Capítulo 7

EN PLENA INTERPRETACIÓN DE «HEARTBREAK HOTEL» de Whitney Houston por parte del grupo, Stacy vuelve de donde haya podido estar los últimos quince minutos y grita a Melissa en el oído. El enorme altavoz negro vibra con tanta fuerza al lado de donde se halla sentada que Missy se hace un lío con las palabras de su hermana: «Missy, tengo que caminar un higo».

—¿Qué? —le responde por encima del brutal latido del bajo.

—¿Cómo? —le grita Stacy.

—No. He dicho «qué». Que tienes que hacer ¿qué?

—He dicho que necesito hablar contigo. ¡En algún lugar tranquilo y discreto!

—¿Ahora?

—No, ahora no. Te iba a pedir hora para el mes que viene, si te parece. ¡Pues claro que ahora!

Missy mira a su alrededor. Cuando llegaron, hacía una hora, estaba perfectamente decorada, con el centro de flores de color rosa, los platos de porcelana blanca flanqueados por la cubertería y los vasos grabados con las palabras INSTITUTO RADNOR. NOCHE DE LA FIESTA DE GRADUACIÓN, l8 DE JUNIO DE 1999. Cientos de pequeñas luces amarillas brillaban en la celosía que se extiende entre las vigas del techo abovedado del hotel, dando al lugar un toque mágico y encantado que hizo sonreír a Missy nada más entrar. Sin embargo, en ese momento las doradas sillas han sido empujadas descuidadamente a un lado y se encuentran vacías; el mantel está lleno de manchas de comida y de platos de pasta primavera y pollo cordon bleu a medio terminar. Hay camareros muy atareados por todas partes con desgarbados uniformes blancos y negros; aun así, ninguno de ellos se ha acercado a esa mesa desde hace al menos media hora. Además, las lucecitas amarillas se pierden en los frenéticos reflejos estroboscópicos que parpadean al ritmo de la música. Melissa se vuelve hacia su hermana, cuyo vestido esmeralda parece alternativamente más brillante o apagado en función del destello de las luces.

—Pero Ronnie y Chaz están a punto de volver de hacerse las fotos con el equipo y entonces empezaremos a bailar.

—¡Me importa un pito! —le grita Stacy al oído—. ¡Esto no puede esperar! ¡Vayamos al lavabo ahora!

Coge a Melissa de la mano y la arranca de su asiento con tanta brusquedad que el bolso se le cae al suelo. Melissa se siente mareada por el champán que han bebido en la limusina. Mientras lo ve caer se preocupa por que la bombilla que hay dentro pueda romperse; o por algo que sería peor: que el cierre se abriese y la ropa que lleva doblada dentro se desparramara ante su hermana. Lo recoge y lo palpa para asegurarse de que la bombilla sigue entera. Parece que lo está. Melissa lo sujeta cerca de la cintura mientras Stacy la conduce de la mano hacia el lavabo. Por el camino serpentean entre una colorida marea de compañeros de clase que se hablan unos a otros a gritos por encima de la música. La mayoría tiene los ojos enrojecidos por los brebajes que han conseguido introducir o tomar antes de llegar. Algunos apestan a hierba. Melissa repasa los vestidos de las otras chicas, que abarcan desde formales trajes de noche hasta atuendos grotescos. Seneca Lawson, por ejemplo, lleva un reluciente modelo negro unido por los costados por hilos de plata entrecruzados; sus pechos parecen prestos a saltar del escote en cualquier momento. Vista de perfil, se diría que va desnuda.

—¿Qué estás mirando? —le pregunta a Missy recogiéndose los largos cabellos castaños por encima de uno de sus huesudos y desnudos hombros.

«A una golfa», piensa Melissa, pero no se lo dice. Al contrario, dado que no quiere tener broncas esa noche, le comenta lo radiante que le parece y lo mucho que le gusta su vestido. A pesar de que sabe que debería estar divirtiéndose —disfrutando el momento, tal como la gente siempre suele decir—, lo que de verdad desea es hallarse lejos de allí, sin ese atuendo, vestida con la ropa que lleva en el bolso, sentada al lado de Ronnie en el asiento delantero de su Mercedes, conduciendo hacia el Bed & Breakfast de Rehoboth, en Delaware, donde han alquilado la habitación para el fin de semana.

—¿Te has fijado en ese vestido? —pregunta Melissa a su hermana—. Aunque quizá debería decir dos mitades de vestido.

Stacy no contesta y sigue zigzagueando entre la gente en su camino hacia la brillante señal luminosa de «salida». La sensación de ser arrastrada igual que un esquiador acuático por la lancha motora de su hermana hace que el estómago le dé más vueltas de las que ya le está dando. El mareo empeoró en la limusina y desde entonces no ha cesado. Por fin se libran de la multitud y salen al vestíbulo, donde los tacones se les hunden en la gastada moqueta verde. Cuando llegan al lavabo, una fila de desmejoradas jóvenes esperan fuera con la espalda apoyada contra un mural que ilustra la historia de Radnor.

—¡Mierda, hay cola! —exclama Stacy—. Sígueme, iremos por ese otro lado.

Melissa, que ya tiene bastante, se suelta dando un tirón.

—No voy a seguirte a ninguna otra parte a menos que me digas de qué va todo esto.

Stacy observa a las chicas; tienen un aspecto tan abatido que podrían perfectamente estar recogiendo leña junto a los fatigados pioneros que aparecen representados en el mural que hay a sus espaldas.

—¿De veras quieres que hablemos de nuestros asuntos personales delante de extraños?

—Supongo que no —contesta Melissa.

—Pues entonces, ven. Acompáñame.

A regañadientes, Melissa accede, aunque insiste en caminar al lado de su hermana en lugar de ser arrastrada de la mano. Pasan ante más murales: uno de un herrero martilleando una pieza de metal; otro donde un hombre barbudo y de aspecto severo se dirige a una multitud desde un podio en la plaza de la ciudad; otro de un grupo de mujeres tocadas con pañuelos que preparan un festín.

—Creo que me está entrando una grave muralitis —comenta Missy—. Que alguien me salve.

Aun así, su hermana no sonríe. Gira a la derecha por un pasillo escasamente iluminado donde terminan los murales y el enmoquetado suelo hace una pendiente para las sillas de ruedas. Allí, las paredes están cubiertas de un papel pintado con cientos de siluetas de calesas. Al verlas, como llovidas de todas partes, acuden a la memoria de Melissa las excursiones al condado de los amish que han hecho todos los veranos con sus padres. Comparados con esas familias —vestidas de negro de la cabeza a los pies y sin adornos, que viven sin luz eléctrica y sin probar una gota de alcohol ni de cafeína, tejiendo y cultivando sus vidas—, hasta sus padres parecen normales.

—¿Has estado aquí antes? —pregunta Melissa a su hermana cuando esta se detiene ante una puerta ligeramente entreabierta y atisba al otro lado—. Se diría que conoces el lugar como la palma de tu mano.

—No hago más que conjeturas. Vamos. Entremos ahí.

—Stacy, esto es ridículo. Podemos hablar perfectamente en el pasillo.

—No quiero que ningún camarero nos interrumpa.

Melissa se cruza de brazos, con el bolso colgando del hombro.

—De acuerdo, pero solo pienso entrar si me prometes que será rápido. Ronnie y Chaz seguramente habrán vuelto ya y se estarán preguntando por qué hemos desaparecido.

Stacy no promete nada, pero Melissa entra de todas maneras en la minúscula habitación. La única luz procede de una pequeña ventana rectangular que da al aparcamiento. Mientras su hermana recorre la pared con la mano en busca del interruptor, Melissa se dirige hacia el cristal y aparta las gastadas cortinas para ver la hilera de limusinas allí estacionadas. Puede haber fácilmente medio centenar, blancas en su mayoría, todas con los mismos cristales oscurecidos y los adornos de luz en las puertas. Melissa se pregunta si por dentro también serán idénticas, pero no tiene forma de saberlo, puesto que la única limusina a la que ha subido es la de esa noche. Stacy, Chaz y Ronnie han disfrutado cada momento del trayecto. No han dejado de saltar de asiento en asiento mientras bebían champán, se ponían de pie y hacían declaraciones del tipo «¡Esto es vida» (Ronnie), «Esto mola de verdad, amigos» (Chaz), o «Creo que podría acostumbrarme a algo así» (Stacy). Melissa sonrió todo el rato e hizo ver que se lo pasaba en grande, pero lo cierto es que no le gustó la experiencia. Había algo claustrofóbico en el techo que los oprimía, dejándolos encerrados dentro salvo por el pequeño rectángulo del techo solar. Lo que más la desconcertó fue no ver nada a través de la ventanilla delantera; así que, mientras los demás parloteaban sobre lo estupendo que era y que ojalá hubieran podido ir en limusina al colegio los últimos cuatro años, ella se quedó sentada, tomando pequeños sorbos de champán y sintiéndose mareada. No les dijo una palabra porque tenía claro que no la entenderían.

—Ya la tengo —dice Stacy.

Una desnuda bombilla cobra vida en el centro del techo iluminando una pila de papel higiénico Executive Choice, varios rollos de papel para máquinas registradoras, montones de servilletas blancas, cajas de leche llenas de ceniceros de cristal y molinillos de sal y pimienta; cajas vacías de Heineken, CoronaLight y Rolling Rock, e incontables tubos blancos de Dios sabe qué. A Melissa el pequeño espacio le recuerda al cuarto de revelado del colegio, solo que sin la luz roja ni el penetrante olor de los productos químicos. A través de la pared le llega el sonido del bajo del grupo de rock, martilleando y martilleando mientras el cantante pasa a «La vida loca».

—De acuerdo, Stacy, ahora que ya estamos a salvo dentro de esta cámara de aislamiento, ¿quieres hacer el favor de decirme qué es eso tan urgente que ha hecho que interrumpas la velada?

Stacy da un paso hacia Melissa haciendo repicar los tacones de sus teñidos zapatos sobre el gastado linóleo. Su vestido resulta aún más llamativo bajo el implacable resplandor de la bombilla. Pone ambas manos en los hombros de su hermana, y esta piensa por un breve instante en un juego al que solían jugar de pequeñas llamado «el espejo», cuando se sentaban frente a frente e imitaban sus respectivos gestos, haciendo ver que se cepillaban el cabello, se lavaban los dientes o cualquier otra cosa; la primera que fallaba en la sincronización perdía, y esa era siempre Melissa.

—Stacy —le dice a su hermana cuando esta da un paso más—, si pretendes besarme debes saber que ya tengo una cita para esta noche. Y si lo que quieres es jugar al espejo me parece que ya somos un poco mayorcitas.

—Ja, ja. Muy graciosa. Escucha, Missy, esto va en serio. Ya sé que te pondrás furiosa conmigo cuando te lo diga; pero te quiero y voy a decírtelo igualmente.

—¿Qué? ¿Qué? ¿Qué? —grita Melissa dando una patada en el suelo—. ¡Vamos, suéltalo ya!

—No puedes ir.

Melissa se sacude las manos de su hermana de los hombros y sujeta con fuerza el bolso.

—¿Ir? ¿Adonde?

—Ya sabes de qué estoy hablando, Missy. Chaz me ha contado lo que tú y Ronnie habéis planeado, y no puedes hacerlo.

No te dejaré. Papá y mamá convertirán tu vida en un infierno, y lo mismo harán con la mía.

Un solo pensamiento cruza por la mente de Melissa.

«Mataré a Chaz.» Luego lo piensa mejor: «No. A quien voy a matar es a Ronnie. ¿Por qué ha abierto esa bocaza suya si me prometió que no lo diría a nadie? Se suponía que iba a ser un secreto. Nuestro secreto».

Piensa en negarlo todo, pero salta a la vista que Stacy lo sabe, de modo que de nada le servirá.

—Di lo que quieras —contesta—, pero pienso ir de todos modos.

—Missy, tienes toda la vida por delante. Te esperan tantas cosas por el camino que...

—Gracias, Ophrah Winfrey, por tu motivador mensaje. Eres una inspiración para todos nosotros.

—Lo digo en serio, Miss. ¿Por qué vas a echar por la borda tu último verano antes de la universidad, especialmente cuando vas a tener todo el tiempo del mundo para estar con Ronnie en Penn a partir de otoño? Piénsalo.

—Ya lo he pensado, Stacy. De hecho, es en lo único en lo que he pensado durante el último mes. ¡No sabes lo harta que estoy de papá, mamá y sus estúpidas normas! La mayoría de las chicas de nuestra edad llevan años follando con sus novios, y yo también quiero un poco de sexo con Ronnie. No, quiero más que eso. Quiero follar con él del derecho y del revés, y no quiero hacerlo aquí, en Radnor. Quiero hacerlo lejos, y que sea especial.

—Bueno, pues yo creo que deberías esperar —le dice Stacy.

—¿Esperar a hacerlo lejos o esperar a follar?

—Las dos cosas.

Melissa y su hermana siempre han hablado de todo, pero a lo largo del último año Missy ha impuesto cierta distancia entre ambas porque deseaba ser ella misma sin tener que arrastrar a su doble a todas partes. Como resultado, lo poco que sabe acerca de la vida sexual de Stacy es gracias a lo que Chaz ha contado a Ronnie y Ronnie a ella.

—¿Me estás diciendo que Chaz y tú nunca lo habéis hecho?

—No oficialmente —responde Stacy.

—¿Qué quieres decir con eso de «no oficialmente»? O lo has hecho o no. Además, no son esas las noticias que me han llegado de Ronnie. Chaz dice que vosotros dos lo hacéis constantemente, que sois como un par de conejos.

—Bueno, pues te han informado mal, y si este año no te hubieras desconectado de mí podría haberte contado lo que hacemos y lo que no.

Teniendo a su hermana tan cerca e inmóvil, Melissa vuelve a tener un flash de aquel juego del espejo. Ve a una Stacy más joven haciendo ver que se pone unos pendientes, fingiendo destapar un lápiz de labios y pintándose con carmín. En aquella época, la mayor parte de sus fingimientos estaban relacionados con aparentar ser mayores, dos amigas que vivían puerta con puerta, profesoras en la misma escuela, cajeras en la misma tienda de comestibles, secretarias en la misma oficina o vendedoras en los mismos grandes almacenes. «Y ahora aquí estamos —piensa Melissa—, creciditas y discutiendo en un cuarto de almacén en la noche de nuestra fiesta de graduación.»—¿Qué quieres decir con ese «lo que hacemos»? —le pregunta.

—Olvídalo. No es asunto tuyo.

—Venga, dímelo. ¿Qué?

Los ojos de Stacy recorren velozmente el cuarto, desde los blancos tubos sin etiquetar, pasando por las cajas de leche llenas de ceniceros y los molinillos de sal y pimienta, hasta la desnuda bombilla que proyecta inoportunas sombras en su rostro. Por fin contesta:

—Yo dejo que Chaz me lo haga de otra manera, ya sabes. De ese modo sigo siendo técnicamente virgen. Te haces una idea, ¿no?

—Tú sigues diciendo eso de «ya sabes», pero lo cierto es que yo no sé nada. De verdad, Stacy, no lo sé. ¿De qué me estás hablando?

Su hermana separa con dos dedos los pétalos de las flores del feo ramillete verde que Chaz le ha regalado y, sin levantar la mirada, dice:

—Estoy segura de que puedes hacerte una idea.

—¿Con la boca?

—Bueno, sí; pero eso no es todo. Me refiero a que no es lo principal.

—¿Por el...? —Melissa se interrumpe cuando comprende lo que su hermana le está dando a entender—. ¡Puag! Tú estás enferma. Es la mayor marranada que he oído.

—Lo que tú digas, mamá. Pero muchas chicas lo hacen de esa manera, así que no te escandalices.

—¿Quién? ¿Quiénes son esas «muchas chicas»?

—Seneca, por ejemplo.

—Bueno, eso no me sorprende. Estoy segura de que cobra una cantidad extra por ese tipo de servicio.

—Hay muchas otras, Missy. Laura Mills o Eva Talbot.

—Todas esas chicas son unas guarras. Me sorprende que todavía les preocupe seguir «técnicamente vírgenes» o como sea que lo llames. Mira, si estás dispuesta a montártelo de ese modo, más vale lanzarse y hacerlo como Dios manda. —Melissa calla y se apoya contra la pared. Las vibraciones de la música le recorren el cuerpo mientras el grupo se lanza a finalizar la canción de Ricky Martin. Finalmente, se dice que es mejor olvidarse del extraño sesgo que ha tomado la conversación y volver al asunto que las ha llevado a ese cuarto—. Stacy, no me siento capaz de hablar de eso ahora. Se me hace tan raro que me asusta.

Su hermana permanece callada, tirando de los verdes pétalos de su ramillete.

Melissa se dirige hacia la ventana pensando en qué hacer a continuación. Mientras observa el aparcamiento, divisa un grupo de chóferes reunido alrededor de una de las blancas limusinas, charlando y riendo, tirando al suelo la ceniza de sus cigarrillos. Los observa, buscando al que los ha llevado —un enjuto asiático que se ha mostrado educado pero extrañamente callado mientras les sostenía la puerta abierta para que entraran o salieran del coche—, pero no lo ve con los otros. Al final, lo que decide es lo siguiente: primero, irá a buscar a Ronnie y le soltará una bronca de cuidado por haberse ido de la lengua con Chaz; segundo, pase lo que pase, seguirán con sus planes para esa noche. La limusina los llevará a casa de Ronnie, donde cogerán el Mercedes y viajarán hasta Rehoboth, Delaware. A medianoche se registrarán en la habitación reservada a su nombre. Más que follar con Ronnie por primera vez, lo que Melissa desea es quedarse abrazada a su cálido cuerpo todo un fin de semana. Una vez claras las ideas, Melissa se vuelve hacia su hermana y le cuenta una versión abreviada de sus planes:

—Voy a buscar a Ronnie. Cuando la fiesta haya acabado nos marcharemos. Esta noche disfrutaremos del sexo como lo hace la gente normal.

Al pasar al lado de su hermana, camino de la puerta, Stacy le espeta:

—Missy, si lo haces, se lo diré a papá y a mamá.

Melissa se vuelve y mira fijamente a su hermana —a su imagen de espejo, con sus verdes ojos, sus rubios cabellos y su delicada nariz— y le entran ganas de hacer pedazos ese reflejo de una vez por todas. «No lo hará —piensa Melissa—, solo se está marcando un farol. Además, seguramente no sabe adonde vamos a ir. Puede que sepa el nombre del pueblo, pero no creo que Ronnie le haya dicho a Chaz el del hotel. ¿Por qué iba a hacerlo?»

Stacy debe de haber leído la duda en el rostro de su hermana, porque lo que dice acto seguido es:

—Tenéis una reserva para tres noches en el Archer Inn de Rehoboth, Delaware. Además de llamar a papá y a mamá, también llamaré al hotel para cancelar la reserva antes de que hayáis tenido tiempo de llegar. ¿Me crees ahora?

Melissa estalla en una letanía de preguntas.

—¿Por qué me haces esto? ¿Por qué te comportas como una cabrona? ¿Qué coño te pasa? ¿No tienes bastante con lo que ocurre en tu vida y tienes que meterte en la mía?

Con un tono sosegado y tranquilo, Stacy le responde:

—Es nuestra vida, Missy.

—No. No lo es, Stacy. Eres mi hermana, pero no eres yo. Somos dos personas independientes. Métete esto en la cabeza: se trata de mi vida, y yo tomo mis propias decisiones.

Entonces es Stacy la que da un paso hacia la puerta.

—Tal como te he dicho antes, si hago esto es porque te quiero, porque eres mi hermana y porque sé lo absolutamente insoportables que papá y mamá se pondrán con nosotras si lo haces. Así que a pesar de que creas que somos dos personas independientes y hayas hecho todo lo necesario a lo largo del último año para demostrar que no me necesitas, nuestros padres nos siguen tratando como a una sola persona. Si te castigan a ti, también yo recibiré las consecuencias, y personalmente deseo disfrutar de mi último verano antes de la universidad. Por lo tanto, tal como te he dicho, no vas a ir. A pesar de que puedas ponerte furiosa conmigo ahora, estoy convencida de que más adelante me lo agradecerás.

Cuando ha terminado, Stacy sale al pasillo y vuelve a tomar el camino de la recepción a pesar de que Melissa sale tras ella gritando:

—Solo eres dos minutos más mayor que yo, no veinte años, ¿por qué te comportas como si fueras mi madre?

Pero Stacy sigue andando sin volver la vista atrás.

Melissa está tan furiosa que cierra de un portazo y se queda en medio del cuarto, aferrando el bolso y echando pestes. ¿En qué coño estaría pensando Ronnie cuando se fue de la lengua con Chaz?, se pregunta mientras el sonido de la música le llega con más fuerza. Es como si el ritmo se le metiera bajo la piel y la llenara de ira. Piensa en la novela que cogió en la venta de libros para recaudar fondos para la iglesia: Carrie. Imagina su furia adquiriendo proporciones sobrenaturales —cerrando puertas y reventando cañerías, electrocutando a todos y cada uno de los que están bailando en esos momentos al otro lado de las paredes—, y cuando se siente lista para explotar a causa de la intensidad del disgusto y la decepción que la embargan esa noche —esa noche que llevaba tantos meses aguardando— se desploma sobre las cajas de tubos blancos y empieza a llorar.

«Odio esta fiesta de graduación —piensa mientras una lista de las personas y cosas que desprecia desfila por su mente—. Odio mi vestido. Odio llevar este ramillete. Odio este estúpido cuartucho. Odio este horrible hotel. Odio esos deprimentes murales de las paredes. Odio a Ronnie. Odio, odio, odio a Chaz. Odio a mis padres. Y por encima de todo odio a mi hermana.»

Cuando ya no puede pensar en nadie más a quien odiar, sus pensamientos vuelven a sus padres. Al fin y al cabo, ellos son la raíz del problema. Si no fuera por sus estúpidas normas, Stacy no se habría inmiscuido en sus planes de esa noche. Melissa piensa en todas las prohibiciones y restricciones que ha tenido que soportar durante esos años mientras los demás jóvenes de su edad salían a pasarlo bien:

—Nada de llamadas por teléfono después de las ocho.

—Nada de televisión por cable.

—Nada de palabrotas.

—Dos horas de prácticas de flauta todas las noches.

—Tres horas de deberes.

—Misa todos los domingos.

—Grupo de oración todos los martes.

—Visitas familiares a los enfermos siempre que a su padre le viene en gana.

Melissa ya no lo soporta. Sencillamente, no puede más.

A pesar de lo irritada que esta con Ronnie, sus pensamientos se centran en la familia de él. Cuando la limusina se ha detenido esa tarde ante su casa, la madre de Ronnie ha salido al jardín, toda sonrisas y satisfacción. Ha gastado tres rollos de película y ha bromeado constantemente con su hijo, que intentaba decirle cómo sacar las mejores fotos al tiempo que posaba. La señora Chase ha hablado de asuntos normales y también se ha comportado como un madre normal: les ha contado que esa noche, en la biblioteca, iban a celebrar una sesión de lectura de un importante escritor, y ha comentado lo mucho que le gusta vestirse para esas ocasiones especiales. Incluso el padre de Ronnie, que se disponía a marcharse a trabajar al hospital, ha salido y se ha comportado igualmente como un padre normal: en lugar de sermonearlos sobre restricciones y bebida, les ha contado dos graciosas anécdotas: una acerca de cuando iba a bailar en su época del instituto y fue expulsado por darse el lote con su novia en la pista de baile, y otra de cuando el reloj se le enredó en el velo de la que iba a convertirse en la señora Chase, en el altar, durante su boda. Antes de marcharse incluso se han dado un ligero beso delante de todo el mundo. Melissa no recuerda haber visto nunca que sus padres se besaran. Jamás. Por último, el hermano mayor de Ronnie ha salido para verlos partir antes de irse a su turno en el Olive Garden. Melissa no conocía a Philip, pero en su época de primer grado se tropezó con un enorme diccionario en la biblioteca del colegio donde alguien había borrado con Tipex las definiciones de «perdedor», «maricón», «mamón», «homosexual», «maloliente», «feo» y muchas otras, y en su lugar había escrito con tinta azul: «Philip Chase, clase del 95». A pesar de todo, Philip también le ha parecido normal: les dijo que tenían buen aspecto y que se divirtieran; luego, se metió en su coche y se marchó, ocupado en sus propios asuntos. No como Stacy.

Como si pensar en la familia de Ronnie lo hubiera llamado, lo siguiente que Melissa oye es su apresurada y enérgica voz llamándola por el pasillo.

—¡Missy! ¡Melissa!

Ella no contesta porque está demasiado enfadada para hablar con él en ese momento; pero de todos modos Ronnie abre la puerta y la encuentra.

—Stacy me ha dicho que estabas aquí. ¿Qué...? —Ronnie se interrumpe cuando se da cuenta de que Melissa está llorando. Entra, cierra la puerta y se sienta al lado de ella en uno de los tubos—. ¿Qué pasa? —le pregunta rodeándola con sus fuertes brazos—. ¿Qué ha ocurrido?

—Que lo has estropeado todo por bocazas —le contesta ella apoyando la cabeza en su hombro.

—¿Estropeado? ¿El qué?

Melissa se aparta y le da un golpe con todas sus fuerzas en el pecho.

—¡No te hagas el tonto conmigo! ¡So idiota! ¡Te has cargado nuestros planes para esta noche y el fin de semana!

Ronnie se queda mirándola, con la cabeza ladeada, perplejo.

—¿Acaso tengo que escribírtelo? Se lo contaste a Chaz. Chaz se lo contó a mi hermana, y ahora la muy... no quiere que vayamos.

Ronnie yergue la cabeza de un modo que indica que ha entendido por dónde van los tiros. Se pasa la lengua por los labios y deja escapar un profundo suspiro.

—Lo siento, Melissa.

—¿Por qué se lo dijiste? Me prometiste que no lo harías. Ya sabes lo cotilla que es. Lo de este fin de semana iba a ser un secreto, ¡nuestro secreto!

—Lo sé. Chaz me garantizó que no diría una palabra, pero se le escapó delante de Stacy esta noche. Fue una metedura de pata por su parte, pero sin malicia.

—Como quieras, pero sigo sin entender por qué tuviste que decírselo.

Ronnie le recuerda la cena de los premios deportivos prevista para ese sábado, la que él y Melissa estuvieron de acuerdo en perderse para poder ir a Rehoboth en su lugar.

—Chaz no dejaba de darme la lata para que fuéramos juntos. Además, quería que nos quedáramos hasta tarde. Alguien tiene un barril de cerveza en su casa, y Chaz quería que fuéramos. Se puso más pesado que una vaca en brazos. Al final tuve que decirle que no podría ser, aunque solo para quitármelo de encima. Vamos, Missy, no te enfades, no tenía intención de estropearte los planes.

Melissa no quiere perdonarle así, tan fácilmente. No quiere reconocer que lo entiende. Conociendo a Chaz, la historia de Ronnie es muy creíble.

—Pero ¿por qué tuviste que darle el nombre del hotel?

Ronnie se encoge de hombros.

—No lo sé. Le pareció que nuestros planes eran muy chulos, así que creo que acabé presumiendo y explicándole lo maravilloso que iba a ser. Tenía la sensación de estar apuntándome un tanto con él. Además, era lo primero en mucho tiempo que no lo dejaba hablar del maldito récord de lanzamiento.

Melissa no sabe qué más decir, de modo que extiende la mano para coger un rollo de papel higiénico para secarse las lágrimas. Cuando Ronnie la ve, le dice que espere, se mete la mano en el bolsillo del esmoquin y saca un pañuelo limpio con las iniciales «RC».

—En circunstancias normales solo podría ofrecerte un pedazo de papel arrancado de mi libreta de notas, pero mi padre me lo ha dado esta noche para completar mi atuendo. Es suyo. Por suerte, tenemos las mismas iniciales. —Ronnie acaricia el rostro de Melissa con el pañuelo de seda y le seca las lágrimas—. No te preocupes, no me he sonado las narices ni nada de eso. Está limpio.

—Gracias a Dios que al menos algo sale bien esta noche —dice ella, y a continuación le pregunta si se le ha corrido el rímel.

—Un poco, pero ya está bien.

—¿Sabes, Ronnie? Ya no podemos ir. Chaz se lo ha contado todo a mi hermana, el nombre del hotel incluido, y ahora ella amenaza con decírselo a mis padres.

Ninguno de los dos dice nada durante un momento, mientras Melissa se rasca la muñeca y se ajusta su ramillete. A través de la pared oye los amortiguados sonidos de una canción de Mariah Carey que empieza a medida que el latido del bajo disminuye. Finalmente, dice:

—Quizá podríamos ir a algún otro sitio. A otra playa. A otro hotel. El Archer Inn no es el único lugar del mundo.

Ronnie se pasa nuevamente la lengua por los labios y suspira.

—Missy, hay otro problema.

«Qué más puede salir mal», piensa ella.

—¿Qué pasa ahora?

—Le dije a mi padre que me devolviera la tarjeta de crédito, pero él se negó. Entonces le pedí prestado un poco de dinero en efectivo, pero también me lo negó. Mis padres siguen castigándome por lo del Mercedes, de manera que estoy sin blanca. Cuando esta tarde nos detuvimos un momento en casa incluso le pregunté a mi hermano si me dejaba usar su tarjeta.

—¿Y qué te dijo?

—Tienes que conocer realmente a mi hermano para comprenderlo. Se puso muy puntilloso, como suele hacer. Me dijo que si dejaba de perder el tiempo con los deportes y buscaba un trabajo tendría dinero en el bolsillo. ¡Como si yo quisiera malgastar mi vida trabajando como él en el Olive Garden!

—De acuerdo —anuncia Melissa—. Así pues, es oficial: nuestro viaje queda cancelado.

Ronnie se levanta y se arrodilla en el gastado linóleo, ante ella. Le toma las manos, le besa los nudillos y a continuación le acaricia el cabello.

—Lo siento —le dice—. Lo siento de verdad.

A pesar de lo decepcionada que se siente, Melissa debe reconocer que no deja de experimentar cierta sensación de alivio. Nunca lo confesaría ante Stacy, pero su hermana estaba en lo cierto en un aspecto: sus padres les habrían hecho la vida imposible. Aun así, a pesar de que no va a tener que sufrir todo el verano, no puede evitar pensar en esas fotografías del folleto del Archer Inn que le envió Ronnie. Todas las habitaciones tenían vistas al mar y su nombre se correspondía con el de su color por dentro. Había una Habitación Azul, una Habitación Verde, una Habitación Amarilla, una Habitación Melocotón. Ella y Ronnie habían reservado la Habitación Amarilla porque les gustó el aspecto de la cama de matrimonio con dosel, llena de cojines. En esos momentos, Melissa imagina la cama vacía durante todo el fin de semana, o lo que es peor, entregada a cualquier pareja aburrida que se habrá presentado sin reserva previa. Piensa en el camino por donde iban a pasear, en el restaurante llamado Ashby’s Oyster House donde tenían previsto comer, la pequeña librería Browseabout Books en la que quizá se habrían detenido.

—Solo quería que las cosas fueran perfectas —dice con un hilo de voz.

—Y son perfectas —le contesta Ronnie, acariciándole el cabello una vez más—. No me importa si estamos sentados en este cuarto de almacén juntos. Lo único que quiero es estar contigo.

Melissa lo mira, todavía arrodillado ante ella. Se le ha torcido la pajarita, de modo que se la endereza.

—¿De dónde has sacado esa cursilada?

—Lo digo en serio, Melissa. Creo que a lo largo del último año te he demostrado lo que siento por ti. No se puede decir que con las normas de tus padres y todo eso hayamos podido vernos normalmente. Para mí habría sido mucho más fácil salir con cualquier otra, pero quería estar contigo.

Melissa no sabe qué decir, de modo que declara:

—Yo también quiero estar contigo.

—Dentro de unos meses todo será diferente. Viviremos en la universidad. Estaremos en el campus, uno delante del otro.

—Sí, solo que yo me estaré partiendo el lomo en la cafetería o en cualquier empleo a tiempo parcial que el departamento de ayuda financiera me haya asignado para que pueda pagarme la estancia.

Ronnie le aparta un mechón de cabello que se le ha soltado de las horquillas. Le roza la frente con sus generosos labios y le dice en voz baja:

—Si te ponen a lavar platos, yo te ayudaré a fregarlos.

—¿Me lo prometes?

—Te lo prometo.

Ronnie baja la cabeza para besarla en los labios, y su mano se desliza hacia la nuca de Melissa. Sus dedos se entretienen allí, yendo de oreja a oreja y después bajando por la espalda. Los besos de Ronnie siempre empiezan como poco más que tiernos roces contra su boca. Enseguida empiezan a ser más firmes y le entreabren los labios, que se le humedecen y excitan. Cuando la lengua de Ronnie se introduce en su boca, Melissa cierra los ojos y echa la cabeza hacia atrás. Ronnie se aprieta contra ella; luego, aparta los labios y le acaricia con ellos el cuello. Melissa nota su aliento cálido y húmedo en la piel a medida que él se acerca al lóbulo de la oreja. Ella le acaricia los fuertes hombros y baja las manos por su espalda. Algo en ese gesto hace que Ronnie respire con más fuerza, de manera que cuando le alcanza el oído, ella tiene la sensación de que le susurra algo. Escucha, hasta que se da cuenta de que no hay palabras, solo el murmullo de su aliento. Al fin, Ronnie inclina la cabeza hacia sus pechos y hunde el rostro en el encaje del vestido.

—Tengo la impresión de estar besando un mantel —dice riendo.

Melissa contempla la irregular raya de sus rubios cabellos.

—Creía que me habías dicho que estaba muy guapa con este vestido.

Ronnie levanta la vista y la mira con esos ojos azules que a ella tanto le gustan. Melissa siente una punzada de tristeza por tener que esperar para averiguar cómo será dormir con él, aspirar el aroma de su piel, despertarse y ver su rostro por la mañana.

—Estás muy guapa con él —le dice Ronnie—, pero aún estarías más guapa sin él.

—Pues es una lástima que esta noche hayas perdido tu oportunidad —replica Melissa.

Él le da un beso entre los pechos y desliza una mano a lo largo de su tobillo y bajo el vestido. Con un lento movimiento circular empieza a subir por el tobillo, la pantorrilla, la rodilla, el interior del muslo y más arriba todavía. Cuando sus dedos alcanzan las bragas, la tela ya está húmeda por el simple contacto. Cuando la acaricia a través de la costura y se adentra en ella haciendo que la respiración de Melissa se acelere, Ronnie pregunta:

—¿Y quién lo dice?

—Lo digo yo —contesta Melissa, obligándose a apartarle la mano y a juntar las rodillas—. Ronnie no podemos hacerlo aquí.

—¿Por qué no?

—Tenemos que volver a la fiesta.

—A la mierda la fiesta. ¿Crees que me importa alguien de los que hay allí? Solo me importas tú.

—Pero te lo he dicho un millón de veces. Nuestra primera vez ha de ser especial.

—Y yo te he dicho un millón de veces que será especial estemos donde estemos.

Melissa lo mira fijamente largo rato, pensando en los vaivenes de la noche que la han llevado a estar sentada con Ronnie en ese cuarto de almacén. Casi todos los que conoce están bailando en esos momentos al otro lado de la pared, y Ronnie quiere hacer el amor con ella. Allí mismo, en ese instante. Piensa en las otras chicas de su edad: Seneca Lawson, Laura Mills, Eva Talbot e incluso su propia hermana, Stacy Moody. Comparado con lo que ha sabido de ellas esa noche, estar en ese cuarto con Ronnie resulta de lo más normal.

—¿Quieres ver una cosa? —le pregunta.

El asiente, y Melissa le pide que coja el bolso del suelo. Cuando se lo entrega, ella lo abre y saca un apretado hatillo de ropa. Desenrolla los pantalones y la camiseta con cuidado, como si estuviera llevando a cabo una intervención quirúrgica, hasta que extrae el corazón de cristal de la bombilla roja.

—¿Tenías pensado revelar fotos mientras estábamos en Rehoboth? —pregunta Ronnie.

—No. Mi intención era ponerla en la lámpara de la mesilla de noche. Una pequeña sorpresa para que nos sintiéramos más como en casa.

—Tengo una idea mejor. —Se la coge de las manos, se pone en pie e intenta agarrar la desnuda bombilla que cuelga del techo, pero está tan caliente que tiene que coger un trapo de cocina de una de las cajas cercanas. Cuando la desenrosca no queda más que la azulada claridad del aparcamiento hasta que pone en su lugar la bombilla roja—. Voilà! —exclama cuando el resplandor carmesí inunda la estancia—. ¡Un cuarto oscuro instantáneo!

Melissa observa el anguloso y apuesto rostro de Ronnie, su sonrisa con su ligero prognatismo, y se da cuenta de lo cansada que está de esperar, de lo aburrida que está de decir que no. Se levanta y cierra la puerta con llave. Coloca delante unas cuantas cajas, por si acaso, y después corre las ajadas cortinas. No es así como quería que fuera la primera vez. No es así para nada. Pero ha llegado a la conclusión de que Ronnie tiene razón. Mientras estén juntos, poco importan el dónde y el cómo. Al fin, se entrega al momento, renunciando a sus planes pero conservando lo más importante. Ronnie se quita la chaqueta del esmoquin y la extiende sobre el gastado linóleo, a su lado. Le da una palmada y pregunta:

—¿Te apetece unirte a mí?

Melissa se tumba al lado de él y hunde el rostro en la tierna calidez del pecho de Ronnie mientras los dedos de este se mueven a lo largo de su espalda, lentamente, desabrochando torpemente los botones de su blanco vestido de encaje.

—Sabes que te quiero, ¿verdad? —le susurra Ronnie al oído.

—Lo sé —le contesta Melissa—. Y yo también te quiero.