muy severamente, Melissa se dice que valdrá la pena. Desea que su primera vez sea especial. A diferencia de las frescas de su clase que se lo han montado en sus cuartos a la salida del colegio, mientras sus padres estaban fuera trabajando, Melissa quiere poder recordar siempre esa noche.
Antes de marcharse, abre el cajón superior de la cómoda y quita el cerrojo de su diario para leer una vez más lo que ha escrito hace unas horas. En la perfecta caligrafía de adolescente que ha utilizado solo para ese libro pone:
¡Estoy tan emocionada por esta noche de graduación! Jesús me ha bendecido con el padre y la madre más maravillosos, y les estoy agradecida por brindarme esta oportunidad tan especial. También cuento con la bendición de haber encontrado a un buen muchacho cristiano como Ronnie, que comparte mis mismas creencias sobre el Señor.
Melissa es consciente de que está mintiendo más de lo normal, pero no quiere correr ningún riesgo. Y por alguna supersticiosa razón besa la página antes de cerrar el libro con llave y enterrarlo bajo sus calcetines y su ropa interior. Al salir del dormitorio y encaminarse al rellano de la escalera, se detiene y mira hacia abajo. Ronnie, Chaz y Stacy se hallan en el otro lado del salón, de modo que no puede verlos desde donde se encuentra. Únicamente están a la vista la luna llena que es la calva de su padre y la mancha amarilla de los cabellos maternos. Hay algo en sus pálidos y tersos rostros y su pulcra forma de vestir que intriga a Melissa desde hace poco. Desearía que en sus caras y en sus ropas hubiera alguna arruga más, como pasa con los padres normales. Su madre está callada, como siempre hace cuando se halla junto a su padre. La profunda voz de este suena con gravedad mientras sermonea sobre las normas de la noche y agita la calderilla en su bolsillo, pescando las monedas y cribándolas entre los dedos.
Al principio, le cuesta entender las palabras. Oye que dice las obviedades de costumbre: «Nada de alcohol... En casa antes de medianoche...». Luego, otra cosa y otra y otra y el tema cambia: «¿Crees que podrás batir su récord de lanzamiento?».
—Eso pretendo, señor —dice Chaz en respuesta y siguiendo las normas de cortesía mejor de lo que Melissa habría esperado.
—Chaz ha sido el único en la historia del Instituto Radnor que ha lanzado más allá de los diecinueve metros —declara Stacy.
Melissa sabe que Ronnie debe de estar mortalmente aburrido por esa charla, ya que los dos ya han padecido la diarrea verbal de Stacy y Chaz acerca de esa tontería de récord de lanzamiento. Cuando Melissa baja por la escalera para rescatarlo, Ronnie tiene un aspecto tan apuesto, vestido con su esmoquin y de pie al lado de la chimenea, que la invade un nuevo tipo de dolor. Es como si alguien le hubiera bombeado demasiada sangre en su organismo y se le estuviera escapando por los poros y disolviéndose en el aire, haciendo que a su alrededor todo resplandeciera de rojo, igual que en el cuarto oscuro.
—Estás guapísima, cariño —le dice su madre alzando una cámara de usar y tirar para hacerle una foto.
—Simplemente radiante —añade su padre en el tono falsamente jovial que utiliza cuando tiene compañía o en la zona de recepción de la iglesia.
Melissa mira el arma que es su delgado cinturón marrón y después aparta la vista hacia Ronnie para que su estómago deje de dar vueltas.
—Bueno, ¿qué te parece? —le pregunta mirándose el vestido—. ¿Te gusta?
Ronnie se pasa la lengua por los labios y sonríe.
—¿Que si me gusta? ¡Me encanta! Estás estupenda.
A pesar de que intenta que no sea así, lo único en lo que Melissa es capaz de pensar es en besarlo, en apretar su cuerpo contra el de él, en notarlo cada vez más duro a medida que él presiona, presiona y presiona sobre ella... hasta que, por primera vez, esa noche presione dentro de ella.
—¿Por qué no le pones el ramillete a Missy antes de que hagamos la foto de los dos juntos al lado de la chimenea? —propone su madre.
Ronnie se le acerca llevando con él una ola de calor corporal. Sus gruesos dedos sacan las rosas de la caja de plástico, y ella extiende la muñeca ante su desbocado corazón. Cuando él le desliza la cinta de encaje por la mano, Melissa oye el sonido que hace su padre manoseando las monedas y haciéndolas pasar entre sus dedos. A pesar de que no puede verla entre la calderilla, ella sabe que guarda allí la llave de recambio de su diario —la que echó en falta hace meses—. También sabe que su padre lo abrirá y que leerá las últimas anotaciones tan pronto como hayan salido de casa esa noche. Pero antes de que empiece a sospechar que todo lo que hay allí escrito son mentiras, Melissa estará a kilómetros de distancia de Radnor, camino de algún lugar secreto donde él no podrá encontrarla hasta que ella esté preparada para volver a casa.
Cuando Ronnie termina de ceñirle en la muñeca el ramillete de rosas le da un leve apretón en la mano y le pregunta:
—¿Estás lista?
—Completamente lista —contesta—. Más lista de lo que nunca lo estaré.