Capítulo 13
CUANDO CHARLENE SE DA CUENTA DE QUE HA OLVIDADO llamar a Información, ya ha salido del aparcamiento de la biblioteca y se ha incorporado al tráfico. Extiende la mano hasta el asiento del pasajero y coge el móvil; pero, dado que marcar y conducir a la vez le resulta imposible, pone los intermitentes de emergencia y se detiene bruscamente a un lado de la carretera. El conductor que la sigue a bordo de un Lexus que casualmente es del mismo modelo y color hace sonar furiosamente la bocina, la esquiva y la adelanta salpicándole el parabrisas con hielo y barro. Durante unos instantes, la habitual ira de Charlene se apodera de ella. Siente la necesidad de pisar a fondo el pedal del acelerador, perseguir al conductor y darle su merecido y, ya de paso, puede que incluso romperle las ventanillas con la palanca que lleva en el maletero. Pero entonces ocurre algo inesperado: Charlene se acuerda del pecho de Pilia, inexistente bajo el plumón azul cielo, y esa imagen basta para que su furia se desvanezca.
Suspira, marca el 411 y solicita la dirección de Melissa Moody en Radnor, Pensilvania. Por lo visto, únicamente aparecen registrados con ese apellido unos tales Joseph y Margaret de Church Street. Charlene recuerda haber visto los nombres de los padres de Melissa en alguno de los documentos legales relacionados con la demanda contra la compañía de limusinas. También recuerda que el padre de Melissa es ministro de la Iglesia luterana, así que la dirección encaja. Desde donde se encuentra lo único que tiene que hacer es tomar unos cuantos desvíos a la izquierda, torcer después a la derecha por Runnymede y a continuación a la izquierda de nuevo hasta llegar a Church Street, por donde conduce lentamente entrecerrando los ojos para intentar ver la numeración de las casas.
Cuando localiza la pequeña vivienda de madera, con las ventanas de sus dos dormitorios sobresaliendo del tejado y el alto seto que se levanta al final del nevado jardín, mete el coche en el camino de acceso y apaga el motor. El baqueteado Corolla de Melissa no aparece por ninguna parte, pero Charlene se dice que podría estar aparcado en el garaje. O quizá la chica ya no vive allí. Dado que no hay más que un modo de averiguarlo, sale del coche y se dirige hacia la puerta por el camino despejado de nieve. Justo en el mismo instante en que llama al timbre con el pulgar y de dentro de la casa le llega un campanilleo en staccato, el móvil empieza a sonar en el bolsillo del abrigo. Debe de ser Philip que contesta a su llamada, ya que nadie utiliza esa línea para ponerse en contacto con ella. La puerta se abre justo cuando se dispone a contestar.
Un hombre calvo, vestido con un cárdigan de color burdeos y un pantalón de pana impecablemente planchado, se asoma y la mira. Su tez es pálida, tiene una nariz delicada y unos labios generosos —rasgos que en su momento hacían atractiva a Melissa pero que a él le dan una apariencia un tanto siniestra—. A juzgar por el parecido, Charlene deduce que debe de tratarse del padre de la joven.
—Hola —saluda.
El móvil suelta otro timbrazo, y Charlene, para no ser descortés, pulsa apresuradamente algunos botones con la esperanza de desviar la llamada al buzón. Sea lo que sea lo que hace, al final da resultado porque el sonido cesa.
—Lo siento —se disculpa—. Ya sabe cómo son los móviles. Siempre suenan en el momento más inoportuno.
El muestra una sonrisa plácida y artificial.
—La verdad es que yo no tengo, así que no sabría decirle.
Por la forma en que su árida voz termina las palabras, Charlene detecta un leve acento sureño, e intenta imaginarlo ante el altar pronunciando su sermón; sin embargo, la única imagen que le viene a la mente es la de este hombre registrándose en un motel barato con una prostituta, igual que Jimmy Swaggart y todos esos hipócritas a los que no puede soportar.
—Yo tampoco —le dice intentando centrar la conversación—. Quiero decir que tengo móvil, pero que no sé cómo funciona porque únicamente lo uso para emergencias.
El hombre tarda unos segundos en comprender lo que ella acaba de decir.
—¿Me está diciendo que esa llamada era una emergencia?
—No. —Charlene se interrumpe. Se sorprende de cómo ha conseguido empezar tan mal la conversación, pero hace lo que puede para zanjar al asunto—: No era ninguna emergencia; supongo que era mi hijo quien llamaba. Está perfectamente, o casi. Lo que quiero decir es que ya lo llamaré más tarde.
El padre de Melissa también parece haber tenido suficiente de esa conversación sobre móviles porque pregunta:
—Dígame, ¿qué puedo hacer por usted?
—Me preguntaba si Melissa estaría en casa. —Entonces cae en la cuenta de que aún no se ha presentado—. Disculpe —añade tendiéndole la mano—, soy Charlene Chase, la madre de Ronnie Chase. Mi hijo era el novio de...
—Sé quién es usted —la interrumpe él mientras la sonrisa se le borra de la cara.
Charlene sigue tendiéndole la mano a pesar de que él no hace ademán de estrechársela. Al final renuncia y vuelve a meterla en el bolsillo del abrigo, donde juguetea nerviosamente con el teléfono.
—Supongo que es usted el señor Moody o mejor dicho, el reverendo Moody.
—Joseph —es todo lo que él contesta.
Si lo que pretende es que se sienta incómoda, lo está consiguiendo. Charlene se dispone a preguntar por Melissa cuando oye pasos en el interior de la casa. Unos segundos después, una mujer con la misma tez pálida y tersa aparece en la puerta. «La madre de Melissa», se dice Charlene. Lleva un delantal de flores y tiene la misma constitución delgada y el mismo cabello rubio y corto de las amas de casa que aparecen en los anuncios de limpiasuelos. Charlene se la imagina fácilmente fregando mientras su marido se mete en la cama con cualquier prostituta.
—¿Quién es? —pregunta a Joseph mientras mira a Charlene.
—La mujer de Richard Chase.
—La ex mujer de Richard Chase —puntualiza Charlene, que se sorprende de que él la haya relacionado antes con Richard que con Ronnie—. Disculpe, pero ¿me he perdido algo?
—No se ha perdido nada —le contesta Joseph.
Charlene se aclara la garganta y pregunta:
—Bien pues, ¿está Melissa en casa?
—Melissa ya no vive aquí. Usted debería saberlo mejor que nadie.
—¿Mejor que nadie? —repite Charlene.
Y entonces, para su sorpresa, Joseph le dice «adiós» y empieza a cerrar la puerta. Margaret interviene en el último momento.
—Espera, Joseph.
La mujer abre la puerta, respira hondo y pregunta a Charlene para qué quiere ver a Melissa después de tanto tiempo.
Charlene no sabe por dónde empezar, así que comienza diciendo:
—Su hija se presentó en mi casa anoche. —Suspira—. Para ser sincera, no la traté con demasiada amabilidad y... Bueno, el caso es que poco después ocurrió algo que me hizo comprender que me había equivocado. Por eso quiero hablar con ella. Me gustaría oír su versión de la historia del bebé...
—¿Bebé? —pregunta el matrimonio superponiendo sus voces y haciendo que suene como «bebebé».
—Sí, del bebé que espera —aclara Charlene.
Después de eso, nadie dice nada más; los tres se quedan allí, de pie. Los padres de Melissa con las manos en la puerta, y Charlene manoseando los botones de su móvil dentro del bolsillo. Es evidente que ninguno de ellos ha hablado con Melissa desde hace bastante tiempo y, dado que no desea ser la que tenga que informarles de las últimas novedades en la vida de su hija, les dice:
—No quiero causar problemas, así que si son tan amables de decirme dónde vive me iré enseguida.
—¿Melissa está bien? —pregunta su madre—. Dígame solo eso. ¿Está bien?
Charlene se encoge de hombros.
—La verdad es que no lo sé.
—Pues no lo entiendo —contesta Margaret tropezando con las palabras mientras decide qué preguntar a continuación—. A ver... ¿De quién es ese niño? ¿Y por qué ha ido a verla a usted?
—Eso tampoco lo sé. —Es la respuesta más sincera que Charlene puede ofrecer sin entrar en los detalles que Missy les dio la noche anterior.
—Bien. Creo que ya he oído bastante —interviene Joseph intentando cerrar la puerta.
Margaret se lo impide nuevamente, con más energía que antes.
—Pero yo no. —No grita, pero su tono es firme y tajante. Le coge la mano y repite—:Yo no he escuchado bastante, Joe. Sigue siendo nuestra hija y quiero saber lo que haya que saber de ella.
Charlene tiene la impresión de que si no fuera por su presencia, el hombre estallaría en un arranque de furia e incluso golpearía a su mujer; pero, tal como están las cosas, simplemente se queda mirándola con la mandíbula apretada hasta que al final ella le suelta la mano.
—Bien. Haz lo que te dé la gana —le dice dando media vuelta.
Cuando desaparece en el interior, Margaret mira a Charlene y le pregunta si le gustaría pasar. Al fondo, Charlene ve que Joseph sube la escalera hacia al piso de arriba. No puede evitar tener la sensación de que realmente se ha perdido algo y por ese motivo acepta la invitación. Hay algo en la vivienda —quizá su reducido tamaño o lo ordenado que está todo— que le recuerda una casa de muñecas. Los suelos se ven perfectamente encerados, y casi todas las superficies, desde los respaldos de las sillas hasta las superficies de las mesas, están cubiertas con tapetes. Pero lo que encuentra más extraño es el absoluto silencio. Incluso cuando su casa está silenciosa siempre queda el ruido del viejo reloj de pared haciendo tictac en la sala o el zumbido de la nevera. Incluso en la quietud de la biblioteca, esa misma tarde, se oía el ruido del teclear y el rumor de las conversaciones en voz baja. Pero allí el silencio es tan absoluto que cualquier inhalación, cualquier espiración, incluso los pasos que da mientras sigue a Margaret hacia la salita de color verde pálido parecen amplificarse.
—¿Puedo guardarle el abrigo? —pregunta Margaret en un tono tan educado que consigue enviar el mensaje de que la visita empieza desde cero y en términos más cordiales.
Charlene no piensa quedarse mucho rato, de manera que le dice «No, gracias». Sin embargo, cuando Margaret le ofrece tomar algo, se siente tan atiborrada por el pan que ha comido antes de entrar en la biblioteca que acepta.
—¿Qué le apetecería? Le puedo ofrecer agua, zumo de frutas o leche.
Charlene piensa que cualquiera de esas alternativas estaría bien si fuera de primera calidad, pero tiene la impresión de que también le van a ofrecer galletas para perros.
—¿Tiene una Diet-Coke?
Margaret apoya las manos en el delantal de flores.
—Lo siento, pero en esta casa no tenemos bebidas gaseosas.
Prácticamente el único tipo de bebida que Charlene tiene en su casa.
—Agua me va bien, gracias.
Cuando Margaret desaparece en la cocina, lo primero que Charlene hace es volverse y mirar el hogar de piedra blanca que recuerda haber visto de fondo en alguna de las fotos pegadas en el salpicadero del coche de Melissa. Se acerca a la repisa de la chimenea y observa las fotografías enmarcadas, todas de Melissa con un vestido de novia. Se la ve sonriente y feliz. Es más, no tiene ninguna cicatriz en el rostro. Charlene coge una de las fotos y la examina más de cerca, intentando averiguar cuándo pudieron tomarla y quién es el muchacho pelirrojo que aparece a su lado.
—Esa es nuestra otra hija, Stacy —comenta Margaret cuando entra en la estancia con dos altos y finos vasos de agua en una bandeja y la deja en la mesa auxiliar, adornada con su tapete, al lado del sofá, que también tiene uno en el respaldo.
Charlene ha estado tan ocupada pensando en Melissa que se había olvidado de que la joven tenía una hermana gemela. Entonces a su mente acude el recuerdo de Stacy, de pie en el jardín de su casa, vestida con aquel llamativo vestido verde de graduación, con Chaz; y sus pensamientos avanzan a toda velocidad, igual que los artículos de los periódicos en la pantalla de la máquina de microfichas, y se detienen en el día en que Chaz fue a visitarlos, de permiso de las Fuerzas Aéreas, al año de la muerte de Ronnie. Por aquella época, Philip y Richard ya se habían marchado, de modo que estaba sola en casa. Charlene todavía recuerda que oyó que fuera se cerraba la puerta de un coche, que se asomó a la ventana del dormitorio y que vio cómo se acercaba por el camino vestido con su uniforme azul marino y papado al cero. Recuerda el temor que sintió ante esa inesperada visita. No obstante, al cabo de un rato de charla, sentados a la mesa de la cocina, esa sensación se evaporó y acabó agradeciendo su presencia. Por último, recuerda que Chaz le contó por qué Ronnie y él habían decidido salir con las chicas Moody. Charlene nunca ha divulgado ese secreto, aunque estuvo a punto dé hacerlo la noche anterior, cuando estaba con Philip en la puerta de entrada.
«—Pero tú no lo sabes todo.
»—¿Qué no sé?
»—Ya te lo he dicho: todo.»—Stacy se casó la primavera pasada —cuenta Margaret—. En Rutgers conoció a un chico magnífico. Aún siguen viviendo en New Jersey.
—Me alegro por ella —contesta Charlene dándose cuenta del tiempo que hace que no sostiene una de esas conversaciones de madre a madre—. ¿A qué se dedica?
—Stacy es analista de sistemas en una compañía de seguros. Ted, su marido, es controlador en una compañía del ramo de la tecnología.
En cierta época de su vida, Charlene solía leer la sección de bodas del periódico local cada semana sin falta. Entonces tenía la impresión de que todos los que aparecían en la columna tenían un empleo con un nombre parecido, aunque ella no tuviera la más remota idea de en qué consistían esos trabajos.
—¿Y eso qué es exactamente? —le pregunta a Margaret suponiendo que ella seguirá con la charla un rato más antes de pasar a Melissa—. Me refiero, ¿qué hace un controlador o un analista de sistemas cuando llega al trabajo por las mañanas y se sienta a su mesa?
—Bueno, yo... —Margaret se detiene—. Nunca lo había pensado. Supongo que Stacy analizará sistemas de algún tipo. En cuanto a Ted... Supongo que debe controlar... cosas.
—Ya entiendo —contesta Charlene, que en realidad no entiende nada. Devuelve la foto a la repisa y renuncia a proseguir su charla intrascendente.
Margaret le ofrece asiento en el deformado sofá, y ambas se instalan lo más cómodamente que pueden a pesar de lo duros y delgados que son los cojines. Charlene coge su vaso de agua de la bandeja; mientras toma un sorbo, Margaret le pregunta:
—Usted tiene otro hijo, ¿no es así?
Charlene piensa en Philip en la cama plegable del salón, leyendo esa biografía mientras la televisión suena atronadoramente al fondo.
—Sí. Es mi hijo Philip. No tiene trabajo. —Se echa a reír—. Supongo que ese sí es un tipo de empleo que se explica fácilmente. No controla ni analiza nada de nada durante todo el día, porque el mando a distancia no cuenta, claro.
Margaret sonríe prudentemente.
—Era una broma —le dice Charlene—. O pretendía serlo.
—¡Ah! —exclama Margaret, y ríe con escasa convicción.
Se hace un incómodo silencio. Charlene se da cuenta de que Margaret quiere volver al asunto de Melissa, pero ella sigue pensando en Philip y en su poesía. Nunca se ha mostrado especialmente entusiasmada con esa afición, lo cual es lo contrario de lo que podría esperarse de una bibliotecaria; pero la razón es que ha conocido a demasiados poetas a causa del Mes de la Poesía Nacional que convocaba todos los meses de abril. En su mayoría tenían el mismo aspecto aturdido y parecían llenos de tristeza y remordimientos. Francamente, no deseaba ese tipo de vida para Philip. Quería para él algo que le aportara cierta seguridad, cosa que a la juventud no parece importarle mucho, aunque ella sabe demasiado bien lo importante que puede resultar después. Sin embargo, en esos instantes se pregunta si desanimarlo no habrá sido un error, dado el giro que su vida ha dado. Además, ¿quién puede asegurar que esos poetas son menos felices que los miles de analistas de sistemas y controladores que pueblan el mundo?
En el piso de arriba se oyen los pasos de Joseph. Charlene alza la vista hacia el techo y, justo en ese momento, nota que algo vibra en su bolsillo. El estremecimiento la sorprende hasta que piensa que debe de haber conectado el vibrador del móvil mientras manoseaba los botones.
—¿Ocurre algo? —pregunta Margaret.
—No —contesta Charlene conectando de nuevo el buzón de voz. Le sorprende que Philip le haya devuelto la llamada, no una sino dos veces. A pesar de todo, no quiere mostrarse grosera y contestar al teléfono, como esas madres que siempre están parloteando en la cola de Genuardi’s.
—Bueno, ¿podría decirme qué es lo que sabe de Melissa? —pregunta Margaret en voz baja.
Charlene toma otro sorbo de agua.
—¿Cuánto tiempo hace que no la ha visto?
—Años. Y no será porque no lo haya intentado. Ahora ya no, pero cuando se marchó no dejaba de hacerlo. Le mandaba postales y regalos, pero ella no respondía. Melissa cortó toda relación después de lo que ocurrió con... Bueno, después de lo sucedido ese verano.
—Lo siento —dice Charlene con sinceridad, ya que sabe perfectamente qué significa estar alejada de los hijos.
—¿Sigue teniendo el mismo aspecto?
—Si se refiere a si sigue teniendo cicatrices, lamento decirle que sí.
Margaret clava la vista en la alfombra, donde sus pies, metidos en unos finos zapatos negros sin tacón, están muy juntos. Parece que va a ponerse a llorar.
—Missy era una chica tan guapa... Yo sabía que esas cicatrices la atormentaban, y habría hecho cualquier cosa para que tuviera mejor aspecto. Joseph y yo conseguimos dinero por la demanda. Hace años que lo tenemos, pero ella lo rechazó mucho tiempo atrás.
—¿Ha conseguido dinero? —pregunta Charlene.
—Sí. Llegamos a un acuerdo fuera de los tribunales. ¿Ustedes no?
—No. Mis abogados intentaron convencerme, pero yo no estoy dispuesta a pactar nada.
—Bueno, nosotros solo queríamos olvidarnos de todo ese feo asunto —dice Margaret sin apartar la vista del suelo.
Para Charlene es justo lo contrario. Durante todos esos años ha estado esperando a que llegue el día de la vista, aguardando el momento en que pueda levantarse ante un tribunal y dar su versión de la historia. A veces incluso sueña con ello, y cuando mira los rostros de los presentes en el juicio de sus sueños ve a todas las personas que conoce: Philip, Richard, Holly, Pilia e incluso sus padres —que hace tiempo que han muerto— han llegado del más allá para escuchar su versión de la historia.
—Hábleme del bebé. ¿Es niño o niña? —pregunta Margaret—. ¿Cómo se llama?
Charlene se da cuenta entonces de que no se ha explicado con claridad.
—Oh, lo siento, Melissa todavía no ha dado a luz. Está embarazada. De nueve meses, a decir verdad.
Margaret hace una pausa para meditar y pregunta:
—¿Por qué fue a verla anoche? ¿Era por algo relacionado con su marido?
—Ex marido —aclara Charlene mientras algo empieza a tomar forma en su mente. Piensa en la actitud evasiva de Richard al teléfono, en la forma en que Joseph acaba de relacionarla con Richard y no con Ronnie, en Melissa preguntándole anoche: «¿Está en casa el doctor Chase?»—. ¿Por qué sigue diciendo eso?
—¿Diciendo qué?
—Antes, en la puerta, Joseph se refirió a mí como la mujer de Richard, y ahora usted vuelve a plantearlo. ¿Por qué?
Margaret simplemente contesta:
—Ya lo sabe.
—No —responde Charlene, cuyas sospechas aumentan por momentos—. No lo sé.
Por encima de ellas, el techo cruje de nuevo, y Margaret baja la voz hasta que se convierte en un susurro.
—¿Richard nunca se lo contó?
—Contarme ¿qué?
—Que Joseph los descubrió juntos.
—¿A quiénes descubrió juntos?
—A su marido, o ex marido si lo prefiere, y a nuestra hija, Melissa.
—¿Qué quiere decir con que los descubrió juntos?
—No conozco los detalles —responde Margaret—, porque Joe nunca me ha hablado de ello. Todo lo que sé es que empezaron a verse en el cementerio, el verano después del accidente. Mi esposo había empezado a seguirla para ver adonde iba y con quién se reunía.
—¿Y se reunía con Richard?
Margaret asiente.
—Eso parece.
Charlene se lleva la mano a la frente. Desearía haberse quitado el abrigo porque está empezando a sudar.
—¿Me está diciendo que tenían una aventura? ¿Una aventura en el cementerio?
—Por favor —dice Margaret señalando hacia el techo—, baje la voz.
Charlene no cree haber alzado la voz en absoluto, pero añade en un exagerado susurro:
—¿Me está diciendo que tenían una aventura?
—No sé si esa es la palabra exacta. Melissa negó que lo fuera. Según ella no era más que amistad, una buena amistad; pero no fue así como mi marido vio las cosas.
—¿Y qué pasó?
—Su ex marido le dio dinero a Melissa para que alquilara una casa y comprara un coche. Luego, ella se fue.
Charlene comprende entonces la razón de los balbuceos de Richard al teléfono esa mañana, y comprende por qué Melissa preguntó por él la noche anterior. Durante todo el día, Charlene ha estado intentando establecer un vínculo entre la pericia profesional de Richard y el embarazo de Melissa. Pero no se trataba de eso en absoluto. Charlene ya es lo bastante mayor para saber que si un hombre da dinero a una mujer para una casa y un coche solo significa una cosa. Es entonces cuando se le ocurre una idea descabellada: se pregunta si el niño de Melissa puede ser de Richard. La sola idea, simplemente imaginarlos juntos, hace que sude todavía más. Todo el pan que ha devorado en el aparcamiento de la biblioteca amenaza con convertirse en una bola de cemento en su estómago.
—¿Hay algo más que pueda contarme de Missy? —pregunta Margaret con una voz baja que se abre paso entre la niebla de los pensamientos de Charlene.
Charlene parpadea. Desea decirle que debería ir a ver a su hija, que salta a la vista que la chica tiene problemas y necesita su ayuda, que debería encontrar el modo de hacer las paces y dejar de pelearse; pero eso sería hipócrita teniendo en cuenta el modo en que ha tratado ella a Philip todos esos años. Y aunque pueda parecer que el instinto de Charlene debería hacer que llamara a Richard en ese mismo instante, no es eso lo que desea hacer. Lo que desea hacer es volver a casa y dar a Philip el libro de Robert Frost, sentarse en la sala de estar y mirar la televisión juntos, conversar sin discutir y dejarle que diga la última palabra si le apetece. Se levanta del sofá y le dice a la madre de Melissa:
—Le he contado todo lo que sé. Ahora debo marcharme. Mi hijo me espera en casa.
—Lamento si la he molestado —contesta ella poniéndose también en pie.
Margaret acompaña a Charlene hasta la puerta, donde se dicen adiós apresuradamente.
—Si ve a mi hija, ¿le dirá por favor que la echo de menos?
Charlene le promete que lo hará y sale fuera, donde el cielo está empezando a oscurecer. Camino del coche, busca las llaves en los bolsillos y saca el móvil con ellas. En la resplandeciente pantalla verde, las palabras «Dos mensajes» parpadean al lado del icono de un buzón. Charlene empieza a pulsar botones en un intento de rescatar los mensajes de Philip, pero no consigue dar con la manera de llegar a ellos. Al final desiste; se mete en el coche y arroja el móvil al asiento del pasajero junto con la bobina de microfichas y el libro de Robert Frost.
Cuando sale del camino de acceso y enfila la calle, Charlene se permite al fin pensar en lo que acaba de averiguar acerca de Richard. Sí, ella ya (sabía que empezó a ir con mujeres como Holly después de la muerte de Ronnie; pero nunca había imaginado que caería tan bajo como para tener una aventura con la novia de su difunto hijo. Hay una parte de ella que desearía meterse en la autopista y conducir directamente hasta Palm Beach. Pero ¿de qué iba a servirle en esos momentos?
Por lo tanto sigue conduciendo hacia su casa.
Diez minutos después, se mete por el camino de entrada y se detiene ante el garaje mientras pulsa el mando a distancia. Lentamente, la puerta se abre, y ella empieza a meter el coche, pero entonces ve algo que hace que dé un respingo: el Mercedes ha desaparecido. Frena en seco y pone el cambio automático en «Parking». Únicamente ha introducido el morro del Lexus en el garaje, pero lo deja como está. Sin molestarse en apagar el motor, se apea y camina hasta el lugar donde el coche de Ronnie se ha pasado años aparcado. En un rincón, entre las sombras, ve la lona que hace tiempo compró para protegerlo.
Charlene no sabe por qué, pero coge una esquina de la tela y la sostiene en las manos. Durante largo rato se queda allí, escuchando los sonidos del motor en marcha, respirando en el frío y grasiento aire del garaje, preguntándose qué habrá hecho Philip y adonde habrá ido. Al final, llega a la conclusión de que es imposible que haya podido conducir con la pierna enyesada. Con esa idea en mente vuelve al Lexus y apaga el motor sin molestarse en acabar de meter el coche. Luego, entra por el pasillo del sótano, pasa ante las viejas bicicletas de Ronnie y de Philip, sus raquetas de tenis y el desinflado flotador en forma de cocodrilo y sube por la escalera.
Lo primero en que repara nada más abrir la puerta es que la casa está más silenciosa que de costumbre, extrañamente silenciosa de hecho, igual que el hogar de los Moody. No oye la televisión, no oye el roce de las páginas mientras Philip las pasa al leer, ni siquiera oye el tictac del viejo reloj en la sala de estar.
—¡Philip!
Pero Philip no contesta, y el salón está desierto.
Al principio, Charlene piensa que ha vuelto a Nueva York, tal como ella ha temido siempre que acabaría haciendo; pero entonces descubre que sus pertenencias siguen desparramadas por el salón, que su bolsa de viaje está en el suelo, su lámpara de lectura tirada en el sofá cama, y el libro sobre Anne Sexton boca abajo en la almohada.
«Pero ¿dónde está Philip?», se pregunta Charlene.
Si alguien le hubiera descrito esa misma escena un mes atrás, ella habría contestado que lo que más le molestaba era que se hubiera llevado el coche. Sin embargo, en esos momentos lo único que la contraría es la idea de que Philip se haya marchado. Reconoce que tiene sus propias y egoístas razones para ello, porque aborrece la idea de volver a vivir en esta casa sola, aunque también desea tener la oportunidad de enmendar sus errores con él.
Tras mirar por toda la vivienda, Charlene se ve de pie ante el sofá cama, mirando fijamente las arrugadas sábanas mientras se pregunta dónde se habrá metido su hijo. Al final, se sienta en el colchón igual que lo ha hecho esa mañana, cuando lo ha despertado y antes de que se convirtiera en el juez Judy. Recoge el libro de Anne Sexton y lee un pasaje, como si eso fuera a aportarle alguna pista de dónde se encuentra en esos momentos.
A pesar de que salta a la vista que Anne Sexton atrajo la adoración de sus lectores con su salaz interés en sus tendencias suicidas, su crisis psicóticas y sus numerosas hospitalizaciones, hay que admitir que su franqueza fue un consuelo para aquellas personas que consideraban sus versos como el Santo Grial.
Charlene deja el libro y menea la cabeza. No comprende cómo Philip puede leer esas tonterías. Entonces levanta la mirada y ve que el reloj está parado en las cinco y media: la razón del silencio que reina en la casa. Charlene le dio cuerda hace pocos días porque es una de las pocas rutinas domésticas que mantiene, así que no tendría que haberse parado. Se pregunta si le estará indicando algo del paradero de Philip. Como no se le ocurre ninguna conexión, extiende la mano y coge su bolsa de viaje. Sabe que él se pondrá furioso con ella por haber fisgoneado en sus cosas, pero no puede evitarlo. Encuentra entre su ropa un montón de hojas grapadas; Charlene las coge y las lee.
De: Difiume34@mstc.com
Para: PhlpChse@mstc.com
Fecha: 16 de abril de 2000
Querido Philip:
Lo primero es lo primero: tienes que abrirle con cuidado la boca a Baby para ver si tiene una mucosidad al fondo de la garganta que se parece a un queso azul. Si es así, me temo que puede ser señal de descomposición bucal, lo cual es malo. Ya ves, mi querido Philip, las serpientes tienen un metabolismo más lento, de manera que con frecuencia están más enfermas de lo que parece (lo primero es cierto en el caso de los obesos que no pueden evitar su sobrepeso y lo segundo de la mayoría de la gente, aunque podemos meditar sobre estos aspectos en otra ocasión). En lo que a Baby se refiere, ya no es una jovencita, de manera que no debería extrañarte. Hasta Elisabeth Taylor se ha hecho vieja y ha perdido su luminosa belleza, aunque hubiera un tiempo en que tal cosa pareciera imposible. Estoy divagando. Si examinas la cavidad bucal de Baby y no ves ningún rastro de esa horrible mucosidad, entonces los síntomas que describiste en tu último mensaje puede que signifiquen sencillamente que está cambiando la piel. NO, repito, NO intentes ayudarla tirando de las escamas viejas. Las serpientes necesitan cambiar de piel a su ritmo. Nadie puede acelerar el proceso, y lo cierto es que resulta peligroso intentarlo. (Nuevamente, el parecido con los humanos no se me escapa.) Hablando de él, imagino que tú estarás atravesando tu propio cambio de piel ahora que ya llevas seis meses convertido oficialmente en neoyorquino. En tus cartas me hablas de los ruidosos vecinos, de las mascotas y de los progresos que estás haciendo con tu poesía, pero no me dices nada de tu vida personal. ¿Cómo estás? ¿Adonde te gusta ir? ¿Qué haces en tu tiempo libre? ¿Has hecho alguna nueva e interesante amistad? Cuéntamelo. Estoy seguro de que el más aburrido de tus relatos será mucho más interesante que los incesantes gemidos de muerte de Fauncine. Dicho lo cual debo despedirme. Es hora de que le dé sus medicamentos, y ella se niega a que la enfermera lo haga (ayer le dio un bofetón cuando estaba ayudando a cambiar las sábanas). Disfruta de tu juventud, mi querido Philip. Te lo digo yo, se escapa entre los dedos.
Sinceramente tuyo,
DONNELLY
De: PhIpChse@mstc.com
Para: Difmme34@mstc.com
Fecha: 17 de abril de 2000
Querido Donnelly:
Me gustaría poder contarte que hago muchas más cosas aparte de ocuparme de tus mascotas, ver la televisión y escribir poesía; pero la verdad es que no he hecho nuevos amigos. Y no es que no quiera. Quiero, pero no soy muy hábil en ello. Es algo que para otra gente resulta muy fácil. Puedo entablar conversación, claro que sí, pero no llego a convertirla en amistad. Me ocurrió lo mismo en el restaurante donde trabajé. Y lo mismo se puede decir del instituto. Supongo que soy lo que la gente llama un «solitario». El inconveniente de ser un solitario es que, evidentemente, uno acaba solo. Hay un chaval de mi edad y una mujer un poco más mayor a los que veo siempre en Agie’s Dinner, en Houston Street, donde voy a veces a desayunar. He escuchado tantas veces sus conversaciones que me da la impresión de que los conozco. Ella es novelista, y él está trabajando en su primer libro bajo su tutela. Supongo que él le hace de canguro del niño mientras ella da clases. En fin, el caso es que son el tipo de gente con la que me gustaría entablar amistad. Muchas veces he deseado acercarme, decirles «hola» y sentarme con ellos para charlar y reír. Sin embargo, hay algo que siempre me lo ha impedido. Lamento estar divagando. Supongo que en realidad lo que quieres es saber algo de Baby. Intenté reunir el valor suficiente para abrir su cavidad bucal, pero no lo conseguí; así que la metí en una funda de almohada y me la llevé a un veterinario de First Avenue, a poca distancia de Happy Pet, la tienda donde le compro los ratones. Te alegrará saber que no tenía mucosidad, simplemente cierta cantidad de saliva, que el veterinario dijo que era normal. Sin embargo, tenía los ojos entrecerrados, y el veterinario dijo que eso no era bueno. Es un indicio de que está a punto de cambiar la piel. Según parece, cambiar la piel es muy estresante, de modo que debo cuidar mucho de ella. No te preocupes, Donnelly, estoy en ello.
Sinceramente tuyo,
PHILIP
De: Difinme34@mstc.com
Para: PlilpChse@mstc.com
Fecha: 18 de abril de 2000
Querido Philip:
Solo unas breves palabras porque es la hora de la comida de la novia de Frankenstein y debo echársela en el abrevadero. (Dicho sea de paso, yo en tu lugar no seguiría conteniendo el aliento en cuanto a mi posible regreso a mi castillo de Sixth Street. La tozuda de mi hermana parece estar mejor cada día que pasa, contradiciendo la opinión del médico, que dice que su estado es terminal.) Lo que es más importante: ¡qué buenas noticias de Baby! Gracias por haberla llevado al veterinario. Puedes descontarlo del alquiler del próximo mes.
Tuyo,
DONNELLY
P. D: La próxima vez que estés en Agie’s, ¿por qué no les mandas unos cuantos martinis a tus amigos escritores? En mi caso el alcohol siempre me ha servido para engrasar los engranajes. La verdad es que así fue como conocí a Edward.
De: PhIpChse@mstc.com
Para: Difiume34@mstc.com
Fecha: 19 de abril de 2000
Querido Donnelly:
Es una cafetería y yo los veo a la hora de desayunar, a menudo con un niño pequeño, así que no creo que un martini fuera lo más apropiado. Me alegro de que te agraden las noticias de Baby. Sweetie también se encuentra bien.
Sinceramente,
PHILIP
De: Difiume34@mstc.com
Para: PhIpChse@mstc.com
Fecha: 20 de abril de 2000
Querido Philip:
Buena apreciación. Seguiré dándole vueltas al asunto.
Tuyo,
DONNELLY
Después de eso se produce un lapso en las fechas. Antes de pasar al siguiente correo electrónico, datado más de un año después, Charlene hace una, pausa para sopesar lo que acaba de leer. A pesar de que conoce bien la respuesta, no puede evitar preguntarse cómo es posible que un hijo al que ha educado y criado se haya convertido en un perfecto desconocido para ella. No tenía ni idea de ese lío de pájaros y serpientes, de Donnelly Fiume y su hermana enferma, por no hablar de la soledad de Philip. Durante todos esos años se lo ha imaginado llevando una vida ajetreada en la gran ciudad, con amigos y fiestas mientras ella deambulaba por esa inmensa casa, sola. Puede que ella mereciera ese destino solitario; al fin y al cabo, ha vivido buena parte de su vida y ya ha tenido su ración de experiencias felices. Lo que no le parece justo es que Philip no las haya tenido. Allí sentada, la invade un sentimiento de tristeza al imaginarlo, solo, en la ciudad, sin la confianza necesaria para hacer ni siquiera una amistad. Suspira nuevamente y sigue leyendo.
De: PhlpChse@mstc.com
Para: Dijiume34@mstc.com
Fecha: 17 de noviembre de 2002
Querido Donnelly:
Ya sé que hace tiempo que me lo pides, pero la razón de que no te haya enviado ninguno de mis poemas es que soy muy tímido en cuanto a mostrar mi trabajo a los demás. He llegado a la conclusión de que en realidad no me interesa publicar nunca.
Solo quiero escribir para mí mismo. Sé que puede sonar extraño, pero es la verdad. De todas maneras, ya que has insistido tanto, te envío un poema en el que he estado trabajando. Aunque no estoy dispuesto a reconocerlo ante nadie salvo ante ti, la verdad es que creo que he mejorado con los años. Se trata de un poema sobre mi madre, de quien creo haber mencionado en mis e-mails que me siento muy alejado desde hace tiempo. Un día estaba pensando en que cuando yo era pequeño tenía la impresión de que ella siempre se precipitaba en la vida. Bueno, al final no se trata exactamente de ella, pero utilicé esa idea y nuestra deteriorada relación como punto de partida. En fin, no digo más para no estropearte la lectura. Si no te gusta basta con que no vuelvas a mencionarlo. Yo no preguntaré. Lo prometo. Ahí va:
PRISA
Por Philip Chase
Has tenido siempre tanta prisa, madre.
El día del Trabajo ya hablabas de las Navidades, y en primavera de destapar la piscina.
Vivías tu vida como los escaparates de los grandes almacenes,
adonde te escapabas los sábados por la tarde
para empujar un desvencijado carrito por los pasillos
y soñar lo que algún día tendrías.
Intenté frenarte, madre.
Te pedí que te asomaras a la ventana conmigo
para ver las hojas cayendo del cielo anaranjado
en un estallido de color como papel moneda de países distantes,
valioso para todos menos para ti
porque ese día a tus ojos carecía de valor.
Era el mañana, los dulces oropeles del mañana, los que albergaban la promesa.
Ahora, todos tus mañanas salvo unos pocos ya han llegado, madre.
No te he visto, pero imagino
que tendrás el cabello surcado de gris
y que tus huesos se harán quebradizos bajo el arrugado saco de tu piel.
Uno de tus hijos, mi hermano, se llevó su aliento demasiado pronto,
y ahora yo soy un extraño para ti.
¿Ves acaso que la promesa en la que creías,
la promesa de la que intenté prevenirte,
era tan hueca como los ciegos ataúdes que también nos esperan a ¿los dos?
De: PhlpChse@mstc.com
Para: Difmme34@mstc.com
Fecha: 20 de noviembre de 2002
Querido Donnelly:
No me has escrito desde que te envié mi poema. Me consta que te dije que no preguntaría, pero mentí. ¿Significa tu silencio que no te ha gustado?
PHILIP
De: Difmme34@mstc.com
Para: PhlpChse@mstc.com
Fecha: 24 de noviembre de 2002
Querido Philip:
Quien te escribe es Fauncine, la hermana pequeña de Donnelly. Lamento comunicarte tan tristes noticias a través del ordenador. Desgraciadamente, mi querido hermano y tu buen amigo Donnelly falleció hace dos días. Perdóname por no haberte escrito antes, pero como podrás suponer he pasado unos momentos difíciles. A pesar de que Donnelly llevaba años luchando contra el cáncer y todos sabíamos que el tiempo se le acababa, eso no disminuye la pena que siento. Confío en que no te importe, pero he leído muchos de los mensajes que habéis intercambiado. Veo que Donnelly se inventó una pintoresca historia de su enfermedad a mi costa, lo cual es muy propio de él, que siempre tuvo instinto teatral y nunca le gustó hablar de su delicada salud. Te aseguro que no soy el monstruo que te retrató. La verdad es que siempre hemos estado muy unidos; por eso vino hasta aquí, para que yo lo cuidara en sus últimos momentos y pudiera evitarse esa indignidad en su propia ciudad. Supongo que todos somos culpables de mentirnos a nosotros mismos y al mundo con tal de hacer que la verdad, por amarga o terrible que sea, resulte más digerible. Debes saber que Donnelly hablaba muy bien de ti. Creía en ti como poeta y como amigo. Me dejó el nombre de un agente literario que era amigo de Edward. Su nombre es Jean Pittelman y tiene su despacho en Greenwich Avenue, por si alguna vez necesitas sus servicios, a pesar de que según he leído has decidido no publicar. Por último, Donnelly también dejó dispuesto que se te permitiera permanecer en el estudio tanto tiempo como quieras. Puedes seguir enviando el alquiler a mi dirección; yo me ocuparé de hacérselo llegar a la propiedad, ya que no creo que esta se entere de la muerte de Donnelly a través del periódico de Commerce y te ponga de patitas en la calle. Si la vida me lleva algún día hasta Nueva York me encantaría que tomáramos un té juntos. Quizá tenga así la oportunidad de ver el viejo estudio de Donnelly. Hasta entonces...
Con cariño,
FAUNCINE FIUME
Esa es la última página con mensajes. Charlene relee el poema y después devuelve todas las hojas a la bolsa. Se pone de pie y se dirige hacia la cocina pensando en lo que acaba de leer, especialmente en los versos. «En qué extraño aspecto de mi personalidad se ha fijado Philip», piensa. Ciertamente, siempre ha esperado con ganas las vacaciones y los cambios de estación, pero no cree que nunca haya ido más acelerada que cualquier otra persona.
En la cocina, Charlene descubre que parte de los cacharros del día de la sopa de guisantes están finalmente fregados. Se pregunta si se tratará de otro indicio que pueda decirle algo acerca de qué ha podido estar pensando Philip antes de marcharse. Se dirige hacia el teléfono con intención de llamarlo al móvil; entonces ve el número 5 parpadeando en el contestador automático. Cuando pulsa el botón oye su propia voz: «Philip, soy yo. ¿Estás ahí? Coge el teléfono...». Charlene pulsa «borrar», y la siguiente voz que sale del aparato es la de Richard: «Charlene, soy yo. Tengo que hablar contigo. Si recibes...». Nuevamente aprieta «borrar». La siguiente es la voz de una joven: «Soy Jennifer, de la consulta del doctor Kulvilkin. Llamo para recordar que Philip tiene una cita mañana por la mañana a las nueve. Por favor, si por alguna razón no va a poder venir, háganoslo saber. Gracias». Después de eso hay dos mensajes más de Richard, lo cual resulta bastante extraño. Charlene los borra sin escucharlos.
«¡Menudo cabronazo!», piensa. A continuación aparta ese pensamiento de su cabeza y busca en la agenda el número del móvil de Philip. Cuando llama, le sale el contestador. Charlene deja un mensaje en el que intenta no parecer preocupada por dónde pueda estar y por la razón que lo ha impulsado a coger el coche. Cuando cuelga se pone a buscar las instrucciones de su móvil con el fin de averiguar el modo de recuperar los mensajes de su hijo. Sin embargo, no las encuentra por ninguna parte, así que desiste y decide sentarse a esperar que vuelva. Saca una Diet-Coke de la nevera, vuelve a la sala de estar y se sienta en el sofá cama donde su hijo ha dormido este último mes. No sabe exactamente por qué, pero tiene una terrible premonición de la que no sabe cómo librarse. Se dice que únicamente debe de ser a causa de las noticias sobre Richard y Melissa, que la obsesionan, aunque no puede evitar pensar que hay algo más. Le preocupa que Philip esté ahí fuera, por esas resbaladizas carreteras, en un coche viejo. Le preocupa su brusca marcha. Por un momento piensa en tomarse una pastilla para dormir y tranquilizarse, pero quiere estar totalmente despierta cuando él vuelva.
Solo un momento después oye el ruido de un coche que se detiene en el camino de acceso. «Philip», se dice levantándose del sofá cama. Va hasta el vestíbulo y se asoma a la ventana, igual que hizo la noche anterior. Fuera no ve el viejo Mercedes de Ronnie, sino un taxi aparcado al borde del camino. Alguien paga y se apea. Cuando la oscura silueta se acerca a la casa por el sendero, Charlene recuerda un fragmento de conversación que ha tenido esa mañana con Richard por teléfono.
«¿Quieres que vaya? ¿Eso es lo que quieres?»
Lo haya querido ella o no, ve que Richard está allí fuera. Al final, ha vuelto a casa.